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9 de abril de 2014

            Francisco Brines (Oliva, Valencia, 1932) es autor de una de las más delicadas y sólidas obras poéticas de la Generación de los cincuenta; y uno de los poetas más influyentes del panorama actual de nuestras letras. Heredero de una estirpe privilegiada en la que habría que incluir, partiendo de Juan Ramón, a Cernuda o Juan Gil Albert, por poner sólo ejemplos señeros, ha ido escribiendo con cuidadosa y dedicada lentitud un corpus poético extremadamente coherente, orgánico y unitario. Lo publicó, completo hasta hoy, en 1997 con el título de Ensayo de una despedida. La antología que ahora escoge y prologa el también poeta Dionisio Cañas con el título de Todos los rostros del pasado puede leerse, pues, como una primera cata en ese océano profundo e irisado de una obra vasta y honda, siempre dispuesta a sorprender a cada nuevo lector; a cada nueva lectura.

            Cañas ha confeccionado una antología centrada, según su prólogo, en la figura autoral; en el “yo lírico” protagonista de la poesía de Brines. Una opción que incide particularmente en “esa centralidad existencial que vertebra gran parte de la obra del autor.” Quedan fuera de la selección todos los poemas satíricos (a los que César Simón dedicó un memorable artículo) y los construidos mediante la técnica del monólogo dramático; y están poco representados los eróticos, los amicales, los más directamente oníricos. Todo ello hace de esta antología un territorio perfectamente acotado, por más que en muchas ocasiones se echen de menos muchos temas y motivos tan caros al autor como a sus lectores. Con todo, no tiene Brines un solo poema que desmerezca del resto de su obra, y ese rigor extremo lo agradecerá cualquier antólogo con la certeza de no estarse nunca equivocando mucho. La selección de Cañas cumple con creces su propósito de actuar como pórtico a la obra toda del poeta, con lo que sería difícil ponerle más pegas que la de echar de menos tantos poemas descartados para reconocer a continuación que no sobra ninguno de los que están.

            “Creo que el conjunto de mi obra, aun en los momentos en que aparece el cántico, no es otra cosa que una extensa elegía.” Estas palabras de Brines, publicadas en 1984, han concitado tal unanimidad que no hay hoy crítico en activo que se atreva no ya a discutirlas, sino siquiera a obviar para su autor la etiqueta de “poeta elegíaco”. Pero una vez aceptado el marchamo, y conscientes de su escasa concreción, se hace necesario ahondar en la lectura e ir anotando algunos matices que perfilan el dibujo de un poeta tan elegíaco como epicúreo; y que ha sabido intuir tantas veces (y en su poesía toda, tomada en conjunto) que detrás de la pérdida se oculta la pulsión del renacer.

            En la existencia humana, tal y como creo que la entiende Brines, parece haber dos momentos muy definidos: el tiempo de la vida y el tiempo del poema. Ambos aparecen como perfectamente delimitados, si bien no son en absoluto estancos: el primero engloba al segundo y éste, el del poema, es una transfiguración meditativa del primordial. Pero hay algo del tiempo de la vida que, en el del poema, parece estar no “in pectore” sino más bien, por seguir con las fórmulas jurídicas, siendo juzgado en rebeldía. De esa ausencia de lo que podríamos llamar crestas de plenitud vital parece surgir la necesidad del poema; y del temor existencial de no recobrarlas (o de la certeza de la imposibilidad de hacerlo) nace el tono elegíaco, pero también hímnico y celebrativo, de su poesía: una lírica que celebra “in absentia” lo que, de estar presente, impediría al poeta sentarse a escribir. Así, los tonos de la elegía y el himno se entrelazan con asombrosa promiscuidad, haciendo de Brines un hedonista trágico capaz de cerrar uno de sus poemas más angustiados —“Isla de piedras”: “terriblemente han de venir / todas las horas del dolor” (...) “mis pies pisan el mundo desolados.”—, un poema cargado de semas de oscuridad y podredumbre, en el que la desolación del paisaje se transmite al cuerpo mismo del poeta, con un último verso de amor incondicional a la vida: “porque nunca se acaba el olor de las rosas” (p. 63)

            El contraste insistente y sostenido entre la finitud de lo vivo y el canto gozoso de sus inagotables fuentes de belleza y alegría; el combate entre fauce y caricia de la existencia humana es el hilo conductor de esta extensa meditación en que se resuelve la poesía de Francisco Brines. Una antítesis rica en matices y estadios intermedios (no en vano las horas más familiares a esta poesía son las del crepúsculo) que, como si se tratase de dos tonos musicales, tiene una traducción precisa y reveladora en los tiempos verbales empleados: los pretéritos, los tiempos de aspecto terminativo (el pretérito perfecto simple y las formas compuestas), como el tono menor en la música, son sombríos, doloridos, y se recrean en la pérdida y en la imposibilidad de no aceptarla. Contrastando con ellos, el presente y los otros tiempos simples, solares, llenos de amplia luz, de amor y de placer, son los empleados en ese espléndido y vital canto al mundo natural y a la vida de los hombres que es, en tantos momentos, la poesía de Francisco Brines. Esto que digo puede observarse con viva nitidez, entre otros poemas, en “Museo de la Academia” (p. 49) o “Versos épicos” (p. 54), escritos en un glorioso presente sostenido, que el poeta resuelve en himno: “Yo canto la pureza”, concluye.

            De toda la obra de Brines, el libro más y mejor representado aquí es, sin duda, Palabras a la oscuridad: un título capital para varias generaciones de poetas. En él se construyen ante los ojos del lector, en poemas de una exquisitez desconcertante, el mundo y la voz definitivos del autor. El libro entero es un progresivo desvelamiento del destino individual de un hombre joven, trasunto del poeta: la revelación de ese destino, su aceptación y comunión con él están admirablemente evocados en versos de factura clásica que anunciaban, en 1966, mucho de lo que ha venido después. Creo que aún no se ha señalado suficientemente la importancia que tuvo ese libro en la naciente red de poéticas que acabó por desembocar en los cauces y caudales novísimos y postnovísimos: el cosmopolitismo, la voluntad introspectiva, la renuncia al temario de la poesía social, el culturalismo sin impostas, el dedo puesto en la llaga de la experiencia humana, la huella cernudiana... Todo ello aparecía ya, majestuoso, impregnando de emoción dolorida unos versos imperecederos cuyo fluir reposado nunca atenúa la innovadora radicalidad de la propuesta. Su honestidad, su naturalidad, su cercanía son aún más sorprendentes cuando se repara en la fecha de publicación: esos poemas supieron poner luz mediterránea, pagana y libre en el mundo hostil, pacato y servilón del desarrollismo. Fueron un soplo intenso de aire fresco en medio de la grisura y la ñoñez de la época.

            En su siguiente entrega, Aún no (1971), la expresión de la fugacidad y muerte de lo vivo, ahora más íntimamente ligada a la experiencia amorosa, se decanta, se despoja y va quedando enteca, puro concepto, verdad palmaria y triste. Desde su propio título, a caballo entre la petición angustiada y la constatación teñida de sorpresa, el libro es a la vez una disección de ese dolor de finitud y un débil lenitivo, forjado en la contemplación de las últimas luces. En varios poemas del libro aparece el desdoblamiento del poeta en protagonista y narrador; en actante y observador, que se trasmuta a menudo y salta las fronteras temporales para lograr con su desmantelamiento un sucedáneo, una ilusión de eternidad. Así sucede, por ejemplo, en “El triunfo del amor” (p. 103): uno de los escasos poemas de tema helenístico recogidos en la antología. Hay también un desleírse de la propia identidad que, sabedora de su próxima consunción en cenizas, se anticipa y difumina en bellísimos versos desolados: “Miré desde el balcón / y en el balcón no había nadie.” (“La espera”, p. 108) Ese desdoblamiento lleva al poeta hasta observarse muerto y, en nuevos ejercicios ignacianos (Brines estudió con los Jesuitas en Valencia, y esa experiencia le ha marcado a fuego), asistir a la futilidad de todo funeral en el poema “Palabras para una despedida” (p. 113). Por eso también se insiste en la querencia del presente (“Elca y Montgó”, p. 109): el único tiempo verbal que nos es dado vivir, y el símbolo más puro de la fugacidad.

            El desdoblamiento del “yo” poético persiste aún en Insistencias en Luzbel (1977), el libro más enjuto y conceptual de todos los suyos, de máxima pureza, para estallar en figuras fantasmales y evocar los terrores infantiles. Pero desaparece tras el reencuentro consigo mismo que supone El otoño de las rosas (1986). Ahora, una serenidad augusta se yergue sobre la angustia metafísica, y el poeta Brines aprende a reconciliarse consigo mismo. El retiro de Elca, en su Oliva natal, cobra aquí un definitivo protagonismo, como si el hombre dividido de los dos libros anteriores hubiera logrado al fin reconocer su imagen reflejada en el espejo, hallar su centro y habitarlo conforme. Su último libro hasta la fecha, La última costa (1995), es un definitivo reencuentro con la identidad perdida o disgregada: una recuperación de la propia infancia como cifra de la existencia toda; un cerrarse el círculo que abrieron Las brasas. El poeta, reconciliado, percibe la totalidad mediante sinestesias: “Han tocado mis ojos el esplendor del mundo” (p. 169). La aceptación es un hecho, y la comunión con la condición humana, así como el reencuentro con un pasado personal que vuelve a ser fértil, confieren a estos poemas últimos un inequívoco aroma, paradójico y vívido, de eternidad: hay un poeta en pie, que ha comprendido.

 

 

 

 

Francisco Brines, Todos los rostros del pasado, Madrid, Círculo de Lectores / Galaxia Gutenberg, 2007.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Pérez Leal

            “Esta es la historia de un hombre que participó en una competencia de baile”, así comienza Una historia sencilla, un reportaje periodístico novelado de la escritora argentina Leila Guerriero. Y no es más ni menos que eso: un festival, un baile, un hombre; un hombre común y corriente, con una familia común y corriente, con una pobreza común y corriente; unos valores, una pasión, un sueño, la lucha diaria y una nación; una periodista que mira, sin censuras ni apriorismos, pero con respeto y admiración, con un objetivo macro en la distancia íntima; un estilo sencillo, casi austero, de tan esencial, completamente universal.

            No es fácil que “menos” sea “más”, mucho “más”, pero en este caso lo que comienza siendo un reportaje sobre el Festival Nacional de Malambo de Laborde, en la Argentina profunda, y el baile tradicional de los gauchos argentinos, el malambo, consistente en un zapateado in crescendo, mezcla de destreza y resistencia, pronto muta hacia la crónica novelada de la lucha del malambista Rodolfo González Alcántara por alcanzar tan preciado galardón. En esos momentos de la narración, el malambo ya no es tan sólo un baile, es más, mucho más: es una forma de ver y entender la vida.  Como el ritmo del mismo zapateado, la historia aumenta en intensidad y es más, mucho más: la “historia sencilla” se transforma en “historia difícil”, en la “historia de un hombre común”, en la historia de todo un pueblo, en nuestra propia historia. Poco a poco, hacia su recta final, la novela es más, mucho más: es pura épica; la épica del Hombre que lucha por sobrevivir con dignidad, que se esfuerza por alcanzar una meta aferrado a unos valores y principios; es la epopeya de un pueblo, de todos aquellos pueblos que se mantienen fieles a sus tradiciones y firmes sobre el escenario de la vida mirando hacia el futuro con decisión.

            Una historia sencilla es una obra tierna y emocionante, arranca como un reportaje que se transforma en crónica que, poco a poco, deriva hacia la novela hasta alcanzar en determinados momentos un intenso lirismo épico, en especial cuando el danzante siente que el malambo le crece dentro y él crece con el malambo, transformándose completamente: “El primer movimiento de las piernas hizo que el cribo se agitara como una criatura blanda mecida bajo el agua. Después, durante cuatro minutos cincuenta y dos segundos, hizo crujir la noche bajo su puño. El era el campo, era la tierra seca, era el horizonte tenso de la pampa, era el olor de los caballos, era el zumbido de la soledad, era la furia, era la enfermedad  y era la guerra, era lo contrario de la paz. Era el cuchillo y era el tajo. Era el caníbal. Era una condena. Al terminar golpeó la madera con la fuerza de un monstruo y se quedó allí, mirando a través de las capas del aire hojaldrado de la noche, cubierto de estrellas, todo fulgor. Y, sonriendo de costado –como un príncipe, como un rufián o como un diablo-, se tocó el ala del sombrero. Y se fue.”

            Este libro podría haber tenido más de mil páginas, pero no supera las ciento cincuenta en un ejercicio de depuración absoluta, de decantación hacia lo esencial, es “más” con “menos”; se elimina todo lo innecesario y se deja única y exclusivamente lo indispensable, conformando un artefacto narrativo de tan extrema como compleja sencillez, que aviva la experiencia literaria, en la que todo lo importante está fuera y es completado por el lector, que es quien da sentido verdadero al texto al interiorizar la historia, identificarse con el personaje y reconocerse en él.

            En definitiva, Una historia sencilla es una crónica novelada que habla de la dignidad en lo cotidiano, de la lucha por la supervivencia. A través de Rodolfo González Alcántara, Leila Guerriero nos habla de la templanza, de la tenacidad y  de la paciencia de un hombre; de la austeridad, el coraje, la altivez, la sinceridad y la franqueza de un gaucho, valores que se repiten a lo largo del texto como un mantra, generando un ritmo, un ritmo de zapateado, un ritmo épico y poético. Pero Una historia sencilla es más, mucho más, y Leila nos habla también del apego a la tradición y del amor a la patria. Nos enseña que en la rutina también puede haber filosofía. Y, sobre todo, intenta hacernos ver que los grandes logros, las más duras batallas, sólo se ganan con una única arma: la confianza en uno mismo y el esfuerzo diario mantenido en el tiempo. Al fin y al cabo, “somos del mismo material del que se tejen los sueños”: la esperanza.

 

 

LEILA GUERRIERO, Una historia sencilla, Barcelona, Anagrama, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Villalba Sebastián

8 de abril de 2014

 

 

The World at Night (1940)

 

Neón del alma, qué sordid hotel anuncias

en la noche de este París dolorido,

calle del París del cuarenta, neón

del alma, hermano neón, qué inhumanidad

desvela tu luz lívida tan sin rumbo,

este terrible París último, ámbito

de los placeres de la estirpe más turbia,

caros restaurantes del mercado negro,

tangos idos, lupanares verdigrís,

cines sólo para el soldado alemán,

luego las mañanas azules de antaño,

desierto iluminado, infame desierto

del alma mía, ya pianista y poeta

murieron, Hotel de París ya sin alma,

escuchando lluvia andina sobre el zinc.

 

 

 

Un domingo en el Marne (1953)

 

La vida es bella en el río, en la pantalla

fluyen serenas las aguas a ambos lados

de la barcaza, el color de las guinguettes,

tan demóticos paraísos entre ramas,

espacios de baile y vino blanco frío

rumbo a los cuales navega la mirada

en esta segunda posguerra del siglo,

parece mentira que Marne sea también

el nombre de una batalla, tan cercana

en el tiempo, navegando, los taxis

del Marne en la primavera de las guerras,

hoy en el irse de este río retornan

el piano de Poulenc, los cuadros, los trenes

en la memoria, por siempre la banlieue

color cereza, la vida es bella en el río.

 

                                                    

Escrito en Lecturas Turia por Juan Manuel Bonet

7 de abril de 2014

 

A Clara y Miguel Ángel Muñoz Sanjuán

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

I

 

Los gatos son tigres y dejan rastros de plata; los pájaros son águilas inmóviles; y ahora cazo los recortes de luz entre las hojas. Si cierro el puño, al anochecer, cuando nadie pueda verme, tendré una mariposa de luz para mí sólo. Si abro la mano frente al sol, la mariposa se niega a volar y muere entre mis dedos.

Morir es una palabra con espinas.

 

II

 

Contar olas. Por el momento hay 1.332 olas impares, una vana y un montón de pares. Las algas no cuentan. Después viene el cansancio y el sueño azul. Cuando duermo, vuelo.

 

 

III

 

El mar es mentira. Tomo un poco de mar y es transparente. El mar no existe.

 

 

IV

 

Sandokán es un ángel que amaestra tigres y vive al final de espejo.

 

 

V

 

La noche es una pantera de Java, descalza y con mil ojos.

La noche devora sombras.

 

 

VI

 

Propósitos:

a) Depilar las rosas del jardín, quitarles las espinas.

b) Seguir el rastro de los caracoles hasta que los pies sean de cristal.

      c) Enjugar el llanto del sauce.

 

 

VII

 

El campo es sucio y desordenado. Nadie plancha el campo,

nadie lo limpia.

En el monte, mi amigo el pastor apacienta nubes.

 

 

VIII

 

El árbol es una casa pintada de verde, las hojas son alas.

Las hojas están dormidas. Llama la lluvia, las hojas siguen dormidas.

Intención: salvar las hojas en otoño. Pegarlas una a una al árbol.

La siempreviva: Un árbol de hojas pegadas.

 

 

IX

 

Observaciones:

Las estrellas del cielo se han escapado del caleidoscopio.

La pantera de Java duerme.

Propósito: Teñir las estrellas de colores.

 

X

 

El eco está camuflado en el monte: cazar el eco.

 

 

XI

 

Guerra:

El hombre grande se come al chico.

La sombra del ciprés, pincha.

El ladrón de sonrisas.

Un aleteo de pájaros azules.

 

 

XII

 

Noche:

El pastor seguido por una luna mansa.

 

 

XIII

 

Deseo:

Bañarse dos veces en el mismo sueño.

 

 

 XIV

 

 

Cuando yo duermo todo el mundo duerme.

Propósito: pensarlo más despacio.

 

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Pérez Estrada

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Inmersión en el abismo

 

Tras la edición del ciclo Bronwyn (Siruela, Madrid 2001) y En la llama (Siruela, Madrid 2005), aparece ahora Del no mundo, tercer y último volumen de la poesía reunida de Juan Eduardo Cirlot. En él, a excepción del mencionado ciclo, se recoge la poesía escrita por el autor desde el año 1960 hasta su muerte, acontecida en mayo de 1973. El título se debe a un libro de aforismos, donde el poeta condensó su pensamiento en breves fragmentos, entre los que leemos: «Algo viene al ser-dejandode-ser-rodeado-de-no ser, que es el tiempo existencial (=la existencia temporal). Ignoramos si la fase negra, u oculta (no existir), de lo que llega a ser (desde su cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua. Por eso, el existente es un ser condenado a saber que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen de toda sublevación contra lo-que-es». 

Toda la obra poética de Cirlot –incluso la más luminosa– parte de la conciencia de ese «ser-dejando-de-ser», y se presenta como una manifestación de dicha dualidad. Ofrece, pues, un panorama en el que «ser y no ser» a un tiempo es la máxima paradoja y, acaso, la única posibilidad. Porque este «ser-dejandode-ser» tiende, al irse desvaneciendo, a «volver a ser», es decir, a renacer. Y en el punto de renacer, el hombre, «ser parcial», es sujeto de una transformación y llega a ser total; llega a la integración de su corporalidad y su alma, su yo de luz. De este modo se convierte en destellante oro la negrura de la carencia. 

Los poemas –cuadernos, folletos o poemas sueltos– que integran Del no mundo reflejan esta dinámica y se mueven incesantemente, mostrando un espectro de colores y una armadura de sonidos que se orientan hacia el fin mencionado. El hecho de que el Ciclo Bronwyn, aunque cronológicamente pertenezca a este periodo, no figure en sus páginas destaca particularmente este dinamismo. Civilizaciones pasadas, arrasadas, restos de memoria histórica, ruinas, recuerdos de combates, armas rotas, cuerpos destrozados, vegetación casi sepultada, tierra propicia a la fermentación, se hallan latentes en sus páginas esperando la total descomposición de la que emergerá un germen de nueva vida. Por ello los poemas (Las oraciones oscuras, La doncella de las cicatrices, 44 sonetos de amor…), como la cola del pavo real, despliegan ese colorido (del negro al oro,  pasando  por  el  blanco,  el  rojo  y  el  verde) que nos habla de la transformación alquímica, del mismo modo que hay en ellos rupturas (La sola virgen la), reiteraciones (Inger Stevens, in memoriam), insistencia en las construcción del verso (El palacio de plata) y un empleo particular de los sonidos (Inger, permutaciones) que nos remiten al hechizo, la letanía y la oración. Todo esto apunta al terreno de lo sagrado. De hecho nos traslada a los orígenes mismos de la poesía, tan vinculada a la magia y a la fórmula para persuadir al Dios, como a enfrentarse con el misterio. 

El verdadero misterio es el de la vida y va unido a la capacidad del hombre para reconocerlo. La inteligencia desempeña, por ello, en esta obra un papel fundamental. En el caso de Cirlot la inteligencia –como el estar en el mundo– es dual, ya que la mueve por un lado la razón y, por otro, la intuición. Unidas ambas, el resultado es de una enorme coherencia. Schopenhauer escribió: «la verdadera esencia de la realidad es precisamente la simultaneidad de diversos estados, pues sólo esto es lo que hace posible la duración[1]». La poesía de Cirlot, aunque se extienda por unos determinados años y abarque formas diversas, logra una asombrosa simultaneidad. Esto se debe a que cada nuevo paso dado, incluso en el sentido formal, se hallaba en germen ya desde un comienzo, así como los elementos esenciales de su particular mitología. Se trata, sin duda, de intuiciones rigurosamente personales que se fueron reflejando luego en los espejos múltiples de una vastísima erudición. 

Juan Eduardo Cirlot, conocedor del surrealismo desde que en 1940 vive en Zaragoza y tiene acceso a la biblioteca del cineasta Luis Buñuel, gracias a su hermano Alfonso; interesado desde un principio en egiptología y poco después en los símbolos, movido por el deseo de descifrar sus sueños –tema en el que profundiza gracias a su amistad con el etnólogo y musicólogo Marius Schneider–; músico y compositor que admira la obra de Wagner, Schönberg, Scriabin, Alban Berg o Hindemith; crítico de arte y miembro del grupo Dau al set, junto a Tàpies, Cuixart, Joan Ponç, Tharrats, Brossa y Arnau Puig; interesado no sólo en el arte de vanguardia, sino en el medieval, sabe desde un principio que la obra, se trate de realismo o de abstracción, debe expresar al artista. Así en su artículo «Cohesión y no armonía[2]» afirma: «Si alguna misión tiende a llenar el Arte, es expresar al hombre, al hombre, así, íntegro, total, residente en la tierra, víctima de miles de solicitudes extrañas entre sí y contrapuestas; al hombre como víctima y al hombre como vencedor, en la gran invasión de las fuerzas que lo mueven y que son por él movidas». En una carta a la directora de la revista de Caracas Árbol de fuego, Jean Aristeguieta, del 16 de abril de 1967, le decía: «Verás, un ser como yo, que ha escrito versos más o menos herméticos, que ha publicado, al margen, unos doscientos artículos y más de treinta libros sobre arte, en el fondo no ha hecho nada si no ha contado lo que le pasa». 

La certeza, pues, de que el arte se mueve en el terreno de la subjetividad, pero elevado a un nivel universal, comporta una exigencia inapelable. Por este motivo Cirlot tiene gran empeño en la forma e insiste en que ésta es la piedra de toque. Y aunque «el <hecho poético> es siempre un acto anímico, un <estado> o <vivencia> tenidos por el creador lírico»[3], el esfuerzo se encamina en este sentido. Por ello dice de Inger Stevens, in memoriam que es una de sus obras más queridas y le parece que en ella ha conseguido aquello que busca, «lo que más me cuesta lograr: la <forma> del poema como tal[4]». 

La forma –su forma– la descubre Cirlot gracias a la relación con las otras artes. Si llega a lo que llama poesía «experimental» partiendo de la pintura, fundamentalmente de la técnica del collage, descubre la permutación aplicando a los versos el serialismo de Schönberg. Así puede sintetizar en su escritura técnicas surrealistas, expresionistas, simbólicas y herméticas orientadas siempre a expresar eso «que le pasa» y a crear un mundo propio en todos los terrenos. 

El lector que se enfrenta a este libro, Del no mundo, se verá sumido en un potente magma oscuro y lleno de destellos y, a la vez, asaltado por el ritmo y el sonido, lo que en algún momento puede parecerle arbitrario, pero pronto captará que no es así, que todo tiene un sentido profundo. Estará asistiendo al descarnamiento último de un poeta que «inscribe su alma» en cada verso, pero que es consciente de que el aspecto espiritual del hombre se asienta en  su cuerpo («yo no creo en una energía sin materia y espíritu es energía», dijo[5]). Y la voz lo expresa: «una rosa de voz en el desierto6». Por ello se trata de materia viva, latente; materia humana, llena de conciencia, de una conciencia tan poderosa que hace sentirse a aquel que la padece como un ser «ahumano».

 

Clara Janés

 

Como si los leones devorasen tu cuerpo, y tu sangre

corriera sobre el mármol escaso,

así te miro, pensando

en el sagrado día de tu muerte,

cuando un sepulcro inmenso beberá tu hermosura

quemada por el tiempo.

 

Habrás sido una música ciega en lo alto de un muro.

Mi larga maldición te pertenece como tus propios huesos,

llévatela contigo a la tierra.

 

Tenebrosa, ¿de qué te sirve tanto oro

confundido con plata?

 

No podré ver tu muerte, comprobar tu agonía;

sólo tendré una escueta noticia inacabada,

la certidumbre del lugar ocupado por tus «restos»

y la seguridad mayor de que no he de nombrarte

cuando me refiera a mis ángeles clarividentes, erguidos.

    

(de Regina Tenebrarum, 1966)

 

Heme aquí postrado ante ti, a la que llamo Reina de las Tinieblas

porque la luz es reina por sí misma y sólo la oscuridad necesita

una reina que en ellas refulja con su diadema de emanación

incesante, y la grabe en su losa.

 

No te ruego que deshagas la oscuridad de mi corazón ni de mi

conciencia sino en la medida en que esto sea justo para que

pueda alabarte, y ver en lo Tenebroso la forma de lo que debe

ser exaltado y en lo alucinante de mi propio espíritu que ya

tengo el fuego que sólo Tú has de encender.

 

No sé darte otro nombre que exprese mejor el mundo desde

el cual te contemplo y te adoro, sumido en la profundidad de

un mar negrísimo cuyos abismos son yo mismo convertido en

mar.

 

No te invoco con palabras de alegría ni te proclamo con tus

nombres de exasperación o de serenidad porque no tengo el

tesoro del que se extraen esas antorchas. Levanto hacia ti mis

manos de ceniza ensangrentada y mis dones son solamente,

Potencia Oscura, los que Tú te das a ti misma, el reflejo que mi

opacidad puede dar de tu oscura luminosidad. Pues, para mí,

hasta la luz es tinieblas en tanto no sea llamado y vea que me

envías tu Ángel en el puente llameante, en el tercer día que suceda

al de mi muerte.

 

(De Las oraciones oscuras, 1966)


Tres fragmentos de la ciudad de la nada

 

1

 

Si no tuvieras

ni dónde ni por qué,

si solamente gris

fueras la resonancia de un olvido

o de un llanto fingiendo

el paso de la nieve entre las nubes,

la desgarrada línea

que marca lo que hubiese

podido ser alguna

imagen, y si no

fueras algo

te pediría, Sombra, que volvieras

la alucinante luz de tu lejano

irte

raudo en la inexistencia de lo que

es.

 

2

 

Ven a la habitación lejos del cielo

donde no llegan rosas ni gemidos.

Las olas solamente son las olas.

Contémplate en la olas desoladas.

 

Dos mil doscientos años están vivos.


3

 

Hablarte no es cantar ni sollozar,

doncella de Cartago.

 

Te quiero no es decir te necesito,

no es hablar del amor ni de cerrados

éxtasis compartiendo los rosales.

 

Te quiero solamente es admitir

que te existo.

 

Que contengo tu ser en esta página

nacida de las ruinas de mis labios. 

 

(De Poemas de Cartago, 1969)

 

Tiniebla y claridad. Ser y no ser

unidos en lo gris donde la mezcla

eleva su castillo sin sonido,

la castidad doliente de sus lanzas.

 

En el oro, lo negro se reviste

de celeste fulgor para acercar

su rostro hacia las alas de las aves

que rozan las almenas de la niebla.

 

La mezcla nos confunde en su color

de transparencias que se agregan sólo

en superposición de movimientos

y de inmovilidades desvariantes.

 

Las escaleras gimen cuando el alma

desciende por su sombra hacia la piedra,

o sube por su piedra hacia la sombra

que finge ser un ángel entre anillos.

 

La luz, la oscuridad, como el silencio,

o la palabra sorda de los siglos

entre las yuxtaposiciones de los tiempos

pensados o vividos solamente.

 

La nunca eternidad erige solios

en las llanuras blancas de la muerte

que el impalpable polvo reconoce

como si hierbas fueran desde siempre.

 

Un mundo sin murallas se deshace

mientras la mano humana lo señala

en la ventana inmensa de una frente

bajo su cabellera rubia y gris.

 

Heredero de horror y de caricias,

mensajero de un éxtasis en turnos

agraviados por rosas que se cierran.

Así comienza el fuego a enmudecer.

 

(De Hamlet, 1969)

 

El «modelo» del deseo está ahí. Su estar no es signo de esperanza

(posibilidad), pues la distancia (espacio, tiempo), desuniendo,

impide. La intuición de amor es absoluta. Todo lo de

después (ser o no ser) es relativo, contingente, deteriorado.

Está amenazado desde dos interiores y toda la exterioridad.

                                              

                                               *

 

Ser ahumano sólo es un aspecto de ser amundano. El que rechaza

en su fundamento un cosmos espacial-dinámico-temporal,

rechaza lo humano. Se rechaza a sí mismo en cuanto no es

pensamiento extático.

                                   

                                               *

 

La persistencia, con todo, le constriñe a manifestarse, actuar,

relacionarse. Pero todo es «comportamiento en exterioridades»,

pluralidad de divergencias disonantes, con ocasionales simultaneidades.

El que rechaza está aparte, como un alma en

medio de un inmenso solar lleno de restos y deshechos.

 

                                               *

 

El mundo es el lugar donde nada permanece (consecuente

consigo), lo nunca puede darse, pero ni lo que aparece existe

fuera del tiempo. El tiempo parece ser una condición continente-

contenido que, a cambio de dar el estar, exige el deteriorar

hasta la aniquilación.

 

                                               *

 

El hombre interior puede pensarse como ser ahumano. Basta

con que haga abstracción de todo cuanto le rodea circustancialmente.

Y todo es circunstancia (no sólo el lugar, la época y

la situación); hasta el cuerpo, el pensamiento y el destino propio

son circunstancia.

       

                                               *

 

El objeto del amor es el signo de la invalidez, de la carencia del

yo. Amar «lo otro» es no poder amar suficientemente lo uno,

lo Uno. Es decir, ni el centro ahumano de la mismidad, que cabría

imaginar inespacial e intemporal, esto es, acircunstancial.

 

                                               *

 

Lo «no» pudiera ser una apariencia –ya que la nada, en sí, es

inexperimentable–. Sería la apariencia fundamental del individuo,

como asignación de espacio y tiempo en que «él» (o

ello) no está (no es). Apariencia desde el sentido general del

ser, no desde el ángulo del ente discontinuo.

 

                                               *

 

La posibilidad, más aún, la necesidad de fundamentarse en la

apariencia (sucesión de entes, estados, extensiones) sería el

destino del existente, determinante, en lo afirmativo, de lo estructural;

en lo negativo, de la insuficiencia, de la carencia de

cada «sí».

 

                                               *

 

Nadie, en realidad, puede ayudar. Nadie puede hacer nada

por ti, ni en lo esencial ni en lo circunstancial. No debes esperar

nada, desear nada, confiar en nada. Tienes, sin embargo,

que seguir actuando (pero, progresivamente menos, orientado

a lo sólo necesario), porque tu circunstancia lo exige. (Por

ahora).

 

                                               *

 

Buda se equivocó. La causa del dolor no es el deseo, sino la carencia

que motiva el deseo. Por la renunciación y el ascetismo

se anticipa la muerte, pero no se resuelve el problema –los problemas–

de la vida (engendrados por la radical carencia del

ente que siente, sabe y se sabe).

 

                                               *

 

Desinteresarse de todo lo exterior es imposible, razonablemente,

cuando se tiene ya una existencia construida con interrelaciones.

Basta recordar el «verdadero carácter» de todo

ello, y buscar el equilibrio en lo interior. Pero no como plenitud

de sentido, ni como lugar donde lo universal refluye o coexiste,

sino como la pura nada.

 

                                               *

 

Este vacío esencial, en torno al cual se pueden admitir toda

suerte de relaciones, objetos, sentimientos, ha de poseer bastante

fuerza para que una pérdida o renuncia sean disueltas en

su espiral, sin grave padecimiento. El padecer significa la insuficiencia

aniquilante del vacío interior, la «diferencia» entre

herida y fuerza.

 

                                               *

 

Algo viene al ser-dejando-de-ser-rodeado-de-no ser, que es el

tiempo existencial (= la existencia temporal). Ignoramos si la

fase negra, u oculta (no existir) de lo que llega a ser (desde su

cese) tiene un secreto modo de hilarse con lo otro advenido o

adveniente. La conciencia individual (en todos los casos) es discontinua.

Por eso, el existente es un ser condenado a saber

que dejará de ser, paradoja y contradicción insultante, origen

de toda sublevación contra lo que-es.

 

                                               *

 

Los instrumentos (espada, radar) son elementos que intentan

movilizar (¿transformar?) la discontinuidad. Oír otros mundos

(lejanos), matar a otros seres (y disolver su aparente unidad),

no son actividades demasiado contradictorias en cuanto a su

motivación-origen.

 

                                                *

 

El estructuralismo, que parece funcional, es metafísico. Intentando

comprenderlo (o convertirlo) todo en componentes intercambiables,

quiere convencernos de la unidad subyacente bajo

la dialéctica de los complejos universales (signos matemáticos,

palabras, actos, formas).

       

                                                *

 

El abandono de la simbólica por la semiótica es síntoma de «civilización

», en el sentido en que lo es el abandono de lo natural

por lo artificial, de lo vital por lo mecánico. Aunque no

exista absoluta solución de continuidad.

 

                                                *

 

El origen del mal no es un misterio tan insondable como el origen

de «lo otro». ¿Cómo Él pudo desear algo, si deseo es carencia?

 

                                                *

 

Somos lo que tenemos más o menos continuamente. Lo que

«poseemos» discontinua o infrecuentemente crea un vacío en

nuestro tener (= ser) proporcional a su rareza (en nuestro

tiempo).

 

                                                    *

 

El arte es necesario en la medida que facilita sucedáneos (a

veces transfigurados, nunca equivalentes) de ciertas de nuestras

carencias dominantes. También es necesario (o concebible)

en la medida que «re-presenta» nuestro acaecer.

 

                                               *

 

La vida: una música que crea esculturas que, por seguir siendo

música, se desarrollan, culminan, cambian, decaen, cesan.

 

                                               *

 

Paradójicamente, y por antítesis, la conciencia de vivir lanza a

la muerte. Sólo vive lo inconsciente.

 

                                               *

 

No me identifico con mi ser; mucho menos con la inteligencia

de que dispongo. Yo soy mucho más que yo. Mejor dicho, soy

«otra cosa».

 

                                               *

 

La que llamo Bronwyn, en poesía, es el centro del «lugar» que,

dentro de la muerte, se prepara para resucitar ; es lo que renace

eternamente.

 

                                               *

 

Vivimos en la nada, no es que caigamos en la nada al morir. La

muerte sólo es la zona oscura de la vida. En ella algo empuja

hacia el resurgir. Ese algo (anima = mater) es como un hilo enterrado

en la sombra.

 

                                               *

 

Si la vida es nada es porque en ella no lo somos todo. Y ser un

«trozo» (de espacio, de tiempo, de vida, de materia) no basta.

La vida es carencia. Por eso es dinamismo.

 

                                               *

 

La sexualidad y la arqueología son lo mismo, o, mejor dicho,

surgen de lo mismo. De la noción de que en la materia está ello

(el secreto de la vida eterna).

 

                                               *

 

La «duración» de ciertos objetos arqueológicos (sílex con

200.000 años de antigüedad) nos afecta por nuestra limitación

temporal, en la medida que ésta actúa sobre la capacidad de ideación.

El pensamiento humano soportará probablemente las

mismas torturas que hoy, bajo x envoltura, dentro de 2.000.000

de años x n.

 

                                               *

El deseo, necesario para que exista algo ( = todo), no terminará

nunca, sino terminamos con el universo, no ya con el planeta.

 

 (Del libro Del no mundo, 1969) 

 

El pensamiento de Edgar Poe


Era. La palabra «era» encierra todo el misterio del universo,

mejor aún, de los universos (posibles, imposibles, existidos,

existentes, existibles, imaginarios, reales, soñados, perdidos,

muertos o vivos), pues lo-que-es, es-dejando-de-ser.

 

Hay dos modos de no tener y de no ser. No haber existido

nunca. (Nunca, otra palabra). O haber existido en el tiempo.

(Tiempo, ¿se puede pronunciar o escribir esa pa-la-bra?).

 

Edgar Poe no se detuvo a mirar las anémonas, ni a calcular raíces

cúbicas, ni pensó en lo que podría ser la mente de un general

romano, la esencia de una enfermedad, el color de un

paisaje. (Pensó en todo ello, pero a través de ello).

 

Poe no tocó cuerpos humanos. Acarició, sin duda, los muslos juveniles

de su mujer, que moriría tan pronto. Pensó en el –¿más

denso?– cuerpo de otra (¿de otras?). ¿Qué pudo imaginar era

todo eso? Poe lloró, comió, bebió. Bebió sobre todo alcohol,

mostrando que saciaba así su sed alquímica del Andrógino, pues

el alcohol (agua-fuego) es un símbolo de coincidentia oppositorum.

 

Poe vivió en casas, usó muebles, leyó diarios, escribió (menos

por aquello de que trataba que por lo otro) y más que ser, era. Es

decir, siempre había sido mejor que ser, y había estado mejor

que estar. Miraba a su amada –¿oro?– y veía un estanque; no un

estanque, un pantano. Un pantano sumido en la niebla (mezcla

aire-agua, gris de la disolución), entre altos árboles (sí, descarnados

porque el tópico lo exige y hay que dar lo suyo al infierno

de la vulgaridad humana, que es la vulgaridad de todo el cosmos).

 

Poe habló con hombres, pero no era un hombre (en el sentido

estricto y total, al tiempo, del concepto). Dialogó. ¿Dialogó?

Podían parecerle fantasmas, aparecidos (es decir, existentes

= hombres verdaderos). Eran. Pero ya casi no eran cuando él

lanzaba su mirada. (Mirada, otra palabra).

 

Poe sólo sentía en la muerte. Solamente la muerte le interesaba.

La poesía la hacía por y en la muerte. Dijo –por error o por

enmascaramiento «rojo»– que la poesía se hace con lucidez, y

que debe elegirse un tema apasionante. Y que ninguno mayor

que la belleza y la muerte de la belleza («La ruina de una

belleza», Rodin). Lo dijo. Era su manera de expresarse para los

seres humanos (?). Pero él sabía que no. El tema no es nada, ni

una palabra. La técnica ya es más, porque es manifestación de

síntesis inteligencia-espíritu-objeto (Ulalume).

 

Poe quería entender en muerte. Poe fue un absoluto técnico en

muerte. Poe quiso conocer de la muerte coma los médicos forenses

(lo hizo), como los médicos-poetas (alguno puede existir),

como los poetas que no son médicos, como los filósofos,

corno los ocultistas, los sacerdotes, los magos, como los Poes.

Pero sólo él era Poe.

 

Sin embargo, su conocimiento esencial de la muerte no fue

ninguno de los citados. Entendió la muerte como la entienden

los propios muertos. Poe hizo que su corazón latiera al ritmo

más leve. Puso la mayor lividez en su frente, hizo entenebrecerse

sus manos delicadas. Poe hizo que su cerebro llegara

(muchas veces) a los umbrales (con su dintel, etc.) de la no

vida. ¿Llegó en alguno de esos momentos a no ser?

 

La muerte, en sí, ofrece muchas posibilidades: cese total, apertura

instantánea desde otra mente (ya que no se puede ser nada),

ir deshaciéndose lentamente, con sueños cada vez más deformes,

informes, informales, deformales, mientras las células se

descomponen; pasar a otros mundos, ¿ortodoxos?, ¿heterodoxos?,

¿fuego?, ¿luz?, ¿oscuridad?

 

Pero esas, posibilidades, en el fondo (fondo, otra palabra) no

son, bien pensado, la muerte. La muerte es el cese. Es el no. Es

donde nada lo nunca ni. Es lo que no, en no, por no, para no.

Es la aniquilación del proyecto, desde el vuelo lento de la idea

sublime a la pulsación del nervio mínimo. Ese cese lo vivimos,

también, de otro modo.

 

Séneca lo dijo: «La mayoría de los humanos consideran la muerte

como algo venidero; cuando la muerte está ya tras de ellos».

Es lo que ya no son, lo que ya no tienen. (Es lo que ya, otra palabra).

Era y ya. Pensarlo desde más allá de la altura de los ojos:

asomarse al cielo, hundido en el mar hasta las pupilas y alzarlas

algo para sentir que se anegan y caen los ojos al fondo del mar.

 

Pero no. Nada de esto es la muerte. La muerte podría ser la

tensa contemplación de la idea de morir, de haber sido, o de

estar muriendo, o de convivir con un muerto y sentirlo tanto

que ese muerto sea más importante –como muerto– que toda

la realidad viviente del universo.

 

La muerte anima el universo. « Átomos libres para la nueva

vida». Sí, es un « más allá», cierto más allá. Pero no se trata de

«más allás», sino del instante del no estar, la caída a pico en el

doble cese («yo es otro», Rimbaud). O sea que se oye morir al

otro dentro de uno, ¿de uno?

 

Si se mira una moneda griega o del siglo XIV, si se toca una

lanza románica; si se acompaña a una doncella gris por una

calle siniestra, si se acaricia a una prostituta (mujer que muere

mucho, pues hay mucho era en su existir), se ve un color de la

muerte. Más que si se asiste a un entierro. Más que si se toca

un ataúd solemne como un trono. Más que si se llora pensando

en que la propia casa (con su decoración, sus «seres queridos»,

sus objetos) es una «composición instantánea» al ritmo

de un nivel metrológico dado.

 

Morir biológica, espiritual, psicológica, sentimentalmente. Morir

en el yo y en el tú, y en otro tú (el primero amado, indiferente

el segundo; cabe un tercer tú odiado, que muere asesinado, emparedado),

son meras formas de la muerte. (Forma otra palabra).

O son pensamientos sobre la muerte. (Pensamiento, otra palabra).

 

Pero cuando los monstruos de la Antigüedad –cuyos nombres

sé y me callo– enterraban un vivo atado a un muerto (o a una

muerta, o a una muerta amada), sin duda enseñaban –antes de

que el torturado perdiera la razón– a comprender y vivir otro

modo de muerte. ¿Vasos comunicantes?

 

Poe tampoco pensó demasiado en la muerte folklórica de los

tormentos –si la narró fue por necesidad, ¿necesidad, para

qué?– (No lo dijo). Poe meditó la muerte en línea recta. Como

el que mira, estando vivo, a una persona viva que para él ya no

es. Pero que, en otro tiempo, era.

 

Poe nos habló tan larga y tristemente de la muerte, dándole a la

vez tantos rodeos, y mostrándola en tan dolientes e inauditos aspectos

(metamorfosis, resurrecciones totales o parciales) que su

nombre es el que sólo invocaríamos –como el de un santo, de ese

extraño santoral donde Blake, Nerval, Hoelderlin y otros se alinean

(no son imágenes de Epinal, ¡por Dios vivo!), nunca– su

saber para intentar... (Intentar, otra palabra, posiblemente la

única de este mundo que entiende de veras). Para intentar convertir

en una cruz de oro lo que es una cruz verde, en una cruz

de hierro lo que es una cruz anaranjada. Materia de metamorfosis,

invocaciones, preguntas, esto es lo que nos corresponde.

Pero, ¿responder? Ni Poe consiguió hacerlo nunca como él hubiera

querido.

 

(Del libro El pensamiento de Edgar Poe, 1969)

 

Apilamos la leña indiferente,

la leña más bien verde

para que lenta ardiera bajo el cuerpo

helado de la virgen hechicera.

Con cadenas atamos sus caderas

al poste ennegrecido.

Las hierbas en el campo sollozaban

como las disonancias del crepúsculo.

Pasaba gente negra entre los rojos

resplandores del sol de las antorchas.

Y prendimos la llama a los ramajes

sin viento.

No sé si ella lloró, ni si lamentos

unían su temblor al de la hoguera.

Era en el siglo XII y es ahora. 

 

(Del libro Denuncio la tortura, 1970)

 

 Mi cuerpo se pasea por mi habitación llena de libros y espadas y con dos cruces góticas;

sobre mi mesa están Art of the European Iron Age y The Age of Plantagenets   

and Valois, aparte de un resumen de la Ars Magna de Lulio.

 

La fotografía de Bronwyn (las fotografías) están en sus carpetas,

como tantas otras cosas que guardo (versos, ideas, citas, fotos).

 

Si ahora fuera a morir, en esta tarde (son las 6) de finales de

mayo de 1971, y lo supiera de antemano

no me conmovería mucho, ni siquiera a causa del poema «La Quête de Bronwyn»

que está en la imprenta.

 

En rigor, no creo en la «otra vida», ni en la reencarnación,

ni tengo la dicha (menos aún) de creer

que se puede renacer hacia atrás, por ejemplo, en el siglo XI.

 

Sé que me espera la nada, y como la nada es inexperimentable, me espera algo no sé

dónde ni cómo, posiblemente ser en cualquier existente como soy ahora en Juan Eduardo Cirlot.

 

Mi cuerpo me estorbaría y desearía la muerte –¡ah, cómo la desearía!–   si pudiera

creer en que el alma es algo en sí que se puede alejar

e ir hacia los bosques estelares donde el triángulo invertido de

los ojos y la boca de Rosemary Forsyth

me lanzaría de nuevo a la tierra de los hombres, porque en esta

vida no he sabido o no he podido

trascender la condición humana, y el amor ha sido mi elemento,

aunque fuese un amor hecho de nada, para la nada y donde

nunca.

 

Estoy oyendo Khamma de Debussy, que, sin ser uno de mis músicos

favoritos (éstos son Scriabin, Schönberg y otros)

no deja de ayudarme cuando estoy triste, que es casi siempre.

Mi tristeza proviene de que me acuerdo demasiado de Roma y

de mis campañas con Lúculo, Pompeyo o Sila,

y de que recuerdo también el brillo dorado de mis mallas doradas

de los tiempos románicos,

y proviene de que nunca pude encontrar a Bronwyn cuando,

entonces, en el siglo XI

regresé de la capital de Brabante y fui a Frisia en su busca.

Pero, pensándolo bien, mi tristeza es anterior a todo esto, pues

cuando era en Egipto vendedor de caballos,

ya era un hombre conocido por «el triste».

 

Y es que el ángel, en mí, siempre está a punto de rasgar el velo

del cuerpo,

y el ángel que no se rebeló y luchó contra Lucifer, pero más

tarde

cedió a las hijas de los hombres y devino hombre,

el ángel es el peor de los dragones.

 

(Del libro Momento, 1971)

 

Diamante de la noche de mi centro

devuélveme la luz que te entregué

haciendo de tu ser la sola fe

para perderme y renacerme dentro.

 

Diamante del destello del encuentro

viendo tu resplandor por fin sabré

si tengo lo que pienso, lo que sé

mientras en tu belleza me concentro.

 

Quisiera desgarrar mi pecho ciego,

darte mi corazón, darte mis trozos

al fin descuartizado; sé mi hoz.

 

Destrúyeme diamante y mira luego

de qué color morían mis sollozos.

Pero no calles más, dame tu voz.

 

(Del libro 44 sonetos de amor, 1971)

 

(Fragmento del libro Del no mundo. Poesía (1961-1973), de Juan Eduardo Cirlot, que será próximamente editado por Siruela)



[1] El mundo como voluntad y representación, Porrúa, México 1992, pág. 24.

[2] Maricel n.º 8, Sitges, 1946.

[3] «La vivencia lírica», Entregas de poesía n.º 19, Barcelona 1946.

[4] Carta a Jean Aristeguieta, 22-2-71.

[5] Gironella, Cien españoles y Dios, Nauta, Barcelona 1970, pág. 150.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Eduardo Cirlot

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