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Configurar sentido descendente

30 de enero de 2023

El último libro de Sergio Navarro (1992), ganador del XVIII Premio Nacional de Poesía Joven Grande Aguirre 2022, viene a confirmar la aventura que inauguró el autor tras ganar el Adonáis por el 2016. Este último galardón de la Universidad Popular José Hierro, confirma persistencias y saber decir, valora la madurez primera, capacidad de reflexión y análisis, originalidad plástica y tropológica, muy personal en sus sucintos guiños, a falta aún de estilemas definidores de un yo inconfundible. No se le debe exigir, cuando muestra talento y poesía sin pacto, a la espera del asentamiento. Muchos hundimientos en verso y prosa han existido tras los iniciales y estupendos brillos, honrados en su quehacer y atenderse, como el decir memorable de Blanca Andreu. O, con menos peso, pero brillante también, sobre todo teniendo en cuenta los años y adolescencia lírica, mágica y conflictiva, de aquella Elena Medel de pitufos, jeans y bikinis. No es el caso, pues no brilló tanto la poesía de Sergio Navarro en sus comienzos o “en construcción”, por decirlo con John Ashbery, pero ya se sabe, frente a excepciones y tópicos, que la poesía es asunto de madurez, en lo fundamental. La labor del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y Universidad popular, esfuerzo público, reconoce y hace crecer voces como esta en la renovación de nuestra lírica. Lo promueve con alicientes cualitativos allá de los excesos del escaparate mediático, lastrado por intereses económicos tantas veces, prensa y editoriales dependientes que compran en la sombra a las independientes, y sin entrar en detalles. En los inicios de su aventura cultural, al comienzo de su andadura y de la mano de Manolo Romero, el yerno de José Hierro, di en ella, mucho antes de la llorada Guadalupe Grande, una conferencia en un gimnasio, a falta de un local adecuado. Las cosas han cambiado desde entonces, y buena prueba de ello es este premio Grande Aguirre. No siempre se encuentran libros de poesía que así pueda llamarse sin ofensa de las diversas musas, ni en el Adonáis, ni en el Loewe o el de la Generación del 27, por citar a vuelapluma algunos nombres con pedestal social, entre tantos. Tampoco brotan poetas todos los días en un país lleno de versos y versificadores entre las autoediciones o en las editoriales que ven allí una fuente legítima de ingresos. La poesía, pese a tópicos excepcionales y salvo para los tales Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico García Lorca y el primer Claudio Rodríguez, es cosa de madurez, por citar a la carrera. De esta que comienza Sergio Navarro y ha traído junto a Erika Martínez o Berta García Faet, antes del 2020, libros de referencia, propuestas con algo diferente que decir a la poesía española de hoy o en español, si lo prefieren.

Historia del Tacto nada promete que después traicione, como las violetas de Cernuda donde se reconoce, y además hermanan, en las soledades de una de las seis secciones. Un tránsito emocional frente a la presencia de otras más amables: “Los límites del mundo son los límites del tacto”. O, si prefieren, del amor y deseo, de lo tangible frente a la contemplación imantadora: “El mar es el alma del ojo”. Y al fondo el eterno motor de la pugna por decirse de todo buen poeta lírico: “Las palabras/ son el lugar donde no están los muertos”. El libro reivindica en su miscelánea algunos protagonismos: la memoria y la reflexión, el amor y deseo, o los existenciales peregrinajes por una Inglaterra de los que brota un diálogo existencial con el citado Luis Cernuda. O una apuesta aventurada y atractiva, aunque a mí no me convenza tanto como las otras, en la que conjuga lenguajes del medievo para alumbrar pulsiones y sentimientos. A veces el exceso de “autoficción lírica” sin fórmula, salvo la de la extrañeza por el modo de narrar (más que versificar), puede encontrar resistencias en los misoneístas, entre los que no me encuentro, pero escucho (piensen en algunos momentos de la poesía de Mariano Peyrou. Se ha de tener una fórmula radical con centro en la palabra -Roberto Juarroz, por ejemplo, entre ella y el silencio-, y no, salvo excepciones, que las hay, en la narración, la anécdota o cierta pretenciosidad, más allá de la “nube del no decir” o de no ser atractivo ese imán del asunto en su perspectiva.) Ha tenido, con todo, Sergio Navarro el valor de arriesgarse y experimentar en ella, hacer algo distinto a la pluralidad de propuestas convencionales. Y aunque, ya digo, está sección esa de reinterpretaciones o “traducciones infieles” no me parece del todo convincente en esos términos. Sin duda atrae ese valor y falta de miedo a lo diferenciado, riesgos. María Salgado o Lola Nieto los han afrontado, con otro desparpajo, desde lo experimental, la música y lo visual. También Berta García Faet ha arriesgado en Los salmos fosforitos, con mucho más que taller (pero con mucha construcción desde ahí y logolalia atractiva), como buena parte de esa escuela que encuentra hueco en el noreste de España, que se emplean con ella dese lo mismo (Unai Velasco, etc). O, en otra vertiente, el sugerente y último libro, atractivo realmente en sus aciertos, del buen hacer de otras promociones, como la llorada y capaz Guadalupe Grande en Jarrón y tempestad. Por ello admiro el riesgo, creo que fallido, de esta sección, mientras valoro con cautela esa propuesta, frente a las otras, casi todo el libro, donde reconozco un estupendo buen hacer y saber decir, o algo más que propileos líricos.

La primera de las secciones, La gracia de las palomas de invierno, acerca el drama de la construcción desde los “galopes de la memoria en el colchón”, pensativos. También es atractivo el coraje del fideísmo público en verso en un contexto donde los fideísmos han muerto, o se han hecho folclore o astucia, o lo contrario, integrismo. Lo hace desde la fe y lenguajes puestos al día, que trae con modernidad o cuanto en poesía importa, el verbo y la imagen, la fórmula y la perspectiva. Que Erika Martínez, Juan Andrés García Román o Álvaro García se hayan interesado en Historia del tacto, habla de esa modernidad y reconocimiento. Por ahí se destilan aturdidos dramas y heridas (los ojos del niño ante el divorcio), o “un corazón de rama y nada”, y la intimidad delicada. Lo hace con imágenes directas y sugerentes, propias: “Una liebre espantada/fue el alma en los ojos. / Siempre llegamos tarde”. El delicioso, ágil en las analogías e inteligente reflexión sobre la memoria y sus celadas del poema “Cuando llevan al niño a la playa”, traen a la primera plana toda esa capacidad de sugerencia y análisis del conflicto, de la misma manera que, en otras, se acerca al deseo y al amor, no sin cierta presencia de una oscura soledad de fondo muy habitual (en la sección “Niños perdidos en los bosques”, por ejemplo”. Y también en esta de la que hablamos: “Tus ojos juegan a ser una cuerda. / En los míos/ hay potrillos que se hunden en los páramos”, mientras siente, en inédita imagen, “Tu caricia por mi/un insecto avanzando una cortina/ busca lo que tan solo fuera existe”, y lo hace con un fraseo muy de algunos poetas de la promocione del 2000, a las que nos hemos acercado Juan Carlos Abril, José Andújar o yo mismo. Con aquel giro que dio la poesía frente al final del realismo y del silencio en los jóvenes nacidos en los años 70. Superficie y profundidad, tacto y esencia, presencia e ilusión, juegan sus claroscuros, a lo largo de todo el libro en su pugna por ser y estar, huir de sus soledades y empozamientos catabáticos a los que tiende,  pues “la muerte/ocurre a quien se queda solo”

Escuché muchas veces a Claudio Rodríguez decir que el poeta incapaz del poema largo, no era poeta. No lo sé, mientras pienso en la genial Emily Dickinson, como modelo opuesto y genial. Sergio Navarro ha sido capaz de lo extenso. Lo demuestra “El milagro de la caridad de Luis Cernuda”, vivencial, no sé si de muy ajustado título, sí de trasmitir impresiones, lenguaje y tropos desde la emocionalidad y “la piel mondada de la vida”, intachable verosimilitud, algo de conmiseración y espejo, alambres y fragilidad del yo en “moliendo el cuerpo de los solitarios” y/en “la cicatriz del vuelo”. El verso de Sergio Navarro vive esos límites emocionales, cuenta, sitúa ·” (…) al borde de mi ser, como el nadador en su trampolín”. Tanto como la originalidad de las imágenes de un reflexivo al que la dureza consiste en el simple sacudir las migas del mantel se le hace “(…) nuestra fiereza contra la tarde/ (…/ El mar es lo difícil”, cuenta tirando la red al fondo de su inquietud lejana a los lenguajes del silencio, y de los explícitamente realistas, impuros. Un contemplativo de fondo, donde de pronto restalla una imagen o claridad que aclara el sentido, y reflexiona. “Descubren que el abismo es profundo/porque nos inclinamos en su espejo”. Y a esa circunstancia entrega su confesión de tropos sutiles, deslizados como quien no dice, o no atiende con exceso al corazón de emociones que nunca se desbordan, pero se filtran, desmondan y descortezan (por utilizar su verbo del autor). Y desde donde se propone tanto como Erika Martínez en propia modernidad y talento en Chocar con algo, sugerencias de quien se sumerge y guarda la delicadeza: de “(…) perder los ojos/para hablar con los muertos”.

La poesía de Sergio Navarro trae esa modernidad íntima de quienes se atienden sin tiempo para mirar hacia los lados en su precariedad, ni con esa vocación. Su fideísmo le lleva corajudamente también a decir Cristo en el asunto (y no es poca cosa en nuestra poesía aceptar un nombre en desuso), y a mostrarse vigoroso en él. Está muy bien que lo haga y diga, aunque la poesía no sea cuestión de creencias, sino de palabras y, sobre todo, de saber decirlas, sean cuales sean, y fuera de maximalismos peligrosos, salvo cuando la ocasión lo requiere y puntualmente (pienso en Maiakovski. Y no acabó bien). No cae en ello, pero también deja entrever que ese yo, complejo, en todas sus variantes, y el mismo lenguaje, que mima y eleva con fuerza le construyen como poeta verosímil, pues se atiende y tiene un rico mundo propio y reflexivo, ligado a una imaginería personal. Esa apuesta tan personal, como la de tantas primeras madureces en sus libros de referencia y asentamiento, hablan de un movimiento de tropas y versos que deberán confirmar sus movimientos sobre el terreno en próximos libros más unívocos, fuera de misceláneas. Con todo, esta “Historia del tacto” me parece que es, además de por las atractivas virtudes expuestas, el preámbulo de algún libro donde su nombre se termine de asentar, pues el buen hacer de Sergio Navarro, está muy presente en nuestras letras desde hace ya años.

           

Sergio Navarro, Historia del tacto, Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

23 de enero de 2023

Para designar la principal corriente poética contemporánea en nuestro país, el término que me suele venir a la cabeza es “neocostumbrismo” o “vivencialismo” o “neocostumbrismo vivencialista”. Y es que muchos de los volúmenes que llegan tras el filtro editorial son propuestas en clave personal, directa y sin apenas distinción entre el “yo literario” y el “cotidiano”, en lo que es una forma de universalidad de lo singular: la propia experiencia. Son muchas, si no directamente mayoría, las autorías que podrían clasificarse dentro de este movimiento estético, de esta corriente escritural que se viene extendiendo desde hace años y que —me pregunto— no se habrá convertido ya en la más popular y característica del versar contemporáneo, tal como en otros tiempos fueran los cantares, los epigramas o las odas, por ponerles un ejemplo. Y, por las hechuras del texto que nos ocupa, creo que no sería desacertado incluirlo dentro de esta poesía, ampliamente representada en nuestros anaqueles.

Olga Novo, en su brillante prólogo a Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui, nos invita a “ver en la escritura la exuvia de lo que hemos sido, aquello que sigue amarrado a la rama cuando ya hemos alzado el vuelo, la primera piel que no es alma pero tampoco es cuerpo”. Acierta nuestra Premio Nacional de Poesía 2020 al señalar con esta imagen brillantemente esa marca de lo personal, autobiográfico, en la voz que nos habla desde estos poemas, pues pueden verse como exégesis de la experiencia vital, emocional y vivencial de la poeta.

En ellos el hecho poético-transcendente surge como bruma desde la prosa poética desplegada por la autora, a partir de la cual se nos narra una visión del mundo claramente personal, pero extrapolable a otras latitudes y sensibilidades, formalizándose en una escritura alejada de los recursos clásicos de la poesía y, en gran medida, marcada por la escasez de imágenes poéticas; resultando ésta una opción de creación que algunos lectores pueden encontrar cuestionable, en especial si atienden a posicionamientos como el del también poeta y Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada Alfredo Saldaña en su Romper el límite, donde las califica como “mecanismos de apertura y desestabilización, síntomas de una crisis que pone en tela de juicio el sentido. Exploración de lo real a partir de una mirada insólita que detecte relaciones y correspondencias que habitualmente pasan desapercibidas”. Y es que, como recalcara Ángel Guinda, el poeta no escribe sobre la realidad, sino contra ella, y —añadiría— para agrietarla, para abrir la hendija que deje ver más allá, las imágenes poéticas son un recurso para nada desdeñable.

Así mismo, encuentro en la propuesta de Berasategui una forma personal de realismo. Poetas como Raymond Carver abrieron para nosotros la poesía a un subtipo al que se designó como “sucio”, en gran medida, por el hecho de llenar de lirismo un pasatiempo juvenil tal como disparar a las ratas en un vertedero o por llenar de emoción evidente las cuitas del pago del funeral paterno; algo —hasta entonces— insólito en un poemario. No obstante, superado el realismo, o al menos ampliado con hallazgos posteriores, y asimilada la fuerza de la palabra desnuda de otro afán que el de la exploración interior, llegamos a la cuestión sobre si basta tal desempeño. Para mí (como nos indica Saldaña que fue el caso de Juarroz) entiendo que la poesía es “una oportunidad para desafiar los límites del lenguaje y, por tanto, para explorar las posibilidades de conocimiento del mundo”: un reto extremo para cualquiera.

Berasategui nos anuncia que le habita el relámpago y, en efecto, sus poemas son la revelación de algo más allá mimetizado en el más acá cotidiano: una instantánea a la luz de ese flash, la foto de una polaroid que va dejando ver —al disiparse el velo blanco— algo que queríamos guardar para siempre, conscientes de que somos “seres a rebosar de merma y gozo”; dolor y éxtasis que se nos ofrecen generosa y sinceramente a lo largo del poemario.

La poesía de Berasategui, cercana y vivida, es capaz de transmitir con vigor esa intensa emoción que nos llega a oleadas con las mareas de la vida, de plasmar las sensaciones de extrañeza que habitan en lo común y en lo cotidiano, de divisar y señalar lo bello con determinación, anticipando con arrojo todas las cosas maravillosas que pueden ocurrirnos hoy, completando con la suma de su labor y entregándonos la muda de la piel tejida que, en efecto, podemos reconocer y vestir durante nuestra lectura.

Durante una charla reciente con un narrador convinimos en clasificar los libros leídos en dos grupos principales: los que guardas tras haber leído y los que reservas para volver a visitar en algún momento. Por eso, cada vez que releo uno de los míos, me cuestiono si he sido ambicioso al enriquecer mis textos con capas, referencias y recursos suficientes, con ideas y sentidos innovadores, que —sumados a mi forma personal de entender y filtrar la poesía a mí través— impulsen al lector no a necesitar sino a desear volver a reencontrarse con sus páginas en algún otro momento y —como postulara Guinda en su Poesía útil— si acaso “sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar. Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal”. No es fácil acertar en objetivos tan elevados, aunque la sabiduría popular declara los beneficios de apuntar lejos.

Desde luego, la poesía de Berasategui cumple con algunos de los dogmas de la Poesía útil guindeana, siendo por ejemplo “una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte”. La autora nos ha demostrado una gran sensibilidad, empatía y elegancia en la búsqueda de lo mínimo. Tal vez injustamente —por ser, además de poeta, gestora cultural y editora— había generado unas expectativas en lo estrictamente literario distintas, pero estoy convencido de que Berasategui seguirá creciendo como autora y beneficiándose de la belleza y el equilibrio de facturas más complejas, aunque no por ello menos livianas y cercanas, como la propia Olga Novo nos ha demostrado con su elevada obra, en la que tantos encontramos inspiración y guía.

 

Carmen Berasategui, Cosas asombrosas ocurrirán hoy, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

La identidad de las noches de Julio Monteverde (Cartagena 1973), es un libro híbrido y originalísimo que recoge, por un lado, la propia experiencia onírica de su autor a través de algunos de sus sueños y, por otro, una serie de artículos sobre la ciudad onírica, la fusión de sueño y realidad y el azar.

Es sabido que la experiencia onírica es una de las fuentes de donde mana la verdadera poesía y que, en palabras de J.L. Borges, “los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios”. Pero los sueños recogidos en este libro no han sido concebidos en la vigilia, ni son imágenes visionarias rescatadas para componer un poema. Son sueños creados por el sueño, en verdad soñados, lo que no hace que estén exentos de poesía, pues en ellos se conforma el instante poético que engendra el mismo sueño.

Este libro nos habla del sueño que sigue a la vida, el que participa de la existencia devolviéndonos transformado lo que extrae de ella. En esa oscilación de sueño y vigilia encontramos dos mundos concatenados, estrechamente unidos, que no se excluyen ni se confunden, sino que continúan el uno en el otro, reconociéndose como complementarios. Y es que si la experiencia onírica se desborda en la realidad es porque, tanto sueño como realidad, poseen sus cimientos en la vida misma.

Haciendo alusión al sugerente título, La identidad de las noches, en los sueños reflejamos, como una imagen reverberante, nuestra identidad forjada a través del tiempo, creando un pliegue de experiencia que nos permite preguntarnos frente a nuestra propia imagen si somos nuestro hueco o somos nuestra huella, proyectando miedos, inquietudes, deseos, sobre figuras y objetos que son la razón visionaria de nuestro ser. Latas parlantes, ataúdes rojos, libros sin hojas, edificios andantes, y otros objetos de especial magnetismo son algunos de los que el lector encontrará en este libro. Esta conversión en objeto onírico nos permite la experiencia de ser uno con el objeto soñado. “En nuestros sueños de vuelo (…) no somos sino un poco de materia volante” (G. Bachelard), porque en la experiencia onírica participamos no solo como espectadores y creadores del sueño, sino también como la propia materia sensible de este: “Entonces levanto la cabeza y observo, al otro lado del techo de cristal que recubre todo el pasillo, un rostro de mujer que me observa sonriente. Creo reconocerla. –¿Eres M.? Me dice que sí y ambos comenzamos a volar. –Tú eras la belleza– le digo. A lo que ella responde: –«¡Quiero subir!». ¿Te acuerdas? Eso es, al parecer, lo que yo le decía siendo niño. –¡Sí! ¡Claro! ¡Quiero subir! Así que subimos, subimos, subimos…” (pág. 68)

La mayoría de los sueños incluidos transcurren en lugares públicos, en esos no-lugares donde nuestra identidad se diluye y nos perdemos en lo colectivo, en el anonimato de las masas y dónde, casualmente, pasamos gran parte del tiempo en la vigilia: vagones de tren, librerías, bibliotecas, cafés, etc. Pero sobre todo suceden por las calles de una ciudad erigida en el sueño.

La ciudad onírica revela siempre al soñante que vive en un caos interno de fragmentos y ruinas. Es una ciudad percibida como extraña y amenazante, con escenarios propios de un cuadro de Delvaux o de Ernst, en la que la angustia se vuelve paisaje, terror y admiración se dan la mano.

Esta urbe soñada, desconocida y anhelada, lleva a la búsqueda material de la vida onírica encerrada en la ciudad real, donde lo maravilloso está a nuestro alcance, el deslumbramiento a pie de calle y el azar sale al encuentro del paseante proporcionándole fogonazos de verdadera revelación poética.

Entendemos azar como casualidad o, bajo el caleidoscopio del surrealismo “confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo ofrece” (A. Bretón). Aunque no se trata de obsesionarse con el contenido del lugar al que ansiamos llegar, si es que existe alguna meta, sino de la estrecha franja de baldosas que media entre nuestros pasos y ese lugar en tanto cometido. Es en esa franja donde se visibiliza la esencial perplejidad del ser humano ante las peripecias del tiempo y el espacio, en un intento de juntar pedazos de lo roto y lo perdido para recomponer una figura plausible que lo ensamble: “La casa (…) me produjo al instante una sensación de inquietud profunda. (…) Una reminiscencia muy potente me atrapó, una evocación de otro lugar en el que el frío y el mármol blanco eran la única clave a la que se me permitía acceder. Era una sensación muy definida de pertenencia, de vinculación, y a la vez muy indefinida en cuanto a su verdadero sentido. Ahí estaba, y la infancia entera parecía mecerse bajo sus ondas.” (“Una casa en sombras”, pág.62)

En la serie de artículos dedicados al azar y a la irrupción de lo onírico en lo real, entre los que destacan los titulados “Los ojos abiertos en la ciudad” y “Una manifestación del deseo”, encontramos a un sujeto en un espacio inagotable, formado por un laberinto de interminables pasos, que por muy bien que llegue a conocer los barrios de la ciudad que recorre, siempre tiene la sensación de estar perdido. Y que se entrega al movimiento de las calles reduciéndose casi solo a un ojo que ve. Así, la enorme ciudad se convierte en llave maestra, permitiendo que esa mirada encuentre un punto de conmoción que da paso a lo otro, a lo subterráneo, a lo oculto a plena vista.

Es este un libro que cada lector leerá a su manera, intentando, quizá, hacer una integración simbólica con su propia experiencia. En cualquier caso, son textos para adentrarse en ellos como el transeúnte solitario en la ciudad soñada, dispuestos al asombro, a dejarnos deslumbrar descubriendo las grietas que conectan sueño y vigilia, constatando que todo es uno y que lo onírico y lo real, como parte de la misma vida, están siempre entrelazados.

 

Julio Monteverde, La identidad de las noches, Madrid, Adeshoras, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Susmozas

La cultura fenicia no dejó firmes huellas físicas de su existencia, pero sí un enorme calado cultural, importantes nociones a propósito del comercio y un alfabeto integrado en su totalidad por consonantes. Hacia el origen de esa cultura zarpan los versos de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) de su último poemario, Canto fenicio (Chamán ediciones). Dividido en tres puertos (“Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”), el cartaginés ahonda en la memoria que emerge de las pérdidas, en la transición y sus topos (descampados, drogas, rock and roll, tanteos vertiginosos, lo de que la vida iba en serio y se hace tarde) y, por último, en lo efímero del asunto de vivir.

 

- ¿Qué características tiene el canto fenicio, aparte de que «solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo»?

- Formalmente, es una lírica cantada en prosa acuática. No tiene verticalidad ni vuelo de ave, sino que es humana y horizontal, aunque trémula, por las travesías marítimas de sus remeros, cuya única patria era el suelo conocido más movible: el Mediterráneo. Su color de voz es de un azul purpúreo. Temáticamente, sus letras coquetean a su antojo con los vaivenes del tiempo y por eso parecen endeudadas con la Antigüedad cuando, de repente, pegan un bocado a la Modernidad. Quizá su etiquetado perfecto en el cancionero sea esta paradoja: vieja vanguardia.

 

“La esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo”

 

- El viajero, ¿huye de algo o sale al encuentro de?

- Puede ser que huya de algo, aunque no es el caso de este autor fenicio que te habla. Pero es seguro que no sale al encuentro de nada, precisamente porque la esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo.

 

- ¿Qué es lo mejor y lo peor de que la vida de uno sea «una gloria subterránea»?

- Lo peor es que hasta los treinta y tantos años he pensado, con cierta frecuencia, que era una manera de ser gris, de sentir las experiencias con un voltaje reducido y, por tanto, de disfrutarlas con menor intensidad. Sin embargo, en este tramo cercano a la cincuentena considero que es una forma de estar en el mundo muy gratificante. Por un lado, participas de acontecimientos trascendentales, los gozas en plenitud, pero casi en secreto, porque no eres el protagonista, sino un magnífico secundario. Me encanta catar la gloria, estar dentro del marco de la foto de grupo, pero que solo me aplaudan en casa o, como mucho, en el vecindario.

 

“Carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX”

 

- Un poeta, ¿es un hombre de acción?

- De acción imaginaria, toda la que quieras. Vivimos para la ficción dentro de la verdad y servimos en el laberinto del conocimiento, pero carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX. No nos engañemos: apenas quedan escritores «de armas y letras», al menos en Occidente.

 

- ¿De qué manera se hereda el dolor?

- A través de lo que podríamos denominar “sangre cultural”. Cada familia, pueblo, región, país, cultura, comunidad, llamémosle como mejor te parezca, tiene una herencia, una idiosincrasia falsa o dañina. Tóxica, como se suele calificar ahora. Por ejemplo, en mi caso, al ser español, aprendí pronto a aguantar en la mayoría de los medios de comunicación y en las tertulias librescas, tabernarias o laborales todo tipo de improperios antihispánicos, producto de una propaganda política concreta, de una envidia acomplejada, de un rencor ridículo o, peor aún, de una ignorancia descarada.

 

“El teléfono móvil es una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI”

 

- Cuando uno «forma parte de la conversación del mundo», ¿cómo distinguir lo interesante de lo superfluo?

- Creo que no resulta tan difícil, aunque sí requiere una desintoxicación de una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI y me temo que vamos a convivir con ella hasta que nuestra civilización se extinga. Me refiero al teléfono móvil, donde se condensa casi todo el contenido del mundo. Prueba a pasar un mes sin utilizarlo nada más que para llamadas a familiares cercanos; es prácticamente imposible, pero si lo consigues y estás educado en un sistema vital anterior al móvil, comprobarás cuánto aprovechas el tiempo y con qué facilidad descartas información prescindible en tu cotidianidad. Es la misma conciencia que se le queda a un ex-adicto cuando pasa una temporada a salvo de su adicción y se pregunta cómo ha podido estar tan absurdamente esclavizado.

 

- ¿Conviene acercarse a «una isla que aún arde en mar abierto»?

- ¡Claro! Allí residimos algunos refugiados, pero cada vez vienen menos compañeros, porque el mar que nos rodea es como el canto de las sirenas homéricas. Estamos esperando a que en esa isla haya muchas explosiones volcánicas y crezca su extensión. Ojalá se convirtiese, como mínimo, en península.

 

Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos”

 

- Le devuelvo la pregunta de los versos de Brecht: «En los tiempos sombríos, ¿se cantará también»?

- Eso espero, porque me volvería loco si desapareciese nuestra isla ardiendo. De ahí que uno tienda al alarmismo. Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos. Solamente te pondré dos ejemplos, y no son literarios, sino cinematográficos: La canción de Carla, cuando la Contra intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, o las escenas de teatro callejero entre bombardeo y bombardeo balcánico en La mirada de Ulises.

 

- Las referencias musicales son notorias. ¿Qué banda sonora tendría este poemario?

- Me han recomendado que confeccione la banda sonora del libro en Spotify, pero no utilizo esa plataforma, así que invito a los lectores más entusiastas de Canto fenicio a hacerla. Desde Schubert hasta Kurt Cobain hay músicos con nombres propios que aparecen explícitamente y otros evocados de manera indirecta. Anímense.

 

“Busco una inteligencia bondadosa en los libros que leo”

 

- ¿Algún libro que le haya conmovido últimamente?

La filtración de la luz, de la mexicana Sihara Nuño. Trata el hecho químico, astronómico y matemático con una belleza y una extraña fantasía pedagógica que me ha cautivado. Se agradecen actitudes así ante tanta sensiblería e ideología previsible. No busco ni bondades monjiles ni inteligencias íntegras, sino una inteligencia bondadosa en los libros que leo. Y este la tiene.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.


Femenino singular

Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.

El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.


Conmover al lector

Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativo de las letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, la edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

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