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Configurar sentido descendente

29 de mayo de 2020

 











A Pedro, a punto de cumplir 18 años

 

Porque abrieron el telediario con la noticia de que sufríamos

otra ola de calor en pleno mes de julio

te propusimos pasar la tarde en una playa artificial cercana.

Y, sorprendentemente, aceptaste.

Con el GPS del móvil, desde el asiento de atrás,

guiaste nuestro viaje. Sigue la nacional

y gira a la derecha en el próximo cruce.

Se deja un pueblo a un lado y se atraviesa otro.

La playa está al final, en las afueras.

Al volver una curva el agua del pantano

nos inundó los ojos.

El ambiente era alegre o estábamos alegres.

Los colores, los mismos que en las playas auténticas,

chiringuitos, tumbonas y sombrillas de paja.

Te hizo gracia que hubiera vendedor ambulante

de gafas y sandalias. Tú también

te pediste un café y comentaste

que de un tiempo a esta parte

te gustaba más bien solo y cargado.

Dijimos que te hacías mayor

y admiramos la playa de cemento y arena,

midiendo con los ojos la hondura de las aguas. 

Conversamos de pesca, de tus planes.

Prometimos volver algún fin de semana

y, mediada la tarde, nadamos hasta el límite

marcado por las boyas intentando ignorar

la dura realidad de los relojes.  

En el viaje de vuelta  

probamos a ensayar otro camino

y acabamos perdidos, cuando caía el sol,

por pistas asfaltadas en medio de canales

donde tu GPS no recibía datos.

En silencio pensé

que así ha de ser sin duda el paraíso:

retenerte, extraviados por siempre,

en cualquier carretera sin destino. 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Sánchez Carrón

HOMENAJE AL ESCRITOR  SUIZO, UNO DE LOS MÁS IMPORTANTES AUTORES EN LENGUA ALEMANA DEL SIGLO XX

“TURIA” TAMBIÉN PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE  MAHVASH SABET, AMÉLIE NOTHOMB, VICENTE MOLINA FOIX Y PATRICIO PRON

 CANCELADA LA PRESENTACIÓN EN EL GOETHE INSTITUT DE MADRID

El gran escritor suizo Robert Walser es el principal protagonista del nuevo número de la revista cultural TURIA. Un homenaje colectivo que le rinden un total de dieciséis autores españoles y suizos y que reivindica el interés y la actualidad de un autor fascinante y más allá de las modas. TURIA pone en valor la figura y la obra de Robert Walser a través de un espectacular monográfico que contiene más de 150 páginas de textos inéditos. También se da a conocer un poema original de Walser, así como una interesante selección de su correspondencia nunca publicada en España.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Era el año 1999, o el 2001; acababa de cumplir veinte años, o estaba a punto. Mi amigo el escritor Daniel Barredo y yo jugábamos a los poetas: vestíamos de gabán y bufanda blanca, el pelo tirando a largo, sobrios casi nunca, cigarrillo siempre. Por aquellas fechas, escuchábamos hasta el agobio un poema de Luis Antonio de Villena que el propio autor había colgado en formato de audio en su página web. El poema en cuestión, bellísimo y extenso, narraba las peripecias de un enigmático personaje austriaco llamado Paulik. Entre otras muchas cosas, decía lo siguiente:

 

Paulik era tan hermoso,

tan increíblemente bello,

que no fue necesario enseñarle las técnicas del óleo,

las vidas de Plutarco o el alma de Strindberg...

 

Estrínver. Yo lo pronunciaba con petulancia, echando el humo del Lucky Strike con un gesto falsamente amanerado, como si supiera de quién se trataba. Era una palabra potente, lejana, sonoramente poderosa: estrínver. Supongo que serían varios factores: lo muy culturalista del poema, mi juventud, mi ignorancia. La inmediatamente anterior referencia a Plutarco, a quien tampoco conocía y que me sonaba a helénico y a muerte. O mis pesquisas en un recién inaugurado Internet: “August Strindberg, escritor y dramaturgo sueco nacido en 1849…”; sólo sé que, de pronto, aquella sensación difusa e incómoda, aquel desasosiego que llevaba ya algún tiempo viajando alrededor de mi cráneo, ganó sentido y se materializó en mi mente. Fueron varios factores, pero fue sobre todo esa palabra, estrínver, tan alejada de mi comprensión y mi dominio. ¿Cómo un chaval del sur de Madrid, cuyo sueño, escasos años antes, había sido debutar como delantero centro en el Moscardó, iba a ser capaz de entender la literatura de un dramaturgo sueco del siglo XIX que, para colmo, se llamaba Estrínver? ¿Cómo me iba a atrever siquiera a degustar las mieles sobrantes de su complejísimo pensamiento? Mucho mejor seguir leyendo a Quevedo, a Paco Umbral, a Rosalía de Castro, que eran unos escritores estupendos y que tenían unos nombres que no parecían atesorar unas cosmovisiones de las que nunca sería capaz de participar.

 

Así seguí durante un par de años, entregado al prejuicio del sonido, hasta que unas lecturas de Charles Bukowski, sugeridas por algunos amigos de fiar, empezaron a modificar mi opinión. ¡Pero si se dedica a hablar de tipos normales, de borracheras y de relaciones amorosas de una noche! Mucho más difícil era Pedro Calderón de la Barca, que tenía un nombre y un apellido de andar por casa pero que no se andaba con pequeñeces. O Lorca, ese fácil bisílabo que encerraba unos meandros y unas turbulencias que, poco a poco, comenzaba a distinguir.

 

Me puse manos a la obra. Cogí la lista de los Premios Nobel. Maurice Mauterlinck: con ese nombre, cualquiera se atreve. Pero... ¡si resulta que tiene un libro que se llama “La vida de las abejas”! No será para tanto. Winston Churchill... ¡si es el político! Isaac Bashevis Singer. Yasunari Kawabata. Knut Hansum: ¡pero si habla del hambre, como casi todos! Me di cuenta de que esos nombres tan fascinantes y tan ajenos no querían decir nada; era mi sinestesia y mi imaginación la que los elevaba a la categoría de semidioses, la que los situaba en un estadio que pensaba inefable y que, felizmente, resultó no serlo.

 

Fueron llegando lecturas de autores que muy poco antes me eran temibles, novelistas con los que no me había atrevido por el simple hecho de tener unos nombres incomprensibles y a los que atribuía una escritura mucho más cercana al pensamiento abstracto que a la pura narrativa. Así llegó Guy de Maupassant y su Horla. Fiodor Dostoievski y su Raskolnikov. Guillaume Apollinaire y sus Once mil vergas. Nathaniel Hawthorne y su Wakefield. Y, cómo no, Strindberg, el gran dramaturgo sueco nacido en 1849 Johan August Strindberg.

 

Todavía hoy, cuando descubro a algún autor de nombre rimbombante, experimento un breve pánico y me acuerdo de ese joven de veinte años que le tenía miedo a la palabra extraña. Pero he acabado por superarlo: Michel Houellebecq, Ferenc Karinthy, Joyce Carol Oates, Gregor von Rezzori, no os tengo miedo. He vencido al sonido y al complejo. Quién sabe en qué neuronas, en qué lugar del alma residirá esa rémora: algún día, quizás, la neurociencia tenga algo que decir. En cualquier caso, si de repente me diera por aprender a tocar un instrumento y dedicarme a la música, creo que preferiré presentarme con un nombre sencillo como Bob Dylan que como Robert Allen Zimmerman, también os digo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

25 de mayo de 2020

Con estos Pasos mínimos pero rotundos que da José Antonio Conde en su nuevo libro de poemas leemos a un autor más cercano y accesible que en anteriores entregas, más volcado en el espinoso problema de la identidad, más reflexivo acerca del difícil camino que configura una voz, más consciente de ser un yo poético en continuo devenir. “Rumor de ser”, anuncia Conde en el segundo poema, ser a través de un lenguaje que no llega a definir, un simple acercamiento al aquí y ahora, ese momento vivido que posee, como el poema, múltiples lecturas, diferentes posibilidades que lo reescribirán en cada lector, con un sinfín de confluencias y desencuentros. La palabra poética es, en este sentido, “tránsito” y “hueco”, soliloquio que subraya el peligro de no ser, una pérdida de esperanza o un resto al que te aferras para no hundirte en la indiferencia.

Un paso mínimo es, según esta lógica discursiva, tan solo un acercamiento, nunca definitivo, necesariamente incompleto, el signo que pueda poner por escrito lo que uno es. Conde se sitúa, como no podía ser de otro modo, en la intemperie, en las afueras de una palabra que busca inventar, reinventar y reinventarse desde la incertidumbre, también desde la necesidad de que hay que llegar a ser “algo más que una duda”. La realidad, ese monstruo de las mil caras, se presenta para ser convertida en ficción, en escritura sublimada, una forma de supervivencia que devuelve de continuo a la incertidumbre.

La escritura, la palabra, es lo que se acerca, lo que no se elige, algo sobrevenido que se impone como un hallazgo y que acabará configurando, con sus trampas y sus fragmentaciones, la memoria del poema, una huella imperceptible. Este lenguaje poético, que José Antonio Conde martillea en sus posibilidades con cada nuevo libro, surge de una voluntad firme, de un deseo inequívoco, y también de una dificultad desmedida. Es un acercamiento, un yo incompleto a la luz y a la sombra del poema. El lenguaje, al fin y al cabo, no deja de ser un reflejo, una insistencia en los matices, un punto de partida para lo nuevo o sencillamente renovado.

La poesía de José Antonio Conde, inconfundible en sus propuestas, siempre se ha caracterizado por un diálogo de la forma y esta vez declara conocer sus causas y sus consecuencias, un hecho que implica, entre otras cosas, “aceptación”, “desengaño”, “andadura”, “acto interminable”, “distancia”, “resistencia” y un aprendizaje de lo fugaz que el autor siempre ha manejado con maestría. Desnudez, que no sencillez, así es su poesía, mínima, sincrética y esencial. En este libro queda a un lado el simbolismo hermético que definía a otros títulos anteriores para hacerse visiblemente más reflexivo. La ruptura entre signo y significado que antes parecía consciente es ahora sobrevenida. Un estilo, una estética, es una forma de decir que no se elige, un camino personal hacia un “saber oculto”, el modo de desentrañar la realidad propia mediante el desbroce de las evidencias.

Si la poesía es trayecto, palabra que tiende a un fin, lo esencial que deshace las incertidumbres, signo que debe estar “más allá del signo”, estos Pasos mínimos quieren poner por escrito el curso de lo vivido. Es una obligación impuesta. La referencia a la escritura como viaje es constante, un conjunto de momentos fugitivos en continua mudanza; la voz es “tránsito”, “rumor”, “eco”, “huella”; la palabra, río, “cauce equivocado”, “tormenta” y “desprendimiento”, “grito y escolio”. Las sucesivas alusiones a este camino que es la escritura repiten una y otra vez la dificultad de retener lo esencial, un hecho que sin embargo ha sido siempre norma en la poesía de Conde. Hay una cierta idea de solipsismo lingüístico, una pérdida de fe en la capacidad que tiene el lenguaje de decir algo cierto sobre las cosas, una noción reiterada, por otra parte, en un buen número de poetas contemporáneos.

La paradoja, en este caso, se da en un Orfeo que no mira hacia atrás o que, después de haber mirado, una vez convertido en estatua de sal, asume esa condición y se sabe arrojado a la incertidumbre del poema. “No basta Eurídice”, avisa Conde, avanzar es vencer los obstáculos de la mirada, saber que la certeza está en el origen, lo uno que se constituye en forma y sentido. Su Arcadia particular, esa escritura ideal que nunca llegará pues está condenada al fracaso por naturaleza, recupera la estética romántica, es lo acorde a sí mismo. Solo se retorna avanzando. Por eso la palabra nunca dejará de ser “promesa”, “lastre”, “testimonio”, “referencia”, “ceniza”, “intuición”. La vida se comprende en su movimiento, en su carácter circunstancial. La altura de la poesía está en su profundidad. He leído a pocos poetas que sean capaces de hacer de esta máxima un momento intenso. José Antonio Conde es uno de ellos.- JUAN ANTONIO TELLO.

 

José Antonio Conde, Pasos mínimos, Ocaña, Lastura, 2017.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Juan Antonio Tello

25 de mayo de 2020

Firmándola Jean Echenoz, ese gran escritor francés actual, esta novela, la última que aparece (por ahora) traducida, es algo, o mucho más, que una de espías, que también lo es. Es, sí, o también, una parodia del género, pero ojo con hacer de la palabra “parodia”, un lugar común; o si lo es, si se quiere ver así, que sea una parodia, es una inteligentísima novela de espías, con todos los matices que se quiera, y enriqueciéndola -Enviada especial, la novela- con una sutilísima línea de humor. Los lectores fieles de Echenoz recordarán seguro otra novela, Lago (1991, 2016, Anagrama), en la que ya trataba este género de espías, quizá de forma más disparatada, y con un humor de mayor calibre, que esta que nos ocupa. Así que, vayamos por partes. Uno como lector no vive nunca en una cápsula de aire, aislado, y uno desde su capricho, y desde su juego de dados con el azar, se ha encontrado, en este caluroso mes de julio, cuando la envío a la revista, cumpliendo los plazos establecidos, leyendo a Echenoz a la vez que disfrutaba (re)leyendo a Boris Vian y  a  Jean-Patrick Manchette, esos dos estupendos escritores que, siéndolo ambos, escritores, han engrandecido desde siempre la novela policiaca a la manera francesa. Pues lo mismo ocurre con esta novela, una de espías, del gran Echenoz, un autor emparentado con, entre otros, dentro de la órbita del país vecino, Pierre Michon (por cierto, a Michon le entrevistan en el canal francés internacional TV5, que la protagonista femenina de la novela encuentra en la capital de la hermética Corea del Norte, a lo de Corea voy enseguida: lo de TV5 no sé si es sano y añejo chauvinismo, Echenoz sabrá, pero al parecer se ve en Pyongyang). Echenoz  es autor de un buen número de novelas largas y, muchas, cortas, muy abundantemente publicado en España (en Anagrama, sobre todo) y en mi reciente memoria de lector está esa trilogía -estupenda- de vidas noveladas dedicadas a Ravel -el músico-, al corredor checo Tras el Telón Zátopek -Correr- y al desdeñado y recuperado Hombre de Luces, Tesla -Relámpagos-, además de una brevísima y hermosísima historia sobre la Gran Guerra -14: no cabe más precisión minimalista…-. Estas, en fin, han sido mis lecturas de Echenoz más recientes, en la fresquera me quedan otras, aguardando la ocasión propicia, hasta encontrarme, ahora, con esa sutil y elegante novela de espías, no excesivamente paródica -que sí- y levemente humorística -que también. ¿Y Manchette y Vian? No tiene esta de Echenoz la violencia y la rabia de las de Boris Vian, ni la carga política de las de Manchette, pero de los dos algo tiene, sí, Enviada especial. Una novela que, como las clásicas del género -insisto, una de espías-, sigue más o menos la plantilla que está obligado a usar, para desde la primera página no dejar de ser Echanoz, de ir por su cuenta. Se nos muestra, sí, una leve intriga, una cierta -y disparatada, acaso inverosímil, también- operación encubierta de los servicios secretos franceses, o un empecinamiento de un general de esos SSF que aspira a hacer méritos sin encomendarse ni a dios ni al diablo -ojo, que esto no es un spoiler-. Tal vez a Echenoz del género, de los servicios secretos, de las operaciones encubiertas le atraía lo disparatado que ayer y hoy se esconde tras el mundo del espionaje: uno, este lector, el que no vive en una campana de cristal, ha sido muy partidario, estos meses de atrás, de las dos temporadas de Oficina de infiltrados, las peripecias de los servicios secretos franceses “en tiempo real” en Siria e Irán: una serie estupenda, un auténtico succès televisivo en Francia. Pues bien ese sutil humor, convenientemente subrayado y nada grueso, que uno veía en esa serie, lo encuentro, magnificado por el oficio literario de Echenoz, en esta estupenda novela. Una novela que tiene tres partes, la captación del personaje femenino para que haga de matahari en Pyongyang, el secuestro-preparación de la misma y la puesta en escena de sus encantos allá lejos, en la capital norcoreana. Echenoz utiliza ciertas (mínimas) convenciones del género para manejarlas en su terreno (literario). Le interesa más el ir y venir de sus personajes literarios por París, que la acción puramente aventurera. Y ciertamente ninguno del elenco tiene papel (insignificante) sin palabra de relieve. Todos, gracias a la pericia del autor, quedan atrapados en la tela de araña del lector o más bien este queda atrapado en la de Echenoz. Este se nos presenta todo el rato a pie de calle, literalmente a pie de obra, mezclándose con sus personajes, como si fuera uno más, omnisciente, eso sí, al modo decimonónico, quedándose ora con el lector, ora con uno de los personajes, al que le toque la china. Este acercamiento algo forzado –algo: hay que decirlo- le sienta bien a la postre al texto, levemente parodiado, como si Echenoz se burlara de las convenciones del género. Este carácter paródico, este uso, que no abuso, del humor se muestra más claro y evidente en la apoteosis final, la frustrada –y no digo más, que vivimos en tiempos de spoiler- operación norcoreana. No sé si Echenoz conoce de primera mano Corea del Norte, si ha estado allí, o se ha documentado a fondo, pero describiendo esa realidad, ese artificio de país, parece como si se hubiera divertido ante tanto disparate a mayor gloria del Nietísimo, el Líder Supremo (también es verdad que ayuda mucho a tanta risa esa pareja tan tintinesca, con algo de Hernández y Fernández, que son los dos guardaespaldas de la matahari inmovilizados por las estrictas normas norcoreanas). Estas páginas, por cierto, me han recordado mucho un viaje tolerado, organizado y controlado que realizó el escritor portugués José Luis Peixoto a aquel país y que con el título de Dentro del secreto. Un viaje por Corea del Norte editó no hace tanto Xordica Editores. En el libro de Peixoto, como en el de Echanoz la realidad es mucho más paródica que la ficción. Y de esto trata, entre otras cosas, esta novela, una de espías. No solo.- JAVIER GOÑI

 

 

 

Jean Echenoz, Enviada especial, Barcelona, Anagrama, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier Goñi

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