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25 de mayo de 2020

Uno conoce a pocos tipos tan endiabladamente versátiles como David Trueba. Como hombre de cine, ha escrito guiones para otros directores (Amo tu cama rica, Los peores años de nuestra vida, Two much, La niña de tus ojos…) y ha dirigido películas como La buena vida, que ya ha cumplido más de veinte años, Obra maestra, Soldados de Salamina, Bienvenido a casa, La silla de Fernando, Madrid 1987…, hasta llegar a Vivir es fácil con los ojos cerrados, que ganó seis Goyas -entre ellos el de mejor película y mejor director- y que es una de las más hermosas películas españolas de los últimos años. Es también un hombre de televisión, para la que ha realizado distintos programas y series, como aquel recordado “El peor programa de la semana”, que dirigió junto con José Miguel Monzón, El Gran Wyoming, o la serie “Qué fue de Jorge Sanz”, la mejor serie española de televisión de todos los tiempos en opinión de la mayoría de los críticos. Es asimismo un hombre de prensa, pues ha escrito mucho en los periódicos y desde hace años ejerce de colaborador en El País, con una columna semanal que tiene miles de seguidores. Y es, en lo que ahora nos interesa, un grandísimo escritor y narrador, que ha publicado hasta la fecha cinco novelas, todas ellas en Anagrama: Abierto toda la noche, Cuatro amigos, Saber perder, (que obtuvo el Premio de la Crítica y fue para “El Cultural” de El Mundo el mejor libro del año), Blitz y esta maravillosa Tierra de Campos, que es sin duda su libro más ambicioso y que va a consagrar definitivamente a David Trueba como uno de los más grandes escritores españoles.

Tierra de Campos comienza con un coche fúnebre en la puerta de la casa del protagonista, Dani Campos -o Dani Mosca, como también se le conoce por haber formado parte del grupo “Las Moscas”-, un músico, cantante y compositor de 45 años, que ha obtenido un cierto reconocimiento a su trabajo, ha grabado diez discos en treinta años de carrera, y algunas de cuyas canciones han llegado a ser grandes éxitos en las voces de intérpretes como Luz Casal o Ana Belén. Dani, que ha sido también telonero de Joan Manuel Serrat en una larga gira, va a iniciar un viaje en ese coche fúnebre para cumplir el deseo de su padre y llevarlo a enterrar a su pueblo natal, Garrafal de Campos, en la comarca castellano-leonesa de Tierra de Campos. A lo largo de ese viaje y en compañía de Jairo -el chófer ecuatoriano que conduce el coche fúnebre, un tipo simpático y parlanchín que acabará convirtiéndose en uno de los grandes personajes de la novela-, Dani repasa su vida, desde su infancia y adolescencia hasta esos mismos días, y recuerda a sus amigos, sus amores, su pasión por la música… y nos entrega un daguerrotipo perfecto de cómo fue la vida de tantos y tantos músicos españoles a partir de los años ochenta.

De haber sido una película, Tierra de Campos estaría en la línea de las grandes comedias de la historia del cine, ésas entre las que por ejemplo “El Apartamento” de Billy Wilder o “El Verdugo” de Berlanga son el buque insignia. Es decir, el humor sí, pero con un fondo de melancolía, de amargura o incluso de tragedia. Y no solo el humor por el humor, que eso no le gustaba a Rafael Azcona ni nos gusta a sus muchos admiradores, sino el humor como vehículo para transmitir unas ideas, unos principios y unos valores. ¿Cuáles son las ideas y los valores que nos transmite Trueba en esta novela? Pues bastantes y variados. Por ejemplo, la estrecha relación entre la vida y el arte, la imperiosa necesidad de construirnos una identidad, la fuerza imparable del amor y el deseo, la lealtad en la amistad, el amor a los padres, o el coste a pagar, a veces atroz, de la vida libre, desinhibida y desordenada de muchos músicos y artistas de aquellos años.

El libro tiene dos capítulos, o dos grandes partes, como si se tratara de las dos caras de un viejo disco de vinilo: la cara A (que comienza con los recuerdos de la infancia y la creación de “Las Moscas”, pasa por la revelación del gran secreto del libro y la pasión por Oliva -que fue su primer gran amor-, y termina trágicamente con la muerte del mejor de sus amigos) y la cara B, con el viaje al pueblo para enterrar a su padre, su carrera en solitario como Daniel Mosca y el amor por la japonesa Kei.

Tierra de Campos se asienta sólidamente sobre seis grandes pilares: la importancia de la infancia y la adolescencia como etapas de formación y aprendizaje; la relación del protagonista con sus padres y el descubrimiento de un secreto que le dejará conmocionado; el descubrimiento de la música como razón de vivir y como oficio del que vivir; su biografía sentimental, con un largo inventario de pasiones y amoríos; el valor de la amistad, que hará que tres amigos que se conocieron en el colegio sigan juntos hasta que la muerte de uno de ellos rompa esa relación; y la fuerza insondable y devastadora del amor, con dos relaciones apasionadas como son las que Daniel mantiene con Oliva y Kei.

Una de las principales características del libro, como ya hemos dicho, es el humor, que recorre todas sus páginas. Veamos tres ejemplos: acaba de morir el padre de Dani en el hospital y llega del pueblo la tía Dorina. Ésta dice desde la puerta de la habitación: “¿A lo mejor no vengo en buen momento?” Parece una frase extraída de un guión de Rafael Azcona para Berlanga, y no es difícil imaginar a Rafaela Aparicio o a Gracita Morales interpretando el papel de la tía Dorina. En otro momento, Jairo está explicándole a Dani su vida como empleado de la funeraria, y le cuenta cómo una vez, en un entierro, había una corona que no tenía bien estirada la banda y en lugar de leerse “Tus familiares nunca te olvidaremos”, se leía “Tus familiares te olvidaremos”. Jairo la estiró y comentó: “mejor que se lea bien, que no es día para ponerse sinceros”. Y en el homenaje que se le tributa en el pueblo, cuando Dani trata de convencerles de que no tiene méritos para que le pongan su nombre al Centro Cultural, la mujer del alcalde le corta: “ya nos gustaría que Madonna fuera hija del pueblo, pero esto es lo que hay”.

Y el libro tiene también muchos momentos de ternura, de melancolía y de amargura (el recuerdo que hace Dani del beso de buenas noches de su madre y cómo y en qué momento se perdió), y está lleno de agudas reflexiones, de esas ideas y valores a los que antes nos referíamos: “No le pidas a tu amigo algo que tu amigo no pueda darte y tendrás amigo durante muchos años. Nunca intercambiemos la sangre de nuestros pulgares”, “Nunca trabajes para ricos. No conocen el sacrificio que cuesta ganar dinero” o “Aún no sabía que es más fácil perdonar a los enemigos que a los amigos”.

Una novela redonda, esta Tierra de Campos. Una obra maestra.- JOSÉ LUIS MELERO.

 

David Trueba, Tierra de Campos,  Anagrama, Barcelona, 2017.

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Luis Melero

25 de mayo de 2020

                        

En compañía, Brueghel era divertido

 y le gustaba asustar a la gente o sus aprendices

 con historias de fantasmas y cientos de otras diabluras

Carel van Mander

 

El pintor despertó con la cabeza pesada. El sopor era como un mal vino, le enturbiaba la mente. Sentía el cuerpo impregnado todavía de un olor agrio. Sobre todo, lamentaba haber gastado dos monedas de esa forma. Ahora tendría que darse prisa en acabar otro cuadro en medio de la neblina de sus ideas. Se figuró que alguien le ponía los puños en las sienes y apretaba para hacerle daño. Las pinturas campesinas siempre se pagaban bien. Se sentó a pensar junto a la ventana. Veía incordiar las moscas allá en el cielo opaco del norte.   

El camino cruzaba entre campos de paja corta y enteramente dorada. Al caminar saltaban las piedrecillas en el suelo y volaba algo de polvo: un polvo sucio y blanquecino. La camisa del carnicero, limpia por la mañana, tenía lamparones a causa del vino, del sudor y del capricho de escupir continuamente al suelo. Además estaba su buen apetito: hiladas de la sopa de ajo y judías del almuerzo habían resbalado de su boca antes de gotear por la camisa.

Ya no era el calor del mediodía, pero aún cansaba el sol. Gemían los pasos. En el cielo firme, los pájaros cruzaban planos y melancólicos como hachas, abriendo surcos en el aire justo encima de los campos arados. La saliva se anudaba y se agarraba a la boca. La lengua en cambio estaba inmóvil como un sapo. Al fondo, poniendo oscuridad en los ojos, sobresalían las curvas alegres de unas colinas. Y no era sombra, sino el color de la tierra por la podredumbre y la humedad, el barro de hojas descompuestas y la penumbra, donde paseaban las arañas. Allí había encuentros al llegar la noche.

El carnicero era un bruto jovial que ya empezaba a echar carnes. Andaba animadamente y cantaba porque su voz hacía volver la cabeza a las mujeres de las granjas y seguirlo con ojos redondos y dóciles de vaca.

Bajo el sombrero de paja, su brillante pelo castaño se apelmazaba al cráneo. Si salía al paso algún perro, lo pateaba. Miraba las franjas rosadas del terreno y las moscas en las cintas de plata de las acequias. Respiraba con satisfacción. La primera bocanada de bruma le hizo mirar al cielo, donde se encendían los bordes de las nubes. En una de las casonas desperdigadas distinguió la superficie bruñida de dos culos. Los campesinos, arrimados a la ventana del cobertizo, charlaban y cagaban sobre la charca. Era alegre y plácido.

El carnicero quería acercarse a la feria anual de ganaderos para curiosear y ver a cuánto vendían las piezas. Al pueblo ya no llegaba esa misma noche, pero conocía una posada en el camino. Sería cuestión de madrugar la mañana siguiente con el alba.

En un lateral aparecieron los tallos cabizbajos de los girasoles que tanto abundan por la zona. El sol caía y los ruidos llegaban todos desde lejos, traídos por el airecillo del crepúsculo. Ya no se distinguían las cercas donde los perros ladraban y la silueta de los árboles se iba haciendo más y más negra. El carnicero solo vio a un tipo meando contra una cerca con los pies amordazados por los calzones. Pensó en acercarse y mear sobre él, pero llegaba ya a la posada y estaba de buen humor.

En las alforjas sonaban las dos monedas que dos jóvenes ignorantes le habían pagado esa mañana por diez onzas de carne podrida. Recordar el timo le hacía reír y cantar. El carnicero silbaba y gritaba a plena voz si se acordaba de la letra. Así se hace en la impunidad del campo. De rato en rato ponía los brazos en jarras, avanzaba ligero una pierna y brincaba. ¡Y con qué gracia! La gente solía opinar que era un buen y alegre muchacho.

En el cielo terminaron de apagarse los fuegos de la puesta. Las nubes formaban una cortina turbia colgando ante la luna; debajo, los campos llanos como la palma de una mano. Ahora, todos pálidos, se parecían poco al amarillo de hace unas horas. Gris y confuso, el paisaje llamaba a las lechuzas y sus largos gemidos.

El carnicero pensaba en alcanzar la posada para comer y beber, y en nada más.

Había llegado a los cuarenta años aún lleno de apetitos y fuerte. Degollaba a los animales de una sola cuchillada. En invierno, su último aliento era una niebla flotante cuando se derrumbaban. Además tenía un reñidero de gallos. Las calzas amarillas le caían bien todavía, a pesar de que engordaba. Siempre había estado orgulloso de sus muslos y por eso le gustaba enseñarlos a las mujeres después de meterles las manos tan a gusto por sus camisas de blonda.

El sombrero de paja estaba viejo y lleno de ventanas al cielo puro de la noche. El carnicero apretó la marcha por los campos lisos. Cielo, tierra y brotes eran como una mujer que pesa pero es agradable encima de uno. Las estrellas acariciaban el aire de terciopelo. Los hierbajos ya no se podían distinguir. Arañaban las pantorrillas del carnicero. Primero oía troncharse las ramillas de espino contra sus piernas, inmediatamente le trepaba un escozor bien placentero. No era oscuro el viento que hinchaba su camisa mugrienta, sino tibio como la tripa de un animal.

El horizonte se apoyaba en una celosía de arbustos y matas. Por fin, a un lado del camino descubrió la posada de piedra gris y remates de madera. A la entrada había un banco y en él un viejo arrodillado descansaba el pecho. Tenía los brazos abiertos como un crucificado y las mejillas descarnadas. Estaba quieto y muy pálido en su piadoso retiro. Si hacía penitencia o se había dormido no le importó al carnicero cuando le dio un puntapié en las costillas. Ululaban los perros. Entró.

Tres tipos estaban en una de las mesas, haciendo puñetas con las manos. El posadero y su ayudante cargaban unas angarillas llenas de comida. El dueño iba detrás con un cucharón de madera metido en el sombrero, que era de ala remangada. Se frotaba la mano en el delantal por un lado y por otro, y luego lo usaba para servir remetiendo el brazo y liándose la tela alrededor. Una cortina recia cerraba el paso a la cocina. Por la sala había jarras tumbadas e hilillos de vino corrían sobre la madera. El carnicero se sentó. Vio luz huidiza en las lámparas.

El primero en hablar fue un hombre con el sombrero y el traje guarnecidos de gamuza vieja. Llevaba barba, pero se afeitaba cuidadosamente los carrillos y el bigote. Era un negociante que también se dirigía a la feria de ganado.

–Amigo, ¿no habrás visto a un lisiado por el camino? ­–dijo.

El carnicero negó.

–Estamos esperando al Juanón, uno que lleva los pies a la espalda –añadió jocosamente el segundo, con bolsas en los ojos, afeitado casi hasta el cráneo y coronado de bocio. Era del pueblo–. Palabra que se arrastra como una culebra, de pechos en el suelo. Se quedó así porque le pasó un carro por encima. El desgraciado camina con una especie de caballetes que agarra con las manos. Pero te mueres de risa cuando menea los deditos por encima de la espalda, lo mismo que un gallo meneando las plumas del trasero.

–Le gusta beber ­­–terció el que quedaba, que tenía una costra negruzca en vez de dientes–. Solo que no sabe cómo sentarse a la mesa.

Enseguida comían y brindaban todos alegremente.

Para servir y ayudar en la cocina había, cómo no, una muchacha. Se sentaba aparte, con una jarra a los pies, por si alguno echaba de menos más vino. El vino lamía el interior de la jarra y sonaba como lengüetazos cuando ella la apoyaba sobre el vientre. Estaba sentada y se rascaba las piernas echándoles salivazos y untándose la piel con esa baba reluciente a causa de las luces. Era como poner miel en un pan de miga fresca. Con la cabeza reclinada, los mechones de un pelo negrísimo le tocaban el pecho y dos teticas finas asomaban al escote. Tenía en las uñas un arcoiris negro.

El carnicero le tiró un hueso al del bocio, y entonces se dio cuenta de que era tuerto.

–Una vez le jugué una buena a un cocinero, que iba a casa del conde nosequé en Namur. Como él tampoco se daba cuenta de que soy medio ciego, le aposté una partidita de tabas con un ojo tapado. Tres camisas le saqué –y con una reverencia muy seria, el tuerto canturreó “Perdone su señoría si el cocinero de su Gracia enseña la pelambre del pecho”.

Hubo buenas risas, toses y esputos de ave mezclada con el tinto. En la pared mancharon unas gavillas de trigo trenzadas para adorno.

La muchacha levantó unos ojuelos oscuros y picarones. Ante eso el carnicero fingió con muchísima gracia que se ruborizaba como una doncella, haciendo toda clase de melindres y tonterías. Finalmente le dedicó un guiño, con unas gotillas de grasa temblándole en la barbilla.

El tuerto era hablador: “Yo, si la señora me permite, es mi ocasión de mojar mis penas. Amigos, me he casado como un hombre de bien y no he visto hora buena desde entonces. No he sido más que un desgraciado sin un momento de alegría”. Se acabó la jarra de un solo trago.

El negociante dijo:

–Las mujeres son como animales y, a más viejas, más bestias –Guiñaba los ojos­–. Ved lo que pasó en mi hacienda. Tenía yo un criado fuerte y buen trabajador, pero como era feo de cara y algo simple, se daba el caso de que no encontraba esposa ¡Cuántas veces venía el pobre muchacho a quejarse! Es como si lo viera aquí mismo. Pues en esto que un día en el camino le dieron un alto unos salteadores y solo por divertirse, porque el desgraciado no llevaba nada encima, le cortaron la lengua y le saltaron encima de la cabeza. Al menos eso creímos entender por sus figuras de loco. Ni que decir tiene que se quedó tonto del todo, babeando y con las manos colgantes. Desde entonces, amigos, las criadas viejas y la despensera se lo llevan bajo los chopos prometiéndole cualquier chuchería, un dulce o cintillo, que cualquier cosa vale para servirse de él. “Como no habla y de nada se entera”, dicen, “no se hará lenguas del desliz.”

El de los dientes podridos añadió: “Eso es porque no les sirven idiotas a medias, los quieren enteros”.

Estaban tan congestionados que se reían sin voz, resoplando. Todos juraron a su turno que las mujeres se merecían mano dura y pocas contemplaciones. El tuerto prometía, en cambio, que él a su esposa no le pegaba nunca, salvo cuando estaba sobrio.

Las moscas se apareaban sobre el pan del cestillo. Rastros de tizne, huesos y cartílagos nacarados como ostras manchaban la madera de la mesa. Brillaba el pringue de la salsa. En la mesa las nerviaduras de la madera buscaban abrazarse.

El aldeano de dentadura podrida se rehundió en la silla y acurrucó la cabeza como un palomo. Bajo la camisa sobresalían sus piernas desnudas porque no vestía otra cosa. Él mismo descubrió sus vergüenzas colgando, y con sorpresa que era alegre y era también afectuosa, se las meneaba, solo por vérselas mover.

–Compañeros –musitó–, no os creáis otra cosa. Con el beber la amiga mea mucho, pero corre poco.

Al estallar en carcajadas, el carnicero sentía vértigo y se mareaba. También quiso contar una historia:

–En mi lugar hay una buena moza, redondita como una manzana. Quiso su padre casarla con un molinero, y el caso es que ella le tomó más afición al aprendiz de molienda que a las harinas y las barbas nevadas del marido. “¿A qué te vas ahora al molino?”, le decía el molinero al sinvergüenza del aprendiz. “Se atascó la corredera”, contestaba, o bien: “Es la tolva, que no quiero que se ciegue”. La esposa, que entre tanto esperaba en la tiniebla del molino, a poco no se contenía la risa que le daba el asno del marido. Y de verdad que era una mujercita muy fina y apetitosa.

El carnicero le hizo una galantería a la muchacha: le rindió un alerón de pollo que tenía agarrado en la mano y meneaba en el aire al hablar. Continuó:

–Un día desapareció el aprendiz, sin darle aviso siquiera a su anciana madre, con la que era muy afectuoso. Todos pensaron que el marido lo había ahogado como a un gato y que yacía enterrado en campo abierto. Hay que ver cómo lloraba la “viudita” y cómo cizañeaba la vieja: “¡Me han matado a mi hijito! ¡Justicia con el molinero!”. En éstas estábamos, y el viejo con un pie en la horca, cuando regresa el aprendiz, vivito y tan ufano. Una viuda de otro pueblo lo había querido para ciertos... útiles que necesitaba que le lubricasen, y el chiquillo acudió sin decir nada porque era de natural discreto y servicial. El caso es que el marido se puso tan contento de verlo sano y de salvar el cuello, que le decía: “ Juanillo, ven, que se me atascó la corredera”, “Juanillo, la tolva, que no me corre”. De ahí veis que para volver más llevadero el pecado, lo que hay que hacer es pecar más.

Los tres apreciaron el cuentecillo. “Hay que cobrarle caro el pescuezo a maese Pedro Botero”, terminó el de los dientes negros, que después de todo lo que había comido se acababa de encaprichar de unos huevos.

Brindaron.

Otro comensal, que llevaba un gorro verde y tenía una verruga surcada de venas, salió a mear, meneando las garrillas ligeras y murmurando: “que se me va, que se me va”. Los ecos de sus pasos sobresaltaron el patio. Era noche cerrada y en las acequias nadaban las estrellas. Un soplo fresco venido de fuera dobló las llamas de las velas y torció de golpe la luz. Se podía sentir un cierto tufo y opresión.

El carnicero vio acercarse las mejillas bailonas del tuerto. Le puso una mano en el hombro porque con la otra quería tener sujeta una jarra de vientre mellado. Respiraban asqueados uno muy cerca del otro. El tuerto abarcó al ausente con sus cejas: “Ahí donde lo ves, lleva gorro por un buen motivo”. Su tono tenía muchísima intención. Hasta la joven se inclinó, intrigada.

–Su madre sabrá lo que hacía con el porquero cuando se escapó un cerdo y le comió la oreja en la misma cuna.

El carnicero lo encontró una gran cosa: el mordisco de un marrano en la oreja.

–El cura resulta que cuando iba a estirarle de la oreja al crío, se encontraba con el muñón. ‘Ya tengo bastante castigo, padre’, le decía el muy tunante. Pero el señor padre, que había sido muy bruto en sus años jóvenes, le daba en la frente diciendo: “¡Ah, hi de puta puta!”.

Regresó el desorejado, y la alegría se diluyó un poco. El carnicero quería levantarle el gorro verde para ver el muñón de oreja. Vinieron los eructos vinosos, sobrevino una cierta pesadez. Los huevos se enfriaban en la fuente de barro: espumosos y tibios.

El carnicero empezó a mirar dentro de su jarrita de metal, irritándose porque su ojo se bañaba en las sombras perpetuas que había dentro. Mientras el carnicero la meneaba, la luz besaba el metal de la jarra. El tuerto inclinaba la cabeza y en cuanto al negociante, a ése se le caía la barbilla sobre el pecho. Tenía el rostro congestionado y los párpados blandos como la carne de una almeja.

El aldeano sacó una cajita de los pliegues de su ropilla. “Son frutas confitadas”, dijo, pero era más bien una baba de azúcar prendida del fondo de la cajita.

Se figuraron que la había robado.

A continuación el aldeano, con una cereza dulce entre los labios, llamó a la muchacha intentando en vano que se la tomase de la misma boca, porque había visto hacerlo a los pajarillos menudos del campo. Fruncía los labios y hacía como si le dedicase tiernos besos de ave. Sonreía con el pico inmóvil y agitando sus patitas de canario. Entonces asomaban los dientes negruzcos y sanguinolentos como las entrañas de un pez. Nadie pudo resistirse: era lo más repugnante que habían visto. Ante la indiferencia de la muchacha, el carnicero agarró el cráneo del aldeano con las dos manos y le dio de sopetón un sonoro beso. La juerga fue completa: hacía tiempo que no se divertían así.

Cuando el carnicero decidió acostarse, la joven le precedió para alumbrarle el camino. Llevaba una cinta que arrebujaba su falda bajo el culo. Cada paso suyo descubría unas pantorrillas firmes y tensas y hacía temblar un gran cerco de luz por los escalones. Las paredes, de piedra pobre, recibían sus sombras. Ante la puerta del cuarto los ojos de ella se reían y un mechón caído le arañaba la boca. El carnicero deseó acariciar con intensidad la medialuna de su cráneo hasta la nuca.

–Te daré dos monedas si pasas la noche conmigo –le dijo, y la besó de un modo tan inopinado que se dieron de narices y entraron en el cuarto riendo su torpeza y frotándose la cara con las manos.

Mientras la desnudaba, ella bostezó. En las aguas de su mirada acechaba una lejana expresión de cansancio.

Durante horas hicieron todas las malicias que conocían.

A través de un ventanuco les llegaba la voz de herrumbre del aire. Había vigas por encima de las paredes desnudas. Las velas columpiaban su luz. Faltaban tejas fuera, en el tejado. La primera vez que hicieron el amor, él le cantó varios sones, como “¿Dónde vas, bella muchacha?” o “El tamboril de mi Mariana”. Se había sentado sobre el jergón con las piernas largas y ella se fijó en que le crecían pelos como un remolinillo alrededor del ombligo y en los dedos de los pies, justo debajo de las uñas. Sonaron risas. Ella se enredó con sus mechones negros, que la acariciaban con mucha dulzura, como las plantas debajo del agua. El carnicero, mientras, le pellizcaba los carrillos del culo.

Cabalgaron, aguijaron, frotaron las carnes, se abrazaron, se persiguieron hasta dormirse uno en brazos del otro.

La mañana que siguió fue clara y desleída. Apenas al alba, él le susurró: “Amor mío, amor mío”, y la besó con ternura, pero a boca llena. Ella presentó un rostro contraído por el sueño. Con una mano detrás de las caderas él la mantenía cerca y con la otra mano totalmente abierta la palpaba, a ver si tenía firmes las carnes. “Corderita”, le decía, y en efecto la sujetaba como a las crías suculentas que degollaba a cuchillo. Una blancura vaporosa se posó en el aire, en la habitación casi vacía. Ella se desasió, lo besó, se acercó a un taburete de tijera y se animó al contacto del cuero tenso y curtido en su trasero. Empezó a vestirse.

El carnicero le pagó las dos monedas y aún la llamó “chiquilla”.

Cerró la puerta y se empezó a preparar él también para salir. El suelo estaba frío a pesar de la paja desperdigada. La cama y el taburete eran los únicos muebles. Las ventanas eran estrechas y el cielo no se abarcaba desde el triángulo que dibujaba la puertecilla de madera.

El comedor estaba despejado, algo oscuro y con trapos húmedos en el suelo. El carnicero se sintió a disgusto. Unas gallinas a medio desplumar se contoneaban a la luz lechosa y entre los reflejos de plata del agua en el suelo. Una de ellas picoteó el cuello de la otra. El carnicero pensó que la piel de las gallinas se parece a la de los tiñosos.

El posadero –cara ancha, nariz de rojo subido, manos serviles– le detuvo para pedirle el pago. Se sintió francamente a disgusto.

–¡Cómo, señor! Si le di dos monedas a la muchacha y ni siquiera me ha devuelto el cambio.

Todo se resolvió enseguida: llamaron a la muchacha, que no pudo esconder sus dos monedas y tuvo que entregarlas.

El carnicero salió al camino con el alma más ligera.

 

La mirada de Pieter Brueghel dejó de deambular por el paisaje al otro lado de la ventana. Empezó a pintar.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Irene Vallejo

19 de mayo de 2020

 

                   Escribir construyendo un cálido edificio en cuyas habitaciones reverbera una luz nunca usada ni vista en nuestro entorno es lo que viene haciendo desde siempre, desde que comenzó a fraguar su obra (poética,  narrativa y ensayística), toda ella gloriosa, José Manuel Caballero Bonald. Jamás renunció a escribir como si urdiera un tapiz enhebrado con palabras diamantinas, de ónice y ópalo, a veces de antracita,  que evocan ideas y emociones sugerentes de un modo genuino que solo él sabe pergeñar construyendo un hermoso discurso literario donde el lector sensible se recrea como si caminase dentro de un palacio o una catedral vestida por la luz.

                 Mientras que otros autores afamados y conocidos, o reconocidos, dejan de escribir o de publicar llegada cierta edad, Caballero Bonald viene ofreciendo estos años últimos libros de una calidad insoslayable en el campo de la prosa o la poesía, como, por ejemplo, su Desaprendizajes, donde el Premio Cervantes ofrece un manojo de poemas en los que destellan la ética y la estética, el compromiso social y el pensamiento, la belleza emotiva y la reflexión. Es curioso como el autor ha conseguido en los últimos tiempos dotar a su obra literaria, todo lo que escribe, de una pátina gozosa en la que se funde su ancestral sabiduría con una hondura poética esencial, tamizada por una hermosa rebeldía que se nos antoja limpia y juvenil. Aquí en este nuevo libro memorable, “Examen de ingenios”, de título acertado, el autor jerezano disecciona, hace recuento, traza y dibuja un mapa de almas y caracteres, de rostros y de nombres afamados y prestigiosos que su pluma afilada, ágil y cristalina, consigue dotar de un aliento intemporal no exento de melancolía, algunas veces, y otras, no obstante, de cálida ironía, de humor sutilísimo, e incluso de amargor. Dividido en breves capítulos o estancias, el libro en el fondo es un racimo de retratos, todos ellos agudísimos, espléndidos, diáfanos, de escritores, pintores, músicos o artistas que el autor ha tratado o conocido de algún modo a lo largo de su dilatada vida, ofreciendo un mosaico o una colmena bulliciosa de rostros y de nombres clásicos, esenciales en el transcurrir cultural del siglo XX, personajes sublimes algunos (Blas de Otero, Fernando Quiñones, José Hierro, Francisco Rabal, Antonio López o Paco Umbral), algunos más repelentes o engolados (Azorín, Castilla del Pino, Jesús Aguirre, Antonio Gala o Víctor García de la Concha), y algunos incluso entrañables (Ángel González, Pablo García Baena, Paco Brines o Emilio Lledó). Todos los retratos, no obstante, resplandecen como nubes de oro y azogue sobre un cielo literario y artístico donde, a veces, las estrellas aparentemente más mediáticas, de más fama y renombre, han sido dibujadas con un trazo sutil de brutal delicadeza en la que se bambolea, a pesar de todo, relampagueando en la estela del papel, un tono mordaz vestido de ironía que consigue al final la sonrisa del lector, como vemos aquí: “…te solicita un artículo como si se tratara de un mensaje transmitido por el correo del zar, cuidándose mucho de no levantar la voz para no alertar a los espías o suscitar ajenas intromisiones” (p. 445), dice Caballero Bonald refiriéndose a García de la Concha. Y unas líneas más adelante añade esto: “tiene ademanes de procónsul y una mirada traslúcida de ave de presa. Iba para obispo de una diócesis principal y se quedó en seglar con mando en plaza” (p. 446). Frases centelleantes, rotundas, como éstas se van salpicando de forma generosa, siempre con buen tino, a lo largo del volumen deleitando a quienes valoramos y admiramos el estilo incisivo, esbelto, rutilante del autor jerezano a la hora de esbozar o describir de forma magistral las características físicas y morales de cualquier personaje sea verdadero o de ficción, como ya ha demostrado en sus novelas y sus memorias.

                    Del centenar de figuras relevantes aquí dibujadas, podríamos destacar por la belleza emotiva del retrato, también literaria, aunque no resulta fácil debido al nivel prodigioso del conjunto, la del poeta Blas de Otero: “Era limpio de corazón y atormentado de alma. Sufrió depresiones acumulativas y felicidades frágiles, y esa alternancia bipolar de decaimientos y exaltaciones se convirtió en el nutriente de unas de las poesías más reales, surreales, interiorizadas, desveladoras, radiantes de la literatura española del siglo XX” (p. 186), o de Emilio Lledó: “Cuando se reía, que era muchas veces, te miraba con fijeza… La voz se le volvía entonces infantil y trémula y la continuidad argumental de su discurso se ramificaba de pronto en nuevas rutas dialécticas, preferentemente teñidas de una especie de pedagógico lirismo” (p. 384) En frases como éstas relumbra la ternura, la emoción y el afecto, incluso la delicadeza, de un modo elegante, sin excesos o desmesuras. Sin duda el lector que se adentre en este espacio tintado de nubes de oro y tenue azogue sentirá dentro de él, como si le traspasase, el melodioso susurro de una lluvia de palabras sutiles, fértiles, fragantes, y adjetivos no usados, teñidos por la pátina de un tono poético esbelto y seductor: pocos escriben en este país una prosa así, tan pulcra y celeste, tan tersa y elegante, como la de José Manuel Caballero Bonald. Por ello tal vez, aunque no solo por esto, quien se acerque a este libro y lo tenga entre sus dedos gozará de una insólita experiencia en el plano emotivo, pues percibirá de entrada, y lo seguirá sintiendo a cada instante, un dócil relampagueo de sensaciones, de palabras que vuelan  ágiles, gozosas, como esbeltos vencejos en mitad de una tormenta donde el viento -el lenguaje- nos sacude el interior: “Las gafas de Luis Rosales parecían sonreír con independencia del usuario” (p. 125). Frases tan sugerentes como ésta hilvanan un libro hermoso y diferente, una galería genuina de retratos y nombres ya eternos, imposible de olvidar, esculpida y trazada -nos atrevemos a decirlo- por un gran mago de las letras, el mejor prosista sin duda de este país.- ALEJANDRO LÓPEZ ANDRADA.         

 

 

José Manuel Caballero Bonald, Examen de ingenios, Barcelona, Seix Barral, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Alejandro López Andrada

La obra de Elias Canetti (1905-1994) está marcada por tres obsesiones centrales: la masa, el poder y la muerte. A las dos primeras dedicó la que consideraba su obra capital: Masa y poder. Y desde comienzos de la década de los cuarenta fue tomando apuntes para llevar a cabo su otro gran texto, el libro contra la muerte. Sin embargo, no llegó a acabarlo. Es más, ni siquiera lo empezó. Esto es lo curioso que resalta el escritor suizo Peter von Matt en su excelente postfacio: «Canetti nunca escribió la primera frase de su libro –señala–. Este mero hecho ya plantea un enigma. Durante décadas tuvo la mirada puesta en esa obra, escribió estenográficamente apunte tras apunte al respecto en sus pequeños blocs, utilizó cientos de lápices, pero nunca redactó la primera frase.» Quedaron, pues, un sinfín de ideas, aforismos, anotaciones y citas, todos destinados, en principio, a ese libro; con el paso del tiempo, varios fueron incluidos en La provincia del hombre (1973), por ejemplo, o luego en El corazón secreto del reloj (1987); otros permanecieron sin publicar, recogidos, de forma ora agrupada, ora dispersa, en el inmenso legado. Lo que hizo el editor alemán fue reunir esos apuntes, tanto los publicados como los inéditos, someterlos a una criba para evitar excesivas repeticiones y para respetar el rigor que caracteriza a la escritura del autor y darles una forma cronológica. Así pues, lo que el lector español tiene en las manos es una recopilación prolija y cabal de cuanto Elias Canetti escribió preparando ese gran libro que pensaba escribir contra la muerte. La edición española cuenta, además, con la colaboración de Ignacio Echevarría, una de las personas que mejor conoce la obra de Canetti en el mundo; él se encargó de revisar y de anotar el texto.

 

            Una y otra vez insistía Elias Canetti en su proyecto y en su programa. En 1943, por ejemplo, escribía: «Desde hace muchos años nada me ha inquietado ni colmado tanto como el pensamiento de la muerte. El objetivo serio y concreto, la meta declarada y explícita de mi vida es conseguir la inmortalidad para los hombres. Hubo un tiempo en el que quise prestar este objetivo al personaje central de una novela al que, para mis adentros, llamaba el “Enemigo de la Muerte”. Pero durante esta guerra me he dado cuenta de que es preciso expresar directamente y sin disfraces las convicciones de este tipo, que constituyen propiamente una religión. Por eso ahora voy anotando todo lo que guarda relación con la muerte tal y como quiero comunicárselo a los demás, y he dejado totalmente de lado al “Enemigo de la Muerte”. No pretendo decir con esto que las cosas vayan a quedar así; tal vez el personaje resucite en años venideros de manera distinta a como yo me lo había imaginado. En la novela debía fracasar en su desmesurada empresa; pero le estaba reservada una muerte honrosa: un meteoro iba a ser el encargado de liquidarlo. Quizá lo que más me moleste hoy sea el hecho de que tuviera que fracasar. No puede fracasar, no le está permitido. Si bien tampoco puedo dejar que triunfe mientras los hombres siguen muriendo por millones...» Y veinte años después anotaba: « ... mi actitud respecto a la muerte … la preocupación más importante de mi vida ...» La fuente del proyecto son tanto las experiencias personales como las sacudidas producidas por el presente político que le tocó vivir: ahí están la muerte repentina y prematura del padre, la muerte de la madre, luego la terrible guerra mundial, la campaña de exterminio de la población judía en Europa. Canetti estaba habitado por sus muertos.

 

            Se trata desde luego de una empresa singular, única, gigantesca: oponerse radicalmente a la muerte, combatirla sin descanso, conseguir que deje de existir. Él habla de un «odio a la muerte». «Nunca podrás hacer las paces con la muerte», escribía. Y añadía: «cualquier cosa menos morir». A pesar de lo insólito y radical de la empresa, esta arraiga en corrientes profundas del siglo XX. Está relacionada con el cambio que se produjo en la política del poder, el cual se traslada de uno centrado en la muerte a otro centrado en la vida. Canetti no es ajeno a ese proceso, si bien su visión es radicalmente personal (como lo es, por cierto, su concepto de la masa, la cual también fue profusamente estudiada en el siglo XX, por Le Bon, por Ortega, por Freud, por Reich y otros).

 

Con la nitidez deslumbrante de su escritura insiste él en la relación del poder con la muerte: «Un hombre tiene a gente a su alrededor para que se muera antes que él. ¿No es esa la esencia más profunda del poderoso?», apunta. Y: «La condena a muerte de todos al principio del Génesis contiene en el fondo cuanto puede decirse sobre el poder, y no hay nada que no se deduzca de ello.» Así, acercándose a nuestros días, describe a Sadam Hussein como ejemplo del poderoso, del «superviviente», de aquel que basa su poder en la muerte de los otros.

            Canetti es una pensador de la «vida», hace hincapié en el «carácter sagrado de cada vida». Un pensador moderno, emparentado en este sentido con Nietzsche, con quien no siempre coincide y a quien hasta a veces rechaza. Aun así, es afín a él también en su forma eruptiva de pensar, en su tendencia a la plasmación aforística del pensamiento.

            El libro contra la muerte está colmado de percepciones geniales: «A los alemanes, los seis millones de judíos asesinados les han impregnado el cuerpo y el alma; nunca más habrá un alemán que no sea también judío.» Y de reflexiones sobre otros escritores, como Thomas Bernhard, a quien consideró por un momento un discípulo, pero de quien luego se distanció, precisamente por su relación con la muerte. Canetti opinaba que Bernhard «cedía» en vez de oponerse a ella.

            Hemos señalado al comienzo que el hecho de que nunca llegara a empezar ese libro que era la obsesión de su vida resulta «curioso». Quizá no lo sea tanto; quizá el Gran Libro consista precisamente en esto: en una serie infinita de apuntes, cada uno de los cuales lo contiene Todo. Este es el caso de El libro contra la muerte de Elias Canetti.- ADAN KOVACSICS

 

 

 

Elias Canetti, El libro contra la muerte, traducción de Juan del Solar y Adan Kovacsics, Barcelona, Galaxia Gutenberg, 2017.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Adan Kovacsics

13 de mayo de 2020

El siglo XXI cargado de posibilidades multidisciplinares ofrece nuevas perspectivas en la narrativa hispanoamericana que, con diferentes puntos de vista, se acerca a conceptos tradicionales, evita la renuncia a la tradición, o se adapta a un presente con esa docilidad que posibilita una nuestra singular de los vicios en cualquiera de los ámbitos literarios; y si concretamos el espacio geográfico en México una generación nacida en los setenta acusa en sus textos un costumbrismo con visos de crítica, muestra una abulia formal, o un exceso de provincianismo, aunque voces disidentes orientan su literatura hacia tramas que reproducen atmósferas opresivas, situaciones de extrema violencia, odio y abominaciones que se concretan y fundamentan en el valor mismo de la palabra. Gerardo Sifuentes (1974), Luis Felipe Lomeli (1975) y Antonio Ortuño (1976), liderarían esa denominada “generación del apocalipsis mexicano”.

 

            Antonio Ortuño (Zapopan, Jalisco (México), 1976) ha publicado las colecciones de cuentos, El jardín japonés (2007), historias que recurren a la ironía, la violencia, la sátira y se cargan de melancolía como resultados de una estrategia narrativa que provocan un sentimiento aditivo en el lector. La Señora Rojo (2010) que se divide en dos apartados de una profundidad textual: “La carne”, ocho cuentos de variada extensión, y con un distanciamiento irónico donde la crueldad aflora por doquier;  y un segundo, “El mundo” de contenido más metafórico, incluso paranoico, bastante ambicioso; propone otros temas de ámbito americano: la represión, el nacionalismo, el heroísmo, o la Historia y sus maneras de ser abordada, en el mejor ejemplo de los regímenes totalitarios. Y la antología personal Agua corriente (2015), trece cuentos, muchos breves: historias sobre padres e hijos, matrimonios en declive, o acerca el mundo de la enfermedad. Crítica social y política, realismo frente a elementos fantásticos, en urbes reconocidas y espacios inciertos, como en un Oriente mítico. Y con cada cuento, Ortuño proporciona una sorpresa, e insiste con esa intención de renovarse con cada historia. La vaga ambición (2017), su última y cuarta entrega, ha obtenido el V Ribera del Duero. Una vez más, Ortuño demuestra que conoce y maneja el microcosmos de la condición humana y ambienta sus historias en escenarios controlados, donde la gravedad se manifiesta con mayor o menor intensidad, en un considerable abanico de grandezas y de miserias, de ilusiones o frustraciones que despiertan nuestro interés lector. La prosa de Ortuño transita por diversos registros, heredero de la corriente latinoamericana clásica, concreta su exploración en un contexto individual, y así concibe una proyección más universal, afirma su compromiso político e histórico, y resalta esa inequívoca identidad de una considerable responsabilidad. Completan su visión narrativa, el ejemplo de sus novelas, El buscador de cabezas (2006), Recursos humanos (Finalista Premio Herralde, 2007),  Ánima (2011), La fila india (2013), Blackboy (2014), Méjico (2015) y El rastro (2016).      

 

            La vitalidad que subyace en los cuentos que componen el volumen La vaga ambición desemboca en auténticas tragedias pese a la irónica visión que Ortuño presta a sus relatos porque el tono que el mejicano contempla en sus historias es de un finísimo humor negro, o de la sátira más descarnada porque la crueldad y la malicia están presentes en los seis cuentos que componen el volumen y esa innegable amargura que el narrador explota desde su misma infancia, “Un trago de aceite”, hasta que se convierte en un escritor cuarentón, actitud que compensa el microcosmos ensayado para constatar la suma de calamidades que conlleva el difícil oficio de escribir, según manifiesta su protagonista Arturo Murray. La creación del personaje le permite a Ortuño transcribir experiencias propias y hacer que estas complementen el significado literario de su vida, aunque en ocasiones se trate de lejanas y olvidadas anécdotas de verano, problemas familiares, o la mayor de las aversiones a la insensatez de toda una vida. Estos cuentos ofrecen una especie de ejercicio terapéutico que permite a su personaje principal sobrellevar las múltiples humillaciones que la sociedad le adjudica, sobre todo cuando el escritor pretende cierto renombre de un selecto club de destacados profesionales, o la petición del Ayuntamiento de su ciudad natal de nombrarle ciudadano notable, y la admiración de una actriz de un popular show nocturno; todo un listado de vanidades que un Murray “atrapado” constata como si el éxito literario conllevara el quebrantamiento de ese espíritu benefactor que siempre lo animaba a escribir. Y es así como su carrera literaria se convierte en un entramado de trampas y de equívocos.

 

            La cohesión de los cuentos, de una calculada extensión, conforma una sólida unidad que obliga a leer el libro en su conjunto, como capítulos aislados de una biografía doliente, auténticos apólogos de la formación de un escritor, o de su perseverancia para sobrevivir en el difícil mundo de la literatura, y constatan el rencor acumulado que lleva a la venganza, como en el relato “El caballero de los espejos”, con un final inmisericorde asociado al éxito literario y la posibilidad del desprecio; o como si el escritor fuese tildado de un auténtico títere en esas presentaciones, “El príncipe con mil enemigos”, donde Murray advierte que nadie de los presentes “tenían la menor idea de mi obra o de mi existencia” e, incluso, “el organizador compartía su ignorancia”. Antonio Ortuño ha sido capaz de diseccionar ese terrible mundo de los egos literarios, de soberbia y cinismo que acompaña al mundo de la creación literaria, porque su finalidad es constatar la ironía misma con esa mirada visceral que conlleva la suma de hábitos de los autores, sus fobias y sus manías que de la mano del mejicano se convierten en una observación tan tierna como demoledora. El mejor ejemplo, “La batalla de Hastings”, una historia sobre un autor saturado que enseña a escribir y parafrasea para sus alumnos las verdades y las mentiras de la literatura,  y se resume cuando al final del mismo les pide a sus alumnos que “mientan y engañen”, que “mientan más” porque, él mismo, después de tan extenuante sesión lo que hará es “sentarse, respirar hondamente, y mentir y mentir”.- Pedro M. DOMENE.

 

 

Antonio Ortuño, La vaga ambición, Madrid, Páginas de Espuma, 2017.  V Premio Ribera del Duero.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

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