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“Así como el Relámpago a los Niños explicamos / con esmerada delicadeza, / la Verdad debe deslumbrar poco a poco / o a todo hombre dejará ciego”. Estos versos de Emily Dickinson son la cita que utiliza David Trueba como arranque de Blitz, su última novela. La corta y expresiva palabra (relámpago en alemán) sirve al escritor para nombrar esos fogonazos, deslumbramientos, que llegan a la vida de repente, por sorpresa, y que son capaces de cambiarlo todo. Escritor, guionista, cineasta, articulista, Trueba es un hombre atento siempre a esos destellos imprevistos. La curiosidad permanente, la capacidad de observación, la inquietud, son rasgos de su carácter.

 

Siempre dispuesto al diálogo, despierto, amigable y abierto, no cuesta nada imaginarlo de niño en una casa en la que entraba y salía gente constantemente. Ser el más pequeño de una familia numerosa, algo a lo que siempre se refiere, ha sido una de las circunstancias que le han hecho ser como es, uno de esos pilares sólidos sobre los que se ha levantado su construcción vital. “Mis recuerdos de infancia son caóticos, pero felices: Muchos hermanos, mucha gente en casa, siempre agitación, excitación y el enorme cariño de mis padres, que eran gente sin estudios ni cultura, pero llenos de intuición. Al ser el pequeño recuerdo una enorme libertad y autonomía desde muy temprano, podía hacer lo que me diera la gana sin que se metieran demasiado en mi vida, estaban ya demasiado cansados tras haber criado a otros siete hermanos”, comenta. Y es ahí, en esas imágenes, en ese certero autorretrato, en palabras como “libertad” y “autonomía”, donde nos acercamos al hombre que no se arredra, que va tras aquello que desea con naturalidad, sin temer no llegar a alcanzarlo.

 

Haber tenido como antecesor en los caminos del cine, a uno de sus hermanos, Fernando Trueba, así como haber tenido la oportunidad de conocer a interesantísimos personajes del mundo de la cultura, a los que ha tratado con familiaridad desde siempre, es otro de sus privilegios, un privilegio que ha conformado su sensibilidad y ha ampliado su mirada sobre las cosas. “Suelo tener interés en casi toda la gente que he conocido, desde actores mayores como Paco Rabal, Fernán Gómez, Luis Cuenca, que han sido mis amigos, hasta gente como Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Manuel Vicent, Rafael Azcona, y por supuesto, cualquier persona con la que haya trabajado”, asegura. Ahora, al repasar sus declaraciones, pienso que, en algún momento, mientras mantuvimos esta conversación [en el café-librería La Buena Vida, en Madrid, propiedad de otro de los hermanos Trueba], visualicé al autor de Saber perder en una conversación permanente: con unos y con otros, consigo mismo, con el mundo...

 

“Pasar dos horas con Billy Wilder, cuando estudiaba en Los Ángeles, cambió mucho mi percepción del cine y de la actitud que era imprescindible para reconocer a alguien como genio: su curiosidad, su modestia, su sentido del humor. Hasta entonces creía que los genios tenían que ser algo malditos, herméticos e intensos. Billy Wilder me enseñó que cuando se tiene talento, es una obligación ser generoso y abierto, modesto y accesible”, vuelvo a sus declaraciones porque en ellas, en ese elogio de Wilder, en sus enseñanzas, hay mucho de él mismo: del niño que aprende, que absorbe; del joven que ya ha cumplido 45 años y sigue aprendiendo, saludando, queriendo saber de los demás.

 

David Trueba habla y piensa con rapidez y parece que está siempre a punto de marcharse de viaje. El día del encuentro, de hecho, tenía que coger un tren rumbo a Barcelona. Tal vez fue ese dato y los muchos correos cruzados con él antes de concretar la cita, correos que me lo situaban en distintos países, de gira permanente, lo que contribuyó a fijar en mí la idea de un hombre siempre en movimiento. Sin embargo, durante la charla, su elogio de la lentitud, de la calma, de los relojes de arena, tan esenciales en Blitz, me llevaron a variar un poco la impresión. David Trueba es de esas personas que disfrutan moviéndose, pero que añoran detenerse, que, pese a llevar un ritmo intenso de vida, no dejan de reflexionar sobre todo, de observar los pequeños detalles, de percibir esos fogonazos que anuncian los cambios de ritmo y de rumbo.

 

- Empecemos por los versos de Emily Dickinson que has elegido para la apertura de Blitz. “(...) La verdad debe deslumbrar poco a poco / o a todo hombre dejará ciego” ¿Por qué esos versos?

 

- Porque creo que expresan magníficamente en qué consiste la vida, sobre todo para las personas inteligentes, capaces de preguntarse: ¿cómo refrenar la amargura si conoces la verdad? Emily Dickinson se refiere a la verdad con mayúsculas. Todos conocemos el proceso, la evolución, los parámetros y el destino final de la vida. Estamos expuestos a las sorpresas que nos depara el camino, pero sabemos que donde no hay sorpresas es en sus tramos. Lo que dice el poema es que esa verdad que conocemos nos tiene que ir siendo revelada poco a poco, porque si no su impacto puede ser brutal. Y yo creo que esa revelación nos va llegando a través de destellos. En el fondo es como un viaje aplazado constantemente hacia esa verdad; por un lado nos engañamos, por el otro nos sujetamos, no nos dejamos caer... Emily Dickinson nos habla de que al final la vida nos propone un trato; que lleguemos a disfrutarla sabiendo en qué consiste; que lleguemos a vivirla en plenitud, sabiendo que esa plenitud se nos acabará escurriendo entre los dedos. Ahí está la gran apuesta. Por eso me niego a aceptar lo que tantas veces se dice de que no se puede ser inteligente y optimista a la vez, de que no se puede saber sin estar amargado. Yo me peleo con esta especie de interpretación de la inteligencia como una condena, porque por esa regla de tres ser tonto, no hacerse preguntas, sería más satisfactorio. Lo importante es encontrar el equilibrio. Una persona puede hacerse preguntas, puede buscar, sin que eso le lleve a la desesperación. Los versos de Emily Dickinson, una vez más, como en toda la gran poesía, son capaces de contar en cuatro brochazos más que lo que quisiéramos encontrar en una obra entera de filosofía.

 

- Hablas de relámpagos, de destellos, de iluminaciones... Todo esto tienen mucho que ver con tu última novela.

 

- Sí, pero más allá del significado intelectual, religioso, que estos términos pueden tener, yo los aplico a la vida cotidiana, porque la vida se compone muchas veces de pequeños flashes, relámpagos, instantes en que te sucede algo esencial. Se suele decir que al morir se ven las cosas pasar a gran velocidad, pero yo creo que eso es mentira, porque lo que se debe ver son esos destellos, esos momentos que los americanos denominan highlights, altas luces. Nuestra vida al final es eso: las altas luces, que unas veces son de amargura y otras veces son de euforia. El conjunto de todas ellas, asentado sobre una masa bastante espesa y olvidable, es lo que queda.

 

- Volviendo a Emily Dickinson. ¿La has leído mucho?

 

- Sí. Me gusta y la he leído mucho. Siempre me he sentido atraído por poetas que tienen un componente casi filosófico, porque son una lección de síntesis, de observación, y porque resultan muy útiles para encontrar cosas que uno no sabe ni sentir. A veces he pensado que la poesía, la filosofía, la ficción en general, el cine, la música, nos enseñan a sentir, a poner palabras a lo que sentimos. ¿Quién nos ha dicho que nosotros conocemos los sentimientos? Los conocemos a través de su representación y es al verlos representados, al leerlos, cuando nos reconocemos en ellos. Eso es lo que nos acerca o nos aleja de los personajes, lo que nos hace entenderlos y lo que puede, en muchas ocasiones, ayudarnos a sobrevivir. Yo siempre digo que son remedios contra la soledad. Una persona que está triste, va a su casa y se pone a escuchar la canción más triste del mundo. No está buscando un consuelo; no trata de olvidar o de encontrar una medicina para pasar el mal rato. Lo que está buscando es mucho más interesante que todo eso. Lo que está buscando es compañía, alguien que comparta ese sentimiento porque lo ha experimentado antes. La idea de compañía, no de evasión, asociada a la ficción, a mí, como persona que se ocupa de estas cosas, me interesa bastante.

 

- Por eso no deja de ser curioso, contradictorio, que la cultura se considere cada vez más como algo inútil, de lo que se puede prescindir.

 

- Yo creo que la pregunta que hay que formularse es: ¿Útil para qué? Seguramente no será útil para ganar dinero en Bolsa o para colocar a tu hijo en un buen trabajo, pero sí para sobrevivir, para atravesar la vida; que no todo es ganar dinero en Bolsa o tener un buen trabajo. Hay infinitas cosas más. Lo que ocurre es que la palabra útil se la han apropiado con respecto a la vida unos señores que son narcotraficantes, vendedores de pastillas; ya sean pastillas de autoayuda, económicas o políticas. Pero la utilidad está justo, exactamente, en la acera opuesta por la que transitan esos mercaderes. Tenemos que mirar desde ese lado opuesto, donde las cosas no se miden en función del parámetro que ellos han puesto, sino a partir del principio que asocia la vida a una larga experiencia, con sus trechos de edad, con sus decepciones y sus momentos de euforia. Se trata de asociar lo útil a lo que ayuda al  armazón de la persona. Lo contrario, la medida de los logros materiales, externos, tan de nuestra sociedad, le está haciendo la vida muy cuesta arriba a muchísimas personas y es una causa profunda de desapego y, sobre todo, de depresión y de frustración. Ahora mismo, pese a las dificultades, a los problemas económicos, vivimos en el mejor mundo de la historia de la humanidad y, sin embargo, es un mundo que causa infelicidad. ¿Por qué? No es culpa de la inteligencia, sino de la inteligencia mal aplicada.

 

- ¿Crees que la cultura puede convertirse en un campo de batalla? ¿Debemos reivindicar la utilidad de lo inútil, como dice el profesor italiano Nuccio Ordine?

 

- Bueno, tenemos que partir del hecho de que la cultura no es ajena a la mercantilización. Pero dicho esto, es evidente que la cultura es mucho más que las expresiones culturales y las industrias culturales. La cultura es todo lo que no es piel en una persona, todo lo que está dentro,  asentado en su experiencia emocional. Y esa experiencia está relacionada, a través de la mirada, del sentimiento, con la creación artística en todas sus vertientes. Ahí, evidentemente, claro que la cultura tiene que dar la batalla siempre. No es una batalla política sino una batalla humana. El humanismo, la sensación de la medida humana sobre las cosas, ha estado muy desprestigiado en las últimas décadas. Y eso ha hecho mucho daño, porque finalmente lo que se ha desterrado es el entendernos a nosotros como una constante, como un experiencia que va pasando de unos a otros y se va transformando a través de nuevas miradas y vivencias. En ese sentido, también pienso que la cultura ha perdido la batalla. En un momento dado se ha dejado tentar por el mundo del dinero, por la contabilización mercantil, por esa especie de parámetro deportivo según el cual lo que importa es ser el más vendido, el primero, el mejor, el número uno, el premio tal o cual. ¿De verdad vamos a caer en eso? ¿De verdad vamos a dejar que el suplemento cultural de un periódico o de una radio oscile en torno a los premios, a la recaudación, a las ventas?

 

- ¿Qué respuestas das tú a todas estas cuestiones?

 

-  Yo creo que debemos revelarnos contra eso y seguir hablando de lo que de verdad es interesante, de lo que de verdad aporta. Al decir esto no quiero dar la impresión de ser partidario de estar al margen del mercado y de pensar que sólo así se logra el prestigio. Creo que el mercado forma parte de la humanidad y que, por lo tanto, debemos estudiarlo y analizar por qué pasan determinadas cosas. No hay que despreciarlo, pero tampoco verlo como la clave de todo. Respecto a la utilidad de lo inútil de la que habla Ordine, pienso en un pasaje muy bonito que hay en El rey Lear, de Shakespeare. Se trata de un momento de desesperación del rey, cuando ve que sus hijas se han apropiado de su reino antes de que él muera y se da cuenta de que ya lo quieren matar. En ese momento él piensa que le están quitando las cosas inútiles. Llega a decir algo así como que “hasta el mendigo más pobre lleva en su bolsa cosas inútiles, porque son imprescindibles”. Es muy bello.

 

- En Blitz la reflexión sobre el tiempo es fundamental. La imagen de los relojes de arena, que forman parte del proyecto de parque que presenta  el protagonista [de profesión paisajista] es muy significativa. ¿Hasta qué punto te interesaba hacer hincapié en la incapacidad para detenernos, tan propia de los habitantes de las urbes modernas?

 

- Pienso que la observación es el gran lujo ahora mismo. El jacuzzi y las vacaciones en lugares exóticos están bien, pero hay otros lujos que la gente no se permite, por ejemplo, el lujo de disponer de su propio tiempo, el de pararse a decir: “soy dueño de mi tiempo” o “estoy ocupando el tiempo”, que es algo diferente a lo que entendemos por disfrutarlo. Ahí es donde, a lo mejor, los ricos y los pobres se confundirían. Mi protagonista lo que quiere hacer es una especie de jardín del tiempo. Le ha dado vueltas al asunto y se ha dado cuenta de que un reloj de arena es uno de esos inventos para visualizar lo invisible que tanto nos fascinan. El tiempo, la medida del tiempo, va unida al desarrollo intelectual del Renacimiento, cuando la gente se empezó a hacer preguntas sobre el hombre y, de repente, se dio cuenta de que el hombre sin entender el tiempo no tenía ningún sentido. Lo que nos explica realmente es nuestra pelea con el tiempo: cómo vencerlo, cómo vivirlo intensamente, cómo aceptarlo... Y eso es lo que al personaje, que acaba de cumplir 30 años, le perturba. Por primera vez en su vida empieza a pensar en el tiempo. Hasta entonces, como los niños, ha estado devorándolo, sin preguntarse sobre él, pero ahora toma conciencia de su importancia y, a través del jardín que proyecta, quiere que un reloj de arena les recuerde a los paseantes lo largos que pueden ser tres minutos cuando te dedicas a observarlos. Todo esto  tiene mucho que ver con los momentos de la vida, con el lugar donde nos colocamos para mirar las cosas.

 

- Hay un pasaje de la novela donde leemos: “La agitación es solo una forma de rellenar el verdadero vacío”. ¿Crees que la prisa, la agitación constante, es uno de los grandes males de nuestra sociedad?

 

- La sensación de que el tiempo va muy deprisa y no somos capaces de alcanzarlo es una angustia inducida por nuestra sociedad, donde la gente a los 10 años ya está angustiada. ¿Cómo lo han logrado? ¿Cómo han conseguido que un deportista joven ya sienta que se le ha pasado el tren o que una persona que se separa con 40 años considere que ha perdido los mejores años de su vida? ¿Por qué? Parémonos a mirar la vida otra vez. Todas estas reflexiones están en el punto de partida de Blitz.

Es como si en la sociedad actual hubiera un problema de métrica, como si pudiéramos imaginar que hay un metrónomo vital y éste se hubiera acelerado. Lo primero que tiene que hacer un músico cuando compone una canción es comprobar que el metrónomo está ajustado al ritmo que él desea. Lo increíble es que nosotros no manejemos el metrónomo de nuestra vida y toquemos al ritmo que los demás quieren que toquemos. Eso produce una enorme angustia, la angustia de llegar siempre tarde; la angustia de no tener tiempo para hacer las cosas. Solemos escuchar: “Si tuviera otra vida haría esto o lo otro”; “si pudiera volver atrás estudiaría guitarra...” Bueno, para tocarla bien, probablemente habría que empezar de niño, pero para disfrutarla... A lo mejor no es tan difícil. La angustia es un fenómeno social evidente, por el cual muchísimas personas sienten que la vida se les escapa entre los dedos cuando todavía está en su plenitud.

 

- ¿Cuál es tu relación con el tiempo? ¿No sientes esa angustia?

 

-  Yo soy una persona que intenta aprovechar mucho el tiempo, pero para preservarlo, sabiendo que de vez en cuando hay que perderlo. Hay que perder el tiempo. Lo que sucede es que eso se ve como algo negativo, se asocia al aburrimiento. Es como si hubiera que tener atracciones externas todo el rato.

 

- “Vivimos en el mundo de la conexión permanente”, es otra de las frases de la novela, donde también se plantea, en tono de humor, que acabará habiendo clínicas de desintoxicación para tratar la obsesión de los móviles. Parece lejano, pero ya hay muchos psicólogos tratando esta adicción.

 

- Tiene que ver con lo que hablábamos del tiempo. El teléfono móvil ha provocado tales prisas que la gente, aunque no la llamen, está mirándolo todo el rato para ver si hay mensajes nuevos. Es el ejemplo más absurdo de la angustia. Es una forma nueva de esclavitud, un elemento de inmediatez que hace que cuando se producen cinco minutos sin nada se percibe un vacío. Y el vacío no existe. Es imposible físicamente en nuestras vidas que haya vacío, siempre hay algo. Uno de los personajes de la novela dice que el teléfono móvil le produce la misma perturbación que el tabaco, en el sentido de que en un momento dado nadie lo cuestiona, porque incluso forma parte de la estética, y 50 años después puede ser prohibido. El caso es que el ser humano no escarmienta y consigue que las modas se impongan una y otra vez sobre él y sobre su salud, sabiendo que lo que hoy no es dañino lo puede ser en el futuro. Ahora sucede con las mal llamadas nuevas tecnologías. ¿Cómo no somos capaces todavía de distinguir entre lo que tienen de natural en el desarrollo de nuestra forma de vivir y lo que tienen de tendencia, de moda, y por lo tanto de esclavitud económica a la que estamos sometidos para hacer ricos a unos señores a los que hay que adorar, a la altura de Einstein?

 

- La observación de las costumbres, el humor y la reflexión se aúnan en tus novelas. Es una de las características del David Trueba escritor. Leyendo Blitz no pude evitar que algo me recordase a Milan Kundera y su última obra, La fiesta de la insignificancia, donde reivindica el humor y vuelve a poner de manifiesto su capacidad para interpretar los cambios en las modas, los gestos y usos de la gente. ¿Qué te parece? ¿Te identificas algo con él?

 

- Siempre trato de reprimir muchísimas observaciones sobre la vida, para que no se noten demasiado en la novela. Quizá sea un poco el pudor del articulista de prensa que intenta que esa faceta no entre en sus ficciones. Sin embargo, cuando leo a los autores que más me gustan, entre los que se encuentra Kundera, sus libros están llenos de observaciones. La novela permite una reflexión más profunda y permite mostrar que los personajes están habitados por su lugar en el mundo, que es desde el que se enfrentan a las cosas de su tiempo. Cuando leí La fiesta de la insignificancia me hizo mucha ilusión la argumentación sobre el ombligo y la presencia que el ombligo tenía en nuestra sociedad, porque una vez escribí un artículo sobre eso, a partir de un comentario que había hecho mi padre al volver a casa. “Pero, hijo, qué está pasando, por qué va todo el mundo enseñando el ombligo”, me dijo. Y yo me di cuenta de cuánta razón tenía, de que enseñar el ombligo se había convertido en una moda femenina, provocativa y al mismo tiempo muy interesante. A Kundera le había pasado lo mismo que a mi padre, que era todo lo contrario que él, un hombre nada intelectual ni reflexivo. La verdad es que se trata de un escritor que siempre me ha interesado. Ha sido capaz de no abandonar nunca del todo el humor, pese a su trascendencia bestial, y nunca ha rechazado lo convencional de la novela: crear unos personajes, seguir sus tramas, los destellos de sus vidas... Todos esos elementos los ha dispuesto muy bien. Ahora ya no es un autor de moda. Lo fue, con demasía tal vez, en los años 80, pero a mí me ha gustado leerlo siempre. Los testamentos traicionados es el libro que probablemente más he regalado. Para mí es uno de los ensayos más inteligentes sobre el arte en el siglo XX.

 

- En su obra también ha reflexionado mucho sobre la importancia de la imagen, de la fotografía, de los medios audiovisuales.

 

- Sí.  Fue alguien que quiso ser director de cine y eso resulta clave a la hora de leer su obra. Formó parte de una generación muy importante cinematográficamente y Milos Forman es uno de sus íntimos amigos. Kundera ha sabido mirar a su época desde sus distintas edades. No se ha peleado contra el proceso del tiempo. Hay una cosa que a mí siempre me ha sorprendido: que la gente esté reñida con el tiempo que le ha tocado vivir. Eso Woody Allen lo parodia muy bien en Medianoche en París. Pensar que todo fue mejor dos generaciones antes es muy habitual y en la película vemos cómo el protagonista sueña con la Francia de Hemingway y Scott Fitzgerald, mientras que los que estaban ahí soñaban con un tiempo anterior. Siempre he creído que pelearnos con nuestro tiempo es una batalla perdida. Lo que hay que hacer es observar y preguntarse el porqué de las cosas: por qué se enseña el ombligo, por qué necesitamos mirar el móvil todo el rato o colgar fotos en las redes constantemente. Si sabemos observar con un poco de generosidad podemos aprender muchísimas cosas de los comportamientos. No me gustan los escritores que tratan a los otros simplemente como imbéciles, que se sitúan en esa posición y consideran que sólo ellos son los inteligentes. Eso no quiere decir que no haya que ser críticos. Se trata de entender y de criticar, por supuesto, lo que consideramos erróneo. La literatura nos sirve para retratar el mundo en el que vivimos y para proponer otro mundo posible dentro de ese mundo. No podemos decir a la gente que coja una máquina del tiempo y se traslade, pero sí podemos ayudarla a reflexionar sobre el mundo en el que vive con sus inconsistencias. Suelen decirme que en mis libros y en mis películas siempre salen personajes que, de alguna manera, viven en un entorno particular, y yo les digo que esa es mi reivindicación desde niño. Hay un mundo y dentro de ese mundo está el nuestro. No digo que cada uno de nosotros tengamos la potencia de Dios para crear un universo entero, pero sí que somos reyes del nuestro y podemos decidir cómo queremos que sea y qué cosas y personas deseamos que entren. Esa capacidad tenemos que aprovecharla.

 

- Aparte de Kundera, ¿qué otros autores te gustan, han sido fundamentales para ti?

 

- Muchísimos: Chéjov, Turguéniev,Tolstoi, Diderot, Stendhal, Montaigne, Nabokov, Scott Fitzgerald, Hrabal, Philip Roth, Joseph Roth, Faulkner, Simenon, Kaufman, Ring Lardner... Y más cercanos: Baroja, Pla, Cabrera Infante, Azcona... Y más próximos generacionalmente: Ignacio Martínez de Pisón, Félix Romeo, Ismael Grasa, Javier Cercas, Enrique Vila-Matas, Pedro Zarraluki y Marcos Giralt Torrente, entre otros.

 

- ¿Qué te ofrece el cine que no te de la literatura y viceversa? ¿Cómo conviven ambos territorios?

 

- El cine es de una potencia expresiva muy grande. El efecto que genera en el espectador es muy primario, envidiable, como el de la música. La literatura apela a una lectura más íntima. Ambas labores son muy distintas en su efecto, pero trato de acercar la escritura de una y otra a esa experiencia de comunicación personal que tanto me interesa.

 

- ¿Qué efecto te gusta conseguir en quienes leen tus libros o ven tus películas?

 

- A mí me gusta mucho que cuando alguien lee un libro mío no mire al mundo de la misma manera, al menos durante las semanas siguientes. En ese sentido juego mucho con la verosimilitud, pero también me interesa mostrar que las personas pueden hacer algo rechazable, incluso expresarse de manera rechazable, sin ser horribles por ello. Comprender esto significa ampliar la capacidad de aceptación que uno puede tener sobre los demás. Creo que enseñar a las personas a ser más tolerantes, a no juzgar tanto desde fuera, es una función muy importante que ha desempeñado la ficción a lo largo del tiempo. La literatura nos muestra la complejidad y nos ayuda a no caer en esta cosa tan habitual de considerar que los futbolistas son todos así; los aficionados al fútbol son todos así, los políticos son todos así... ¡Cuidado! Si rascamos nos podemos encontrar con personas mucho más cercanas a nosotros mismos de lo que creemos. Y eso nos puede producir un vuelco vital, porque es muy impactante comprobar lo mucho que nos parecemos a aquellos que considerábamos tan diferentes. Por más que la religión lo haya intentado han sido los buenos novelistas los que han conseguido transmitir todo esto maravillosamente. Ahí tienen mucho que ver los prejuicios, las apariencias. Yo recuerdo que cuando escribí Saber perder me interesaba que Silvia, el personaje de la protagonista, fuera una representante natural de las chicas de 16 años, pero que también fuera un caso especial de esa franja de edad, porque yo lo que quería era indagar en lo que se puede estar escondiendo en una chica de 16 años que en apariencia no lee; que en apariencia está fascinada por un chico guapo, atractivo y famoso; que en apariencia es una estudiante mediocre y una hija con una cierta dificultad para comentar con sus padres y con las personas mayores lo que le pasa. En apariencia es muchas cosas, pero lo que yo me propuse fue mirar por debajo de todas esas apariencias, sacar a la luz esa parte oculta que es donde a veces nos encontramos sorpresas.

 

- Hablábamos del tiempo. La literatura, la lectura, la escritura, sí que son maneras de parar el tiempo. Cuando estamos leyendo o escribiendo sí que nos desconectamos. ¿No crees que ahora mismo la literatura es un espacio de rebeldía contra las tiranías del tiempo, contra la aceleración?

 

- Indudablemente. Leer bien es una labor lenta, que exige sacrificio, abstracción, que requiere preservarse del mundo exterior para poder disfrutar. Curiosamente, cuando la gente me dice si no me da miedo dedicarme a una cosa antigua, arcaica, como es la literatura, siempre contesto: es arcaica, pero al mismo tiempo es la más moderna, porque una de sus virtudes es el desafío, el desafiar continuamente a su tiempo. Es muy similar a sentarse a ver una película en la calma compartida del cine. Es una cosa antigua y a la vez la más moderna del mundo. Me da la impresión de que los que tienen dudas respecto a esto, los que consideran que tal vez se trate de cosas del pasado, que se acabarán quedando atrás, están equivocados. Van a seguir formando parte de la vida cotidiana porque está comprobado que necesitamos las historias, las ficciones. Son necesarias para la plenitud de la vida y siempre vamos a buscar todo aquello que nos proporcione esa plenitud. Hay muchas cosas nuevas que se van incorporando, pero eso no significa que se abandonen las otras. Puede que al decir esto contradiga ciertos datos, pero yo creo que ahora la gente, dejando aparte a los jóvenes, que aún están por formar, lee más que nunca. En el año 1950, por ejemplo, se publicaba un libro de Faulkner y se vendían muy pocos ejemplares, mientras que hoy de autores como Coetzee o Sebald, representantes de ese mismo tipo de literatura, se vende cuatro veces más. Hay cuatro veces más lectores abiertos a esas obras. Por eso no hay que tirar la toalla.

 

- Da la impresión de que en cada una de tus novelas has ido dando cuenta de las preocupaciones y de las reflexiones asociadas a cada una de tus etapas vitales. Has hablado de la adolescencia, de la juventud... Ahora, en Blitz, partes de un momento de crisis, de cambio, en la vida. El protagonista está en una posición en la que tiene la juventud cerca, pero ya entra de lleno en la madurez y empieza a percibir que la vejez no es un horizonte tan lejano. ¿Atraviesas un momento de especial lucidez?

 

- Es curiosa esta pregunta porque recuerdo que cuando empecé a hacer películas, que fue antes de mi primera novela, pensé: es muy difícil tener 20 años y empezar a escribir para una industria como el cine y no caer en lo que en ese momento tiene éxito, en lo que te reclama ese mercado, esa industria, porque se supone que va a funcionar. Sabía que ese peligro era muy difícil de evitar porque uno es presa del propio oficio e intenta llegar a la gente, decir cosas que interesen y que se consuman. Fue ahí cuando decidí optar por un camino en el cual la única seña que podía dejar era intentar que lo que hacía –mis películas, mis guiones, mis novelas– formasen parte de un álbum, un álbum parecido al que tenían nuestras madres en casa. Ese álbum que de vez en cuando miramos y donde, al vernos en la foto de los 12 años, nos gustaría haber salido más favorecidos, incluso haber sido distintos. Nos gustaría que esa imagen representara mejor lo que teníamos por dentro, pero, sin embargo, no podemos despegarla del álbum y arrancarla porque representa lo que fuimos, lo que somos. En mis novelas he intentado siempre que, aparte de contar lo que quiero contar, aparte de que estén lo mejor elaboradas posible en forma y fondo, sean como fotos de ese álbum, historias que yo no puedo escribir ahora porque las escribí hace 20 años. Es el hecho de no poderlas hacer en otro momento distinto lo que les da el valor. A muchos escritores les importuna leer sus libros antiguos y no corregirlos. Es algo entendible. Están pensando en la consagración, en ser recordados por la historia de la literatura, y tienen miedo a que se detecten los errores del pasado, pero yo tengo una perspectiva sobre mí mismo bastante más humilde, en el sentido de que a lo único a que aspiro es a sentir que mis libros, me agraden más o menos con el paso de los años, me representen claramente en cada uno de los momentos en los que los escribí.

 

- Si hay un elemento clave en todas tus novelas es la presencia de la familia. Desde tu debut con Abierto toda la noche, la familia, en mayor o menor medida, siempre aparece.

 

- Sí. Es fundamental. La familia me parece novelesca en sí misma. Para poder contar el mundo lo más fácil es reducir la realidad, extraer una pequeña porción de la misma, un pequeño gesto. Y la familia es esa porción que nos da la idea del mundo. En mi caso, además, tiene una importancia fundamental porque me he criado en una familia numerosa, hoy totalmente extinguida como forma de vida. Me encuentro con personas que al volver de sus viajes por África o Latinoamérica dicen sentirse sorprendidos tras ver lo feliz que es la gente pese a la pobreza o la escasez. Yo les digo: viajad a una familia numerosa en los años 60 o 70 y os encontraréis con esa misma felicidad, porque todavía no habían cerrado la casa, porque aún estaba abierta y entraba y salía gente todo el rato: los amigos de los padres, de los hermanos... Cerrar el mundo ha sido un error. Encerrar a la gente en núcleos familiares muy pequeños, en una vida demasiado privada, hace que los niños crezcan con poca exposición a las rarezas del mundo. Por eso pueden tener ventaja los niños que vienen de fuera, que vienen de condiciones menos favorables. En su contra está la falta de dinero, el no pertenecer a clases dominantes, pero a su favor tienen que la calle es suya. Y el que domina la calle cuando tiene 10 años, domina el mundo cuando tiene 40.

 

-  En Blitz hay una reivindicación del paso del tiempo, de las arrugas, de la imperfección. No puedo evitar pensar en aquel anuncio de moda tan acertado de “la arruga es bella”. Lo mismo, aplicado al cuerpo humano, está en tu novela: Aceptemos las arrugas, llevemos con dignidad los deterioros. Menos plástico, menos cirugías. Ese es el mensaje que se transmite.

 

-  Sí. Ese es uno de los grandes asuntos de la novela. En el fondo lo que hay es una reflexión sobre qué es lo que piensan los demás y qué es lo que piensas tú. De hecho, para mí la escena más importante es cuando el protagonista, después de haber tenido una relación sexual con una mujer mayor, se siente avergonzado del que dirán, adopta ese qué dirán como propio y lo ejecuta de una manera salvaje con un amigo suyo a través de una conversación telefónica. Ese tipo de escenas que buscan violentar al que lee me gustan mucho. A los lectores no les podemos exponer todo el rato a la caricia; tenemos que exponerlos a la verdad a través de las acciones de los personajes. Y esto genera de inmediato un cortocircuito, un rechazo del personaje, pero es que el personaje también se cae mal a sí mismo. En este caso se trata de entender que lo que está haciendo es ejecutar el qué dirán, los prejuicios de la sociedad, como propios. Por ejemplo, tenemos la belleza. ¿Qué es la belleza?. Una cosa es la belleza externa que apreciamos, que tiene unos valores y unos elementos cercanos a su representación artística. Pero la belleza que encontramos en nuestras vidas, en la proximidad, en la intimidad, está compuesta de muchos más elementos. No puede ser que nos dicten desde el exterior, desde una revista, cómo tienen que ser los culos, cómo tienen que ser las tetas, las dentaduras, los besos, la forma de vida... Hay un momento en el que tenemos que rebelarnos contra todos esos dictados de la moda, porque a lo único a lo que nos abocan es a la frustración. Como yo no puedo conseguir eso porque no lo tengo; como mi pareja no puede conseguir eso, entonces no podemos mirarnos, no podemos amarnos, no podemos acariciarnos porque al hacerlo no estamos acariciando algo bello. Hay otro momento muy especial en el libro, que confieso tiene que ver con mi propia experiencia sensorial, en el que el personaje tiene en sus manos un pecho aparentemente perfecto, operado, pero al palparlo recuerda de pronto ese otro pecho que, de alguna manera, le había avergonzado en esa relación anterior porque era imperfecto, porque estaba mórbido, caído. Lo añora porque era auténtico. El no poder asociar la belleza a la biografía de una persona es condenarnos al suicidio, porque la belleza está en el proceso.

 

- Es curioso que no hablemos más de todos estos temas, que tanta gente asuma, con absoluta facilidad, los dictámenes de la publicidad, de las idílicas, irreales, revistas de moda.

 

-  Así es. Yo creo que ante todo esto debemos formularnos la pregunta: ¿La degradación nos roba toda la belleza o nos deja algo de belleza transformada? Ahí está uno de los grandes temas de este momento que vivimos. A mí me gustaría saber cómo tenemos que actuar, cómo tenemos que condicionar nuestra vida en función de esa belleza impostada que nos están vendiendo las revistas femeninas. Por supuesto que, antes que nada, están los ideales clásicos. Con esos ideales podemos convivir, pero no con una revista que a una mujer de 40 años le borra las arrugas en la portada porque si no no puede ser portada. Con eso no debemos convivir, tenemos que estar en guerra porque su influencia social es nefasta. Se trata de un veneno social. Necesitamos que esa tendencia se transforme para poder ser felices. Y todo esto lo digo sabiendo que tampoco podemos ser ajenos a lo que es la belleza, a la atracción por la belleza. Ahí es donde está el conflicto que me interesa: el conflicto de envejecer, el conflicto de la decrepitud, de la decadencia física. ¿Qué hacemos; la vamos a combatir sólo en el gimnasio o la vamos a combatir de otra manera, con otra manera de mirar, de vivir nuestra vida?

 

- Son preguntas que revuelven, que ponen en entredicho muchas cosas.

 

-  Sí. Todo eso es lo que me parece provocativo del libro. Dice mucho que el protagonista tenga entre las manos las dos pieles y decida cuál es la que le hace compañía y cuál es la que no. Y aquí hay otro tema fundamental, el de la transformación de la sexualidad en pornografía, algo que está afectando bastante a los adolescentes. Los adolescentes al haber visto muchísima pornografía en Internet actúan imitando esa pornografía que ejecuta una sexualidad artificial, de sumisión, de dominio. Ese es un problema que vamos a pagar en el futuro si no somos capaces de reivindicar la relación sexual en su naturalidad, en su torpeza, en su caos, en su improvisación, en su defecto. Por eso yo intento que mis escenas sexuales, que en la mayoría de películas o de novelas que leo, son prescindibles totalmente, sean sinceras. Me parece que lo que está faltando en la sociedad es sinceridad, que unos y otros seamos capaces de reconocer nuestros defectos. Pero sucede lo contrario: estamos mandando un mensaje permanente de perfección. Todo el mundo envía selfies en los que sale bien. Todo el mundo tiene un asesor de imagen. Todo el mundo da entrevistas diciendo que es cojonudo y presenta sus candidaturas diciendo que va a salvar a la humanidad. Resulta ingenuo, estúpido. Debemos empezar a reconocer que no tenemos respuestas para todo, que solemos meter la pata. La sinceridad provoca cercanía. No sólo en Blitz, también en Saber perder, he hecho el ejercicio de reivindicar al ser humano por lo que tiene de imperfecto, no por lo que tiene de perfecto.

 

- El tema de la relación entre un joven de 30 años con una mujer que le dobla la edad es, en cierto modo, un tema tabú. Nada que ver con la situación inversa, señor mayor con mujer joven, que llena tantas páginas de la prensa rosa. ¿Cómo están reaccionando los lectores?

 

- Bueno, lo que noto a veces es una lectura muy superficial. Eso sí me preocupa. En la novela el tema está tratado con una cierta violencia y crueldad; no desde la reconfortante mesa camilla. Lo que pretendí desde un principio fue huir del arquetipo de la mujer mayor, del joven en brazos de la mujer madura, de ese concepto de la seducción como adoctrinamiento. No quería seguir el modelo de Mrs Robinson, la protagonista de El graduado. Me parecía demasiado novelesco, peliculero. Quería retratar a una mujer que no busca nada, pero que llegado el momento decide implicarse. El protagonista piensa todo el rato que la puede hacer sufrir, pero ella está ocho veces por encima de él porque tiene una experiencia vital que le permite flotar sobre los vaivenes de la vida con muchísima más agilidad. En el fondo, ella es mucho más joven y menos conservadora que él. Esto es algo que me interesaba mucho apuntar, porque detrás de una persona mayor se esconde muchas veces una persona terriblemente joven, algo que no acabamos de ver porque también ahí intervienen los prejuicios, las ideas asumidas.

 

- La comunicación entre generaciones es algo que está muy presente en tus libros, en tus películas.

 

- Así es. Se trata de algo de lo que no fui consciente hasta muy tarde. Alguien me lo señaló y a partir de ahí reflexioné sobre ello y me di cuenta de que era cierto. Quizás se deba también a mi mundo familiar, donde estaba expuesto a convivir con muchas generaciones a la vez. Mi padre era 16 años mayor que mi madre y para mí eran dos generaciones distintas en su forma de pensar, de ser. Y luego estaban mis hermanos; el mayor me llevaba 18 años... En mi casa convivían cuatro generaciones y eso era muy apetecible. Considero que una película completa es una película donde se da ese intercambio generacional, y una novela completa también. Me cuesta mucho meterme en esos archivos concretos que dividen a las personas en jóvenes, adultos, tercera edad... Se trata de archivos que no se pueden intercambiar. Y la vida consiste en que una persona de 20 años se relaciona con una de 60 y una de 40 con una de 10. Así es la vida.

 

- Me imagino que no es fortuito el hecho de que el protagonista de Blitz viaje a Alemania y que la mujer con la que mantiene una relación sea alemana. Ahora mismo el contraste entre el carácter alemán y el español, entre la situación de la Europa del Norte y la del Sur, da mucho juego.

 

- Yo quería transmitir esa idea que ahora tenemos de Alemania como una especie de madre cruel y para acentuar el contraste entre la inestabilidad económica española y la estabilidad alemana no me fui a Berlín, una ciudad muy cosmopolita, donde hay mucha gente pasándolo mal, sino que viajé a Munich, mucho más burguesa, conservadora, donde, aparentemente, se encuentran las empresas más fuertes y donde todo sucede sobre una especie de colchón de poder. Quería contraponer esa Munich actual a todas las grandes capitales históricas europeas: Atenas, Roma... Se trata de una ciudad sólida frente a otras que lo que tienen es una gran riqueza imaginativa en su forma de vivir y una fuerte carga de creatividad que parte de sus tradiciones. Yo siempre digo que España es un país con todos los defectos del mundo, sistemáticos, pero con todas las virtudes que la convierten en un buen lugar en el que nacer. Es un ejemplo de superación cultural constante, tiene un clima irrepetible, con una variedad increíble de todo en muy poco espacio. Se trata de un país muy atractivo al que a la gente le cuesta mucho renunciar.

 

- También es muy imprevisible. Lo que ha pasado en los últimos años, desde el 15-M, ha sido sorprendente: las movilizaciones, el surgimiento de colectivos sociales y nuevas formaciones políticas. Eso no ha sucedido en países vecinos como Portugal, Francia...

 

- Bueno. Los franceses han tenido la reacción contraria, que es ir a lo conservador, a preservar sus privilegios. El contraste entre España y Francia ahora mismo es que Francia lucha por preservar sus privilegios y España lucha por inventar un país más justo. Son dos respuestas ante la enorme desigualdad que se ha fabricado en la Europa de los últimos 20 años. Esa desigualdad sólo puede ser corregida con instituciones muy democráticas, pero si esas instituciones se machacan y se destruyen, caso de los centros educativos o sanitarios, no puede existir igualdad de oportunidades. Ante el camino de los recortes y las privatizaciones que ha seguido Europa, la única opción que los ciudadanos tenemos es rebelarnos y seguir haciéndolo cada vez con mayor contundencia. Sin instituciones totalmente democráticas no hay sociedad. Lo que hay es otra cosa, el salvaje oeste. Yo lo he vivido en EEUU y no lo quiero para mi país. Hay muchas cosas que aprecio de la sociedad estadounidense, pero la desigualdad es flagrante y yo no puedo vivir en esa desigualdad, no me gusta, no me siento cómodo.

 

- Además, vivimos en un momento de fracaso, de fracaso individual y colectivo. Y frente al fracaso, a la imperfección, queremos ofrecer una imagen totalmente opuesta. Hay muchas contradicciones: la sociedad actual rechaza a los no triunfadores y, sin embargo, cada vez nos conduce más hacia la ruina.

 

- Bueno, de nuevo volvemos a la ceguera a la que nos conducen los versos de Emily Dickinson. Entre no dejarte ciego diciéndote la verdad de golpe y tratar de engañarte todo el rato, tiene que haber un punto medio. En ese punto medio es donde se desarrolla la historia de la literatura ahora mismo. Una de sus funciones debe ser mostrar las cosas que no se ven, porque no nos dejan verlas. Antes hablábamos de la belleza, pero también está la idea del éxito. Es otro concepto que se ha transformado en los últimos años. Recientemente hice una entrevista por skype para una clase de niños de entre 10 y 11 años, como mi hijo pequeño. Uno de los niños me preguntó cuál de mis películas o de mis novelas había sido la que había tenido más éxito. Yo quise saber a qué se refería y me contestó que a la que había conseguido más público o más ventas. Entonces le dije que eso no era el éxito; que el mayor éxito que yo había tenido era que cuando tenía su edad quería ser escritor y ahora, con 45 años, podía vivir de eso. Eso es el éxito para mí. Haber logrado ese sueño sin traicionar la vocación del niño de 11 años. Me he podido equivocar, pero no creo haber traicionado esa vocación en ningún momento. “El éxito no está en ganar mucho dinero sino en quedaros lo más cerquita de vuestro sueño que podáis”, les dije a los niños. Pero eso no es lo habitual. A los niños se les dice que tener éxito es poder comprarse un buen coche.

 

-   ¿No crees que la crisis está destapando la impostura y llevando cada vez a más gente a cuestionarse el actual sistema de valores?

 

- Sí. Yo pensaba al principio que podía tener ese efecto. Por ejemplo, Saber perder es un libro que está escrito antes de la crisis y al que ésta ha venido a dar la razón. Ahí retrato a un padre de familia que lo pierde todo, que no tiene dinero, que ha de buscar otro trabajo y que se enfrenta a una sociedad donde todo es difícil. Llegué a pensar que ese tipo de situaciones, a pesar de su dramatismo, iban ayudar a cambiar, a revertir los valores. Y, sin embargo, también estoy viendo una salida de la crisis basada en una especie de recambio. Ahora ya no se alaba el pelotazo inmobiliario, pero sí el pelotazo en Internet: tener muchas visitas en Internet, triunfar en Internet. “Fíjate qué éxito ha tenido que ha vendido por tantos millones a Sillicon Valley”, es una frase muy actual. Y yo me digo: “Uy, a ver si donde vamos a salir es ahí, a ver si lo que estamos haciendo es trasladar el foco, repetir lo mismo...”

 

- Pero, junto a todo eso, ¿no crees que están emergiendo otras sensibilidades, otras tomas de conciencia?

 

- Sí. Hace poco me fui a rodar un pequeño documental sobre Francisco Nixon, un cantante pop no muy conocido, y decidimos hacer encuentros en distintas ciudades con gentes que se pudieran equiparar a su trabajo independiente en diferentes artesanías. Se trataba de encontrar a personas que mantuvieran vivos los sueños de los 20 años: editar libros, grabar música, hacer zapatos, sin tener detrás empresas demasiado boyantes. Yo creo que esa es la reivindicación que hay que hacer ahora mismo; que la gente vuelva a darse cuenta del valor que tiene algo bien hecho. Esa es la clave del mundo: que exista Inditex y que pueda existir una chica que estampa unos vestidos y sólo los vende en su casa a sus amigas, a gente capaz de apreciar ese trabajo tan especial y diferente. La felicidad no siempre está en Inditex.

 

- Recientemente volví a ver tu película Vivir es fácil con los ojos cerrados y pensé que, pese a los muchos avances, hemos vuelto a retroceder en lo que respecta a los derechos que se habían adquirido. Seguimos buscando ampliar el horizonte, encontrar la luz de la que habla el profesor protagonista, ese admirador absoluto de John Lennon.

 

- Bueno, lo mejor que ha pasado en España últimamente es el nacimiento de colectivos solidarios, de personas que ayudan a otras. La mejor noticia de los últimos 10 años en España es que esas personas, que, por otra parte, siempre han existido, aunque no tan unidas, han empezado a tener visibilidad. Ahora hay mucha gente haciendo cosas, haciendo su labor y haciéndola bien en un mundo que los despreciaba, que partió de la base de despreciar a los profesores, por ejemplo, de despreciar cualquier tipo de vida que se mantuviera un poco al margen de los valores del éxito, de la rentabilidad. Yo siempre he sostenido que el cine español tenía que hacer películas que nos representaran, no películas que imitaran, en pobre, a las que hace otro país que tiene una gran industria. No sé si he tenido demasiado acierto o desacierto en lo mío, pero encuentro que ahora hay una veintena de directores jóvenes que están haciendo películas sin importarles demasiado dónde ni cómo las van a poder explotar y recuperar el dinero. Las realizan simplemente porque hay una necesidad vital de ponerlas en pie, de contar este tiempo en el que estamos. Son películas que se exhiben por vías alternativas, en cines de barriada. No es lo ideal porque lo ideal sería que tuviesen acceso a una exhibición normal, pero están abriendo un cauce de comunicación con el público de su generación, un público que se había perdido a través de los mecanismos de promoción convencionales.

 

- Uno de los grandes problemas del presente es la precariedad en todos los ámbitos. El trabajo creativo se sostiene sobre la precariedad.

 

- Ahí sí que es donde España se parece a la posguerra, porque de repente hay hambre, de pronto hay precariedad. Ahora de lo que nos tenemos que preocupar mucho es de evolucionar como sociedad hacia una conciencia cada vez mayor de lo colectivo, de lo social. En Vivir es fácil... lo que quise fue retratar la encrucijada ante la que se encontró la gente en los años 60, una encrucijada que era muy positiva, muy valiosa. Porque se trataba de la salida de una época negra, de un momento de búsqueda, de lucha por un ideal social. Sin embargo, Madrid, 1987, que transcurre 20 años después, lo que retrata es otra cosa: el momento en el que las ilusiones se transforman en escepticismo, en la decadencia que precedió a la crisis actual. Recuerdo que, con 18, 19 años, cuando salíamos de la facultad de periodismo e íbamos a hacer prácticas, la gente a la que admirábamos nos decía, en muchos casos, que ya estaba todo inventado. Esa especie de imposibilidad para romper la cápsula donde nos encontrábamos es lo que ha generado una gran incertidumbre. Frente a eso, insisto, se trata de reivindicar los sueños y trabajar para ellos. A quienes tienen sueños un país le debe ofrecer la posibilidad de cumplirlos, porque, de lo contrario, se dirige hacia la decadencia absoluta, deja de ser un país y se convierte en una especie de cárcel. Y ya hay muchas personas que han sentido que vivir en España era vivir en una cárcel. Un país sólo puede sobrevivir si ofrece la posibilidad de cumplir los sueños a los jóvenes. Eso sí lo ha cumplido EEUU en el siglo XX. En ese aspecto sí lo admiro.

 

- ¿Eres de los que piensan que la Transición no ha sido tan ideal como parecía?

 

- Yo no tengo una visión tan cruel de la Transición, porque creo que fue un territorio de felicidad para los que entonces éramos jóvenes. Nos sentíamos libres y con un montón de elementos que nos estimulaban: el cine, la música, la literatura... Fue un periodo de efervescencia. El mercado no estaba tan dominado, entraban cosas underground. Lo que sucedió es que algunos de los protagonistas de la cultura del pelotazo traicionaron su propio origen. Y que fueran líderes de la Transición ha sido nefasto para el país. Pero no hay que confundir la transformación de algunos de esos personajes en monigotes del pelotazo con todo lo demás. La época en sí, con tantos partidos políticos y discursos diferentes, fue muy interesante. Y, de alguna manera, eso está volviendo. Ahora hay discursos muy transicionales. Partidos como Podemos, que critican mucho el espíritu de la Transición, copian muchas cosas de esa etapa. Incluso terminan sus mítines con reivindicaciones y canciones de cantautores de esa época. Esto me parece muy curioso. Creo que en el fondo le están diciendo a la gente: “nosotros os vamos a devolver la excitación de los años 80”. Por eso creo que hay mucha gente de mi generación, en torno a los 45, 50 años, entre sus seguidores. Yo también escucho con agrado algunas de sus propuestas.

 

- ¿Se critica el espíritu de la Transición o el hecho de que ya muchos de los principios, de los consensos de la Transición, no valen y hay que reformarlos...?

 

- Creo que no se puede juzgar el tiempo pasado desde una perspectiva actual. Eso me parece terrible, porque entonces no hubo más remedio que transigir con ciertas cosas. Lo que sí es evidente es que sin honradez y sin control institucional, sin que las instituciones sean autónomas y libres, no puede haber Democracia. Eso es imposible si la justicia, si los medios de información, no están al servicio de la libertad de las personas. El problema no está en la Transición; está en los que se han apropiado de la democracia para que sólo les favorezca a ellos. Esto es lo que ahora se debe poner en cuestión para cambiarlo.

Pero sucede que los que se habían pasado 20 años diciendo que los jóvenes no se interesaban por la política, ahora preferirían que no lo hicieran. Los que decían que el 15-M era algo muy bonito, pero que había que dar el paso más difícil, que era intervenir en política, han demostrado que sus palabras eran falsas.

 

- ¿Qué echas en falta en el periodismo de hoy, en los medios? Supongo que es un asunto que te interesa, por tu formación periodística, por tu condición de articulista.

 

- Me interesa y me preocupa. Me preocupa que el periodismo haya abrazado la rutina del corazón y el cotilleo como algo necesario y normal. Que esos contenidos estén tan presentes en las publicaciones rigurosas me parece una derrota horrible. Echo de menos el largo aliento, el sentido del humor... Desde que irrumpió Internet los medios se han comportado como elefantes que corrían despavoridos a ser los más modernos. Han dejado de hacer lo que hacían bien y eso ha destruido su propio tejido empresarial. A día de hoy lo que tenemos es que los periodistas están desprotegidos como profesionales y al estar desprotegidos son mucho más manejables. Y, al mismo tiempo, se ha producido una explosión de las opiniones, una moda de los opinadores, que son gente un poco más autónoma, capaz de intervenir en varios sitios a la vez. Pese a todo, creo que siempre existen voces críticas dentro de los medios y eso la gente no lo debe olvidar. Pese a todo, creo que sigue existiendo gran periodismo; quizá no empresarial, salvo en casos muy alentadores, pero sí a niveles personales, gente que hace cosas estupendas en todos los ámbitos del periodismo. Y eso pese a la lacra de la precariedad laboral, una lacra que interesa al poder porque puede controlar la información desde el manejo del empleo y la supervivencia económica de las personas.

 

- La falta de pluralismo es cada vez más acentuada.

 

-  Por supuesto. Ahora hay una total falta de pluralismo y eso es muy peligroso para la salud democrática. Ya lo decía antes. Los medios son una pata importante del país, del sistema. Lo más grave de todo radica en los medios públicos, que tienen que ser fuertes, plurales, abiertos y constantemente desafiantes porque su prioridad no es ganar dinero. Lo que sucede es que los partidos gobernantes se han apropiado de ellos y los han convertido en sus capillas particulares. Con José Luis Rodríguez Zapatero hubo un paréntesis en este sentido, que es justo reconocer. Pero la primera norma de Mariano Rajoy fue destruir el consenso parlamentario respecto a la neutralidad mediática de la etapa Zapatero. Yo he escrito sobre eso un montón de veces, diciendo que no es posible que estemos permitiendo que una ley se cambie para favorecer el control político de los medios, en lugar de ampliarla a las distintas televisiones autonómicas. Y, por otra parte, los medios privados responden a intereses demasiado particulares. Si lo juntamos todo la conclusión es que nos dirigimos hacia el desastre absoluto, hacia un tipo de sociedad en la que se nos pretende ofrecer información en una única dirección. Ante eso lo que nos queda es ejercitar cada vez más el criterio propio. Una persona inteligente tiene que ir armando su propio discurso en el complejo y difuso bosque informativo.

 

- ¿Y el cine? ¿Dónde se ha fallado para que no paren de cerrarse salas?

 

- Entra dentro de lo que ya he comentado. El empresario se ha desdibujado y el trabajador no se siente identificado. Eso empobrece el mundo. Las empresas tienen que tener cara y ojos. Para mí el cine en salas se ha hundido no por la crisis del cine, ni por el cambio de costumbres, sino porque se ha puesto en manos de empresas de capital riesgo. Se han comprado las salas desde centros de capital en Suiza y en Londres y, por lo tanto, ya el dueño no tiene ningún poder sobre la programación, no puede darle un enfoque según su criterio. Por supuesto que hay excepciones y esas excepciones son las que visitamos, las que funcionan a duras penas. El consumidor es muy importante en todo el proceso. Los consumidores tenemos que ser conscientes de que mantenemos el mundo tal y como es. Las actividades, los negocios, se mantienen porque los visitamos, porque hacemos uso de ellos. Si dejamos de hacerlo luego no podemos quejarnos de que dejen de existir.

 

- En España el mundo de la cultura, del cine, siempre ha sido muy crítico. Su papel contra la guerra de Irak llegó a ser muy significativo. Sin embargo, en los últimos tiempos se ha adoptado un perfil más bajo...

 

- Sí. La sociedad se rebeló contra el aznarismo, contra la Guerra de Irak, y algunos creyeron que la gente de la cultura, particularmente del cine, había instigado esa rebelión. A partir de ahí consiguieron convertir en despreciable a cualquier persona con relevancia pública y mediática que decidiera expresar sus opiniones sociales y políticas; consiguieron que la sociedad acabase percibiendo eso como algo negativo, como la búsqueda de un provecho por parte de esas personas. Lo que era lo más natural del mundo en una sociedad democrática y abierta, se ha desnaturalizado por completo. Y lo que ha pasado con el cine es que ha sido absolutamente perseguido. El que lo estudie lo verá claramente. Ahí están las leyes, las normas que se han aplicado, así como la idea del propio dinero que se destinaba al cine, expuesta por los medios de comunicación y los políticos como una afrenta a la sociedad, cuando resulta que en los últimos años hemos descubierto que se destinaba dinero público prácticamente a todas las industrias de España, pero sin hablar de ello. Todos aquellos que han hecho de la subvención al cine un tema nacional estaban ocultando lo otro y tendrían que pagar la responsabilidad por haber ocultado todo el dinero que se estaba destinando a garitos y a lugares absolutamente abyectos con dinero público, dinero irrecuperable, porque en el cine todo se sabe, todo está auditado. Cada pequeña ayuda, cada factura y cada gasto, hay que justificarlo. ¿Por dónde ha venido todo este ataque, qué es lo que se buscaba? Pues lo que se buscaba era un consejo para navegantes: no te metas en política. Franco dijo: “Haga como yo, no se meta en política”. En la democracia se ha dicho de otra manera, pero el discurso es el mismo. Y eso es muy peligroso, porque es la libertad la que se ve amenazada. Aquí, los intelectuales están muy bien cuando piensan lo que el poder piensa. Entonces son fenomenales, pero el juego, la pugna en una democracia auténtica, tiene que realizarse entre iguales.

 

 

 

 

 

 

   

 

“Me interesa reivindicar al ser humano por lo que tiene de imperfecto”

 

“La ficción nos enseña a ser más tolerantes, a no juzgar tanto a los demás”

 

“Pelearnos contra nuestro tiempo es una batalla perdida”

 

“En nuestra sociedad lo que está faltando es más sinceridad”

 

“No puedo vivir en la desigualdad, me siento incómodo”

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

7 de octubre de 2016

 Traducción de CARLOS VITALE

                   

 

Antonella La Monica nació en Santa Caterina Villarmosa (Caltanissetta, Sicilia) en 1952. 

Entre otros libros, ha publicado: Pelle di luna, L'ocra del salice y La parola spogliata.

 

 

 

 

 

 



PÉTALOS

Vagan errantes
tardíos pétalos
solitarios
confusos
como estrellas distraídas
sorprendidas por el alba.


SIMPLEMENTE

Finos encajes 
ninfeas flotantes
complicadas puntas de pañuelos
tiernos brotes entre espinas de zarza:
los pensamientos.

Primigenias hojas
sobre la desnudez del alma.



ESTA TARDE

Beberé la luna
esta tarde
en copas de viento.

Me reflejaré
en el cielo
salpicado de estrellas.



ESCARCHA 

Ligeras telarañas de hielo.
Transparencias de seda
bordan el aire:
es la lenta respiración
de la tierra jadeante,
tierra que vive.

Las hojas extenuadas
por la helada candente
esperan
los tibios dedos del sol
en un alba de diciembre. 


ABRIL

 

Riachuelos de zulla sanguínea

vertidos sobre verdes pendientes

de sinuosas colinas.

Vistosas flores de malva

se encaraman

como agitados pensamientos

se insinúan en la arenisca

suave y hospitalaria.

Tenaces retamas

encienden ramas

como recuerdos imprevistos.

La manchas de margaritas

ostentan corolas

al viento de abril

de mi tierra.

 

 


SOMBRAS

Chales negros
envuelven el crepúsculo
y el alabastro de los pensamientos.

Cuchillas de gélido viento
cortan las pestañas
de recuerdos apenas brotados.


JUEGOS DE VIENTO

Peina el viento
prados de abril
anuda
tallos y rayos encrespados
trenza
guirnaldas de luz y perfumes.

Caprichosas ráfagas
entre plumas de palomas
y crines de potros
que acarician sus madres.


ESPIGANDO EN EL ALMA

Campesina de sentimientos
vago
por mi alma
desierta
como tierra segada
espigando
restos de amor
amargura
inquietud y débil energía
avanzo
espigando rastrojos
de soledad
impotencia y sospechosa resignación.
Me demoro.
Cargo sobre mis hombros
dispersos haces
extirpo la gramínea tenaz
acaricio granos de trigo
mendigados a arrugas de terrones.

Un puñado de sol,
cuentas de rosario
corren entre los dedos,
se esconden
en las grietas
de mi alma.


CORNALINAS DE VIENTO

Sobre cimas lejanas
ósmosis de nubes y de nieve
mullida helada
volutas espumosas
paradigmas astrales.

Ovillos de cirros
tejen castos velos
cubren
el cielo
calado
de lápislázuli y cornalinas de viento.



SEÑALES DE OTOÑO

Ebrios
de lluvia
los árboles
vestidos de niebla
reposan
en la intimidad.



REUNIÓN

Perlas
negras
de
largo
collar
sobre
los
rayos
del
sol
las
golondrinas
llamadas
a
reunión.



PRADOS DE ABRIL

Hierba de sol
— los prados de abril
piel de luna —
el plateado grano
ondulando con los suspiros
del libre viento.

ALBORADA

Somnoliento buey
rumia algarroba.
Suspendido halcón
inmóvil espera.
Amapolas
abren corolas.

Un laguito
recoge el cielo,
álamos se sumergen.
Y yo con ellos.



EL ALBA

Manos
azules
de cielo
apartan
suspendidos
velos
de noches.

La luz
cosquillea
nubes
embriagadas
por el alba
naciente.



ALAS

Perfuma el silencio
el aire esta mañana.

Un halcón peregrino
le roba al sol
su luz.
Alas desplegadas
doran
espacios.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonella La Monica

                  La narrativa de los 80 consiguió resolver de una manera espontánea y eficaz la tensión entre contenido y forma porque, el ciclo histórico de la dictadura y el legado franquista heredado, convirtieron la larga etapa experimental fraguada desde los 60 en un producto cultural intenso/ extenso al servicio de una crónica generacional dura, amarga y crítica, que dará sus frutos en las décadas siguientes y alcanzará el nuevo milenio, cuando la multiplicidad de corrientes, y la relativa hegemonía de algunas modalidades narrativas, responda al reclamo de un lector que marca las pautas de una nueva literatura, y cuya exigencia última es la propia escritura porque los novelistas vuelven a ser interpretes de la realidad. En esa marcada tendencia al realismo mítico y fantástico surge una novela alegórica, cuando los autores, tras el momento histórico del 75, han superado esa fuerte presión tanto ideológica como discursiva que les llevará a territorios más ricos en perspectivas. Entonces la realidad trasciende hasta elementos misteriosos y fantásticos, o sencillamente cubre un territorio mítico donde ensayar sus obras porque, el simbolismo de la búsqueda o la metáfora del camino, se aplican a la existencia humana que así muestra su endeble condición. Y aun más, esta mágica fecha marcará un antes y un después, tras una férrea censura en política cultural que la literatura siempre intentó soslayar, y en narrativa contribuyó a una transición que finalizaría en una democracia estable y con novelas que coprotagonizarán ambientes de tolerancia y objetivación, desmontando esa tradición realista, practicada por el realismo-burgués anterior de un Galdós o de un Baroja, y que Martín-Santos, Goytisolo, Marsé y Benet llevaron a cabo sobrevalorando un potencial ideológico y una mayor función reflectora de la literatura, en general. Este cambio progresivo, y la responsabilidad política del escritor, se convierten en una forma propia de escribir y desembocan en nuevas experiencias, cada vez más complejas, con un lenguaje novelesco más autónomo, se consiguen auténticas ficciones noveladas, que ocupan un espacio de resistencia a través de la imaginación porque la agonía política del franquismo conllevó una conciencia problemática de la propia modernidad, y con ella las posibilidades/ capacidades de asimilar de forma diferente la historia, una conciencia con perspectivas nuevas y la búsqueda de poéticas novelescas que convirtieron la realidad en una crónica de la vida individual e íntima de los individuos que ahora escriben porque asimilan esa vivencia como una auténtica práctica lingüística, y la asunción de las imágenes como una técnica casi cinematográfica que une esa exposición de la realidad a la renuncia de una ideología caduca, que no se resiste a buscar un sentido, y a dar una significación a sus textos.

 

 Femenino singular

            Hans Jörg Neuschäfer en sus “Observaciones sobre la literatura española posterior a 1975”[1] escribe sobre la nutrida participación de las mujeres en el panorama narrativo de la época, y añade el valor de su competencia, frente a esa “cuota” que establece la crítica cuando tiende a hacer historia literaria de un período determinado, así que ellas forman parte de las mismas tendencias que huyen de un dogmatismo al uso, o de cuestiones ideológicas determinadas pero, aunque comprometidas con el feminismo, ninguna profesa un credo abstracto al respecto. Las aportaciones se hacen desde el ámbito periodístico con ambiciones literarias, Rosa Montero, como ejemplo, desde la lírica, con Ana Rosetti o la propia narrativa, en mayor proporción, Esther Tusquets, Montserrat Roig y Adelaida García Morales. María Dolores de Asís[2], ejemplifica esta etapa rica en producción y en su ensayo sobre novela y escritura femenina, traza una amplia semblanza sobre narradoras presentes en décadas anteriores, y otras que han conseguido la atención de la crítica, Paloma Díaz-Mas, Belén Gopegui, Almudena Grandes, Clara Sánchez y la propia García Morales. MonikaWalter[3] apunta la aportación de estas y otras con respecto a la educación de los sentimientos, tanto en la esfera íntima y sexual, como la erótica por el elevado número de escritoras, Abad, Pottecher, Ortiz y Falcón que, en la profundidad de esas regiones reprimidas y alienadas, convierten a sus protagonistas masculinos y femeninos en un campo de autoafirmación literaria. Y este discurso femenino no se limita a temas única y exclusivamente de mujer, como la conquista de la diferencia corporal, la independencia sexual o la igualdad moral de derechos, sino a la variedad estilística que ensayan, soberanas y seguras de su éxito frente a sus colegas masculinos que, con su valía, se desplazan por la amplitud de géneros narrativos tradicionales, policíacos, históricos, psicológicos e intimistas, eróticos, de aventuras, y a través de un punto de vista inequívoco que conlleva crítica, humor o sensibilidad, o se mueven entre la fantasía y la realidad, como leemos en Fernández Cubas, Riera, Cibreiro, Navales, Puértolas y, una vez más, García Morales.

 

La atmósfera primitiva de García Morales

            La capacidad de diseñar un espacio topográfico y temporal testimonia a partir de los ochenta la vitalidad de la narrativa española. Surge una tendencia regionalista frente al urbanismo al uso porque la identidad colectiva se abre en la creciente afloración de comunidades autónomas donde empiezan a convertir en literatura las dimensiones que, en otro tiempo, habían sido reducidas por los mecanismos de represión interna del pasado histórico franquista, y las voces vienen del antiguo País Vasco y de Andalucía, fundamentalmente, aunque Castilla León, Asturias o Galicia aporten no pocos nombres a la extensa nómina que mezcla el paisaje de su infancia, con la memoria histórica y cultural.

            Adelaida García Morales (Badajoz, 1945- Dos Hermanas, Sevilla, 2014) tiene la extraña capacidad de captar en su narrativa los ambientes y las atmósferas de una forma sugerente, y una óptima clarividencia para concretar situaciones y contenidos que buscan conmocionar al lector y hacerle llegar un tipo de novela explícita y complaciente con las situaciones más morbosas, o unas transitadas introspecciones de los sentimientos. Sus narraciones resultan sugestivas, se despliegan como esos secretos que vamos desvelando sin prisa alguna. Pasado y memoria confluyen para mitificar tanto el espacio como la figura humana; observamos así su reencuentro con un interior de lo más íntimo. En El Sur[4], su primera incursión narrativa, están ya presentes algunas de las temáticas que forjarán el conjunto de su obra posterior: la soledad como una forma de realización, de auténtica vida, que se construye y se destruye a la vez, y necesita de la comunicación con el otro, al tiempo que la rehúye, como una auténtica forma de defensa propia; el amor pasional, capaz de alterar lo cotidiano, una evidente necesidad, que desarrollará de forma magistral en su siguiente novela, El silencio de las sirenas[5]; la muerte, como una continua presencia, en muchos casos tan tenebrosa como auto-destructiva; y el silencio como una forma de relación, una de las principales características del conjunto; importa tanto lo que se dice, como lo que no está escrito, un hecho que otorga a sus historias la posibilidad de múltiples interpretaciones. El lector de su escritura se convierte en alguien activo, tendrá que indagar en las tramas y en los personajes, seres marginales y poco explícitos, y la información que García Morales aporta sobre ellos y su comportamiento resulta tan ambivalente como extravagante; sus vidas transcurren voluntariamente en los márgenes, viven en zonas rurales, calificadas como mágicas, léase la comarca alpujarreña granadina, o la campiña sevillana, donde el paisaje se torna gótico, espacio que ayuda a su introversión, paisaje que la crítica ha calificado como la visión de una neo-gótica femenina.

            Adriana, la protagonista, de este relato breve, intenta comprender el misterio en torno a la desaparición del padre, el resto de acontecimientos de la historia pertenecen a los recuerdos que ella evocará desde su presente actual. El primer hecho que cuenta es el suicidio de su progenitor, sobre el que volverá, y núcleo de la narración, porque para la niña y la adolescente Adriana aun resulta incomprensible el motivo que lo llevó hasta aquel extremo, o cual era el sufrimiento que escondía. Adriana cuenta el transcurso de una hermosa etapa junto a su padre, tan presente y distante, al mismo tiempo; en realidad, se resuelve como el preámbulo de la historia, e ignora el hecho de que su progenitor hubiera abandonado su ciudad natal Sevilla, quizá por algo muy grave, y por qué se escondía en un lugar sombrío y lejano; García Morales recrea la identificación con la singularidad del hecho mismo, la hostilidad y la soledad total que siempre rodea a la niña, paliada en ocasiones por la figura de tía Delia, que representa la añoranza de la imagen del sur; descubre entonces que un amor del pasado atormenta a su padre porque nunca lo ha olvidado; y siente, aun más, su imposibilidad para comprender por qué está rodeada de tanto sufrimiento. La muerte del padre, y el distanciamiento de la madre motivarán que Adriana se mueva para encontrarse por fin con la muy evocada ciudad de Sevilla, y darle a la historia un desenlace final, y aun más angustioso: su padre no sólo había huido de un amor imposible, sino que con él había abandonado a un hijo. Solo tras la resolución del conflicto Adriana podrá empezar una vida sin los fantasmas del pasado.

            La protagonista evoca el territorio de la memoria[6] para mitificar no solo la figura del padre suicida, sino que justifica su propio espacio interior, que se recrea y se despliega ante la narración con un resultado tan sugestivo ante el lector como si la niña se desdoblara, uno a uno, en sus pequeños secretos. Adriana no consigue comprender ese insoportable dolor del padre, y la no menos atormentada vida que lleva, y por su inocencia no será capaz de salvarlo de un sufrimiento, víctima de sus propios verdugos: la cobardía, el sentimiento de culpa, el resentimiento o la extraña asunción de considerarse uno más de los vencidos de la guerra civil. Y aun se añade esa geografía física que es el Sur, la fuerza deslumbrante del sol —escribe Mari Luz Melcón[7]— (…) El Sur es Sevilla, la ciudad hecha de “piedras vivientes, de palpitaciones secretas”, y allí encontrará la niña Adriana la esencia del ser exiliado de su padre, susceptible de identificarse con la imagen machadiana más andaluza. Sevilla es para ella, en cierta forma, una extensión de su padre, y buscará en esta ciudad la respuesta mágica a su petición: la de encontrarlo “en un espacio distinto y nuevo.” La capital andaluza se presenta ante Andrea como una ciudad cuyos vestigios palpitan,  “Había en ella un algo humano, una respiración, un hondo suspiro contenido”[8]. Esta descripción y el nuevo ambiente, contrastan por completo con su casa, vieja y descuidada, rodeada de soledad, de silencios y de muerte, porque a García Morales le interesa hablar de lo inefable, de lo inaprensible, de cuanto va más allá de una experiencia racional, de aquello que resulta distinto. Las emociones de sus personajes no pueden transmitirse por una simple palabra puesto que, en su novela, muchas de las conductas de sus personajes resultan contradictorias, sobre todo la del padre, cuya ambigüedad motiva el sufrimiento en la niña. Laura E. Ponce Romo[9] habla de un mundo etéreo, a veces nebuloso, tanto en el relato El Sur como después en Bene, porque en el primero la protagonista evoca a un padre muerto, cuando ha pasado un tiempo sin definir, lo hace a través de un monólogo/ diálogo, y es de noche cuando la joven evoca los recuerdos de su infancia. Adriana seguirá buscando esa figura paterna en su intento por dar forma a una historia de la que solo le llegan fragmentos, una dispersión de datos como su propia edad, acertadamente de los siete a los quince años.                        

            El mundo literario de Adelaida García Morales se concreta en una geografía interior y femenina, ellas son siempre las que tienen voz, las que desde sus monólogos construyen, a través de la memoria y de las sensaciones más diversas, ese mundo exterior donde lo masculino aparece vagamente, y el orden social poco importa. La mirada de esta escritora, como ha señalado Pedro A. Curto[10], “es ante todo femenina, uterina, parte desde lo más intimo, para hacernos observar a través de sus ojos, ese mundo misterioso, desde el cual se plantea, el “ser mujer”. La mujer se percibe como lo íntimo, el hombre como esa composición externa. Y en esta mirada tan “feminista” se acerca a la escritura de la británica Woolf  y a la brasileña Lispector, y en particular a ésta última cuando recurre a lo sobrenatural, a una realidad atípica, para desentrañar la profundidad de sus conflictos narrativos. En esa preferencia por la mujer, la autora declaraba: “El hombre ha jugado su partida con la existencia y la ha perdido, nos ha llevado a la catástrofe. La mujer es la reserva que le queda a la vida, por sus valores, por ser más altruista.”

            En Bene (1985)[11], editada junto a El Sur, según Ponce Romo[12], hay una narradora, otra joven que conversa con el espíritu de su hermano. Ha pasado mucho tiempo desde que vio por última vez a Santiago, no se especifican los años por lo que el lector percibe este espacio temporal como ambiguo. Se sabe, en cambio, que todos han muerto ya, sólo queda ella viviendo en la casa de su infancia. “Anoche soñé contigo, Santiago. Venías a mi lado, paseando lentamente entre aquellos eucaliptos donde tantas veces fuimos a merendar con Bene”[13]. La historia es desde el inicio inquietante, y Ángela explica un sueño que ha tenido con su único hermano a quien llama desde el más allá; el sueño se relaciona con Bene, una joven que parece estar controlada por otro espíritu, el de su padre gitano. Los sueños en esta narración de García Morales ayudan a concretar un ambiente ilusorio, al tiempo el lector percibe la sensación de que parte de cuanto la narradora relata, hubiera sido verdad o podría haberse convertido en algo real.

            La protagonista se siente, una vez más, sola. El escenario vuelve a ser una casa amplia y alejada de la ciudad, algo menos lúgubre que en El Sur, incluso llega a formar parte de sus habitantes porque Ángela recibirá sus clases particulares de una maestra que la visita periódicamente. García Morales justifica la continua soledad de sus protagonistas porque ambas viven en una circunstancia particular, tienen poco contacto con otros niños de su edad y eso les lleva a desarrollar su propio mundo de fantasías. Ángela observará que el exterior puede convertirse en un mundo excitante, sobre todo porque su tía Elisa le prohíbe ir más allá de la cancela, algo que para ella sería algo excitante, y donde se imagina podrían ocurrir las cosas más extraordinarias. El aislamiento de la protagonista le hará vivir en un auténtico estado de fragilidad y, a falta de amigos con quienes jugar, Santiago se convierte en el centro de su vida. Así pasará sus días, observará tras la cancela, la carretera vacía, el paso de algunas manadas de toros o las caravanas de gitanos, afuera está el peligro y el misterio, solo en contadas ocasiones, Ángela ha podido visitar la ciudad y siempre en compañía de su tía Elisa, quien se presupone la preserva de los peligros latentes en el exterior; solo en la casa la joven se sentirá segura y protegida y, tal vez por eso, cuando aparece la figura de Bene, la tía Elisa la trata con absoluta frialdad, le muestra desde el principio su enemistad a la joven, aunque es consciente de que no puede contradecir la voluntad de su cuñado Enrique, y sospecha que la gitana le ofrece sus servicios, como sabe ya ha hecho en ocasiones anteriores con otros hombres. La presencia de la nueva criada resulta especialmente inquietante para la tía, no para Ángela que pronto percibe ese aire de vacío en este nuevo personaje en quien confía e invita a ese lugar secreto donde su hermano y ella convivieron de niños, y pasaron tantas horas contando historias misteriosas: la torre. Este espacio se convertirá en ese lugar emblemático en la novela donde se pueden escuchar las voces de aquellos que se han ido de este mundo y regresan para hacer oír su voz, o advertirles de algún peligro a los moradores de la casa, y allí la joven gitana se transformará en un ser de mirada fría. Bene se convierte en un personaje ambivalente, y el final de la novela resulta tan ambiguo como la propia historia porque, mientras se avanza en su lectura, ese límite entre vida y muerte se ve traspasado en numerosas ocasiones para justificar, de alguna forma, la presencia de los personajes más significativos.

            En su siguiente novela, García Morales, apunta Santos Alonso[14], El silencio de las sirenas (1985)[15], vuelve a la mitificación, en esta ocasión el amor y el misterio, a través de las obsesiones y de toda la simbología de una joven, Elsa, que huye y se aísla en un pequeño pueblo alpujarreño y vive allí su obsesión amorosa por un hombre a quien apenas conoce. La maestra del lugar se convierte en su confidente y, al mismo tiempo, es la narradora periférica de una historia que transforma realidad y sueño en una experiencia límite porque la fantasía amorosa que vive esta joven se diluye a medida que avanzamos en un relato comparable al canto de las sirenas que hicieran sobrevivir a Ulises en su mítico regreso. Lo imaginario es el elemento más importante, la historia principal está servida, y en torno a ella una excelente percepción de la atmósfera en que viven los habi­tantes del lugar, la sensación del ambiente llega a confundir esta realidad, como hace la propia protagonista con su vida. De nuevo un círculo de dos: María y Elsa y su mutua fascinación. Elsa en su retiro evoca el amor ¿ficticio? ¿real?, que, de alguna manera, significa la autoafirmación de su existencia, pues cuando concluye el relato este amor se disipa, se desenca­dena el deseo de la autodestrucción del yo. La presencia de otras historias dentro de la historia general viene a ser otro elemento más de ese concepto neogótico esgrimido en la narrativa de García Morales, y en esta novela ayuda a mantener el aire de ambigüedad en torno a la protagonista. Elsa, sin embargo, es un personaje claramente distinto a los otros, no solamente vive en una aldea remota en las alpujarras granadinas donde el paso del tiempo es diferente, sino que incluso en el pueblo mismo ella ha escogido vivir aislada del resto, tanto en el espacio real como en el espacio mental. Su aspecto pálido se asemeja cada vez más a una estatua de mármol, incluso al final cuando su cuerpo cristalizado se confunde con la nieve blanca de las montañas. Elementos que llevan al lector a reconocer en El silencio de las sirenas un mundo extraño, o a preguntarse, ¿quién es realmente Elsa?, ¿por qué su comportamiento se asemeja al de una loca? incluso, ¿por qué su cuerpo va sufriendo transformaciones? Conforme las sesiones de hipnosis avanzan, Elsa va envolviéndose más en un mundo de fantasía, pues el amor que expresa por Agustín Valdez/Eduardo la conduce a los límites de un éxtasis romántico. A pesar de esa primera sensación de un auténtico estudio psicoanalítico de personajes y ambientes, la obra no se somete a una teoría sobre cualquier disciplina psicoanalítica, es la persecución por parte de la protagonista de una ficción que para ella llega a convertirse en realidad, y, funda­mentalmente, como la narradora García Morales ha manifestado en alguna ocasión, es el placer intrínseco de contar una historia.

 

Conmover al lector

            Adelaida García Morales explicita su literatura a partir de su tercera novela, recién arrancada la década de los noventa[16], y sus ambientes o las atmósferas de sus siguientes textos resultan menos sugerentes, o tal vez se plantea que ahora sus historias contienen situaciones que buscan conmover al lector más que provocarle la introspección de sus sentimientos, como en sus primeras entregas. El simbolismo vuelve a ser muy explícito en La lógica del vampiro (1990)[17], y una vez más, una narradora, Elvira, recrea un espacio y se rodea de personajes que provocan en ella una sensación de extrañeza y enajenación que irá evolucionando hacia la inmersión más o menos tensa en un mundo más real, así el lector siente una mayor cercanía con el argumento y las técnicas narrativas de la anterior novela, aunque ahora la figura protagonista sea un vampiro social que manipula y se aprovechará de los demás, pero sobresale ese ambiente de incertidumbre, de misterio, con un personaje lleno dudas y de una irresistible atracción hacia la bruma, y el desencadenante de la historia: la posible muerte del hermano de la narradora, un acontecimiento que provoca en el lector incertidumbre e intriga como posibilidad narrativa, y ahora ese mundo real, la ciudad de Sevilla y algunas poblaciones de alrededor, justifican ese soporte físico y espacial, sólido y creíble, porque parte del argumento roza a menudo lo sobrenatural o lo fantástico, sus acciones gravitan en torno a Alfonso, el vampiro de quien nunca sabemos en qué orden vive o qué llega realmente a esconder, y evitan así que la novela revele la verdadera identidad de este. Con la partida de la anónima protagonista-narradora no hay necesidad de aclarar el enigma, se deja a su propia fortuna, y el lector se alegra de que la protagonista salga victoriosa de ese mundo. No es un final desesperanzado, aunque tampoco desmiente la posibilidad real de lo que ella ha dejado atrás.

            El tono y el estilo de la novela comparten similitud con el mundo narrativo de García Morales, la novela se centra en esa vivencia interior de la protagonista, se narra todo en forma autobiográfica, y se mantiene un tono uniforme, nunca monótono, puesto que en todo momento utiliza descripciones y diálogos convenientes, incluida esa clara tendencia a la concisión y a la huida de todo aquello que resulte superfluo o innecesario, tan habitual hasta el momento en su narrativa, aunque esa concentración anecdótica simule más bien una auténtica novela breve, en el sentido de El Sur y Bene, caracterizada ahora por los suficientes ingredientes de intriga y de tensión que mantiene la calidad del relato.

            Un mayor impacto emocional explora, la narradora, en sus siguientes novelas, cuando recurre a la infancia a través de la memoria, Las mujeres de Héctor (1994)[18] y La tía de Águeda (1995)[19], como a futuros melodramas psicológicos que siguen en su línea narrativa. En la primera conserva ese aire de soledad y frustración que ha condicionado a sus personajes siempre, aunque el planteamiento nada tiene que ver con las anteriores. El intimísimo rural que conmocionó al lector, la fuerza de unos personajes desarrollados sin apenas diálogo y el fuerte subjetivismo caracterizador, han sido abandonados y la intención escribir una obra urbana. El comienzo es bueno, las pri­meras páginas son de lo más cine­matográfico, dos mujeres discu­ten y tras un breve forcejeo ocurre un asesinato involuntario, cir­cunstancia que planea sobre el resto del relato. Los personajes son presentados muy rápidamen­te, al hilo del suceso, poste­riormente se ocultan. Tres mujeres encarnan un melodrama personal en torno al único hombre del relato, Héctor. Parece más bien el esbozo de una historia mayor que, inequívocamente, se queda a medias, porque ni la trama policial que debiera envolver a la historia, ni la lucha particular que llevan a cabo las distintas mujeres, logran interesar. Laura, la ex-esposa y homicida involunta­ria, se debate entre su propia autosuperación y la sombra del crimen que debe ocultar; no logra la fuerza necesaria como persona­je principal y queda como un conato de ejemplo femenino. Margarita, la amante circunstan­cial del marido separado es, por su propia fuerza natu­ral, quien sobresale por encima del personaje anterior, aunque se desdibuja en una especie de “sal­vadora de almas” que la condicio­na; y finalmente, Irina es una niña-mujer que, caprichosamente, se debate entre el amor imposible de Héctor, porque éste no le hace caso, y su actuación se com­pleta en una sucesión de actos insensatos. Y en la segunda, La tía Águeda, una vez más, se explora el oscuro mundo de la infancia y su relación con la muerte, o la protección de las mujeres en la España de los cincuenta cuando Marta, su protagonista, huérfana de madre se ve obligada a vivir con su tía Águeda, en un pueblo de la provincia de Huelva, donde la sutilidad de los colores negros y grises imperan sobre el atisbo de la inocencia misma.

            Las emociones sobresalen, una vez más, en los casos de Nasmiya (1996)[20], un relato que plantea los conflictos emocionales y de identidad que provoca el derecho islámico a tener más de una esposa, o la morbosidad que encontramos en La señorita Medina (1997)[21], y en aspectos tan delicados como el suicidio o la homosexualidad. El secreto de Elisa (1999)[22], es un texto fragmentado en secuencias, confluyen dos acciones que corresponden a dos diferentes planos, situados en un vago presente de los noventa. En el real, la separación de un matrimonio, tras veintiocho años de convivencia; los hijos criados y el descubrimiento de que el marido tiene una amante. Entonces, con cincuenta y dos años, Elisa lleva a cabo el sueño de su vida: vivir sola en un pueblo pequeño de Segovia, elige una casa solitaria, y pronto su existencia retirada es fuente de murmuraciones y recelos en el ámbito reducido del lugar. García Morales renueva una vez más el contraste entre la vida en el campo frente al anonimato en la gran ciudad. El mundo de las pasiones familiares, reaparece en El testamento de Regina (2001)[23], que cuenta un cierto melodrama interior, con intereses de fondo, una anciana, protagonista del relato, y la joven psiquiatra que decide trasladarse hasta la casa, acudiendo al reclamo de un anuncio. Para Susana comienza una historia inverosímil, con una Sevilla desdibujada como telón de fondo, y el conocimiento de una familia cuyos personajes están abocados a un sinvivir por las ambiciones perversas que dominan sus vidas. Sólo Regina, la bella anciana y de intensa fuerza interior, sobrevive a las intrigas familiares de un relato que discurre por los difíciles límites de la inverosimilitud. La última novela que García Morales publica simultáneamente en 2001 se titula Un historia perversa[24], una trama psicológica que suprime buena parte de los elementos y constantes de su narrativa previa. La novela se desarrolla en espacios interiores y reduce sus personajes, prácticamente, a dos, Andrea y Octavio, una pareja de recién casados, un famoso escultor y la dueña de una sala de exposiciones. Un relato angustioso, una historia horrorosa que relata como la pasión de su protagonista masculino, poco tiempo después del matrimonio, desemboca en un carácter violento, autoritario, dueño absoluto de la situación. Y sobresale la atracción de la joven esposa por un hombre de tan extraña conversión. Dos géneros se superponen, el psicológico porque se trata de una exposición de dominio, y la posesión sobre el otro yo, además de la intriga porque, en cierto modo, predomina una cierta locura criminal en el desarrollo de toda la novela.

            Un apunte final, los relatos breves que Adelaida García Morales recogió bajo el título, Mujeres solas (1996)[25], responden, según Francisco Javier Higuero[26], a todo un desarrollo narrativo anterior rastreable en sus novelas, La tía Águeda, Nasmiya, La señorita Medina y El secreto de Elisa, y cuyos personajes femeninos se ven abatidos por todo tipo de contratiempos e incertidumbres afectivas, y son víctimas de esa irremediable deshumanización que les acecha. Sobresale, según Higuero, ese evidente manifiesto de la narradora frente a cualquier moda literaria barroquizante y enmascaradora, textos “repletos de múltiples y diversas connotaciones que sobresalen como parte integrante de la producción literaria de una de las escritoras de más talento narrativas de la letras españolas”.



[1]              Abriendo caminos. La literatura española desde 1975; Varios Autores; ed., de Dieter Ingenschay y Hans-Jörg Neuschäfer; Barcelona, Lumen, 1994; págs. 7-16.

[2]              Última hora de la novela en España; Madrid, Pirámide, 1996; págs., 456-472.

[3]              Íbidem., pág., 25-26

[4]              La primera edición data de mayo de 1985. Edita Anagrama, junto a la novela corta Bene.

[5]              La novela fue Premio Herralde, edita Anagrama en noviembre de 1985.

[6]              Así lo señala, también, María Ángeles Naval en “Las casas de la memoria. Acerca de los relatos de Adelaida García Morales”; El texto iluminado. Escritoras españolas en el cine; coord. Alberto Sánchez, Cultural Rioja, Febrero-Abril, 2001; págs. 21-32.

[7]              Reseña, El Sur & Bene; Cuadernos Hispanoamericanos; 1986, núm., 428; págs. 183-185.

[8]              Ob., cit., (pág., 40).

[9]              Tesis Doctoral, Texas Tech University, mayo, 2012.

[10]             En Periodicoirreverente, (Opinión) Irreverentes.Org., 10 febrero 2014.

[11]             Ob., cit.

[12]             Ob. cit., pág.106.

[13]             Ob., cit., pág., 53.

[14]             La novela española en el fin de siglo (1975-2001); Madrid, MareNostrum, 2003; págs., 156-157.

[15]             Ob., cit.

[16]             Santos Alonso, Ob., cit.

[17]             La primera edición data de 1990; Barcelona, Anagrama.

[18]             La primera edición data de 1994; Barcelona, Anagrama.

[19]             La primera edición data de 1995; Barcelona, Anagrama.

[20]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, enero de 1996.

[21]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, noviembre 1997.

[22]             La primera edición, Madrid, Debate, octubre 1999.

[23]             La primera edición, Barcelona, Debate, enero 2001.

[24]             La primera edición, Barcelona, Planeta, enero 2001

[25]             La primera edición, Barcelona, Plaza & Janés, octubre 1996; contiene los siguientes cuentos: “Tres hermanas”, “Agustina”, “Celia”, “Virginia”, “La carta” y “La desconocida”.

[26]             “Segmentariedades desterritorializadas en Mujeres solas, de Adelaida García Morales; El cuento en la década de los noventa; José Romera Castillo y Francisco Gutiérrez Carbajo, eds.; Madrid, Visor, 2001; págs.197-206.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro M. Domene

3 de octubre de 2016

 Un hombre saca una silla al balcón. Para nada, para sentarse, para mirar la calle, para simplemente vivir. Desde ahí contempla la mala hierba que crece en los tejados. “Sube su verde claro, / que su vida es subir”, nos dice. Dos heptasílabos livianos, certeros, dichos casi en voz baja. Dos versos de balcón, diríase. Con esa cadencia sucinta y sin aspavientos avanza ese primer poema del libro de Rafael Espejo, que se cierra con estos versos: “Sentado en una silla con balcón / siempre es domingo”.

 

   Esa mirada amplia y de media altura atraviesa todo el libro. Así, en el poema que sigue, leemos: “(gravedad, dame el alma / secreta de las cosas)”, otros versos dichos en voz baja, encerrados en un paréntesis, y otra verdad inscrita en esa peculiar filosofía que crece en los balcones, que son ellos mismos un paréntesis, situados fuera del edificio pero pertenecientes a él, optativos pero necesarios, intrusos pero familiares. Si los balcones son un invento genial, puede decirse lo mismo de los paréntesis en la escritura, que rompen, como los balcones, la dicotomía del adentro y el afuera, creando una vía intermedia, un aparente obstáculo que en realidad es un pasadizo, una niebla que no cubre sino esclarece:

 

¿Habéis tenido alguna vez

la sensación de bruma

de no estar donde estáis,

de ser un pensamiento?

 

   Hierba en los tejados está escrito con la mirada movediza e inquieta de la bruma, que admite los contornos difusos a cambio de percibir el alma secreta de las cosas. La voz del poeta nace de un sitio intermedio, en suspensión, donde no se aspira a la nitidez de lo que ve, sino a una visibilidad de mayor alcance, con su dosis inevitable de espejismo. Así, cuando la mayoría de los poetas se enfrentan a la luna sin velos, Rafael Espejo prefiere caracterizarla como “ese híbrido / de piedra y nube”, porque así es las luna que vemos, siempre o casi siempre velada por las nubes, o sea una luna insertada en su contexto, real y no arquetípica. Pareciera, así, que el libro rehúye un enfoque demasiado preciso de las cosas, para no perder de vista el entramado que establecen entre ellas; de ahí la presencia constante del paisaje, aquello que abraza y contiene, aunque sea al precio de cierta difuminación. Hierba en los tejados apuesta por una mirada al fin y al cabo religiosa, entendiendo por ella un sentido innato de las proporciones, de cómo lo grande y lo pequeño, el exterior y el interior, lo físico y lo intangible se complementan y se confunden. En este sentido, el libro es una secreta declaración de la necesidad de equivocarse para comprender de verdad. No hay revelación sin un margen de error y no hay verdad que valga si no es una verdad incompleta:

 

Si digo que los árboles alzan o extienden ramas

para dar su opinión,

o que miran de frente cómo el camino llega,

sé muy bien que me engaño.

Me engaño por amor. Por restaurar

el mundo. Por verlo.

 

   Por eso, la infancia, la genial equivocadora de tamaños y de formas, tiene un lugar privilegiado en el libro, no sólo como evocación del pasado sino, sobre todo, como entonación de la voz, de la cual es un ejemplo magnífico el poema que empieza: “Pienso emprender un largo viaje. / Probablemente / pasará mucho tiempo hasta que vuelva”. Ese largo viaje puede ser tan corto como sacar una silla al balcón para mirar la hierba que crece en los tejados, pues lo que el niño ve, tiene la virtud de abrazarlo todo sin detalle, de concretarlo todo sin precisión y de ser vívido a pesar de ser borroso. Su mirada conjuga la máxima levedad con la mayor solidez, como puede verse en estos que son tal vez los versos más sencillos y contundentes del libro:

 

Es lo que más añoro:

una casa sin puertas,

sin ventanas, sin techo.

 

   ¿Hay mejor descripción de la morada de la poesía que ésta?

 

Rafael Espejo, Hierba en los tejados, Valencia, Pre-Textos, 2015.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Fabio Morábito

En uno de los microensayos que componen Razón: portería, una de sus más recientes publicaciones y una idónea puerta de entrada  para acceder a las claves de su obra, Javier Gomá Lanzón (Bilbao, 1965) escribe de los distintos estadios de la vida y dice que en cada uno de ellos “el hombre ha de buscar no tanto la enfática felicidad sino, con más llaneza, ese momento propicio que los griegos llamaron 'kairos' y que podría traducirse libremente como su 'enhorabuena'”. Escribe el filósofo de la conveniencia de que el niño, el joven, el adulto y el anciano disfruten de su etapa concreta, desarrollando sus potencialidades y plenitudes, hasta llegar, si se tiene la fortuna, al final del recorrido, “como los antiguos patriarcas, colmado de años, tras completar exitosamente el ciclo vital y sin grandes deudas con la vida”.

 

Tras leer esta esclarecedora pieza, que celebra la vida y reivindica el placer de saber envejecer, es imposible no preguntarse hasta qué punto el autor simboliza ese caminar consciente hacia adelante, cumpliendo con las obligaciones y llevando a cabo los deseos y vocaciones con una alegría equilibrada. Afable, reflexivo, dado a cuestionarse muchas verdades aceptadas, a sopesar sus palabras y acciones, Gomá da la impresión de haber trazado un mapa personal y de tener muy clara la ruta a seguir, siempre mirando a su propósito de frente, seguro de los objetivos, sabedor de que mejor no perderse en meandros y carreteras secundarias.

 

De esa manera, nada le ha impedido ir levantando una obra sólida cuyas ramas brotan de un tronco robusto, el de la ejemplaridad como punto de partida y como constante tema de reflexión. Ahí está su tetralogía: Imitación y experiencia, Aquiles en el gineceo, Ejemplaridad pública y Necesario pero imposible, libros que próximamente la editorial Taurus publicará juntos, en una caja que dará idea de la unidad del proyecto filosófico, y que coincidirá en las librerías con otros trabajos. Así un volumen que reúne sus textos sobre fundaciones: Carta a las fundaciones españolas y otros ensayos del mismo estilo (Pre-Textos) y Breve historia de la cultura occidental (Taurus). A Gomá no le faltan proyectos ni habilidad para sacar partido a su tiempo. Ya acaricia la idea de ponerse a escribir muy pronto otro ensayo corto, casi un panfleto, para el que tiene decidido el título: Visión, cultura y corazón educado. Lecciones de la crisis. Y adelanta que todo esto, en realidad, “es una transición para una nueva etapa” en su producción literaria, una etapa “cuyos contornos”, según dice, “se van perfilando poco a poco, sin excluir una idea que quizá algún día lleve a cabo: escribir textos filosóficos para la escena”.

 

Todo un plan de trabajo para los próximos dos años. Pasos medidos de un trayecto firme, el de este hombre que compagina el ejercicio solitario, reconcentrado, del pensador, con las dotes organizativas y de gestión necesarias para llevar el timón de un centro cultural como es la Fundación Juan March, cuyo destino dirige desde 2003. En él parece haber un talante práctico y a la vez soñador, una mirada sagaz y observadora a los detalles de lo cotidiano, del día a día, que se mezcla con una indagación en lo sublime, lo trascendente, lo inaprehensible de la existencia. Todo esto se va dibujando a medida que avanza la conversación. Una conversación detenida, en la que hablamos ampliamente de las renuncias y los horizontes de la filosofía, pero también del presente con sus luces y sus sombras, y, por supuesto, del gran tema: la vida.

 

Para entender la visión filosófica de Javier Gomá hay que ir al momento en que se fraguó, al trazado de una ruta intelectual que surgió en la adolescencia, una época que tan bien comprende y analiza en su Aquiles en el gineceo. Él mismo lo explica de la siguiente manera: “Yo me considero una persona de vocación literaria muy intensa e incluso muy tiránica. A partir de los 15, 16 años, tuve una visión, más bien una pasión, que me condujo hacia un conjunto de temas que tenían una conexión sistemática unos con otros y que partían de la ejemplaridad como concepto principal. Al principio quería contarlo todo de una sola vez, pero no acababa de encontrar la manera. Cuando acepté que iba a escribir un primer libro en el que sólo diría unas cuantas cosas, y que a ese habrían de sucederle otros que fuesen dando vueltas al tema central desde diferentes perspectivas, fue cuando el proyecto adquirió sentido”.

 

-- ¿Fuiste un lector muy temprano? ¿Por qué la inclinación posterior por la filosofía, no por la ficción?

 

- Mi vocación, muy temprana, fue literaria, esa emoción poética hacia determinadas ideas, esa inclinación de todo tu ser hacia un nudo de relaciones y de intuiciones vagamente presentidas. Se trataba de dar expresión, fijeza y permanencia a esa visión. Si la celebras, eres poeta; si la defines, eres filósofo. Mi primera reacción fue poética: escribí poesía, cuentos, novelas, literatura del yo. Pero me di cuenta que el asunto permanecía allí, intocado, incitante. Y entonces vino el trabajo en el concepto, la filosofía. Y allí hice mi morada.

 

-  ¿De niño ya eras muy observador? ¿Cómo te recuerdas?

 

- Soy observador en el sentido de que me fijo en la gente y en las cosas, pero desgraciadamente tengo muy mala memoria para los aspectos concretos de la realidad. Algo dentro de mí salta casi al instante de lo particular a lo general. Muchas veces me desespero cuando debo contar una anécdota porque retengo con exactitud la idea que deseo transmitir, desprendida de todos esos detalles que la hacen sabrosa para el oyente. De todos modos, si a veces algún detalle se me queda, es porque conserva para mí un altísimo poder significativo. Y entonces lo uso para algún ensayo. O en una ocasión para un libro entero: Aquiles en el gineceo contiene una meditación sobre el “caso” singular del Aquiles adolescente y su paso a la madurez (del estadio estético al ético).

 

La falta de ejemplaridad

 

- Si de algo estamos faltos hoy es de ejemplaridad. Curiosamente esa visión adolescente de la que hablas se anticipó a la necesidad de poner en la conversación, en el día a día, una palabra necesaria, con todas sus lecturas y consecuencias.

 

-  Sí. El concepto de ejemplaridad es, a mi juicio, un concepto conveniente, oportuno y necesario para nuestra época. Se trata de un concepto explicativo, pero la presentación que hago del mismo en mis cuatro libros es una presentación sistemática y abstracta. De hecho, incluso algunas veces, se me ha reprochado, amistosamente, que siendo un filósofo del ejemplo y de la ejemplaridad ponga pocos ejemplos, a lo que siempre contesto que una de las partes del conjunto, Aquiles, es justamente, toda ella, una especie de ejemplo.

 

- Sin embargo, los microensayos contenidos en libros como Todo a mil y Razón: portería, demuestran una gran capacidad para la percepción de lo cotidiano. Hay mucha experiencia y acercamiento a las cuestiones del día a día, que son vistas muchas veces incluso con ironía y humor. El lector siente que se le está hablando de asuntos cercanos, propios.

 

-  Esas entregas son el resultado de mis colaboraciones en prensa, algo que no me sentí capaz de acometer mientras mis fuerzas estaban completamente absorbidas en ese esfuerzo principal de elaboración de los cuatro libros. No fue hasta que publiqué el tercero, Ejemplaridad pública, con la idea ya muy madura en mi cabeza del cuarto, cuando pude tomar una cierta distancia del proyecto general y decidí que era un buen momento para aceptar colaborar en un suplemento cultural, en este caso “Babelia” (El País). Ya podía objetivar lo que había hecho, ofrecer nuevos tonos, nuevas modulaciones. Ya podía hablar de los temas de mis libros sin el esfuerzo de clarificación, de sistematización, de abstracción. Tenía la oportunidad de hacer justamente eso de lo que me hablas: introducir la anécdota, la vida cotidiana, el amor, el humor, la ironía, incluso la autoironía, cosas que sólo puedes hacer cuando el trabajo principal ya está maduro. Incluso en otro de mis libros recopilatorios, Ingenuidad aprendida, elaboré el concepto de filosofía mundana. Mi pretensión es que todo lo que hago pueda llegar a cualquier persona culta, pero es verdad que los libros de la tetralogía exigen un mayor esfuerzo de atención, mientras que, en cambio, en las mil palabras de los microensayos, se puede introducir al lector en los temas concretos, no en un sentido de divulgación fácil, de vulgarización de las ideas, porque yo me tomo al lector filosóficamente muy en serio. Lo que persigo es llevarlo a temas tan importantes como  la amistad, el amor, el humor, Europa, la relativización de las cosas o la importancia de la fortuna, de una manera que resulte amable y seductora.

 

- En cualquier caso, el estilo, tanto en los artículos como en los ensayos mayores, es muy diáfano, clarificador.

 

- Creo que la filosofía, si realmente lo es, debe apartarse del lenguaje críptico, hermético, cabalístico. Esa es la auténtica filosofía, la que ha llegado hasta nosotros desde Platón y Sócrates. Sócrates era un señor que paseaba por las calles, hablaba con el esclavo de Menón y éste le entendía perfectamente. ¿En qué momento la filosofía se convirtió en una disciplina hermética? Casi seguro en el momento en el que la universidad se apropió de ella.

 

- ¿Tuvo algo que ver el protagonismo de la ciencia y la pretensión de la filosofía de emularla, de convertirse en una disciplina científica?

 

- Es exactamente así. Se pensó que la filosofía se podía codificar y convertir en una especie de ciencia cuando en realidad es todo lo contrario. La ciencia estudia una región del ser, mientras que  la filosofía, si verdaderamente es filosofía, tiene que ser una propuesta del todo. En la ciencia unos se ocupan de la química y otros de la física o de la biología. Y dentro de cada una de esas áreas hay diferentes subapartados, hasta el punto de que, con mucha frecuencia, el especialista en una materia concreta no entiende lo que dice el especialista en otra, tan sofisticado y complejo es el lenguaje que se usa. Las ciencias para avanzar tienen que especializarse y entonces me pregunto: ¿si todo el mundo se especializa quién se ocupa del cuadro entero?. Ahí entra la filosofía, que, por otro lado, se preocupa no básicamente de cómo son las cosas sino de cómo deben ser: cómo debe ser el hombre, la sociedad, el arte... Dicho de otra manera: la ciencia trata básicamente de cómo es la naturaleza, porque en la naturaleza existen regularidades; la ley de la gravedad, la ley que mide el comportamiento de los átomos o de los astros, mientras que la filosofía se ocupa de algo que no se repite nunca, del hombre. No atiende a las regularidades sino a aspectos únicos. Y hay un última característica, muy importante: la ciencia se debe verificar empíricamente en laboratorios, entra en el territorio de lo posible, mientras que la filosofía por esencia no es verificable. Nunca se ha verificado a Platón, ni a Aristóteles, ni a Kant, ni a Hegel, ni a Nietzsche...

 

“Por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito”

 

- ¿Esa etapa de aproximación de la filosofía a la ciencia se está superando o todavía estamos ahí?

 

- Pues en un plano superficial, que casi llamaríamos periodístico, mucha gente sigue impresionada y todavía parece tener expectativas sobre las consecuencias filosóficas de algunos avances científicos. Hoy está de moda todo lo que lleva el prefijo “neuro”: la neurociencia, el neuromarketing, la neuropsicología, la neuroética... Es como si de la investigación científica del cerebro pudiéramos extraer consecuencias para la ética, para la libertad, incluso para la estética o para la política. Es evidente que la inmensa mayoría de los avances que se están haciendo y que tienen que ver con el cerebro, son interesantes y muy clarificadores. Es evidente que a veces pueden tener consecuencias -ojalá cada vez más-  desde el punto de vista médico y terapéutico, pero, en lo que respecta a la filosofía, las conclusiones son perogrulladas. Nos pueden demostrar, a través de enormes experimentos en las instituciones más prestigiosas, que el hombre está condicionado por el cerebro, por la formación química del cerebro, y, efectivamente, así es. Ya sabíamos que toda manifestación humana tiene un condicionamiento somático, y por tanto genético, pero también entran en juego las circunstancias ambientales, sociales, familiares. ¿Nos pueden decir que todo está determinado por la formación química? ¿Si hubiéramos tenido los instrumentos científicos necesarios hubiéramos podido predecir, antes de que naciera, todas las óperas de Mozart, por ejemplo, o hay un elemento imprevisible, misterioso, que tiene que ver con los fondos de la naturaleza humana, con su creatividad, que convierten en algo imprevisible el curso de la Historia, el curso de las vidas de los individuos y que por consiguiente nunca va a explicar la investigación científica del cerebro? Vamos a tener que admitir que, por mucha investigación que hagamos del cerebro, el futuro no está escrito y, sobre todo, en el ámbito artístico, literario.

 

- No hay fórmulas ni leyes para predecir de qué modo y manera se despliega la sensibilidad creativa. ¿Se puede decir así?

 

-  Por supuesto. La ciencia no puede entrar en terrenos que no son suyos. A mí alguien llegó a decirme, por ejemplo, que en Harvard habían demostrado que no existe el alma. Pero, ¿cómo en Harvard van a demostrar científicamente algo que por su propia naturaleza no es susceptible de verificación? El filósofo debe estar informado de los avances de la ciencia, pero no esperando el último artículo del Harvard review, como si de ese artículo fuera a depender nuestra teoría del hombre, de la belleza, del arte, de la libertad o de la poesía, porque son ámbitos distintos. Pero, ya lejos de la expectación social, de la divulgación de la ciencia, dejando de lado esos títulos a veces espectaculares que se ponen a libros en los que parece que nos van a decir el último hito sobre la naturaleza humana; en ese ámbito subterráneo y profundo de la historia de las ideas, el positivismo está absolutamente superado. De hecho, el siglo positivista por antonomasia fue el siglo XIX, mientras que todas las corrientes de la filosofía influyentes en el siglo XX han partido del presupuesto del antipositivismo. Ahí está la hermenéutica y la deconstrucción, por ejemplo, para demostrarnos que lo que puede percibirse, no es neutro, sino que depende de la cultura, de la ideología, de la posición social, del lenguaje...

 

- ¿Por qué da la impresión de que la filosofía no se renueva, de que sigue dando vueltas a las mismas ideas una y otra vez y sigue preguntándose por lo que ya se preguntaron los filósofos clásicos? Hay un momento en “Razón: portería” en el que se dice que la filosofía no avanza, no ofrece nada novedoso, simplemente se dedica a reinterpretar.

 

- Sí. Esta cita está incluida en el ensayo titulado “La deserción del ideal. ¿Dónde está hoy la Gran Filosofía?” Ahí llamo la atención sobre el hecho de que en los últimos  30 o 40 años en Occidente no se ha producido gran filosofía. Ahí planteo que para mí la filosofía es la propuesta de un ideal, es decir, una visión omnicomprensiva de un deber ser, de lo que tiene que ser el hombre y la sociedad, y sostengo que, en ausencia de ese ideal, por razones que explico, vivimos una cierta época del cinismo, del descreimiento, del post ideal o post utopía. Hay una sospecha respecto a todo ese tipo de planteamientos y la filosofía, huérfana del ideal, se ha aplicado a otros menesteres: filosofía como mera detección de tendencias; filosofía de ética aplicada a la empresa; filosofía simplemente profesoral; filosofía de la divulgación, en las lindes de la autoayuda; filosofía que insiste en la crítica de la modernidad una y otra vez, etcétera.

 

- Si algo está claro en la tetralogía de la ejemplaridad, desde un primer momento, es la fijación de un ideal.

 

- Sí. Pero eso no quiere decir que yo considere a mi trabajo gran filosofía. Para nada pretendo inscribirme en esa categoría, pero sí admito que, de algún modo, necesitaba explicarme qué encaje tenía una filosofía como la mía en un contexto en el que parecía que se había renunciado a un ideal omnicomprensivo. Y luego, insisto, está el hecho de que la filosofía durante los tres últimos siglos ha tenido algo de filosofía de la sospecha. Si lo tuviera que resumir brevemente lo diría más o menos así: durante siglos, incluso milenios, la cultura era algo que nos dignificaba, pero, de pronto, determinados pensadores nos convencieron de que, lejos de eso, era la trampa de determinadas ideologías. Marx nos llevó a pensar que la cultura en la que creíamos vivir cómodamente y que nos convertía en seres civilizados, en realidad escondía los intereses ocultos de una clase dominante sobre una clase explotada. Nietzsche sostuvo que en realidad esa cultura era el subterfugio utilizado por los vitalmente débiles para encadenar a los vitalmente fuertes y Freud que la cultura estaba hecha para reprimir nuestros deseos primarios. Durante un periodo de tiempo, que abarcó los siglos XVIII, XIX y XX, la cultura, y dentro de la cultura, la filosofía, fue muy valiosa como un instrumento eficaz en la lucha de la liberación del individuo frente a determinados opresores tradicionales, como instrumento de lucidez para detectar los distintos modos de dominación. A mi juicio esa lucha de la filosofía es una lucha que ya ha dado todos sus resultados; tal es así que a veces ya se ha convertido en excesiva. Nos hacen tan lúcidos que ya prácticamente hemos perdido la ingenuidad sobre que la cultura también puede tener un elemento civilizador, dignificador, por mucho que sea un producto social, por mucho que esté mezclada con intereses de dominio. Creo que ya toca que valoremos el elemento elevador, creador, de la cultura.

 

“Hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social”

- La cultura como generadora de conciencias es una idea que está cobrando mucho peso en el presente. De hecho, si algo está claro hoy es que las sociedades cultas son mucho más peligrosas para los poderes que valoran, por encima de todo, la sumisión de los pueblos.

 

- Exactamente, hay que reivindicar el papel de la cultura como generadora de conciencias y de integración social. Volviendo a lo anterior, creo que los rendimientos que esa filosofía de la sospecha ha producido, desde la perspectiva de la liberación individual durante tres siglos, hoy nos está impidiendo dar el paso siguiente. Ahora que ya nos hemos liberado de muchas opresiones tendremos que empezar a construir algo y para construir ese algo a lo mejor tendremos que ser un poco menos lúcidos y ganar un poco más de ingenuidad. A lo mejor tendremos que ser menos cínicos y tener una mayor capacidad de entusiasmo. A a lo mejor tendremos que renunciar a una hiperconciencia y liberar fuerzas creativas. Yo no critico, porque ha dado grandes frutos, esa filosofía, que ya se ha convertido en mera historia del pensamiento y que ha tratado de desmontar, de deconstruir, de desenmascarar, todos los intereses negativos y opresivos, pero sí digo que, a lo mejor, esa filosofía ya ha dado todo lo que tenía que dar y que ahora mismo estamos en una fase en la que la sociedad sigue teniendo una serie de problemas. Y habrá que empezar a pensarlos, incluso a sentirlos de una manera diferente. El paradigma anterior ya no nos sirve.

 

- ¿Hablamos de volver a creer en las utopías?

 

- Bueno, sí, pero si partimos del hecho de que cada filósofo es dueño de su lenguaje y cada uno elige sus palabras, yo en vez de utilizar el término utopía prefiero el de ideal. La palabra utopía tiene algo de despersonalización. Al remitirnos a ella parece que estamos hablando siempre de una especie de república perfecta y, por otro lado, la utopía ha tenido un uso que ha fomentado los totalitarismos. Por todo ello es un concepto que dejo en penumbra, sin criticarlo, mientras me decanto por el de ideal, que encaja más con la dirección del trayecto que debe seguir el hombre o la mujer.

 

- Entonces, ¿en qué momento está ahora la filosofía, en un momento en el que debe empezar a generar nuevos asuntos de discusión?

 

- Los filósofos modernos vuelven a los clásicos, pero muchas veces con efecto deconstructivo, para demostrar que Platón, Aristóteles o Kant, escondían en realidad un afán de dominio. Pero lo que hay que hacer es deconstruirlos para hacerlos más libres y para hallar el propio camino. No estoy de acuerdo con eso, que se dice tantas veces, de que la filosofía no es la disciplina de las respuestas sino la disciplina de las preguntas. Para nada. Tiene que haber respuestas. Otra cosa es que, a lo mejor, esas respuestas no son unas respuestas eternas, para siempre, que valgan para todos los hombres y para todas las épocas. ¿Qué opina usted del sentido de la vida? ¿Qué opina usted del amor? ¿Qué opina de la muerte, de la felicidad, de la suerte, del Estado, de Europa, de la melancolía..? Usted, filósofo, me tiene que decir qué opina. No me cuente que se trata sólo de plantear las eternas preguntas sobre la vida. No me indique el camino de Platón nuevamente. De ese modo estamos convirtiendo la filosofía en historia de la filosofía. Yo creo que un filósofo tiene que ser absolutamente descarado y tiene que tener una desenvoltura y un desenfado casi impertinentes.

 

- ¿Puedes desarrollar esta idea un poco más?

 

-  Con esto quiero decir que a mí, en el fondo, me importa un bledo lo que digan Platón y Aristóteles, Kant o Nietzsche. Toda la historia de la filosofía, y en realidad toda la historia de la cultura, me sirven en la medida, y sólo en la medida, en que me permitan ver mejor mi vida y mi mundo, y si no me sirven los mando a todos al trastero, porque la historia del pensamiento no me interesa, o mejor dicho, me interesa en la medida en que me ayuda a tener una conciencia histórica, a conocer y aprovechar lo que otros han dicho, esas ideas sobre las que hay un consenso de muchos siglos. No podemos rechazar todos esos pensamientos fecundos, interesantes, iluminadores, pero a partir de ahí yo quiero saber hoy qué es el amor, qué es la amistad, qué es el sentido de la vida, qué es la felicidad o qué es la muerte. Quiero saberlo, sentirlo y definirlo ahora y sólo para eso me vuelvo a la historia de la filosofía. Voy ahí como quien se va a una caja de herramientas a escoger cuál es la herramienta que más le conviene, si es que le conviene alguna, como quien tiene que preparar una cena para los amigos y se va al supermercado y escoge los ingredientes adecuados de cada una de las secciones para hacer una comida exquisita. Pero lo importante es la comida, el arreglo. Ese es el desenfado al que me refiero. Lo verdaderamente importante son las respuestas que hoy soy capaz de dar a una serie de problemas que la vida me plantea.

 

“Una de las cosas que está pendiente es proponer, a esta sociedad en la que vivimos, un nuevo ideal”

 

- ¿Puede la filosofía del presente ofrecer respuestas para afrontar el momento de desesperanza que atravesamos y que, indudablemente, tiene que ver con la crisis económica, pero, sobre todo, con una profunda crisis de valores?

 

- Creo que una de las cosas que está pendiente es proponer a esta sociedad en la que vivimos, a esta etapa democrática de la historia de la cultura, que tiene unos tintes tan característicos, un nuevo ideal, un ideal que sea acorde y contemporáneo a su devenir. No se trata de ir hacia un ideal medieval ni arqueológico, sino precisamente de ofrecer uno que posea una de las características fundamentales del ideal: tener la capacidad de suscitar entusiasmo. Todas las épocas de la cultura han propuesto un ideal a su sociedad, que ha sido capaz de entusiasmar a sus gentes y que tiene dos grandes consecuencias: por un lado, promover el progreso moral de esa sociedad en la dirección de ese ideal, ideal que nunca se cumple exactamente, pero que es como una especie de señuelo que seduce y que moviliza las fuerzas en una dirección, y en segundo lugar, ofrecer la perspectiva del ideal, porque sólo desde ahí, a través de la comparación, midiendo la distancia con lo que queremos alcanzar, podemos criticar el presente. Uno de los problemas que nosotros tenemos en nuestra época es que damos a entender que el precio por ser libres y por ser inteligentes en una sociedad democrática es la renuncia al ideal o dicho de otra manera: solamente se puede ser democrático si eres al mismo tiempo una persona resignada. Por tanto, el entusiasmo es imposible, el progreso es imposible y la crítica fundada al presente es imposible. Esto no lo van a hacer las ciencias, no lo va a hacer la política, el periodismo o las empresas. Es una labor de los que se dedican a pensar y son responsables a la hora de proponer un ideal que sea verdaderamente contemporáneo y capaz de señalar una dirección y de movilizar las fuerzas del entusiasmo presentes. Por ahí es por donde debe ir la filosofía, pero lo cierto es que a veces encuentro más contemporaneidad en una función de danza, en una película, en una obra de teatro, que en la filosofía contemporánea, que, a mi juicio, en gran parte, está todavía anclada en unos paradigmas ya superados y que aún no tiene nada importante que decir a nuestra época.

 

- Hay un momento en “Razón: portería” en el que dices que hoy viajamos a lugares remotos del planeta, pero que el viaje que ahora tenemos que realizar, el viaje verdaderamente importante, es el viaje interior, el viaje hacia las profundidades de la propia intimidad. ¿Dónde compramos los billetes para emprender ese viaje?

 

- Me viene bien la manera en que has formulado la pregunta, porque quizás lo que tenemos que hacer es dejar de comprar mercancías. Yo soy un escritor, un filósofo, un ensayista, anti puritano. Muchas veces se nota que me hacen preguntas buscando mi complicidad para criticar a los políticos o a los empresarios, por ejemplo. Pero a mí que la política sea política no me impresiona y que el capitalismo sea capitalista tampoco. Que en la política se pretenda acceder al poder por todos los medios lícitos me parece que es la ley de la política y que el capitalismo pretenda convertirlo todo en mercancía me parece que es la ley del capitalismo. Lo que sucede es que ni yo quiero convertirme en súbdito de los políticos ni en consumidor del capitalista. Consumo, pero no soy consumidor; respeto las leyes, pero eso no me convierte en súbdito. Lo que sucede es que esta sociedad tiende a convertirnos en súbditos o en consumidores de mercancías, incluso, si es posible, en mercancías de nosotros mismos y tiende a ponernos precio. Pero tenemos una dignidad que no tiene precio.

 

“Dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía”

 

- En ese microensayo se destacan algunas de las funciones de la universidad, que debería no sólo tender a formar a profesionales competentes y competidores.

 

- Sí. La universidad convierte a las personas en profesionales capaces de crear mercancías que tienen precio, pero la universidad también tiene que tener como finalidad que cada uno de nosotros, aparte de consumidores, seamos ciudadanos, es decir, personas que no tienen precio sino dignidad. Estoy absolutamente a favor de crear profesionales que creen mercancías capaces de generar riqueza dentro de un país, pero siempre y cuando vivamos en tensión. No digo que un polo arruine al otro; que haya que optar entre una cosa u la otra. A lo que me refiero es a que dentro de nosotros tiene que haber una tensión entre la dignidad y la mercancía. La gente tiene que desarrollar una profesión, por supuesto. En mi Aquiles en el gineceo se hace una exaltación de la especialización del oficio, pero siempre y cuando al mismo tiempo tengamos conciencia de nuestra dignidad. Aquí volvemos a lo del billete. Junto al viaje que hacemos comprando un billete que tiene precio, tenemos que hacer ese otro viaje que no necesita de dinero, ese viaje hacia el interior, ese progreso no hacia ¡vaya usted a saber qué regiones!, sino hacia uno mismo.

 

“Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada”

 

- El viaje interior no es algo que se fomente demasiado en las escuelas, en las empresas, en las familias, en las sociedades actuales.

 

- Puede que no, pero es importantísimo. Siempre recomiendo a los jóvenes que en ocasiones se acercan a preguntarme por el futuro, por el mundo laboral, que ingresen en el mercado lo más tarde que puedan. ¿Por qué van a tener que empezar a trabajar desde los 21 años, desde el mismo momento en que terminan la carrera, si la esperanza de vida tiende a crecer y las pensiones, aunque sea por un mero problema económico, van a retrasarse? Lo que les digo es que intenten hacer ese viaje interior, ese gran tour todo el tiempo que puedan. Es esencial hacer cosas que no sirvan para nada, que tienen que ver con la propia dignidad, no con el precio. Se trata de practicar ese ocio creativo antes del negocio, al que ya tendrán tiempo de dedicarse muchísimos años.

 

- Ya. Pero nos estamos moviendo todo el tiempo en lo que se supone que debería ser, cuando la realidad ahora mismo está cambiando todos los parámetros. El problema es que estamos tan preocupados por la supervivencia diaria, que el viaje interior se queda aparcado. Hasta los jóvenes tienen miedo al futuro, dudan de la posibilidad de encontrar trabajo en aquello que les gusta. Ya no hay seguridad ni siquiera en los derechos adquiridos.

 

- Bueno, con independencia de la crisis, España tiene unas peculiaridades propias, que es su manera de vivir la modernidad, la posmodernidad y la época democrática. Este país entró en la modernidad democrática muy tarde y muy rápidamente, arrastrando el problema histórico de no haber tenido burguesía. Sánchez Albornoz decía que España era un país sin feudalismo en la Edad Media y sin burguesía, sin clase media, en la edad moderna. Y la modernidad entera es el triunfo de la clase media, que es la que marca la moderación entre los dos extremos. Aquí hubo fundamentalmente Iglesia y aristocracia, por un lado, y campesinos y obreros por el otro. Ese fue el origen de las dos Españas que terminó en un gran conflicto de odio fratricida. Esa especie de gran deuda que teníamos con nosotros mismos se ha pagado hace poco, prácticamente en la Transición, mientras que Estados Unidos ya lo había hecho en el siglo XVIII e Inglaterra en el XVII, con la revolución gloriosa. Todo eso hay que tenerlo en cuenta a la hora de hacer un análisis y, finalmente, están las circunstancias de la crisis, que ha producido y está produciendo desesperación, angustia, sensación de marginalidad, de absurdo y de sinsentido de la vida en muchísima gente. En el microensayo “Somos los mejores” trato de demostrar, y es algo que he defendido en muchísimos sitios y que nadie ha sido capaz de refutarme, que vivimos en el mejor momento de la historia universal, y, sin embargo, siendo un hecho que como fenómeno colectivo la democracia contemporánea es el éxito más grande de la historia universal, también lo es que los miembros de ese proyecto colectivo sufren angustia y sufren desesperación. Es una paradoja.

 

- Pero es porque ese proyecto se ha truncado, no avanza en la dirección adecuada. La democracia está fallando, del mismo modo que el ideal de Europa y de sus instituciones.

 

- Pero, ¿a qué otra época del pasado volveríamos? La historia universal no avanza de manera rectilínea, sino que lo hace dando grandes rodeos. Sólo hemos alcanzado la paz como un valor prácticamente sagrado después de la I y la II Guerra Mundial, porque la paz estuvo siempre asociada a la violencia, a la violencia del que triunfaba en la batalla y era divinizado por sus partidarios. Solamente después del descendimiento a los infiernos que supusieron las dos guerras mundiales, que fueron la apoteosis de las barbarie en el corazón de la  civilización occidental, nos pusimos de acuerdo en que la paz era un valor absoluto y entonces se estableció el Estado de derecho de una manera firme en los países occidentales y empezó a ser muy cuestionada cualquier intervención internacional. A partir de ahí se aseguró la época de paz más prolongada en Europa y en Estados Unidos. La historia universal es una historia que va dando rodeos. No podemos tratar de vislumbrar cuál va a ser el futuro de Occidente por lo que ha ocurrido en los últimos cinco, siete o diez años. Siempre pienso que cualquier paso en la Historia es siempre un paso muy precario y reversible, pero que si observamos lo que ha ocurrido en los últimos dos mil, mil, quinientos, cien o cincuenta últimos años, percibimos que la humanidad, por lo menos en Occidente, ha progresado de una manera indiscutible, aunque ahora la sensación dominante sea la angustia, la indignación y el resentimiento justificado que produce la crisis en mucha gente. Gente que está sufriendo de una manera que considera que podría haberse evitado y que le resulta injusta porque no está afectando a los que verdaderamente han provocado las causas de ese sufrimiento.

 

- El tema troncal de toda tu trayectoria filosófica, la ejemplaridad, es básico, y tiene mucho que ver con todo lo que está pasando. Las democracias se han mercantilizado. El valor se ha puesto, sobre todo, en el dinero, en lo material. Y, junto a ello, también estamos asistiendo a un nuevo despertar. Empieza a emerger una necesidad en la gente de recuperar la dignidad a la que te referías antes, a valorar más lo que se es que lo que se tiene. Se percibe aún muy tímidamente, pero, ¿no crees que la etapa del consumo excesivo está dando paso a algo diferente?. Todo se cruza, es contradictorio. ¿Cómo ves todo esto?

 

“En estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral”

 

-  Sí. Yo creo, y soy consciente de que lo que digo no es nada popular,  que no v

ivimos en una época, ni siquiera en los últimos cinco o diez años, peor que la anterior. Al contrario. Creo que en estos momentos la ciudadanía ha alcanzado una gran altura moral. Me atrevo a decir que había la misma corrupción, incluso más, en los años 70 y 80, pero ahora somos más intolerantes frente a ella. Vemos lo que pasa y no miramos hacia otro lado. Y en cuanto a lo que dices del consumo, estoy de acuerdo. En determinados aspectos, ya hemos empezado a andar hacia una cultura más post material. En España, cuando finalmente hemos sido democráticos y relativamente ricos, ha habido una ebriedad de los bienes materiales, pero todo eso se va a ir equilibrando. El mercado va a seguir funcionando, pero tendrá que regularse y adaptarse a las nuevas circunstancias, porque ya no vamos a consumir de la misma manera. Da la impresión de que estamos entrando en una una etapa en la que vuelven a adquirir sentido, cualquiera que sea la confesión, cosas que podríamos llamar espirituales o inmateriales.

 

- Pero frente a esa indudable altura de unos ciudadanos, ahora más informados, está el desprestigio de la política, de las instituciones...

 

- Bueno, es que digamos que la sociedad, los ciudadanos, han despertado de su sueño complaciente hace poco y de pronto miran a las instituciones y les parecen intolerables, pero son las mismas que en los años 80 y 70 funcionaban igual o peor. Ahora se está produciendo un desajuste provisional, que a lo mejor nunca se resuelve, en el que de pronto la ciudadanía quiere más: más rectitud, más honestidad, más ejemplaridad. Quiere mejores instituciones, mayor calidad democrática, y todo eso ha pillado a los políticos con el paso cambiado, porque además, entre otras cosas, primero había que evitar que el país se fuera por el sumidero de la economía. Es verdad que el dolor que produce la crisis nos ha hecho más exigentes y que los políticos no han sido capaces de atender la mayoría de las demandas, pero lo que está claro es que los partidos que concurran a las próximas elecciones, no podrán ir con el mismo discurso complaciente que en las anteriores. Tendrán que abrirse a otras propuestas de carácter regenerador y no, seguramente, porque ellos se las crean sino porque será el único modo de ganar la confianza de los ciudadanos. Tardarán en adaptarse, porque hay que tener en cuenta esa torpeza con que normalmente la maquinaria partidista asume los mensajes sociales, pero acabarán haciéndolo y en ese proceso, que ya hemos empezado a percibir, irán desapareciendo muchos nombres y rostros y surgiendo otros nuevos. Ellos saben que serán menos convincentes si no cambian a sus representantes.

 

“En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática”

 

- Está claro que las nuevas propuestas y plataformas ciudadanas han provocado una agitación y un movimiento que irremediablemente obligarán a ir en otra dirección...

 

- Sí. Y es muy interesante el surgimiento de plataformas, sociedades, círculos de opinión, elementos corporativos, ciudadanía reunida y espacios en Internet que están pidiendo nueva voz y una mayor calidad democrática. En la sociedad española, en vez de romper cristales o cabinas telefónicas, la gente se está organizando para pedir calidad democrática y esto es propio de un país civilizado. A mí, como decía antes, que los políticos hagan política, que intenten obtener poder y quedarse en él, o que el capitalismo procure ganar el máximo beneficio, si puede ser infinito, mejor, no me escandaliza, siempre y cuando haya contrapoderes como puede ser la ciudadanía, una ciudadanía activa que se organiza y pide. Los políticos se resistirán a cambiar, porque el poder lo que quiere es vivir el ejercicio de su propio poder con comodidad, pero estoy seguro de que al final, si la ciudadanía, que se está comportando de una manera adulta y cívica, logra tener una voz potente, tendrán que aceptarlo, del mismo modo que el capitalismo tiene que aceptar pagar determinados impuestos, respetar la libre competencia y tener en cuenta los derechos del consumidor, toda una serie de cosas que en general le molesta, le estorba.

 

- Es decir, es la ciudadanía la que tiene que hacer el gran trabajo de llevar a cabo el cambio.

 

- Por supuesto. Tendrá que ser así en lo que se refiere a la regeneración más inmediata y luego tendrá que haber una regeneración, a medio o largo plazo, que es la filosófica. Al final acabarán surgiendo propuestas que tengan que ver con el todo, que sean capaces de entusiasmar, que no solamente se limiten a criticar el funcionamiento del poder judicial. Mientras estamos manteniendo esta conversación, tú y yo utilizamos un lenguaje que no hemos creado ninguno de los dos. Recurrimos a palabras como dignidad, libertad, futuro, palabras con unas connotaciones que han llenado de contenido creadores del siglo XVI, del siglo XVIII, del  siglo XX y del XXI. Nosotros estamos utilizando unas palabras prestadas para comunicarnos y cuando pensamos a solas volvemos a esas palabras porque llevamos a la sociedad dentro de nuestras conciencias. Entonces, ¿no es importante también cuidar esas palabras que las generaciones futuras tomarán en préstamo, con las que se van a comunicar y se van a comprender? Esa es la labor de la filosofía; también de la poesía o de la novela, pero tratar de dar definiciones exactas que sirvan para comprender las cosas es una actividad propiamente filosófica. Resumiendo: Además de un proyecto que podríamos llamar de trinchera, que es importantísimo, y que culminará con la reforma de las instituciones aquí y ahora, a corto plazo, está esa otra labor, que podríamos llamar de creación de lenguaje. Una labor mucho más lenta, que puede llevar 25, 50, incluso 100 años, pero que acabará teniendo una enorme importancia porque dará lugar al vocabulario que tomarán en préstamo las generaciones futuras.

 

- ¿Cómo ha ido cambiando el concepto de ejemplaridad a lo largo del tiempo? ¿Cada época la ha interpretado de una manera distinta?

 

- La ejemplaridad tiene un contenido histórico y cambiante como la cultura misma. Pero, en ese devenir incesante, hay dos elementos estructurales que no deben fallar. Uno es ese camino desde el estadio estético al ético, por medio de la doble especialización, que debe recorrer todo ciudadano. Nadie es virtuoso en sentido plenario si no recorre ese camino en algún grado. El segundo es una propiedad de la ejemplaridad: debe ser generalizable. En otras palabras, un ejemplo será ejemplar sólo si, al generalizarse a la sociedad, hace a ésta mejor, más virtuosa. Este principio excluye muchos comportamientos no generalizables y atempera el relativismo de la ejemplaridad.

 

-  Hoy estamos reclamando más ejemplaridad, necesitamos poner otra vez en circulación palabras como honestidad o dignidad, pero, por otro lado, y hablas de ello en otro de tus ensayos, se percibe una tendencia en la sociedad a rodearse de personas no virtuosas, de personas vulgares. Lo vemos cada día y solemos preguntarnos por qué determinados tertulianos o personajes mediáticos tienen tanto éxito, por qué los programas basura funcionan tan bien y por qué cuando surge una figura distinta, que condensa valores positivos, hay una tendencia a criticarla, a buscarle los defectos. ¿Eso es algo propio de la naturaleza humana? ¿Es algo muy español? Siempre se ha dicho que la envidia es  muy propia de este país.

 

-  No me atrevería a decir que forma parte del fenotipo, de la idiosincrasia española. En ese artículo que mencionas: “Amor, lujo y buena conciencia”, en el que pongo el ejemplo de un matrimonio que va a cenar a casa de otro, lo que trato, a través de la anécdota, es de iluminar un principio general que tiene que ver con la ejemplaridad. En presencia de un ejemplo excelente, se tienen dos opciones: o bien seducidos por la fuerza, por la energía, por la potencia, de ese ejemplo virtuoso, nos vemos inclinados a imitarlo, a reformar algún aspecto de nuestra vida, o bien sentimos que ese ejemplo, que, además, es próximo y posible, nos interpela. “Si esto lo está haciendo el vecino por qué no lo puedo hacer yo”, nos decimos, sabiendo que seguir ese comportamiento puede tener un gran coste personal, el de cambiar la rutina, el tipo de vida. Es muy frecuente que en presencia de un ejemplo virtuoso no queramos cambiar de conducta, porque la que aplicamos ya está bien asentada, nos gusta o nos resulta más cómoda. Está el ejemplo tan típico del vecino que recicla la basura. Esa persona puede llegar a incomodar, porque cada noche está dando una lección a alguien a quien no le da la gana de seguirla. En situaciones así se puede optar por decir que, por las razones que sea, preferimos no aplicar determinadas conductas, pero también se puede tratar de desprestigiar al vecino de algún modo, de ensuciarlo demostrando que ese ejemplo virtuoso en realidad no lo es, lo cual genera resentimiento. En las familias vemos mucho este tipo de reacciones. Cuando tenemos un cuñado, u otro pariente, que es un ejemplo virtuoso, podemos actuar como él, pero qué tranquilidad da si es un desastre: si le pone los cuernos a su mujer, es un borracho o ha llevado a su empresa a la bancarrota. Eso inmediatamente otorga al otro, con el que se le compara, una situación de gran prestigio familiar. En fin... Ensuciar los ejemplos alrededor tiene la función de conseguir que no te incomoden.

 

- ¿Funciona así también en política?

 

-  En la política tenemos que tener en cuenta las reglas que rigen la lucha política. La política es la ley del amigo y del enemigo. Su esencia es la ocupación del poder y el mantenimiento del mismo el máximo tiempo posible. Son amigos los que ayudan a conseguir ese propósito y es una práctica habitual que cuando llegan nuevos grupos políticos, los que ya están instalados intenten destruirlos, por todos los medios lícitos, desprestigiarlos, excluirlos, marginarlos. Esa es la ley de la política, siempre ha sido así.

 

- ¿No se puede dignificar la política, como decía Platón?

 

- Sí, pero fíjate cómo le fue a Platón cuando se fue a hacer la utopía en Siracusa. Le fue fatal. Dicho esto, claro que se puede dignificar la política y hay gente que lo hace. Pese a todo, hay una cierta aspiración a la virtud, y sobre todo, hay muchas  restricciones al mal uso del poder: de los ciudadanos, de la prensa... Pero, igual que no podemos pedir a una empresa que no aspire a obtener el mayor beneficio, colocando el máximo número de mercancías en el mercado, tampoco podemos pedir al político que no aspire a la ocupación del poder, espero que por todos los medios lícitos a su alcance. Una vez ocupado el poder, ya no se trata solamente de disfrutarlo. A lo mejor hay algunos que hacen cosas y transforman la sociedad, pero lo que es más importante es que, de la misma manera que la política, el Estado, debe poner condiciones a la economía y obligar a las empresas a redistribuir una parte de los beneficios, los ciudadanos deben condicionar a los políticos. En democracia las ocupaciones son temporales y vemos como unos poderes van limitando a otros y evitan que lleguen a convertirse en poderes absolutos. Es así como tiene que ocurrir.

 

“Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista”

 

- Hablamos de valores, de ideales. Pero en las sociedades actuales uno de los principales problemas es que estamos faltos de figuras ejemplares. Hubo una época en la que los poetas y los filósofos lo fueron. El cetro pasó, hace unas décadas, a empresarios y políticos, hoy tan denostados. Luego fueron los deportistas. Pero los ciclistas se han venido abajo con los escándalos de dopaje y ya se están cuestionando las primas exageradamente altas de los futbolistas.

 

- Lo que sucede es que todo tiende a ser desacralizado. Nosotros ahora vemos con enorme admiración a Pericles, por ejemplo, al que se suele citar como ejemplo de político y orador virtuoso, pero Pericles era un hombre extremadamente corrupto, que usó el dinero de otras polis en beneficio de Atenas. Sentimos gran admiración por Lincoln, pero en una película reciente sobre él se demuestra que llegó a comprar votos, un comportamiento que hoy consideramos absolutamente denigrante. Lo que sucede es que, independientemente de ese hecho, ese señor hizo cosas significativas, admirables. En el otro lado, están los que piensan que la virtud tiene que ser algo tan elevado, tan elevado, que como no exista hay que cortar cabezas. Eso fue lo que hizo Cromwell y también Robespierre. Tenían un concepto tan puritano de cómo debía ser la política que como nadie alcanzaba esos extremos de virtud había que llevar al cadalso a la ciudad entera. Tanto uno como otro se volvieron locos con las ejecuciones, con la guillotina. Ante esto, tenemos que aceptar que la realidad no es ideal. Yo, que soy un defensor extremo del ideal, siempre pienso que solamente podemos proponer un ideal si comprendemos que la realidad ni es ideal, ni lo va a ser nunca, ni debe serlo. El ideal es una propuesta de perfección y la realidad, en esencia, es imperfecta. Cuando hemos tratado de llevar la perfección del ideal a la realidad esto nos ha conducido al fracaso o al terrorismo, desde Platón hasta la utopía marxista. Ser un filósofo del ideal no me convierte en un crítico amargo de la realidad al comprobar que nadie encarna ese ideal. El ideal no se encarna. Debemos tender a él, pero sabiendo que es como ese horizonte que se aleja a medida que avanzamos en el camino. Y ojalá se aleje, porque el día que se realice mal asunto. ¿Llegará un día en que tengamos una realidad tan ideal que ya no haya que reformarla, que ya no haya que criticarla, que ya no haya que mejorarla? ¿Podemos pensar que algún día la sociedad va a tener un comportamiento absolutamente rectilíneo? No. Todo lo que hagamos siempre serán grandes rodeos y siempre el ideal se irá alejando a medida que avanzamos. Teniendo esto muy claro, soy un defensor vehemente de la necesidad de tener siempre ese ideal por delante y, justamente, denuncio su falta hoy en día.

 

“Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida”

 

- Hablas de la felicidad, no como estado sino como dirección. La felicidad consiste en seguir los ciclos adecuadamente, en vivir cada momento, “la hora buena” de cada estadio, de cada edad.

 

- Sí. Avanzar sin tener deudas con la vida es muy importante para mí. Nosotros hemos creado unos conceptos en la tradición filosófica que fueron producidos en una época que ya no es la nuestra, y uno de esos conceptos es el de la felicidad. La palabra felicidad evoca una cierta perfección individual. Esa perfección podía ser posible en la época premoderna, donde todos creían que se vivía en un cosmos perfecto, y donde el individuo adquiría su sentido siempre y cuando se situara en la posición que el cosmos le asignara: hombre, mujer, campesino, obispo, científico o lo que fuera. Pero desde que apareció la subjetividad, el yo moderno, ese cosmos perfecto dejó de convencernos y toda la filosofía que se creó alrededor de ahí, se ha quedado caduca. La felicidad sugiere una perfección que para nosotros, que tenemos una dignidad infinita, pero que estamos destinados a algo indigno, como es la muerte, ya no nos sirve. Por eso digo insistentemente que determinados conceptos de la tradición tenemos que someterlos a una cierta dieta de adelgazamiento y uno de ellos es la felicidad. Para mí la felicidad consiste en no tener deudas con la vida, comprender que no hay una respuesta teórica al sentido de la existencia, sino una respuesta práctica. Si en algo consiste la felicidad es en arrebatarle a la vida el beneficio de esa hora buena de cada una de sus etapas y hacerlo en la medida que podamos con placer, a fin de que si realmente somos niños en la niñez, maduros en la madurez y viejos en la vejez, no acumulemos demasiadas deudas con la vida, no arrastremos ese sentimiento de que la vida nos debe algo.

 

- El problema es el desequilibrio, el querer vivir en una permanente juventud.

 

- Así es. Y esto sucede en nuestra época, pero no creo que sea así por mucho tiempo. Antes hablábamos del paso hacia sociedades post materiales que, sin duda, acabarán modificando muchos conceptos. Es cierto que aún estamos inmersos en una cultura un poco pueril que transmite la impresión de que el momento culminante en la historia de una persona es la juventud. La juventud tiene fuerza, energía, belleza, futuro, impertinencia, rebeldía. Pero es algo que, por su propia naturaleza, dura poco y sucede en un estadio inicial. Todo lo que viene después de la juventud más estricta, que pueden ser décadas, décadas y décadas, se convierte en una época declinante, en una bajada constante o un esfuerzo agónico por retener esas cualidades de la juventud. Eso lo que produce es un cierto desajuste, un cierto desequilibrio y una sensación de mayor deuda. A falta de esa juventud, que es la que proporciona la dicha, el ser humano se convierte en un miope para la hora buena de las épocas posteriores. Se niega el placer de tener 40 años, 50, 60, 70, que existe si la fortuna lo permite, porque estamos expuestos cualquier día a sus golpes nefastos. Vivir es envejecer, y el único tratamiento “antiaging” eficaz es la muerte. Si no queremos ese tratamiento tendremos que comprender que la única manera de seguir viviendo es envejecer. Este es el argumento de mi ensayo, que se titula precisamente “Deudas con la vida”.

 

- ¿Se siente Javier Gomá satisfecho con las etapas vividas? ¿Cómo afronta el futuro?

 

- Alguna vez he dicho que la vida ha sido injusta conmigo… pero en sentido positivo. “Todo a mil” contiene un microensayo programático, titulado “Lo quiero todo”, donde me refiero a esto. En cierta manera, siento que, dentro de las limitaciones de este extraño mundo que habitamos, nada esencial se me ha negado. Tengo casa y oficio a plena satisfacción, y adicionalmente la vida ha permitido, por halago de la fortuna, que lleve a cabo hasta completarlo un plan literario que en sus primeros esbozos se remonta a mi adolescencia, un plan de 40 años. Miro adelante con confianza, con alegría y con esperanza, con el sentimiento de haber agotado las etapas anteriores y haberles arrebatado su “hora buena”. Todo esto no sin trabajo, dolor y ansiedad, mucha ansiedad;  con la pena de algunas vidas rotas o truncadas cerca de mí en estos años y preparándome interiormente para todas esas negatividades que el destino fatalmente nos reserva.

 

- ¿Cómo compaginas tu labor como filósofo con la dirección de la Fundación Juan March? ¿Qué te enseña un trabajo que tanto tiene que ver con la cultura, con la gestión de la cultura en unos tiempos en los que parece no ser una prioridad?

 

- En Aquiles en el gineceo sostengo que el paseo del estadio estético al ético (ejemplaridad) presupone la doble especialización: oficio y corazón, profesión y casa, producción y reproducción. En consecuencia, el desempeño de un oficio, el ejercicio de una profesión con la que ganarse la vida, constituye un elemento de toda individualidad, también de la mía. Esto quiere decir que vivo mi cargo como director de la Fundación sin los antagonismos románticos, con la mayor naturalidad y plenamente reconciliado con los deberes profesionales. En estos 11 años que llevo en la dirección he formado un equipo inmejorable y la coordinación entre nosotros es perfecta. Esta armonía hace todo más fácil. El trabajo en la Fundación me ha enseñado la importancia de proporcionar criterios seguros y firmes en el “mundo revuelto” de las humanidades en esta época postmoderna: hay otras instituciones que tienden más a la experimentación y el riesgo; la Fundación aspira más bien inspirar confianza en la mayoría y a largo plazo. Y esto es algo con lo que simpatizo al máximo, también como escritor.

 

“Vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido”

 

- Hablábamos de esa posible etapa post material. ¿No te parece también que estamos en un proceso de pasar del yo al nosotros? ¿Todos estos procesos colectivos que estamos viviendo no nos llevan a darnos cuenta de que sólo podemos avanzar juntos, uniendo fuerzas, de que en solitario no podemos hacer que cambien las circunstancias de nuestras vidas y de las generaciones futuras? Tú hablas de la mayoría selecta.

 

- Todo eso es muy interesante y es indudable que está ahí. La denominación de mayoría selecta es una idea fija de mis escritos. Uno de los latiguillos que repito muchas veces es que ya lo importante no es ser libres sino ser libres juntos. Hablo de la mayoría selecta consciente de que la herencia orteguiana, su concepto de masa, es muy pesada. Una y otra vez intento combatir en mis libros contra eso, pero hay mucha gente que sigue llenándose la boca con ese concepto tan perverso, que sigue pensando y creyendo en la división entre unas élites superferolíticas y exquisitas y una gran masa de gente que no tiene más obligación que la docilidad. No dicen que los ciudadanos tengan que ser ciudadanos sino masa y tratan a la ciudadanía de ese modo tan despectivo. Lo que yo digo es: “Un momento. Esa llamada masa está constituida por millones de ciudadanos, y cada uno de ellos es responsable, autónomo, crítico, cívico, virtuoso”. Por eso he concebido la expresión de mayoría selecta, por eso hablo, en un momento dado, de la amistad o del lenguaje como ejemplos de hasta qué punto limitarse es extenderse. Limitar el propio yo no nos restringe, como pudiera parecer, sino que nos hace más ricos. Por todo eso no puedo estar más de acuerdo con que vivimos en una época donde el nosotros empieza a cobrar sentido, donde podemos ser libres juntos, sin renunciar a lo que ya hemos conquistado.

 

- Te refieres a superar el egoísmo, ese exceso de individualidad que es una fase gineceo, como expones en tu Aquiles, esa adolescencia perpetua...

 

- Sí, pero sin renunciar a ese espacio estético. Se trata de cómo educar esa libertad para poder ser libres juntos y juntos poder hacer muchas cosas. Para mí eso es muy esperanzador.

 

- La educación aquí es esencial. Resulta muy interesante la imagen de la piñata, que utilizas en otro de tus ensayos, para ver hasta qué punto estamos educando a las nuevas generaciones exclusivamente para que entren en la sociedad del consumo, de la competitividad, de la avaricia. ¿Cómo podemos educar a nuestros hijos para que contribuyan a crear sociedades mejores?

 

- Podemos volver a la idea de promover en los niños, en los jóvenes, la necesidad del viaje interior. En ese colegio ideal al que debemos tender no se trata tanto de transmitir conocimientos sino de alentar la idea del amor al conocimiento. No tengamos tanto interés en que el profesor le explique a nuestros hijos, a lo largo de un año, toda la historia de la literatura universal, sino en que despierte en él el amor a ese recorrido, a esa historia. Luego ellos ya harán lo que quieran en su tiempo libre. La escuela debe ser el  lugar en el que se transmita la pasión por el conocimiento, más que el conocimiento mismo, y también un espacio de convivencia, donde se aprenda a convivir. En cuanto a la  universidad, ya lo decía antes. Tiene que formar a profesionales capaces de crear productos que tengan precio, pero también a ciudadanos críticos, reflexivos, que hayan hecho el viaje interior y que sean conscientes de su dignidad sin precio.

 

- También hablas de cómo aprender que somos mortales.

 

- Sí. Yo distingo entre la muerte y la mortalidad. Se trata de tener presente que somos mortales, de adquirir esa conciencia. No sé si esa es una labor de los profesores, de los colegios. Es un asunto que tiene que ver con lo que decía antes, con la filosofía. Hay que ir creando ese lenguaje que la gente, las distintas generaciones, han de tomar prestado y han de poner en circulación.

 

- Pero las humanidades, la filosofía, cada vez están más menguadas en los planes de estudio.

 

- A veces siento una cierta resistencia a ese exceso de responsabilidad que la sociedad carga sobre los planes educativos y administrativos. ¿Realmente es tan importante una hora más de literatura? ¿De eso va a depender el futuro de las humanidades, de la dignidad y de la ciudadanía? No sé si les estamos atribuyendo un exceso de responsabilidad a los planes de estudio, que ojalá estén bien hechos, sean equilibrados y respondan a la pluralidad de las disciplinas de nuestra época. Pero pensar que esas directrices, aprobadas por la burocracia administrativa, van a ser la solución a todos nuestros problemas me parece demasiado. No creo que un poeta nazca por las clases de historia de la literatura, o un filósofo por las de historia de la filosofía. Yo no lo he vivido así. Se trata de un amor, de una vocación, que acaba prendiendo en ti.

 

“Una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo”

 

- En tu trabajo filosófico hay un gran apoyo en la literatura. Constantemente recurres a novelas, a protagonistas de la ficción que tomas como ejemplos de conductas, de circunstancias... ¿Crees que la literatura tiene un efecto transformador en la vida?

 

- Sí, absolutamente. En primer lugar considero que lo verdaderamente importante en este mundo depende del corazón humano. La economía, a la que tanta trascendencia otorgamos, es la disciplina por la cual se utilizan los recursos para satisfacer las necesidades humanas básicas, pero pocas veces se pregunta cuáles son esas necesidades, cuáles son esos deseos que nacen del corazón y que tienen que ver con los pensamientos, con los sentimientos. Todo esto nos lleva a que, al final, la economía entera depende de la poesía. Y tirando del hilo del carácter transformador de la literatura, podemos preguntarnos: ¿Por qué las novelas del siglo XIX fueron tan transformadoras? Pues porque nosotros asistimos al destino de Ana Karenina o de un individuo cuya empresa quiebra en las novelas de Dickens y sentimos que el tratamiento que la sociedad le está dando a esa mujer o a ese pobre y pequeño empresario es injusto. Eso puede generar en nosotros un sentimiento de injusticia social. Eso educa nuestro corazón y ese corazón, más educado como consecuencia de la novela o de la poesía, genera actitudes que hacen que determinadas cosas nos parezcan mal y que incluso, al final, acaben canalizando en demandas y generando leyes. Es conocido que las novelas de Dickens produjeron un cambio legislativo en el tratamiento del deudor que quebraba, hicieron reflexionar sobre si debía o no ir a prisión una persona que solamente tenía deudas. Hoy no se admite la prisión por deudas, en el caso de que no haya delito. Pero en el pasado fue así. ¿Qué sucedió? Pues que hubo un momento en que la sociedad se dio cuenta de que era injusto y a eso ayudaron las novelas. La literatura transforma la mirada hacia las cosas, esa nueva mirada produce demandas y las demandas dan lugar a transformaciones en forma de leyes, de costumbres, de actitudes. Y a nivel particular una lectura puede modificar nuestra manera de situarnos en el mundo. Por tanto no es que piense que la literatura tiene importancia, sino que creo que al final es lo único que importa. La política, la economía, y todo lo demás, dependen del corazón humano, y ese corazón se alimenta de la poesía, de la literatura.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

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