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Configurar sentido ascendente

En la poesía de los verdaderos poetas siempre se termina reconociendo un mismo espíritu. Tal vez sea este el mejor antídoto contra las banderías entre poetas que en el fondo, ante la poesía verdadera, no pueden sino diluirse. Comienzo con esta aseveración porque, resulta obvio que cuando uno se acerca a la obra de Mª Ángeles Pérez López percibe que se encuentre ante una gran poeta, una poeta grande y verdadera.

Una vez señalado esto, me atrevo a erigir otro postulado, que no es sino el de que dos son los elementos esenciales para que se dé una poesía de calidad: el conocimiento de las técnicas poéticas en su más amplio sentido, por un lado, y la posesión de una mirada ya sea inspirada, intuitiva o ambas cosas a la vez, por otro. Por lo que respecta al conocimiento, su adquisición puede conseguirse con dedicación y tiempo, aunque también hay que decir, sin faltar a la verdad, que no siempre está al alcance de cualquiera. En cuanto a la mirada poética… tan sólo los dioses conocen a quién se la otorgan y las razones que para ello tienen.

Me llama enormemente la atención cómo una joven Alejandra Pizarnik, con tan solo 21 años, había descubierto ya la necesidad de los dos elementos antes señalados: escribe en su diario el 27 de octubre de 1957, tras haber leído a Neruda, a Rilke, a Holderlin: “Descubro que mis poemas son balbuceos. Necesito leer más poesías, averiguar la forma, la construcción”[1].

María Ángeles Pérez López parece congraciada con el conocimiento y con los dioses a la vez, tiene ambas cualidades y, lo que me resulta más sorprendente aún, ella ha conseguido con el tiempo ir puliendo su mirada como quien a base de ejercicios logra reducir sus dioptrías mejorando así la vista. Si difícil resulta ya tener un don, mejor es aún tener la capacidad de mejorarlo.

Si tratásemos de definir a grandes rasgos y de un modo rápido la poesía Mª Ángeles Pérez, y en concreto el poemario último, Fiebre y compasión de los metales, cabría decir que se trata de una poesía mimetizada con los objetos y el material del que borbotea los poemas. El lenguaje es rico y complejo, basta para ello con echar un vistazo a los títulos. Algunos de ellos enarbolan sintagmas con palabras tan hermosas como ángeles, luz o canción, abrazadas a otras que nadie osaría ubicar junto a ellas, como caída, lanzar o acero. Sintagmas que juntos hieren y hacen sangrar. La proliferación del adjetivo rojo entre los versos combina a la perfección con el color de las guardas de la colección de Vaso Roto en que se ha publicado el poemario. 

Todos los poemas de Fiebre y compasión de los metales tienen una enorme profundidad expresiva y no pocas veces uno llega sobrecogido hasta el último verso, ante el que se frena en seco como ante un abismo... O, mejor aún, tal vez los últimos versos no sean sino un precipicio desde el que echar a volar: la luz y la vida, de uno u otro modo, están  presentes en todos ellos. En una primera ojeada a este poemario, la poesía de MAPL pareciera como si se hubiera, en cierto modo, oscurecido con el frío y –quién sabe si también, como ella escribiera hace tiempo– con “la alquitara caliente del afecto/ en que fermenta el tiempo y su uva negra”[2]. Diríamos que ha adquirido con ello hondura y profundidad.

Si decidimos adentrarnos en el tupido bosque de los metales que constituyen los veintisiete poemas aquí fraguados (un número, por cierto, no casual en la lengua española) nos encontraremos con una colección de poemas afilados que harán sangrar al lector con la misma delicadeza con la que una hoja de papel nos muerde sin saber nosotros cómo. Si se leen con atención, dejándose llevar por los vericuetos tridimensionales que los constituyen, la intención de quien los ha escrito se podrá ver cumplida al conseguirnos impactar intensamente, logrando sorprendernos ante cómo la vida no es tan simple como pensamos.

En este sentido, como esos frutos secos, como la nuez o la avellana o la almendra, estos poemas no se abren fácilmente para los no iniciados. El lector, como el ejecutante que requiere una concentración especial ante la partitura o como el budista ante su koan, deberá esforzarse, desdoblarse, contorsionarse incluso para seguir los propios movimientos del poema que multiplica en sucesivas lecturas la sonoridad de su sentido. En un acercamiento primero es esta una poesía que engancha, siendo esta atracción inicial la que desliza en nosotros el deseo de volver a ella. Ese acercamiento detenido que se requiere del lector es, en definitiva, el que permite alcanzar la belleza de esa Petra oculta entre sus páginas. Es todo, al fin y al cabo, una llamada de atención ante la no menos oculta vida de las cosas, ante el alma de lo inanimado. Como leemos en el poema “Lo amputado”:

Quien amputa sonidos, no percibe

que en la palabra bosque, late el árbol

y en la palabra rama, la madera.

Que está el viento dormido en el violín

y la piedra en la tierra y su traspié

como están en la casa el pan y el hambre,

las vocales abiertas de la boca.[3]

Y es, probablemente, a partir del momento en que se toma conciencia de esa llamada de atención ante lo que acabo de denominar la oculta vida de las cosas, cuando el lector comienza a percibir la hondura y belleza de esta escritura. Es más, cualquiera que haya venido siendo en años anteriores fiel a esta autora habrá ido enriqueciendo la comprensión de su estilo, pues ella ha ido haciendo partícipe al lector de la transformación multiplicada de su modo de versificar, con una música perfecta basada en el endecasílabo, y de sus imágenes prodigiosas, centro y eje fundamental de su particular modo de ver el mundo. De hecho, su mirada continúa diseccionando lo que ella denominara hace 20 años con gran acierto “el andamiaje de las cosas”[4]; y también, en palabras suyas, sus “voces escondidas”[5]

Digamos que hay un lenguaje violento, tan solo en apariencia, pues en cada verso late una inmensa ternura de madre y de mujer, haciendo del dolor una belleza extraña, difícil de armonizar porque es consciente la autora de que el mundo no es como debiera, de que no es del todo sincero dibujar con palabras una felicidad que no es totalmente real ya que, a pesar de su temblor y de nuestra piedad para con él, el mal existe. Sin embargo, las palabras lo pueden mitigar. O al menos eso intenta la poeta. De ahí que, en Fiebre y compasión de los metales, la violencia –expresada lingüísticamente mediante esos oxímoron fantásticos– es cordial, amabilísima, dulce.

Claramente las cosas no son como parecen en Fiebre y compasión de los metales. Pero quién ha dicho que la poesía deba ser siempre clara. Este enigma incordiaba también a Alejandra Pizarnik, que se preguntaba y respondía a sí misma de la siguiente manera:

¿por qué me gusta leer la poesía luminosa, clara, y casi execro de la oscura, hermética, cuando yo participo –en mi quehacer poético– de ambas? […] Pero, Alejandra, en el fondo de los fondos, –concluía esta autora– ¿qué es claro y qué es oscuro?[6]

En este contexto, llama la atención poderosamente hasta qué punto el germen de Fiebre y compasión de los metales estaba ya en La sola materia, hace veinte años. No por los protagonistas, ya saben: la cafetera, la bañera, los distintos elementos que componen el dormitorio, no por los personajes, que aún habían de perfeccionar mucho su técnica, sino por algo más profundo y sobrecogedor que es, en definitiva, la prueba clara de que este poemario que hoy leemos existía ya en la autora, quién sabe desde cuándo. Un gran poeta puede estar cobijando durante años una semilla lírica hasta que esta cobre forma definitiva, hasta que esté al punto, por utilizar un símil gastronómico.

Hay días –escribió la autora hace dos décadas– en que sueño con escribir un libro

sobre cómo desprenderse de las cosas

y evitar el recuerdo del abridor de cartas

mellado por el golpe de una mala noticia,

también el del separador de poemas de tela

que vino por el mar y cruzó medio mundo

para asfixiarse en el exceso

o en el delirio.[7]

Antes de percibir y hasta de asumir la fiebre de los metales que nos desvela este poemario hay, para el lector, una doble frialdad envolviendo los objetos en torno a los que María Ángeles Pérez López despliega sus versos. Está, por un lado, la cortante gelidez del acero que sustancia en sí el frío del propio material, inanimado en su origen, que lo conforma y perfila. Pero hay también, en segundo lugar, otro frío diferente. Me refiero al que se intuye emocionalmente cuando se piensa en el mal que puede generarse con los objetos descritos y, sobre todo, en el daño y en las heridas escondidos tras las alegorías de la autora. Porque, si no lo hemos dicho ya es hora de avanzarlo, los metales inician otra era, una de aleaciones fuertes entre la historia y la muerte. La propia autora bosqueja esta evolución en los primeros versos del poema “En el aire, la piedra” (p. 35).

No son hoy los objetos inocentes de ayer los que la escrutadora mirada interior de la poeta expone. Hay un antes y un después de los metales, y así como sin ellos no existirían los oficios individualizadores, no es menos cierto que muchos de ellos se encuentran asociados a la violencia implícita en la especie. Es metálico todo cuanto nuestra especie ha creado para destruir vida y en lo que la mirada de la poeta se adentra para escuchar sus gemidos: tijeras, cuchillo, bisturí, cuchilla, aguja, hacha, anzuelo, arpón, martillo, punzón, hoz, flecha,… Es metálico aquello que da la muerte y con ella llevan los metales el frío hasta los cuerpos de los vivos.

Pero a la vez que el frío de la muerte, está la vida que cobran en la poesía de Mª Ángeles Pérez todos los objetos columpiados por sus versos. Esa vida es la que inicia el proceso febril y compasivo que la poeta percibe y describe. Por ejemplo en el primer poema, “Tijeras que no” (p. 13), que no puede ser casual. Esas tijeras que a semejanza del soldadito del cuento infantil se acercan al fuego que destruye y purifica:

Tijeras que soñaron con ser llaves

acercan su metal hasta la llama

[…]

Tijeras que no quieren ser tijeras

Y acercan hasta el fuego su pesar

Marca ya este primer poema, y pone tras su pista, cierto intento de evitar ser lo que se es. Esta constante en el poemario, atravesado por objetos metálicos punzantes que rehúyen de uno u otro modo su función, deja su impronta sobre el lector, quien, ante el arrepentimiento del metal, no puede evitar sentir piedad. Las tijeras que renuncian a una esencia que rechazan están diciendo al lector que no estamos ya ante la sola materia, pura en su inocencia, sino ante algo más, una funcionalidad de la que no siempre se está orgulloso.

En esta misma línea se manifestarán otros metales que el sentir de la poeta elige ver en actitudes reconciliadoras con la vida. La ternura se nos muestra cuando el martillo acaricia la pared (p. 27) y la nobleza se apodera de los objetos dañinos y los dignifica, y por un momento, el que dura la lectura de un poema, todo se transforma y el mundo se muestra distinto a como es. Es profundamente literario ese afán de guiar a los objetos en sus contorsiones hacia la humanidad o la animalidad. La poeta logra atisbar, así, toda una serie originalísima de metamorfosis: “Tijeras que soñaron con ser llaves” (p. 13); “la grúa que sueña con ser pájaro” (p. 19); “la cuchilla [que] se eleva en el insomnio./[y] Parece un animal inofensivo” (p. 20); “[el hacha que]Duerme […] su sueño de madera” (p. 25); el anzuelo que muerde “con su boca” o los arpones que exudan un“[…] miedo/ metálico […]” (p. 26); “el martillo [que] acaricia la pared” (p. 27); “el punzón reconcilia los oficios” (p. 28); “el óxido [que] violenta las encías”, “ganchos de carnicero que desangran/ pulmones sonrosados de animal” (p. 29); “la brújula que siempre mira al sur” (p. 32); el “[…] cuerpo de la flecha/ [que] recuerda que nació para la altura” (p. 41); …

Esa atribución de vida a aquellos objetos o elementos que carecen por su propia naturaleza de ella constituye uno de los dones de la mirada de MAPL. Es esa llave para acceder a otra realidad (no exenta de cierta forma de ver comprensible, por otra parte, en una profesora que se diría caída de pequeña en la marmita del realismo mágico) lo que la ha dotado de una sensibilidad extrema que nos resulta familiar en otras poetas del otro lado del Atlántico.

En este sentido, el complejo proceso de fabricación de la metáfora ha ido fraguándose en la poesía de MAPL de la mano de la perfección de la técnica literaria durante años. Y al final, como escritora grande que es, siempre llega a la orilla de la madre de las metáforas: la palabra como el arma más afilada, aquella que en definitiva la empuja a ella como poeta al centro de la platea. El poema se convierte, entonces, en el único espacio donde es posible purificar el material duro del que está hecha con frecuencia la vida. En el poema “Correas” escribe:

Omnívora y febril, también elige

pedirle compasión a los metales,

pedir a los grilletes que liberen

su presa con un tajo del puñal

que brilla como un sol inesperado.

Que las correas suelten las palabras.

Que sean compasivos los metales.[8]

Pero no nos engañemos porque los objetos no son sino excusas para hablar de algo más importante que se encuentra más allá del acero y los metales. Tal vez de esa labor de encubridores derive esa compasión que enriquece el título del poemario. Hay pues, indagando y a través de las imágenes, un espacio interior donde en el corazón de la cebolla está lo más tierno y vulnerable. Así, por ejemplo, en “Cuchillo”, cuya lectura vuelve del revés la sensación del lector del primer verso hasta el último, del “carnicero” que “afila su cuchillo”, hasta el final, cuando “tiembla la mano que ha de ser exacta./ Si escribe carnicero. Si inocente”.

Escribir sobre el dolor también es generarlo, parece decirnos la poeta, pero también curarlo. Solo hay que escuchar la “Canción de acero” donde se yergue alzada la palabra resistente frente a todo: “Contra el filo cortante,/ contra el tajo/ opone el alfabeto sus alfiles,/ sus veintisiete piezas extenuadas,/ resecas como hollejos que pisaron los pies de la vendimia y la belleza,/ y en los que aún se destila la alegría”. Las palabras en su compasión pueden ser salvadoras frente a las heridas, y por esto lloran las vocales con el dolor de Melilla en el poema “La cuchilla”, o leemos “en el temor se enferman las vocales” en el poema “Correas”, y la poesía pasa a ser, en consecuencia, el espacio taumatúrgico que puede dar cobijo a la alegría. Late toda una concepción de la vida y la escritura, toda una filosofía del estar y ser en el mundo que se deja entrever en estos versos.

Es, sin duda alguna, el incremento de la carga social lo que ha hecho variar el peso molecular de su poesía con el paso de los años en Mª Ángeles, que ha ido en sus sucesivos poemarios adensando sus imágenes hasta extremos inimaginables. Los versos de MAPL se vuelven así metálicos y sufrientes a medida que se adentran en lo que sus ojos y su boca sienten, a medida que transcriben todo aquello que los objetos, la vida toda en definitiva, ofrece a quien sea capaz de verlo. Basta un segundo, un pararse y tocar ese acontecimiento que pone en marcha el poema como un aleteo que retoma la saltarina travesía de la mariposa. 

Son ahora los objetos y el acero quienes laceran las formas de la poesía y a la propia poeta, y la página en blanco se deja manchar por todas las heridas del mundo. Así, en Fiebre y compasión de los metales MAPL parece acercarse al lector partiendo de la idea de Alejandra Pizarnik cuando escribe, allá por los prodigiosos veinte años de su corta vida: “Soy una enorme herida”[9]. A lo que nuestra poeta responde (“El bisturí”, p. 18):

En la asepsia que exige el hospital,

El bisturí recorta el corazón

De la página blanca del poema,

La sábana que tapa el cuerpo del enfermo.

Es en este sentido, por tanto, la vida ante la no vida lo que este poemario nos revela y describe. Tal vez sea uno de sus más luminosos ejemplos el poema “Caída de los ángeles”–que yo le pediría a ella luego que nos leyera–, en el que obtiene la más pura belleza de lo que no parece sino una trágica derrota, la levedad primera que deriva tras el golpe en el dolor. También conseguir esto es uno de los logros de la gran poesía. O ese bellísimo y simbólico último poema “El cuerpo de la flecha”, que “recuerda que nació para la altura” y cuyo último verso: “En ella beben luz ramas y pájaros” supone un broche final a todo un hermoso poemario lleno de ecos y reflejos.

Voy terminando. Cuanto más pura y verdadera es la poesía con mayor dificultad, pero también con mayor belleza, surge a borbotones del interior de su artífice. Ya sean los balbuceos sanjuanistas, ya la impotencia del último desgarro poético de nuestros días.

Una vez más –nos dice Alejandra Pizarnik– el lenguaje se me resiste. No el lenguaje propiamente dicho sino mi deseo de conjurar mis deseos por medio de una detallada descripción de lo que deseo ver en alguna realidad hecha del material que quieran con tal de que no sea de palabras ni sobre el blanco temible de una hoja de papel[10].

En Fiebre y compasión de los metales María Ángeles Pérez López ha ejemplificado ese hermoso viaje de vuelta que tanto esfuerzo le suponía a Pizarnik. Adentrarse a través de la mirada en la herida de las cosas y regresar desde allí impulsada por la necesidad de testificar, y salvar, lo vivido sobre el papel. Lo cierto es que Alejandra Pizarnik hubiera sido una buena lectora de este libro. Ella hubiera sangrado al leerlo, página tras página, reconociéndose en los distintos dolores que aúllan, a pesar de la mitigación de las palabras empleadas por su autora, en el poemario.

Si digo que con Fiebre y compasión de los metales podría explicarse la situación actual de nuestra especie y del mundo tal vez crean que exagero. Pero, a pesar de todo, en él yo he visto, con un estupor semejante al de Juan cuando escribió el Apocalipsis, desfilar ante mí todos nuestros pecados: la muerte de los inocentes (“Cuchillo”, p. 14); el racismo (“La sinagoga”, p. 15); la deforestación (“Canción de acero”, p. 17); la pobreza (“Hocico”, p. 19); la emigración (“La cuchilla”, p. 20); el egoísmo que impregna los trabajos (“El punzón”, p. 28); el dolor de la pobreza, la sequedad de un planeta castigado, el expolio de las heridas que causan las palabras, el mal generado. Pero también he percibido al leerlo la otra parte: la muesca de luz que se restituye, el caudal, el bucle de calor, el amor salvaje a las distancia, un alto pájaro que no duele, el viento la alegría, la roja ceremonia de vivir… Y el sentido arrepentimiento que el doctor Jeckyll espera que se dé en Mister Hyde en el último momento.

De esta manera, podríamos concluir que Fiebre y compasión de los metales alza la voz por una doble confianza: en el hombre como especie y en la palabra como instrumento para hacer las cosas de otra manera. La confianza en la palabra como mesías liberador se aparece de manera explícita en no pocos de los poemas: “Las palabras también piden ser viento/ que arrase los paisajes de la usura”, leemos, por ejemplo en “El yunque” (p. 34). La confianza en el hombre es un recurso metafórico más de la autora, quizás el principal de toda la obra. Sí, tal vez estaba a la vista pero no lo hemos descubierto hasta este último momento. Los metales somos nosotros, los hombres y mujeres cuyos afilados extremos tajan cuanto tocan hiriéndose unos a otros en sus relaciones. Hombres y mujeres imperfectos, con dificultades de comunicación entre nosotros que acarrean problemas de relación de todo tipo; hechos de distintas aleaciones y también arrepentidos con frecuencia de nuestros actos.

Y María Ángeles Pérez López lo ha escrito con una ternura inexistente, por desgracia, en la realidad, alambique ella misma, desde el que el dolor vierte en el papel, y ante los ojos de los lectores asombrados, una intensa y radiante luz.

 

 



[1] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 197.

[2] María Ángeles Pérez López, La ausente. Cáceres: Diputación Provincial, 2004, p. 61.

[3] María Ángeles Pérez López, “Lo amputado”, en Fiebre y compasión de los metales. Madrid: Vaso Roto, 2016, p. 37.

[4] La sola materia, p. 15.

[5] Ibídem, p. 9.

[6] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, pp. 217-218.

[7] María Ángeles Pérez López, La sola materia. Alicante: Aguaclara, 1998, p. 37.

[8] “Correas”, pp. 29-30.

[9] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 196.

[10] Pizarnik, Alejandra, Diarios. Barcelona: Lumen – Random House Mondadori, 2013, p. 436.

Escrito en Sólo Digital Turia por Asunción Escribano

            La frase proverbial “Pasar más hambre que un maestro de escuela”, hoy en nuestra sociedad afortunadamente ya casi en desuso, procede de la mísera situación económica por la que pasaron los maestros en el siglo XIX debido a lo escaso de su retribución y, en muchas ocasiones, de lo incierto de su percepción, pues los órganos pagadores eran los ayuntamientos, cuyos alcaldes en lo último que pensaban era en pagar a los desdichados maestros, quedando muchas veces su manutención al albur de la peregrina voluntad de los padres de sus alumnos, siendo frecuente que llegaran a pasar hambre y, aunque parezca increíble, llegaron a darse casos incluso de muertes por inanición.

            A los maltratados docentes no les quedaba más arma que denunciar por escrito su situación en la prensa especializada, auténticas heroicidades editoriales que sobrevivieron milagrosamente por el empeño de unos pocos esforzados luchadores, la mayoría maestros metidos a editores que, apostando su propio patrimonio, lograron floreciera en la segunda mitad del siglo XIX este tipo de periódicos profesionales.

            Teruel tuvo también varias cabeceras muy activas, las cuales se han conservado en la Hemeroteca de la ciudad y en la actualidad han sido digitalizadas y se pueden consultar en la Biblioteca Virtual de Prensa Histórica.

            En estas revistas es frecuente encontrar textos satíricos de denuncia, con una finalidad didáctico-correctora, salpimentada con cierta dosis de humor paródico,  con el que se pretendía desdramatizar un tanto la crudeza de los hechos expuestos, buscando un efecto si se quiere catártico, una distancia, tratando de esta manera el hacer soportable la cruda realidad denunciada

            La literatura costumbrista, realista y naturalista, autores de la talla de Galdós, Valera, Pardo Bazán, Ganivet o Blasco Ibáñez, denunciaron esta situación en muchas de sus obras. De igual forma, los estudios actuales sobre el magisterio español en el siglo XIX y parte del XX constatan esta penosa realidad que se dio de manera interrumpida desde el reinado de Fernando VII hasta el de Alfonso XIII. En esta línea de trabajo lleva investigando más de veinte años el profesor de Didáctica de la Lengua de la Facultad de Educación de la Universidad de Zaragoza, Fermín Ezpeleta Aguilar, quien ya en 1997 publicaba junto con su hermana Carmen, Escuelas y maestros en el siglo XIX. Estudio de la prensa del magisterio turolense (Zaragoza, Certeza), al que seguirían las monografías Crónica negra del magisterio español (Madrid, Unisón, 2001) o Miguel Vallés: entre pedagogía y didáctica (Huesca, Museo Pedagógico de Aragón, 2010), así como numerosos artículos sobre la materia.

            Como complemento a y derivado de los anteriores, Fermín Ezpeleta ha publicado recientemente la obra de significativo título, La mala vida del maestro. Literatura satírica en la prensa pedagógica turolense (1880-1900), editada por ese infatigable Centro de Estudios del Jiloca que tanto ha hecho por la cultura turolense en general y por la de su comarca en particular. Se trata de una excelente recopilación de textos satíricos, tanto en prosa como en verso (fábulas, cuadros o escenas costumbristas, diálogos, cuentos, composiciones poéticas, etc.), presentes en la prensa profesional del magisterio de las dos últimas décadas del siglo XIX, escritos por los propios maestros para denunciar sus penurias, no solo la principal, el frecuente impago de los salarios, que se abonaban tarde, mal o nunca, generadores del motivo central de muchos de ellos, el hambre del maestro y de sus familias, sino otras numerosas calamidades que les afectaban como la precariedad del material escolar, el estado ruinoso e insalubre de las escuelas, los atropellos constantes de las autoridades, empezando por el gobernador, siguiendo por el alcalde, hasta terminar por los secretarios, los “derechos pasivos”, es decir, el cobro de la pensión por jubilación o invalidez, la formación de expedientes injustos y arbitrarios, etc.

            La compilación va acompañada por una extensa y bien documentada introducción sobre el estado de la cuestión,  y los textos, con afanes literarios, en su mayor parte imitaciones de autores consagrados (Calderón, Bécquer, Campoamor, Hartzenbusch, etc.) pertenecen a seis maestros literatos representativos que o bien son aragoneses por nacimiento o ejercieron en esta tierra su profesión: Miguel Vallés, Melchor López, Félix Sarrablo, Coronado Satué, José Osés Larumbe y Ezequiel Solana. Todos ellos, con más o menos gracejo y acierto, escribieron esa microhistoria, esa cotidianeidad, ese día a día que no se puede estudiar en los textos legales, del devenir de una profesión otrora vilipendiada y en la actualidad todavía no  demasiado valorada.

           

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Villalba Sebastián

29 de agosto de 2016

Entró en el río sin descalzarse las albarcas de goma. Cruzó a la otra orilla, salvando sin esfuerzo la escasa resistencia de la corriente mermada por el estiaje. Rebuscó entre los juncos que ocultaban el cauce. Descargó la azada apoyada en su hombro y comenzó a morder la tierra a sus pies, ampliando las márgenes del río y aplastando con furia metódica el barro que extraía, sin que una protesta escapase de su boca, sin que sus gestos reflejasen odio, amargura o satisfacción. Onofre no malgastaba las palabras. El rostro sin expresión, aniñado y lampiño, mantenía a buen recaudo sus sentimientos.

Unos cuantos pelos claros repartidos sin orden entre la barbilla y los carrillos daban testimonio confuso de su edad. La ausencia de arrugas en la comisura de los labios y en el entrecejo delataban un pobre historial de sonrisas o de esfuerzo intelectual. Bien mirado, las emociones de Onofre las ponía de manifiesto la gota clara suspendida de su nariz, una moquita brillante que asomaba a finales de octubre y se mantenía creciendo y menguando sin apenas renovarse, según la excitación de su propietario, hasta bien entrado el mes de julio. En pleno verano, al ocultarse la gota, resultaba difícil descifrar sus pensamientos fijándose en las pupilas inmóviles, rara vez ocultas tras los párpados perezosos que apenas pestañeaban.

Probablemente fue esa falta de expresión la que animó a don Blas Ridruejo a hablarle con total confianza de cualquier tema, convencido de que no llegaba a entenderle o sería incapaz de recordar ninguna de sus reflexiones. Pero, aunque nunca replicó a sus palabras, Onofre tenía grabada en la memoria cada una de las frases del amo, desde el día en que le mandó llamar.

- Así que tú eres Onofre –dijo recorriendo con la mirada su cuerpo menudo.

Onofre soy.

- ¿Eres tan bueno como dicen?

En esta casa nació don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, los vecinos de El Cuervo en reconocimiento a su labor. En la fachada de mi casa no hay placa. No seré tan bueno como dicen.

- Vamos a ver cómo las gastas -señaló los aperos de pesca en un rincón del bar, junto a la barra.

Toma las cañas y las nasas. Ve a la puerta de entrada y corre la cortina. Los canutillos de plástico hacen música al chocar. Dos Blas apura la copa. Entra una moscarda por la puerta. Atilano no protesta porque la cortina se abre para don Blas. Lo que pasa es que los moscones aprovechan. Cierra. Tú, por si acaso, cierra.

- Hablas poco.

Una moscarda se coló en el local y tomó la palabra con un zumbido pesado y burlón. Onofre soltó la cortina y sorbió la gota clara que deslizaba por su nariz.

- Mejor así. No me gusta la gente charlatana. Anda, vamos.

Onofre se adelantó y emprendió el camino de los Estrechos en dirección a Veguillas, de donde venía todas las mañanas a El Cuervo y por donde regresaba a su casa al anochecer. El amo le seguía, hablando de truchas, barbos y madrillas sin recibir respuesta. Tenían a la vista el puente natural cuando se detuvo y señaló un terraplén que bajaba hasta el río.

- ¿Por aquí?

Por ahí será más corto, pero se te va el pie y te caes rodando hasta la poza y  qué. Que al llegar a casa, calado y con el pantalón roto, Carmen va y me da una torta. Encima. Si se cae don Blas, va Carmen y le prepara un caldo, para el susto, y luego hace fuego para secarle la ropa y luego le zurce el pantalón, que ni se nota el roto ni nada. Pero a mi me dio una torta. Así que ahora bajo por aquí. Mejor por aquí.

- ¿Sabes por qué hablas tan poco? –cambió de argumento- Por  influencia de tu nombre. Por San Onofre. ¿Sabes quién era San Onofre? Un eremita.

Eremita. Permita. Ermita. Hermanita. Termita. Dinamita. Tita. Titas, titas, titas..

El guía volvió la cabeza sin parar de andar. La grava se deslizaba impaciente por delante de sus pies. Don Blas creyó intuir un gesto de curiosidad en el rostro inexpresivo.

- ¿Que qué es un eremita...? Un ermitaño. Alguien que vive lejos del mundo dedicado a la oración. Por eso San Onofre hablaba poco. Para no robarle tiempo a la oración.

Onofre se detuvo a la orilla del río, entregó una caña a don Blas, sacó de la nasa el bote con los cebos y comenzó a montar su anzuelo. Don Blas le imitó sin dejar de hablar:

- ¿Quieres saber más cosas de tu Santo? Era egipcio, o abisinio y a pesar de ser de ascendencia noble vivió tan pobre que su larga cabellera y una poblada barba le servían de vestido. Pafnucio, que fue discípulo suyo, escribió su vida y milagros.

Onofre le miraba de hito en hito y ese gesto animaba al amo a seguir hablando. El ruidoso aleteo de las libélulas o el asedio de algún tábano interrumpían su monólogo por un instante y luego tardaba en retomar el hilo de la historia, como si hubiese pasado mucho tiempo o como si el tema de su conversación hubiera dejado de interesarle.

- ¡Ya eres mía! –exclamó al sentir como se tensaba el sedal. Y cuando tuvo la trucha agitándose entre sus manos añadió algo más- El que abre lo bueno. Eso es lo que significa tu nombre en griego.

El que abre lo bueno. La puerta de casa, la cortina del bar, el camino del puente, el agua del río, el morral con el almuerzo, los reteles con cangrejos, la boca de las truchas. Abro lo bueno.

Cómo iba a olvidar Onofre aquel cumplido. Desde entonces siempre prestó atención a cualquier palabra que salía de la boca de don Blas, con el mismo interés que él seguía los gestos de su guía en las tranquilas jornadas de pesca que se sucedieron a partir de aquella tarde, verano tras verano, hasta que Santiago, el hijo del amo, se sumó al grupo.

Santiago todavía no había cumplido los veinte, pero contaba las anécdotas de su rutina en Madrid con orgullo de aventurero, igual que haría a su regreso a la capital al hablar del verano en El Cuervo.

- Eres el primer Onofre que conozco.

El sedal está hecho un lío. El sedal se enreda en el carrete. A mí al principio también se me enredaba, pero ya no. Ahora lo hago bien. Las cosas se hacen despacio y bien. No así, al buen tuntún. Ya lo dice Carmen que vísteme despacio que tengo prisa. Por aquí. El nudo se ha hecho aquí.

- ¡Te jodieron bien con el nombre! ¿Ya sabes la leyenda de Onofre?

Menudo lío. Y después del nudo va y se enreda por aquí. Así no se guardan las cosas, al buen tuntún.

- No distraigas al chaval –intervino el padre-. Échale una mano con el sedal.

Al buen tuntún, don Blas. Así hace Santiago las cosas, al buen tuntún.

- Onofre fue una viuda que estaba fetén y jóvenes la asediaban con intenciones deshonestas, tú ya me entiendes. ¿O no me entiendes? Sí, perillán, que sí que me entiendes... Y ella, todas las noches reza que te reza, rogando a Dios que obrase un milagro para apartarla de la tentación, así que va Dios y atendiendo a sus plegarias le pone barba y bigote y se acabaron los pretendientes. ¿Qué te parece? Tiene guasa Dios.

Onofre se pinchó al colocar el anzuelo, pero ni una mueca delató el dolor. Recogió el sedal en el carrete y le alargó la caña.

- Entérate. Onofre es nombre de mujer, el de la primera mujer barbuda de la historia. Ya ves tú, ella con barba y tú, siendo hombre, sin un pelo en la cara. ¿Tiene o no tiene guasa la paradoja? Pero qué vas a saber tú lo que es una paradoja.

Paradoja. Para coja, para roja, para moja. Al buen tuntún. Dices las palabras al buen tuntún. Enredando las frases como el sedal. Al buen tuntún.

- No hagas caso, Onofre –dijo don Blas lanzando el anzuelo al agua-. Eso es una leyenda. La verdadera historia es la que escribió Pafnucio.

- ¿Pafnucio? ¡Otro que tal! –rió Santiago imitando el movimiento de su padre.

Padre e hijo hablaban sin parar. No sabían disfrutar del silencio. Buscaban la compañía de sus propias voces por encima del rumor del agua, el piar de las lavanderas correteando por la orilla o el agudo reclamo de las chicharras ocultas en el pinar.

Onofre aprendió pronto a hacer oídos sordos a las palabras de Santiago. Prefería escuchar la voz segura y paternal de don Blas cuando hablaba de la gente del pueblo, la resignación con la que recordaba a su esposa, que en paz descanse, o el tono cortante y resentido que acompañaba sus comentarios políticos.

- Esto va de mal en peor y no tiene solución, estando como está el Generalísimo, atado de pies y manos. Perdido entre curas y empresarios, que te lo digo yo.

Lo habrán atado ahora. Una vez lo vi en el bar. Salía en la tele, asomado a un balcón y hacía con la mano así y así. Hablaba y movía las manos así. No estaba atado. De pies no digo, pero de manos no. Por lo menos ese rato. Don Blas sabrá, que dicen que lo ha visto en persona. Hasta el coche que lleva se lo puso Franco y también el chofer. De Franco todo.

Pocas veces hablaba de política, pero desde el día en que se presentó en el pueblo sin chofer ni coche oficial, Franco y sus ministros fueron tema recurrente en las conversaciones de don Blas Ridruejo. No en la sobremesa ni en la tertulia del bar, pero a solas con Onofre no había por qué disimular:

- Ya lo han conseguido. ¿Te lo dije o no te lo dije? Si entran los del Opus en el Pardo se queda la revolución pendiente. Pues ahí los tienes.

A partir de entonces era frecuente que don Blas Ridruejo, procurador en Cortes, se quejase de España, así, en general y sin excepciones:

- Lo mismo me da tú que yo que el mismísimo Franco. España no pinta nada en el mundo. ¡Qué digo en el mundo! ¡España no pinta nada en España! Como te lo digo, Onofre, entre rojos y americanos, nada pintamos.

Una, grande y libre. Franco. El Real Madrid. Lola Flores, Sara Montiel, Joselito, Antonio Bienvenida, Bahamontes, Ocaña, Urtain, Massiel, el lalalá. España sí que pinta, don Blas. Pinta y mucho. Más que los rojos y los americanos pinta.

- Esto se acaba, Onofre. Tanto luchar para nada. Esto se acaba.

El que siempre aseguró que su sueño era jubilarse pronto para pasar los días pescando en el Ebrón, cuando ya no le reclamaban asuntos urgentes en Madrid, perdió el interés por la pesca. Por todo perdió el interés. Por la política y las truchas, por los cangrejos y el almuerzo, por la copa y la tertulia del bar. Cada día más delgado, más oscuro, más callado.

Y mucho que pinta España. Pinta y mucho. Yo no pinto, ni la Carmen pinta. Ni su hijo Santiago puede que pinte. Pero usted sí pinta, sí. Aunque esté así, cada día más delgado, más oscuro, más callado.

- Anda, Onofre, pasmaó. Saca esos reteles que le voy a llevar unos cangrejos a tu hermana para el almuerzo.

Mire qué gordos, don Blas. ¿No le hace gozo verlos? No han de dar la medida... de sobras la dan. Los meto en una bolsa y que se los lleve Santiago y que los haga la Carmen y se los almuerzan usted y Santiago.

Perdió el interés por los cangrejos y el almuerzo. Por las idas y venidas de Santiago, que tanto le irritaban, perdió el interés:

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he dejado la gorra y se me va a sentar el sol.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que prepare algo de almuerzo Carmen, que tengo un hambre que no me tengo.

- ¿Se puede saber a dónde vas?

- A casa de éste –señalaba a Onofre-, que me he cortado con la navaja y no llevamos alcohol ni nada.

- Estás a todo menos a la pesca.

Llevaba razón don Blas. Santiago decía que la pesca era un pasatiempo de viejos. Monótono, inactivo y sin riesgo. No era entretenimiento para sus veinte años:

- Esta noche te vienes conmigo, Onofre. Mañana me tengo que llevar una docena de truchas a Madrid.

Está prohibido. Por la noche no se pesca, que está prohibido.

- No me mires con esa cara de pasmaó. A las once me esperas a la entrada de los Estrechos y te vienes conmigo.

Que no, que  no. Que luego Tomás, el forestal, me mira y me lo nota. Que viene a ver a la Carmen y se me queda mirando y yo no sé disimular.

- ¡Tú, escojonao! ¿Dónde te metiste anoche? Yo aquí esperándote y tú sin aparecer.

Anoche vino Tomás a ver a Carmen. Mira si podía haber ido, pero no se pesca por la noche. No se juega con ventaja. Onofre abre lo bueno. Onofre no es tramposo.

- Ya puedes conseguirme esa docena de truchas que yo voy a contarle a la Carmen el inútil que tiene por hermano.

Una, despacio. Dos, no hay prisa. Tres, cuatro. Paciencia, paciencia. Cinco, seis. Cambiar el cebo. Siete, siete, siete, siete.  Alguna se resiste. Ahí está la gracia. Ocho, con calma. Nueve, nada de al buen tuntún. Diez, once, es la mejor hora. Al ponerse el sol doce truchas a Madrid.

- Como un rey quedé, Onofre. Que no se lo creían cuando se lo dije. En menos de una hora llené la nasa. Y me dicen  que no, que no. Y les digo, ¿qué os jugáis? Un día de estos se presentan todos desde Madrid y nos dejan el río sin truchas.

La gota de la nariz se asoma y se esconde. Los ojos no pestañean, los labios no se mueven, pero la gota sube y baja, baja y sube.

- Anda, ven conmigo,  que te he traído un regalo. Y suénate los mocos.

Le sigo por la carretera y de la carretera al camino y del camino al molino.

- Aquí mismo. Cuanto más cerca de casa mejor.

Santiago se sentó en el suelo y abrió la nevera. Dentro no había gaseosa, ni cerveza, ni fruta, ni pasteles. Sólo agua y unos trozos de hielo flotando entre un amasijo rojizo que se revolvía con vida propia.

- Me los ha dado un amigo navarro –dijo abriendo la bolsa y sacando un cangrejo-. Que se reproducen como chinches dice. Ya veremos...

Onofre lo miró con curiosidad. Tenía el caparazón rojo y chasqueaba la cola con movimientos nerviosos. Tendió la mano para cogerlo.

- Ojo con estos que tienen mala leche. Si pudiera me pellizcaba.

Santiago lanzó el cangrejo al centro de la poza, donde el agua llegaba con un vaivén pausado, arrastrando la espuma del salto de agua.

- De esto a mi padre ni una palabra – dijo vaciando la nevera en la orilla-, que son americanos. Lo que le faltaba por ver.

Rojos y americanos. Entre rojos y americanos, una mierda pintamos. Una cosa le tengo que decir, don Blas.

- Onofre, hijo. Hasta diciembre, si Dios quiere –se despidió, menudo y macilento, sentado en el asiento del copiloto. En un Seat ciento veinticuatro azul oscuro, sin matrícula oficial ni chofer uniformado.

- Aparta, pasmaó, que aún te voy a pillar -Santiago arrancó el coche, tocó la bocina, dio una vuelta a la plaza y se perdió calle abajo.

Octubre la fruta, noviembre la leña, diciembre el puerco. Carmen, guarda el presente, por si viene don Blas este viernes.

Enero. Tañen las campanas, lentas y sobrias, tocando a muerto.

Por nuestro hermano Blas y por todos los difuntos, roguemos al Señor.

El que abre lo bueno abre la puerta de la Iglesia. Sale la gente y hace corrillos. Tomás, el forestal, se detiene:

- ¿Qué le pasa a tu hermana que está tan rara?

Será por lo de don Blas, que ha hecho sentimiento.

- ¿Y por qué no ha venido a misa?

Qué se yo. Ayer encontré un cangrejo muerto. En el molino. Escucha, Tomás, en el molino.

- Lo mismo me da ir a verla que no. Para el caso que me hace...

El primero lo vi en el molino. En pleno invierno. A Tomás, el forestal, se lo enseñé y ni caso. Por mi hermana me preguntaba. Que qué le pasaba a la Carmen. ¿Y a los cangrejos? ¿Qué les pasaba a los cangrejos? Y mira ahora. Por no hacer nada a su debido tiempo.

 - Camen. S’an mueto os candejos.

- ¿Que se han muerto los cangrejos? Y yo qué quieres que le haga –responde Carmen sin mirarle, sentada en la silla, viendo la tele, con las manos sobre el regazo.

Dejé el retel cebado con melsa. Saqué rojos, de los de la nevera de Santiago. Rojos y americanos. Pero de los nuestros no había ninguno. No pintamos nada.

- Os candejos tan muetos a la odilla.

- Se morirán por la sequía. Se quedan en la orilla y se mueren.

- De sequía no. S’an mueto po ota cosa.

- Por otra cosa será. Tú sabrás.

Desde que murió don Blas está seria Carmen. Desde que no ve a Santiago está seria. Después de entrar los rojos y americanos a la poza del molino se murió don Blas y no nevó en invierno y no ha vuelto Santiago, ni llovió en primavera, ni ha vuelto a sonreír la Carmen. ¡Peste de bichos!

- Mira lo que había en el río –deja Atilano el ejemplar sobre la barra del bar.

Tomás, el forestal, lo mira por arriba y por abajo:

- Cangrejo sí que es. Ahora, lo que le ha pasaó pa estar así a mí no me lo preguntes –se encoge de hombros.

- ¡Qué cosa más rara! –lo toca con el dedo José, el sastre.

Abre la cortina del bar. El que abre lo bueno. 

- Cierra la cortina, que entran moscas –dice Atilano.

- Onofre, tú que andas a todas horas por el río. Mira esto a ver si sabes.

Es rojo y americano.

- ¡Qué va a saber éste! – Tomás lo examina con cuidado.

- Ni sabe de donde viene este bicho ni qué otro bicho le picó su hermana –ríe sin ganas el sastre.

Tomás, el forestal, suelta el cangrejo y mira a José.

- ¿Le pasa algo a la Carmen?

- ¡Cómo no te la van a pegar los furtivos, si te la pega hasta tu novia!

- ¡Qué novia ni que…! A mí la Carmen ná de ná. ¿Te queda claro?

- Como el agua. Y mejor para ti.

- Ni mejor ni peor. A mí como a ti.

Es la peste. La Carmen está seria por la peste.

- Ni a ti ni a mí. Al que le haya hecho el bombo en todo caso–ríe sin ganas el sastre.

- ¿Y tú cómo lo sabes?

- ¡Coño, Tomás! Que he sido padre siete veces.

Fina, Mercedes, José, Roque, Pilar, Teresa… Uno. Me falta uno para los siete.

- Anda que no se nota. En la cara, en el carácter y en el bombo, que a partir del tercer mes yo ya les noto en bombo.

 Un bombo. Me falta uno para siete. La Carmen tiene un bombo. Pilar, Teresa… El sastre se ríe y hace un arco con la mano, delante de la tripa, como cuando se preñan las mujeres. Pilar, Teresa… Onofre rezaba a Dios para que no le hicieran un bombo. Y Dios le hizo crecer la barba. A Santiago le hacía gracia la ocurrencia de Dios. A Tomás no le hace gracia.

La moquita de Onofre sube y baja, baja y sube, con una respiración acelerada y sus ojos, siempre inexpresivos, miran a todos los lados. En un rincón, junto a la entrada, está la azada de Atilano, sucia de barro.

- ¡Deja eso ahí, Onofre! –grita el camarero.

José, el sastre, se esconde en los servicios.

Tomás mira sin ver.

Onofre corre la cortina y emprende el camino hacia Veguillas.

Escrito en Lecturas Turia por Elifio Feliz de Vargas

29 de agosto de 2016

Me pedís que escriba de tres a cinco folios (me temo que apenas será uno) sobre la personalidad y obra de Luis Buñuel y, la verdad, sobre este genio del cine se podrían escribir de tres a cinco millones de folios por ambas caras y el texto quedaría corto. Cada vez soy más sintético en mi escritura porque me llevo mal con lo exhaustivo aunque no sea superfluo y, parece ser, que Buñuel pecaba de lo mismo, por eso iré al grano. Su estética y su ética le obligaban a evitar lo adjetivo. Don Luis era pura sustancia, puro y desnudo sustantivo como es la materia de los sueños. Nada sobra en su cine, y nada falta. Muy pocos artistas han entendido tanto y tan profundamente como Buñuel la belleza de la síntesis, de lo elíptico. Tal vez Alfred Hitchcock, su hermano gemelo y de algún modo Robert Bresson. Estos cineastas se sirven del cine para reflexionar sobre las luces y las sombras del ser humano pero a través de la óptica de sus sueños y de la óptica de esa máquina de fabricarlos que es el cine.

¿Buñuel surrealista?, no lo creo. En todo caso el surrealismo es Buñuel entendiendo el surrealismo como esa mirada que es capaz de atravesar el espejo (sin romperlo ni mancharlo), imaginarse a sí mismo, y por tanto, reflexionar sobre esa capacidad que sólo el artista verdadero posee siendo poseído por ella al mismo tiempo. No hay obra de arte sin esa mirada reflexiva desde la llamada realidad sobre la realidad de sus propios sueños.

En El Angel Exterminador  Buñuel observa desde afuera, como si soñara, a esos personajes encerrados en sus propias pesadillas (sin poder escapar de su supuesta realidad) y reflexiona sobre las suyas propias. En ese sentido, tal vez sea esta película la más buñueliana de toda su obra en cuanto a que todo creador debe analizar la realidad encerrándose en sí mismo a partir de la reflexión sobre las visiones fantasmagóricas de sus sueños.

Otras películas significativas en ese sentido son Simón del desierto y Robinson Crusoe. En la primera se da otro “encierro”, en este caso voluntario, del inefable asceta. El alto de la columna es su isla y desde allí reflexiona sobre sí mismo, sobre el mundo, el demonio y la carne. En Robinson Crusoe el aislamiento es azaroso, fatalista, fruto de un naufragio de los designios del destino. Buñuel se “encierra” en los universos de sus protagonistas pero viéndose desde afuera, soñando que sueña...

El surrealismo en Buñuel no es onirismo ni irracionalidad (salvo Un perro andaluz y La Edad de Oro que son el “hallazgo” cinematográfico de ese movimiento) sino pura razón de ser de su imaginación más poética, de sus sueños más quirúrgicos. En todas sus películas sus personajes (y el mismo) se desenvuelven “cercados” por una realidad absurda que les agrede.

Así podría prolongar “ad infinitum” esta sucinta “reflexión” sobre Buñuel y su obra pero, evidentemente, no es ni el momento ni la pretensión de este homenaje de Turia al gran genio aragonés. Será en otra ocasión, espero, cuando me pidan medio folio.

Escrito en Lecturas Turia por Luis Eduardo Aute

Si las novelas de Patrick Modiano fueran una música, serían Erik Satie. Si fueran un cuadro, un paisaje de Seurat. Si fueran una estación, el verano. Precisamente, las releo este verano mientras escucho a Satie, y la melancolía me cubre como un mosquitero que deja la realidad afuera.

Paul Valéry despreciaba el género novelesco y se rehusaba a escribir “La marquesa salió a las cinco”. En ningún libro de Modiano encontraríamos una frase similar, pero tampoco la famosa “tranche de vie” que los nuevos novelistas proponían  como alternativa. En Modiano no hay “franja de vida”, a menos que se piense en otra fórmula: la de las franjas de vida concéntricas. Un personaje determinado, en un momento determinado, recuerda un momento de su vida en el que ha sido feliz. Es un esquema que se repite, como en un juego de círculos concéntricos en el que los personajes buscan llegar al núcleo, allí donde tal vez puedan apresar la felicidad. Pero la búsqueda siempre queda trunca. El propio Modiano confiesa: “Siempre sentí que poseía una natural inclinación hacia la felicidad, pero que ésta me había sido arrebatada a lo largo de toda mi vida por circunstancias externas”. Al igual que su autor, los personajes no dejan de buscar una y otra vez, en un pasado que, sospechamos, nunca sucedió, esa felicidad perdida.

Las novelas de Patrick Modiano no se parecen a la vida ni guardan ninguna pretensión de realismo. El azar fulgurante es la regla. Los personajes, ensimismados,  grotescos o evanescentes, se unen y se separan como bolas de billar impulsadas por un destino ciego. Parejas abúlicas, mujeres que aparecen, desaparecen y cambian de nombre e identidad, hombres desocupados que viven de rentas o de la venta de libros usados, de dinero ganado en un casino o robado en una maleta misteriosa: todos son igualmente inverosímiles. Leen, viven en hoteles decadentes, deambulan por París, Londres, ciudades balnearias del sur de Francia, y proyectan viajes a Brasil, Marruecos, Mallorca. El protagonista de Más allá del olvido (Alfaguara, 1997) fantasea con ir a Buenos Aires en busca del poeta argentino Héctor Pedro Blomberg, cuyos versos despertaron su curiosidad: “A Schneider lo mataron una noche/ En la pulpería de la Paraguaya./ Tenía los ojos azules/ Y la cara muy pálida.” La elección no es casual, en esos versos idealizados aparece, concentrada, la esencia antimodiano: un depurado de exotismo y acción brutal. Nada más alejado de ese presente onírico y errático de estas historias, demasiado lleno de pasado como para poder cobrar consistencia.

Mientras los hombres y mujeres de Modiano se deslizan de fiesta en fiesta, de siesta en siesta, de bar en bar, la Vida –la Guerra, en muchas de las novelas- sucede en otra parte, sin rozarlos. Del mismo modo que ir a la Polinesia o perderse en un barrio de la periferia de París resultan experiencias equivalentes, no hay mayor diferencia entre el frente de combate, la Resistencia activa, o el anonimato y el sopor de un hotel ruinoso. Los personajes de Modiano no son héroes, ni lo quieren ser. Hagan lo que hagan, da lo mismo, y sin embargo no podrían hacer otra cosa. Es lo que confiesan también muchos personajes de Jean Echenoz. Ambos escritores comparten ambientes, temas y personajes, una impresionante nómina de premios y el talento de haber sabido abrevar en las aguas del nouveau roman, y haber salido no sólo indemnes sino también fortalecidos. Sin embargo, allí donde Echenoz se desliza fácimente hacia un humor un tanto cínico (imposible no imaginarlo con una mueca burlona frente a su ordenador), Modiano se sumerge en una melancolía brumosa que lo impregna todo y se apodera también de los sentidos del lector. Como el olor. El olor es muy importante en las novelas de Modiano, mucho más que la trama. Moho, cáñamo hindú, éter: el olor es esa presencia intangible que puebla las páginas como un estado de ánimo.

La engañosa estructura de novela policiaca, de aprendizaje, romántica, de aventuras o road movie muy pronto acaba por desdibujarse por el efecto erosivo de la melancolía y el recuerdo. La verdadera pregunta que subyace en el interior de la trama vale tanto para los personajes como para el lector: ¿A qué puede llamarse vida?

El protagonista de Viaje de novios (Alfaguara, 1991) intenta reconstruir una biografía ficticia de Ingrid, una mujer misteriosa de la que se enamoró un verano, a la que reencontró ocasionalmente en los años siguientes, y de la que no volvió a tener noticias hasta un suelto en Milán, dieciocho años después, informando de su suicidio. “¿Tiene derecho un biógrafo a suprimir determinados detalles, con el pretexto de que los considera superfluos?”, se pregunta, “¿O por el contrario todos tienen su importancia y hay que colocarlos en el montón sin permitirse resaltar uno en detrimento del otro, de manera que no falte ninguno, como en el inventario de un embargo? A menos que la línea de una vida, una vez llegada a su término, no se depure a sí misma de todos sus elementos inútiles y decorativos. Entonces ya no queda sino lo esencial: los blancos, los silencios y los calderones.” Ésa es la apuesta de Modiano, contar lo que no se puede contar. Un estilo elegante y sutil trabajado palabra a palabra. El resultado no es una escena, ni siquiera una imagen sino, como ocurre en los cuadros puntillistas de Seurat, una “impresión”.

Cada novela nos sumerge en un limbo en el que los personajes aparecen y desaparecen. Reaparecen en la misma novela, o en otra, con ligeras variantes de carácter, con el mismo nombre (como Cartaud) o con otro (Sylvie, Ingrid, María…). Las historias, con una amplia gama de levísimos matices, cambian muy poco, como si todas las novelas de Mediano fueran variantes o reescrituras de una única novela. Igualmente adictivas que las Gymnopédies de Satie, acaban por fundirse en la memoria en una sola melodía.

He pasado varios días de este verano deambulando de una novela a otra de Patrick Modiano, releyendo los pasajes leídos hace años, que ahora volvieron a emocionarme como un sabor o un perfume subrepticiamente recuperado. Leo una vez más las últimas líneas de Viaje de novios: “Ese sentimiento de vacío y remordimiento te inunda un día. Más tarde, igual que una marea, se retira y desaparece. Pero termina por regresar con mayor fuerza, y ella no podía liberarse de aquello. Tampoco yo.”

Satie ha dejado de sonar. Afuera anochece. Salgo de casa y camino hasta el jazmín. Aspiro violentamente el perfume apurando el final, allí donde empieza la podredumbre. Y entonces me doy cuenta: Modiano es un escritor nihilista. Sus novelas no hablan de la vida ni de los sueños ni de la felicidad, hablan de la muerte. A menos que la muerte se parezca demasiado a todas esas cosas.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por María Fasce

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