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21 de diciembre de 2015


 

Giuseppe Conte nació en 1945 en Porto Maurizio (Liguria) y reside en Sanremo.
Entre otros libros, ha publicado: L’ultimo aprile bianco, Le stagioni y L’oceano e il ragazzo.

 

 

 

 

 

 

 

 UN NUEVO ADIÓS

                                  a Michele Montagnese

Donde estás ahora, ¿ves aún sobre el mar
la geometría acribillada de las nubes
porosas, purpúreas, las columnatas de
luz invertidas, del otro lado del horizonte?
¿Desde el puente de qué trasbordador ves el
Tirreno y el Jónico desembocar aún
el uno en el otro en lucha, en las caricias?
Más allá duerme una palma, un canto, África.

Adiós, amigo, la vida es incesante
y tú lo sabes, tú que ya no estás ni
sobre un mar ni sobre el otro. Ahora
caminas sobre el límite indivisible
donde nada es distinto de nada
tus Eólidas de sal son islas
nacidas en el Norte de brumas y turberas.

Pero la vida es incesante, y fiel
el canto. Nosotros volveremos al estrecho de Mesina
‒tú tendrás en los ojos demacrados nuevos pensamientos‒
y hablaremos como aquel día de Argel, de oasis,
de las muchachas sin velo y del rostro blanco de
Constantina.

 

EL ÚLTIMO MUCHACHO DROGADO

 

El último muchacho drogado ha muerto a la
orilla del mar, tirado como un
corazón de manzana, comido y
frágil, impotente contra la continuidad
de la resaca, incrustado de granos
de arena reluciente, él humilde
residuo orgánico, ennegrecido, ya
en vías de corrupción.
Era el último, de él ya no se sabe
el nombre ni el apellido, ni qué
buscaba.


QUÉ ERA EL MAR

¿Qué era el mar? Tenía
colas y patas de agua entre las
rocas, pulía los guijarros, hacía
siglas de luz sobre la arena: era
profundo pero insensible, se decía, y
célibe, individual, estéril.
En olas obstinadas o tranquilas
subía y bajaba mareas, rodeaba
las tierras, él lunar, él frío, irreductible
en su consagrarse al movimiento y la aridez.
Las naves lo surcaban con largas estelas.
Ahora se ha perdido la memoria de las tempestades
y de los faros, de los veleros y de los transatlánticos, de los
náufragos, de los cargueros de púrpura y
de carbón, de Tiro, de Londres.
Era profundo, pero insensible, se decía, morada
de las conchas, de las familias de los
peces, extinguidas, ahora: tenía profundidades viscosas, cráteres y
algas y corales.
Tallaba los promontorios, sostenía las islas.
Jugaba, él mudo, desdeñoso, inservible,
feliz en sus movimientos
vitales.



CUANDO SE REGRESA A DONDE SE NACE

Regreso a esta calle, donde he nacido
como una luz a su estrella estallada.
En éste mi viaje, estos
portones, los dos peldaños de pizarra, las
fachadas altas, desconchadas, con las ventanas
ciegas, la subida, el arco que marcaba
el límite, abajo mi casa
que tenía la galería sobre el patio de
musgo y zarzas en torno a un pozo, y
el balconcito azul, el parral
en vilo sobre los huertos de nísperos.
Tras aquellas persianas, en el tercer piso,
fue el amor, estaba la guerra fuera
los soldados alemanes ya exhaustos, en
fuga. El destino es volver a donde se ha nacido.
Lo saben todas las flores, los templos, los soles
que son como nosotros aún por alzar
no profetizados, y ya polvo.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Giuseppe Conte

Voy a decir un disparate: es una suerte que Virginia Woolf no fuera a la Universidad. Un disparate menos disparatado –creo- de lo que parece. Pues ese pensamiento poliédrico, en el que la inteligencia no está aislada, sino conectada con la imaginación, las sensaciones, los afectos; esa aproximación siempre personal, vivida, a la cultura; ese pasar por el tamiz de la subjetividad, de la reflexión personal, cualquier idea; ese estilo errante, flexible, tangencial … esa libertad, en fin, de outsider, que tanto nos seduce en los ensayos de Virginia Woolf, le debe mucho a su educación autodidacta.

 

Como muchas otras mujeres que llegaron a ser pintoras o escritoras, Virginia y Vanessa habían nacido en un medio de artistas e intelectuales; ese azar les dio acceso a la formación del gusto, el aprendizaje técnico, los contactos, que difícilmente habrían podido obtener de otro modo.  Mientras Adrian y Thoby iban a Cambridge, ellas se quedaron en casa; pero disponían de la espléndida biblioteca de su padre, contaron con profesores particulares –especialmente notable la de griego- y crecieron rodeadas de un círculo, que ellas luego ampliarían, de editores, poetas, pintores, críticos de arte, novelistas… y algún que otro aristócrata, bailarina, economista, diplomático… Diré entre paréntesis que de todas estas profesiones, la que parece haber influido más a Virginia, o hallarse más próxima a su sensibilidad, es la pintura: no sólo en su narrativa la forma y el color tienen un gran protagonismo, sino que en sus ensayos hasta las ideas más abstractas están siempre encarnadas en imágenes.

 

Así, gracias a ese círculo que luego se conocería como el grupo de Bloomsbury, Virginia pudo terminar de formarse: a una primera etapa de lectura solitaria, siguió otra de intercambio con algunas de las mejores mentes de su tiempo. Bloomsbury, que en tantas cosas se adelantó a su época (eran ecologistas, pacifistas, feministas y revolucionarios sexuales avant la lettre), en otras, o a veces en las mismas (libertinaje de cuerpo y espíritu), revivía tradiciones del siglo XVIII. Sobre todo, la intensa vida social, el culto a la amistad y el arte de la conversación. Y al igual que los cenáculos dieciochescos produjeron en su momento ensayistas espléndidos -y muy leídos por Virginia, que toma la expresión Common reader de uno de ellos, Samuel Johnson-, los ensayos de ésta son también un reflejo de las conversaciones de su círculo. Así nos las describe en su autobiografía inacabada, Moments of Being:


“[Nuestros nuevos amigos] criticaban nuestros argumentos con tanta severidad como los suyos propios. Nunca parecían fijarse en cómo íbamos vestidas o si estábamos guapas o no. Toda esa fastidiosa preocupación por nuestra apariencia y comportamiento que nos había inculcado George [hermano mayor por parte de madre] durante nuestros primeros años se desvanecía completamente. No teníamos ya que soportar ese terrible examen después de una fiesta, cuando nos decía: “Estabas preciosa”, o: “No ibas nada guapa” o “A ver si aprendes a peinarte de una vez”, o “Intenta no poner esa cara de aburrimiento cuando bailas”, o: “Has hecho una conquista”, o “Has sido un desastre”. Todo eso parecía no tener sentido o no existir en el mundo de Bell, Strachey y Sydney-Turner. En ese mundo el único comentario mientras nos desperezábamos después de que se hubieran marchado nuestros invitados era: “Defendiste bastante bien tu punto de vista”, o “No has dicho más que tonterías”…” (Moments of Being tiene versión española,  de Andrés Bosch: Momentos de vida, Lumen, 1980, pero el libro está descatalogado. La traducción que aquí doy es mía.)

 

En esas mismas páginas, sin embargo, Woolf hace una observación que nos permite entender mejor el estilo de sus ensayos:

 

“Ambas [Virginia y Vanessa] aprendimos tan concienzudamente las reglas del juego victorianas  que  nunca las hemos olvidado. (…)Cuando leo mis antiguos artículos en el Literary Supplement y observo su suavidad, su cortesía, su enfoque indirecto, le echo la culpa a mi entrenamiento para servir el té. Me veo a mí misma, no criticando un libro, sino ofreciendo bandejas con dulces a tímidos jovencitos y preguntándoles si quieren leche y azúcar. Por otra parte,  respetar superficialmente esos modales le permite a una, según he descubierto, deslizar cosas que serían inaudibles si las proclamase en voz alta.”

 

La combinación de estos dos extractos de Moments of Being me parece resumir bastante bien la faceta de ensayista de Woolf. Una faceta mucho menos conocida que la de narradora y con la que a primera vista parece tener poco en común. La Virginia Woolf que escribe novelas lo hace con fines artísticos, en el marco de un proyecto propio, coherente, ambicioso; el resultado es exquisito y de lectura a veces ardua; su autora es hoy famosa. La Virginia Woolf que escribe ensayos (en el sentido inglés, que abarca lo que en español llamamos ensayos pero también lo que llamamos artículos) no es famosa; escribe ocasionalmente, y en parte al menos, por dinero; los textos resultantes, de una lectura mucho más asequible que la de las novelas, no forman un conjunto homogéneo... Sin embargo, como hace notar Rachel Bowlby en su agudo prólogo a la selección titulada A Woman’s Essays (Penguin, 1992), también hay mucho en común entre estas dos partes de la obra. Para empezar, los ensayos, una vez recopilados, no son tan inferiores en extensión al conjunto de novelas como pudiera pensarse: sumando los artículos (de crítica literaria, sobre todo) recopilados en los dos tomos de The Common Reader, más Una habitación propia y Tres guineas, más otros textos dispersos, se alcanzan los seis volúmenes editados por Andrew McNeillie en The Hogarth Press a partir de 1986.  (En español se han recogido parcialmente en diversas selecciones: La torre inclinada, Lumen, 1977, Las mujeres y la literatura, Lumen, 1981, Escenas de Londres, Lumen, 1986, Horas en una biblioteca, El Aleph, 2005, y Londres, Lumen, 2005, amén de Tres guineas y sobre todo de Una habitación propia -o Un cuarto propio, en la traducción de Borges- cuyas reediciones son constantes.).

 

Pero sobre todo, la Woolf novelista y la ensayista comparten algunos temas fundamentales -la creación artística, las relaciones entre los sexos…- y en gran parte, el estilo: el avance tangencial, con digresiones reflexivas y pequeñas historias secundarias que arrojan sobre la principal una luz inesperada; los constantes y siempre originales símiles y metáforas; la combinación de subjetividad y objetividad, narración y reflexión, lirismo e ironía… No es de extrañar que hacia el final de su vida, Woolf proyectase un ensayo-novela (The Pargiters, luego convertido en la novela The Years, Los años).

 

“Si pensamos en la verdad como algo dotado de la solidez del granito, y en la personalidad como algo que tiene la intangibilidad del arco iris…” Así empieza Woolf uno de sus artículos, y ese doble símil se aplica muy bien a sus ensayos. Bajo la suavidad de los modales victorianos aprendidos en su infancia, surgen ideas que  desarrolla y defiende con la lógica que aprendió a ejercitar en las conversaciones del grupo de Bloomsbury; bajo el guante de terciopelo del estilo, la mano de hierro de la argumentación. Una serie de argumentaciones que voy a examinar centrándome en algunos temas recurrentes y sacando, o eso intentaré, a la luz, el hilo rojo que los recorre todos: la contradicción interna.

 

“En diciembre de 1910, más o menos, el carácter humano cambió”

En uno de sus más famosos ensayos, “Mr. Bennett and Mrs. Brown” (1924), considerado uno de los grandes manifiestos literarios del modernismo (junto con “Tradition and the Individual Talent” de T. S. Eliot y “A Retrospect” de Ezra Pound), Virginia imagina que se encuentra en un tren con una señora corriente, la “Mrs. Brown” del título, a la que quiere convertir en personaje; y que le pregunta a sus “mayores”, es decir a los novelistas entonces en boga, tales como Arnold Bennett, cómo debe describirla.

 

“Y ellos me dijeron: “Empiece usted diciendo que su padre tenía una tienda en Harrogate. Indique el alquiler. Indique el salario de los dependientes en el año 1878. Descubra de qué murió su madre. Describa el cáncer. Describa el algodón estampado. Describa…” Pero yo grité: “¡Basta, basta!” Y lamento decir que tiré esa herramienta fea, torpe, incongruente, por la ventana, pues sabía que si empezaba a describir el cáncer y el algodón estampado, mi señora Brown, esa visión a la que me aferro aunque no conozca la manera de transmitírosla, se habría apagado y embotado y desvanecido para siempre.”

 

En “Mr. Bennett and Mrs. Brown” se debaten por lo menos tres ideas. Una es la del progreso en las artes; otra, lo que Woolf llama el “materialismo”; la tercera, la posibilidad –y en cierto modo el derecho- para el escritor de hablar en nombre de otros, aquellos que no tienen acceso a la palabra pública. Y las contradicciones aparecen enseguida.

 

Entre clasicismo y modernidad, para empezar. En su ensayo “On Not Knowing Greek”, Woolf afirma que los clásicos griegos nos presentan al “ser humano original, estable, permanente”. Pero esa creencia en lo eterno e inmutable, que es también un anhelo (“Nos volvemos hacia los griegos cuando estamos cansados de la vaguedad, de la confusión, del cristianismo y sus consuelos, de nuestra propia época”), convive con otros momentos en que la autora parece creer en, y desear también, un arte que se transforme a la par que la historia:

 

“En diciembre de 1910 [año de la muerte de Eduardo VII], más o menos, el carácter humano cambió. Todas las relaciones humanas se transformaron: entre amos y criados, maridos y mujeres, padres e hijos. Y cuando las relaciones humanas cambian se da al mismo tiempo un cambio en religión, comportamiento, política y literatura.”

 

Que ese cambio es deseable, está implícito en “Mr. Bennet and Mrs. Brown”. Pero podríamos preguntarnos: ¿en nombre de qué? Ya he indicado más arriba que las respuestas son al menos tres: en nombre de la Historia, a la que el arte no puede o debe ser insensible; en nombre de “la vida” o “la verdad”, que el “materialismo”, según Woolf, no capta; en nombre, por último, de la imposibilidad o ilegitimidad de que el escritor, un privilegiado, monopolice la condición de sujeto del conocimiento. 

 

“La vida no es una serie de farolas simétricamente colocadas”

“A nuestro alrededor” –así diagnostica Woolf su propia generación literaria-, “en poemas y novelas y biografías, incluso en artículos de prensa y ensayos, oímos el sonido de lo que cae y se hace añicos, del derrumbe y destrucción.”  El Ulises –que ella es de los primeros en defender, aunque privadamente no la entusiasme- y La tierra baldía son el signo de los nuevos tiempos: los lectores deberán acostumbrarse a “lo espasmódico, lo oscuro, lo fragmentario, lo fallido”. Y es que Virginia Woolf, recordémoslo, desarrolla su obra a lo largo de unas décadas –primera mitad del siglo XX- en que la revolución parece inevitable y los intelectuales la consideran positiva.  “Esa gran fuerza que tienen [las clases trabajadoras]”, escribe en 1930, “está a punto de estallar y fundirlo todo, con lo que la vida será más rica y los libros más complejos”. La convención literaria sería entonces una más de entre las convenciones que hay que hacer estallar para que fluyan la libertad y la creatividad:

 

“Si un escritor fuera un hombre libre y no un esclavo, si pudiera escribir lo que quiere, no lo que debe, si pudiera no basar su trabajo en las convenciones, entonces no habría argumento, ni comedia, ni intriga amorosa…”

 

So far so good, como dirían los ingleses. Pero la contradicción empieza cuando observamos que Woolf critica a la generación literaria anterior y defiende la suya propia no sólo en nombre de ese principio temporal (los nuevos tiempos requieren una nueva literatura), sin también, simultáneamente, en nombre de un principio intemporal, contradictorio con el anterior: el “materialismo” de Arnold Bennett y demás se opone, según ella, no ya a la actualidad, sino a la verdad, a lo que la vida “es”:

 

“La vida no es una serie de farolas simétricamente colocadas; la vida es un halo luminoso, un envoltorio semitransparente que nos rodea desde el principio de la conciencia hasta el final.”

 

Woolf es en esto una de las mejores y más lúcidas mentes de su generación: la que llegó a la madurez hacia 1920; la generación que creía periclitadas para siempre las novelas con argumento; la generación que dejó de creer en una verdad objetiva, cognoscible; la generación del monólogo interior y el flujo de conciencia, pues como ella misma dice: “Examinemos por un momento una mente corriente en un día corriente. La mente recibe una miríada de impresiones: triviales, fantásticas, evanescentes o grabadas con la dureza del acero.” La generación, en fin, de Rosa Chacel, Pirandello, André Gide, Proust y Joyce; la teorizada por Ortega, para quien el gran novelista desdeñará la realidad visible y sumergiéndose en la interioridad de sus personajes, “tornará apretando en el puño perlas abisales”…

 

Esa necesidad de interioridad es uno de los caballos de batalla de Virginia Woolf contra el “materialismo”decimonónico, representado no sólo por Arnold Bennett, sino por su padre, Leslie Stephen, de profesión biógrafo. De biografía habla el artículo cuya primera frase citamos más arriba: “Si pensamos en la verdad como algo dotado de la solidez del granito, y en la personalidad como algo que tiene la intangibilidad del arco iris, y nos damos cuenta de que el fin de la biografía es unir estas dos cosas en una sin que se vean las costuras, tendremos que reconocer que el problema es considerable y no es de extrañar que los biógrafos, en su mayor parte, hayan fracasado en el intento de resolverlo.” Pero el problema, claro, no es sólo de los biógrafos, sino también de los novelistas: aunque la granítica “verdad” a la que éstos aluden sea una realidad –valga la paradoja- imaginaria, subsiste la cuestión de la personalidad. ¿Se puede captar, o imitar de forma convincente, la personalidad de seres muy distintos a nosotros? Para abordar cuestión tan espinosa daremos antes un rodeo por Una habitación propia

 

“La imaginación es hija de la carne”

¿Por qué ha habido y hay tan pocas mujeres escritoras, pintoras, escultoras, pensadoras…? Es esta una pregunta difícil de obviar para cualquier intelectual o artista del sexo femenino. De la respuesta que le demos depende en gran parte la percepción de nuestra propia identidad: ¿somos mujeres de verdad? ¿somos una anomalía de la naturaleza: “un perro que anda sobre sus patas traseras”, como dictaminó Samuel Johnson?, ¿marimachos?, ¿preciosas ridículas?, ¿excepcionales, en el sentido de superiores, pero sin que nuestra existencia demuestre nada respecto a las mujeres en general?¿escribidoras para marujas? ¿imitadoras de los hombres, impostoras?, ¿simple fruto de la creciente autonomía legal y económica, tiempo libre y educación de la población femenina?...  En Una habitación propia –y también en innumerables artículos, reseñas, cartas a los periódicos…-, Virginia defendió esto último. Pero ello implica una nueva contradicción: ese “materialismo” que ataca en la literatura de Arnold Bennett, lo ejerce ella misma cuando se trata de responder a la pregunta que encabeza este apartado. Para entender, dice, “por qué ninguna mujer escribió ni una palabra de esa extraordinaria literatura [isabelina] cuando cualquier hombre, o eso parece, era capaz de componer una canción o un soneto”, lo primero que deberíamos preguntarnos es “cómo eran educadas; si aprendían a escribir; si tenían habitaciones propias; cuántas mujeres tenían hijos antes de cumplir los veintiún años; en una palabra, qué hacían de las 8 de la mañana a las 8 de al tarde”. Pues “la imaginación es hija de la carne”.

 

Es curioso, y creo que sintomático del momento ideológico que estamos viviendo, que la frase que acabo de citar se recuerde tan poco cuando se glosa el pensamiento de Virginia Woolf. De igual modo, al evocar Una habitación propia se suele citar la afirmación de que “la gran mente es andrógina” (una frase que no es suya, sino de Coleridge, aunque es cierto que ella la endosa), pero en cambio se olvida ese otro pasaje en que la autora asegura que “sería una inconmensurable lástima que las mujeres escribieran como los hombres, o vivieran como los hombres, o tuvieran la misma apariencia que los hombres, pues si dos sexos son totalmente insuficientes teniendo en cuenta la vastedad y variedad del mundo, ¿cómo nos las arreglaríamos con uno solo?”…

 

Recordemos la anécdota que cuenta en las primeras páginas de Una habitación propia. Cuando le encargan una conferencia sobre mujeres y literatura, la narradora va a la biblioteca del Museo Británico, busca en el fichero la W de woman, y… “Aquí vienen cinco minutos, uno por uno, de estupor.” Pues encuentra cientos de fichas, correspondientes a otros tantas obras sobre la mujer desde todos los puntos de vista imaginables: teológico, moral, antropológico… escritas por caballeros “que no tenían ninguna cualificación excepto la de no ser mujeres”.(“¿Os dais cuenta -pregunta a sus lectoras- de que sois, quizá, el animal más comentado del universo?”…) “Era un fenómeno de lo más extraño; y aparentemente –aquí consulté la letra M [de man]- limitado al sexo masculino. Las mujeres no escriben libros sobre hombres.”

 

En su obra Le sexe du savoir (Alto, París, 1999), la historiadora y filósofa francesa Michèle Le Doeuff expone claramente lo que es sin duda el meollo del problema, y es que, aunque el conocimiento no tiene por qué ser sexuado,  históricamente los varones han monopolizado la condición de sujeto de ese conocimiento (entendiendo por tal no sólo las ciencias sino también las artes), constituyendo las mujeres uno de sus objetos.  Es lo  que tan bien ilustra la anécdota de la biblioteca: en este punto, como en casi todos, Una habitación propia sigue siendo una obra fundamental, a la que no ha pasado el tiempo, que plantea, en 1929, todas las grandes cuestiones sobre las que hoy seguimos debatiendo.

 

Pero lo que me interesaba era sacar a la luz una cuestión que Woolf no aborda nunca abiertamente, pero que se lee entre líneas de muchos de sus ensayos, y es esta: ¿puede un escritor, es decir, un privilegiado, hablar en nombre de quienes no lo son?

 

Creo que la respuesta que Woolf da a esta pregunta, por más que ello pueda sorprendernos (pues contradice la preeminencia de la imaginación sobre lo material, la presunta androginia de la mente, y otras muchas de sus afirmaciones), es más bien negativa.  Lo manifiesta, no sólo implícitamente en el tono sardónico con que cuenta su incursión en el  fichero, sino de forma más abierta en párrafos como este:

 

“Arrojar afuera e incorporar en una persona del sexo opuesto todo lo que echamos de menos en nosotros mismos y deseamos en el universo y detestamos en la humanidad es un profundo y universal instinto por parte tanto de hombres como de mujeres. (…) Algunas de las más famosas heroínas (…) representan lo que los hombres desean en las mujeres, pero no necesariamente lo que las mujeres son en sí mismas”. Woolf lo ilustra con el personaje de Cordelia, aunque también, como ejemplo inverso (novelista mujer, personaje masculino) con el de Rochester, de Jane Eyre.

 

Está, además, este otro pasaje:

 

“[El escritor] está sentado en una torre que se alza por encima de los demás; una torre construida primero sobre la posición de sus padres, y después, en el oro de sus padres. Es una torre de la mayor importancia; decide su ángulo de visión.”

 

Y dirigiéndose a un congreso de mujeres obreras, confiesa que por más que ella intente imaginarse qué es fregar los platos o preparar la cena para un minero y su familia, el resultado es “una imagen falsa y un juego demasiado juego para que valiera la pena jugar a él”.

 

Pero entonces, nos preguntamos: ¿no tenían razón a fin de cuentas Bennett y los “materialistas”? Si el ángulo de visión del novelista depende de la posición y el oro de sus padres; si un personaje de sexo opuesto al nuestro representará nuestras fantasías más que la verdad del sexo opuesto; si intentar meterse en la piel de Mrs. Brown es “uina imagen falsa y un juego demasiado juego”… ¿no debe el novelista conformarse con indicar el alquiler y describir el cáncer y el algodón estampado? Ítem más: ¿no desmiente Woolf sus propias palabras cuando se sitúa, en tanto que novelista, en  la interioridad de personajes de otro sexo, de otras clases sociales, de otras épocas?... Quizá, justamente, habría que preguntarse si tales personajes están logrados: por ejemplo Charles, el joven de clase baja discípulo de Mr. Ramsay y admirador de su esposa,  en Al faro, está tratado por la voz narradora con mucha condescendencia; Septimus Smith, en Mrs. Dalloway, es convincente en tanto que enfermo mental y suicida (algo que Woolf conocía bien), más que como varón... Y si en Mrs. Dalloway o Al faro Woolf parece afirmar, con el ejemplo, que es posible meterse en la piel de personajes muy distintos a la persona del novelista, en Orlando da a entender lo contrario: su amable burla parece ir dirigida contra quienes piensan (sean biógrafos o novelistas) que cabe conocer a alguien distinto de uno mismo; lo único que puede hacerse, parece decirnos Woolf en ese libro, es inventar, y así lo hace ella: habiendo renunciado a la verdad, se complace en la fantasía más desbocada.

 

El pensamiento de Virginia Woolf es, en fin, a menudo contradictorio, pero quizá por eso mismo es tan fructífero. Gracias a esas contradicciones se ha convertido “en una estrella cuya imagen y autoridad son insistentemente utilizadas o desafiadas en debates sobre arte, política, género, el canon, clase, feminismo y moda”, como explica Brenda Silver en uno de los ensayos más originales e interesantes publicados (por la University of Chicago Press,  en 1999) en el tema que nos ocupa.

Escrito en Lecturas Turia por Laura Freixas

11 de diciembre de 2015





Mi propio corazón una ciudad con un terrorista

atrincherado en el despacho del alcalde

Stephen Dunn

 

 

 

 

 

Si Padre llega tarde no es porque tenga miedo

ni porque arranque al fin la primavera

y con ella los coches deshuesados

que ponen rumbo al mar.

 

Si Padre llega tarde

a la tercera planta, Sala 6,

cardiología,

será por un despiste o porque quiere,

porque, con todo, es dueño —todavía—

de estas pequeñas cosas que no importan.

 

Y dicen nuestro nombre y me sonríe,

victorioso y anciano y en sus ojos

danza un pirata dueño de un secreto.

 

La doctora es más joven que el poeta

y el pirata me apunta con la pata

de palo y el secreto se posa en su hombro izquierdo:

 

Este es mi hijo, barbulla y ya no quedan

mesas libres en ninguna terraza y menudo día

para ser otra cosa; millonario

con camisa pistacho; surfer, mendigo al sol

con los ojos cerrados, sonriendo.

 

Un día para estar en otro sitio.

Un día sin tener que hablar de nada.

 

Este es mi hijo, el poeta.

Y el secreto aletea en la consulta

repitiendo la frase, poseído

por la ira de las arenas insomnes y por el blanco

impoluto de la bata. Mi hijo, repite mi padre

y el secreto regresa a su hombro izquierdo

y nadie dice nada en la tercera

planta, en la sala 6. Cardiología.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Ben Clark

4 de diciembre de 2015

Roge nació una tibia tarde otoñal. No hizo mucho ruido al nacer, no abrió los ojos hasta pasadas semanas y su respiración tranquila, a veces, asustaba mucho a sus padres. El día en que nació todos los vecinos del pueblo fueron a visitar a la madre exultante y orgullosa. Por fin había un alumbramiento en el pueblo, hacía cinco años que eso no pasaba. El niño enrojecido no se movió ni un ápice cuando cada hombre y cada mujer de la villa asomaron su cabeza por encima de su cuna. Tampoco se quejó cuando las ancianas comprobaron concienzudamente que hubiera cinco dedos en cada mano y en cada pie.

“Tendrá que ir a la escuela”, decían los hombres jóvenes. “Podré jugar al escondite”, pensó sonriente uno de los pocos niños. “Será callado”, aseguró el progenitor. La madre le miró con dudas y quiso saber por qué su hijo sería callado. “Los niños que nacen en otoño son poco habladores porque les da muy poco la luz. Sin embargo, los niños que nacen en verano pronto empiezan a parlotear porque durante dos meses los rayos del sol activan cosas que tenemos por dentro”, dijo el padre pensativo y la madre asintió.

Durante la primera noche, a la madre le costó un mundo dormir. Le dolían los bajos y la espalda, pero lo que le quitaba el sueño era el dislate que había dicho su marido delante de todos. Estaba la dueña de la pensión, el labrador de la loma, el médico de la cabeza que era capaz de curar casi todos los males solo con sus palabras, el hijo del general y la nieta del alcalde. Todo el pueblo diría que su esposo era tonto.

Las semanas avanzaban sin sobresaltos. Cuando el padre de Roge se iba al campo a trabajar, la madre lo arrimaba a las ventanas desde bien temprano. A veces incluso abría el tragaluz del salón pobre para que el sol incidiera directamente en el rostro de la criatura. Pero hacía mucho frío y lo cerraba pocos minutos después. Roge casi no abría su boca menuda, solo para mamar. Tampoco lloraba por las noches ni por las mañanas, ni cuando lo lavaban con paños calientes ni cuando los pañales de trapo irritaban su suave y débil piel.

Había mucho silencio en la morada, y la madre veía con tristeza como las palabras que había dicho su marido empezaban a cobrar sentido. “Será callado”.

Roge aprendió a pedir el pecho con las manos, a pedir cariño con los labios y a indicar que le molestaban los pañales húmedos con las piernas. Un día, pasados varios meses desde su nacimiento, abrió por completo los ojos. Sus esferas cristalinas eran azules y grises, tenía las pupilas muy dilatadas y cuando su madre lo miraba quedaba encandilada. A Roge le gustaba observarlo todo, pero no decía nada. Los ojos se le desorbitaban por las noches cuando veía a través de los cristales las farolas tintineantes del exterior. En la calle sombría se dibujaban aureolas naranjas y amarillas alrededor de los farolillos que colocaron los hombres del pueblo hacía ya muchos años para poder volver achispados de la taberna local sin tropezarse con todo. A Roge le fascinaba más la noche que el día.

“Te lo dije. Será un crío callado por nacer en otoño”. Y la madre rompió a llorar. “Dices tonterías porque eres tonto y lo sabe todo el pueblo. Tu hijo no es una planta, no es por eso que dices de la luz. El sol está allá arriba y nosotros aquí abajo. No tiene nada que ver”. Y se sentó en una esquina del salón cercana a la estufa, y siguió llorando hasta que le escocieron los ojos. Las lágrimas y las mucosidades formaron un charco en el suelo que limpió con su propio mandil. Mientras, Roge miraba atento por la ventana porque estaban a punto de encenderse los farolillos de la calle. El padre se acercó a él, le agarró de la cara con fuerza y le gritó. Cuando el pequeño consiguió desatarse de las nudosas manos del hombre recio, las luces ya se habían encendido y sonrió.

Cuando Roge tuvo edad de ir a la escuela, en casa hubo grandes discusiones. La madre quería llevar a su primogénito al médico de la cabeza para que lo curase, pero el padre se negaba con rotundidad. “Si no vale para estudiar tendrá que venir conmigo al campo a trabajar”. Los litigios duraban días enteros. La madre pensaba que estando con otros niños Roge se arrancaría a hablar; el padre le contradecía repitiendo una y otra vez que los niños que nacen en otoño son callados, “y este, concretamente, nos ha salido mudo”.

 Una mañana, el padre taciturno desayunó ferozmente, empaquetó pan y carne en salazón y en el umbral de la puerta avisó con voz grave, “volveré en unas semanas, nos vamos los hombres del pueblo a hacer madera al otro lado de la montaña roja”. Con vehemencia y sin mirar a Roge, cerró de un tirón brusco la puerta. La madre, que en otra circunstancia hubiera roto a llorar por la forma dramática con la que el hombre de la casa anunciaba sus viajes de trabajo, esta vez sonrió. Sin pensárselo dos veces, agarró a su hijo, lo aseó con el agua helada de la tina y lo vistió sin orden ni concierto. “Tu padre dice paparruchas, porque a él sí que le falta un hervor, pero a ti, hijo mío, te vamos a curar”. La madre fue a su alcoba, se metió debajo del catre y levantó una madera astillada del mosaico deforme del piso. Metió la mano en el hueco y extrajo de las entrañas del hogar una bolsita con forma de corazón.

Roge ya tenía seis años pero seguía sin hablar. En alguna ocasión su madre había intentado que otros niños fuesen a casa para trastear con él, pero ninguna madre estaba dispuesta. “No es que no me guste ese muchacho, pero no quiero que le pegue el mutismo a mi hijo, ahora que ya le han enseñado a leer en la escuela”. El padre de Roge prohibió tajantemente de su hijo fuese a la escuela porque no quería que todo el mundo se riera de su familia.

La madre de Roge lo cogió de la mano y lo llevó a ver al médico de la cabeza, curandero del pueblo capaz de sanar todos los males solo con sus palabras. El niño se sentó frente al doctor, la madre miraba sonriente a su vástago. “Quiero que lo cures, quiero que hable, que sea como los demás”. La consulta del médico de la cabeza no era blanca. Colores vivos inundaban la estancia angulosa, que apenas tenía tres sillas y una mesa llena de restos de hierbas medicinales. En las paredes había decenas de cuadros, dibujos, colgajos ruidosos, mapas y el busto disecado de un ciervo poco cauto.

El doctor miró a la madre desilusionado, de pronto en su rostro se dibujaron ojeras de pena, sombrías. Pidió a la madre que llevase a Roge a la biblioteca, una sala anexa a la disparatada consulta. “No puedo curar a tu hijo porque yo curo con las palabras, y sé de sobra, porque este pueblo es muy pequeño y contagioso, que Roge no puede hablar”. La madre no se resignó, “imagino que podrás utilizar otro tipo de técnicas, técnicas más especiales para que mi hijo se arranque de una vez. Tengo mucho dinero”. Y enseñó al médico de la cabeza su sonora bolsita con forma de corazón. “No se trata de dinero. Yo no sé lo que tiene tu muchacho. Creo que es callado y que no hay que darle más vueltas. Lo mejor será que le enseñen un oficio”.

La madre, con un cabreo monumental fue a buscar a Roge a la biblioteca, que miraba boquiabierto un libro de planetas. Mientras agarraba a su hijo de la camisa, y este a su vez asía con fuerza el libro de la solapa, la madre gritaba un sinfín de improperios al médico torticero. Éste, avergonzado, solo acertó a decir “señora, no es mi culpa que usted pariese en tan mala época para el habla. Su marido me avisó de que vendría en cuanto él se fuese a hacer madera. De regalo, que Roge se quede el libro de astronomía”.

La madre, encendida por las palabras socarronas del médico de pacotilla, arrastró al niño de vuelta a casa bajo la mirada atenta de todos los vecinos, que observaban con lástima la mala fortuna del mudito Roge. Una vez en el hogar, la madre se calmó con infusiones de manzanillas y se sentó junto a su hijo a mirar el libro que lo tenía ensimismado desde que salieron de la consulta. Roge miraba cuidadoso cada página del libro gordo y colorido. La madre lo cogió en su regazo y empezó a leerlo a viva voz, se olvidaron de merendar y de cenar, estaban enganchados a los planetas y a las estrellas. Juntos se embarcaron en el viaje de la creación de las constelaciones, orbitaron con la luna y descubrieron que una de sus caras era más tímida que la otra. Se asustaron con la materia oscura y los agujeros negros, y rieron con la explosión de las estrellas viejas.

Cuando comenzó a anochecer, Roge huyó del regazo de su madre para mirar por la ventana, y ver, una noche más, cómo se encendían los farolillos de la calle. Contrariado, miró a su madre y ésta se acercó. Las lucecillas para los borrachos no funcionaban, el tendido eléctrico se había roto. La noche oscura dibujaba tinieblas de fauces feroces y muchas mujeres del pueblo comenzaron a gritar y a llorar. Algunos niños aprovecharon el apagón para jugar al escondite y para urdir fechorías.

La noche siguiente tampoco se encendieron los farolillos, tampoco la siguiente, ni la consecutiva a esta… Hasta que los hombres no regresasen de hacer madera, el cielo cubriría de negro las noches del pueblo perdido. Roge estaba triste y taciturno. Por las mañanas y por las tardes no se separaba de su nuevo libro, pero cuando anochecía y se arrimaba a la ventana para ver el encendido que no llegaba, las lágrimas se le acumulaban en sus cuencas oculares y rompía a llorar.

Una mañana luminosa, pasadas ya varias semanas desde que los hombres bastos se marcharan a derribar árboles, apareció el padre en la casa exigiendo comida y bebida en la mesa. La madre, que no esperaba otro saludo, hizo carne y pan para el esposo peludo y mugriento. “Ya me han dicho que se ha roto el alumbrado y que habéis tenido miedo por aquí. Pero tranquila mujer, que esta tarde lo arreglaremos todo, y ¿qué es ese libro que mira el crío?” La madre no contestó y el marido dejó de hablar para engullir la comida caliente.

Después de comer todos los hombres se reunieron en la plaza para examinar los cables y las bombillas. Nadie se electrocutó. Pocas horas después la luminaria estaba arreglada. El padre volvió a casa, se acercó a su hijo y le dijo, “Roge, tranquilo, que esta noche podrás ver tus lucecitas otra vez”, el niño no levantó la vista de su libro, miraba unas páginas brillantes llenas de esferas ardientes. “Ya ni me mira. No es que sea mudo, es que te salió tonto”, le dijo a la mujer entre risotadas.

La tarde llegaba a su fin, todas las familias del pueblo se disponían a ver el encendido del pobre alumbrado. Roge, acompañado de sus padres, salió a la plaza atestada de curiosos que querían comprobar que los farolillos funcionasen. Roge tenía los ojos vivos y sedientos de luz, miraba hacia arriba, casi hacia el cielo, ansioso de ver lucir las tristes bombillas que lo habían abandonado hacía unas semanas. Y por fin lucieron. La gente empezó a aplaudir y a gritar, Roge dio saltos de alegría, sus lucecitas habían vuelto, y en medio de la algarabía se oyó una voz infantil desconocida, “¡Esto ha sido como en el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico! ¡Es el amanecer cósmico, mamá!”

Escrito en Sólo Digital Turia por Cristina Armunia Berges

Manuel Borrás: “Hemos desvirtuado la naturaleza lenta de la literatura”

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Emma Rodríguez

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