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28 de octubre de 2015

Las mujeres, sentadas en sus sillas de lona, bajo el toldo tricolor como bandera de un país sin himno; los platos sucios bajo el sol sediento, y el crujir de la arena como azúcar bajo los pies sin sombra de las niñas que vigilan el mar, como a un cautivo, animal que conoce lo que piensan; las rocas apiladas bajo el muro, con la ciudad detrás, como el mar presa; la obligación, o fe, de las columnas del viejo balneario, que aún soportan el fondo del azul indiferente; y el padre que regresa entre los otros cuerpos dormidos, excitados, semidesnudos como voces, por la playa, llena de cantos que las olas fueran, como azarosos ídolos, puliendo, para la mano tibia de la especie humana... Eso vimos, antes de ver el pulpo aferrado al arpón, y el jubiloso gesto del padre y la familia; la masa de color magenta retorciéndose, bajo la mirada del mundo superior, como dedos desordenando el aire. Hasta que la arrancó de la obediente flecha, para luchar de tú a tú, un brazo al que abrazó hasta lo más dentro, que conoció la oscuridad del pulpo, antes de que otro brazo la arrancara, y a duras penas la arrojara lejos. Casi en la orilla de su paraíso respirable sintió la gravedad el pulpo, el sabor de su abrazo en la tinta incapaz de reescribirlo, informe, donde todo se fue pegando a todo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Abraham Gragera

28 de octubre de 2015

El joven oficial estaba leyendo las páginas de mi pasaporte con diligencia, con escrúpulo, como si fuesen las páginas de una revista de farándula o de una novela barata. Las sostenía en alto. Las miraba a contraluz. Las raspaba fuerte con la uña de su índice. Se me ocurrió que en cualquier momento doblaría la esquina de alguna, como marcador, como para volver más tarde a su lectura. Viaja mucho usted, dijo de pronto mientras revisaba todos los sellos. No supe si era una pregunta o un comentario y sólo guardé silencio, observándolo ante mí, sentado del otro lado de un escritorio de metal negro. No tendría aún veinte años. Su rostro era lampiño, bruno, brilloso. Su uniforme verde caqui le tallaba demasiado apretado. Parecían ya no importarle los hilos de sudor que caían despacio por su frente y cuello. Como que le gusta viajar a usted, musitó sin verme, usando ese tono abusivo de nuevo militar. Pensé decirle que todos nuestros viajes son en realidad un solo viaje, con múltiples paradas y escalas. Pensé decirle que todo viaje, cualquier viaje, no es lineal, ni circular, ni concluye jamás. Pensé decirle que todo viaje es un despropósito. Pero no dije nada. Por la puerta abierta entraba el ruido de motos, de camiones, de camionetas, de una ranchera en radio transistor, de truenos en la distancia, de los enjambres de moscas y mosquitos y de los hombres que a gritos ofrecían comprar y vender dólares beliceños. Oscilando en la esquina, un viejo ventilador de piso sólo revolvía el calor selvático y húmedo de la tarde.

Era mi primera vez allí, en Melchor de Mencos, último pueblo guatemalteco antes de entrar a Belice. Había salido de la capital al amanecer, y conducido hasta la frontera sin detenerme más que una vez, a medio camino, en el lago de Izabal, a echar gasolina y almorzar un caldo de mariscos, un manojo de tortillas negras con queso fresco y loroco, y bastante café.   

¿Su domicilio, señor?, me preguntó el oficial, aún ojeando las páginas de mi pasaporte y anotando mis datos en una enorme bitácora contable. Ciudad de Guatemala, le mentí, aunque no era del todo mentira. ¿Y la intención de su viaje a Belice? Voy a visitar a unos amigos, en Belmopán, le mentí, aunque tampoco era del todo mentira: me habían invitado a hacer una lectura en la Universidad de Belice, en Belmopán; viajar por tierra había sido idea mía, para conocer esa ruta, para conocer las hermosas playas de arena blanca de Belice, el idílico mar azul turquesa de Belice —una idea que ahora, tras comprobar la distancia y el estado tan paupérrimo de las carreteras, empezaba a cuestionar. ¿Su profesión, señor? Ingeniero, le mentí, como miento siempre, como escribo siempre en los formularios de migración. Es mucho más recomendable y sensato, especialmente en fronteras de cualquier tipo, ser ingeniero que escritor.

El oficial se quedó callado, y despacio, con todo el letargo del trópico, continuó anotando mis datos.

Afuera estaba nublado y denso y el cielo parecía a punto de reventar. Tras secarme la frente con la mano, me puse a mirar un inmenso mapa de Guatemala colgado en la pared, justo detrás del oficial, y recordé cuando de niño, en los años setenta, había ganado un premio en el colegio por hacer el mejor dibujo del mapa nacional. Mi dibujo, por supuesto, aún incluía el entonces departamento de Belice, el más grande, ubicado en el extremo norte del país. No sería hasta 1981 que Belice lograría su independencia —y hasta 1992 que ésta fuese reconocida oficialmente por Guatemala—, dejando así de formar la parte superior de aquel mapa que yo aprendí a dibujar de niño. Nunca he podido dibujar muy bien. Pero esa vez, recuerdo, me esmeré. Y mi premio, que recibí atónito de la mano de la maestra, fue un pequeño mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin antojárseme un mango verde. Aún no puedo ver un mapa del país sin pensar que Guatemala, de un modo más que figurativo, quedó decapitada.

 

*

 

Esto no sirve, señor.

Tardé un poco en comprender que el oficial, sin subir la mirada, y apenas audible por encima del silbido del ventilador, me estaba hablando a mí.

¿Cómo dice?, le pregunté. Que esto no sirve, dijo, cerrando mi pasaporte y dejándolo caer sobre el escritorio de metal, como con repudio, como si fuese algo tieso y podrido. Su pasaporte, señor, venció el mes pasado. Sentí un ligero golpe en el vientre. No puede ser, balbuceé. El oficial, inalterado, sólo continuó garabateando algo en la vieja bitácora. ¿Era posible? ¿Hacía cuántos años que lo había tramitado? ¿Hacía cuánto tiempo que ni siquiera había verificado la fecha de vencimiento? Estiré la mano y recogí el librillo azul del escritorio y lo abrí a la primera página. Vencido, en efecto, hacía un mes. No sirve, espetó el oficial hacia abajo, hacia las páginas rayadas y amarillentas de la vieja bitácora, y por un momento creí entender que el que no servía era yo. ¿Y ahora?, le pregunté. ¿Y ahora qué, señor?, sin verme. ¿No hay otra manera de entrar a Belice? Ninguna, señor. ¿No puedo cruzar la frontera con mi cédula de identidad? Meneó la cabeza una sola vez, lapidario. Belice, dijo, no forma parte del convenio centroamericano. Era cierto. Todos los países centroamericanos recién habían firmado un convenio permitiendo el libre paso fronterizo a sus ciudadanos —todos, claro, salvo Belice. Suspiré, ya imaginándome el camino de vuelta a la capital, ya haciendo el cálculo matemático de todas las horas y todos los kilómetros de ida y vuelta, atravesando el territorio nacional casi entero de ida y vuelta, en un mismo día. Abrí mi cartera de cuero para guardar el pasaporte y me sorprendió ver allí el cartón rojo. No se me había ocurrido. De hecho, aunque se me hubiese ocurrido, ese preciado cartón rojo generalmente se quedaba en casa, y no hubiera creído encontrarlo allí, en la cartera de cuero que siempre viaja conmigo, y en la cual mantengo otras tarjetas de crédito (por si acaso), credencial de seguro médico (por si acaso), licencia de buceo (por si acaso), un par de preservativos (por si acaso). Sonreí triunfante. Aquí tiene, le dije al oficial, y lo coloqué bajo su mirada, sobre las páginas mismas de la bitácora. ¿Y esto?, farfulló perplejo, aun desconfiado. Es que soy muchos, le dije con algo de sátira. Pero hoy, le dije, soy dos.

El oficial, quizás por primera vez, alzó la mirada, y me observó detenidamente, escépticamente, mientras sostenía un librillo en cada mano, un pasaporte en cada mano: el guatemalteco en la derecha, y el español en la izquierda.

Permítame, y se puso de pie. En su espalda verde caqui crecía una mancha oscura y redonda de sudor.

Caminó despacio hacia un escritorio más grande y más importante donde estaba sentado un señor mofletudo, calvo, con un grueso bigote ceniciento y gafas de lectura, y trajeado en el mismo uniforme verde caqui. Su jefe, supuse. El joven oficial le entregó los pasaportes y me señaló y los dos hombres se pusieron a revisar mis documentos, a compararlos, a juzgarlos, mientras se susurraban no sé qué cosas. De pronto el oficial mayor se quitó las gafas de lectura. Alzó la mirada hacia mí y se quedó observándome unos segundos. Como enfurecido por algo. O como asustado por algo. O como intentando descubrir algo en mi rostro, quizás algún detalle o gesto que le comprobara mi identidad. Luego bajó la vista, le devolvió mis dos pasaportes al joven oficial y, buscando las gafas de lectura que le colgaban del cuello, regresó su atención a los papeles sobre el escritorio.

Firme usted aquí, me dijo el joven oficial al nomás sentarse, indicándome una línea en blanco en la bitácora, a la par de mi nombre. Firmé gustoso, en letras pomposas y estilizadas. El oficial selló la bitácora con demasiada fuerza, acaso con la furia del derrotado, y me entregó ambos pasaportes. Siguiente, declamó en forma de despedida hacia la cola de personas atrás de mí, esperando su turno. Yo guardé todo en la cartera de cuero, di media vuelta sin prisa y sin decir nada, y ya marchándome de la oficina de migración, ya oyendo las gotas de lluvia sobre las láminas corrugadas del techo, advertí que el oficial gordo y bigotudo me miraba serio por encima de sus gafas. 

Afuera llovía fuerte. Esquivé rápido a los vendedores de chicles y golosinas, a los vendedores de naranja agria con pepitoria, a los vendedores de dólares beliceños con fajos de billetes sucios en las manos y cangureras de nailon atadas a las cinturas, y me puse a correr entre las oleadas de lluvia hacia donde había dejado aparcado el carro: un viejo Saab color zafiro que me solía prestar un amigo para hacer viajes en el interior del país.

Al nomás llegar, abrí la puerta y entré y me apuré a insertar la llave y arrancar el motor. Me quedé quieto, medio empapado o quizás medio sudado, nada más oyendo el repentino chubasco contra la carrocería, y los truenos en la lejanía de la selva petenera, y el chirrido metálico y agobiante de una batería muerta.

 

*

 

Aquí le va a costar hallar a un camionero que quiera ayudarlo.

Tenía acento salvadoreño o quizás nicaragüense. Llevaba puestas unas botas de vaquero de piel de cocodrilo. Su camisa de botones estaba abierta y sobre su corazón, en tinta verde, tenía un tatuaje de otro corazón atravesado por una flecha y por una cinta con el nombre de alguien. De su mujer, supuse. O de alguna de sus mujeres. Llevaba un machete largo en una funda de cuero negro colgada de su cinturón. Y yo de inmediato, al verlo acercarse y sonreírme con sus dientes de plata, sentí una ráfaga de desconfianza y pánico y estuve a punto de cerrar los ojos y decirle que sólo el dinero, por favor, que me dejara quedarme con mis tarjetas de crédito y demás papeles. Pero él rápido me saludó y me dijo que su camión era aquél de allá, el blanquito, que iba camino a México, que se llamaba Roldán. No quise preguntarle si ése era su nombre o su apellido. Tampoco quise preguntarle qué llevaba en su camión.

Yo había tenido que permanecer casi una hora dentro del carro, esperando a que menguara la lluvia. De vez en cuando abría un poco la puerta para airear el calor y el humo de mi cigarro (la ventanilla eléctrica, claro, no funcionaba). Pero llovía demasiado fuerte y el agua se entraba enseguida y tuve entonces que curtirme una hora allí dentro, sumergido en mi propio humo y vapor. Creí ver en varias ocasiones —a través del vidrio y de las sábanas de lluvia— al oficial bigotudo parado en la puerta de la oficina de migración, quizás observando la lluvia, quizás observándome a mí.  

Aquí ningún camionero le echará una mano, dijo Roldán. Dizque andan con prisa los compañeros. Se rascó la barriga. Pero son puros cuentos, dijo. Lo que pasa es que son algo crueles.

Con un par de chiflidos, llamó a un muchacho adolescente que pasó caminando por ahí. Ayudáme a empujar, vos, le dijo al muchacho, que accedió de mala gana. Usted póngalo en neutro, me gritó Roldán, y cuando yo le diga, meta segunda y trate de arrancar. Intentamos tres veces. El motor ni siquiera reaccionó.

Ay, mi rey, dijo Roldán ensanchando su sonrisa de plata. Esa batería ya no da. El muchacho, sin decir nada, se había esfumado.

Me bajé del carro. Le extendí a Roldán la cajetilla de Camel y él tomó un cigarro y ambos nos quedamos fumando un momento en silencio. El sol había vuelto a salir. En la distancia, un velo de neblina tibia cubría parte de la montaña. ¿Tiene usted cables?, me preguntó de pronto. Creo que sí, le dije, en la maletera. Mi camión sólo anda con batería de veinticuatro voltios, dijo. Hay que hallar a un camionero con batería de doce voltios. Tal vez así logramos cargarla. Me pidió otro cigarro. Para lueguito, dijo, y lo colocó sobre su oreja. ¿Desde dónde viene usted, pues?, me preguntó, y le expliqué que había salido de la capital esa misma mañana, que iba camino a Belice, que quería cruzar a Belice, que quería llegar a las playas de arena blanca de Belice. No con esa su batería, mi rey, dijo siempre sonriendo. Pero no se preocupe. Ya mero se la arreglamos. Dios mediante.

Roldán detuvo a dos camioneros, y ambos, desde sus cabinas, sólo negaron con la cabeza y siguieron por la carretera. Al rato llegó el dueño del camión que estaba aparcado a mi lado. Roldán se acercó al él y le explicó la situación y el tipo le dijo que sí tenía batería de doce voltios, pero que no podía darme carga. ¿Y por qué no, papá?, le preguntó Roldán, y el tipo sólo meneó la cabeza, apenado. Roldán le insistió de tal manera que el camionero finalmente aceptó. Conectamos las dos baterías. El camionero encendió su motor, y lo dejamos correr unos minutos, y nada. Luego lo dejamos correr unos minutos más, y yo volví a intentar, y otra vez nada. El camionero desconectó los cables, se subió a su cabina y, casi ofendido conmigo, como si yo le hubiese robado algo, se marchó.

Roldán sacó su teléfono celular y marcó un número. Pidió una grúa. No se inquiete, me dijo. Es de un amigo, me dijo, quien en nada le cambia la batería aquí en Melchor de Mencos, del otro lado del puente, y puede seguir usted su camino a Belice.

Sentí algo en las rodillas. Acaso impotencia. Acaso una devastadora soledad. Acaso el pánico de estar ingresando, poco a poco, a una extensa telaraña de estafadores.

Roldán se quedó fumando a mi lado hasta que llegó su amigo con la grúa y negoció el precio con él y lo amenazó con tratarme bien. Le agradecí. Le ofrecí unos cuantos billetes, que rechazó con obstinación. Le dije, quizás por miedo a quedarme solo y varado a media selva petenera, que me dejara invitarlo a una cerveza en el pueblo. Es que yo también tengo que seguir mi camino, dijo negando con la cabeza.

Me subí al asiento de pasajero de la grúa. Olía a sudor, a grasa, a pescado rancio, a frenos quemados. Del espejo retrovisor colgaba un crucifijo de plástico color rosa, una postal laminada de una rubia mostrando las tetas, y dos dados de peluche, uno blanco y el otro negro. Leí pintado en el vidrio, hasta arriba, en grandes letras de oro: cristo es mi norte. No se le vaya a ocurrir viajar a Belice de noche, me dijo Roldán sosteniendo la puerta. Mejor quédese usted en el pueblo, cene sabroso, duerma bien, y salga mañana tempranito, con calma. Volví a sentir ese mismo algo en las rodillas. Ya veremos, le dije. Cerré la puerta. De veras, gritó encima del recio motor de la grúa. Puede ser peligroso andar por allí de noche.

 

*

 

No parecía un taller de mecánica. No tenía ningún rótulo. Era nada más un pequeño predio con suelo de tierra, encerrado por tres paredes de adobe, y con un portón de metal gris que daba a la calle. Había herramientas tiradas y amontonadas por doquier. En una esquina estaba aparcado un Mercedes Benz de los años setenta, quizás blanco, todo destartalado y corroído. A su lado, un niño de dos o tres años estaba sentado en el suelo de tierra, completamente desnudo. Jugaba con un puñado de tarugos y tuercas. El tipo de la grúa era también el dueño y el único mecánico allí. Se llamaba Nicasio. Tras conectar la batería a una máquina vetusta, me confirmó que, en efecto, ya estaba inservible. Me dijo que él podía conseguir e instalar una nueva, de lujo, importada, a muy buen precio. Me dijo que le pagara la mitad por adelantado. Me dijo que le dejara las llaves del carro. Me dijo que le diera unas horas, que había un comedor en la esquina donde podía esperar, tomarme algo, que él me buscaría allí al haber terminado el trabajo. Vi mi reloj. Eran ya las cinco de la tarde. Luego vi el Saab azul zafiro de mi amigo: abierto y fatigado y con las vísceras expuestas. Saqué mi mochila del maletero y me dirigí hacia el portón. El niño desnudo me miraba desparramado en un charco de lodo.

 

*

 

Llegué caminando a un pequeño parque, en una cuchilla. No había nadie. No había brisa, ni sombra, ni alivio. En la entrada, mal pintado encima de un arco blancuzco, un rótulo daba la bienvenida al pueblo. Saqué el último cigarro de la cajetilla y me senté a fumar en una banca aún medio mojada. Casi de inmediato se acercó un muchacho con varios sacos de semillas y una vieja báscula de bronce. ¿Le doy algo, don? Hay maní, dijo. Hay habas, marañón, macadamia, almendra salada. Le compré un par de onzas de semillas de marañón. Tras pesarlas y cobrarme, se sentó a mi lado. Le pregunté por el origen del nombre del pueblo, Melchor de Mencos. Dicen por ahí, dijo, que ése era el nombre de un general que venció a los británicos. Siglos atrás, dijo. Pero saber si será cierto, dijo. Alzó la mirada hacia la carretera, como buscando a alguien, o como si alguien lo estuviera buscando a él. También me quedé viendo hacia la carretera. Vi a un señor de piel tostada, dando pequeños pasos hacia delante, como bailando hacia delante. Luego vi a un camión transportando, en la parte trasera, a una escuálida vaca blanca. Luego vi a tres niños montados en una sola bicicleta. ¿Y usted anda de paso?, me preguntó el muchacho. Algo así, le dije. Me terminé el cigarro en silencio.

 

*

 

Caminé frente a una niña babeada de rojo y correteando a un grupo de polluelos. Su vestido blanco parecía ya teñido de rojo. Sus medias blancas y flojas parecían ya teñidas de rojo. Su diadema y sus zapatillas negras de charol estaban olvidadas detrás de ella, junto a la puerta abierta de una iglesia evangélica por donde salían los cantos de los feligreses y del predicador. La niña sostenía media granada en sus manos morenas. De pronto se llevaba la media granada a la boca y le daba un buen mordisco y se ponía a dispararles balines rojos a los polluelos.  

 

*

 

Caminé frente a un señor recostado contra el tronco de un almendro. Estaba sentado en la grama, con las piernas extendidas. Aprovechaba, supuse, la sombra del almendro. Tenía puesto un pantalón negro y una camisola blanca y una corbata negra. Tenía un periódico en el regazo. Al acercarme aún más, noté que había un círculo verde en cada una de sus sienes. Eran dos rodajas de limón, prensadas allí con una cinta de zapatos que se había amarrado alrededor de la cabeza. Pequeñas gotas chorreaban por todo su rostro, quizás de limón o de sudor o de ambas cosas. Vení te la chupo vos gringo, creí escuchar que susurró a mis espaldas, ya alejándome con prisa del almendro. Pero al volver la mirada me pareció que el señor estaba profundamente dormido.

 

*

 

Entré a una abarrotería, en la calle principal y bulliciosa del pueblo. Un anciano estaba apoyado contra el mostrador, apenas de pie, apenas sosteniendo un octavito ya casi vacío de aguardiente Quezalteca Especial. Dígame, me dijo una señora chaparra del otro lado de las rejas. Me acerqué. La saludé, descubriendo a través de las rejas que sólo vendía cigarros nacionales. Le pedí una cajetilla de Rubios. El anciano balbuceó algo. La señora me pasó la cajetilla por entre las rejas, y yo entonces le pasé unos cuantos billetes. El anciano se acercó un poco a mí y volvió a balbucear algo, con su mano extendida. Todo él apestaba a orina. Deje de molestar, lo regañó la señora. Y usted ignórelo nomás, me dijo, devolviéndome unas cuantas monedas a través de las rejas, que luego quise entregarle al anciano. Pero su vieja mano no logró sostenerlas y las monedas cayeron al suelo. Me agaché a recogerlas. Cuando volví a ponerme de pie, allí, justo a mi lado, estaba el oficial gordo y bigotudo de migración: siempre serio, siempre en su uniforme verde caqui, siempre con sus gafas de lectura colgándole del cuello, pero ahora acompañado por un hombre en botas de vaquero y sombrero de vaquero y con unos inmensos anteojos oscuros y un palillo entre los dientes y una pistola negra bien metida entre el pantalón. Me sequé la frente con la manga de la camisa. Salí casi corriendo a la penumbra de la calle principal.

 

*

 

Una enorme guacamaya roja estaba perchada en un palo de escoba, en el fondo del comedor. De vez en cuando se rascaba el pecho con el pico o lanzaba un grito o un agudo silbido. Su plumaje rojo me pareció triste y opaco. En cada una de las cuatro mesas, sobre un mantel de plástico floreado, había una botella con atomizador. Por si acaso, me dijo la señorita al sentarme. Es que es medio chiflada, dijo mirando a la enorme guacamaya. A veces le agarra por atacar a la gente, dijo. Pero un chorro de agua la asusta.

Abrí la cajetilla nueva de Rubios y encendí uno y de inmediato empecé a sentirme mejor, a recuperar el aliento. Desde la cocina, detrás de una cortinilla de abalorios, me llegaba el rumor de voces femeninas, de risas, de gemidos, de un merengue en la radio, del retintín de platos y vasos. Un par de bombillas blancas colgaban del techo. La guacamaya me miraba soñolienta desde su palo.

La misma señorita salió por la cortinilla de abalorios, cargando un azafate, y caminó hacia mí. Noté que estaba descalza. Noté que ahora llevaba a un bebé amarrado a su espalda (¿o lo llevaba antes y yo no lo vi?) con una larga faja azul. El bebé dormía. Aquí tiene, me dijo, y colocó sobre la mesa un cenicero, una botella de cerveza Gallo, un vaso pequeño. Le agradecí. Para servirle, dijo. ¿No quiere usted comer algo?, me preguntó casi avergonzada, y le dije que por ahora no, que gracias, que tal vez más tarde. Un perro callejero quiso entrar al comedor, pero ella lo espantó con un aplauso. Luego se quedó allí parada, abrazando el azafate contra sus pechos rollizos, quizás esperando algo. Le pregunté por qué se llamaba Comedor Fallabón. Es que así le dicen a esta colonia, dijo. Antes, dijo, Fallabón era una aldea propia, aquí merito, pero ahora ya forma parte de Melchor de Mencos (me enteraría después de que el nombre de la aldea, Fallabón, viene de un fuego y estallido que hubo allí cerca, en un almacenamiento de madera, en 1950; es un anglicismo, derivado de las palabras en inglés para fuego y estallido: fire y boom). El bebé soltó un quejido y la señorita estiró su mano hacia atrás y le acarició la mejilla con un dedo. ¿Y ése es su carro, pues, en el taller de don Nica? Así es, le dije, reacio a explicarle que en realidad no era mío el carro, sino de un amigo. Ella hizo un chasquido con la lengua como diciendo buena suerte, o como diciendo qué pena. Le pregunté si podía recomendarme un hotel, que a lo mejor tendría que pasar la noche, y ella pensó un momento y luego me dijo que el hotel La Cabaña era bueno, que quedaba allí nomás, en la calle principal. Hasta piscina hay, dijo. Hotel La Cabaña, repetí, como para no olvidarlo, y mientras me secaba el sudor de la frente con una servilleta de papel, creí ver que algo pequeño y oscuro estaba subiendo por la pared del fondo. Tal vez una araña. Tal vez un tábano. Tal vez un alacrán. ¿Y la guacamaya es suya?, le pregunté a la señorita. Ella sonrió. Ésa es de aquí, dijo, pero no entendí si del comedor o de la colonia o del pueblo entero. ¿Tiene nombre? Bien tiene, dijo. Se llama Gómez, dijo. La guacamaya gritó algo, quizás porque había oído su nombre y quería participar en la conversación. Aplasté mi cigarro en el cenicero. ¿Es macho?, le pregunté a la señorita y ella sólo soltó una risa y alzó los hombros y dijo que a lo mejor, que eso nadie lo sabía. Advertí que las baldosas del piso, debajo de la guacamaya, estaban cubiertas de heces blancas y grises. Permiso, susurró la señorita, y regresó a la cocina.

Me serví un trago de cerveza con bastante espuma. La cerveza estaba tibia pero me cayó bien. Me serví otro trago. Encendí un cigarro y respiré hondo. Acerqué la botella de agua, por si la guacamaya decidía bajarse de su palo. Abrí mi mochila y estaba por sacar un libro para leer un rato cuando sentí la presencia de alguien a mis espaldas.

Traénos dos cervezas, hija, gritó el oficial de migración.

 

*

 

Me saludaron serios, nada más con la mirada, y se ubicaron en una mesa enfrente de mí. La señorita salió por la cortinilla de abalorios. Cargaba una botella de cerveza en cada mano. El bebé aún dormía atado a su espalda. Aquí tiene, don Francisco, dijo. El oficial musitó algo, quizás agradeciéndole. Había sacado un pañuelo rojo de un bolsillo de su uniforme verde caqui. Terminó de enjugarse el sudor del cuello y la cara. Luego tomó un sorbo largo de cerveza y se limpió los labios y el bigote grisáceo con el pañuelo rojo. El otro hombre extendió una mano y agarró fuerte el antebrazo de la señorita y la jaló hacia él hasta sentarla en su regazo. ¿Tenés carnitas?, le preguntó en un susurro libidinoso, su mano de uñas largas prensándole el cuello, como un garfio. Me pareció que su tono de voz era demasiado femenino. Bien hay, dijo ella sin alzar la mirada del suelo. El bebé en su espalda se meneó, gimió. ¿Y chicharrón tenés? También hay, dijo ella, su voz ahogada, su mirada siempre en el suelo. Pues andá a traernos una orden de carnitas y una de chicharrón, dijo, y le dio un empujón fuerte hacia la cocina. Ella se tambaleó un poco. Ahorita mismo, dijo, recuperando el balance. El hombre se quitó los anteojos oscuros y el sombrero de vaquero y sacó la pistola negra y puso todo sobre la mesa. Aún mordiendo el palillo, levantó la mano derecha como si estuviera jurando ante un juez. Y si se me acerca ese pájaro de mierda, dijo, por Dios que le meto un par de plomazos.

Ambos hombres se rieron, recio, cacareado, quizás mirándome. La señorita se escabulló, deprisa y cabizbaja y agitando al bebé.

Yo quise fumar. Noté que el cigarro en mis dedos temblaba un poco. No podía dejar de mirar esa mano sucia y regordeta en el aire, y aún mirándola, pensé en el infarto que mi abuelo polaco había sufrido a final de los años setenta. Yo era muy niño entonces, pero aún recuerdo el llanto descontrolado de mi mamá al recibir la llamada del hospital. Mi abuelo tuvo suerte. Fue un infarto menor. Se recuperó rápido. Pero como consecuencia, y siguiendo los tres consejos de su médico: dejó de fumar tabaco, empezó a beber a diario un par de onzas de whisky (para los nervios, decía), y adquirió el hábito de caminar. Caminaba mucho, todas las mañanas, como ejercicio. Salía de su casa muy temprano y caminaba por su barrio. A veces hasta un par de horas. A veces yo lo acompañaba. Y durante una de esas caminatas, mientras andaba él solo al final de la avenida de Las Américas, justo enfrente de la escultura en homenaje al papa Juan Pablo II, una moto con dos tipos se detuvo a su lado. Que lo derribaron al suelo, nos decía con escándalo. Que le asestaron un golpe en la cabeza, nos decía mostrándonos dónde. Que habían querido secuestrarlo, nos decía quizás ya exagerando un simple hurto. Que le robaron todo lo que llevaba, nos decía ora indignado, o casi todo, nos decía ora orgulloso. Que logró quedarse, nos decía, con el anillo de piedra negra que usaba en el meñique derecho. A veces nos decía que suplicó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que forcejeó con ellos hasta quedarse con su anillo. A veces nos decía que luchó contra ellos hasta quedarse con su anillo. La versión variaba dependiendo del paso de los años, o de su nostalgia, o de su estado de ánimo, o del carácter de la persona que le estuviese preguntando (mi abuelo entendía, acaso a un nivel intuitivo, que una historia crece, cambia de piel, hace malabares sobre la cuerda floja del tiempo; entendía que una historia es en realidad muchas historias). Había comprado ese anillo en el 45, le gustaba decirnos, en Nueva York, su primera parada en ruta a Guatemala después de ser liberado del campo de concentración de Sachsenhausen. En Nueva York, en una joyería judía de Harlem, había pagado por él cuarenta dólares. Y lo había usado durante el resto de su vida, durante los próximos sesenta años, en el meñique derecho, en forma de luto por sus padres y hermanos y amigos y todos los demás exterminados por los nazis en guetos y campos de concentración. Hace unos años, al morir mi abuelo, ese anillo le quedó a uno de los hermanos de mi madre, que lloró de emoción al heredarlo y decidió guardarlo en la caja fuerte de su oficina. No tenía ningún valor económico. Era una piedra negra cualquiera, en una montura dorada cualquiera. Pero una noche, alguien se metió a esa oficina y logró abrir la caja fuerte y robarse todo su contenido, incluido el anillo de piedra negra de mi abuelo.

            Y yo seguía mirando, ante mí, en el dedo meñique de esa mano sucia y regordeta que ahora sostenía una tortilla rellena de carnitas y chicharrón, un anillo muy parecido al anillo de mi abuelo. O quizás era exacto al anillo de mi abuelo. Quizás era exactamente la misma piedra negra, y exactamente la misma montura de metal dorado, y tenía exactamente la misma forma y tamaño. O al menos todo era exacto al anillo en mi memoria, al anillo como yo lo recordaba o como yo quería recordarlo, en el meñique derecho y pálido y algo combado de mi abuelo. Y aunque lo sabía imposible, aun descabellado, aun absurdo, no pude evitar imaginarme que ese anillo, en esa mano regordeta y grasosa, era, en efecto, el anillo de piedra negra de mi abuelo. No uno parecido. No uno exacto. Sino el mismo. El que mi abuelo había comprado en Nueva York, en Harlem, en el 45. El que había usado durante el resto de su vida en el meñique derecho. El que había logrado salvar tras vencer o convencer, al final de la avenida de las Américas, al final de los años setenta, a unos ladrones o acaso secuestradores. El que al morir le había heredado a uno de los hermanos de mi madre. El que alguien se había robado de una caja fuerte, una noche, sin jamás saber el ladrón qué se estaba robando; sin jamás saber el ladrón que en esa insignificante y sombría piedra negra aún se reflejaban perfectamente los rostros de los padres exterminados de mi abuelo (Samuel y Masha), y los rostros de las dos hermanas exterminadas de mi abuelo (Ula y Rushka), y el rostro del hermano exterminado de mi abuelo (Zalman), y los rostros de tantos hombres exterminados y mujeres exterminadas y niños exterminados y niñas exterminadas y bebés exterminados mientras dormían en los brazos de sus madres, mientras soñaban en las cámaras de gas; sin jamás saber el ladrón que en una pequeña piedra negra aún se podía oír el murmullo de todas esas voces, de tantas voces, entonando en coro el rezo de los muertos.

La guacamaya de pronto lanzó un alarido y extendió las alas y todavía perchada en el palo se puso a batirlas con ánimo, con desesperanza, como queriendo volar.

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Halfon

26 de octubre de 2015

En el invierno del año 30 o 31 cayó en Madrid una gran nevada y, mediada la tarde, el jardincito que rodeaba nuestra casa en el barrio de la Prosperidad, se fue blanqueando; primero, el suelo en los sitios más secos, luego las cuerdas de tender la ropa. Al anochecer, aquel pequeño y familiar espacio se convirtió en un lugar nuevo y sorprendente por la materia que recubrió la  verja de hierro, los tallos más finos, las hojas de los geranios, los cables de la luz, el remate de la tapia por donde saltaban los gatos de las casas vecinas. Todo quedó transformado en un escenario fascinante, más aún después, cuando se abrieron las nubes y la luna puso allí su fría luz.

El ámbito conocido de tantos meses fue purificado: la realidad de aquel lugar se hizo irreal, su naturaleza pobre y trivial se rehízo con formas elegantes que ocultaban los detalles y solo mostraban sus perfiles esenciales. Tras los cristales de las ventanas, yo contemplaba extasiado aquel encantamiento y su quietud misteriosa.

A la mañana siguiente, el barrio era el de una ciudad de un país nuevo; embellecido por la total blancura también evocaba las típicas escenas de Navidad que ilustraban los almanaques de pared que se regalaban por entonces en las tiendas de comestibles. Los tejados tenían una gruesa capa, sutil y densa a la vez, mientras que la frondosidad de plantas y arbustos de los jardines eran como tejidos finísimos endurecidos por la helada. Y las calles desiertas sin huellas de pasos, despertaban el deseo de recorrer el barrio y descubrir que era más acogedor e íntimo bajo la nevada.

Pero mi admiración por tal belleza, e incluso por la inusitada claridad que entraba en las habitaciones, se quebró con un suceso que nada se relacionaba con el prodigio que habían  traído las nubes la tarde anterior.

Cerca de nuestra casa había un solar acotado y allí vivía en una casucha, un matrimonio con dos hijas adolescentes; el padre se dedicaba a arreglar bicicletas y las  chicas para poco debían de servir. La noticia, transmitida por vecinos próximos, fue que la madre, de la que en casa se decía que era joven y muy guapa, había gritado que estaba harta y se había largado del hogar, es de suponer no afectada por la novedad de la nieve pero sí seducida por algún Don Juan de los contornos.

No entendí, al principio, como una madre podía marcharse sin más ni más, abandonándoles a todos, porque las madres eran inamovibles, yo así lo creía, unidas a hijos y marido por lazos eternos.

Atisbé desde la ventana al hombre abandonado, que estaba en la puerta del solar, subidas las solapas del deformado abrigo, las manos en los bolsillos, el pitillo en los labios, y miraba hacia el fondo de la calle por la que no pasaba nadie bajo un cerrado cielo gris. Y yo seguí con mi desconcierto, cuando, a la tarde, cruzaron por delante de nuestra casa las dos hijas, figuras breves, con ropas oscuras, mejillas y nariz encarnadas, e iban riéndose, manoteando en su conversación.

Me retiré de la ventana y hube de aceptar la evidencia de lo sucedido que no era sino un roce áspero en la sensibilidad infantil pese al panorama de belleza. Contemplé con pena a las muchachas que parecían insensibles a tener o no una madre y esa idea de la movilidad de los afectos hizo aparición en mi horizonte mental.

En aquel día invernal quedaría diseñada, creo yo, la actitud vital de quien se asoma a la ventana y al otro de los cristales contempla una singular enseñanza de la vida: fue un primer paso en mi formación de avaro captador del mundo visible. El observador que recoge la imagen de experiencias ajenas vistas a distancia, tiene parecido con el lector que las toma no por relación directa con los hechos sino a través de palabras escritas, que se transforman en ideas. También se progresa en la infancia contemplando imágenes, cualquier dibujo o ilustración que por algún motivo me atraían y forzaban a deducir la intención con  que se realizaron.

Esto fue lo que me hizo posible un voluminoso álbum con aspecto de maleta por tener tapas de cuero  con unas trabillas, cuyas hojas contenían adheridos los artículos que se solían vender en las tiendas de papelería. Era un muestrario de tarjetas postales, de cromos, láminas, figuritas recortadas a troquel, felicitaciones, impreso en Francia y por el estilo de los dibujos, su época correspondía muy bien a los años de finales del siglo XIX. Este muestrario estuvo en la casa de mi abuelo, abandonado allí, según se recordaba, por un viajante de comercio  que, sin motivo, lo dejó y no volvió por él.

Siendo niño he repasado muchas veces las hojas de este muestrario, admirando todo lo que estaba sujeto a ellas, pero había unas estampas que me suscitaban emoción a la cual no me atrevería a asignarle ahora ningún adjetivo.  Eran unos paisajes de invierno, un campo nevado con unas cercas o unas casitas; en el horizonte, un lejano amanecer nacarado, escena que a mí me parecía propia de un país extranjero. Uno de estos dibujos tenía el motivo peculiar de muchas ilustraciones antiguas: sobre la nieve había un pajarito muerto.

El imaginado arrebol matutino, el aire puro y helado de la madrugada contribuyeron a una idealización de la Naturaleza y debieron de predisponer mi ánimo para el asombro ante aquel jardín blanco. Solo muchos años después había venido a ser el trasfondo de una prematura vocación literaria.

Vivía con mi familia –madre, padre, una hermana mayor- en un barrio alejado del centro. Los únicos visitantes, los mas adictos eran los gatos de los chalés vecinos que saltaban la tapia a la busca de alimento seguro. Nuestro chalé tenía dos pisos. La planta baja era la vivienda, los horarios, las comidas, las reuniones familiares; el piso superior apenas se habitaba y en él se acordó que una habitación fuese como un dominio infantil donde se reunieran mis pertenencias y los restos de mi primera infancia.

Era una  habitación fría en nada acogedora donde nadie de mi familia solía subir; el techo, más bajo que lo habitual, originaba que la ventana estuviera a dos palmos del suelo, desde la que se veía la parte delentera de nuestro jardín. Desde allí contemplaba los dos chalés de la acera de enfrente, acaso vacíos, y la calle que apenas nadie recorría, lo propio de las calles de un barrio de las afueras entonces; el único leve ruido que oía era el de la carcoma en alguna madera vieja, pero había que esforzarse en escuchar y entonces estremecía el ronroneo hondo en la materia profundo. Sin duda fue el primer espacio confidente, beneficioso por las horas que allí pasaba. Leía cuanto me era posible y dibujaba escenas de las historias que más me gustaban.

 Pero había calma, esa condición importante para entrar en las galerías profundas de la conciencia. Escribió Rilke en un poema: “La noche es mi libro” pero alguien, un niño, podría decir “La calma es mi libro” porque sentí la necesidad de estar en sosiego, porque la  cristalización del silencio, de la quietud, de las ausencias, de la atmósfera del libre pensamiento hacía que todo ayudase no solo a divagar sino a inquirir tal como se pasan las hojas de un libro: se releen párrafos y se busca otro capítulo con el deseo de entender y hacer nuestro un pasaje. El pensamiento puede ir y venir pero la paz lo protege, lo mantiene.

Entre mis cuidados, el objeto predilecto era la librería: unas tablitas finas como estantes, donde se ordenaban los libros de cuentos; aunque no acortasen la distancia con el mundo circundante, a ellos recurría como entrada a un recinto grato. Los releía muchas veces y las caras y apariencia de los graciosos personajes de las ilustraciones de Pinocho y Chapete se hacían familiares y formaban parte de mi tendencia a dibujar. Así fue naciendo la necesidad de los libros, tocarlos, conservarlos, alinearlos en uno u otro orden y como consuelo en momentos en que había habido regaños.

Una mañana al entrar en mi habitación me vino al pensamiento la figura de un hombre vestido como cualquiera de la clase media, que estaba sentado en una roca y a ésta la rodeaba agua, el mar.

Fue muy intensa esta imagen y me estremeció porque no comprendí quién era aquel ni qué relación tenía con nadie de nuestro ambiente, y la misma nitidez y claridad que por una fracción de segundo tuve ante mí fue más impresionante. Debí de quedar muy asustado y por eso baje y se lo conté a mi hermana y acaso añadí que “lo había visto”. Era lógico que esta información se trasladase rápidamente a mis padres. No me puede extrañar que suscitase inquietud como rareza mental y motivó recomendaciones de reducir lecturas, no fuera a pasarme lo que al hidalgo Alonso Quijano, según oportunamente alguien me recordó. Pero ahora sé que se trató de una exteriorización de mi prematura conciencia del aislamiento y la soledad que creaba aquella pequeña habitación: el tipo sentado tranquilamente en la roca era yo, si bien entonces me fuese imposible deducirlo.

En aquellos tiempos con quien yo más hablaba y más atendía era con mi madre a la que no recuerdo alarmada por mi visión Oigo que canta mientras se ocupa de algo en el jardín que rodea la casa. La veo en la semi penumbra de la tarde, tiene las manos manchadas de tierra húmeda, lleva una especie de delantal de lona, maneja un almocafre, la palabra que ella empleó para designar un pequeño azadón que usó cuando plantó unas semillas en los macizos abandonados: eran violetas y en el invierno nos sorprendió esa flor frágil, de color purísimo, aterciopelado, y secretamente femenina que resistía el frío y cuya belleza sería para mi madre compensación de alguna ilusión irrealizable.

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Llegó un día en que puse los ojos no en un cuento de Antoniorrobles sino en un libro que entre otros estaba sobre la mesa del despacho de mi padre; lo abrí y encontré una lámina que me asombro. Era un coloso muy alto, de piedra desgastada y rota por tantos siglos como la rozaron y la hirieron, y sufrió las tormentas de arena y el calor del sol que pasaba al frío helador en cuanto llegaba la noche. Estaba junto a otro igualen dimensiones y en destrucción, ambos se alzaban en la llanura que era un pedregal no lejos de las inmensas ruinas de un templo.

Decía que algunos viajeros de la antigüedad que visitaban Egipto, afirmaron que a la salida del sol, solo entonces, el  coloso hablaba, murmuraba algo que nadie entendió; en el silencio absoluto de aquellas horas se oía una vibración y era la voz de las piedras: los colosos de Memnón se llamaban. El primero que lo contó parece que fue un escritor de la antigua Grecia, y luego viajeros franceses y los buscadores de tesoros.

Mi curiosidad creció, ¿Cómo podían hablar si eran solo piedras? ¿sería una frase o un rumor nada mas lo que se oía? Leí esto a los once años y me inquietó. Quise escuchar el sonido y descubrir el secreto que extraño a los viajeros: unas palabras incomprensibles en otra lengua.

En el libro había más dibujos con una muestra de la antigua escritura, compuesta no de letras sino de figuritas; se distinguía una flor, un pájaro, una mano, y al mirarlas los antiguos egipcios sabían lo que significaban. Quedé extrañado ante una forma de escribir tan distinta a la mía, eran figuras muy variadas y cada una tendría un sonido como los que se oían al amanecer; por tanto, para entenderlos se debían estudiar las filas y filas de tal escritura que cubrían los muros aún en pie de templos y sepulturas.

Casi siempre, si un lector sigue con interés el paso de las hojas de un libro, es conducido hacia donde va el pensamiento, al expresarse escrito que puede conducir a lo inesperado. Y el libro donde yo descubría que unas piedras podían hablar me llevó a contemplar el mapa de Egipto, como una tentación,  cruzado por una línea sinuosa azul que era el Nilo y en sus márgenes se veían muchos nombres de lugares, de aldeas y de restos arqueológicos.

Llegado este momento, el jardín del chalé perdió importancia y visto a través del cristal de la ventana parecía vulgar, como bajo los fríos de noviembre, con el suelo cubierto de hojas caídas. En consecuencia, deje de visitarlo y me entregue con entusiasmo al estudio de la historia de aquel país. Tomando datos donde me era posible hice un breve diccionario de jeroglíficos con su pronunciación figurada, escrito en un cuadernito de tapas verdes que aún conservo, y formé ficheros geográficos, de las dinastías y sus faraones así como de los puntos de excavación.

Entonces, para mí lo escrito en un libro sobre el rumor de una piedra, escuchada a la media luz del amanecer incendio mi imaginación y me dí a pensar como hablarían en otros tiempos y en otros países. Los escasos libros que yo había reunido sobre Egipto contenían tal cantidad de información que excedía mi preparación. Comprendí que era una cultura inmensa y así termine por decepcionarme de aquel estudio, tan absorbente pero condenado a tener un final.

Perdido el atractivo que representaban los imposibles jeroglíficos, muchas veces he pensado que el hermetismo de aquellas inscripciones, actuó como la mano que me empujara decididamente hacia la posterior dedicación a las lenguas. Aquel interés buscó una aplicación que no fuera simplemente satisfacer una curiosidad. Siendo adolescente me entregué al estudio del francés y poco después del inglés, sin profesores, solo con alguna gramática escolar y utilizando a la vez las guías para viajeros con frases hechas en ambos idiomas. No supe lo que era una enseñanza eficaz hasta que me inscribí en el Instituto Británico donde había excelentes profesores que me encariñaron con las costumbres inglesas y los secretos de su idioma. Allí conocí a personas de ideas liberales y republicanas que me ofrecieron otra visión de la realidad.

En los meses que me consagré a los faraones hubo un episodio de especial valor: apareció en casa una máquina de escribir que infundió novedad a mis estudios. Fue debido a que había una portátil que nadie usaba en la entidad donde trabajaba mi padre y se le ocurrió traerla por un poco de tiempo y animarme a que la utilizara.

 Fácilmente aprendí el funcionamiento de aquel aparato y admiré ver aparecer en el papel las letras de molde, igual que si fuera un impreso. Aquello me hizo concebir con mayor seriedad lo que yo escribía referente al mundo egipcio y me impuse la norma de cuidar la precisión del texto en  el par de meses que apenas dispuse de la máquina.

Al desaparecer ésta, me he encontré con que volvía a usar mi mano para ir apuntando todo lo que estudiaba, pese a que mi letra no era rápida y segura y quedaban sin concluir ciertos trazos.

Ahora, mi pensamiento vuela hacia tiempo lejano en el que una mujer me coge los dedos, muy blandos y pequeños, de la mano derecha, y los coloca de forma que puedan asir un lápiz con el cual apenas trazan en una hoja rayitas verticales. La mujer es alta, gruesa, lleva gafas, sonríe al mirarme y dice palabras cariñosas que no entiendo bien.

Esa mujer, que me lleva la mano haciendo “palotes” es una monja exclaustrada, ha colgado los hábitos porque no podía soportar la dura rigidez del convento y se dedica, ya libre, a enseñar a párvulos.

Debo explicar que aprendí a leer y a escribir bajo la tutela de dos monjas que dirigían el “Colegio franco-español” situado en la calle Campoamor de Madrid. La enseñanza fue eficaz aunque solo aprendí una frase en francés.

El aula era la habitación principal de un primer piso, con dos balcones y varias filas de pupitres que tenían adosado un banquito. Las tapas de los pupitres, dentro de los que todos guardábamos chucherías, se abrían y cerraban sin hacer falta, metiendo mucho ruido, pillando un dedo con lo que había llantos. La madera de la tapa estaba arañada con manchas variadas, alguna letra o un muñeco con la tinta morada de los tinteros. De los niños que me rodeaban solo conservo una fugaz imagen del que a mi lado se sentaba, Carlitos, que era incapaz de estarse quieto y callado, distraído por todo hacía mal sus deberes, se caía al suelo, salpicaba de tinta a su alrededor, se metía la plumilla en la boca….. Yo, adulto, he encontrado tipos que de niños fueron seguramente iguales al odioso Carlitos. Pasada allí la mañana, mi padre iba a buscarnos y como entusiasta de las óperas de Wagner, desde la acera de enfrente silbaba los compases de un aria de “Sigfrido”; oíamos esta llamada gracias a la escasa circulación de entonces, y mi hermana y yo bajábamos vigilados por una de las monjas.

Acudir a tal colegio se debió a una pura casualidad, mi madre contó que yendo por la calle encontró y reconoció a dos profesoras del “Colegio de niñas nobles” de Granada, donde ella estuvo interna hasta los catorce años. Le confesaron que una de ellas, la joven, había decidido colgar los hábitos y marcharse, y entonces la otra profesora, de más edad, no quiso dejarla  sola y se vinieron las dos a Madrid y organizaron un colegio adonde mi madre, muy contenta, me llevó puesto que lo aconsejaban mis cinco años, y porque también iría mi hermana ya que daban clases a niños mayores.

No pondré en duda el casual encuentro que explicó mi madre, casi providencial, pero lo acepto como toda la familia lo aceptó. En la antigüedad, parecidos reencuentros, se consideraban sucesos premonitorios e importantes, y éste lo es porque gracias a él a mi lado está una monja rebelde que me lleva la mano para hacer redondas las vocales. En el fluir del tiempo, esa mano se fue haciendo firme, oscurece la piel, la cruzan venas y secretas arrugas, los dedos se endurecen, y así sujetan la herramienta que sirve para escribir.

 

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Donde yo vine al mundo, fue en la plaza de Bilbao, a la que se cambió el nombre por el de un pensador de la derecha, Vázquez de Mella, y en la que viví hasta los cinco años.

El fondo de la plaza lo cierran dos casas grandes, iguales, con fachada de balcones; en la que hace esquina con San Bartolomé, en su piso último, allí nací un 24 de enero, a las doce del mediodía. La plaza fue urbanizada años después como un jardín con árboles y algún macizo de flores.

Me asomaba yo al balcón con frecuencia y al hacerlo un día aprendí algo nuevo e importante. Mire hacia la derecha, a las v iejas casas de la Costanilla de Capuchinos y delante de una de ellas había un grupo de personas y un coche negro de caballos. Oí decir detrás de mi: es un entierro, alguien ha muerto. Entonces, el grupo en la calle tomó importancia, me pareció que aumentaban de estatura, todos de espaldas miraban la casa; el sol les daba a plena luz pero la boca del portal era negra.

Me volví, y a mi padre que estaba próximo le pregunté qué era un entierro y él hizo unos gestos, movió la mano como si espantase a una mosca, y esa mano señaló hacía afuera, a la plaza, en una indicación vaga pero que fue muy clara.

Recuperé en la memoria que a ese jardín bajó mi padre al perrito de mi madre cuando éste murió, dió una propina al guarda que siempre estaba en su garita con la manguera de regar y lo enterró en un macizo entre los geranios.

Había pasado tiempo de esto y apenas recordaba lo ocurrido al pobre animal, pero me percaté de que las personas reunidas que esperaban inmóviles, iban a enterrar a un muerto, le pondrían en  una zanga hecha en la tierra y allí se quedaría como le pasó al perrito. Me acordaba que mi madre lloraba en el balcón mirando lo que pasaba en la plaza y yo supe lo que era el entierro de una persona y la muerte.

Todos sabíamos el cariño por los perros que sentía mi madre aunque después de esta muerte no quiso tener otro, tanto había sufrido. Una vez, siendo niños mi hermana y yo, y elogiando ella nuestro aspecto, dijo: sois como dos perritos ingleses. 

A mis 40 años me sorprendió que estaban demoliendo la casa de mi nacimiento y que todo iba a desaparecer, lo material porque la memoria, no, sobrevive y vuelvo a ver al perro de lanas y oigo la voz de mi madre como era entonces, y también al final de su vida, unos días en que lentamente fue extinguiéndose sin enfermedad, en la cama, con los ojos cerrados. Yo estaba junto a ella, le decía algo de vez en cuando para que me oyera y se supiera acompañada y a veces hablaba. Una tarde con voz apagada me hizo saber lo que nunca había mencionado: la noche antes de que yo naciera, en la casa todos estaban acostados pero ella, despierta, oyó en el pasillo cerca de la puerta del dormitorio, unos pasos que se aproximaban; pero eran de nadie, a nadie pertenecían. Hablaba con tranquilidad y recordaba a su hermano que había muerto un 24 de enero, de tuberculosis en Granada, unos años antes de que yo naciera otro 24 de enero. La revelación de aquellos pasos nocturnos me interesó escucharlo por su novedad, jamás lo había contado en familia, pero ella deseó que en sus últimas horas yo lo supiera.

 

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 La entrada en las vastas comarcas de la juventud me proporcionó hacer conocimiento de muchas personas de las cuales algunas persistieron como posibles amigos, y lo fueron, y otras perdían significación y al poco tiempo se eclipsaban. El interés de estos conocimientos me llevó a desear conservar su memoria, tanto su fisonomía como los rasgos peculiares y sus formas de reaccionar ante las circunstancias de aquel tiempo.

Compré un cuaderno no muy grande, de tapas color gris, y con bastantes páginas ya que me proponía ir haciendo un registro de los amigos que iban apareciendo. El cuaderno se inició con este fin y forme una especie de catálogo afectivo pero pronto hice apuntes de acontecimientos de la vida cotidiana, lógicamente aquellos que me parecían dignos de retenerlos, que por algún motivo me habían producido un impacto. Pero las fricciones del tiempo atemperaron el encanto de los amigos como los perfiles de la actualidad, y poco a poco el cuaderno no fue solicitado y dejó de ser archivo confidencial y durante muchos años lo conserve junto a papeles personales casi  olvidados.

Transcurrida casi una vida, en cierta ocasión precise recuperar un dato y entonces lo busque en el cuaderno. Pasé hojas, y ante mi desolación, comprobé que apenas podía ver mis notas, todo se había esfumado, el ligero trazo del lápiz era invisible con el paso de los años. No quedaban frases enteras, solo unas fechas, unos nombres se salvaron de todo lo escrito. Comencé a reconstruir el antiguo texto, trabajo casi parecido al de los egiptólogos interpretando los jeroglíficos, uniendo fragmentos desvaídos y pude recuperar una parte de mi memoria adolescente. En una página borrosa hallé el nombre de Ezequiel,  un amigo de la juventud. A este nombre yo debo rendir todos los honores pues su influencia en mi vida no es equivalente a la de ninguna otra persona. En la breve amistad que mantuvimos, y sin que él fuera consciente de ello, me señaló unos caminos que fueron importantes en mi progresión personal y después desapareció de mi vida.

Alguien me propuso conocer a un estudiante de Filosofía y Letras que era poeta y buen conversador. Acepte la propuesta y nos encontramos en la ciudad universitaria, en el edificio de aquella facultad recién reconstruido de lo mucho que sufrió en la guerra civil, y donde yo me había matriculado por libre en varios cursos. Nos pusimos a charlar, era un tipo delgado, muy vivo y simpático, muy imaginativo. Tras su gesto irónico había un fondo de madurez que me interesó, quizás por un ligero trac que detenía el inicio de las frases y parecía ser una vacilación por lo que iba a decir.

Al hablar de libros, yo acabé por contarle sobre mis desaforadas lecturas de entonces, una de ellas referente a la invasión de Europa en el siglo XIII por los pueblos mogoles, me había extrañado que este ejército, considerado bárbaro, llevaba consigo escribientes chinos que levantaban censos de las riquezas de las ciudades rusas conquistadas. A nadie había yo hecho partícipe de estas lecturas mías, pero cuando vi la extrañeza de Ezequiel ante lo que yo le contaba, para mi fue un gran estímulo y su mismo gesto de curiosidad me lo confirmó. La amistad se estableció y el debió de considerarme un tipo algo estrafalario, y un día tuvo la idea de presentarme a una tertulia que había descubierto y cuyos asistentes le parecieron miembros de algún grupo secreto.

Acudimos un domingo por la mañana a un café en el comienzo de la calle de Narváez, y nos encontramos con una tertulia de gentes que consideré de aspecto muy normal que en nada hacían pensar en un reunión sospechosa. Nos recibieron con una ligera desconfianza pero se impuso una charla normal en cuanto se percataron de que no éramos de la Brigada Político-Social. Mi sorpresa fue grande al oir que allí se hablaba de temas relacionados con las corrientes del pensamiento oriental y se mencionaban a personalidades y autores extranjeros. Las conversaciones se anudaban fácilmente: unos comentaban las costumbres tibetanas, otros la doctrina de Buda en el Japón, una mujer muy joven explicaba el libro que leía acerca del cristianismo.

Aunque lo ocultaban, los allí reunidos eran teósofos, los restos de la disuelta Sociedad Teosófica, acusada por el régimen franquista como peligrosa secta masónica, y de la cual se había extremado la persecución hasta fusilar a su Secretario. El tertuliano más respetado era un funcionario modesto con muchas lecturas, muy versado en todas aquellas doctrinas, que sabía exponer muy bien. Don Heraclio fue quien me explicó que la teosofía consideraba iguales todas las religiones, concepto que yo no había oído anteriormente. Recuerdo a un joven –debía de moverle un alto grado de fantasía- que me confeso su proyecto de  crear una escuela de filosofía para que sus discípulos desarrollaran un pensamiento más allá de lo normal y fueran iniciadores de nuevas concepciones espirituales.

Yo le escuchaba, atento y silencioso, y a la vez comparaba el Madrid de aquellos meses, desolado y hambriento, con urgentes necesidades, con aquella utopía de unos estudios teológicos de fuentes orientales. A mí no me podía atraer el círculo mágico del misticismo porque eran tiempos de mi maduración ideológica y mi adquisición de una visión materialista del áspero mundo en el que yo debía situarme.

Pronto dejé de acudir a esta tertulia porque coincidí con unos amigos de Ezequiel que eran profesores de literatura  y se reunían en un café próximo a la Puerta del Sol, donde hablaban de sus clases y comentaban los libros que iban apareciendo. 

 

                                                                                   

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Eduardo Zúñiga

Cuando se cumplen 30 años de la muerte del gran poeta inglés, Philip Larkin, la editorial Impedimenta nos ofrece el privilegio de poder disfrutar en español con la lectura de una de sus novelas.

Reconocido sobre todo por su labor como poeta, Philip Larkin (1922-1985) mantuvo una tensa y cercana relación con la narrativa. Su afán de perfeccionismo hizo que destruyese, nada más terminarlas, tres de las cinco novelas que escribió a lo largo de su vida. Por tanto, solo dos de ellas llegaron a ser publicadas. Suficientes para constatar la altísima calidad de una prosa que llevó a su amigo Kingsley Amis, uno de los grandes narradores ingleses del siglo XX, a pedirle asesoramiento durante la escritura de su primera novela, Lucky Jim, texto que posteriormente le dedicó.

Centro y referente de toda una generación de intelectuales, escritores y académicos, entre los que se cuentan el propio Kingsley Amis, pero también John Braine, John Osborne, Edmund Crispin o Anthony Powell, Philip Larkin representa una de las cumbres de la literatura inglesa de todos los tiempos y está considerado por The Times el mejor poeta inglés posterior a 1945. A pesar de ello, Larkin rechazó la distinción de Poeta Laureado en 1984 porque, según él «había dejado de ser poeta hacía mucho tiempo». La aparición, por primera vez en castellano, de su «novela perdida», Una chica en invierno, coincide con un cierto revival de su obra, tras la publicación hace unos meses de su Poesía reunida, también con traducción de Marcelo Cohen, en este caso acompañado por Damià Alou. Ambos están considerados los mayores especialistas en Larkin en lengua castellana.

Cuando, en 1947, Larkin publicó Una chica en invierno, pensaba en ella como la segunda entrega de una trilogía que nunca llegó a concluir y que vendría inaugurada por Jill (1946), la primera novela que el autor firma con su nombre —antes utilizaba el pseudónimo Brunette Coleman—. Si Jill es un relato sobre la ingenuidad de la juventud, Una chica en invierno aborda, de un modo más pesimista, la pérdida de esa inocencia y el dramático paso a la edad adulta. La intención inicial de Larkin era dedicar la tercera parte a los años de madurez, entendidos estos como aprendizaje o como vuelta a la vida después de las decepciones. Pero la realidad es que jamás volvería a escribir prosa de ficción, con lo que Una chica en invierno se convirtió en la última novela del autor británico, que a partir de entonces se consagraría por entero a la poesía y el ensayo.

Una chica en invierno nos sumerge en un período de veinticuatro horas de la vida de Katherine Lind, una refugiada de guerra que trabaja como bibliotecaria en una ciudad inglesa de provincias. Katherine, cuya misteriosa procedencia nunca nos será revelada, está harta de su trabajo y de su jefe, que pesan sobre ella como pesa la misma ciudad y su grisura, un invierno que resume el invierno de toda una Europa inmersa en la Segunda Guerra Mundial. La posibilidad de reencontrarse con Robin Fennel, el que fuera su primer amor, le permite enfrentar lo invernal de su rutina con el verano de sus recuerdos, aquellas idílicas vacaciones en que ambos se conocieron. Pero Robin, aquel perfecto gentleman del verano de juventud, también ha cambiado con el paso de los años, y no del modo en que ella hubiese esperado. Una chica en invierno es un relato melancólico y desencantado, en el que Larkin introduce muchos elementos biográficos y demuestra su magistral dominio del lenguaje, con un estilo exquisito y con esa belleza triste que caracteriza también su escritura poética.

Impedimenta presenta esta obra, inédita en nuestro país, en una cuidada traducción de Marcelo Cohen, el mayor especialista en Larkin en lengua castellana. Escritor y crítico literario, traductor de clásicos como T. S. Eliot, Wallace Stevens o Scott Fitzgerald, Cohen está detrás de las versiones española de Jill y del poemario Ventanas altas, ambos publicados por la editorial Lumen, sello que también le confío la edición de la Poesía reunida de Larkin, recientemente publicada (2014).

Philip Larkin. Una chica en invierno. Impedimenta, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

María Fasce (Buenos Aires, 1969) es escritora y directora literaria de Alfaguara en Madrid. Ha traducido a Marcel Proust y a Patrick Modiano, ha trabajado como periodista y crítica literaria y cinematográfica, y en la actualidad colabora con distintos medios. Su obra ha sido traducida al francés, inglés, ruso, holandés, portugués y alemán.

Publicó El oficio de mentir. Conversaciones con Abelardo Castillo (1986), los libros de relatos La felicidad de las mujeres (Primer Premio del Fondo Nacional de las Artes 1999) y A nadie le gusta la soledad (2007), y la novela La verdad según Virginia (Gallimard, 2003; Emecé, 2004). Participó en diversas antologías, entre las que figuran La vida te despeina, No somos perfectas, Madres por madres, y, en el extranjero, Zerfurchtes Land. Neue Erzählungen aus Argentinien y Les bonnes nouvelles de l’Amérique Latine (con prólogo de Mario Vargas Llosa). Su obra de teatro El mar (2006) se representó en Buenos Aires y en Barcelona bajo la dirección de Gabriela Izcovich.

Su segunda novela, La naturaleza del amor (2008), fue escrita gracias a la beca de la Maison des Écrivains Étrangers et des Traducteurs de Saint-Nazaire, y La mujer de Isla Negra, al programa de Writers in Residence de Amsterdam. 

Elisa y su madre, Raquel, dejan atrás el humilde hogar de Temuco y llegan a Isla Negra a comienzos de los años cincuenta. Pablo Neruda las alberga en su gran casa parecida a una gruta marina llena de objetos. La pequeña Elisa espía sus infidelidades y sus poemas, mientras Raquel trabaja silenciosa, convertida en su sirvienta. Hasta que la casa cobra nueva vida con la llegada de la esposa de Neruda, Delia del Carril, una aristocrática pintora argentina, tan deslumbrante que parece no tener edad.

Mirando, oyendo y leyéndolo todo, Elisa abandona la infancia y descubre los misterios del amor y del deseo. También los caminos de la feminidad: Delia y su amiga Victoria Ocampo son el glamour, la ironía y el estilo. Todo lo que no es Matilde, la amante de Neruda. Todo lo que nunca será su madre, casi invisible para todos, aunque guarde un secreto.

María Fasce revela a un Neruda avasallador y genial, cruel e infantil, seductor y egoísta, que marca a fuego el destino de sus mujeres. "La mujer de Isla Negra" es una novela de amor cargada de sensualidad y tensión que, basada en hechos y personajes reales, perturba y conmueve gracias al poder de la literatura.

 

 

María Fasce. La mujer de Isla Negra. Alianza Editorial, 2015.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

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