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2 de octubre de 2015

            El reino dividido (1940) constituye la tercera y última entrega de la Trilogía transilvana del escritor húngaro Miklós Bánffy (1873-1950), siendo las dos primeras novelas que la compusieron Los días contados (1934) y Las almas juzgadas (1937), ambas también editadas por la editorial barcelonesa Libros del Asteroide (2009 y 2010, respectivamente). El conjunto es una monumental y prodigiosa novela de mil seiscientas páginas que arrastra al lector desde el principio hasta el final tanto por su sólida factura narrativa como por el atractivo de sus protagonistas, y por reproducir un período de la historia europea complejo y apasionante que desembocó en la primera gran catástrofe del siglo XX (la guerra del 14-18, que tuvo sus inicios en los Balcanes).

            Miklós Bánffy, aristócrata transilvano entregado a las artes –músico, pintor, dramaturgo, escenógrafo, memorialista y novelista-, ocupó cargos diplomáticos y políticos –tuvo la cartera de ministro de Asuntos Exteriores de Hungría en el periodo de entreguerras. Fracasó en el empeño de renegociar los Tratados de Trianon, por los que Hungría hubo de ceder una buena parte de sus territorios –la tierra natal de Bánffy, entre otros, a Rumania-, y defendió a lo largo de su vida la lengua y la cultura húngaras en esta región centroeuropea. Su obra fue silenciada por los regímenes comunistas rumano y húngaro. En fechas recientes, su hija, Katalin Bánffy-Jelen, tradujo, en colaboración con Patrick Thursfield, esta Trilogía transilvana, iniciando así una feliz y necesaria recuperación de un clásico de los años 30 del pasado siglo. La versión que ahora han realizado para Libros del Asteroide Éva Cserháti y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, ejecutada en un perfecto castellano, resuelve con soltura pasajes sin duda escritos en densa prosa en el original y no pierde fuelle en ningún momento.

            En el excelente y bien documentado prólogo que Mercedes Monmany escribió para la edición de Los días contados, recordaba a los lectores españoles la riqueza cosmopolita y renovadora que Hungría ofreció al mundo en los años en los que escribe Bánffy, y rememoraba a cineastas emigrados a Estados Unidos como Cukor o Curtiz, o posteriores como Jancsó o Szabó; a fotógrafos como Capa, Kertész o Brassaï; a músicos como Bártok; a historiadores como Hauser; a sociólogos, filósofos, psicoanalistas... Sin olvidar a Sándor Márai, importante narrador que estos últimos años hemos empezado a poder leer en español... Con Bánffy tenía pues una deuda pendiente la edición de nuestro país. Esta trilogía es un buen comienzo, y no puedo evitar aconsejar que se lea en su integridad, y en orden. No digo que no se pueda leer suelto cualquiera de los tres volúmenes, pero el lector sufrirá de una doble carencia: no asistirá al complejo desarrollo psicológico, social y político de sus personajes, prescindirá de muchos matices, y, sobre todo, carecerá de los datos fundamentales que llenan la historia de Hungría, de Transilvania, de los Balcanes, en el marco del decadente Imperio Austrohúngaro entre 1904 y 1914: tensiones entre nacionalidades, etnias, culturas y lenguas, luchas electorales, juegos de pactos y de traiciones, renuncias, componendas de partidos que, por cierto, y no creo empeñarme en hilar demasiado fino, tienen bastante actualidad pues asistimos al nacimiento o consolidación de una partitocracia y de unos cambalaches parlamentarios que al lector de hoy le resultan familiares.

            Algún reseñista ha escrito, a propósito de estas novelas, con evidente ligereza, que esos pasajes resultan poco menos que ilegibles, y que puede obviarse su lectura. Nada más lejos de la verdad. En primer lugar, son necesarios para entender la evolución de los personajes, en particular la del protagonista principal, el conde transilvano, de ideología liberal, Bálint Abády, a través del cual Bánffy vierte sin ninguna duda su propia visión del mundo. Por otro lado, gran parte de los nombres y de los personajes que pueblan esas páginas son reales, y nos ayudan a conocer los puntos de vista sociales y políticos del autor. Un solo ejemplo: basta comparar el análisis que Bánffy lleva a cabo del político húngaro István Tisza en esta tercera entrega de la trilogía, de elocuente título, El reino dividido. El autor despide en la novela a quien detentó el máximo poder húngaro en los meses previos al estallido de la guerra como un hombre “con la mirada perdida en la lejanía como si viese el fatal destino del país. Todo él inmóvil, callado, mordisqueando el cigarro”. El lector también se queda con esa imagen cargada de duda, de dolor, de dignidad. La novela se detiene ahí. Nada en el personaje descrito apunta a que Tisza no apoyó a las minorías de su país y acabó siendo asesinado en 1918 por un grupo de soldados que lo consideraba un dictador responsable de la hecatombe. Un detalle así nos permite conocer con precisión la ideología liberal de Bánffy, que se hace patente, como ya he dicho, a través de su protagonista Abády, un noble partidario del cooperativismo agrario, de las ayudas al campo, artífice de una relación paternalista, no exenta de sincera generosidad, con sus siervos.

            El reino dividido concluye, con la misma brillantez y densidad que había desarrollado en las entregas anteriores, el devenir personal de Bálint Abády, y el de su primo, el también noble László Gyeróffy, al que casi dábamos por muerto al concluir Las almas juzgadas. La historia de este último contiene poderosos trazos de desesperación, de autodestrucción, unos tintes fatales que encuentran, al final, el delicado contrapunto del amor generoso, lírico y sin correspondencia de una dulce adolescente que nos emociona como raras veces lo consigue una narración novelesca. Pero el armazón fundamental, la peripecia que sostiene el complejo edificio de la trilogía entera es la relación entre Abády y Adrienne Milóth, una de esas historias de pasión y de lucha que hacen que de inmediato la obra de Bánffy se transforme en un clásico indiscutible. El novelista mantiene al lector en vilo hasta las últimas líneas.

            Y a una novela de tan alto vuelo no podía faltarle un tipo como Pál Uzdy, villano, sádico, loco, terrorífico, que atraviesa y destruye una y otra vez las ansias de felicidad de la pareja principal tanto desde dentro como desde fuera de la escena, a veces no sabemos si sólo por maligna voluntad o impelido por fuerzas desconocidas de las que él mismo acaba siendo la principal víctima. Ni podían faltarle tampoco secundarios de una pieza, como las poderosas y rígidas representantes de la vieja nobleza condenada a desaparecer, temibles viudas, las madres de Abády y de Uzdy, esculpidas en granito, tan fieras en sus discursos como en sus silencios.

            Esta Trilogía transilvana a la que da cierre El reino dividido posee, como recordaba Mercedes Monmany, la importancia de El Gatopardo de Lampedusa, de la magna obra de Proust, o de La marcha Radetzky de Joseph Roth. Es, además, un canto a la dignidad humana y al honor entendidos en su más amplio alcance.

 

El reino dividido. Escrito en la pared. Trilogía transilvana III, traducción del húngaro de Éva Cserhati y Antonio Manuel Fuentes Gaviño, Barcelona, Libros del Asteroide, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por José Giménez Corbatón

“Viajé a Barcelona tal vez para estar más cerca de Vila-Matas (...). Quién sabe. Suena ridículo, pero aunque no lo conozco, quiero estar cerca de él”. Lo escribe Claudia Apablaza en una de las primeras páginas de su novedoso Diario de las especies (Barataria, 2010). Bueno, en realidad lo escribe el personaje de A.A., la joven escritora chilena, alter ego de la autora, que hace en su blog un encendido acto de autoafirmación literaria y autorial a través de un acto de fe en la escritura de Vila-Matas. Claro, que, en realidad, este Vila-Matas es solo un personaje más en la ficción de la chilena, un personaje que recibe sus cartas y que tiene una buhardilla, una buhardilla que está en un edificio que es el objetivo “real” de un ataque imaginario (“imaginé que eso quedara en mi biografía”, dice) con manzanas por parte de A.A., y todo para “asesinar la bulla y el miedo que produjo él en mi cabeza”.

Perfecta definición de las desazones literarias (la bulla y el miedo) que genera Enrique Vila-Matas. La bulla de esos personajes en la espera, de los niveles narrativos (un autor que se lee a sí mismo como crítico que habla y escribe notas al margen de un artículo sobre un autor admirado dentro de un texto que aparenta ser narración ficcional –tiene su título, “La espera”- pero se articula como un falso diario que se organiza en muchas ocasiones como un ensayo), de los autores falsos y reales, de las prologuistas existentes e inexistentes, de las universidades verdaderas, de las falacias, de las ilusiones, de las pistas que no conducen a ninguna resolución, de los equívocos, de los juegos, del lenguaje, de los juegos del lenguaje, del humor (Vila-Matas es un humorista triste, como Kafka), de la conciencia hiperagudizada de la escritura. De las teorías. Y el miedo al tiempo, a la mentira, al doble que nos habita y que termina desdoblándose interminablemente en legión, a los que no llegan a buscarnos, a la muerte del autor (la de Barthes, pero también la real, la de los hospitales asépticos y los órganos vitales envenenados), a no llegar, a no comprender, a estar participando en un concierto sin partitura, a quedar –sólo, o por fin, o afortunadamente- “convertido ya en el protagonista de mi relato” .

Hace ya tiempo que se instauró en los estudios literarios un cierto afán de rechazo a la teoría. Y no me refiero solo entre los creadores (solo en los ultimísimos años se está recuperando el des-ahogo de la reflexión en los autores literarios, frente a generaciones de rechazo casi patológico), sino en los estudios literarios como disciplina (y se publican libros con títulos como After Theory o Against Theory), . Algo parece apuntar la ficción de Vila-Matas: la culpa es de los franceses. De los sesentayochistas, de los izquierdosos de salón, de los filósofos airados. Quién lo vivió, lo sabe. Encontrar una teoría para después perderla, esa es la solución. Y la solución se materializa en un taxista de Lyon perdido en las calles pero que acierta con las preguntas importantes (“que no está seguro de nada, ni siquiera de ser un taxista de Lyon”), en un escritor a quien le gusta jugar a sentirse otro, en un escritor-esperador que hace acopio de fe en el presente (“La alegría, al igual que la espera, hay que entenderla como afirmación del presente, sin nostalgia del pasado ni temor al futuro”), en reflexiones que se hacen vivas (“y acabé reflexionando sobre una época de mi juventud en la que las teorías literarias tenían mucho peso”), en teorías que jamás deben preceder a la práctica (“... hacer teoría al andar. Y andar para mí es escribir directamente una novela, que es un modo muy directo de hacer teoría”). Y, entonces, la teoría, los rasgos esenciales, irrenunciables, de la novela del futuro: la intertextualidad, las conexiones con la alta poesía, la escritura vista como un reloj que avanza, la victoria del estilo sobre la trama, la conciencia de un paisaje moral ruinoso. Y después, Gracq, Duras, Roussel, Blanchot, Bloom camuflado (“Porque no nos engañemos: escribimos siempre después de otros”), Sterne, Cervantes, Rabelais, Montaigne. Y la miríada autores “contemporáneos” de Vila-Matas, tanto en el tiempo real como en el espacio creativo que es su propia tradición. El libro se convierte entonces en un ensayo más alineado en las costumbres del género, pero que no renuncia a establecer diálogos constantes con otras formas narrativas. Se multiplican los ejemplos, los diálogos, las citas, los títulos, las reflexiones (esto no es nuevo, por supuesto, esto es Vila-Matas siempre). Y se desarrollan demoradamente los cinco rasgos esenciales del proyecto teórico (que, en realidad, consiste en perder toda teoría) el autor. Y se olvidan –o quedan en suspenso- los trece puntos que son/eran indispensable para escribir una novela tal y como aparecen en París no se acaba nunca, aquellos puntos que le entregó Margerite Duras al autor en un trozo de papel. Qué más da. Perder un papel no significa que se pierdan los papeles.

 

Lectura, sueño, espera. Ocultación. El escritor es al final un invitado a un hotel donde nadie va a recibirle. Y entonces, escribe para tomar partido ante una situación “de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político”.

 

 

Enrique Vila-Matas, Perder teorías, prólogo de Liz Themerson, Barcelona, Seix Barral, 2010.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

24 de septiembre de 2015

Eduardo Halfon (Guatemala, 1971) es uno de los mejores escritores latinoamericanos de su generación. La calidad de sus libros y la favorable recepción de la crítica internacional así lo acreditan. Traducido al inglés, francés, alemán, italiano, serbio, portugués y holandés, entre sus obras más recientes destacaremos “El boxeador polaco” (2008), “La pirueta” (2010) y “Monasterio” (2014).

Eduardo Halfon, que actualmente es profesor y escritor residente en Nueva York, nos ofrece en “Signor Hoffman” una nueva y brillante pieza de su proyecto literario. Cada uno de los relatos que componen este libro se mueve entre dos polos: de lo cosmopolita a lo rural, del viaje mundano al viaje interior, de la identidad que adoptamos para salvarnos al disfraz que con el tiempo vamos personificando: de señor Halfon a signor Hoffman.

 En estos cuentos encontramos a un escritor que viaja a Italia para honrar la memoria de su abuelo polaco, prisionero en Auschwitz; recorre las costas de Guatemala, desde una playa de arena negra en el Pacífico hasta una playa de arena blanca en el Atlántico; llega a Harlem, tras la nostalgia de un salón de jazz; y busca en Polonia el legado familiar heredado por su abuelo. Porque todos nuestros viajes, como dice el narrador, son en realidad un solo viaje.

Como bien ha señalado la revista francesa “L’express”: “Eduardo Halfon es el príncipe del desvío, de la atenuación y del final inesperado. Los cuentos son el terreno de juego favorito de este judío guatemalteco, que mezcla brillantemente la autobiografía, el humor y la fantasía”.

 

Eduardo Halfon. Signor Hoffman. Libros del Asteroide, 2015.

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Redacción

24 de septiembre de 2015

“Se posan en olas de nieve, muy quietas, vuelan por dentro, quedan varadas en esta orilla que nunca existe“, escribe Esther Ramón (Madrid, 1970). Pero, ¿quienes vuelan por dentro, posadas sobre la nieve…?

Tanto Esther, como Lila Zemborain (Buenos Aires, 1955), han compuesto sus recientes poemarios en condiciones extremas de frío, que las abocaron a una quietud atenta. En cuanto a “esta orilla que nunca existe donde quedan varadas, es, sin duda, la orilla de esa terra incógnita que cada una ha ido abriendo a golpes de palabra.  Me refiero a la sorpresa de descubrir en el sexto libro de Esther Ramón, Desfrío, un paisaje en el que para entrar a fondo, has de rehacerlo vocablo a vocablo con tu imaginación, como un ciego que asiste a un filme sonoro.

¿Por qué? Porque no hay un “yo lírico” para guiarte por un paisaje que sea mero reflejo de su estado de ánimo –como querían los románticos-, sino un mundo inaudito, pululante de voces de la naturaleza, donde las palabras se emiten desde otro lugar. Así, las piedras cuentan memorias de imantación, y las plantas dejan oír el silencio de su rumiar sin boca. O un pájaro desobediente –quizás tú mismo, lector- desoye a la bandada, no migra y solitario pasta la nieve.

El yo poético -confirma Esther Ramón- ya no surge directamente de la emoción de un yo, sino que a veces se configura formando una estructura determinada, requiriendo en cada libro un "cuerpo" distinto, un mundo para explorar. Pienso en sus anteriores títulos que aluden a otras tantas materias, sustancias, elementos de la naturaleza: Tundra, Reses, Grisú, Sales, Caza con hurones

Desde esa premisa común: convertir al yo poético a la vez en territorio de exploración y en explorador de ese territorio, Lila Zemborain rastrea en su séptimo y crucial libro: Materia blanda (Amargord, 2014), un “cuerpo” ya no mineral o animal, sino humano: la masa de materia blanda del cerebro y su relación con los procesos mentales.

La intriga por conocer aquello que esta debajo y no se ve, pero que digita todos los movimientos –soy “lo que el cerebro me permite ser”- se le impone como una compulsión. Insistente, el tema busca explicitarse a través de la escritura hasta cuajar un ritmo, mediante el cual, con precisión e intensidad van apareciendo las ideas y los vocablos necesarios para decirse.  Muchos de ellos del léxico científico, con los que acuña un lenguaje deudor de Proust y su revelación de que lo abyecto –órganos, glándulas, vísceras- puede ser bello.

Magnética, esa corriente verbal mima el encadenamiento de las sinapsis, para develar los atavismos y pasiones de la mente. Con ello, crea un poema de sorprendente fuerza y belleza, dividido en cuatro cantos, como si de una presocrática del siglo XXI se tratara.

 

 

Esther Ramón, Desfrío, Varasek ediciones, Madrid 2015  y Lila Zemborain, Materia blanda, Amargord, Madrid 2014.   

Escrito en Sólo Digital Turia por Noni Benegas

24 de septiembre de 2015

Sebastião Alba, seudónimo de Dinis Albano Carneiro Gonçalves, nace en la bella ciudad de Braga, noroeste de Portugal, el 11 de marzo de 1940. En 1949, junto a su familia, emigra a Mozambique, país en el que vivirá durante 35 años y donde ejercerá de profesor, periodista e incluso político. En 1965 publica Poesias, su primer libro, tras el que siguen O ritmo do presságio (1974) y A noite dividida (1982). Desengañado con la situación política de Mozambique, en 1983 regresa a su ciudad natal, iniciando una vida de auténtica bohemia y voluntario vagabundaje, durmiendo en estaciones de autobuses, pensiones miserables o casas de amigos. La poesía de Alba, al igual que su vida, es un elogio y una reivindicación de la libertad, de la libertad de la palabra poética: la originalidad de sus poemas radica en un feliz equilibrio entre la rigurosa sobriedad de su estructura y el impulso musical, telúrico e inefable del que nacen; en la búsqueda lograda de una palabra limpia, despojada de barreras ideológicas o sociales, nueva y primitiva a la vez, sin miedo a los abismos. Tras publicar en 1996 su poesía completa en la editorial lisboeta Assírio & Alvim, el 14 de octubre de 2000, a las siete de la mañana, en Braga y tras una de sus frecuentes borracheras, Sebastião Alba es atropellado, falleciendo en el acto; poco antes de morir, y a modo de premonición, Alba le había entregado un papel a su amigo Vergílio Alberto Vieira, también escritor, en el que le decía: “si encuentran muerto a tu hermano Dinis, el expolio es fácil de verificar: dos zapatos, la ropa sobre el cuerpo y algunos papeles que la policía no entenderá”; tratemos de apreciar este ramillete de poemas, cuya traducción es de mi autoría y que, hasta donde llegan mis investigaciones, supone la primera aproximación a la poesía de Sebastião Alba en lengua castellana.

 

 

NADIE AMOR MÍO

 

Nadie amor mío

Nadie conoce el sol como nosotros

Pueden utilizarlo en los espejos

borrar con él

los barcos de papel de nuestros lagos

lo pueden obligar a detenerse

a la entrada de las casas más bajas

pueden hacer incluso

que la noche gravite

del mismo lado hoy

Pero nadie amor mío

nadie conoce el sol como nosotros

Hasta que el sol degüelle

el horizonte en el que uno por uno

nos recuestan

vendándonos los ojos.

 

 

EL LÍMITE DIÁFANO

 

Me muevo en los bastidores de la poesía,

y me ruborizo si la escucho levemente.

Pero el pan de cada día

por la noche está consumido,

y la siguiente alborada

baña sus escorias.

¡Palco apenas el de mi muerte,

si fuese en la cama!,

con su aseo sin derramamiento…

El lado del que duermo

es un límite diáfano:

allí los versos espigan.

Eso me basta. Despierto

antes de que la mies quede madura

y en la extensión planeen,

de Van Gogh, los cuervos.

 

 

SEGURO DE QUE VUELVES, CANCIÓN

 

Seguro de que vuelves, canción,

a incierta hora,

espero, como quien vive

solo, la visita.

 

Sé, por señales y ángeles y desviados,

que brotas de los sueños desolados

en flores en el suelo.

 

Apenas flores, ni siquiera nimbos en la solapa.

Flores para la mesa,

con el olor de la certeza

de agua, vino y pan.

 

Apenas flores y tú,

oh mi amor sin nombre,

y nuestro doble hambre

de un niño desnudo.

 

 

COMO LOS OTROS

 

Como los otros discípulo de la noche

frente a su cuadro negro que es

exterior a la música desnudo el reflejo

soy uno y deslustrado

 

Me doy las manos en el estrecho

pasaje de los días

por el café de la ciudad adoptiva

los pasos discordando

incluso entre sí

 

Las cosas son su morada

y hay entre mí y mí un oscuro limbo

pero es en esa disyunción el istmo de la poesía

con sus grutas sinfónicas

en el mar.

 

 

NECESITO CUALQUIER OBJETO

 

Necesito cualquier objeto de los tuyos, una cosa de la que ya te puedas deshacer, pero que haya sido tuya, para llevar conmigo, en estos días.

No recuerdo si te conté que el escritor norteamericano Ernest Hemmingway andaba siempre con una pata de conejo en el bolsillo. Los antepasados de tu padre, los míos, eran magos, brujos, fetichistas.

Déjalo ahí en la puerta, he de verlo, querida.

Vendré siempre con una carta para ti. Cuando no venga, será porque las campanas de Braga me estaban ensordeciendo, y fui a dar una vuelta.

Toma aquí el rocío y la rosa, amor mío.

 

 

NO SOY ANTERIOR A LA ELECCIÓN

 

No soy anterior a la elección

o nexo del oficio

Nada en mí comenzó por un acorde

Escribo con saliva

y el hollín de la noche

en medio del mobiliario

indesviable

atento a la efusión

de la niebla en la sala.

 

 

DEJA QUE ENTREN EN EL POEMA

 

     Una palabra que está siempre en la boca se convierte en baba.

         Proverbio burundés

 

Deja que entren en el poema

algunos clichés.

 

Sometidos a la experiencia inefable,

su carga (¿eléctrica?)

desaparecerá.

 

No hay una fosa común para las palabras

decaídas,

un diccionario en el infierno;

 

deja apenas que afloren

a la claridad,

y nada les insufles. Mira:

 

no soportan la belleza

que las circunda, se abisman

en su ridículo.

 

 

COMO SI EL MAR

 

Quiero la muerte sin un defecto.

Sin planos blancos.

Sin que luces minúsculas se apaguen

dentro de los ruidos.

Tampoco la quiero providencial,

con un ángel vengador y secretísimo

al fin posado.

Ninguna mitología. Ninguna

complacencia poética. Del tipo: como si el mar

me soplase en los oídos… etc.

Sino súbita y civil,

con reparticiones abiertas,

comercio, la luz graduada

en las altas paredes

de un buen día sonoro.

 

 

ÚLTIMO POEMA

A Jorge Viegas

 

En estos lugares desguarnecidos

y en lo alto limpios en el aire

como las bocas de los túmulos

¿de qué nos sirve ya pulir más símbolos? 

 

¿De qué nos sirve ya en los tejados

acanalar las aguas de gritos

y con ellos barrer el cielo

(o con los haces de luar que devolvemos)?

 

¿Es o no es el último vuelo

bíblico de la paloma?

 

Que sin horizonte esperamos

en nuestro arca donde hace ya milenios se acumulan

las ramas podridas de la esperanza.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

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