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Entre la metaliteratura, el alcázar de la lingüística embarazada de dones y una teatralidad que discurre por los meandros de la ironía como de la gravedad incorporada de los asuntos que nos traspasan en lo común, Ángel Cerviño (Lezoce, Sarria, Lugo, 1956) construye un poemario, “Poco Lázaro”, cercano a la melancolía de El Escorial, con esas mismas piedras hechas prosa de porosidad lírica, en el que eje de la muerte está al servicio de todo un despliegue de pases pernocta. 

 

- Además de todos los “ensayos” descritos en el prólogo de la propia muerte (Lorca, Gómez de la Serna, los suyos propios), también Carlos V ensayó su sepelio. ¿Qué prende esta morbosidad mortuoria?

- El “asunto” de la muerte resulta inevitable. Nombrarla, convertirla en algo externo, y recluirla en un escenario para poder contemplarla desde fuera, debe de ser una de las maneras de hacerla más digerible. Un truco para ser capaces de asumirla: convertirla en representación.

 

- Que “en la morgue no haya lectores de poesía moderna”, ¿es una decepción, una ironía, una justicia poética?

- La frase es una cita de Saul Bellow que me enamoró desde el momento en que me tropecé con ella, hace ya varios años. Llega a este libro desde una de las secciones de mi anterior publicación, “La explotación industrial del gusano de la seda”, allí en una sección titulada ‘Recuerdos de mi autopsia’, se establecía la morgue como escenario teatral y lugar de encuentro. Muchos ecos de aquellos textos resuenan en este Lázaro, y la cita encontró de forma natural su acomodo.

En este contexto mortuorio, la frase tiene algo de recapitulación final, y supongo que sigue recalcando cierto desasosiego, ¿realmente a quién le importan todos estos largos discursos?, ¿a quién le importa el resultado de esta actividad absurda a la que hemos dedicado media vida?

En la medida en que Lázaro es también el yo lírico que produce el libro, esa constatación confirma la soledad del escritor.

 

- ¿Por qué “los falsos dioses son los más crueles”?

- Porque su crueldad no es sino una proyección de la nuestra (somos sus inventores), un reflejo de nuestros peores impulsos.

 

“La muerte ha sufrido un proceso de ocultación” 

- La muerte postmoderna ¿es más aséptica, menos muerte, menos trascendente?

- La muerte ha sufrido un proceso de ocultación, ha desaparecido de todo nuestro ámbito vital. La idea es vivir como si no existiera, hacer como que no va con nosotros.

Todos los procesos simbólicos y rituales relacionados con la muerte se han traspasado a un entramado de empresas cuyo primer cometido, ciertamente urgente, es sacarnos al muerto de delante, bien sea de la casa, o de la habitación del hospital… Y devolvérnoslo en una coqueta urna, que no desentonará con la decoración del salón.

 

“Vindico la meditación” 

- “¿Es tiempo dilapidado todo aquel que no empleamos en contemplar las sonrosadas nubes que pasan”?

- Supongo que lo que aquí se plantea es una vindicación de la meditación, de la atención extrema, y de algo así como la vida contemplativa. Y, claro, la frase es también un eco de las conocidas palabras de Baudelaire: “-¿Pues qué es lo que amas, extraordinario extranjero? -¡Amo las nubes..., las nubes que pasan... allá lejos... las maravillosas nubes!”


“El espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad”

 

- ¿Con qué fantasmas convive Ángel Cerviño? ¿Y la poesía, en general?

- Ángel Cerviño convive con el fantasma de sí mismo, pero como muy bien apuntaba el demonio bíblico que se negaba a ser expulsado del endemoniado de Gerasa, “mi nombre es Legión, porque somos muchos”.

Eso explicaría la multiplicación de voces dentro del libro, y dentro de cada poema. Así, cada una de las voces convocadas al texto deberá exorcizar al fantasma que le haya sido asignado.

En cuanto a los fantasmas de la poesía, creo es un tema demasiado amplio y demasiado complejo para abordarlo en este formato de entrevista, sólo podría decir que el espectro omnipresente que atormenta a la poesía es el de su inutilidad: saber que es esencial y que no sirve para nada. Esa paradoja irresoluble es su mayor tormento.

 

- ¿Conviene que los apetitos carezcan de utilidad?

- Un deseo sin finalidad y sin objeto sería el deseo supremo: el deseo de desear.

 

“Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño” 

- ¿Qué sucede, qué transcurre entre el sueño y la vigilia?

- La duermevela. Y ese es también el espacio intermedio en que se mueve Lázaro, a tientas entre la vida y la muerte.

Todos somos Lázaro, cada mañana al despertarnos de la pre-muerte del sueño. La duermevela es el estado vital de Lázaro.

 

- ¿Qué se requiere para que un instante “sea pleno de gracia”?

- Deberían serlo todos y cada uno. Pero nuestra capacidad de atención es limitada y nadie podría soportarlo; a lo sumo podemos permitirnos pequeños destellos de iluminación.

En una primera versión de ese texto aparecía una referencia a una canción de Bob Dylan, de la época cristiana, “Every grain of sand” (cada grano de arena cuenta en el plan del Señor), donde se hablaba de «la furia del momento». En posteriores versiones esa referencia desapareció.

 

- “El hombre que fingía vivir no ha venido”. Para que la vida sea digna de tal nombre, ¿cómo ha de ser vivida?

- El hombre que fingía vivir es uno de los personajes ausentes de la maravillosa novela (¿anti-novela?) de Macedonio Fernández, “Museo de la novela de la Eterna”. Aparece en mi texto quizá para resaltar lo incompleto de Lázaro, ese «poco» que lo acompaña desde el título. Si Lázaro estaba poco vivo, tampoco necesitará resucitar tanto.

La vida ha de ser vivida con júbilo y resignación, y es tarea de cada uno de nosotros ajustar las proporciones de esos dos elementos a cada momento de vida.

 

“Todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo” 

- ¿Cuándo se necesita «de veras» abrir un paréntesis?

- Esa afirmación viene de una idea fijada en un libro anterior (“Exogamia”), de la que me siento muy satisfecho: todo poema abre un paréntesis, los mejores se olvidan de cerrarlo.

Creo que todo poema abre un espacio diferente de vida y lenguaje, un cambio de código que nos empuja a dejar atrás muchas convenciones, y abrirnos (entregarnos) a una jungla de posibilidades.

Así un poema sería una cápsula fuera del tiempo, un universo de pura verbalidad, abierto a todas las posibilidades de significación, opciones inagotables de lectura y relectura.

 

- ¿Cuánto tiene de oración el poema?

- Aquí se juega con el doble sentido de “oración”, como rezo y como concepto sintáctico. Evidentemente cada oración (rezo) es también una oración (sintáctica).

El poema, en tanto que oración laica (la atención, esa “oración natural del alma” que refería Walter Benjamin, citando al teólogo cartesiano Malebranche), es también una oración gramatical, una cláusula que el lenguaje consiente.

Supongo que eso es lo que se quiere destacar en ese texto: que pese a todas sus intensidades, y su inclinación a lo sublime, poemas y oraciones no son más que constructos lingüísticos que ya dormían, como posibilidad, en el lenguaje.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

22 de enero de 2024

Dos mil cuatrocientas sesenta y cuatro páginas ocupa la obra completa de Georges Perec en sus dos volúmenes de la Biblioteca de La Pléiade, la colección de la editorial francesa Gallimard que se ocupa de establecer el canon de las letras francófonas y, en menor medida, internacionales, pues en su colección figuran también escritores como Edgar Allan Poe y Mario Vargas Llosa.

Esta "panteonización de papel", como definió la periodista Claire Conruyt de Le Figaro a la consagración del escritor por la vía de publicación en La Pléiade, llega a los 35 años de su prematura muerte en 1982, poco antes de que Perec celebrase su 46 cumpleaños. Los dos volúmenes de color habano –este es el tono asignado a los autores del siglo XX en la colección– contienen obras de índole tan diversa que los lectores podrían llegar a pensar que se encuentran ante una recopilación de obras de diversos escritores. "¿A qué Perec me acerco?", podría ser la pregunta que funcionase como punto de partida para abordar estos dos tomos; por suerte, el propio escritor, tan aficionado a hacer de exégeta de sí mismo, especificó en sus Notas sobre lo que busco que su obra consta de cuatro vertientes: la sociológica, la autobiográfica, la lúdica –que remite a su interés por las constricciones literarias, desarrolladas junto a otros escritores y matemáticos del colectivo Oulipo– y, por último y en su propias palabras, la que concierne "a lo novelesco, al gusto por las historias y las peripecias, al deseo de escribir libros que se devoren de bruces en la cama; La vida instrucciones de uso es el ejemplo típico de ello".

Gran parte de esta cartografía de sí mismo que Perec fue elaborando en paralelo a su obra se encuentra en sus cahiers des charges, los minuciosos cuadernos de preparación para la novela La vida instrucciones de uso. Todo este material nos permite conocer al escritor como si tuviéramos una llave que nos diese acceso directo a su cerebro.

 

Perec como navaja suiza

El escritor francés Ivan Jablonka, recientemente traducido al castellano, apuntó con acierto al considerar a Perec más que como escritor, como un investigador en ciencias humanas. Esto no desmerecería en nada su labor, pues es cierto que Perec, al igualque muchos investigadores, nos ha ayudado a comprender nuestra sociedad gracias a sus intuiciones. Tomemos como ejemplo su novela Las cosas, galardonada con el Premio Renaudot en 1965. Su subtítulo la describe como "una novela de los años sesenta", pero al leerla hoy resulta escalofriantemente contemporánea, pues retrata también los valores que imperan actualmente. En Las cosas, la pareja de protagonistas formada por Jerome y Sylvie quieren, ante todo, obtener placer inmediato a través de una vida fácil, confortable y en la que se rodeen de objetos bellos y bien diseñados. Estamos en plena época del desarrollo de la publicidad y de los estudios de mercado, y ellos pertenecen de lleno a ella, pues trabajan realizando encuestas sobre hábitos de consumo ¿Nos suena muy distinto a lo que vivimos a principios del siglo XXI? Mi impresión es que no.

También los trabajos de campo experimentales de Perec, desarrollados principalmente en obras como Tentativa de agotamiento de un lugar parisino y Especies de espacios, han hecho mella en diversas corrientes de investigación, tal como ha sabido ver el académico Richard Phillips, quien destaca que los métodos y prácticas propuestos por Perec han calado en trabajos sobre paisajismo, vida cotidiana, espacio y teoría social urbana. Destaca también el espíritu lúdico del escritor, su atención a lo corriente y cotidiano y su peculiar práctica de escritura sobre el terreno, que tiene su exponente más notable en la Tentativa de agotamiento: Perec se instala en diversos lugares de la Place Saint-Sulpice a mirar pasar la vida cotidiana, a dar fe, como un notario de lo urbano, de lo que ocurre en esa plaza durante tres días de octubre de 1974.

Por todo esto, nos queda ya claro que leer a Perec es una experiencia estimulante que nos pone en contacto con la literatura tal como se nos inculcó en la infancia para animarnos a leer y de la que nos enamoramos los que hoy somos adictos a la lectura. La literatura de Perec nos anima a emplear las infinitas posibilidades de nuestra imaginación y nos da vía libre para un uso lúdico del lenguaje, en las antípodas de los escritos plagados de lugares comunes o de esos odiosos textos burocráticos propios únicamente de la vida adulta.

 

El lector arquéologo

La obra de Perec posee diversos estratos o capas de lectura que conectan con diversos tipos de lector. Tan apasionante es leer a Perec como estudiarlo, ya que él mismo permite a sus lectores convertirse en convertirse en arqueólogos de sus textos. Como ya mencioné más arriba, el mejor ejemplo de esta posibilidad lo encontramos en la novela La vida instrucciones de uso, Premio Medicis en 1978. Su estructura imita la de una casa de muñecas a la que se le hubiera retirado la fachada para que quien juegue con ella pueda decorarla y transformarla a su capricho. Tal vez nos sorprenda descubrir que la organización de este "plano-damero", como Perec lo consideró para trabajar sobre él, reposa sobre tres procesos formales complejos. O quizá nos resulte tan natural como nos resulta el virtuosismo de un violinista que parece mover los dedos sin esfuerzo, cuando en realidad lleva a sus espaldas semanas de ensayos y repeticiones.

Uno de estos procesos formales es la poligrafía del caballo, un enigma matemático de los que hacían las delicias del Oulipo. En él se parte de un tablero de ajedrez con un caballo situado en una casilla determinada. La regla es que caballo ha de posarse en todas las casillas sin repetir ni omitir ninguna, siguiendo su manera de moverse en L. Este deseo de organizar la novela partiendo de un modelo formal, alejado de opciones realistas o basadas en el azar, está mucho más emparentado con lo medible y calculable, ámbitos en los que los miembros del Oulipo se sentían muy cómodos. Y para dar respuesta a cómo ir llenando de elementos esas habitaciones y cómo organizarlos después, Perec también empleará procedimientos matemáticos como el bicuadrado ortogonal de orden 10. Las permutaciones de los distintos elementos las realizará basándose en la regla de la quenina, una estrofa que procede de la sextina y que fue modificada por el también escritor Raymond Queneau, de ahí su nombre. Este carácter artesanal recorre toda la novela, que no está exenta de otro de los ingredientes característicos de la escritura oulipiana: la intertextualidad. Es probable, por tanto, que muchos lectores finos detecten que la historia del acróbata que figura en el capítulo trece de La vida instrucciones de uso es una reescritura del cuento de Kafka Un artista del trapecio.

Tampoco olvidemos que Georges Perec se apellidaba en realidad Peretz y era descendiente de judíos polacos que emigraron a París en torno a 1920. Su apellido paterno fue mal transcrito por un funcionario de aduanas y este pequeño error le otorgó su nueva identidad. Por eso, quizá no sea casual su afición por los crucigramas, ya que es en estos pasatiempos donde se hace más evidente que la palabra no es sino una agrupación de letras. En esa rejilla lúdica, la palabra deja de ser unidad semántica para convertirse en un conjunto de unidades gráficas. En definitiva, el crucigrama nos hace ver que las palabras que son un conjunto efímero de letras que se pueden rearticular para formar otro concepto distinto, que son tan provisionales como la identidad polaca del matrimonio Peretz, cuyo hijo Georges era francés y se apellidaba Perec.


Recetas contra el vacío

La dimensión juguetona de la obra de Perec es uno de sus aspectos más significativos. De hecho, la primera vez que leí sus Doscientas cuarenta y tres postales de colores auténticos, incluidas en el volumen Lo infraordinario, quedé impresionada por lo lúdico de la propuesta. Yo tenía veinte años y ya escribía ficciones breves, pero me parecía que entre la literatura "oficial" y mi escritura había un abismo. Las reglas formales de lo literario habían sido establecidas de antemano y yo debía seguirlas: no me quedaba otra. Sin embargo, al leer aquella pequeña colección de parodias de los textos típicos que figuran en las postales, tan repetitivos y acartonadamente optimistas, se abrió para mí un ventanal intangible que hizo correr una brisa liberadora: aquello que otros con desprecio llamarían "inventiva", era también literatura, pues Perec era un escritor. Sólo con el tiempo aprendí a descubrir los guiños contenidos en aquellas postales en las que sus narradores dicen estar tostándose al sol constantemente ("Estamos cruzando Cerdeña. Nos da el sol por todas partes. ¡Quemaduras! ¡Pasta prima! Pensamos volver el próximo miércoles."), a pesar de encontrarse a menudo en la Bretaña francesa, donde sus rayos no son apenas visibles durante el verano ("Un gran saludo desde Trouville. Largas sesiones de bronceado. Estoy colorada como dos bogavantes. Mil recuerdos."). Este gusto por el engaño y el juego de espejos ya no nos sorprende, pero su descubrimiento hace dos décadas fue para mí como un salvavidas de colores brillantes.

El único peligro de este aspecto lúdico de Perec es que puede haber opacado otra dimensión no menos importante de su escritura: su trabajo en torno al vacío y a la pérdida. Este aspecto de su obra se encarna con claridad en uno de los ciento diecisiete personajes de La vida instrucciones de uso: Bartlebooth. El nombre del personaje procede de dos creaciones de otros escritores: el célebre Bartleby de Melville y el Barnabooth de Valery Larbaud, menos familiar para los lectores en castellano. El personaje y la misión vital de Bartlebooth son el eje de la novela, puesa través de ellos se desarrolla una metáfora de la escritura como proyecto de absoluta gratuidad cuyo resultado puede llegar a ser simplemente una hoja de papel en blanco y que, además, resulta una complicación añadida a la de vivir. Bartlebooth es el recurso que emplea Perec para hablarnos de la tarea del escritor. Sus decisiones las describe así: "Bartlebooth, en otros términos, decidió́ un día que su vida entera estaría organizada en torno a un proyecto único cuya necesidad arbitraria no tendría otro fin que ella misma. Esta idea le vino cuando tenía veinte años. Fue, al principio, una idea vaga, una pregunta que se hacía — ¿qué hacer?—, una respuesta que se esbozaba: nada". Finalmente,  el narrador nos hace ver que el único interés de Bartlebooth es "una cierta idea de la perfección", tan emparentada con lo que se persigue al emprender cualquier disciplina artística, en concreto la escritura.

El proyecto de Bartlebooth, aparentemente alocado e inútil, destila una gran melancolía y se resume así: durante diez años se dedicaría a aprender la técnica de la acuarela. Después recorrería el mundo pintando marinas, siempre del mismo formato. Cada una de ellas se le enviaría a un artesano especializado que la pegaría en una placa de madera para construir con ella un rompecabezas de 750 piezas que Bartlebooth reconstruiría más adelante. Por último, las marinas se trasladarían al lugar donde fueron pintadas para ser sumergidas en una solución química que las convertiría de nuevo en una hoja de papel inmaculada: no quedaría ni rastro de esta operación que se había convertido en el único sentido de la vida de Bartlebooth.

Este personaje cuya relación con la memoria es compleja, nos lleva directamente a la vertiente autobiográfica de Perec, a su deseo por recuperar los recuerdos borrados de su niñez. En W el recuerdo de infancia, el dolor por la pérdida nos convoca, pues Perec afirma no tener recuerdos de infancia: "Hasta los doce años, más o menos, mi historia no ocupa más que unas pocas líneas: perdí a mi padre a los cuatro años y a mi madre a los seis; pasé la guerra en distintas pensiones de Villard-de-Lans. En 1945 me adoptaron la hermana de mi padre y su marido". La madre y el padre de Perec desaparecieron en el Holocausto, por eso comprendemos su pasión por lo infraordinario, por la historia con minúsculas, cuando afirma que: "otra historia, la Grande, la Historia con su gran hache, ya había respondido por mí: la guerra, los campos". Al respecto, Claude Burgelin, amigo del escritor y parte del equipo editorial de los dos volúmenes dedicados a Perec en La Pléiade, declara que su novela lipogramática La disparition no se limita a ser un ejercicio acrobático que nos hace reparar en las limitaciones del lenguaje (pues la novela en el original francés no emplea en ningún momento la letra "e", mientras que su versión en castellano, titulada El secuestro, carece de letra "a"): es también una fábula sobre la desaparición de los judíos, una vía para metaforizar su exterminio durante la Segunda Guerra Mundial.

 

Tras las huellas de Perec

Es tentador justificar la seriedad del proyecto perecquiano aludiendo a esta trágica dimensión autobiográfica recién citada, pero en mi opinión, la prueba más evidente de lo sólido e imperecedero de su trabajo (máxime para alguien que buscaba "lo eterno y lo efímero", como él mismo sostiene en el epígrafe del último capítulo de La vida instrucciones de uso), es la cantidad de homenajes que ha recibido a través de la obra de otros artistas. Perec tiene la virtud de generar el gusanillo de la creación en quienes lo leen o, mejor dicho, en quienes lo experimentan, de ahí la cantidad de artistas que lo consideran un faro que ilumina su proceso de creación. Como ejemplo, mencionaré al artista visual barcelonés Ignasi Aballí, que dialoga con Perec a través de su serie Desapariciones, así como en otras muchas obras. Aballí abandonó la pintura en los años noventa y se centró en la reflexión conceptual, interesándose en los planteamientos de Foucault y Derrida acerca del archivo. Desapariciones consta de veintitrés carteles publicitarios de películas cuyos guiones fueron escritos por Perec, si bien casi ninguno de ellos se llevó a la pantalla en su momento. Con el diseño y producción de estos carteles, Aballí invoca una ausencia, instalando al espectador la nostalgia por lo que nunca existió.

Mientras tanto, el Oulipo está lejos de haberse disuelto tras el fallecimiento –o mejor, la desaparición– de Perec y de varios de sus fundadores. Siguen en activo tanto la sección literaria del colectivo como otros grupos de artistas potenciales de otras disciplinas: el colectivo de pintores OuPeinPo, el de músicos –llamado OuMuPo– o el de literatura policiaca, el OuLiPoPo. Todos ellos siguen con alborozo la estética en la que los artistas, al imponerse ciertas constricciones, emplean sus herramientas de trabajo de un modo distinto que les abre nuevas vías de exploración.

Por último, y en el campo de lo especulativo, surge la pregunta de cómo habría abrazado Perec las redes sociales y el gusto contemporáneo –rayano en la adicción– por lo nimio, por el comentario banal acerca de nuestra cotidianidad, esos miles de "Estoy en pijama comiendo muesli" o "Por fin saqué del armario la ropa de invierno" a los que nos exponemos diariamente. Mi impresión es que les habría sacado un partido creativo que no estamos preparados para comprender. En su deseo de apertura de nuevas sendas literarias por las que adentrarse, él se situó sin pretenderlo como uno de los precursores de lo que hoy es trending topic. Por eso, sus dos volúmenes en La Pléiade hablan de nuestro tiempo y seguirán hablando de los tiempos por venir. Pero, sobre todo, generan ese placer tan característico que solo los frutos de la inteligencia logran proporcionarnos.

 

Notas:

La traducción de los fragmentos de W o el recuerdo de la infancia es de Alberto Clavería, (Barcelona, Península, 1987).

La de "doscientas postales", incluída en Lo infraordinario es mía (Lo infraordinario, Impedimenta, 2008).

La versión castellana de La vida instrucciones de uso es de Josep Escué (Anagrama, 2004).

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Mercedes Cebrián

18 de enero de 2024

A la hora de contemplar la evolución del decir en esta voz poética, podemos observar en la lectura cuidadosa de la obra última de José Antonio Conde (Sierra de Luna, 1961), un cierto giró que comenzara ya hace cinco años, cuando su poesía esencial, estricta y evocadora dio un giro hacia una cierta forma de poesía social o, como mínimo, hacia una escritura con conciencia social. El momento inaugural, como les propongo, se dio con la publicación de Palabras rotas, un poemario en el que el estilo tradicional de Conde se pone al servicio del testimonio y de la denuncia de un tiempo en el que la injusticia y la vileza se enseñorearon por doquier y cuyo eje de giro, alrededor del que se componen los versos breves y bien hilados, se centra en la memoria familiar de la guerra y la posguerra en las Cinco Villas. En un ejercicio identitario, de puro poeta, recogió al final de aquel volumen un pequeño glosario de términos propios del tiempo y de las tierras que sus versos invocaran. El segundo paso en este andar decidido a elevar la voz de esa clase menos favorecida, tuvo lugar hace tres años —a mi parecer y siendo consciente de que se trata de una afirmación discutible— cuando continuó camino con la publicación de Cuenta atrás, una obra heterodoxa en la que la factura poética de Conde empezó a evolucionar hacia una forma más directa, más narrativa; de hecho en este trabajo se suceden poemas y prosas poéticas (una escritura en la que Conde siempre ha destacado) en las que, junto al relato del auge y caída del boxeador Sony Liston, se denuncia la hipocresía de una sociedad que niega toda oportunidad a los más infortunados, que se recrea en la denigración del bruto analfabeto, al tiempo que relata la obsolescencia del juguete roto, del producto que deja de servir al espectáculo porque no es capaz de amoldarse y atenta contra las reglas morales del sistema. 

Con estas obras precedentes en la memoria, y continuando con lo que podría calificarse como un ajuste de cuentas con nuestro tiempo, Conde firma su nuevo poemario, Clase baja, que constituye el tercer libro consecutivo con Los libros del gato negro y que — de momento—, completa lo que sería una trilogía de poesía de transcendencia social. 

A la hora de definir la escritura poética de Conde de una forma clara y sintética, lo más prudente me parece atender a las acertadísimas palabras de Antonio Pérez Lasheras, quien señalara tres de sus cualidades más características: “su sincretismo, su concentración conceptual y su destilación de las palabras hasta acrisolarlas y hacer que digan lo que hasta ese momento no habían dicho nunca”. En este último proyecto, y sin distanciarse claramente de facturas anteriores, sí podemos encontrar una cierta renuncia al continuo cincelado, a la esmerada pulimentación que, con la extenuación, dejara bruñido el verso de obras anteriores, en las que cada línea conformaba una cuenta esférica, brillante, y el poema, por tanto, lucía como un fino collar en el que se engarzaban esos corales trabajadísimo. En la evolución durante esta epopeya social, parece que Conde se hubiera lanzado a explorar un camino que se abre paso usando un estilo más directo, tal vez por ofrecer un registro acorde con esa poesía de barrio obrero con la que desnuda las vergüenzas de un capitalismo injusto y que es una maldición con la que se eleva la denuncia de la relegación de las clases trabajadoras a la vida más anodina y desesperanzadora. Esa voz es más fresca, más desdeñosa, menos aterciopelada, sin temblarle el pulso al esbozar con trazo grueso. 

Dada la conocida faceta pictórica de Conde —arte en la que también se aplica con excelencia—, se me antoja que estos son una suerte de retratos de época que, de alguna manera, se emparentan con aquellos catorce óleos al secco que ocuparan las paredes de la Quinta del Sordo, esas Pinturas negras, íntimas, que representan y sintetizan una visión personal —que el artista quiere guardar y tener cerca porque le son propias— de unas vivencias, de un momento histórico; obras que en ningún caso están exentas de la crueldad del golpe del garrote o del desamparo de esa ancianidad a la que sólo le resta comer sopas y en las que Goya se aplicó haciendo uso de un trazo menos definido y, a la vez, enormemente expresivo. 

En los versos que componen esta Clase baja se muestra un hondo reconocimiento a la familia, puesto “que enciende la luz como refugio/ que sabe estirar el jornal y la parva” y al empeño de esa unidad de esfuerzo y sacrificio que ésta constituye, muy especialmente para los desfavorecidos: “este es el testimonio de una deriva,/ el naufragio de un linaje,/ un linaje común/ que se pronuncia en el desaliento”; así como manifiesta un desaire insurrecto que eleva el rostro, que muestra su desplante hacia “el amo”, hacia la sociedad que lo encumbra, y que en su mirada altiva mantiene su perseverancia en la belleza despreciada: “al pie de los quebrantos,/ a nadie el importa/ el soliloquio de la rosa”. 

El poso de su lectura deja un testimonio personal con —insistimos—, retrogusto a poesía social, y deja en los labios que reciten tanto su conciencia de clase como el color tinto de los latidos pasados. Sin embargo, esta obra tiene una enorme vigencia, puesto que para muchos ese “antaño” es aún su día a día, es vivencia actual para quienes el regateo aún es herramienta de trabajo y donde es preciso descender otra vez al fondo, por si aún quedara algo que rebañar... “Los míos —dice Conde— son de fiar,/ son buena gente,/ pero cuidado con ellos,/ son los parientes más cercanos/ de la ira”. Conde cava rectas las regueras de sus versos y, mientras, ve en su memoria al padre de su padre todavía en el surco. Con estos versos también se pretende sacar a los suyos, por fin, del barro, del frío y de toda penuria. 

 

Clase baja, José Antonio Conde, Zaragoza, Los libros del gato negro, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Sabido es que a Azorín le gustaba mucho salpicar sus textos con palabras antiguas, pasadas de moda, cuyos significados sólo estaban al alcance de quienes, como él, eran muy dados a fatigar constantemente los diccionarios o de quienes —sobre todo en los pueblos, desempeñando oficios ancestrales— las usaban como moneda corriente en sus parloteos. Palabras como alcaller, adunca, aljezares, antuvión, barbiponiente, baladres, bodigo, cojijo, copela, companages, flámulas del cañar, granzones, profincuo, recazo, taravilla, zalagardas…, que en un tiempo no tan remoto corrían de boca en boca en gentes que no eran bachilleres pero sí rudamente cultas (valga el oxímoron), en el sentido de que eran capaces de machihembrar cada término lingüístico con su propia cosa, cualidad o ambiente, haciendo más próximo y más sustantivo el trozo de realidad referido por ellas. Ha bastado, sin embargo, un breve transcurso de tiempo y la creencia de que cualquier campo de la realidad se ha ido transformando poco a poco hasta el punto de que parezca no ser ya la misma realidad de antes, para que se piense que esos vocablos precisos y limpios no sirven ya hoy, y han acabado arrumbados en el repositorio del olvido por anticuados. Azorín, sin embargo, se servía habitualmente de tales palabras, pues natural era para él que quien las encontrara en sus libros hace sesenta o setenta años no se extrañara de verlas, conociendo al momento su exacto significado. A esto Azorín lo llamaba pobreza de léxico, que es la que debiera de practicar el poeta, el orador o el escritor que quisiera hablarnos con propiedad de las cosas del mundo. Pero, ¡ay!, de nosotros y de los bachilleres (y también de los universitarios) de ahora, que no es sólo que no sepan qué significan términos tan poco usuales como alcaller, adunca o antuvión, sino que posible y hasta probablemente ni se les pase por la cabeza buscar su significado en un diccionario, tal y como hacía el mismo Azorín.

«Acerico» bien podría ser una de esas palabras antiguas que ya hoy casi nadie maneja pero que Florencio Luque (Marchena, 1955) ha querido rescatar de ese fabuloso y rico repositorio plagado de palabras que un día estuvieron llenas de vida, espolvoreando con su sal y su pimienta toda clase de conversaciones, pero que ahora, por desgracia, están a punto de expeler su último aliento si no es que han pasado ya definitivamente a mejor vida. Para quien no lo sepa un «acerico» es una especie de pequeño cojín en el que nuestras madres y abuelas clavaban los alfileres o las agujas que usaban para sus costuras. Pero, claro, ¿quién es el guapo o la guapa que en la actualidad tiene un set de costura con todos sus útiles y cuando, pongamos por caso, se le descosa la cremallera de un pantalón busque hilo, dedal y por supuesto la correspondiente aguja que debiera de estar en su acerico y se ponga pacientemente a coserla? Lo normal es que la mayoría de la gente deje esa laboriosa tarea para otro día... exactamente para el día en que le lleve el pantalón a una costurera más o menos profesional que lo arreglará en un santiamén sin que esa mayoría sepa nada de hilos,  dedales, agujas y acericos.

A tenor de lo punzantes y agudos que son los aforismos de Florencio Luque, se diría que el título que le ha puesto a su libro (Premio Internacional Artemisa de Aforismos) le sirve de metáfora para hacerle ver al lector lo que de acerico tiene la realidad, que, mutatis mutandis, vendría a ser el aparentemente blando y confortable cojín al que agujerea con sutileza e inteligencia para descubrir lo que de verdad esconde. Y desde esa perspectiva metafórica, no son pocos los aforismos que en el libro de Luque no actúen como una aguja o como un alfiler cuyos pinchazos penetran en lo más hondo de la realidad para hacer que esta supure por su herida no tanto una corriente espesa de sangre como un río manso de esperanza en creer que puede ser mucho mejor de lo que piensan los pesimistas y los apocalípticos. Por eso se atreve a decir con inocultable seguridad que «Siembra agujas quien cosecha esperanzas» o «Quien se da, renace» o, más aún, «Quien salva a otro salva al mundo».

Y como además de aforista, Florencio Luque es poeta, son muchos los momentos en que sus frases podrían pasar por versos sueltos, en los que no es infrecuente que aparezcan envueltos en una elipsis verbal, recurso literario morfosintáctico muy común en la poesía y que tan bien se adapta al género del aforismo, puesto que minimiza aún más el ya de por sí mínimo número de palabras que se suele emplear en la construcción de cualquier aforismo (que, por cierto, en el caso de los que componen Acerico no sobrepasan en general las cuatro, cinco o seis palabras). Esas frases, esos versos sueltos, esas elipsis, que insinúan, sugieren o evocan algo que solamente la sensibilidad de un poeta puede percibir más allá de lo que el común de la gente ve («Corazón de guijarro, eco de agua», «Árbol de sueños, frutos de humo», «Reloj, nido de cenizas» o «Umbral de vida, puerta de laberinto») y que normalmente, en el caso de los poetas, viene acentuada por su prodigiosa capacidad de imaginación para establecer correspondencias, símiles o relaciones entre un sinfín de cosas precisamente disímiles. Quizá por eso, por tirar de imaginación, el libro está dividido en cinco apartados cuyos epígrafes remiten a algunas de las formas más etéreas de la realidad: Visiones, Sueños, Tiempo, Laberinto y Lienzos. Y es que, como dijo Lawrence Durrell en El cuarteto de Alejandría, vivimos vidas que se basan en una selección de hechos imaginarios. Tan imaginarios, en fin, que no es de extrañar que el propio Luque llegue a afirmar en un momento dado que «Todos nos parecemos a un desconocido», idea en cierta medida afín, por su falta de engreimiento, con esa otra frase tan célebre que dice: «Me llamo Eric Satie, como todo el mundo». Porque tal vez Florencio Luque intuya, en último término, que el desconocido al que se parece también lleva su mismo nombre.

 

Florencio Luque Alfonso, Acerico, Córdoba, Detorres editores, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

Hace unos meses se cumplieron los primeros cuarenta años de ininterrumpida, emocionante e intensa vida editorial de Olifante. Si embarcarse en un proyecto de este calibre fue algo ya en sí mismo extraordinario, mantenerlo activo durante todo este tiempo resulta, sin ningún género de duda, un hecho asombroso y legendario. Más todavía si tenemos en cuenta que la poesía es, en gran medida, el género en el que esta editorial se ha volcado desde el principio, una actuación que ha llevado a cabo con un rigor y un compromiso indestructibles.

En España, un país en el que se edita mucha poesía pero, en comparación con otros lugares, me temo que no se lee tanta, hablar hoy de editoriales de poesía es hacerlo, inevitablemente, de Olifante, es decir, de Trinidad Ruiz Marcellán, corazón y cerebro de un sello editor que se ha ganado a pulso —sin reblar, con una enorme tenacidad— un puesto de primerísimo nivel en el panorama de las editoriales independientes de este país, primero desde Zaragoza, y luego y todavía hoy desde Litago, en las faldas del Moncayo, donde, junto a Marcelo Reyes (1962-2015) y sus hijos (Manisha, Kike y Snehal), han desarrollado una encomiable actividad vinculada a la poesía. Ahí están la Casa del Poeta en Trasmoz, un pajar en ruinas que rehabilitaron y transformaron en un acogedor refugio que mantuvieron abierto durante años como residencia para escribir, traducir o analizar obras poéticas, la promoción de la Ruta Bécquer como homenaje a la presencia de los hermanos Gustavo Adolfo y Valeriano en tierras moncaínas entre 1863 y 1864, el Premio Poesía de Miedo o el Festival Internacional de Poesía Moncayo, que impulsaron desde 2002 y durante quince programaciones, un acontecimiento que —además de teatro, música, danza, escultura y pintura— aglutinó a un buen número de poetas de muy diferentes lenguas, culturas y procedencias geográficas.

Trinidad, según ha contado ella misma, descubrió la poesía con quince años en la Biblioteca pública de la calle Santa Teresa de Zaragoza, a través de unos versos de La voz a ti debida de Pedro Salinas. Aquella experiencia fue para ella un acontecimiento que jamás olvidaría. Desde entonces, leyéndola, escribiéndola y rompiéndola —ese gesto tan necesario y tan poco frecuente—, la poesía ha sido una inseparable presencia en su vida. Muchos años después, Trinidad —cuya editorial ha dado casa y aliento a tantas y tantas voces— rompería su particular y prolongado silencio y, tras aparecer en algún volumen colectivo, se revelaría como una singular poeta, primero con Traducción del silencio (2017), una emotiva y contenida elegía a quien fuera su compañero de vida, Marcelo, y después con Una carta de amor como un disparo. Moncayo Moncayo (2019), un libro tocado por un cierto vaho crepuscular en el que las emociones y los elementos naturales se entrelazan como raíces de un mismo árbol. En paralelo, como un tributo a su memoria, se publicó Marcelo anda por ahí (Homenaje a Marcelo Reyes) (2016). Y desde ahí precisamente, desde las laderas de esa mítica montaña, tan cerca de la machadiana Soria y del becqueriano Veruela, con Mario Muchnik como un referente imprescindible en el trabajo editorial, Trinidad continúa dirigiendo con perseverancia y discreción las riendas de esta casa. E la nave va.

 

II

 

Como es sabido, en la segunda mitad del siglo pasado, Aragón fue un lugar propicio para el desarrollo de proyectos editoriales centrados en la poesía. Recordaré aquí únicamente tres de esas aventuras que, por diversas circunstancias —proximidad temporal, afinidades estéticas o ideológicas, amistad, etc.—, pudieron dejar alguna huella en la posterior actividad editorial de Olifante.

Luciano Gracia (1917-1986) fundó y dirigió Poemas, una colección que se mantuvo viva desde 1963, cuando ve la luz Nada es del todo, de Manuel Pinillos, hasta 1986, año en el que se publica el n.º 56 y último de la colección, Los ojos verdes del búho, de José Luis Rodríguez García. Aquí, y en 1967, apareció y desapareció una leyenda de la bibliografía poética aragonesa contemporánea, Generación del 65. Antología de poetas hallados en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza, al cuidado de Juan Marín y Fernando Villacampa y con prólogo de Miguel Labordeta.

Julio Antonio Gómez (1933-1988), al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos planes literarios: una revista de resonancias mozartianas, Papageno, y, sobre todo, una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos, un afán en el que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse. La serie encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y, en el lapso de cinco años, publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quieren valorar los logros técnicos de un repertorio único en el conjunto de la edición poética española de esos años). La primera entrega, Los soliloquios, de Miguel Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos, otros de Vicente Aleixandre, Leopoldo de Luis, Blas de Otero, Ildefonso M. Gil, Luis Rosales, Gloria Fuertes, y proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de Carlos Edmundo de Ory o Salvador Espriu.

En 1975, Ángel Guinda funda Puyal, colección que ve la luz al abrigo de Publicaciones Porvivir Independiente. Se mantuvo activa hasta 1982 (gracias al empeño de su impulsor y, también, al considerable número de suscriptores que la apoyaron), y publicó un total de veintidós títulos de, entre otros, José Luis Alegre Cudós, Manuel Pinillos, Ana María Navales, Francho Nagore, José A. Rey del Corral, Ángel Crespo, Joaquín Sánchez Vallés, Manuel Estevan y Manuel M. Forega.

He citado estas tres colecciones —Poemas, Fuendetodos y Puyal—, ya lo he señalado, por razones de peso, argumentos en los que encuentro una línea de continuidad entre estos proyectos y Olifante. De hecho, la propia Trinidad ha señalado en más de una ocasión su filiación y su deuda con respecto a esos catálogos, sostenidos, con todas sus diferencias, sobre unos principios éticos y estéticos insoslayables. Hubo y hay, claro, otras colecciones que han prestado y continúan prestando atención a la poesía en y desde Aragón: Orejudín, vinculada a la revista homónima que fundara J. A. Labordeta; Alcorce, promovida por la editorial Coso Aragonés del Ingenio (E. Alfaro, J. A. Anguiano, E. Gastón y J. Mateo Blanco); San Jorge de la Institución Fernando el Católico, que inicia su trayectoria en 1969 con Fábula del tiempo, de R. Tello; Horizontes (1974-1976) de la editorial Litho Arte; las «Galeradas» de Andalán, separatas poéticas quincenales que se publicaron entre 1982 y 1987. Y, más próximas en el tiempo, La gruta de las palabras, de Prensas Universitarias de Zaragoza, Cancana, de Lola Editorial, Cave Canem, las editoriales Libros del Innombrable y Eclipsados, con nutridos y potentes catálogos poéticos en sus sellos, etc.

 

III

 

Fue en 1979 cuando vio la luz el primer título de Olifante, Cartas a Eugénio de Andrade, de Luis Cernuda, en edición de Á. Crespo y con un retrato hasta ese momento inédito del autor de La realidad y el deseo (Trinidad ha recordado en más de una oportunidad aquel conmovedor viaje a Oporto para conocer al poeta portugués, en compañía de Á. Guinda, Á. Crespo y Pilar Gómez Bedate). Sin duda, la editorial iniciaba su trayectoria con un libro singular —se trataba de un epistolario y no de un poemario— que, sin embargo, daba ya alguna pista sobre el interés que el sello habría de mostrar por la poesía portuguesa y en portugués, y escribo «en portugués» porque, con el tiempo, la editorial publicaría otros muchos títulos de poetas del país vecino, brasileños, mozambiqueños, etc. (José Agostinho Baptista, José Manuel Capêlo, Casimiro de Brito, Alberto de Lacerda, Teixeira de Pascoaes, Jorge de Sena, Augusto dos Anjos, Lêdo Ivo, António Osório, António Ramos Rosa, José Viale Moutinho, Vergilio Alberto Vieira, etc.), un hecho que demuestra esa ibericidad declarada por la editorial desde el primer momento. En 1989, vería la luz otro epistolario, El corazón desbordado (ed. de A. Castro), esta vez de Julio Antonio Gómez, un volumen que ha de leerse, también, como un homenaje a quien fuera uno de los referentes de Trinidad en el ámbito de la edición; y años después, en 2013, publicaría de nuevo otro del mismo Cernuda, las Cartas a Bernabé Fernández-Canivell, al cuidado de Á. Guinda, quien años antes, en 1980, había editado estas cuatro cartas en Puyal. Desde entonces, y hasta la fecha, han sido más de seiscientos (se escribe pronto) los títulos que esta editorial ha acogido en sus diferentes colecciones —Olifante, Papeles de Trasmoz, Veruela, Antonio Machado, Audiovisual, Voces, Maior, Prosa, Haya, Olifante ibérico—, escritos en diversas lenguas (albanés, alemán, árabe, aragonés, bengalí, búlgaro, catalán, escocés, eslovaco, español, estonio, flamenco, francés, gallego, hindi, húngaro, inglés, irlandés, italiano, persa, polaco, portugués, etc.).

En el panorama editorial español contemporáneo —«precario, castigado, resistente», según la responsable de Olifante— abundan las antologías de poesía, textos que con frecuencia se han utilizado para librar batallas cainitas y comerciales o para explotar, sancionar y consolidar corrientes de escritura, volúmenes que a menudo se han interpretado como síntomas con los que calibrar una determinada temperatura lírica y no como propuestas de exploración de escenarios inéditos, (con)fundiendo los valores de la estética con las plusvalías del mercado. Así, en dicho horizonte encontramos un exceso de bibliografía que ha anulado tantos y tantos intentos de análisis y ha convertido en costumbre y canon unos cuantos tópicos y lugares comunes. Y, como digo, en ese superávit bibliográfico no escasean precisamente unas antologías de poesía que responden a factores e intereses muy precisos que pocas veces tienen que ver con la compleja y heterogénea realidad literaria: la proximidad o lejanía de editores y antólogos con respecto a unas determinadas concepciones artísticas y, por lo tanto, la elección de unos u otros poetas, la amistad o animadversión que los unan o separen de esos mismos poetas, el mayor o menor conocimiento que sean capaces de mostrar del propio tejido poético, los deseos de airear la vitalidad de una tradición poética particular en detrimento de otras, agentes, en fin, muchos de ellos extraliterarios condicionados por objetivos muy diversos.

Olifante, en este sentido, no es una excepción. A lo largo de su dilatada trayectoria, ha entregado unas cuantas muestras de poesía colectiva, de muy diversa condición y proyección. En 1987, Á. Guinda, autor y colaborador habitual de la editorial, preparó la edición de Los placeres permitidos. Joven poesía aragonesa, que reunía textos de Javier Carbó, José Carlos de la Fuente, Carlos Esteban, Javier Sanz y Alfredo Saldaña; en 2007, vio la luz 20 poetas aragoneses expuestos (ed. de Félix Esteban y pról. de Pilar Manrique); en 2009, Avanti. Poetas españoles de entresiglos XX-XXI (ed. de Pablo Luque); recientemente, en 2017, se ha publicado, al cuidado de M. M. Forega, Amantes. 88 poetas aragoneses.

Para el caso de la poesía aragonesa, es conocido que en estos últimos años hay dos repertorios relevantes, el preparado por A. M.ª Navales (Antología de la poesía aragonesa contemporánea, Zaragoza, Librería General, 1978) y el posterior, más amplio y documentado, de Antonio Pérez Lasheras (Poesía aragonesa contemporánea. Antología consultada, Zaragoza, Mira Editores, 1996). En ambos casos, la presencia de voces femeninas, con la excepción de la propia Navales, que aparece representada en los dos volúmenes, brilla por su ausencia.

Por esa razón, quiero dedicar unas líneas a un libro que forma parte del catálogo de la editorial, Yin. Poetas aragonesas 1960-2010 (2010), un volumen con el que Olifante trató de reparar esa injusticia histórica y que cumple con creces el objetivo principal que sus responsables se marcaron, que no era otro que el de mostrar la riqueza y diversidad de la poesía aragonesa contemporánea escrita por mujeres (había algunos precedentes en el Estado español: Las diosas blancas. Antología de la joven poesía española escrita por mujeres, ed. de R. Buenaventura, Madrid, Hiperión, 1985; Ellas tienen la palabra. Dos décadas de poesía española, ed. de N. Benegas y J. Munárriz, Madrid, Hiperión, 1997; Poetisas españolas, ed. de L. Jiménez Faro, Madrid, Torremozas, 2003).

Por lo que respecta a Yin. Poetas aragonesas 1960-2010, nos encontramos con un volumen en el que pueden leerse propuestas para todos los gustos, escritas en los más diferentes registros: vitalismo más o menos depurado (Pilar Rubio, T. Ruiz Marcellán, Luisa Miñana), culturalismo tocado por contenidos en ocasiones clasicistas, realismo (más o menos limpio o sucio), neorromanticismo un tanto culto e intelectual (Olga Bernad, Almudena Vidorreta), hiperrealismo, neosurrealismo, poesía de la experiencia, de la diferencia, de la conciencia, poesía sensista adornada de un erotismo más o menos leve o acusado (Loli Bernal, Marta Fuembuena, Clara Santafé), metapoesía (Elena Pallarés, Carmen Aliaga, Vida Armada), poesía neosocial, comprometida con una transformación más o menos radical de la realidad (Sofía Díaz Gotor, Elvira Lozano), figurativa, elaborada al calor de elementos telúricos (Sonia Llera), visionaria, iluminada por un cierto y heterodoxo misticismo, etc., y algunas de estas propuestas muestran un gran compromiso con la denuncia de la realidad más destructiva de su tiempo y dan testimonio de la situación en que se encuentran aquellos que viven «sur le dos tourmenté de la terre», como escribiera René Char.

Estas poetas llevan a cabo estos aportes de muy diferentes maneras porque saben que la realidad puede disfrazarse con distintos ropajes y, por lo tanto, representarse de diversas formas. Algunos textos suponen una apuesta permanente por el riesgo (incluso por aquel que acarrea la posibilidad de la pérdida de sentido), no aceptan la idea de la poesía como ficción, apariencia o simulacro y responden a una deliberada voluntad de ruptura y transgresión (Miriam Reyes). La poesía se presenta así como una extraordinaria oportunidad para la insumisión y la subversión permanentes (Cristina Járboles) y, también, como discurso social, podría decirse que supone en algunas de estas voces un viaje de regreso hacia la soledad y el silencio (Teresa Agustín), sus auténticos lugares de origen, hacia la pérdida —cuando no la negación— de su propio registro y su particular rostro dado el escenario radicalmente marginal y periférico que ocupa en nuestra escala de valores.

Dicho esto, es evidente que resulta extraordinaria, por insuficiente, la presencia de voces femeninas en la bibliografía poética aragonesa a lo largo de su historia. Este volumen supuso un primer abono en el pago de esa deuda e implica un merecido reconocimiento hacia quienes —en contra de sus propios deseos y sus legítimas aspiraciones— hicieron del silencio su casa. En general, la poesía que aquí puede leerse nada o muy poco tiene que ver con la que escribieron aragonesas de otros tiempos —Ana Abarca de Bolea, Luisa Herrero de Tejada, etc.—, que convirtieron el género en una herramienta al servicio de la fe religiosa. Esta poesía —seleccionada por Á. Guinda, que optó desde por la inclusión y un abanico amplio de presencias, y acompañada por un texto introductorio inteligente y clarificador de Ignacio Escuín— es ahora fuente de posibilidades diversas, oportunidad para la exposición de conflictos de todo tipo, venero de ideas y emociones sin domar, escenario para la representación de tensiones y alternativas a los discursos más gastados, y todo ello desde la más veterana de las poetas reunidas, Lola Mejías (1912-1999), hasta las más jóvenes, Ana Muñoz y Clara Dávila, nacidas en 1987, cuando la editorial que acogió esta publicación contaba ya con ocho años de andadura. Son sesenta y cuatro voces llamadas a desempolvar nuestras conciencias adormecidas por el letargo crítico, ateridas por el frío, vapuleadas por el miedo. Recientemente, al cuidado de Óscar Latas y Ángeles Ciprés Palacín, ha visto la luz en la misma editorial Arquimesa. Poesía en aragonés escrita por mujeres  1650-2019 (2019), un volumen configurado desde una doble perspectiva diacrónica y tópica que recoge poemas de catorce escritoras, entre las que pueden leerse textos de Rosario Ustáriz Borra, Nieus Luzia Dueso Lascorz, Carmina Paraíso, Elena Chazal y María Pilar Benítez.

Y, al margen de estos libros colectivos, Olifante ha publicado a lo largo de todos estos años un buen puñado de títulos que nos han demostrado con soberana naturalidad que la poesía es también cosa de mujeres, de mujeres de hoy y de ayer, de aquí y de más allá, de esta y de otras lenguas: C. Aliaga, Begoña Abad, Rosana Acquaroni, T. Agustín, Ana Luísa Amaral, Elisa Berna, Ana Cristina Cesar, Moya Cannon, Marga Clark, Anabel Corcín, Florbela Espanca, Concepción Estevarena, Pilar Gómez Bedate, Cristina Grande, Cristina Grisolía, Clara Janés, Katarína Kucbelová, Magdalena Lasala, Luljeta Lleshanaku, L. Miñana, Nancy Morejón, A. Muñoz, Mary O´Malley, Carolina Otero, E. Pallarés, Lilián Pallarés, Julia Piera, Marina Pino —autora de Dejemos que Venecia se hunda, primer libro de una mujer en la editorial, diez años después de su fundación—, Estela Puyuelo, Inés Ramón, Elena Román, Carlota Urgel, Nuria Ruiz de Viñaspre, Krisztina Tóth, Irene Vallejo, Concha Vicente y Sholeh Wolpé son algunas poetas que podemos encontrar en el catálogo de la editorial.

Olifante, además de los ya citados, ha publicado otros volúmenes colectivos que dan muestra de ese interés que ha mantenido siempre este sello por la poesía como un fenómeno de alcance y proyección mundiales. Entre ellos: Poesía italiana de hoy (1974-1984). La narración del desengaño (1984, ed. de Pietro Civitareale), Poesía mozambicana del siglo XX. Poesía en acción (1987, ed. de Xosé Lois García), La pared de agua. Antología de poesía bengalí contemporánea (2011, ed. y trad. de Subhro Brandopadhyay y con adaptación de Violeta Medina), Poetas de Otros Mundos. Resistencia y verdad (2018, ed. de Á. Guinda), con veinticuatro poetas  procedentes de los cinco continentes.

Y, en paralelo a esta ininterrumpida labor de edición poética, habría que señalar que Olifante también ha acogido en su catálogo algunos otros textos y ensayos que revelan un interés por la propia poesía, desde otras perspectivas: Abisal cáncer, un singular «diario poético» de Miguel Labordeta editado por Clemente Alonso Crespo; Hundiendo en las palabras las huellas de los labios. Poesía y Canción, de J. A. Labordeta; Memoria y recuerdo en el poema «Espacio» de Juan Ramón Jiménez y León Felipe: de la soledad española al definitivo exilio mejicano, ambos de Manuel M. Forega; Poetas suicidas: sensibilidad o supervivencia, de Ricardo Fernández Moyano; Hay alguien ahí, de Alfredo Saldaña; La Mística, volumen colectivo coordinado por M. M. Forega.

En un inventario tan amplio como el que tiene ya esta editorial, son muchos, sin duda, los libros que, por diversas razones, podríamos destacar. Entre ellos, algunos títulos de los que la propia editora se siente especialmente orgullosa son estos: Cancionero, de Cecco Angiolieri, Cantos órficos, de Dino Campana, La Partenza, de Francis Vielé-Griffin, Poemas, de Jacobo Fijman, y Las leyes de la gravedad, de Mohsen Emadi. Y si hay un escritor vinculado a la trayectoria de esta casa, ese, sin duda, es Ángel Guinda, autor, entre otros libros publicados en distintas editoriales, de Vida ávida (1980), Claustro (1991), Conocimiento del medio (1996), Toda la luz del mundo (2002), Claro interior (2007), Poemas para los demás (2009), Espectral (2011), Caja de lava (2012), (Rigor vitae) (2013) y Catedral de la Noche (2015), todos ellos en Olifante, donde también ha publicado Poesía violenta. Manifiesto (2012), el ensayo El Mundo del Poeta. El Poeta en el Mundo (2007), además de coordinar varias antologías y ejercer como editor literario en algunos volúmenes.

Y, desde luego, hay otras personas estrechamente ligadas a la editorial a lo largo de todos estos años: Columna Villarroya, que ha llevado a cabo el trabajo de laboratorio fotográfico con una inteligencia y una sensibilidad extraordinarias; Alberto Lisbona en el proceso técnico; Julio Álvarez, Vicente Pascual y Ricardo Calero en el diseño gráfico; Luis Felipe Alegre, que ha puesto nervio y voz a la poesía en tantas y tantas ocasiones vinculadas a la editorial; Manuel M. Forega, A. Castro e Inmaculada Muro en diferentes labores puntuales de coordinación editorial; todas ellas, junto a un sinfín de traductores, editores literarios, coordinadores de obras colectivas, maquetadores, procesadores de textos, impresores, encuadernadores, etc., han contribuido de manera fundamental a que el resultado final fuese en cada ocasión el mejor posible.

Que el cierzo sea propicio para que el olifante nos siga trayendo durante mucho tiempo la buena nueva de la poesía, que la cumbre de la montaña siga protegiendo a quienes viven y descansan en sus laderas, que la pasión de editar no se apague, que el frío, el silencio y la soledad de las noches invernales continúen cuidando de las palabras y de quien, junto a la encina, es «Reluciente amanecer. / Llama en pie».

 

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

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