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Configurar sentido descendente

Mercedes Monmany: “La corrupción mental se instala, deprime los valores y cuesta desprenderse de ella”.

 La historia desagua en la enciclopedia y la crítica, en el ensayo. Estos son los centros que dominan la actividad literaria de Mercedes Monmany. Si Gombrowicz logró un Curso de filosofía en seis horas y cuarto en ciento cincuenta páginas, lo que sigue bien podría considerarse un seminario de literatura contemporánea. Milan Kundera, fallecido hace unas jornadas, será la guía de esta conversación. Él ha sido un pilar en las lecturas de nuestra entrevistada, junto a los exyugoslavos Danilo Kiš e Ivo Andrić y a los checos Bohumil Hrabal y Václav Havel, menos conocido como dramaturgo que en su faceta política

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

LA REVISTA ANALIZA LOS DIARIOS DE RAFAEL CHIRBES Y PUBLICA, CON MOTIVO DE SU 40 ANIVERSARIO, NARRACIONES INÉDITAS DE LUIS LANDERO, SOLEDAD PUÉRTOLAS, ENRIQUE VILA-MATAS, LUIS MATEO DÍEZ, SARA MESA, PILAR ADÓN, SERGIO DEL MOLINO Y MANUEL VILAS. 

TAMBIÉN DA A CONOCER POEMAS INÉDITOS DE ANTONIO GAMONEDA, LUIS ALBERTO DE CUENCA, CHANTAL MAILLARD, ANTONIO COLINAS, LUIS ANTONIO DE VILLENA, CLARA JANÉS, PIEDAD BONNETT, JORDI DOCE O YOLANDA CASTAÑO, ENTRE OTROS.

La revista cultural TURIA celebra este mes de noviembre su 40 aniversario y lo hace con un espectacular sumario repleto de textos inéditos de algunos de los grandes autores que han participado activamente en su trayectoria. Con su aportación a este sumario especial, los más destacados escritores actuales quieren contribuir al homenaje y reivindicación de una labor continuada de fomento de la creatividad y de la lectura en español.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

27 de octubre de 2023

Tomarse el trabajo de responder una pregunta es más significativo que el de la formulación de la propia pregunta. Ciertamente, la pregunta manifiesta por sí misma una solicitud. Solicita un esfuerzo por ser respondida. Una pregunta no consiste en preguntar y quedarse simplemente sin respuesta o dejar la pregunta abierta. Es mucho más absorbente responder una pregunta que estar siendo preguntado continuadamente de un modo reiterativo, sin ningún respiro, para una posible y remota respuesta a alguna o ninguna de ellas. Ser preguntón tampoco es una actitud acertada. El diálogo o comercio entre pregunta y respuesta se ha de dar en el caso de la una para la otra— secuencialmente— hasta invertir los polos de ambas. De manera que la importancia de la pregunta y la respuesta vaya alternando en uno y otro polo a modo de comercio entre las partes interesadas en una transacción, desnudándose la una para la otra, cual juego entre amantes, en el que todo acaba por responderse por sí mismo, ajustado todo ello por el resultado al que, en primera y última instancia, toda la pregunta en su totalidad remitiría (y presumiblemente no se dará el diálogo entre pregunta y respuesta cuando dejemos de preguntar. Sin embargo, las preguntas también pueden ser infinitas o ser sucedidas una tras otra de un modo indefinido).

Por lo tanto, el acto de responder una pregunta es más significativo que el de la mera interrogación.

En primer lugar, uno no pregunta y ya, y se queda como estaba. En toda pregunta hay una respuesta implícita que requiere ser manifestada, y puede incluso que el que la formula no sepa que hay un indicio de por dónde comenzar a elaborar la respuesta desde su preguntar.

Preguntar supone ante todo el final de un recorrido, un alto en el camino, desde el que se vislumbra una posible continuación del mismo pero que no puede continuarse a menos que respondamos a la pregunta traída a colación y continuemos así con la natural marcha del discurso.

La inversión entre pregunta y respuesta es la siguiente: la pregunta atrae a cualquier posible respuesta y que trate de compensarla, y da una muestra parcial de su pasado discursivo hasta ese preciso instante interrogativo. La respuesta, por su parte (en caso de darse), promete un futuro y natural desenvolvimiento de la pregunta ávida de respuesta y que, por consiguiente, desencadena más discurso. Sin esa respuesta válida a ese discurso que continúa –y que por el momento no ha encontrado otro modo de discurrir que no sea a través de la neutralización sistemática de la pregunta formulada— no habrá más juego discursivo con el que tratar de responder la impertérrita y petrificada pregunta. Todo ello ocasionado por no encontrarse con los precisos y apropiados recursos lingüísticos con los que auspiciar, acoger y, sobre todo, articular con justicia por qué incurrir en ese preguntar y por qué hacer esa pregunta en concreto y no otra cualquiera que bien podría no haber anulado, hasta ahora, todo lo discurrido hasta ese preciso momento interrogativo. 

Ahora bien, a la hora de formular una pregunta, ha de desarrollarse una posible respuesta que venga de la propia pregunta dada. Toda pregunta contiene o implica una respuesta aún por formular; aún por darse desde su preguntar. Conscientes de tal posibilidad, una pregunta ya hecha y pertinentemente elaborada manifiesta de un modo tácito una respuesta. Toda respuesta arrastra consigo misma, por consiguiente, una pregunta que está siendo respondida. Si la pregunta se puede hacer, entonces la respuesta es también posible de ofrecer. Toda pregunta bien hecha y coherente con el sentido proposicional del discurso que la engendra —el cual es acorde con el sentido congruente e histórico de la realidad— puede ser respondida en un ulterior discurso, con las palabras precisas para la pregunta en cuestión.

Toda pregunta incuba, por lo pronto, su propia respuesta. Y toda respuesta proyecta en el futuro discursivo del hablante más preguntas que, poco a poco, habrán de ir siendo respondidas o, por el contrario, ser rotuladas como indecidibles, y sortearlas mediante un rodeo que las evite, y mostrar otras vías discursivas para continuar con la exposición del restante discurso aún por acontecer. Esas vías (tanto para responder a la pregunta como para sortearla) suelen ser la respuesta fáctica de la historia acontecida y epistémica de lo Real.

Querer mostrar un discurso es propio de los que necesitan medios específicos de expresión de sus ideas. Estas expresiones encuentran habitualmente una canalización a través de la problematización de lo Real por medio de preguntas, y un modo de expresar una interioridad individual hacia un común conjunto de cosas que se manifiestan a modo de preguntas todavía sin respuesta.

Sin embargo, no es necesario hacer una pregunta tras otra con tal de desentrañar lo Real en un sondeo historiográfico hasta el origen de la causa que suscita ése preguntar. Es preciso, por el contrario, preguntar por lo fundamental, lo cual se convierte en la pregunta definitiva. La pregunta digna de hacerse. La primera y última labor por la que vale la pena preguntar.

La pregunta que importa y que eventualmente es pensada y meditada por algunos es la pregunta digna. La pregunta verdadera, y cuya respuesta desvelaría el carácter verdadero del asunto abordado, sondeando hasta su origen no únicamente el motivo de por qué la hacemos, sino por qué preguntamos con la naturalidad que caracteriza al ser humano (y también por qué proyectamos preguntas entre nosotros mismos).

Ciertamente, el ser humano es el único lugar histórico del acontecer del Ser que puede albergar preguntas. Aquellas preguntas que se hace son categóricamente para él y no de dominio de ninguna otra especie. La especie que pregunta y que responde es la del ser humano. El ser humano, por lo tanto, es el único que puede formular y responder sus propias preguntas. Las preguntas son exclusivamente de dominio humano y de nada más. No hay un quién fuera de la especie humana que pueda responder sus interrogantes.

Luego, lo interrogativo es el común elemento del ser humano. Un lugar donde proyectarse a sí mismo dentro de una esfera de habitabilidad. Una habitabilidad sustentada por preguntas e interrogantes que someten su raciocinio al dominio del ser humano sobre sí mismo. Posteriormente puede ocurrir que las preguntas le lleven de un lugar a otro, pero en primer lugar son para dominarse psicofísicamente dentro de las esferas de supervivencia y de habitabilidad. O de dominar a especies que ladran, relinchan, balan, maúllan, mugen, barritan, trinan, ululan, croan, rebuznan o cacarean… pero que no preguntan. Tan incapacitante es el silencio de tales especies que no les queda otra que sustituir su mutismo inquiridor por otros sonidos que poco les valen ante el apabullante arrumbamiento de sí mismas por parte de la excepción humana sin que ningún Dios lo impida. Únicamente lo político puede hacer virar las direcciones e intentonas humanas (por parte de lo humano y su mundo administrado) y retroceder mínimamente hacia un origen que, de hecho, no ha hecho más que comenzar a modo de pregunta aún por ser respondida.

Si una pregunta es imposible de alcanzar no es porque no se haya dado como incontestable por el asunto abordado, sino porque no se ha dado con la formulación inquiridora apropiada como para desnudar y articular el lenguaje con la pertinente pregunta. El desnudo diálogo entre pregunta y respuesta solamente puede darse como forma ulterior de entendimiento, pero lo importante y lo que permanecerá lo fundan las preguntas que se desnudan ante una posible respuesta.

Cierto es que hay una gran variedad de preguntas aún por responder. Sin embargo, todas quedan incardinadas por un mismo sentido anímico que, confesadamente, habla del motivo de nuestra existencia. Esa pregunta es la explícita interrogación en torno al sentido del Ser. Su primacía destaca por encima del resto de preguntas. Una primacía que desbanca y desbarata cualquier otra pregunta que no sea esa o que remita a ella. Bien puede ser formulada de otro modo a cómo se ha estado haciendo hasta ahora, pero siempre tendrá como horizonte ontológico el desvelamiento del sentido del Ser y esa es la urgentísima labor que se propone la actitud inquiridora en estos momentos. Los múltiples modos de ser la pregunta por el sentido del Ser siempre tienen como lugar común un horizonte ontológico. Un común modo de ser más allá de la mera interrogación. Un común modo que una y otra vez remite a la dignidad filosófica y su modo de ser inquiridor.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado. 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne. 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara. 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza. 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia. 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado. 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

SE EDITA UN NÚMERO ESPECIAL CON TEXTOS INÉDITOS DE GRANDES AUTORES 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 23 Y 27 DE NOVIEMBRE EN TERUEL Y EN LA SEDE DEL INSTITUTO CERVANTES EN MADRID 

PHILIPPE LANÇON ESCRIBE SOBRE LA OBRA POÉTICA DE LUIS BUÑUEL EN TURIA Y ÁNGEL GUINDA PROTAGONIZA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO QUE REIVINDICA SU TRABAJO CREATIVO

Los escritores Luis Landero y Soledad Puértolas serán los encargados de presentar el número conmemorativo del 40 aniversario de la revista cultural TURIA. Será un sumario especial, con textos inéditos de algunos de los grandes autores que han colaborado con esta publicación, tanto en su edición en papel como en su versión digital. No en vano, la revista siempre se ha caracterizado por su capacidad integradora de la rica y diversa creatividad literaria contemporánea.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

20 de octubre de 2023

No son pocos los escritores que además de poesía escriben prosa, pero quizá sí son menos los que en la prosa no se dejan llevar por sus efluvios poéticos y renuncian a alambicar sus frases con retorcidas metáforas. Por todo lo que he leído de la obra de Javier Salvago, tanto en verso como en prosa, me atrevería a decir que ninguno de sus textos llevan la mácula del esteticismo vacuo ni están  imbuidos de profusas ornamentaciones verbales cercanas al barroquismo o a expresiones abigarradas. Se diría, más bien, que en uno y otro caso, en verso y prosa, Salvago no ha abandonado nunca las dos principales señas de identidad que han caracterizado desde su primer libro toda su restante escritura, y que no son otras que la sobriedad discursiva y la sencillez en el decir. Él mismo ha escrito alguna vez, de manera lacónica y contundente, que a la hora de darle forma a las ideas de lo que se trata es de "hacer sencillo y fácil lo complejo, claro lo oscuro", cosa, todo hay que decirlo, que ya en su día Juan Ramón Jiménez juzgó como lo más conveniente para cualquier escritor que quisiera ser comprendido, pues "No se trata de decir cosas chocantes, sino de decir la verdad sencillamente, la mayor verdad y del modo más claro posible y más duradero", algo no tan difícil de ejecutar si uno no quiere caer en lo conceptuoso o en la oscura palabrería.

Nada como la nada es un libro de aforismos —el segundo en la producción textual del escritor sevillano, después de que en 2016 publicara Hablando solo por la calle— en el que sus máximas, mínimas, fragmentos y frases sueltas no pretenden complacer al lector ni tampoco darle una visión amable de la compleja realidad en la que estamos inmersos. Su título, además, remite claramente al poemario Nada importa nada (2011), donde, en uno de sus poemas, ya avisaba de la poca importancia que tiene todo. De ahí que Salvago tampoco en este libro condescienda con el buenismo o con los postulados falsamente esperanzadores que le hagan creer al lector que el mundo lo tiene todo para ser un paraíso. Lo sería, tal vez, si sobráramos nosotros, los seres humanos, que, según él, somos quienes hemos convertido un paraíso a nuestra medida en un infierno a la medida de todos. Traspasados de desilusión, pesimismo y decepción, los aforismos reunidos en este libro muestran un perfil del autor y su mundo que dejan poco lugar a las dudas o a la confusión, pues una y otra vez, página tras página, expresan una visión descarnada de la existencia, a la que prácticamente no se le concede casi ningún resquicio de exultación y de la que pareciera que no hay mejor salida para escapar de su sinsentido que desaparecer, ya que "El mundo es una manzana podrida y los gusanos somos nosotros". Resulta cuando menos curioso que este descarnamiento con que Salvago contempla actualmente la vida ya lo mostraba en su primer libro de poemas, La destrucción o el humor (1980), donde en una de sus Soledades advertía que "por esta senda, / que llaman vida, todos / vamos a tientas, / igual que un ciego. / En ceniza terminan / todos los fuegos". Pero esos fuegos en los que termina cualquier vida no son únicamente aquellos a los que nos veremos abocados todos al final de nuestra existencia, sino también esos otros (más indignos o más ruines) producidos por quienes, en lugar de hacernos la vida más placentera, menos problemática y sobre todo más verdadera, se dedican a enturbiárnosla y a falsearla con vanas promesas de felicidad: "Miente, político, los tuyos y los bobos te creerán". Lo que Salvago nos reclama es que no creamos a ningún embaucador o farsante disfrazado de bienhechor. De ahí que su mayor crítica vaya dirigida a los políticos y a quienes detentan el poder, sea este económico, religioso o incluso cultural, pues "con tanto político cínico, vamos a tener que exigir que se introduzca en el código penal el delito de insulto a la inteligencia y a la sensibilidad".

Las redes sociales, Dios, el dinero, la historia de la humanidad, también buena parte de la poesía y la cantidad de crímenes que se han cometido en el mundo en nombre de la verdad, la moral y el saber de cada época, son algunos de los temas sobre los que reiteradamente se ceba el autor de Nada como la nada, título con que ha bautizado su libro no por afán de producir una bonita eufonía, sino porque, fiel a su desencantamiento de la existencia, cree que es el locus amoenus donde mejor se puede estar: "La muerte es lo mejor que nos puede pasar. Pero eso solo lo descubrimos cuando nos morimos y ya no podemos contarlo". No sé si Salvago habrá leído a Schopenhauer, pero a tenor de su aquiescencia por el desengaño y su concepción de la vida como fuente de dolor, parece que no anda muy lejos de las tesis filosóficas del pensador alemán, quien en algún lugar de su obra manifestó que si bien en un principio todo es un frenesí de deseos y un éxtasis de placer sensual, poco después, sin embargo, llega el turno de la frustración y de la paulatina destrucción y el marchitamiento de las ilusiones. Schopenhauriano o no, el caso es que también los aforismos de Javier Salvago se prestan a una lectura anatematizadora de la vida, sin concesiones a ninguna promesa de felicidad duradera, esa "pelotita de los trileros" o esa "zanahoria con que nos engatusa la vida cuando se cansa de darnos palos". A las toneladas de ilusos o ingenuos que salen cada mañana a comerse el mundo, Salvago los manda directamente a comerse una mierda, esos "tipos con trajes caros que se levantan cada mañana muy temprano con el único afán de ganar dinero, caiga quien caiga, muera quien muera". La vida debería de ser otro afán, otra cosa. Pero ¿qué cosa, qué afán? Pudieran ser el amor o el humor o el talento o la inteligencia, pero no. Porque nada puede ya contra su desencanto. Nada, excepto la nada, que todo lo borrará como si nunca hubiera sucedido.

 

Javier Salvago, Nada como la nada, Apeadero de Aforistas, 2023.        

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

20 de octubre de 2023

Isaac Bashevis Singer solía decir que el novelista sólo necesitaba tres cosas para escribir un libro. Un buen tema o asunto real, el deseo irrefrenable de querer escribirlo y la convicción de que sólo él podía hacerlo con todas sus consecuencias. Al novelista no le bastaba con encontrar una buena historia, sino que debía ser “su historia”, y expresar su individualidad, su carácter, su manera de ver el mundo.

No creo que el lector de Estuario, la última novela de Lidia Jorge pueda albergar alguna duda acerca de que se cumplen en ella las tres condiciones. Posee un argumento misterioso y conmovedor, está escrita con dolorosa pasión, y su autora es, más que nunca, fiel a su propia manera de escribir y contar. No es extraño que sea así, pues Lidia Jorge, desde su primera novela, no ha hecho otra cosa que ser fiel a esa manera y concentrarse, como pedía W. Faulkner, en la verdad y en el corazón humano. Ella siempre ha buscado un lector cómplice, capaz no tanto de leer sus libros como de vivirlos él también. Un lector que se entregue al libro hasta el punto de llegar a pensar que le pertenece, que sólo ha sido escrito para que él lo pueda leer. Que llegue incluso a sentir celos de que otros puedan tenerlo entre sus manos.

"Todo libro debe estar escrito con urgencia, como si uno no pudiera vivir sin  él, porque aquellas historias que no se pueden dejar de lado son las únicas  que un escritor debe perseguir y ofrecer a sus lectores", dice la autora en una entrevista reciente. El tipo de compromiso que Lidia Jorge le pide a su lector es semejante al que el poeta pide a los suyos. Y Estuario no es sino un largo poema escrito contra la muerte. Un libro que habla de la escritura como visión, como la voz de lo que está en otro lugar. Todos los grandes libros, guardan la memoria de esa voz, la voz que no ha dejado de hablarse nunca, ni puede dejar de hacerse, pues su persistencia constituye nuestra humanidad. Se escucha en los momentos más inesperados, y entonces el mundo se transforma en una biblioteca y los hombres son libros vivientes. Y eso será Edmundo Galeano desde el comienzo de Estuario, un libro viviente. El libro como símbolo del corazón humano.

Una de las constantes de la obra de Lidia Jorge es África, y más en concreto el África colonial portuguesa. La autora pasó buena parte de su juventud en Angola y Mozambique, donde trabajó como profesora y fue testigo de las guerras por la independencia de esos países. Allí se enfrentó por primera vez al horror de la guerra y a los abusos del colonialismo. Esa experiencia ha nutrido una parte de su obra, en la que ha vuelto una y otra vez a ese mundo y a esos horrores, tratando de iluminarlos con el poder de la ficción. Pues como ella misma ha dicho es la ficción la que completa el relato de la historia, ya que aporta el mundo interior, el corazón profundo de los hombres. "La literatura lava con lágrimas ardientes los fríos ojos de la historia". Estuario es una novela que partiendo de episodios históricos mezcla lo real con lo mítico, dando lugar  a una suerte de realismo mágico a la portuguesa.

Su protagonista es un hombre joven, Edmundo Galeano, que regresa a Lisboa tras una experiencia traumática vivida en los campos de refugiados de Dadab, surgidos para dar una cobertura humanitaria a los refugiados somalíes huidos de la guerra civil. Edmundo es un cooperante que sufrirá un accidente que prácticamente inutilizará su mano derecha. Edmundo había estado en África, la terrible África de las grandes polvaredas, de las grandes batallas sin imagen ni noticia, de las terribles religiones primitivas, sanguinarias, con dioses hechos del cruce del caimán y del buitre, y había sido una víctima, había regresado de una misión de paz con una mano mutilada como si hubiese participado en una guerra.

Regresa a Portugal pero el horror de lo vivido, su  misma mano muerta, le hace preguntarse por el sentido de su aventura humana y de ese regreso a la casa familiar. Y decide escribir un libro donde deben estar las catástrofes y los horrores, pero también la belleza  de la vida y del mundo. Sin embargo, al mal no se le oponía el bien, sino la belleza y era esa porción de sí mismo la que debería dar al mundo, después de la vida en Dadaab. Las belleza. Sabía que tendría que conquistar la belleza para que su libro funciona como lección. 

Un libro destinado a evitar el fin del mundo, un libro que tuviera el poder de salvar a quien lo leyera. Obsesionado con este proyecto Edmundo Galeano debe enfrentarse al primero de sus problemas: aprender a  escribir con su mano enferma. Decide copiar otros libros para recuperar esa función de su mano, y elige para sus ejercicios dos libros: Oda marítima de Pessoa y La IIíadaOda marítima de Álvaro de Campos, heterónimo de Pessoa, es un canto entusiasta y radiante al ingenio humano, que a través de la ciencia y la técnica ha permitido al llamado mundo civilizado enriquecerse y dominar el mundo natural. Un canto que reivindica con entusiasmo la fuerza y la energía, por encima de la belleza. Mas ese ímpetu que ha permitido al ser humano alcanzar grados de desarrollo inimaginables ha sido también la causa de la destrucción de una parte del mundo y del dominio que los pueblos desarrollados han ejercido sobre los pueblos del llamado Tercer Mundo. El canto a la energía y al ingenio humano se transforma en un canto de destrucción y pillaje como tal vez nunca ha tenido lugar en la historia de la humanidad. El segundo de los libros, La Ilíada, apenas se aparta de este guión idea, pues es el canto de cómo un pueblo lleva a otro la destrucción y la muerte a través de su búsqueda de un ideal heroico. La elección de estos libros para sus ejercicios de escritura, lejos de ser arbitraria, forma parte del corazón mismo de su proyecto.

La mano herida de Edmundo es la mano del escritor. Para eso escribe para poder completarse. Adorno dijo que la verdadera pregunta, la que funda la filosofía, no es la pregunta por lo que tenemos sino por lo que nos falta. Y el lugar de la falta es donde se plantea la pregunta sobre si podríamos ser de otra manera. Perder algo, puede leerse en el libro de Lidia Jorge, es estar preparado para perder más si fuera necesario. La mano muerta de Edmundo Galeano es su vínculo con todos los humillados de la tierra. Un vínculo con su verdad. La escritura como una forma de recuperar la decencia y el honor. Rafael Sánchez Ferlosio al explicar el conflicto de Lord Jim dice esto del honor. “El sentimiento de honor perdido no es un conflicto psicológico. El honor es una relación de lealtad con los demás”. De forma que el deshonor no es tanto “haberse fallado a uno mismo” sino “haberles fallado a los otros”.

Para que esto no suceda hay otra pregunta que el escritor no puede dejar de hacerse: ¿qué debe aparecer en ese libro? ¿Si ninguna de esas personas ha visto matar ni ha visto morir de privación, solo de enfermedad natural, como fue el caso de nuestra madre, Maria Balbina, que falleció de neumonía? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado hambre o sed? ¿Si ninguna de esas personas ha pasado una noche al relente, jamás una noche sin luz, nunca un día sin cuarto de baño, nunca un día sin ropa, sin comida, sin medicamentos como les ocurre diariamente a aquellos que yo vi en los campos donde permanecí a lo largo de tres años, sobre todo los dos en Dadaab? ¿Cómo pueden estas personas entrar en el libro 2030?

Aún más, si todo ya está escrito ¿por qué le parece que hace falta un libro más y que debe escribirlo él? Y ¿cómo lo hará?, ¿con qué palabras? Hay un momento en que Charlote, uno de los personajes clave del libro, reflexiona sobre el amor. Lo define como un relámpago que une a dos personas, pero siente a la vez que no hay palabras suficientes para expresar las realidades humanas, y las que tantas veces se utilizan están desgastadas y no serven de nada. El amor de Tristán e Isolda ya no existía más en la faz de la tierra, o mejor, se sabía ahora que, al final, siempre había sido aquello que era, un mito construido con imaginación y palabras. Lo que había quedado, eso sí, era un relámpago que unía a dos personas. Entre ellos tenía lugar ese relámpago. Sin embargo, ambos buscaban en el amplio aparato verbal de su lengua la palabra que correspondía a ese sentimiento y no la encontraban. Como no la encontraban, usaban la palabra desgastada, la única que conocían que se le pareciese, y era de nuevo la palabra amor.

Tal es el descubrimiento doloroso que hace Edmundo a través de las dificultades que encuentra para llevar adelante su proyecto: que las palabras de su lenguaje no coinciden con los límites del mundo que tiene ante él. Había que buscar esas palabras que no existen en los diccionarios comunes y que solo se encuentran en los limites del lenguaje. No hablar con palabras prestadas sino con otras que persigan no tanto desvelar el misterio como protegerlo. Estamos hecho para alimentarnos de lo inexpresable, pensó Charlote, por eso nos encanta el misterio. Esa es la dificultad a la que se deberá enfrentar Edmundo en la escritura de su libro: Encontrar las palabras que necesita para dar cuenta de eso inexpresable que eran. Dijo que Edmundo hacía bien en escribir lo que deseaba escribir- Un libro para salvar a los hombres de la Tierra. Acabará siendo un libro en alabanza de todo lo que nace, independientemente de la muerte que vaya a tener, dijo ella y de todo lo que muere algo nace. De tu mano muerta nacerá un libro.

La novela de Lidia Jorge es un desafío permanente para sus lectores, pues nada en ella es lo que parece. Se trata de un libro sobre la escritura de un libro, donde sus personajes, se van construyendo y deconstruyendo ante nuestros ojos como pasa con los personajes que pueblan los sueños. Un libro sobre una de esas casas llenas de secretos que aparecen en tantas novelas. Vemos empañarse los espejos, hablan los retratos, los pasillos se llenan de ruidos, hasta que nos damos cuenta de que toda esa actividad no encubre sino el esfuerzo de la autora por dar cuenta de la vida con todas sus contradicciones. No solo de la vida de nuestra razón, sino también de la que tiene que ver con nuestros deseos. Es de esa vida de la que, en un intenso y doloroso párrafo, habla Amadeu lima, el amante de Charlote: Y de repente sentí que la perfección que yo vivía al lado de una mujer bella y completa, que la vida me había puesto a ala orilla de las olas un mes de septiembre, llenaba mi vida domesticada, civilizada, pero no mi vida salvaje. Imposible explicarlo con palabras. Para que lo comprendas, mi vida necesitaba fidelidad e infidelidad, La fidelidad era vivida con ella, tu hermana Charlote, la infidelidad, que yo también necesitaba, no tenía cara, era vivida con varias caras superpuestas, y yo quería las dos, la fidelidad y la infidelidad. Sentía placer en ese riesgo, en vivir una asimetría incómoda, entre la vida fiel a Charlote y la vida disoluta con cualquiera. Sentía placer en intentar equilibrar con dificultad la vida salvaje y la vida pura, sabiendo peligrosamente que las dos residían en el mismo pecho.

Puede que Charlote sea el personaje más cautivador, delicado y profundo, de todos cuantos ha concebido Lidia Jorge a lo largo de su ya larga obra. Es como un esponja que va absorbiendo todo cuanto sucede a su alrededor, pero que no puede protagonizar su propia vida. Alguien dueño de esa rara aptitud para vincular “lo que cura con lo que hiere”, que para Henry James era la razón última de la verdadera literatura. El libro trata, en suma, de cómo poner en el mundo un poco de cordura y amor. Ella creía que el hombre y la mujer eran seres luminosos con puntos de oscuridad y no al contrario, se lee en una de las páginas de Estuario. Sus personajes padecen lo que Chesterton llamó bellamente “las agonías del anhelo".

La obra de Lidia Jorge nos habla de las fuerzas terribles o benéficas de la naturaleza, del placer y de la muerte, de las servidumbres del amor y del sufrimiento debido a la pérdida. Mas ella sabe que el verdadero narrador nunca cuenta una historia, por muy terrible que sea, para sumir en la desolación a los que le escuchan. Es un mediador. Se ofrece a su comunidad no para aumentar su inquietud, sino para ayudarla a sobreponerse a las amenazas que la apremian o inquietan. Sus relatos son fórmulas de cohesión que le permiten conjurar el efecto desintegrador de esas amenazas, y nos permiten entrar en regiones de la realidad que de otra forma nos resultarían inaccesibles. Esta novela, toda la obra de Lidia Jorge, nos enseña a aprehender el mundo como pregunta, por lo que supone un alegato contra el totalitarismo en todas sus formas. Todos los totalitarismos  son mundos de respuestas, no de preguntas. Frente a los que prefieren juzgar a comprender, contestar a preguntar, Lidia Jorge defiende el poder sanador de la novela como pregunta, que su voz se oiga en el estrépito necio de las certezas humanas.

La obra de Lidia Jorge es comparable a la de todos los grandes moralistas, en el sentido que Camus da a esta palabra: los que tienen la pasión del corazón humano. La autora portuguesa forma parte de esa larga tradición de grandes moralistas, que desde Cervantes o Stendhal, se dan en el mundo de la novela. Se confunde con ellos porque busca al hombre en el entorno y la comunidad en que vive; y la verdad en donde se oculta, en sus rasgos particulares. Lidia Jorge suscribiría sin dudarlo las palabras de Camus acerca de que el desprecio por los hombres constituye con frecuencia el estigma de un corazón vulgar.

 

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

Poco se sabe del autor turolense Isidoro Villarroya y Crespo, escritor de la primera mitad del siglo XIX, pero hemos podido acceder a su expediente administrativo, su “Hoja de servicios” —que se encuentra en el Archivo del Instituto “Vega del Turia” de Teruel—, y de ella podemos extraer los datos biográficos y bibliográficos básicos que exponemos a continuación.

 

Biografía de Isidoro Villarroya y Crespo

Nace el 3 de abril de 1800 en el pueblo turolense de Corbalán y a los13 años comienza sus estudios de Gramática latina en las aulas públicas de la ciudad de Teruel. Un año después, en 1814, obtiene una beca de número en el Real y Conciliar Seminario de Teruel y cursa como seminarista interno Filosofía, y dos años de Teología escolástico-dogmática y Sagradas Escrituras. En 1824 obtiene por oposición el Magisterio de latinidad en la villa de Mora de Rubielos, y en 1827 el título de Preceptor de latinidad. Ese mismo año, es invitado por el Obispo de Teruel a desempeñar la Cátedra de Retórica y mayores del Seminario Conciliar, cargo que ejercerá durante 18 años.

En 1834 es nombrado vocal de la Junta de Instrucción primaria de la provincia de Teruel y en 1845 será comisionado por el Excelentísimo Ayuntamiento para redactar la contestación que se debía remitir a la Comisión provincial de Monumentos históricos y artísticos de dicha ciudad. También el año 1845 fue invitado, con motivo de la creación del Instituto Provincial de Segunda Enseñanza, a ocupar la misma Cátedra que desempeñaba en el Seminario Conciliar. En marzo de 1847 recibió el nombramiento de Catedrático de Latín y Castellano de ese mismo Instituto. En 1853 fue invitado por el Obispo de Teruel a impartir clases de griego en el Seminario, lo que hará hasta su muerte el 19 de mayo de 1855.

La práctica totalidad de sus libros los edita en Teruel, en tres Imprentas (Gimeno, García y Zarzoso), pero editará un libro, por el que es más conocido, en Valencia, en la colección del librero, editor e impresor, Mariano de Cabrerizo.

El primer texto que publica es un folleto en 16º, El Santo Via-Crucis y Dolores de María, en cuartetas y décimas (Gimeno, Teruel), en 1834. Tres años después,  en  1837, unas Lecciones de geografía (Gimeno, Teruel), en un tomo en 8º. Al año siguiente la novela histórica, Marcilla y Segura o los amantes de Teruel. Historia del siglo XIII, en dos tomos en 16º, editados por Cabrerizo en Valencia. En 1840 edita en un folleto en 16º, unas cuartetas con el título, Inventiva contra la blasfemia (Zarzoso, Teruel). Cinco años después, en 1845, publica tres libros: Baturrillo o una caravana estudiantina (Zarzoso, Teruel), en dos tomos en 16º papel marquilla, una obra satírica; y los dos libritos que a nosotros nos interesan, Las ruinas de Sagunto. Poema histórico perteneciente a la época de la dominación cartaginesa de la España Antigua (García, Teruel) y El hombre de la cueva negra o las ruinas y restauración de Sagunto, hoy Murviedro, los dos libros editados en Teruel, por la imprenta García, en dos tomos en 8º.

 

Isidoro Villarroya y el “Mito de Sagunto”

Estos dos últimos libros pueden considerarse como formando una unidad, tanto desde un punto de vista temático como de cronología referencial: los avatares de Sagunto desde su asedio y destrucción en el año 218 a. de C,  hasta su reconquista por los hermanos Escipión, Publio y Cneo Cornelio, cinco años después, en el 212 a. de C. Si bien,  ambos difieren en su género textual. Por una parte, Las ruinas…, es un largo poema épico, escrito en versos endecasílabos, con rima asonante en los versos pares (manteniendo la siguiente regularidad: los cantos I y II la rima es é o; el III y IV,  í o; el V y VI,  á o; y el VII y VIII,  é a) y en él se refieren los hechos constitutivos del “mito de Sagunto”, siguiendo las fuentes clásicas y los estudios historiográficos contemporáneos a su autor, como él mismo refiere en el prólogo y en la multitud de notas que acompañan a su texto.

Por otra parte, El hombre de la cueva negra…, es una novela en prosa, en la que el autor narra unos amores y unas peripecias ficticias, enmarcadas en el periodo siguiente a la destrucción de Sagunto hasta desembocar en la restitución de la ciudad tras su conquista por el ejército romano, si bien todo el primer capítulo, así como la totalidad el tercero, y parte del segundo y cuarto, refieren acontecimientos históricos anteriores que lo ligan con el poema épico.

Las ruinas…, es un poema de factura clásica, que sigue estrictamente el canon épico y se atiene al paradigma de la narración del mito saguntino, extrayendo su información de las fuentes clásicas (Polibio y los excerpta de Fabio Píctor, Tito Livio y Apiano), así como lo referido por otros autores, posteriores, o contemporáneos a Villarroya, y que él alude, extrayendo en sus notas citas de estos: Mariana, Isla, Masdeu, Romey o Miguel Cortés. Este último y su obra Diccionario geográfico-histórico de la España Antigua, será muy citado por Villarroya, con continuos elogios. Posiblemente, Villarroya fuese alumno del sacerdote Miguel Cortés y López, nacido en Camarena en 1776, que fue durante un tiempo Catedrático en los Seminarios de Teruel y Segorbe. Quizá, también, fuese a través de él como Villarroya publicó en la colección de Cabrerizo en Valencia, ya que por esa época estaba Cortés residiendo allí, como Chantre de su Catedral,  y debemos recordar sus ideas liberales (fue diputado en las Cortes de Cádiz y sufrió exilio político, además de un proceso inquisitorial), que lo situaban en la órbita de Cabrerizo.

El hombre de la cueva negra…, como hemos dicho más arriba, es una novela histórica, que cabría incluir, siguiendo la clasificación que propone José Ignacio Ferreras, dentro de la denominada “novela arqueológica”. Responde al modelo romántico de Victor Hugo y Walter Scott, y en ella se nos relatan los infortunios de una pareja amorosa: Lidoro y Aminta, víctimas de la violencia y el despotismo cartaginés. La obra presenta situaciones siniestras, giros inesperados y aventuras y peripecias propias de la novela romántica y sentimental.

La trama novelesca comienza con el personaje Laufitel, ciudadano de Emporion, quien  se encuentra en las cercanías de Sagunto, en el rio Idubeda,  huyendo de unos cartagineses que lo buscan temiendo que sea un espía. Efectivamente lo es, de Escipión, quien le ha enviado a que le informe de los cartagineses y de Sagunto. Una tormenta virulenta le lleva a una masía en la que se niegan a darle cobijo porque la mujer del campesino y su hijo cree que es el gigante de la cueva negra. Laufitel les muestra que no es así, pero se entera por una conversación que tienen unos hombres en la masía junto al fuego, que cerca de allí hay una cueva habitada por un mágico o nigromante que arroja fuegos.

Laufitel movido por la curiosidad se acerca a la cueva y descubre allí a su habitante, a quien le dice que no le hará nada y le descubre quién es. Al enterarse que se encuentran los romanos en Hispania y de quién es, el gigante le dice que él es un jefe saguntino y le cuenta su historia: el asedio y destrucción de Sagunto, la muerte de sus padres, la muerte de su amada, Aminta y cómo llegó hasta allí gracias a los colonos de una casa de campo suya y a la de una aldeana que le suministra cada cierto tiempo víveres.

Miestras resuelven cómo llegar a los romanos e informarles, sabemos que no todos los saguntinos han perecido, que Aminta está viva, es una de los rehenes que fue salvada por un capitán cartaginés hispano (su madre, amiga de Himilce, la esposa hispana de Aníbal, consigue saldar sus deudas y enrolar a su hijo). Este la requiere, pero Aminta lo evita. Se la somete a Aminta a un juicio y el Comandante Indúbal cree que quien mató a Felicio y a otros soldados cartagineses fue Lidoro, que aún sigue vivo. Y acusa a Aminta de ocultarlo.

Como se ve, se trata de una obra repleta de amores, intrigas, cambios súbitos, revelaciones insospechadas…. Tan solo aludiré al fin de los amantes porque enlaza esta obra con otra suya —mucho más famosa en su época y por la que es recordado—, Marcilla y Segura o Los amantes de Teruel, ya que los amigos de Lidoro, Laufitel y Roseel naturales de Emporion, cuando se dirigen hacia Sagunto, cerca ya de la batalla final que acabará con el poder cartaginés, encuentran a su amigo en un sótano, muerto junto a un arca, besándola, donde se haya sepultada Aminta.

Permítanme, para finalizar, que les exponga unas palabras del prólogo de El hombre de la cueva negra…, que les dará el tono que atraviesa a estas dos obras de Isidoro Villarroya: “Mas no forma la celebridad de Sagunto la antigüedad de su fundacion y prosápia de sus fundadores , ni la fortaleza de sus murallas y alcazar, ni su benigno clima y fértil suelo, ni el cúmulo de riquezas que la prodigára su decantado comercio, ni la dignidad y excelencia de su gobierno; fórmala el inimitable heroísmo de sus habitantes. Los Saguntinos lanzaron los primeros el májico grito de independencia: los Saguntinos dieron el mas relevante ejemplo de amor patrio, oponiéndose con entusiasmo y heróico denuedo al ominoso yugo de la dominación estrangera, y sellándolo con su misma sangre el sacrosanto juramento de fidelidad bien merecidos son los repetidos encomios, que les han prodigado los antiguos poetas e historiadores”.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Juan Antonio Millón

9 de octubre de 2023















Me gusta la poesía que se entiende.

La que habla de la vida.

Dijo el tonto encumbrado.

Y se calló la tórtola,

se secaron los pozos en los que nadie sabe

por qué ni para quién su agua aflora.

Dejaron de vibrar las mistéricas cuerdas,

le abatieron el vuelo al canto de la nada

y en la noche al amor se transformó

en una triste mueca de evidencia.

Se pusieron muy tristes Juan de Yepes,

Valente y Jackson Pollock.

Se deshizo el hechizo de los salmos,

se le agotó la voz al mundo,

y el tonto fue feliz

mientras su triste vida nos contaba.

 

Escrito en Lecturas Turia por Constantino Molina

6 de octubre de 2023

Día tras día. Quizá noche tras noche, durante tres meses seguidos, una mujer sola se sienta a escribir en su habitación alquilada, junto a la ventana, antes de acostarse. Ya ha estado en Italia anteriormente. Este viaje, sin embargo, proyectado minuciosamente en todos sus detalles, iba a hacerlo con M., el hombre que compartía sus sueños y sus esperanzas. Ahora él está muerto, piensa mientras escribe. Piensa en él a todas horas. También hoy ha puesto el Winterreise de Schubert a un volumen inadmisible para la hora. Al volumen que a él le gustaba escucharlo. Su lieder preferido. La mujer baja el volumen. Pronto se irá a la cama.

Arboleda es uno de esos libros, aparentemente sencillos, pero que basta con leer unas pocas páginas para darse cuenta de que no lo es, de que la sencillez casi siempre tiene un elevado precio, y no está al alcance de cualquiera. Uno de esos libros sobre los que la crítica enmudece y para los que el lector no es más que un accidente, una contingencia, un pretexto. Libros, generalmente, que su autor escribe para superar algún golpe inesperado de la vida, para poder seguir viviendo, sobreviviendo. Porque el mundo ya no es el mismo para quien ha perdido a un ser querido. El mundo ya no es el mismo para quien ha perdido “al testigo de su vida, y teme que en adelante su vida va a transcurrir en el mayor abandono, en la mayor soledad”, como dejó escrito insuperablemente en una de sus epístolas Plinio el Joven.

“Acostada y despierta, medité sobre las posibilidades que tenía en aquel lugar para ajustar mi vida durante tres meses a un orden que me permitiera sobrevivir a la inesperada extrañeza”.

No es un viaje literario, aunque visite más adelante la tumba de Keats, aunque la primera etapa del viaje sea Ferrara y pregunte por la tumba de Bassani. Es un viaje en el que algunos muertos siguen vivos. Un viaje a Italia. Un viaje a la memoria. Pero un viaje a Italia sin poner los pies en ningún museo. Ni olvidar un cementerio (hay personas, confieso que soy una de ellas, que sienten una atracción especial por los cementerios).

Una mañana, mientras se hace el café, la narradora se asoma al balcón y ve cómo el pueblo se va despertando poco a poco. Un día y otro día y otro día. Ve cómo se van abriendo las ventanas. Cómo un camión de la basura recula por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercan los contenedores y los vacían en el colector. El ruido de la cafetera la reclama y mientras desayuna escribe, no quiere que se le olvide: Desde el balcón, veía cómo despertaba transformándose en un mundo de juguete: movidas por dedos invisibles, se abrían las ventanas; un camión de la basura reculaba por las callejas, y pequeñas figuras con chalecos reflectantes acercaban los contenedores y los vaciaban en el colector. Anota lo que hace cada día nada más hacerlo. Anota lo que ve, anota lo que oye, lo que piensa, lo que recuerda, anota incluso las cosas que no ve y cuya existencia sospecha. El paisaje, el pueblo, la casa de la colina, el cementerio, depende desde dónde se los mire, componen un cuadro diferente. El mismo cuadro, pero diferente. Describe los gestos de la vida, los gritos, las conversaciones, los silencios, las miradas. Describe los paisajes, cambiantes según las estaciones. Y los sueños. Los recuerdos y los sueños, que tantos hombres y mujeres desdeñan. Los sueños que tantas cosas dicen a quien sabe escuchar, a quien sabe escucharse.

La narradora observa, nombra, describe lo que ve, pero muchas veces ignora qué significa lo que ve. Entonces recurre a la duda, a la sospecha, al lenguaje en el que se expresa lo inexpresable, lo inefable, y escribe quizá, la palabra quizá. Quizá se tratara de un rito…, quizá la foto se tomó en Olevano…, quizá le gustaba apoyarse en el marco de la puerta…, quizá la escena se repetía…, quizá subía por el sendero…, quizá le faltaba valor. O tal vez. O al parecer. O posiblemente.

Y nos preguntamos una vez más: ¿qué es lo que hace que estas páginas, escritas por una mujer que viaja sola, nos emocionen tanto? ¿Quién es Esther Kinsky? ¿Quién es la autora de este emocionante y poético libro? Nacida en 1956, en Renania, poeta y traductora del polaco, el inglés y el ruso, le han bastado dos novelas, tan premiadas como traducidas a otras lenguas, para ocupar un lugar de excepción en la literatura alemana. 

Arboleda es quizá una novela. O tal vez. O al parecer. Poco importa. Una novela del territorio reza enigmático el subtítulo. Pero una novela que no se atiene a las características (servidumbres) tradicionales del género (¿y por qué habría de hacerlo?). Una novela sin personajes estrictamente hablando, pero con personas, personas anónimas,  algunas están muertas (morti) y otras vivas (vii). Y entre las muertas, algunas siguen vivas en nuestra memoria. Mientras alguien te recuerde, no estás muerto, reza un lugar común poco consolador. Pero los recuerdos no se fijan para siempre, ni se fijan de una vez. Cada vez que acuden a la memoria (¿por qué esos y no otros?) son recuerdos distintos. Los mismos pero distintos. De manera que Arboleda es y no es una novela, una novela sin argumento, sin trama, sin desenlace. En pocas palabras: un libro bellísimo que no se parece a ningún otro.

Declinaba el sol, el cielo se enarcaba en capas de naranja, rojo, púrpura y lila sobre aquel paisaje cuyas superficies de agua reflejaban los colores perfilados por unas líneas terrestres cada vez más negras […] Oí unas cercetas comunes al otro lado del estanque, unas avefrías a lo lejos y, después, unos martinetes.

Me dispuse a partir. En los últimos paseos traté de grabarme lo que había visto a diario en aquel lugar: las aguas con las estrechas franjas de tierra en medio; las líneas que los pájaros trazaban en el cielo sobre el paisaje; los colores de las ruinosas construcciones de ladrillo a la luz cambiante; las pálidas cañas del carrizo; las garzas serenas, la inercia invernal de los flamencos y el quieto cortejo de los camiones.  Se acerca el final. Hay que volver. Hay que volver aunque nadie nos esté esperando. Todo vuelve. Todo acaba por volver. Todo menos nosotros.

 

Esther Kinsky, Arboleda. Una novela del territorio, trad. de Richard Gross, Cáceres, Periférica, 2021.

           

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

29 de septiembre de 2023

La ciencia ficción es la proyección verosímil del presente, lo demás es fantasía. Es la diferencia que existe, por ejemplo, entre las sagas galácticas de Lucas y la de Star Trek, porque este género no abandona la especulación científica. Un sollozo del fin del mundo es ciencia ficción, incluso podríamos afirmar que es una crónica del más que inquietante presente bajo la apariencia de ese género futurible. Jameson, en un libro que ahora citaremos, va incluso más allá: “El presente no deja, de hecho, de ser un pasado, aunque su destino demuestre ser las maravillas tecnológicas de Verne o, por el contrario, los autómatas destartalos y tullidos del futuro próximo de P.K. Dick” (2009: 343).

Para hacer verosímil narrativamente este reto Matías Escalera, consagrado poeta y avezado contador, ha orquestado un collage de múltiples voces narrativas conformado por diálogos contados por personajes, documentos leídos, excursos reflexivos, etc. Todo ello amasado en una “focalización 0”, eso que antes de la narratología contemporánea se llamaba con un ese oxímoron denominado “narración objetiva”. Escalera abanica, embraga y desembraga con singular maestría ese abanico de voces narrativas -con algunas “focalizaciones internas homodiegéticas,” es decir, puntos de vista subjetivos- y documentos que resultan estimulantes para un lector con vocación de recreador, especie en peligro de extinción desde que los técnicos de la mercadotecnia tomaron al asalto las editoriales.

En su novela precedente, Un mar invisible (Isla Varia, 2009) el autor madrileño había desplegado una maquinaria narrativa de gran complejidad, nada complaciente, hermética y alineada con una vanguardia sin complejos que entroncaba con los experimentos (¿olvidados, denostados, varados?) de la década prodigiosa. Escalera escribe con precisión, con una pertinencia muy cervantina -algo se pega viviendo en Alcalá-, quizá con un abuso de los puntos suspensivos que ya se atisbaba en su anterior novela. Escritor y poeta, domina el lenguaje y su ritmo, por lo que la lectura de Un sollozo es experiencia tan gozosa en lo literario como inquietante en lo temático. Estamos ante una apuesta valiente, temeraria incluso, en estos tiempos de involución sociopolítica y también, y no es menos grave, estética. Este aullido del fin del mundo, que lo es literal y figuradamente, está orquestado con vocación más posibilista en su escritura, menos hermética y menos aparentemente caótica, si bien sigue siendo una necesaria rara avis en un panorama de “ficción especulativa” -ahí la encuadra el prologuista Alberto García Teresa- profuso en producción, pero más bien convencional en la novelística hoy publicada con bulimia incontrolada. De nuevo aquí este enfant terrible sesentero/sesentón ensaya una escritura del caos posmoderno, una alegoría del naufragio de ideologías y grandes relatos que anunciaran -quedándose cortos tras el advenimiento de la cultura digital participativa- Vattimo, Lyotard o Jameson.

Precisamente el libro del último pensador citado, Arqueologías del futuro. El deseo llamado utopía y otras aproximaciones a la ciencia ficción (Akal, 2009), hace una lúcida introspección en este género contemporáneo que no puede ser nunca neutral: “nuestras imágenes de la utopía, todas las posibles imágenes de la utopía, siempre serán ideológicas y estarán distorsionadas por un punto de vista que no puede corregirse o ni siquiera explicarse, como cuando observamos que éste o aquél utópico tal vez no se diese cuenta de las evoluciones sociales más recientes” (pag. 210). Escalera es muy consciente de esa imposible equidistancia, por eso asume el punto de vista ideológico que le caracteriza, en sintonía con Jameson, de un posmodernismo crítico, alineado con el pensamiento de la izquierda altersistémica. Muchos de los acuciantes problemas que observamos desde esta óptica hoy día aparecen contados en proyección futurística: el desmontaje del Welfare State, el abismo creciente de la desigualdad a favor de una oligarquía financiera, el acorralamiento, cuando no derrota, de la cultura del común y, sobre todo y ante todo, el desastre ecológico que comenzó con el calentamiento, continuó con la crisis climática y camina hacia un Armagedón imprevisible e imparable. Ese desastre solo puede ser conjurado por una fuga mundi, por una respuesta espiritual como la de los monjes que la emprendieron durante el Bajo Imperio romano, justo en otra antesala del Apocalipsis. En esta novela lucen los resistentes conectados en redes blockchain (como los del enclave alpino autogestionado Rojaba-Detroit), convertidos en verdaderos protagonistas. Klein, Saúl, Gersak y sus abuelos, que le enseñaron el camino de esa rebeldía, parecen ser el único rayo de esperanza ante la gran catástrofe que avanza inexorable. No falta el humor en medio de la amenaza -hay hasta una cardenal llamada Marie Claire-. Y es que el mundo actual, el del 2023, se percibe ya como un gran sinsentido que en el 2053, el año en que el autor sería centenario, llegaría a un punto de no retorno. Es el momento vórtice: o rebelión o desaparición. De aquellos polvos...

 

Matías Escalera. Un sollozo del fin del mundo. Madrid, 2023, Kaótica Libros.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Hernández Ruiz

29 de septiembre de 2023

Acaba de publicarse en castellano esta recopilación de ensayos que Zadie Smith, londinense del 75, escribió entre 2008 y 2016, durante los dos mandatos del presidente estadounidense Barack Obama.  La autora de Dientes Blancos nos lo recuerda en el prólogo con el fin de que los leamos con esa perspectiva en mente, pertenecen al pasado, si bien no se trata de un pasado lejano, pero pasado al fin y al cabo. Durante esos años vivió a caballo entre el Reino Unido y Estados Unidos, donde se instaló en Nueva York por motivos laborales para no desaprovechar la ocasión de compaginar su labor como profesora de escritura creativa en la New York University  con la de activista comprometida en pro de los derechos de las mujeres, por un lado, y sobre todo con la de defensora del multiculturalismo como motor social de las comunidades en las que más profundamente asentado está, digamos Londres y Nueva York.

Estos ensayos se escribieron, por lo tanto, a ambos lados del Atlántico y algunos de ellos vieron la luz en prestigiosos medios como Harper’s, The New Yorker  o The New York Review of Books.  Pero aun perteneciendo a la década pasada no podemos decir que hayan perdido su frescura, ni mucho menos, toda vez que los temas de los que la mayoría de ellos tratan son atemporales, como el arte, la literatura, los sentimientos o las relaciones personales.  La obra está dividida en cinco secciones cuyos títulos revelan el contenido de los ensayos de cada una. Así, “En la galería” recoge críticas, concienzudas y puntillosas, de diferentes obras de arte, esculturas y pinturas.  Por su parte “En la estantería” nos ofrece reseñas literarias, y “Entre el público” nos permite conocer la agudeza con la que Zadie Smith visiona distintas películas. Los ensayos de la primera sección, “En el mundo”, abordan temas universales como el cambio climático o el multiculturalismo junto con otros más locales, como el Brexit, e incluso una reflexión desde la distancia sobre su novela NW London publicada en 2012.  En la última sección, quizá la más intimista y cuyo título es el mismo que el de la obra que hoy nos ocupa, se mezclan consideraciones de la autora sobre experiencias propias o familiares.

Zadie Smith habla mucho sobre sí misma, sobre su familia y sobre Willesden, el barrio del noroeste de Londres en el que se crió y del que le cuesta horrores despegarse. El vecindario donde todavía reside su madre y al que vuelve no solo de visita.  Comprometida con la defensa de uno de los iconos culturales del mismo, su biblioteca pública, no duda en ponerse prácticamente al frente del colectivo que pelea para que no sucumba a la piqueta de la brutal especulación inmobiliaria que regía, y rige, en la capital del Reino Unido.  Como tampoco duda en postularse como activa defensora del medio ambiente, preguntándose varias veces en sus textos “¿qué hemos hecho?” “¿qué podemos hacer?”  Dos preguntas que tienen la misma validez intelectual cuando aborda el tema del multiculturalismo y que son claro reflejo de desesperación incrédula cuando las utiliza para hablar del abismo que se abre a sus pies ante la terrible perspectiva de un Reino Unido post  Brexit.

Y de nuevo Willesden para reivindicar su barrio como el ambiente ideal para criar a sus hijos. De hecho tiene casa alquilada allí, y para predicar con el ejemplo es en Willesden donde vive cuando periódicamente regresa a Londres. Zadie Smith, defensora de la tolerancia y de la permeabilidad, critica abiertamente el paternalismo fariseo de los blancos y propugna la militancia activa para conseguir la igualdad real. Si bien en su etapa universitaria luchó desde una perspectiva casi exclusivamente feminista, después de casi treinta años amplía su compromiso y lo dirige hacia la negritud, así en general, porque está convencida de que la hipocresía ciega cada vez a más personas. En varios ensayos se cuestiona incluso el concepto mismo de negritud. Preguntas y más preguntas. ¿Y los birraciales como ella misma, hija de jamaicana negra descendiente de esclavos y británico blanco? ¿Y los cuarterones como sus propios hijos, fruto de su matrimonio con un blanco norirlandés?  La raza es “la lente a través de la que todo se ve”, dice en voz alta Zadie Smith, que lo sabe bien porque lleva casi tres décadas dando explicaciones. Demasiado tiempo para conseguir que se le considere una intelectual británica, no una intelectual británica de color.

En definitiva, Con total libertad pone al descubierto un perfil desconocido de esta grande de la literatura inglesa contemporánea, el de ensayista. Sin embargo, ya en 2011 se tradujo al español otra colección titulada Cambiar de idea, y durante los primeros meses de la pandemia escribió seis ensayos que acaban de ver la luz  bajo el título de Contemplaciones. Si se trata de una nueva dirección en su profusa producción escrita o no, ya lo veremos. Pero de algo estamos seguros, su compromiso con las causas en las que cree va a seguir impregnando su obra futura, sea de ficción o no.

 

Zadie Smith, Con total libertad, Barcelona, Salamandra, 2021.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Villel

22 de septiembre de 2023

No nos sorprende el excepcional enfoque social y literario que Abdul Hadi Sadoun (Bagdad, Irak, 1968) nos ofrece en este libro, Escribir con eñe. Otros poetas en español (Olifante, 2023). Este escritor iraquí, afincado en España desde hace más de dos décadas, se ha ganado a pulso su condición de hispanista. No todos los escritores nacidos en España cuentan en su haber con la admirable trayectoria de Abdul Hadi Sadoun ni han escudriñado tanto en los diferentes latidos que la literatura española ha dejado a lo largo de su historia.

Lejos de centrarse exclusivamente en la proyección de su propia obra, que es intensa y extensa, y en la que ha ido confluyendo la poesía, la narrativa y el ensayo, Abdul Hadi Sadoun ha ido dejando tras de sí un campo sembrado de investigación rigurosa y de estudios centrados en escritores concretos (en el ámbito de la narrativa o la poesía) o movimientos literarios cuya trascendencia ha traspasado fronteras hasta la cultura árabe, a cuya lengua ha dado a conocer innumerables autores españoles. Y a la inversa, este incansable estudioso de la literatura ha traído hasta nuestra cultura y en nuestra lengua a numerosos poetas de origen árabe que hemos agradecido conocer por medio de las traducciones que este escritor iraquí ha ido desarrollando y por las cuales nos permite conocer voces que merecen ser atendidas y conocidas en el contexto de la poesía actual, sin tener en cuenta las fronteras.

En esta ocasión, Abdul Hadi Sadoun se ha propuesto, con éxito, acercarnos a los poetas que, sin haber nacido en España, han elegido nuestro idioma como alternativa de expresión para sus creaciones poéticas. Escribir con eñe. Otros poetas en español, supone un interesante y revelador trabajo sobre las múltiples razones que han propiciado que escritores nacidos fuera de España hayan optado por expresarse literariamente en español. Para ello, ha seleccionado a 18 poetas que, según apunta el autor en su prólogo, “destacan, no sólo las voces magrebíes, sino otras voces de diferentes culturas y generaciones, un grupo de poetas del Oriente árabe, África y países de Europa que se han convertido en un signo distintivo de la nueva escritura en lengua española”. Son, sigue apuntando el autor del libro, “18 poetas de diferentes países que han elegido el español como idioma común o compartido con su lengua materna para escribir y manifestarse poéticamente”.

Todos los poetas seleccionados en este libro debían cumplir tres requisitos: que incluyeran poemas escritos directamente en castellano, que hayan sido publicados en un libro, antología o inéditos y una última condición, la más significativa para contextualizar el libro. Debían responder todos a la pregunta: ¿Por qué escribo en otra lengua (el español) que no es mi lengua materna?

Uno tras otro, los 18 poetas, originarios de Bulgaria, Escocia, India, Italia, Irak, Irán, Nueva Zelanda, Malí, Marruecos, Polonia, Portugal, Serbia, Rumanía, Túnez y USA,  fueron respondiendo a los tres apartados y ante la pregunta requerida por el autor del libro surgen múltiples razones para justificar el uso del español como lengua adoptiva para crear. Resulta sumamente interesante adentrarse en las 18 razones de estos poetas. Lo más  que llama la atención en la mayoría de ellos es su inclinación por llegar a ser capaces de “pensar en español”. ¿Cómo se consigue, realmente, pensar en un idioma que no es el nuestro originariamente? ¿Qué significa pensar desde un idioma? ¿Hay una forma de pensar en inglés, árabe, italiano o español? ¿Hay algún rasgo distintivo que tengamos que tener en cuenta para pensar desde un idioma determinado? ¿Cuáles son esos rasgos?

Entre los poetas seleccionados en este libro, Lawrence Schimel (USA, 1971), nos revela que un poema (“Sida y vuelta”) que ha compuesto en español lo considera intraducible al inglés. La razón que expone es que pensaba en castellano. Tal vez ayude a entender esta afirmación si partimos de que este autor vive en España, pero cabría preguntarse si sería diferente si viviera fuera de nuestro país. Y en medio de esta perspectiva, otros poetas del libro que nos ocupa coinciden en que escriben en el idioma en el que piensan. La poeta serbia Nikodim- Divna Nikolic lo confirma al decir: “Normalmente pienso en castellano”.

En algunas ocasiones, siguiendo con los poetas incluidos en este libro, optar por expresarse poéticamente en castellano responde a una razón humana o social, incluso de tintes históricos. La poeta italiana Stefania Di Leo (1976), recurre a una respuesta personal, unida a sus sentimientos de añoranza por el idioma español que para ella es “memoria de mi historia, es recuerdo vivo de España”. Esta poeta, personalmente vinculada a su estancia en nuestro país, guarda un sentimiento de simbiosis entre su idioma y el español. De ahí que diga que “el castellano es un idioma con el que sueño todavía, del que oigo el ritmo, parecido al ruido de mis pasos mientras alcanzo la universidad Complutense o mientras ando por las calles vallisoletanas”.

Por su parte, la poeta iraquí Bahira Abdulatif Yasin (1957) ve en el uso del español un  instrumento de expresión, una razón social, a la vez que humana y personal, que hace que su respuesta sea reveladora y sumamente interesante. Esta poeta ve en la lengua “una seña de identidad esencial, especial para una persona exiliada”. En este caso la posibilidad de poder expresarse en otro idioma (el español), supone una tabla de salvación para enfrentarse a la opresión y el idioma adoptivo (en este caso el español), se convierte en fuente de libertad o liberación de los sentimientos. De ahí que esta poeta iraquí afirme: “Escribir en español empezó, en mi caso, como necesidad urgente para poder tender puentes con la sociedad española y su cultura, para defender mi estatus como mujer iraquí, cuya memoria continúa habitada por el dolor, la muerte y también por las ganas de vivir y crear”. Creemos que nada se puede añadir  a estas sentidas palabras.

Todos los poetas seleccionados en el libro guardan una razón de peso para justificar el uso del español en sus creaciones, como segundo idioma o idioma entrecruzado con el materno por lazos inquebrantables. Incluso algún poeta, como es el caso de Ismaël Diadié Haïdara (Malí, 1957), va más allá de su vinculación estética o sentimental con el español, es algo más que adoptar nuestro idioma como instrumento poético. Para él, concretamente, supone un vínculo que le hace recuperar su pasado y el español se convierte, entonces, en un soporte de carácter histórico. Llegó al castellano como fuente de sus antepasados, junto al árabe. Resulta conmovedor su afirmación: “Volver al castellano es en cierta manera reconquistar lo que mis antepasados perdieron, reencontrarme con mis raíces”.

No falta la opinión de otros poetas que han visto en el castellano la forma de acercarse a los grandes autores de nuestra literatura, conocerles en su lengua y pensar desde el español, sin intermediarios lingüísticos. Es ésta una razón que se repite y desarrolla en los últimos tiempos, porque no hay mejor forma de conocer y adentrarse en la obra de un autor que hacerlo en su mismo idioma. Para la poeta marroquí Lamiae El Amrani (1980), crear en otro idioma (el español) va más allá de un interés literario. Para ella, escribir en español “ha ampliado los horizontes de mi lenguaje y la capacidad de trazar y construir nuevos caminos para reconocernos en el otro, para crear lazos y acercarnos a esos sentimientos universales que sólo se consiguen cuando creamos espacios comunes, donde nos podemos mirar con tolerancia y podemos coexistir en libertad”.

Creemos que no podríamos contar con mejor colofón para terminar estas palabras que sumarnos a esta cita de Lamie El Amrani. Y tras una síntesis de las observaciones de algunos poetas de Escribir con eñe. Otros poetas en español, resulta necesario felicitar a Abdul Hadi Sadoun por ayudarnos a acercarnos, una vez más, a Letras y palabras de otras culturas y un mismo sentir.


Escribir con eñe (Otros poetas en español), ed. Abdul Hadi Sadoun, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Cecilia Álvarez

18 de septiembre de 2023

Pese a las apariencias, Marwan Landulsi (Ezzahara, Túnez, 1430 de la hégira) no es un heterónimo, ni siquiera un pseudónimo de Fernando Andú (Zaragoza, barrio del Arrabal, 1965, año cristiano o globalizador...). Son la misma persona, aunque sin la complejidad trinitaria. Marwan, si acaso, resulta un producto de su amor (en todas las variantes) por la cultura musulmana (quizá mejor oriental) y, en su mayor parte, de sus aspectos más heterodoxos. Eso sí, con feliz sincretismo o imbricación con el mundo occidental del que procede el saraqustí, tanto en sus elementos clásicos como en los vanguardistas. Cómo, si no, mostrar los antecedentes del autor del poemario reseñado. Aunque siempre se podría inventar una historia romántica y sugerente...

Después de varias incursiones líricas en pequeños libros (La sangre y los alerces, 1989; En otros términos, 1992; Invenciones de las cárceles, 2002 y Diferencias, 2013), Andú/Landulsi –y tras su acostumbrada gestación decenal– nos regala Noticia de Abu-l-Alá, que sigue la estética de su anterior volumen, pero con diferencias notables. Exquisita autoedición realizada mediante micromecenazgo, donde se demuestra que la calidad literaria no está reñida con lo no comercial, tristes voces aparte. Qué mejor cosa que convocar (o invocar) Marwan/Fernando a un grupo de amigos y familiares para pasar unos buenos momentos. A eso lo denominaría vitalidad.

Simple, pero de una estética ejemplar, la portada y la tipografía del volumen, atractivo a primera vista. El autor, así como Álvaro Santamaría en lo artístico y Bárbara Solans en lo técnico, nos ofrecen un libro ya agradable en su presentación física. La ilustración de portada, que puede representar tanto unas ventanas o puertas árabes desde las que se mira (o accede) al mundo como lápidas verticales de una maqbara musulmana, nos marca el tono contradictorio del mensaje poético con el que nos vamos a encontrar.

Mas también es sorprendente su interior. Escoltando la parte propiamente lírica de Landulsi/Andú (nótese cómo en el apellido del primero está incluido el del segundo, casualidad o no), hay como delantal una biografía ejemplar de Abu-l-Alá y, en la coda, unas «Correspondencias». La primera nos noticia (en su acepción de «conocimiento») sobre la vida del sabio y poeta sirio Abu-l-Alá. Nótese cómo su cronología hace referencia al calendario musulmán y no al cristiano. Dicha biografía debe mucho a las clásicas grecolatinas (Plutarco, Diógenes Laercio...), pero más a las escritas, en el ámbito oriental, acerca de eruditos, cadíes o alfaquíes, verdaderos eslabones de la cadena cultural islámica del saber. De lo que no cabe duda es de la pericia con la prosa –y no sólo con la poesía– de Andú/Landulsi (tanto monta...), conjunción de utilidad y deleite y con la cual algún día seguramente nos sorprenderá. En cuanto a las «Correspondencias», escritas en pleno proceso de edición de la obra, ya el título es ambiguo y se refiere tanto al intercambio epistolar, casi lúdico, entre José Ignacio de Diego, Marwan Landulsi y Fernando Andú como a una auténtica poética sobre el texto, en la que se nos dan pistas sobre el cuerpo central del poemario. Interesantes sus disquisiciones sobre influencias, pero ejemplares las que versan sobre la traducción de obras literarias a otros idiomas, si conviene realizarlas sobre la letra o el espíritu. Correspondencias estas que añaden cierta viveza al acto literario. Otra literatura es posible, no sólo la de los «valores seguros» de las grandes editoriales. Y de nuevo una excelente prosa entre los corresponsales, que deviene buen texto creativo.

Penetremos en el poemario propiamente dicho, centro (o laberinto) del volumen. Si en Diferencias  el poeta Andú nos ofrecía 24 composiciones englobadas en cuatro grupos de seis poemas, en la Noticia... de Landulsi hay una complicación estructural algo mayor escalonada en ascenso (aunque tampoco hay que descartar el descenso, ambos iluminadores). A una «Invocación» inicial le suceden 36 poemas divididos en seis partes («Gentes», «Trabajos días», «Razón», «Imperativas», «Las visiones» y «Lo indecible»), con seis poesías cada una de ellas. Epígrafes los enumerados rotulados en rojo, lo cual no es casualidad si leemos la inicial noticia biográfica de Abu-l-Ala. Los dos primeros y los dos últimos concluyen con frases exentas, genuinos objets trouvés añadidos por el poeta, tres de ellos con sabor arcaico: vanguardia y tradición aunadas. Las dos partes centrales semejan la bisagra de la obra: ninguna de sus composiciones lleva título –como sí sucede en los cuatro grupos mencionados– y para colmo conllevan una problemática especular. En «Razón» habla el autor, mientras «Imperativas» es una traducción de pensamientos poéticos de Abu-l-Alá. ¿Apropiacionismo? Léanse para el tema las amenas «Correspondencias» acerca del volcar un lenguaje en otro.

Andulsi/Andú prosigue (en singular) con muchas de sus temáticas presentes en anteriores obras. La progresión de lo críptico a lo evocativo es patente, ganando en clásica claridad, casi horaciana o virgiliana. Algunas de las poesías de Diferencias están conectadas con las de Noticia… Verbigracia, el mundo de las cárceles (sean interiores o exteriores), ya presentes en el piranesiano grabado en la contraportada del temprano La sangre y los alerces, incluso autoimpuestas, como la del propio Abu-l-Ala, verdadera metáfora universal. La desolación de los paisajes (tanto externos como personales), existenciales y esencialistas a la vez: mares, desiertos, cielos que no amparan, tierra difícil agotada y de cultivo agotador, la flora silvestre dominando a la cultivada. Pasados arcaicos en ruina, pero también descomposición presente. Nomadeos y errancias, pero también difíciles y problemáticos arraigos infructuosos. Una claridad léxica la del poeta que intenta organizar el caos primigenio producido por «la tenebrosa / chispa del eslabón» evocada por el sabio sirio, genuino big bang de todo. Aunque la ruina es casi poetizada por Marwan/Fernando con cierta delectación, que recuerda a la descripción de nuestros noventayochistas —o, con más propiedad, a la romántica con regusto ruskiniano— apreciando una belleza casi majestuosa en la decadencia. Como demuestra su último poema, «Plenitud», «avenirse / a lo que hay» (pág. 43). A paisajes desolados, versos bellos, que pueden ser recitados de manera diferente, pero siempre satisfactoria, por cada lector, que es soberano auténtico creador de los valores artísticos. El crítico «habla / por boca de ganso» (parafraseando los versos finales del poema «Tierra», pág. 18), y ésta no es excepción, como inseguro guía stalker hacia la habitación de Abu-l-Ala. O hacia la poesía de Andú/Landulsi.

Interesantes ciertos versos de nuestro libro «¿te dibujan/ un centro? / propón tú / el laberinto» (pág. 42). Aunque ya se sabe, hay centros dibujados que devienen auténticos y enmarañados laberintos. Libros sagrados (de los cuales encontramos numerosas referencias esparcidas por la obra) y farragosos códigos legislativos (cuyos conceptos proceden muchas veces de escritos religiosos) lo demuestran. Contradicciones vitales. O «en esta tierra / donde se halla la razón / no encontraréis la fe» (pág. 52). Enigmáticos versos del nacido en Ma´arrat que propone lo imposible. Ya no hay Romas a las que Persiles y Sigismunda se dirijan en su nomadeo. Es lo que hay. Visto lo cual, el crítico no impondrá centro alguno en la reseña...

El léxico de Landulsi/Andú registra palabras arcaicas casi olvidadas (aunque no hace demasiado tiempo usadas) de antiguos mundos agrícolas, así como estratos arqueológicos fragmentados («la mansión / derruida por el río // lascas / huesos / esquirlas / en torno a ella»), en «Plenitud», pág. 74. Ocurre lo mismo con la cerámica y alfarería. Auténtica Historia Antigua de anteayer. Espiritualidad y mística aproximada, pero a ras de tierra, donde los muertos. También hay ecos sociales, casi evocando al gran César Vallejo, en los poemas de «Gentes», y una gran presencia del agua, necesaria y destructora, pero también elemento de toda lírica amorosa que se precie. Planto fúnebre por el hombre («el golpe / en la sien / al que aguardo // el recuerdo / de quien seré», pág. 64). La temática es inagotable. Y la experiencia lectora, motivadora. A la poesía de Andú/Landulsi no le sobra ni falta punto ni coma. Ni falta que hacen. Poesía redonda, vitalista y sobrecogedora. Ejemplo de ello, los versos de «Faena»: «a golpe de azada // pozos sin fondo / cavo // como adobe / surjo / del fango // levanto / muros de cal / viva // me tumbo / y muero» (pág. 30). O el genial e irrepetible «Broza», casi apocalíptico en los campos del Señor: «arranco / de cuajo / la maleza) // en este cardizal // no hay hoz mejor / que este brazo / para trabajar la muerte» (pág. 32). Si así seguimos, reproducimos todo el libro...

Paseos los de Andú/Landulsi con regusto rousseauniano, pero con las iluminaciones (¿serán chispas del tenebroso eslabón?) de Benjamin. O flaneurismo de caminante o peregrino ante las epigrafías mortuorias clásicas. Hacia una renovada ilustración-romántica: lector, atrévete a leer este completito mundo.

Y esperaremos nuevas creaciones de Andú/Landulsi, así pasen diez años más. Su calidad lo hacen merecedor del amán...

 

Marwan Landulsi, Noticia de Abu-l-Alá, 2023, 111 páginas, edición del autor. ISBN 978-84-09-50798-6.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús-Sebastián Carrera Lacleta

8 de septiembre de 2023

Nueve son los pájaros, según el ritual del curandero de Goizueta, necesarios para la sanación: “Los pájaros son nueve, nueve son ocho, ocho son siete, siete son seis... dos son uno, los pájaros son uno, los pájaros no son uno, que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo curen a este uno”. Los pájaros nunca han gobernado el mundo, sino los seres humanos, pero su presencia, haciendo piruetas en el aire o dando pequeños saltos en la tierra, ha llamado la atención, y concitado un sinfín de interrogantes. Preguntar es dar asiento a la duda. Responder no es, que yo sepa, labor de la poesía. El pájaro, símbolo de la ligereza y levedad, dejó de ser símbolo poético. Recordad a Gamoneda y su “Paisaje con pájaros amarillos”. Que Tere Irastortza recupere una tradición en declive, como casi todo lo que se enfrenta a la naturaleza humana, es motivo de gozo.

Tere Irastortza publicó su primer libro de poemas en 1980, Gabeziak/ Carencias. Han pasado, pues, más de cuarenta años desde entonces. La privación era uno de sus motivos, uno de sus referentes, uno de sus asideros poéticos. Se puede comprender, o podemos comprender, siguiendo nuestro instinto, que el concepto de privación nos remita al del tiempo. La carencia es un vacío en el presente, un hueco en el devenir, un puño cerrado en la memoria. Cabe preguntarse asimismo si alguna vez tendrá fin, o si es la continuación de un vacío existencial, algo que tampoco tuvo inicio. La carencia se acompaña de otros conceptos interrelacionados: silencio, desnudez, oscuridad, ceguera, tristeza.

La realidad de un pájaro, sin embargo, es física. Los sentidos son conscientes: la vista que identifica al ave; el oído que escucha el canto; el tacto, cuando se deja atrapar, y se siente la blandura de un cuerpo pequeño, caliente, tenso y agitado. He aquí una muestra de la autora: “Aunque haya visto las ramas desnudas en el otoño más veces que a los petirrojos posados en ellas, puedo describir con mayor soltura al pájaro: cuello rojo, ojo redondo, pico muy abierto... Pero no encuentro la palabra adecuada para ese liquen de la rama que oscila entre el verde y el amarillo: Lo que indica mi falta de intención, al observar la naturaleza”.

Creo que escribir es abrir las puertas y los candados que impiden de forma natural acceder a nuestro interior y dejar salir a lo que se ha guardado o, simplemente, se ha escondido y ha permanecido allí, al abrigo de lo ajeno. La poesía, en efecto, es fluidez: las palabras que van y vienen, el silencio que desaparece, pájaros asustados que alzan el vuelo, cuando atisban un espacio de donde huir y transformarse. La dimensión de este último libro de Tere Irastortza es espacial. Busca fundar y refundar el mundo, construirlo desde las cenizas, desde las ruinas de algo que fue memorable. No trata de suplir ausencias, de llenar vacíos, sino de extenderse por los lugares que aún sobreviven, no en el apartamento de la memoria, sino en el refugio endeble y delicado del lenguaje. De ahí la obsesión por las palabras, sobre su significado, sobre su origen, previendo quizás que, igual que lo que nos rodea, tengan su fecha de caducidad. Hay en Tere Irastortza un intento de redención de la lengua y, también, de asumir su propia existencia. Cuando muere un ave, se produce tal conmoción en el cielo, que el aire se calma y el viento enmudece. Cuando muere un animal, la tierra se contrae y la inquietud se extiende, como un temblor que agita las ramas de los árboles, y palidecen las rosas y los claveles lloran lágrimas perfumadas de aroma de estrellas. Cuando muere un ser humano, el mundo se agrieta y se rompe en algún lugar, las olas se repliegan y el mar se rebela, lanzando espuma por su boca. Cuando muere una palabra, las montañas se envuelven en niebla, la arena se lamenta y la tierra ennegrece.

Es poeta de su tiempo: quiero decir que es poeta del aquí y del ahora. El ser humano tiende al tiempo, o al no-tiempo, al tiempo sin tiempo, porque no es consciente de sus límites. Pero la poeta que observa a los pájaros siempre va en dirección contraria, siguiendo las huellas que las aves van dejando en el cielo, siguiendo el curso de las palabras en el texto amplio de la escritura –que no es otro que el de la vida–, siguiendo al tiempo hasta su extenuación.

Volar ya no es atributo de aves y pájaros. Vuelan las nubes: aparecen y, en un instante, ya no están. Vuelan los sueños. Si no se repiten es buena señal, si lo hacen se convierten en pesadilla. Vuelan las palabras en este retrato de la fugacidad y de la alegría.

 

Tere Irastortza Garmendia, Son nueve, los pájaros, Zaragoza, Olifante, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Felipe Juaristi

8 de septiembre de 2023

La acción es el frío es —tras Humus (Eclipsados, 2008) y Malpaís (La Isla de Siltolá, 2015)— un paso más en la obra poética de Alfredo Saldaña en la búsqueda de un yo que camina en la dirección hacia una mirada que requiere una contraescritura de otras lecturas más libres de la realidad. Se viaja a través del desierto de la verdad, siguiendo una contra-dirección. En este poemario hay además un sentido existencial, ya que se vislumbra lo vital como un camino hacia esa otredad en la que dejamos de ser, porque cada paso en el tiempo implica el alejamiento de nuestro yo, de su identidad del ayer, porque esta es un paso sobre el dejar lo que somos para marchar hacia quienes seremos, y así finalmente llegar al no ser. Somos caminantes y también camino, nos reconocemos en ese viaje por la identidad, siempre en construcción o en deconstrucción, en transformación hacia nuestra mejor otredad: “Vivir es abandonarse, / […] / liberarse / de la biografía al desertar / de ese país imaginario / que es el pasado, soltar lastre, / vencer la gravedad al tocar la luz” (p. 19).

“Invierno” propone diluir la identidad en la corriente, dejar de ser en la nada para ser una brizna de aire, un rayo de sol sobre una hoja, un haz de luz sobre la hierba, la gota del río que va a evaporarse. Es el viaje al centro de la nada, a un origen que sostiene el todo. El fin es el trayecto hacia el origen, el lugar de la muerte, del no ser, el lugar anterior del que provenimos antes de nacer: “Encaramarse a lo alto / de una rama escrita sobre el agua / y dejarse arrastrar con ella / por la corriente / […] / seguir el curso del manantial / hacia la desembocadura / para encontrar el lugar / en donde sea posible / que hasta el centro / se sostenga en un vacío” (p. 29).

“Contradicción” nos recuerda que al mirarse en el espejo de la alteridad podemos ver cómo en el cuerpo de lo visible late el corazón de lo invisible, imagen que conecta con la idea de lo oculto a la percepción, esa realidad invisible, imperceptible al ojo de la razón. Esta, como afirmaban Coleridge y Wordsworth, es vista con el ojo interior, con el de la imaginación:

 

Salir de uno como si se entrara

en el interior de un recinto

amurallado por la luz,

percibir que lo visible

es una carencia

o una tara de lo invisible,

la metáfora imperfecta que oculta

el corazón de otra aseidad.

Ser la señal que no es.

[…]

Si todo fuese afuera,

¿habría ahí lugar para el adentro? (pp. 35-36)

 

¿Quién es el yo? ¿Cuál es piel interna de su otredad? ¿Dónde es posible desnudar su piel de subjetividad aprisionada en la ilusión de la identidad para que quede así el otro que sin ser somos? ¿Ha sido nuestra verdad borrada? Todo el poemario es metaliteratura del existir, o “metaexistencia” del lenguaje, ya que se nombra desde los límites del lenguaje los del existir. El silencio es la epidermis de la idea, de allí surge la verdad otra, de esos sustratos que “sudoran” su vacío, que respiran la ausencia de lo indecible. El sentido es la piel externa, pero se ansía alcanzar aquello que queda más allá del lenguaje, que subyace en sus profundidades, en el interior del cuerpo del lenguaje, en lo más abisal de su organismo, con el objetivo de explorar “las ideas que están ahí, / ahí mismo, ahí detrás, / sin dejarse ver, desplazadas / hacia los arrabales de la historia, […] / las ideas que están ahí, / a la vuelta de la esquina, / enterradas bajo el lodo del tiempo» (p. 43).

Desnudarse de la piel del lenguaje del yo, acceder al vacío del ego, a su voz otra, al centro de la nada que habita en esa “pre-forma”. Es un viaje de retorno al final que es nuestro origen. Todo esto se alcanza con una expresión de alta potencia filosófica con reminiscencias platónicas al mito caverna. “Salvar la nada” habla de reb(v)elarse en (contra) todo. Ambas ideas, el todo y la nada están juntas, la una como antagónica de la otra. Son las dos caras del mismo vacío. La nada es el silencio anterior al ser, el todo el destino inmaterial del no ser. Este poema abraza ambos conceptos antagónicos. Nos lanza hacia una sugerente aporía, un mar de cosmogonía en el que navegar su universo de misterio:

 

Una palabra que sirva

para desordenar la realidad

o rozar la contingencia

de lo imposible,

para amparar

la lucidez devastadora

de la soledad,

para romper el todo

y así también

salvar la nada. (p. 54)

 

“Una ramita”», hermoso poema simbólico de estética japonesa, haiku, presenta simbólicamente el silencio como un pájaro refugiado del frío, siendo esta sensación térmica, que forma parte del título del poemario, una metáfora recurrente que representa la muerte del ego, su ausencia absoluta y su libertad alcanzada donde el silencio es la nada, la necesidad de acceder a ese vacío trascendental: “Ahí, / en el yermo / ilimitado y blanco / del vacío, / sobre una ramita / a punto de quebrarse / por el peso de la nieve, / donde no hay nada / y es posible / hallarlo todo…” (p. 59).

En esa renuncia de las verdades definitivas, de las máscaras de la identidad que reflejan quienes no somos, podemos ser una otredad más libre, pero se debe auscultar el silencio, la palabra que desde la ausencia diga lo indecible, cuestionar los límites de lo pensable: “Arder en el desaliento de la elipsis, / sofocar su violenta ausencia / y su insoportable temperatura, / […] / Habrá que seguir abismándose / […] / hasta dar con la palabra sin palabra / que franquee la última puerta (p. 61).

La acción es el frío, cuyo título podría entenderse como un oxímoron poético, habla del frío en el que arde el desierto de la otredad. Es la búsqueda mística de un no-lugar, una itinerancia por aquellos caminos libres de lo impuesto, de la construcción fijada con la que hemos creado nuestro relato de la realidad. Falta, como Prometeo, robar a los dioses de la verdad el fuego de la libertad. La piel del incendio que habita en el interior del frío que es también la de la palabra, donde late otra identidad, el corazón de los otros significados que llevan a otros caminos más libres de nuestra alteridad. El yo es el otro, somos todo aquello que podríamos ser. Se debe transitar ese desierto, enfrentarnos a nuestro vacío, caminar por ese interior en el que no hay nada, alcanzar así la iluminación del desierto, su fuego de la verdad, el hielo del silencio, la cálida respuesta del frío del viaje a la alteridad.

 

Jesús Soria Caro

Alfredo Saldaña, La acción es el frío, Zaragoza, Olifante, 2023.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Soria Caro

4 de septiembre de 2023

Celia Carrasco Gil despuntó ya con Entre temporal y frente (Olifante, 2020) y, desde entonces, ha continuado publicando un libro por año —Selvación (Torremozas, 2021; Limos del cielo (Ediciones del 4 de agosto, 2022)— y ha participado en distintas antologías y proyectos artísticos. En 2023 acaba de publicar con Olifante un libro singular, que la distingue: Rupestre. Rugosa portada de color rojo arcilla. Blancas letras de luz. El título Rupestre parece como agarrado a una roca; el blanco rupestre parece lucir lo granado del ocre.

Que, aun así, nadie busque huellas del arte rupestre, figuras esquemáticas adaptadas a los vientres de las grutas, ni descripciones de cavernas. Que nadie busque huellas de dragones ni osos cavernarios, ni  interprete lo rupestre como el lugar donde hibernan humanos de otras eras con rituales mágicos de caza…, aunque el libro esté repleto de maravillosas y deslumbrantes imágenes que una blanca liturgia hace avanzar. Ahora bien, sí se topará con tallos rastreros con voluntad colonizadora, como de fresas o fragarias; sí con raíces, rizomas, sí con fósiles (vasos, vasijas, botellas, cuencos, odres) y destellos vidriosos que aportan el vigor de las pequeñas flores perennes.

Y es que en el interior del libro, como en el de las grutas, oímos nuestros cuerpos, pues los sentidos, todos, parecen explosionar y nuestras emociones pugnan por buscar las palabras, la oralidad  de un balbuceo, de un gemido, de un suspiro que aflora del silencio; tal vez, porque esa oralidad que ocupa nuestros instintos enmudecidos, solo puede ser vertida como poesía, que impulsa el aliento y sopla para que el susurro atraviese sigilosamente la lógica de lo habitual, aceptado como certero. 

Solo ahondando en las imágenes del libro puede hablarse de la forma, del sentido —que no significado— del libro de Celia Carrasco Gil. Así se han escrito el prólogo y la solapa de Rupestre. El poeta y profesor Alfredo Saldaña en su prólogo presentando racimos de imágenes; y la poeta María Ángeles Pérez López en su atinada solapa acercándose al sentir del adentro y del afuera, según nos guíe la luz, el sonido, el aire, el olfato, ligando lo que se presiente con Rupestre que puede ser considerado un diario de creación.

Podría definirse el estilo como la forma en la que los sonidos, las palabras, la sintaxis y el ritmo pueden ser contenidos en un cuenco (vasija, odre, búcaro…). No es de extrañar que la tensión de un estilo propio requiera de tantas metáforas sobre los útiles que contienen lo líquido, lo gaseoso, lo crudo y lo cocido, el aliento o la sangre, los espacios de secano, los silos o la podre, la boñiga: lo vivo, a veces aparentemente inerte o muerto.

Pero, en cierta manera, el pensamiento de lo moviente sobre el que reflexionara Bergson nos descubre un movimiento imperceptible casi, que es una duración por transformación o vida incombustible. Además la noción del continente es solidaria a la de contenido. Y la autora persigue desde el primer poema los rastros de la vida en espacios ya inhabitados como cavernas, en plantas rastreras que se multiplican por rizomas y estolones, en espacios al aire como secanos y humedales de vida: vida que emerge tanto en grietas, fisuras y bocas como en la tierra negra, el humus, donde concluye el libro y se atisba el verbo, la obra de la lectura y la vida.

El estilo de Rupestre requiere contenidos que surgen de palabras, hiatos, asociaciones de imágenes y brillos. Y en Rupestre las palabras brotan ya desde el primer poema y van expandiéndose, literalmente, poema tras poema, van posicionándose en los poemas consecutivos y en el libro y van estructurando primero cada poema y posteriormente el libro que vierte en el último poema. La primera vez que en Rupestre la voz asoma al texto, la palabra y el lenguaje asoman y balbucean y juegan con lo que se dice y se presiente (nombre/hombre), la palabra anonada o que “a/no/nada” hasta que te detienes o “Te/de/tienes” y el sabor se sabe como “el aire sabe a loriga-gorila-girola-gloria”, así la voz cecea o coquea, se inventa incluso toqueando o troqueando.

En Rupestre la gramática nutre la retórica, pues los nombrados como nombre y verbo no son sino lo aparente de la sustancia, no son sino los núcleos de los sintagmas a las que las imágenes de Celia Carrasco Gil se adhieren. De modo que los verbos no necesitan a menudo de sujetos que actúen y en la primera parte del libro se formulan como infinitivos o con formas personales casi exclusivamente singulares y auto-reflexivos; y mientras los sustantivos o nombres son las apoyaturas de la imagen, lo adjetivo se encarga de amplificar o concretar, adhiriéndose a adjetivos y a otros sustantivos mediante la comparación, la complementación, la derivación, la fusión o la propia vampirización. Eso sí, listos siempre para colonizar cualquier limo, grieta o fisura que atienda a la vida en su momento de creación. Por algo en Rupestre, son las palabras —frente a la voz— a la vez flor, fruto y fragancia, como las fresas.

Y es que el título mismo del libro no es sino un adjetivo, describe una adherencia desde la que la vida busca luz, superando a veces virulentamente lo doliente o nocens del propio nacimiento, adhiriéndose a los sustantivos y verbos, algunas veces brotes, otras simplemente muñones que sostienen el devenir. De modo que no hay un poema que no brille en su página, en su posición en el libro. Fundamentalmente por su factura, por las potentísimas imágenes que vuelven más tarde en otro poema a manifestarse y extender su sentido. Las imágenes surgen de asociaciones de palabras, en sinestésicas percepciones; en las deslumbrantes comparaciones y las metonimias, las palabras, incluso con sentidos fosilizados, ocupan el espacio de la vida, bien con su presencia o bien vampirizando los matices de una antigua.

Diríase que el poema inaugural trata de la tarde de un nacimiento, que hace estallar cristales, que asoma de las aguas primigenias a una luz que deslumbra como un faro, que cuartea la oscuridad como un rayo, que para respirar ha de gritar un verbo que se hace presente, para luego mostrar y marcar con el dedo de un dios-infante lo que todavía es la nada, previa a la propia oralidad, a la voz y a la palabra.

El libro de Celia Carrasco, que en este primer poema empuja a la voz “como a una espina de Verbo en la garganta […] y nada/ en el vacío/ originario”, concluye con el poema “Humus”, en el que “el son, ya armonía es el Nombre, qué opérculo del mundo”.

En el centro se despliega una hermosa pieza titulada “Cántico Es(pi)ritual”, en homenaje a San Juan de la Cruz. Este hermoso poema subtitulado “Canciones entre el Alma y el cuerpo” eclosiona en un libro de poemas en racimo, aparentemente invertebrado donde la autora celebra la vida como movimiento que piensa; celebra no ya lo concedido hasta este momento en el poema, sino lo concebible, lo concebido; celebra el encuentro que atendía a lo común, al futuro, al deseo, al imperativo de lo es(pi)ritual que es ritual amoroso de dos, del esposo y la esposa, del verbo y el alma, de la acción  y lo perenne. Se trata de un poema-ritual alrededor del cual gravita todo el poemario, convirtiéndolo en liturgia compartida. Ya en estos cantares la primera y segunda persona del verbo dialogan, y no son personas auto-reflejas, sino que han urdido el  vals común donde cobran fuerza la primera y segunda persona y el plural, los dos, superando el trauma del nacimiento, de la separación. A partir de estos cantares el verbo-verso se derrama como la vida y “Los sones me embriagan […] / y si acaso se apagan / algo queda vertiendo / un verbo que verbera verdad viendo”. En torno a estos cantares se abren todas las vasijas, vasos, cuellos de botella, odres, ánforas, aljibes: incluso los sepulcros se derraman. Los continentes descubren ya los contenidos perennes, son úteros ya vaciados dispuestos a volver a concebir. En torno a estos cantares bailan los sones, las voces, las palabras. Y el lenguaje se oye, las palabras chocan contra la piedra para trashumar eco y fluyen. A partir de estos cantares se erige la liturgia de la vida, permutando las palabras básicas del poemario.

En cierta manera, el libro en su totalidad, tanto en el nivel fonético, sintáctico como semántico, se desarrolla como una liturgia que busca ramificarse y extenderse, bebiendo de los distintos sentidos de las palabras e imágenes rastreadas en la vida, en una vida a ras de tierra y con sed de luz. En Rupestre, cada poema, además, se ha hecho eco de palabras e imágenes utilizadas previamente. Cada poema ha religado. Tal vez la mística no ha podido nunca trascender con mayor fuerza que con el verso, lo que se vierte, lo que se invierte. “Humus” cierra el libro de Celia con el recurso a la fértil tierra negra, al humus, puro nutriente que retiene el agua del origen, del nacimiento del que surge el humano innombrado en el libro, Adán, el hombre no creado de mujer, el hombre de barro y aliento o lo humano —hominus— que deriva del humus.

Tal vez, Celia Carrasco concibe un poemario rupestre, en una sociedad en la que, relegada la religión, la vida misma no se considera ya perenne. En la contraportada lo granulado es ya humus y luz: “Naciste para costra”. Detente en la grieta, lectora; escucha tu voz, lector.

 

Celia Carrasco Gil, Rupestre, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Irastortza Garmendia

Breton aseguró que en su poesía «vuelve a oírse la voz de Lautréamont, pura, joven, que alimenta el fuego que ha empezado a surgir de mis profundidades»; Ferlinghetti lo calificó de «visionario» y ese himno letárgico de Ginsberg titulado Aullido es deudor de su manera de entender la poesía. Hablamos de Philip Lamantia (1927-2005), puntal beat, gema surrealista, llama mística. Sus versos, proféticos, alucinados, telúricos, apenas han sido traducidos al castellano. Ahora, la editorial Varasek publica en dos tomos una Selección de poemas, con un formidable estudio introductorio a cargo de Vicenç Quera. La poeta y conocedora de la poesía beat Mónica Caldeiro ahonda en la proyección, importancia y eco de este colosal poeta.

 

- Philip Lamantia, ¿se encuadra mejor en el misticismo, el surrealismo o la poesía beat?

- Lamantia es una intersección entre esos tres ejes, aunque me inclinaría por afirmar que, sobre todo, se sitúa entre los dos primeros. No se puede entender a Lamantia sin su influencia surrealista y tampoco sin su misticismo extático. Aun así, me aventuraría a asegurar que en su obra general existe cierta independencia de lo beat, aunque ciertamente viviera esa etapa.

 

“Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad”

- Y en cuanto a modo de vida, ¿encajó el planteamiento beat de ejercitar una constante rebeldía?

- Lo beat es una clara rebelión contra todo lo que significaba la cultura norteamericana en los años cincuenta y el modelo ideal de vida estable, vivienda en las afueras y familia nuclear. Lo beat es la antítesis de un modo de vida dictado por la sociedad, pero que también responde al concepto de «beatitud», en el sentido de la búsqueda de lo trascendental no solo en lo cotidiano, sino también en lo marginal. La representación de ese ethos tomó diversas formas en los escritores beat, y Lamantia desarrolló su propia forma de «desencajar» y de habitar la marginalidad.

 

- La rebeldía de Philip Lamantia y otros poetas beat, ¿es una condición, una impostura, una necesidad? ¿Llegaron a domesticarse?

- La rebeldía beat es una necesidad que nació de un grupo de artistas que expresó el malestar de toda una generación. Es fundamental comprender que no se trata de una pataleta temporal ni de rebeldía adolescente, sino de la búsqueda de otras formas de vivir fuera de un sistema opresivo para la vida y el arte.

No creo que los beat llegaran a domesticarse, sino que cada uno de ellos encontró diferentes formas de encarnar esa marginalidad. Algunos lo hicieron poniendo en riesgo su propia vida, otros perecieron por el camino, y los que siguieron, encontraron maneras de seguir escribiendo desde su propio lugar. Si se hubieran doblegado de algún modo, dudo que siguieran suscitando el interés que aún hallamos en sus obras.

 

- Esa visión tan de Blake, visionaria, la contundencia de sus versos, el aroma de espiritualidad que los sacude… ¿Qué destacaría de su poesía?

- Para mí, Lamantia es un torrente inagotable de imágenes con luces estroboscópicas, es como si su poesía te obligara a ver algo parpadeante, luminoso y único. Es una poesía exigente que requiere que el lector se sumerja en la explosión de cada una de sus evocaciones. No da tregua: obliga a mirar de cerca en las palabras la representación de lo trascendente.

 

“Todo acto poético es político”

- El registro político en la poesía de Lamantia no está tan presente como en otros autores beat, salvo la causa del pacifismo, acaso, ¿a qué se debe?

- Ninguna escritura es inocente y todo acto poético es político. No creo que se deba infravalorar a Lamantia en ese aspecto. Dedicarse plenamente al misticismo y la trascendencia es una posición política que huye de la producción del capitalismo. Para poder dedicarse a la visión es necesario detenerse, y para detenerse es necesario dejar de producir.

Por otro lado, tampoco hay que olvidar su participación en el Libertarian Circle de San Francisco. Por lo general, la literatura de Lamantia no es abiertamente panfletaria ni necesita serlo, pero su anarquismo pacifista quedó patente en su modo de vida y en su forma de vivir la poesía. Cuando hablamos de poesía y política, es necesario separar la poesía del panfleto. Lamantia no necesitaba expresar con palabras sus ideas políticas para ser anarquista y ecologista, aunque sus libros Narcotica y Meadowlark West sean profundamente políticos.

 

- ¿Qué explicaría que siendo él en un primer momento, el poeta beat —o en su órbita— más conocido pasase a un eterno segundo plano?

- Lamantia estuvo más interesado en escribir, aprender y vivir que en darse autobombo. Hay otros ejemplos de autoras beat a las que les sucedió algo parecido, como a Joanne Kyger. Kerouac y Ginsberg fueron muy mediáticos y eso propulsó su fama (para bien o para mal), pero no todos los escritores beat escogieron el mismo camino. ¿Afecta eso al acercamiento al público lector? Por supuesto. Pero, por otro lado, la exposición también influye en la mirada de quien lee e incluso a la recepción de la obra, por lo que creo que Lamantia pudo tener menos lectores, pero más auténticos.

 

“La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente”

- ¿De qué modo el abuso de sustancias psicotrópicas afectó a su poesía? ¿Y su enfermedad, su trastorno bipolar?

- La poesía de Lamantia se basa en la búsqueda de lo visionario y lo trascendente por diferentes vías, y una de ellas fue la experiencia extática mediante el uso de sustancias. No obstante, Lamantia era muy consciente de que su abuso no era algo que necesariamente beneficiara a su poesía. Concretamente, su adicción a la heroína hizo mella en él, pero consiguió curarse gracias a una terapia de LSD con Timothy Leary. Supongo que las sustancias eran un doble filo dada su enfermedad maníaco-depresiva: con algunas buscaba salir de sus fases depresivas, pero otras podían exacerbar el problema.

 

- El concepto de lo sublime, de lo maravilloso surrealista está muy presente en la vida y obra del poeta. ¿Qué disposición de ánimo se requiere para encontrarlo?

- Creo que esta es una pregunta para Philip Lamantia.

 

- ¿Qué supuso el descubrimiento del «método paranoico-crítico» para el joven Lamantia?

- Debió de ser lo suficientemente impactante como para que experimentase con él y aplicase ya la superposición de imágenes en sus primeros poemas, de los cuales podemos encontrar «The Touch of the Marvelous» [El toque de lo maravilloso] en la antología ahora publicada por Varasek. Como ejemplo, me remito a los versos que abren el poema: «Las sirenas han venido al desierto / están levantando un tocador junto al camello / que yace a sus pies de rosas». En estos versos, Lamantia crea una imagen aparentemente antitética en la que se superponen planos de al menos dos imágenes distintas.

 

- El que, en un determinado momento, quemase parte de su obra pasada, ¿fue un acto de contrición, de psicomagia?

- Lo que me parece un acto de psicomagia (y también, en cierto modo, un exorcismo) fue que destruyera parte de su obra y después escribiera otro libro titulado Destroyed Works. Quizá había alguna faceta que quería dejar atrás, quizá estuvo motivado a hacerlo por alguna de sus fases depresivas o tal vez fue un acto de llevar al extremo lo que ya había hecho en la lectura de la Six Gallery: quitarse a sí mismo de en medio.

 

- De entre los muchos y buenos amigos de Lamantia (Paul Bowles, Breton, Leonora Carrington, John Hoffman, Ernesto Cardenal, Kerouac, Allen…), ¿Quién resultó el más decisivo?

- Diría que Kenneth Rexroth y John Hoffman, sobre todo en sus primeros años como poeta. Rexroth fue una figura decisiva tanto en los círculos del San Francisco de la época como lo fue para el joven Lamantia. Con Hoffman desarrolló una amistad que le dejó una profunda huella; de hecho, en el mítico recital de la Six Gallery que antes mencionaba, leyó los poemas de su amigo fallecido en vez de los suyos. A pesar de los años, siempre le tuvo presente.

 

“Lamantia fue un lorquiano a la americana”

- Con la cantidad de datos que tenemos sobre el poeta, ¿cómo es que apenas si sabemos de su primer matrimonio, con Lucile Dejardin?

- Tal vez se deba al hecho de que fue un matrimonio relativamente breve (apenas duró cuatro años) y se desconoce si Dejardin tuvo alguna filiación literaria concreta. Si no es el caso, no creo que saber más sobre su matrimonio pueda contribuir a arrojar más luz sobre la obra de Lamantia.

 

- A su juicio, ¿cuál es el gran poemario de Lamantia?

No sé si «gran poemario» es el término adecuado, pero reconozco que me parece muy bella la edición de City Lights en la que aparecen Tau de Lamantia y Journey to the End de John Hoffman, donde se publican los poemas que Lamantia leyó la noche de la Six Gallery. Quizá, si tuviera que quedarme con un libro de Lamantia, me quedaría con Tau: no solo es representativo de su etapa beat, sino que fue de los pocos manuscritos que él mismo salvó de la destrucción de su obra.

 

- Vivió durante varios periodos en distintos puntos de España. ¿De qué poeta español podríamos encontrar ecos en Lamantia, de haberlo?

- No puedo afirmarlo con plena seguridad, pero me apostaría un brazo a que Lamantia fue un lorquiano a la americana llevado a lo más extremo de la experiencia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

13 de junio de 2023

Ahora que tanto se habla de la España vacía (o vaciada), vale la pena señalar que, como todo el mundo en realidad sabe, ese vacío es mentira. La idea, brillantemente gráfica, ha servido para explicar cuánto se han alejado los españoles de los entornos más rurales y salvajes, pero su propia formulación da la pista para entender por qué tanta gente ha dejado de vivir en el campo, la dehesa o la montaña: la perspectiva ultrahumana. La misma perspectiva que proclama a la ciudad como ideal mientras sentencia que donde no hay humanos no hay nada. Pero si por un instante decidimos ser objetivos, además de realistas, será sencillo preguntarse: ¿Vacía? ¿Vacía de qué?

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Escrito en Artículos Revista Turia por Gabi Martínez

Pocas veces la obra de un autor ha aportado tantos cauces de comprensión de la historia de un país y de su pueblo. La forja de un rebelde es probablemente la mejor narración que se haya escrito sobre las primeras décadas del siglo XX español, el más preciso y enérgico esfuerzo literario por entender, desde su óptica particular, la causas que explican la guerra civil y las experiencias colectivas de un pueblo que convive secularmente con la derrota.

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Escrito en Artículos Revista Turia por César Rina Simón

Eduardo Mendoza, el escritor de los prodigios

 A Eduardo Mendoza Garriga (Barcelona, 1943) no le vamos a pillar nunca en chándal o pijama: luce camisa y corbata, aunque ese día no tenga previsto pisar la calle. Un burgués aliño indumentario para encubrir a los personajes de su otra vida (la literaria): “Todo lo que digo y cuento soy yo. Todo es fondo de armario”, subraya.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Sergi Doria

Pureza Canelo: “Me siento poema”

De Traslación (2022) es un libro en el que la escritura se confunde con el cosmos. Contiene el infinito sin achatar del universo y el bulto redondo finito de la palabra. Según Jordi Doce, es un texto admirable, lacónico y sintético. La voluntad de resta en él tiene que ver con lo sustancial, como si la autora “quisiera adelantarse a la erosión del tiempo”. Para Jaime Siles, su “lirismo de investigación” da lugar a una idea nueva de poema. En realidad, esa idea responde a una voluntad fraguada hace muchos años, de manera muy evidente en Oeste (2013), pero sus orígenes se remontan, como poco, a 1979, cuando publicó Habitable.

 

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

8 de junio de 2023

Son muchas las películas en las que se destapan los entresijos del mundo del teatro, como si vivir entre bambalinas encerrara un atractivo especial para la construcción de tramas en las que caben la rivalidad y la ambición. También la búsqueda de sí mismos. También las expectativas y la frustración. De repente, se escucha el eco en el patio de butacas y los focos dirigen el haz de luz al centro, señalando el mejor escenario posible para que la palabra muestre su potencial y demuestre que no se detiene ante nada ni ante nadie. Cisne de papel es una novela en la que se reconocen estos elementos que nada tienen de metáfora y que ha sido publicada, en la colección Sueños de Tinta, por Mira Editores.

Es un texto en el que priman los diálogos, perfectamente construidos, determinantes y poderosos, trabajados al milímetro, sugerentes, definitivos y definitorios de las personalidades de los lectores que se asomen con curiosidad a estas páginas, aun cuando se mantengan en un segundo plano que en absoluto les reste fuerza. Hombres y mujeres se definen por lo que dicen y por cómo lo dicen. Hay quienes se muestran cálidos y quienes solo aparentan frialdad, quienes caminan en zigzag y quienes optan por la línea recta, quienes están empezando su trayectoria y quienes ya están de vuelta. Sin duda alguna, esta es una novela de personajes.

Considero que la premisa inequívoca que supone el sueño de cualquier individuo que busque la realización personal y la estabilidad es aquella que reza así: ganarse la vida en un trabajo que encierre admiración y pasión. Intuyo que las vísceras lo agradecen. De modo que el temor a equivocarse se convierte en una afilada espada de Damocles que nunca deja de estar ahí, apuntando al corazón. Decidir cuál es el camino correcto, desafiar normas y convenciones, especialmente a una edad precoz, pone en jaque a cualquier expectativa. Cuando se asoma la seguridad de un empleo que no resulta seductor, y como oponente se encuentra el riesgo de entregarse a lo que siempre ha generado mariposas en el estómago, el dilema da para mucho. Es lo que le ocurre a Pilar, la protagonista de esta aventura creada por Alfredo Andreu, autor que sabe combinar a la perfección literatura e imágenes dada su formación como guionista y como director, que de momento se ha traducido en una serie de cortometrajes.

Alfredo Andreu dota a las palabras de múltiples significados y de otros tantos significantes. Vuelan en el aire, como si imitaran a la etérea Audrey Hepburn, la admirada actriz clásica ante cuyos encantos solo cabe rendirse y que supone una poderosa presencia en estas páginas. El mundo de la interpretación es un mundo repleto de dificultades que se encargan de hacer dudar incluso a las mentes más preclaras. Consiste en vivir en una exposición permanente, en asumir que los éxitos y los fracasos tienen sabor a aprendizaje.

Pilar vive el arte de la interpretación con una intensidad especial, cualquiera se lo podría detectar en la mirada. Su padre no está, pero su recuerdo es uno de sus mayores referentes. Se escucha su voz, su comprensión y su alianza. Es la figura que la refuerza por dentro. La madre, que sí está presente y exige comprensión, se comporta con más escepticismo porque, en efecto, busca certezas y estabilidad, dadas las veleidades que guarda el universo de la farándula, y rechaza de lleno lo que no encaja en su encuadre mental. Es otra batalla que a priori parece perdida, al igual que la que mantiene con su dislexia, una circunstancia más que juega a frenar sus ilusiones. Pero no por ello este personaje estrella muestra intención de rendirse. El tesón se reconoce en el retrato que la humaniza, pues no resulta extraño pensar que está inspirado en alguien de carne y hueso al que le brillan los ojos cada vez que se siente, y se sienta, en un patio de butacas. Bien arropada por sus incondicionales amigas, se aferra a sus sensaciones, a la grácil belleza de su icónica actriz y a la sencilla figura de origami que la acompaña allá donde va, tan valiosa por lo que significa. Un cisne hecho de papel que, quizás, representa la búsqueda de un papel que la convierta en cisne.

Alfredo Andreu sabe de cine, de dirección de actores y del imprescindible cometido del contador de historias. En definitiva, sabe dotar de vida a sus criaturas. Su formación es rica en el medio audiovisual y se nota a la legua. Hay nuevos proyectos que suenan con fuerza, que llevan su sello, y que no tardarán en convertirse en realidad. De ahí la fuerza que desprende esta historia, inicialmente un guion que pedía a gritos su conversión en narrativa con otro lenguaje, con otra forma de expresión y con otra creatividad, pero que no pierde frescura ni mensaje en dicho tránsito.

Pilar ha de enfrentarse a distintas personas que la ayudarán a crecer, a pesar de que a veces la cuestionan y no se lo ponen fácil, como ocurre con aquellos profesores que insisten en exigir resultados con crudeza y dureza hasta que el talento del alumno quede exprimido al máximo. Y el mejor ejemplo en estas lides aparece antes de que los lectores nos demos cuenta, porque entra en escena Bosco Pigmán, un hombre misterioso que ejerce de profesor y de celoso enfermizo, que no sabe muy bien ubicarse tras una vida repleta de episodios maltrechos. No falta un hermoso brindis a George Bernard Shaw, porque este tipo presume de ser un Pigmalión hecho a sí mismo, aquel que se enamoró de Galatea, valiéndose de técnicas y de procedimientos que alimentan su oscuridad. Es un tipo que acecha desde las sombras, que emerge de la negrura sin ocultar su rencor. Tantos matices lo definen a la perfección. Nadie sabe por dónde va a salir ni de qué manera va a condicionar el desenlace. De nuevo un retrato sólido, alrededor del que giran algunos de los pasajes más emocionantes de esta obra que no deja de abrir caminos y posibilidades.

Leer a Alfredo Andreu va más allá de lo que significa entrar en una novela y aguardar a que sucedan cosas. Es aprender a escuchar a personajes que se dejan la piel en busca de sí mismos. Ningún lugar mejor para encontrarse que en sus líneas, que delatan su pasión por lo que hace.

 

Alfredo Andreu, Cisne de papel, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Lahoz

8 de junio de 2023

Decía Terencio: Homo sum, humani nihil a me alienum puto, «hombre soy y nada de lo humano me es ajeno». Y es que, si hay una cuestión esencialmente humana, quizá sea la capacidad y la necesidad de la pregunta por la vida. El regreso a los otros de David Porcel (Zaragoza: Mira Editores, 2022) es una profunda reflexión sobre lo que constituye al ser humano como tal, un análisis del presente a través de la historia y una llamada a la acción.

A través de sus páginas, el autor nos propone un recorrido al centro de la comprensión de lo que él denomina «indigencia» humana. Un término que alude a la situación ontológicamente fundamental del ser humano. Como heredero de la tradición fenomenológica más pura de Heidegger y  Husserl, acudirá a la cuestión en epoché, atendiendo a lo que se manifiesta. Porcel parte de la pregunta por el ser, pregunta que solo el ser humano es capaz de formularse. Esto será síntoma de su indigencia y, por tanto, motor de la acción, puesto que está obligado a «darse ser». Esta es su carencia fundamental.

El autor se propone estudiar lo humano desde categorías no cientifistas, ni técnicas ni esencialistas. En ello radica precisamente uno de los puntos fuertes de la obra: en la honestidad intelectual con la que deja claro su punto de partida y en el hecho de que su investigación se desarrolla en un marco epistemológico que podríamos llamar holístico. Porcel regresa a la noción de verdad como desvelamiento (aletheia) y considera que la naturaleza caleidoscópica de la realidad humana no se deja atrapar en esquemas reduccionistas. Por este motivo, teje una red interdisciplinar de conocimientos que pasan por la literatura, el arte, el cine y un sinnúmero de disciplinas, que nos van clarificando esa pregunta inicial de la que partíamos.

La obra se cimienta sobre un eje central que trata de sondear lo que él llama «movimientos tectónicos de la historia», para asentar posteriormente una agudísima reflexión de nuestra sociedad actual y trazar un boceto que acaba siendo una llamada a la acción. Ese eje central es un recorrido «metahistórico» a la búsqueda de los movimientos que nos han traído hasta el momento presente.

Es precisamente en este recorrido histórico donde radica el segundo punto fuerte del ensayo. Estamos acostumbrados a estudiar la historia de la filosofía a veces como un diálogo poco intuitivo entre autores inconexos. Porcel nos propone entenderla desde las tres categorías en las que se ha manifestado la situación de indigencia ontológica humana: el exilio, el naufragio y el desamparo. Una forma novedosa de entender la historia de la filosofía, que encierra conexiones entre la mitología, los sucesos históricos, la filosofía y la ciencia, cristalizando en una suerte de red que nos sitúa en una perspectiva aérea. En cada una de las categorías situacionales humanas es sencillo comprender esos cambios tectónicos de los que nos habla el autor.

Y, sin embargo, pese a que este recorrido histórico es de por sí suficiente para trazar un mapa humano, en la tercera parte, Porcel hace un análisis certero de cuestiones que suponen nuestro día a día. Analiza nuestra propia situación de desamparo y de paulatina deshumanización. En las sociedades auspiciadas por el imperativo tecnocrático hay una tendencia hacia lo que él llama «formas de existencia desarraigadas». Recorre las formas en que la deshumanización se nos hace patente: el hiperrendimiento, las formas de arquitectura hostil, la evasión de las emociones humanizadoras o la transformación de toda realidad en mercancía. Y en su forma negativa, se expresa en la pérdida de los ritos, en las relaciones puramente funcionales, en la pérdida de espacios de reunión o en la sustitución de la inteligencia humana por formas de inteligencia artificial y su comprensión desde lo algorítmico. Lanza una llamada a la reflexión sobre si este panorama hace posible una ética, ya que el aislamiento y la atomización social van disolviendo poco a poco aquello que nos hace humanos.

Hay una fisura por la que se cuela la esperanza en este trabajo del profesor Porcel: la situación de indigencia es connatural al ser humano, pero las formas que adopta son cambiantes, lo que supone cierto margen de libertad para modificar el curso de las cosas. De ahí que El regreso a los otros sea el cuidado, la hospitalidad, la atención, el tacto. Una invitación al diálogo y a la reflexión para un mundo más humanizado.

 

David Porcel Dieste, El regreso a los otros. Un ensayo sobre la indigencia humana, prólogo Josep María Esquirol, Zaragoza, Mira Editores, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Rodríguez Alba

EL POPULAR ESCRITOR Y PREMIO CERVANTES ASEGURA, A PROPÓSITO DE SU OBRA: “HE VIVIDO MÁS EN LA VIDA FALSA QUE EN LA VERDADERA”

UNA DE LAS MEJORES POETAS ESPAÑOLAS ACTUALES LO TIENE CLARO: “ME SIENTO POEMA”

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA UN ENSAYO SOBRE CÓMO GOBERNAR LA SOCIEDAD DEL SIGLO XXI

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés: Eduardo Mendoza y Pureza Canelo. Sin duda, Mendoza es uno de nuestros escritores más apreciados por sucesivas generaciones de lectores, habiéndose convertido en un referente de las letras españolas contemporáneas y en un autor de enorme popularidad  desde que en 1975 su primera novela, “La verdad sobre el caso Savolta”, le lanzara de inmediato a la fama y al reconocimiento de la crítica. En la conversación exclusiva que publica TURIA reconoce, entre otras afirmaciones llenas de sabiduría y autenticidad, que “todo lo que digo y cuento soy yo, todo es fondo de armario”. Como muy bien señala Sergi Doria, autor de una entrevista que seducirá a los lectores y en la que se hace inventario y se opina sobre su vida y obra, “antes de escritor, Mendoza fue abogado e intérprete en las Naciones Unidas; también estuvo presente en el primer encuentro entre Felipe González y Ronald Reagan. Un políglota cuya primera lengua es el humor y la segunda la Historia como eterno retorno de la idiocia”.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

5 de junio de 2023

El Booker Internacional, galardón que destaca la obra más significativa de cuantas novelas se tradujeron y publicaron en lengua inglesa, ha reconocido en su última edición al búlgaro Gueorgui Gospodínov con su último trabajo Las tempestálidas, obra que fue traducida al inglés por Angela Rodel. Su versión en español también vio la luz el pasado 2022 publicada por la editorial Fulgencio Pimentel y cuya traducción corrió a cargo de María Vútova y César Sánchez.

Trufada de homenajes a Thomas Mann o a Borges —entre muchos otros referentes literarios—, el búlgaro Gueorgui Gospodínov nos ofrece una novela en la que se revela un fenómeno que podríamos designar como singularidad espaciotemporal; siendo una obra clasificable bajo el epígrafe de historia contemporánea o el de autoficción y en la que el autor y un extraño personaje —su desdoble literario, una suerte de alter ego hecho epítome de su pensamiento utópico— recorren el recuerdo y el tiempo que ayudó a construir la memoria personal del individuo y colectiva del pueblo, de la sociedad en la que éste se enmarca. A lo largo del texto se cuestionan remembranza e identidad, tiempo vivido y tiempo mitificado; ideas sugerentes en las que podemos encontrar elementos de reflexión y no pocos paralelismos entre aquel pasado identitario del este de Europa y el que etiquetaríamos como “nacional”. En sus páginas el autor imagina la construcción de “cronorrefugios” en los que reencontrarse con la felicidad idealizada de alguna década memorable o, al menos con cierto amparo y seguridad en un pasado que crece incesantemente alimentado por todos, por el tiempo colectivo de cada sociedad, y que amenaza con invadir y suplantar al presente.

Gospodínov también nos expone las cuitas de envejecer, de caer en la senil demencia, de ofrecer un cuidado alternativo que revierta la desmemoria, o incluso de considerar la eutanasia cuando el mundo y cualquier esperanza se desvanecen, pues “de hecho, lo primero que desaparece con la pérdida de memoria es la propia idea de futuro”. Su sugerente narrativa nos conduce y nos coloca frente al drama del desvanecimiento del yo, llegando a conmovernos con pasajes como aquel del agente delator, que por conocer el pasado del abuelo al que espiara muchos años atrás, se verá convertido en única memoria para el otrora acechado. Pero también despliega un importante carga de ironía en la forma de aproximarse a estos asuntos, siendo un gesto “marca de la casa” —tal y como pudimos intuir al leer poemas como “El conejo amoroso”, recogido en la antología Poesía búlgara contemporánea (Olifante, 2021)—, demostrando un don para generar ideas e imágenes con las que conectar con el lector.

La utópica opción de volver a vivir otro tiempo a nuestra elección, como individuos o de forma colectiva, es explorada con distancia y pesimismo, con un sarcástico descreimiento en las posibilidades del hombre en hacer las cosas mejor, incluso al repetir eventos y consecuencias bien conocidos (incluso las terribles), apostando a que declararíamos la guerra para que la guerra no se repitiera pues, como el búlgaro nos ilustra, cualquier día es el 28 de julio de 1914 o el 1 de septiembre de 1939. Críticamente nos plantea qué pasado sería el predilecto en cada lugar de la Europa, en un ejercicio da como resultante un análisis emocional del carácter de los pueblos que la componen y a través de un breve recorrido por su historia, sus ideales y sus fantasmas.

Al fin, la literatura es el cronorrefugio más asequible. Allí se contienen otros tiempos y otras vidas a las que podemos volver a nuestro antojo. En ella podemos refugiarnos, soñar otro futuro, pero recordando que en la vida, a diferencia de la novela, no existe argumento y que “tarde o temprano, toda utopía se convierte en novela histórica”.

 

Gueorgui Gospodínov. Las tempestálidas, Logroño, Fulgencio Pimentel, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

“Apocalipsis o Libro de la revelación”[1] es una edición bilingüe griego/castellano del último libro de la Biblia, adornado con los grabados que el taller de Lucas Cranach el Viejo realizó para la primera Biblia de Martín Lutero, y prorrogado por un estudio de la influencia del Apocalipsis en la filosofía, la historia, la política, y el arte, en este caso ilustrado con otras imágenes artísticas relacionadas. El estudio está firmado por Patxi Lanceros.

Pareciera que el Apocalipsis debería estar culturalmente superado, pero es obvio que no es así: su visión de fin traumático de la Historia tiene un fundamento determinado en el contexto en que se escribió (las revueltas judías contra Roma a finales del siglo I), pero el alcance de la visión de Juan de Patmos trascendió decisivamente ese momento concreto, y se extiende con éxito a la idea cultural occidental del final de la historia, de un final además siempre inminente, que atraviesa el pensamiento occidental una vez que el provindencialismo judeo-cristiano rompió la quietud del cosmos griego y ya se instaló en todas las filosofías, incluido el marxismo y la postmodernidad distópica actual.

En ese alcance se encuentra la principal relectura artística que destaca Lanceros, relacionada con el momento histórico más apocalíptico de nuestro imaginario, y probablemente también de la Historia: la II Guerra Mundial y sus alrededores, periodo del que la extracción de obras que apelen a un juicio final reencarnado en los horrores del conflicto incluye entre otros a Olivier Messiaen (“Quatour pour la fin du temps”), Thomas Mann (“Doktor Faustus”), y el esperable pero no fuera de lugar “Guernica” de Picasso. Las que hoy llamamos obras de arte han sido una forma tradicional en que la religión o el poder se han dirigido a un pueblo mayormente analfabeto, y en la II Guerra Mundial el fin definitivo de la Historia se colige a partir de la proliferación de miserias y abismos que se hacían reales y el arte también muestra. Si no existe futuro y la angustia existencial lo domina todo, ¿no está terminando el tiempo y comenzando el esperado final? El terror al fin inmediato y la angustia por la espera del juicio final se encontraron en un momento de convergencia del relato que el cristianismo ha necesitado construir en los 2.000 años en que Jesucristo no ha vuelto para juzgar a los hombres.

Los grabados de Cranach, con su representación imaginativa y desbordante y sus colores vivos, completan una experiencia estética de primera magnitud. Por ellos empieza esta reflexión sobre la noble y exigente forma del arte que es la pintura, sobre el espectador de la misma y el sentido de su mirada.

Cranach el Viejo vivió entre los siglos XV y XVI y no es por tanto un pintor medieval. Pero sus ilustraciones de la Biblia de Lutero aún arrastran cierto estilo medieval, con su idealización de personajes y un colorido irreal, sin una fuente de luz natural o realista. Conocido es, casi tópico por inversión, que la Edad Media no es esa época gris[2], en blanco y negro[3], tallada en severa piedra oscura, de imágenes insulsas, grandes plagas y taimado y exclusivo teocentrismo que la educación nos ha inoculado durante décadas, pero aún parece inevitable tener ese sentimiento al enfrentarse al arte medieval. La imprimación cultural de esa idea en el imaginario occidental es demasiado potente, y tal vez el estigma es casi una categoría más psicológica que histórica, de la que resulta complicado zafarse. Además, el contraste con la explosión sensual del Renacimiento, que trae consigo coyunturas sociales, políticas y científicas que ya conectan incluso con nuestra época, permite dejar con más facilidad a los complejos mil años anteriores en el olvido también educativo.

Los historiadores del arte medieval sostienen, en efecto, que los artistas medievales no estaban menos dotados ni tenían una visión infantil de la representación figurativa en el arte, sino que su estilo respondía a un determinado canon desarrollado durante siglos, con su evolución y sus diferentes fases, y una serie de rasgos comunes distinguibles[4]: la ausencia de perspectiva y las imágenes planas, las aureolas de los santos y los personajes sagrados, los personajes de mirada frontal. Esta sospecha de menor capacidad técnica asociada a una cultura determinada no pasa por primera vez en la historia del arte: piénsese por ejemplo en la representación realista del natural que buscaba el arte griego frente al interés conceptual de la representación del que fuera su contemporáneo durante siglos: el arte egipcio.

La pregunta que subyace es si existe realmente una cesura lamentable en la historia del arte entre la caída de Roma -el Imperio de Occidente- y el Quattrocento italiano que empezó a recuperar las formas del arte clásico. No es así, porque un imperio también romano, el de Oriente, con Bizancio como capital, permaneció y duró mil años más, y resulta lógico que en él se encuentren claves sociales y artísticas de la época, dado su poder. Así, la estética medieval occidental bebe de la evolución del arte bizantino, especialmente tras el final de la época iconoclasta, imprimiendo rasgos estéticos en los que la realidad observada por los sentidos era despreciada frente al inmanente carácter divino, espiritual y conceptual de toda representación, especialmente la figurativa, incluso cuando es aparentemente lúdica o representación del mal.

Pero, ¿y la explosión de color? ¿Esa luminosidad intensa? Tampoco es natural, no surge de fuentes esperables, sino de los mismos objetos representados. Es Plotino, filósofo neoplatónico del Bajo Imperio, en cuya doctrina el “Uno” -asimilable a Dios- impregna la realidad de todos los hombres y toda la naturaleza -de modo que no puede representarse la misma sin sentir el influjo de estar representando a Dios-, el que crea la base teórica que explica mil años de arte mediante esta concepción decisiva. En ella, si la materia es un estado degradado de un descenso del Uno inalcanzable, la luz que resplandece en ella se atribuye al reflejo del Uno. Dios viene a ser una corriente de luz que recorre el Universo.[5]

Sin embargo, en el siglo XV llega un momento en que la pintura del Renacimiento se hizo consciente del lenguaje del acto individual de pintar, y, liberándose del yugo de la representación religiosa, se implicó en el arte, sus significados propios, y la capacidad del mismo para desarrollar discurso y lenguaje también propios[6]. Se evolucionó también del fresco, del mosaico y de la tabla, en muchas ocasiones sin límites claros, al cuadro: es el marco en sí el que permite focalizar la mirada de modo que se sugiera un significado debido precisamente a su presencia delimitadora. Un marco que es un objeto real, y que también encierra intencionalmente una imagen, a la que además convierte en portátil, transportable y acumulable.

La transición es larga y tiene fases intermedias. El gótico presenta una pintura más naturalista y una escultura menos rígida y más sinuosa. Dado que la pintura estaba pensada para exhibirse en el templo -con una función pública educativa en ocasiones amedrentadora-, el paso del románico al gótico representó una primera disminución del espacio disponible para pintar al reducirse el muro de las paredes de las catedrales, donde además las vidrieras empiezan a ser cuadros primigenios. Giotto, a caballo entre los siglos XIII y XIV, y Van Eyck -siglos XIV y XV- ya anticipan la perspectiva, una iluminación más natural, e incluso temas no religiosos.[7]

De hecho, es a partir del siglo XVI que la pintura flamenca fundamentalmente comienza a trabajar temas que reflexionan sobre el arte, la representación, la mirada, y la autoría. Los nuevos géneros que aparecen, el paisaje, el bodegón, y el retrato -personal y familiar-, implican al autor de los mismos en la concreción de los objetos, y en su aparición en un contexto. La mirada se centra en lugares que aparecen acotados: ventanas, puertas, cortinas –que abren nuevos espacios en la estancia cerrada del lienzo- y, más adelante, espejos, mapas y reversos de cuadros, como ejemplos directos de devolución de esa mirada, de aparición en el cuadro de lo que hasta entonces había quedado fuera del mismo -el propio pintor en muchas ocasiones, o los lugares lejanos o cercanos a que remita el mapa como representación en sí-, o de negación incluso de la posibilidad de mirar. No debe olvidarse el paso fundamental añadido de convertirse la pintura de un arte de ánimo y sentido público a un proceder privado.

Aunque parezca tópico es inevitable poner por ejemplo Las meninas, que es un modelo de complejísima elaboración que ya se completa en el siglo XVII. En Las meninas hay autorretrato, una escena familiar cotidiana, espejo, puerta, dos grandes cuadros en la pared, y el reverso del cuadro que está pintando el pintor, es decir, al menos hasta cinco marcos además del propio cuadro que aíslan imágenes propias de alto valor simbólico y con lecturas metaartísticas muy sorprendentes e innovadoras. Las meninas es un cuadro real donde los reyes aparecen, pero no están; donde el pintor -que ha usado un espejo para pintarse como autorretrato- es personaje, donde lo cotidiano y los personajes populares conviven con el hieratismo monárquico de la realeza, y donde el pintor mira a los ojos al espectador como mira a los de los reyes a los que está pintando. El espectador, en cierto modo, queda así proclamado rey por el artista, y será quien le juzgue. El empoderamiento que Velázquez otorga al espectador anticipa de manera absoluta la libertad crítica incluso antes de que el carácter del genio artístico esté definido por la modernidad. Puede argumentarse que la obra está pensada para nunca escapar a los salones reales y para ser vista por los ojos elegidos de los reyes y su familia. Pero Velázquez había visto suficiente mundo y muchos cuadros de otros mecenas habían estado a su vista en Italia y España sin problemas. Por otro lado, aunque cuatrocientos cincuenta años más tarde todavía parezcan novedad algunas estrategias autorales similares del cine o literatura contemporáneas, en el artista individual anida hace tiempo la pulsión de narrar -o encontrar como objeto- el propio arte dentro de la obra[8].

Stoichita destaca cómo Descartes publicó su “Discurso del Método” junto a un estudio de óptica[9], donde decía que “sabemos cómo utilizar la intuición intelectual al compararla con la visión ocular. En efecto, quien quiera mirar de una sola ojeada varios objetos al mismo tiempo no conseguirá ver ninguno diferenciadamente; y de la misma forma, quien tiene el hábito de prestar atención a muchas cosas a la vez, en un solo acto de pensamiento, no es sino un espíritu confuso. En cambio, los artesanos que trabajan en obras de precisión, y que tienen el hábito de dirigir atentamente su mirada sobre cada punto, adquieren con el uso el poder de distinguir a la perfección las cosas más pequeñas y más sencillas, de igual forma que aquellos que no dispersan jamás su pensamiento sobre diversos objetos al mismo tiempo, y lo centran siempre enteramente en analizar las cosas más pequeñas y las más sencillas, adquieren perspicacia”. El ojo definible como metódico de Descartes quiere ir al detalle y ser tremendamente preciso en él. Llegó a describir el globo ocular a la par que Kepler, y entendió gracias a sus experimentos que la retina funcionaba en realidad como un cuadro, y tituló precisamente así uno de sus tratados: “Acerca de las imágenes que se forman en el fondo del ojo”.

Este gusto por el detalle vino en esa época de la mano del desarrollo de la cámara oscura, invención que introduce una de las historias más fascinantes de la historia del arte pictórico, que apela directamente a la pintura como oficio gremial. David Hockney dedicó gran parte de los años noventa a la investigación de las pinturas de los grandes maestros, después de hacerse durante un tiempo una reflexión a partir de la pregunta ¿qué estamos viendo?, que, así formulada, parece remitir a las preguntas clásicas kantianas. Su obsesión se inició al observar la extrema precisión de determinados elementos de difícil representación, y su tesis es que a partir del siglo XV y hasta la imposición de la fotografía, muchos pintores usaron la óptica -lentes y espejos en primitivas pero válidas cámaras claras o negras- como base de sus cuadros. Todo este estudio lo recogió en el libro “El conocimiento secreto”[10], en el que los testimonios visuales son múltiples: comparaciones de grandes obras, de la obra de pintores cuando usan la óptica y cuando no lo hacen, descripción de técnicas y puntos de vista, el viaje de dichas técnicas a través del continente europeo, y los problemas asociados a la óptica que acaban revelando su uso. Un uso que hoy en día parece haberse olvidado, pero que confirman los documentos históricos escritos por hombres de ciencia y pintores, algunos grabados de la época, y las cartas que Hockney intercambió con sus colaboradores durante la realización del estudio, completando así una mirada más incisiva a la pintura clásica. Este trabajo muestra el puente obvio entre el arte y las tecnologías que ayudan a construirlo. Los pintores guardaban sus secretos de manera corporativista y no los revelaban sino a sus aprendices con órdenes estrictas de no permitir que una técnica que sería tildada de engaño fuera conocida por mecenas y público, que, además, como profanos, no podían acceder a esta luz de conocimiento gremial. Hockney comenta de continuo que la lente no dibuja ni pinta, que sólo lo hace la mano, y que son Caravaggio o Durero o Velázquez los genios, no los fabricantes de artilugios varios. Aun así, es difícil no sentir el escalofrío de una pequeña decepción, dado que pensábamos que, frente a los denostados artistas medievales, en el Renacimiento sí se domina el arte de la representación y la imitación del natural, tal y como, de nuevo, nos educaron.

El siglo XIX rompe varios cánones aquí encerrados. Deja de haber aprendices de un gremio como se conocían anteriormente y empieza a haber trabajadores de fábricas para la producción de utensilios en serie. A la par que el gremio deja por ello de hacer arte, la afirmación de la personalidad del artista genial y único se asienta, idealizado gracias a la emancipación del individuo romántico tras la caída del Antiguo Régimen y sus viejas obligaciones[11]. El espíritu que en un principio encarnaron Leonardo, Miguel Ángel o Velázquez habita ahora no ya en cada pintor, sino en cada individuo. Y, finalmente, llega la tecnología rupturista más avanzada: la fotografía, el shock que hizo inútil el carácter retratista o realista y naturalista de la pintura. ¿Cómo superarlo? Con grandísimos formatos, con escenas históricas o mitológicas imposibles de fotografiar, o dejando atrás estos formatos aún tradicionales y caminando hacia estilos liberados de la necesidad de imitar la naturaleza, lo que comienza en el siglo XIX con el impresionismo y sigue en el XX con las vanguardias.

Pero antes de todo eso, es Goya quien entra en el siglo XIX modificando el canon construido desde el Renacimiento. Goya pinta las obras cumbre de su último periodo en la Quinta del Sordo, donde vive de 1819 a 1824, sobre sus paredes, sin marco y usando la técnica del fresco. Las llamadas Pinturas Negras son parte de sus obras más reconocidas y significadas[12]: Perro semihundido, Saturno devorando a sus hijos, Duelo a garrotazos. Pero, no obstante, estos títulos tan populares no son los de mayor interés para este trabajo, donde resultan más significativas obras como Las parcas o Átropos, o Al aquelarre o Asmodeo, Dos viejos comiendo, o, sobre todo, la impresionante La romería de San Isidro, con su procesión de rostros deformes fundidos en una masa alucinada y escalofriante.

En las Pinturas Negras (también en otras obras de Goya), desaparecen los marcos, porque Goya pinta frescos que se extienden por las paredes extensas de los dos pisos de la casa -frescos sin límite que incluso fueron cortados para su traslado al Prado- violentando la dinámica moderna a la que pertenece Goya, que como tal se inserta en la tradición que abre el Renacimiento, con el uso del marco, la perspectiva, el naturalismo, la mirada autoral y los temas no religiosos. Pero, en la Quinta del Sordo, avanza la contemporaneidad asociada al genio de nuestros días y preludia el expresionismo, que en su caso nace de su carácter de testigo de los desastres de la guerra que alimentaron también sus grabados, y no del existencialismo del cambio de siglo o como respuesta al impresionismo. Goya ofrece un camino a las vanguardias décadas antes de su aparición. No es de extrañar que este Goya último -no lógicamente el pintor de la Corte que fue anteriormente- fuera literalmente incomprendido: se encontraba totalmente fuera del mundo esperado. El espectador no podía reconocer ni interpretar esta nueva visión, faltaban aún décadas para ello.

Una representación contemporánea de estos conceptos que además reúne artes en diferentes épocas[13], se da en Goya. Saturnalia, cómic de 2022 que revisita esta contemporaneidad de Goya violentando el lenguaje tradicional del cómic e investigando en cierto modo a la manera del propio Goya.

Así, el equivalente al marco de la pintura en el cómic -la viñeta, a fin de cuentas- sufre otro tipo de ruptura, con su expansión desatada a otras viñetas en composiciones generales, con la coherencia del propio carácter furioso y desatado de Goya. El cómic también desdibuja la expresión natural del rostro humano, pero además lo convierte en varios personajes a partir de la misma expresión simplemente con el uso del contexto y el bocadillo. Los personajes de las Pinturas Negras se convierten en protagonistas del cómic, en montajes paralelos de secuencias, o bien sustituyendo la cara de una pintura por la del familiar de Goya correspondiente o por el pueblo acusador, con un protagonismo relevante para su hija pequeña, cuya mirada de inocencia es el único contraste que sirve de anclaje a la cordura de Goya. Los protagonistas anónimos se convierten a la vez en sus seres queridos y en el populacho que quiere linchar al autor, y por ello, de nuevo, son el esperable y debido espectador futuro de la obra. Para Goya, devenido en genio romántico individualista e independiente, la creación es la vida, y hay que seguir pintando para seguir vivo.

La Quinta del Sordo y las obras de arte que contuvo son también no ya un ejemplo ideal sino un preludio interesante para la idea propuesta más de un siglo después por Martin Heidegger sobre el arte como instalación que surge de la tierra, que crea un mundo que supone una verdad extraída de la misma, y que además es acogido por un pueblo para su devenir histórico[14]. Las salas que las contienen ahora mismo en el Museo del Prado tras haberlas desgajado de las paredes de la Quinta en 1875 son de iluminación tenue para protegerlas, dada su fragilidad, pero su aire recogido parece querer replicar una estancia de la propia Quinta. Pero Heidegger ya subraya que toda obra de arte está retirada, en derrumbamiento, o desplazada, en el espacio o incluso en el tiempo, ya que nunca estamos en el momento en que se produjeron.

Heidegger tiene un concepto místico de la verdad, un elemento encerrado en una tierra indómita, dionisíaca, que debe ser extraído por una creación novedosa, apolínea, buscadora de esencia y belleza, y usando un lenguaje. Esa verdad, en realidad una esencia, resulta así tan absoluta, tan definitoria, que su elevación a los altares no permite contestación ni relativización. Así, es difícil no ver la huella de un pensamiento de pueblo elegido tras varias de estas disquisiciones. No se trata de ser injusto con Heidegger y dejarse influir fácilmente por la fama que le precede cuando hay intérpretes de su obra -Peter Trawny, Donatella di Cesare, Nicolás González Varela-[15] que no ven manera de evitar entenderla como un criptonazismo continuado, pero “la verdad revelada en la obra que es recogida para iniciar la historia de un pueblo es un concepto del que puede surgir un ultranacionalismo evidente. Como buen alemán del siglo XIX y la primera mitad del siglo XX, el reconocimiento de una tradición lineal desde la Grecia filosófica a la Alemania unificada por Bismarck como única vía filosófica ineludible está presente en él. Pero como filósofo del siglo XX, a Heidegger le atraviesa la discusión sobre la definición del lenguaje, que en su caso resulta primordial dado que el lenguaje crea una verdad esencial artística primero e histórica después. El lenguaje por tanto determina(rá) la historia.

Para saber cuál es “la verdad que opera en el arte”, Heidegger reflexiona sobre la creación de la obra por el artista, y cómo éste la realiza manualmente, al igual que se fabrican los utensilios. Un trabajo además cuyos aspectos técnicos o artesanales los artistas siempre aprecian mucho y se cuidan de dominar. Pero el quehacer del artista no se entiende sólo a partir del trabajo manual, es un quehacer de otra naturaleza: dejar que la verdad emerja, traerla adelante, desocultar la verdad. La obra de arte además no se agota en ser creada, también ha de ser contemplada y cuidada. La obra, por así decir, espera a sus cuidadores para que entren en su verdad. El cuidado implica persistencia, no es un conocimiento formal o un gusto estético, se trata de mantener la obra en la lucha y aprender la verdad que emerge en la obra. Una obra que se ofrece a un mero deleite artístico no es una obra necesariamente cuidada como tal… Este deleite en realidad es consecuencia de preguntarse por la obra desde nosotros mismos y no desde la obra en sí. Porque si nos preguntamos por la obra en sí veremos que el arte es en su esencia un lenguaje, anterior a la lógica y al pensamiento, que tiene que ver con la fundación de la verdad. Todas las artes por ello deben atribuirse al lenguaje, y la esencia de este lenguaje es la fundación de la verdad que la obra arroja a la humanidad. Esa fundación de la verdad significa que la obra de arte tiene un inicio, un salto, una liberación fuera de sí. Para Heidegger, este inicio del arte es un impacto que genera una Historia, y esa Historia es recogida por un pueblo, al que llama pueblo histórico, que se confunde con la tierra, y que gracias al arte emerge. Y así ha sucedido desde Grecia a la Edad Moderna, con diferentes fases según se desocultaban las diferentes verdades del ente. Heidegger no cree realmente en el creador moderno, el genial sujeto soberano del subjetivismo moderno, porque la verdad que opera en el arte y que es extraída de la tierra, el qué, es superior al quién. La historia de la que habla, la generada por la verdad en el arte, no es una sucesión de acontecimientos, sino el arrobamiento de un pueblo cuando se adentra en aquello que le ha sido dado en herencia.

Que el espectador de la obra no deba hacerlo por deleite artístico, sino para construir una Historia a través de la verdad es un concepto que encaja con la caída en el Apocalipsis moderno sucedido de 1914 a 1945. ¿Qué estamos viendo al mirar el Guernica, pintado de manera veloz para llegar a la Exposición Internacional de París de 1937? En una frase mítica atribuida a Picasso, cuando un oficial alemán le preguntó en 1940, en París y ante una foto de una reproducción del Guernica, si era él el que había hecho eso, el pintor contestó: “No, han sido ustedes”. Picasso invierte el sentido de la inspiración intelectual y en cierto modo se reconoce intermediario, tal vez un artesano de un objeto de utilidad más que un artista genial capaz de extraer la verdad de la tierra con su obra. Picasso por supuesto no creía en la literalidad de su sentencia, pero por otro lado dejó la propiedad del cuadro en manos del gobierno legítimo español para que en efecto construyera la Historia, conectando con la teoría que más tarde desarrolla Heidegger, que al escribir su opúsculo sobre el arte (¡en 1950!) conocía de sobra el Guernica y su impacto, pero es improbable que pensara en él.

Porque Heidegger probablemente no quería referirse al arte moderno. Para sus ejemplos escoge el Van Gogh más austero, los templos de Sicilia, o los poemas directos de C. F. Meyer, y no las emociones obvias de los personajes del Guernica. No digamos ya las veleidades de las vanguardias, e incluso todo el arte abstracto y el inicio del pop art. Probablemente Heidegger prefiere la conmoción del espectador medieval, transido ante Dios y el torrente de espiritualidad de la pintura de su tiempo, que descubre la verdad por revelación más que por raciocinio.

En Guernica miramos el caos que supone una guerra, el horror de las sombras en ausencia de luz -lo que constituye una renovada conexión con lo medieval ahora que la pintura no está obligada al naturalismo-, la asfixia de un hogar en un bombardeo, los cuerpos desmembrados bajo el expresionismo cubista picassiano. Al representar al pueblo y donarle el cuadro para su disfrute, Picasso completa un viaje al espectador, que ya lo copa casi todo en el arte: representación, audiencia, propiedad. ¿Será que es el espectador la esencia real? Cranach el Viejo proponía su propio Apocalipsis colorido, abrumador e infinito en un cosmos inabarcable, que pinta un horror metafórico sin dolor personal: el hombre común como individuo daba igual. Hubo que primero ponerle un marco, dejar de pintar sólo ideales prebostes o santos, permitir que el siglo XIX y sus revoluciones le dieran independencia personal, y que, finalmente, el siglo XX le educara, le convirtiera en protagonista del arte y la narración, y, de paso, casi le destruyera. Descartes tal vez diría aquí videmus, ergo sumus, o incluso picti sumus, ergo sumus. Es decir: nos han pintado, luego existimos…

 

Bilbao, abril de 2023.

 

[1] P. Lanceros. “La revelación del fin y la imagen del día”, en Apocalipsis o Libro de la revelación (Ed. P. Lanceros), Abada Editores, Madrid, 2018, pp. 13-90.

[2] R. Fossier, Gente de la Edad Media, Santillana Ediciones Generales, Madrid, 2008.

[3] U. Eco, Historia de la belleza, Editorial Lumen, Barcelona, 2004, p. 99.

[4] André Grabar, Los orígenes de la estética medieval, Ediciones Siruela, Madrid, 2007, pp. 22-29.

[5] Umberto Eco, Op. Cit., p. 102.

[6] V. I. Stoichita, La invención del cuadro, Ediciones Cátedra, Madrid, 2011, pp. 14-15.

[7] J. M. de Azcárate Ristori, A. E. Pérez Sánchez y J. A. Ramírez Domínguez, Historia del arte, Ediciones Anaya, Madrid, 1980, pp. 310, 324.

[8] S. García y J. Olivares, Las meninas, Astiberri Ediciones, Bilbao, 2015.

[9] V. I. Stoichita, Op. Cit., pp. 259-269.

[10] D. Hockney, El conocimiento secreto, Ediciones Destino, Barcelona, 2001.

[11] J. Gomá Lanzón, “Imitación y experiencia”, Penguin Random House Grupo Editorial, Barcelona, 2014, pp. 265-280.

[12] F. Calvo Serraller, Goya. Obra pictórica, Random House Mondadori, Barcelona, 2009, pp. 274-292.

[13] M. Gutiérrez y M. Romero, Goya. Saturnalia, Cascaborra Ediciones, Barcelona, 2022, pp. 28-89.

[14] M. Heidegger, El origen de la obra de arte, La Oficina Ediciones, Madrid, 2016, pp. 107-135.

[15] L. F. Moreno Claros, “Heidegger era nazi. ¿Lo es su filosofía?” Babelia – El País, 11 de marzo de 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Goio Borge

Hace ya unos meses se publicó la novela El copista de Carthago del zaragozano Miguel Ángel Nievas, quien se estrena como escritor. Pertenece la obra al género histórico y, a veces, aparecen dudas acerca del valor literario de muchas de estas novelas, ya que una gran mayoría es de fácil consumo y casi todas olvidables. No es el caso de esta novela porque queda en el recuerdo con afecto y cariño. 

Por un lado, hay libros de Historia que se leen con pasión casi narrativa, puesto que los autores imprimen en ellos datos expuestos con dinamismo y hasta emoción. Es el caso de los muy conocidos Canfora, Beevor, Goldsworthy o Irene Vallejo entre muchos. Por otro lado, hay novelas que contienen espesor histórico, datos fidedignos y un extremo cuidado en el dibujo de los personajes y de la época. Así dos recientes novelas, El derecho de los lobos y El último asesino, se adentran con inteligencia en complejas tramas de época romana, como la de Nievas. Con extrema delicadeza, Ursula K. Le Guin en Lavinia dejó el listón muy alto al tratar nada menos que a Virgilio, Eneas y una Roma aún no nacida. Por este motivo, es de sentido común, no es el tema o el género los que determinan la categoría de una novela, sino su forma, estructura y estilo. 

En esta novela reseñada aquí, el autor se adentra con arrojo en una época compleja y casi nunca tratada: el paso del siglo III dC al IV, y dirige su mirada a los cambios políticos y religiosos en el Mediterráneo. Narrada en primera persona, su protagonista, Craso, cuenta sus azares, aprendizajes, renuncias y aventuras tanto externas como internas Leemos de este modo un mundo antiguo muy bien descrito junto a una vida única que crece en cada página. 

El copista de Carthago tiene una estructura externa tripartita que se condice muy bien con el sentido y los temas de lo narrado. La primera parte, “La palabra escrita”, contiene la infancia y juventud de Craso, sobre todo en lo concerniente a su aproximación a los humildes materiales del soporte de la escritura, el papiro y el pergamino, y su tímida pero firme voluntad de aprender a leer y escribir. El autor muestra aquí una gran labor de documentación, que se imbrica perfectamente en los hilos narrativos y en los cambios del protagonista. Llaneza y profundidad son elementos clave de esta novela, de principio a fin. Uno desea pasar las páginas para deleite y provecho, ese placer que tanto reconforta a los lectores. 

Craso, en sus lecturas y pensamientos, se desliza entre el estoicismo de Séneca y Epicteto y las primeras noticias que le llegan de esos extraños cristianos. Queda este asunto filosófico y religioso como constante temática tanto en la novela como en su evolución cultural y sentimental. Esta iniciación está relatada con delicadeza y cariño. A Craso le acompañan personajes secundarios que no lo parecen porque están, aun con pocas páginas, muy bien dibujados. Destaca por su prestancia y sabiduría su maestro, amo y casi padre, Anás.

Es una novela de viajes y Craso, homo viator como tantos, conoce la amistad, el dolor, la soledad, el amor, la desgracia y lo que destaca es su reacción noble ante estos avatares tan humanos. Al acabar la primera parte, tenemos a Craso convertido más que en un gran personaje, en una persona. Está sorprendido de las enseñanzas cristianas, del dios de los judíos tan distinto a ese Jesús reciente, conoce los misterios de Mitra y, lleno de dudas y de preguntas, interpela también al curioso lector. Lejos de ser una novela de tesis, el autor proporciona conocimiento y sabiduría para que sean los lectores quienes interpreten muchas de las acciones de los personajes y de Craso en particular. 

La segunda parte, “La palabra hablada”, aporta gran cantidad de datos sobre las luchas intestinas de las distintas corrientes del cristianismo, junto a la intromisión siempre interesada del poder político de los emperadores. Es ese momento de la cultura escrita en que “un punto o una coma cambian el sentido” (pág. 202) y todo podría haber cambiado, Historia ficción, en el ámbito mental y religioso del Mediterráneo antiguo hasta nuestro presente. Las disputas teológicas sobre gnosticismo, arrianismo o maniqueísmo, no se hacen pesadas por estar muy bien dosificadas y entreverarse con otros nudos narrativos como los viajes, el garum, la descripción de ciudades y una carrera de cuadrigas espléndidamente descrita. Craso entiende, en esta parte de su vida, que tantas palabras y discusiones son estériles y que “casi nunca nos acercan a Dios” (pág.363). Conoce la tristeza en grado sumo y se refugia en la soledad y el silencio, anunciando quizás lo que realmente está buscando. 

La tercera y última parte, “El silencio”, es la más breve y también intensa y emocionante en muchos sentidos, la que más le ha debido costar al autor pergeñar y escribir. Craso, tras el concilio de Nicea a comienzos del siglo IV, ve cómo poder imperial y religión cristiana se unen. Inicia un viaje introspectivo muy complejo y denso. Se inclina hacia la apatheia o ausencia de pasiones, vuelve a escribir pero ahora una sencilla lista de normas de una comunidad apartada. Todo confluye en estas últimas páginas: las ideas aprendidas y discutidas, los materiales de la escritura, su oficio de copista, las palabras habladas, la meditación y su corolario el conocimiento del cuerpo, la experiencia inefable del tiempo y del estado alterado de la conciencia. Hay un maestro ahora muy distinto al de su infancia, correlato de los cambios tan profundos sufridos en el protagonista desde el inicio de su vida y de la novela. 

Creo que se trata de un texto que tiene algo bastante difícil de explicar, que va más allá del estoicismo y de las creencias religiosas. Me permito citar aquí como elemento de comparación la obra de Carrère, El reino, cuya lectura me ha ayudado a entender la profundidad de esta novela de Nievas. Una obra muy bien escrita y desarrollada, que encierra entre la palabra hablada o escrita y el silencio una hermosa metáfora de la escritura y la vida. Léanla, háganse ese favor.

 

Miguel Ángel Nievas, El copista de Carthago, Madrid, Ediciones Rialp, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Antonio Ezpeleta

- “Escribir es curar”, ¿para qué dolor o enfermedad?

- A menudo pienso en lo que dijo una vez la poeta estadounidense Adrienne Rich: “La poesía no es una loción curativa, un masaje emocional ni una especie de aromaterapia lingüística”. Según ella, la poesía “tiene la capacidad de recordarnos algo que tenemos prohibido ver”. La poesía puede sacudirnos para despertarnos y pedirnos que escuchemos y hablemos de manera diferente, que estemos alerta y abiertos al dolor de manera diferente. Para algunos, ver el dolor de nuevo y permitir que esta visión renovada informe cómo nos comportamos en el mundo es fortalecedor.

 

- ¿La poesía recuerda, inventa, sueña, conjura?

- La poesía hacia la que me inclino hace todo esto, pero de manera diferente a otros modos de escritura y arte. Y lo hace de maneras misteriosas.

 

- ¿La poesía nos habla o nos escucha?

- El placer de la poesía es dejarse guiar por el lenguaje y confiar en que tiene más conocimiento que nosotros. Al mismo tiempo, el lenguaje que empleamos y desplegamos surge de una mayor escucha de las texturas del habla y de los sonidos y patrones rítmicos que metabolizamos.

 

- Además de Machado, que aparece como epígrafe en A nivel del ojo, ¿ha leído a algún otro poeta español?

- Sí, algunos de mis poetas favoritos, cuando empecé a tener ambiciones de escribir versos, eran poetas que escribían en español: Lorca, Neruda, Vallejo. No en vano, como dices, seleccioné un fragmento de un poema de Antonio Machado como epígrafe inicial de este libro. He seguido a poetas traducidos del español por Forrest Gander y CD Wright, y estoy completamente hechizado por la colección recién traducida de la poeta mexicana Coral Bracho, Debe ser un malentendido. También he leído a poetas españolas contemporáneas como Ana Gorria, Juana Castro y Luz Pichel.

 

- ¿Qué le dicen los números primos a Jenny Xie?

- ¡Ja, ja, ja! Que soy mucho mejor formando y cediendo al lenguaje que formando números.

 

- ¿Cuándo conviene escribir desde el dolor y cuándo desde la placidez?

- No siento que la poesía surja de la conveniencia, y no sé si tenemos la opción de esciger entre uno y otro a la hora de escribir. Uno espera escribir en el estado que le permita hacer las excavaciones más profundas y desconocidas.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA ANALIZA LA OBRA DE ENRIQUE VILA-MATAS Y ANTONIO PEREIRA

TAMBIÉN PUBLICA POEMAS INÉDITOS DE MARIEKE LUCAS RIJNEVELD, EL AUTOR MÁS JOVEN EN GANAR EL PRESTIGIOSO PREMIO BOOKER INTERNACIONAL

EL RENACER DE LA LITERATURA VINCULADA A LA NATURALEZA, OTRO DE LOS CONTENIDOS MÁS RELEVANTES DE TURIA

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este mes de junio en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por dos grandes autores de nuestra literatura contemporánea: Enrique Vila-Matas y Antonio Pereira. También ofrece, en primicia en español, una breve antología poética del escritor neerlandés Marieke Lucas Rijneveled, el autor más joven en ganar el prestigioso Premio Booker Internacional. Otro de los contenidos más relevantes de esta entrega es el oportuno artículo de Gabi Martínez sobre la literatura vinculada a la naturaleza y a la llamada España Vaciada, de indiscutible actualidad.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

25 de mayo de 2023

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La fiesta terminó

y la casa ya no era nuestra casa.

 

Todos los invitados se llevaron consigo

un trozo de la fiesta, como el que arranca

piedras de un bello templo griego.

Los veíamos marcharse con las primeras luces.

Tocándose la cara, acelerando el paso.

Un árbol cae en el bosque sin hacer ningún ruido.

Nadie lo escucha. Nunca ha existido el árbol.

¿Dónde caemos nosotros?

 

Nos han dejado aquí a la intemperie:

no hay paredes, ni casa, ni amor para las cosas

que ya no poseemos.

Tendemos en el suelo el mantel sucio

y admiramos con qué silencio pueden

desvanecerse los lugares sagrados.

Nadie en el bosque, nadie en la ciudad.

 

Deberíamos buscar una palabra para nombrar

el gesto de quien queda en la casa

cuando todos se han ido.

Esto es lo que somos.

 

Se llama devoción.

 

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Lecturas Turia por Rosa Berbel

EL HISTORIADOR CÉSAR RINA SIMÓN PRESENTARÁ LA REVISTA EL 21 DE JUNIO EN BADAJOZ, CIUDAD NATAL DE BAREA

TURIA PUBLICA, POR PRIMERA VEZ, LAS CHARLAS QUE EL AUTOR EXILIADO EN INGLATERRA DIO EN LA BBC

PARTICIPAN EN EL HOMENAJE A BAREA LOS MÁS DESTACADOS ESPECIALISTAS EN SU OBRA: PAUL PRESTON, ANTONIO MUÑOZ MOLINA, WILLIAM CHISLETT, NIGEL TOWNSON O MICHAEL EAUDE, ENTRE OTROS

El nuevo número de TURIA, que cumple este 2023 su 40 aniversario, tiene un protagonista muy especial: Arturo Barea. Se cumple así una de las líneas de trabajo que la revista cultural ha mantenido a lo largo de sus cuatro décadas de trayectoria: el redescubrimiento de autores que, injustamente y por diversos motivos, no han sido objeto de la atención y el fomento de la lectura que su obra merece. Porque TURIA considera que Barea debería ser valorado como uno de los escritores de referencia de las letras españolas del siglo XX. Un autor tan canónico e imprescindible como lo puedan ser otros tan reconocidos de su generación como Max Aub, Mercé Rodoreda, Rosa Chacel o Ramón J. Sender.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

la boca suave y mordida del tiempo

busca mis horas

se introduce en mi garganta,

alborota la serenidad de mis máscaras

la boca suave

del tiempo que va y no regresa

que hace nido en un poste telegráfico

me busca

se tiende a mis pies de estatua

escupe sopa de sobre

y niños que en otro continente muerden el hambre de un árbol

la boca pálida

sin dientes

esa madrugada que huye del brillo

que se emborracha de golpes

y mujeres que no saben subir las escaleras de una idea

me busca

esa boca

suave

del tiempo enterrado

de la memoria que lima sus uñas frente al mar

suave

la espuma del hombre

el semen que me busca

en esta cama

de hojas sin ordenar

de enanos calientes que masturban su soledad en una botella

el tiempo

el caballero que trepa por la porcelana y se hace pis

sobre las monedas

ese

busca mi piel ulcerada

intenta atrapar las serpientes que roen mis huesos

tarde

pero me busca

la boca

que cae

al suelo

que se hiere de luz

que se cansa

que se encorva

ahora

en los verbos que han de venir

sobre las bragas de un reloj

de tiernas palomas en suspenso

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

Rafael Ángel Jorge Julián Barret y Álvarez de Toledo ―conocido como Rafael Barret― nació en Torrelavega el 7 de enero de 1876. Su padre, George Barret era natural de Coventry, condado de Warwickshire, Inglaterra. Su madre, María del Carmen Álvarez de Toledo y Toraño, era oriunda de Villafranca del Bierzo, en León. Como queda de manifiesto en su partida de nacimiento, «eran residentes accidentalmente en esta villa [se refiere a Torrelavega]». Después de su breve estancia en la ciudad y, tras residir en Vizcaya y en Guipúzcoa, la familia se muda definitivamente a Madrid, ciudad en la que fallece su padre en 1896 (su madre, sin embargo, muere en Bilbao, en 1901). En 1902, ya en la capital, Barret estudia ingeniería en la Escuela de Caminos ―de esta etapa provienen sus vastos conocimientos de matemáticas― y lleva una vida disipada, de dandy gracias a las rentas, no muy copiosas, sin embargo, de su herencia.  Se relaciona con los círculos culturales más avanzados, participa en tertulias literarias y políticas donde conoce a Valle-Inclán, a Manuel Bueno y a Ramiro de Maeztu, entre otros escritores de la época. Un desgraciado incidente cambiaría el curso de su vida. El abogado José María Azopardo tildó a Barret de homosexual, un delito en aquella época. Barret exigió que se repara su honor y, a tal efecto, se celebró un Tribunal de Honor presidido por el duque de Arión, que desairó al injuriado privándole de batirse en duelo, negándole, por tanto, la posibilidad de resarcir su honor. Barret acudió entonces a un doctor para que certificara su virginidad anal. «El jueves veinticuatro de abril de 1902, mientras se celebraba una función teatral en el Circo Parish, situado en la madrileña Plaza del Rey, irrumpió Barret en un palco con un certificado médico que probaba su inocencia y agredió al duque con una fusta, causándole heridas». Después de este lamentable incidente se traslada a Francia. Vive en París y se gana la vida ―precariamente―escribiendo artículos para varios periódicos. Unos años después, ya sin restos del patrimonio económico heredado y considerado socialmente como un paria, se embarca en Cherburgo rumbo a América del Sur, haciendo escala en Vigo, Lisboa, Santa Cruz de Tenerife, Praia, Recife, Bahía, Río de Janeiro, Santos y Montevideo, a donde llegó el 2 de noviembre de 1903, antes de desembarcar en Buenos Aires. No tardará mucho en reiniciar su labor como periodista. Empieza a colaborar en el diario El Correo Español ese mismo año y en el diario El Tiempo en abril de 1904. Compagina esta actividad con la divulgación matemática. En octubre se traslada a Villeta (Paraguay) ―«el único país mío donde me volví bueno», escribe en una carta a su mujer en 1908― y asiste como corresponsal al levantamiento revolucionario contra el gobierno del general Benigno Ferreira. Barret no se conforma con ser un mero espectador, se implica hasta el punto de participar en la contienda armada: «Tomé un fusil; estábamos en guerra, esperando el ataque de un instante a otro. No me arrepiento ciertamente de haber simpatizado con la causa liberal, pero me felicito aún más de no haberme visto obligado a disparar un tiro», confiesa en una carta. Cuando la revolución triunfó, su implicación le fue recompensada con unos cargos menores: auxiliar en la Oficina General de Estadística primero y jefe de Sección después, sin embargo, estos nombramientos no tardarían mucho en ser revocados. Mientras, compagina su trabajo como funcionario con la escritura de artículos y, además, consume su tiempo cortejando a algunas muchachas de la ciudad, a las que escribía apasionadas cartas y poemas de corte romántico. Su noviazgo con Francisca Solana López Maíz, trece años menor que él, hija del abogado español Eugenio López y Cativiela y de la paraguaya Celedonia Maíz, acabó en boda en abril de 1906, de resultas de la cual nació Alejandro Rafael Barret López, el veinticuatro de febrero de 1907. Su vida entra entonces en un periodo de calma y de prodigalidad literaria que, desgraciadamente, no duraría mucho. La grave situación social que atravesaba el país y las violaciones de los derechos humanos llevadas a cabo por el ejército con la connivencia del gobierno, reclutando a la fuerza, por ejemplo, a ciudadanos indigentes, le obligan a denunciar esas tropelías en sus artículos y a acercarse ideológicamente al anarquismo: «el anarquismo, tal como yo lo entiendo, se reduce al libre examen político», escribe. Comienza así a tomar conciencia de la marginación que sufrían los indios y las clases más desfavorecidas y no duda en ponerse de su parte: «Es un pueblo de resignados y dóciles, sumido en la tristeza y el silencio. Bajo ese silencio no hay odio, maldad ni traición […] El pueblo merece nuestra piedad y nuestros mejores sacrificios porque sus dolores son muy grandes, y no se deben a lo inclemente de la naturaleza, sino a la maldad de los hombres», escribió. Las cosas no cambiaron mucho con un nuevo y violento pronunciamiento militar que comanda coronel Albino Jara. Por esa época, Barret, en concreto el dos de agosto de 1908, funda el semanario Germinal, un inequívoco homenaje a Zola que solo alcanzaría once números, clausurado por el gobierno en octubre por la publicación del artículo «Bajo el terror», artículo que supuso también su deportación a Brasil. Su estancia aquí es fugaz. A los pocos días se traslada a Montevideo, la capital de Uruguay. Será en esta ciudad donde los primeros síntomas de tuberculosis se hacen evidentes. Aunque recurre a todas sus amistades, no encuentra trabajo en periódico alguno. Publica esporádicamente algún artículo hasta que, finalmente, gracias a la intervención de su amigo Milchelson, encuentra acomodo en el diario La Razón. Sus artículos le proporcionan pronto una fama inusitada, lo que le garantiza una remuneración fija. Establece entonces una profunda amistad con el teósofo José Eulogio Peyrot, de carácter y espíritu muy similares a los suyos. El éxito, sin embargo, no aplaca el creciente desarrollo de su enfermedad. A finales de diciembre sufrió una crisis con vómitos de sangre. El 3 de enero de 1909 fue internado en un hospital y, pocos días después, en la Casa de Aislamiento, donde le diagnosticaron tuberculosis pulmonar. Pese a todo, no faltaba a la cita con sus lectores, que devoraban sus artículos. La enfermedad parecía remitir y después de cuarenta y nueve días internado, fue dado de alta y se le recomendó que fuera al sur de Paraguay, con un clima más favorable para su dolencia incurable. La familia se une de nuevo en ese lugar apartado. Él continúa enviando artículos para La Razón. Muchos de ellos, junto con otros procedentes de otros rotativos, fueron recopilados en el libro Moralidades actuales (1907-1909), que obtuvo críticas muy favorables y una buena acogida por parte de los lectores. Tiempo después, regresa con su mujer y con su hijo a Asunción y se reencuentra con lo que él llama la «civilización»: «Voy a vivir en San Bernardino, precioso balneario próximo a la capital, con todos los recursos de una civilización que me ha faltado por completo desde hace cerca de un año, en aquel imposible desierto del Paraná. Mi salud sigue muy delicada», escribe en carta a su amigo Peyrot. En la capital comienza a colaborar en el diario El Nacional. En esta cabecera publica una serie de artículos bajo el título común de «Marginalia». Los nuevos descubrimientos en Francia sobre la curación de la enfermedad le hicieron concebir esperanzas. Un grupo de amigos consiguió financiar su viaje a Europa: «Gracias a La Razón de Montevideo, que me nombra corresponsal en Europa, puedo irme a París, lo que pienso hacer a primeros de septiembre, para intentar un tratamiento contra mi enfermedad». El día dieciséis de septiembre desembarcó en Barcelona y el 24 de dicho mes llegó por tren a París. Allí fue a visitar al especialista Dr. René Quintón, quien le aconsejó trasladarse al suroeste del país, a Arcachón concretamente, a donde llegó el doce de octubre. No cesa de escribir artículos para La Razón y El Diario, pero la enfermedad sigue su camino y le lleva a la tumba el día diecisiete de diciembre de 1910. Contaba tan solo con treinta y cuatro años.

Este es un resumen, muy sucinto, de su corta vida, pero apenas hemos rozado siquiera su pensamiento, sus profundas convicciones solidarias, humanas, en la senda de Cristo, Tolstoi, Gandhi y otros personajes de similar envergadura moral. Eso es lo que intentaremos desglosar ahora. Lo primero que nos llama la atención es el profundo desconocimiento que hay sobre su obra, a pesar de que autores de la talla de Borges lo citen como un gran escritor de «espíritu libre y audaz» o Augusto Roa Bastos confiese su influencia: «Barret nos enseñó a escribir a los escritores paraguayos de hoy». Es muy probable que su accidentada salida de España y el escaso vínculo que mantuvo desde entonces con las élites literarias de nuestro país tengan parte de responsabilidad en tal silencio. En las memorias de Pío Baroja, por ejemplo, no sale bien parado: «Barret fue para mí como una sombra que pasa. Barret debía ser un hombre desequilibrado, con anhelos de claridad y de justicia. Tipos así dejan por donde pasan un rastro de enemistad y de cólera». Para ser pragmáticos, podemos dividir su corta vida en dos etapas, la primera se dilatará durante veintisiete años, desde su nacimiento hasta que se embarca rumbo a Sudamérica, en 1903. Durante esta época sus intereses intelectuales se centran en aspectos literarios y mundanos. Su limitada economía le permite, sin embargo, representar un papel de hombre cosmopolita y culto ―lo que sin duda era. Hablaba cuatro idiomas, tocaba el piano y sus conocimientos científicos eran sólidos―, pero no obtuvo, como hemos visto, el reconocimiento que, sin duda, merecía. En Paraguay su vida da un giro de ciento ochenta grados. Se desprende de su imagen bohemia y se implica directamente en los problemas sociales de los más desfavorecidos. «Este hombre ―escribe Santiago Alba Rico― que con tanto ardor había defendido en Madrid su honor agraviado, deja de ocuparse de sí mismo apenas pone el pie en las vastas y apacibles (y terribles) tierras del país americano». Es entonces cuando toma conciencia de la precaria situación de las gentes del pueblo llano y se involucra en la revolución de 1904. A partir de ese momento, sus artículos se convierten en proclamas que arrastran a las masas en pro de justicia y solidaridad. Denuncia la miseria y las pésimas condiciones de vida que sufren los campesinos y los obreros con encendida pasión. Ideológicamente se decanta cada día más por un anarquismo en el que no exista el dinero, se suprima el ejército y la propiedad privada y se renuncie a toda exigencia de ley y autoridad. Todo esto podríamos considerarlo como un ejercicio extremo de veleidad utópica si no fuera porque él trato personalmente de llevarlo a la práctica, lo que le ocasionó la ruina económica y acrecentó su delicado estado de salud. No es, por tanto, un mero predicador de los que tanto han abundado a lo largo de los siglos, porque, como un Jesucristo contemporáneo, su conducta se mantuvo fiel a sus ideas. Lo que escribió sobre Tolstoi, otro de sus referentes más directos, con motivo de su fallecimiento, unos meses antes de que el propio Barret dejara este mundo, puede servirnos para definirle a él: «En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad».

Debo un primer acercamiento a la figura y la obra de Stephen Crane al libro de Paul Auster, La llama inmortal de Stephen Crane, publicado en español en 2021, en traducción a cargo de Benito Gómez Ibáñez. Hasta ese momento, el único Crane que yo conocía era Hart, poeta estadounidense fallecido en extrañas circunstancias ―según todos los indicios, se trató de un suicidio― en el golfo de México el 27 de abril de 1923 después de caer por la borda desde la cubierta del barco en el que viajaba. Auster, en casi mil páginas, recorre minuciosamente la corta vida de Stephen, al parecer, uno de los autores más influyentes de la literatura estadounidense. Nació el 1 de noviembre de 1871 en New Jersey y falleció en Alemania el 5 de junio de 1900 víctima de la tuberculosis. Es, por tanto, un estricto contemporáneo de Barret. En el exhaustivo análisis que lleva a cabo Auster, además, no es difícil encontrar similitudes entre dos vidas, la de Barret y la Crane, que contravinieron las normas más tradicionales y conservadoras tanto en sus obras como en su propia existencia. Fue, escribe Auster, «el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita», a pesar de que escribió su obra ―una novela, La roja insignia del valor, dos novelas cortas, Maggie: una chica de la calle y El monstruo, varias colecciones de relatos, dos libros de poemas, Los jinetes negros y La guerra es buena y más de doscientos artículos― en tan solo ocho años y medio. ¿Cómo era la sociedad norteamericana de la época? Al parecer, no muy diferente en la jerarquía social de la que Barret observó en el Cono Sur americano. Gozaban, sí, de un mayor desarrollo económico, tecnológico y cultural ―los Estados Unidos, según Auster, vivieron «un largo periodo de crecimiento, turbulencias y fracaso moral en el que, de país atrasado y aislado se transformó en potencia mundial, pero sus dirigentes eran en general ineptos, corruptos o ambas cosas»―, pero en lo referente a las condiciones laborales, por ejemplo, no se diferencian mucho de la que denunció con tanta virulencia el escritor español. Los ricos acumulaban grandes riquezas sin escrúpulo alguno y los pobres, la escala más baja de la sociedad compuesta por inmigrantes europeos, asiáticos, negros y nativos, sufrían jornadas laborales extenuantes gratificadas con unos pocos centavos. Carecían de derechos laborales y de agrupaciones o sindicatos que velaran por sus intereses, de tal forma que, «los exterminaba un sistema concebido para que el dueño del negocio extrajera el máximo beneficio a expensas de la salud de sus empleados con objeto de adquirir poder y seguridad», por lo que no resulta extraño que surgieran corrientes como el marxismo o el anarquismo como forma de lucha contra tales injusticias.

Gracias a que su hermano poseía una agencia de noticias Crane comenzó pronto a hacer sus primeros pinitos literarios. Escribía con fruición, y ya sabemos que el ejercicio de la propia escritura es la mejor escuela para un aprendiz. Apenas cursó estudios universitarios, sin embargo, pese al poco tiempo que pasó en la universidad, en este periodo consiguió dar el paso crucial de la adolescencia a la madurez. En lugar de asistir a clase, frecuenta los barrios bajos de la ciudad, Syracuse, palpa la sordidez del ambiente y comienza a escribir sobre sus nuevas experiencias, ya no en forma de artículo, sino como ficción. Resulta del todo probable que lo que vivió en aquella época le sirviera para concebir el argumento de su primera novela, Maggie: una chica de la calle, completado con lo experimentado en Nueva York, aunque debemos evitar la tentación de leer esta novela desde una perspectiva meramente autobiográfica. Por supuesto, la vida del autor le ha proporcionado un valioso material, pero este queda ficcionalizado en la narración, una narración que encontró serias dificultades para ser publicada. Tras el rechazo editorial, Crane se vio obligado a publicarla por su cuenta. Recurrimos de nuevo a la minuciosa biografía escrita por Auster: «Unos dos tercios de las mejores obras de Crane se escribieron en aquellos cinco años y medio (de mediados de 1891 a finales de 1896). Tenía numerosos amigos y conocidos, se enamoró al menos tres veces, iba a restaurantes y al teatro siempre que se lo podía permitir, viajó hasta Hartwood e hizo muchas otras cosas aparte de escribir». En este aspecto, sin embargo, son notorias las diferencias con Barret. Crane a los 25 años era todo un personaje, como Barret, pero gozaba ya de una fama literaria que le había hecho ser popular en todo el país, algo impensable en el Barret de la misma edad, solo un diletante por entonces.

Su siguiente obra, La roja insinia del valor, nació, según Auster, «de la desesperación. Crane estaba en la ruina, y las perspectivas de dejar de estarlo parecían ir disminuyendo. Escribía continuamente, pero hasta el momento poco fruto de su esfuerzo podía mostrar… Aparte de Maggie, que había agotado todos sus recursos económicos, solo lograr colocar tres breves esbozos en la revista humorística Truth a todo lo largo de los doce meses de 1893». La novela está ambientada en la guerra civil norteamericana y fue considerada desde el principio como una obra magistral. Crane, a pesar de no haber combatido nunca, consigue, gracias a sus dotes literarias e imaginativas, realizar una magnífica penetración psicológica en la mente de su protagonista, un joven soldado.  Si pensamos en Barret, comprobamos que este, al principio, sufre una situación similar con respecto a la publicación de sus libros, no así de sus artículos, que publicó en las mejores cabeceras de Argentina, Paraguay y Uruguay y que le granjearon fama literaria entre sus contemporáneos y aprecio entre quienes defendía en sus textos. Las duras condiciones vitales a las que la pobreza sometió a Crane, junto con su dependencia del alcohol y el tabaco, comenzaron a pasarle factura. Contrajo una neumonía que le tuvo en cama durante más de una semana y su salud se resquebrajó de forma inevitable. No concebía escribir sobre algo que no hubiera experimentado de forma directa y eso le condujo a exponerse a las pésimas condiciones que sufrían los más desheredados. «¿Cómo iba a sentir lo que sufren los pobres diablos si yo iba bien abrigado?», escribe a un amigo que le recrimina por lo inapropiado de su vestimenta. Otro tanto ocurre cuando le encargan realizar unos reportajes sobre las condiciones de trabajo en las minas de carbón: «Uno no puede bajar a la mina sin preguntarse por qué los barones del carbón ganan tanto y estos mineros, devorados día tras día por las lúgubres fauces negras de la tierra, reciben, en proporción, tan poco». Pese a su identificación con los oprimidos, en sus escritos ―sobre todo en los más juveniles― a veces aparecen tensiones entre sus ideas y los prejuicios adquiridos por su educación, prejuicios que irán desapareciendo con el paso del tiempo. Según Auster, «a pesar de todos sus impulsos democráticos y de su buena voluntad, los negros seguían siendo el Otro para él, y nunca se liberaría enteramente de los estereotipos raciales que por entonces proliferaban en la cultura norteamericana y que aún continúan entre nosotros hoy en día». La fama que le granjeó La roja insignia del valor hizo que le contrataran para cubrir la llamada Guerra de los Treinta días, entre Grecia y Turquía, en 1897.

«Lo que más intriga de Crane es su sobreabundancia. No solo las diversas personalidades que alberga su menudo cuerpo, sino su don para pensar en una cosa al mismo tiempo que en otra, y quizá en una tercera o incluso en una cuarta, sin perder el rastro de la primera», escribe Auster, y es que compagina la escritura de una novela con la redacción de decenas de artículos, con la escritura de poemas ―al menos dos títulos, con influencia de Emily Dickinson, Los jinetes negros (1895) y La guerra es amable y otros poemas (1899)― y relatos. La publicación de La roja insignia del valor en 1895 fue todo un éxito. Se la calificó de obra maestra por la crítica, casi unánime a la hora de resaltar sus virtudes. La fama que derivó de la publicación resultó ser un arma de doble filo, por una parte, le llovieron los encargos literarios, pero, por otro, los continuos compromisos sociales alteraron su ritmo de trabajo. Además, un extraño suceso ―otro punto en común con Barret― dio al traste con su reciente buena posición. La defensa que hizo de una prostituta detenida injustamente, y el juicio posterior, minaron su reputación. La prensa se posicionó en su contra y a favor de la actuación policial. A las 2 de la madrugada del 16 de septiembre de 1896, acompañó a dos coristas y a Dora Clark desde el Broadway Garden de la ciudad de Nueva York, en el cual había entrevistado a mujeres para una serie que estaba escribiendo. Cuando Crane dejó a una de ellas a salvo a un tranvía, un policía vestido de civil llamado Charles Becker arrestó a las otras dos por prostitución; Crane fue amenazado con ser arrestado cuando trató de intervenir defendiéndolas. Una de las mujeres fue liberada después de que Crane confirmara su afirmación errónea de que era su esposa, pero Clark fue acusada y llevada a la comisaría. En contra del consejo del sargento que lo arrestó, Crane hizo una declaración confirmando la inocencia de Dora Clark, afirmando que «solo sé que mientras estuvo conmigo actuó de manera respetable y que la acusación del policía era falsa». Sobre la base del testimonio de Crane, Clark fue dado de alta. Los medios aprovecharon la historia; las noticias se extendieron a Filadelfia, Boston y más allá, y los periódicos se centraron en el coraje de Crane. La historia de Stephen Crane, como pronto se difundió, no tardó en convertirse en una fuente de burlas:  el Chicago Dispatch bromeó diciendo que «se informa respetuosamente a Stephen Crane que la asociación con mujeres vestidas de escarlata no es necesariamente una “insignia roja de valor”» y así describe el Boston Traveler su testimonio: «Stevie Crane parece encontrarse en una situación difícil a raíz de su valerosa defensa de una joven en un juzgado de guardia de Nueva York. Lo más probable es que el joven prodigio literario estuviera de “parranda” y, cuando detuvieron a su acompañante, se inventara la historia de que se estaba documentando para un libro». Después de esa campaña en su contra, Crane se despidió de la ciudad. Regresó para testificar en el juicio, pero tras el ominoso veredicto se mudó a Florida, lugar que le serviría de puerto de embarque hacia Cuba, isla a la que arribó tras una agitada travesía con naufragio incluido ―esta dura experiencia la narró en El bote abierto y otros cuentos (1898)― a resultas del cual contrajo la tuberculosis que le condujo finalmente a la muerte. Allí cubrirá como corresponsal la sublevación armada del pueblo cubano contra la colonización española. Volvería a Norteamérica solo de manera eventual, pero la nostalgia de su país quedó relejada en Historias de Whilomville (1900). Su relación íntima con una mujer casada, cuyo marido le negaba el divorcio, lo hacía casi imposible. Se estableció con ella en Inglaterra, donde viviría con todo lujo mientras dispuso de dinero, dinero que no tardó en escasear. Al final, se mudaron a un antiguo caserón medio en ruinas que no disponía de las mínimas condiciones de habitabilidad, menos aún para alguien como él, aquejado desde joven de dolencias respiratorias: «Un organismo debilitado y febril no recuperará las fuerzas viviendo en habitaciones heladoras y rezumantes de humedad, y dos largos inviernos en Brede pasaron a Crane una elevada factura. La casa en sí no fue directamente responsable de su muerte, pero no hay duda de que desempeñó un papel importante en su fallecimiento», escribe Auster. Sin embargo, consciente de su cercano final, Crane multiplicó su actividad. Las deudas lo asfixiaban. Aceleró el ritmo de sus publicaciones, viajó a Irlanda, a París, a Lausana. Ya muy deteriorado los médicos le aconsejan viajar a la Selva Negra y se instalaron en una villa donde atendía a sus pacientes el doctor Albert Fraenkel. No transcurrieron muchos días cuando le sobrevino la muerte. Fue embalsamado en Friburgo y trasportado a Londres. Allí, durante varios días sus amigos pudieron despedirse de él. El cadáver fue, posteriormente, trasladado a Nueva Jersey para ser enterrado junto a sus familiares. En tan corta vida, Crane había publicado con regularidad novelas, colecciones de relatos (además de los títulos ya mencionados, podemos citar, por ejemplo, La madre de George (1896), El monstruo y otros cuentos (1899), Servicio activo (1899) y Heridas en la lluvia (1900)―, poesía y, por supuesto, multitud de artículos periodísticos, todo lo contrario que Barret, cuya obra, asistemática, desordenada, se publicó fundamentalmente en periódicos―en vida solo publicó, después de muchas vicisitudes, Moralidades actuales, en 1909, con moderado éxito, reeditado en España en 2010― y solo después de su muerte se ha recogido parte de ella en antologías hasta que, por fin, su Obra completa se editó en 1943 en Buenos Aires. «La obra de Rafael Barrett ―escribe Corral Sánchez-Cabezudo―cosechó una general falta de aceptación en el Paraguay de su tiempo. Y no solamente en el ámbito de los poderes establecidos (fue apresado y desterrado en 1908 tras el golpe del coronel Albino Jara), sino también desde los principales ambientes intelectuales del país. Por el contrario, la obra de Barrett obtuvo un rápido éxito y una gran repercusión en Montevideo, donde apenas residió tres meses y medio. Fue en Montevideo donde posteriormente se publicarían la mayoría de sus escritos».


Rafael Barret. A partir de ahora el combate será libre. Prólogo de Santiago Alba Rico. Ladinamo Libros, Madrid, 2003.

Rafael Barret. Sembrando ideas. Prólogo de Roberto Lavín. Vida a cargo de Vladimiro Muñoz. Editorial Rodu, Santander, 1992.

Francisco Corral Sánchez-Cabezudo. Instituto Cervantes. «Rafael Barret. El hombre y su obra»

Paul Auster. La llama inmortal de Stephen Crane. Seix Barral, Barcelona, 2021

https://en.wikipedia.org/wiki/Stephen_Crane

https://www.buscabiografias.com/biografia/verDetalle/3215/Stephen%20Crane

https://www.biografiasyvidas.com/biografia/c/crane_stephen.htm

Escrito en Sólo Digital Turia por Carlos Alcorta

Nueva York Poetry Press aglutina en una antología que condensa cuarenta años la labor poética de Rafael Soler, desde 1980 hasta 2020.Se trata de la cuarta selección de su obra poética, tras La vida en un puño (Antología). 2012. Editorial Servilibro y la Asociación Pistilli Miranda (Asunción, Paraguay), Pie de página (Antología). 2012, n.º 150 de ElsPlecs del Magnânim y Leer después de quemar. Olé Libros 2019. Colección Vuelta de Tuerca. N.º 3. Desde el primer poema hasta el último verso que compone la antología poética Demasiado cristal para esta piedra (Nueva York Poetry Press, 2022) que corre a cargo de Lucía Comba (compiladora) y se publica en Nueva York dentro de la colección Piedra de la Locura volumen 16 – Antologías personales (Homenaje a Alejandra Pizarnik), encontramos el sello personal del autor. No es casual que sea Lucía Comba la compiladora de esta interesante antología que atraviesa los ejes y las temáticas principales de su poética. Compilar una obra poética significa admirar al autor desde el punto de vista humano y literario y, en este caso, el hecho de ser su compañera de vida confirma este hecho. Escoger los poemas que componen este libro no es una tarea fácil ya que su trayectoria literaria es tan amplia y variada que requiere una precisa selección de los que modelan su perfil literario y más concretamente, el poético.

Recordemos que Rafael Soler es un reconocido poeta valenciano, narrador, ingeniero y profesor universitario y, el vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores. Dentro de su producción novelística podemos destacar seis novelas (El grito (1979), El corazón del lobo (1981), El sueño de Torba (1983), Barranco (1985), El último gin-tonic (2018) y Necesito una isla grande (2019) y varios libros de poesía (Los sitios interiores (sonata urgente), 1980. Colección Adonais. Ed. Rialp, Maneras de volver, 2009. Octava edición 2018, Ediciones Vitruvio, Las cartas que debía. 2020 El Ángel Editor, Colección Pluma Quito, Ecuador.  Ediciones Vitruvio, tercera edición 2014, Ácido almíbar 2014 Ediciones Vitruvio. Segunda edición 2014, No eres nadie hasta que te disparan. 2016. Ediciones Vitruvio. Tercera edición 2018, Las razones del hombre delgado. 2021. Colección Pared Contigua volumen 4. Nueva York Poetry Press y Vivir es un asunto personal, publicada en 2021 y recoge su obra completa. 2021

Dentro de esta antología encontramos una selección de poemas de todos sus libros de poesía en la que todos los poemas versan sobre los grandes temas del ser humano como el amor, la existencia, el tiempo, la soledad, la muerte, el elogio a lo mundano, la armonía y la felicidad compartidas, los pequeños detalles. Una abundante exposición de versos que nos acercan a un creador de la palabra y un seductor del lenguaje. Esta edición nos muestra una pintura como portada de Osvaldo Sequeira en la que refleja la mirada del poeta en tonos ocre, se reproducen fotografías del autor en blanco y negro vinculadas a su vida personal y antecede la misma pintura en grises perla antes de los poemas dedicados como siempre a su mujer Lucía. Los poemas aparecen en orden cronológico en una recopilación de la poesía que se considera más esencial y que había escrito entre 1980 y 2020, destacando en primer término el título del libro de poemas al que pertenecen e introducidos todos ellos, por su título en mayúsculas y en negrita. Se diría que la estructura del libro sigue una exhaustiva línea de publicación en el mercado editorial con el fin de expresar los rasgos reconocibles por cualquier lector característicos de la trayectoria literaria de Rafael Soler.

La contraportada llamará la atención al lector que, sin duda, se detendrá en las hermosas palabras escritas en blanco sobre fondo negro sobre el autor por parte de Manuel Turégano, editor de Contrabando y Javier Lostalé, excelente poeta español. Ambos destacan y subrayan las características esenciales de su poética. No hay que olvidar que muchos de los libros de Rafael Soler han sido traducidos y publicados en francés, inglés, italiano, japonés, húngaro y rumano. Ha sido invitado también a leer su obra en más de quince países y la ha publicado en Bolivia, Ecuador, Honduras, Paraguay, Perú, Japón, Hungría, Francia, Italia y Rumanía. Sin embargo, todos los poemas seleccionados que el lector encontrará en la antología están en español. En un apartado final del libro denominado Abrazos podemos encontrar una mirada caleidoscópica de diferentes escritores sobre la escritura de Rafael Soler, un abanico de colores y matices de todas las partes del planeta que abarca desde Antonio Gamoneda, Dante Mafia, Daría Rolland, Gabriel Chávez, Iván Oñate, Jaime Siles, Javier Lostalé, Manuel Turégano, Raúl Zurita, Remedios Sánchez, Rolando Kattan hasta Teuco Castilla. La ciudad de Nueva York en blanco sobre negro nos despide antes de cerrar el libro de poemas que tenemos los lectores entre las manos y nos deja un sabor posmoderno de la ciudad de las luces y las estrellas del XXI, el mismo en tonos crema de la editorial que lo publica y aparece en la contraportada y representa la colección Piedra de la Locura.

El espíritu que unifica y da sentido a esta selección de poemas gira en torno a un criterio definido por parte de Lucía Comba, compiladora y, en este caso, es de suponer que su planteamiento de elección se debe a la vida compartida con el autor, en el que el ser vital se unifica en dos seres independientes que caminan a la vez, simultáneamente y, en paralelo, como seres que recorren una trayectoria vital, humana y literaria en común.

Rafael Soler siempre ha sostenido que es fundamental el acercamiento al Otro para escribir e incorporar su mirada a su propio universo poético transitado por el sentimiento y la razón. No obstante, él es consciente que en muchas ocasiones ha perdido la cabeza y ha perdido el control, quizás por amor y como forma de enfrentarse y afrontar la vida o tal vez, para evadir el desamparo de la vejez. Como viajero incansable, Rafael Soler ama “las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera”.[1]

Entre las reseñas que suscita el primer libro de poemas, Los sitios interiores (1980) conviene fijarse en la que Aníbal Fernando Bonilla hace desde El Mercurio[2] donde expone que Soler fue finalista del Premio Adonais y nos invita a visualizar el amor en toda su amplitud así como los temas de la ruptura, el abandono y el olvido como eje vertebrador. No olvidemos el carácter lúdico de los poemas, la habilidad e innovación lingüística que le acompañan en su viaje poético con ese matiz existencialista que le caracteriza a Rafa Soler. El papel de la ciudad y el paisaje le permiten al poeta anclarse en el tiempo, la memoria y la naturaleza que envuelve sus percepciones. Sin reglas ortográficas, sin puntuación ninguna la voz poética se ajusta a una forma de vivir y de afrontar la existencia.

Sin signos de puntuación veintinueve años más tarde vuelve a abordar un cruce de caminos entretejido en la vida del hombre en su libro Maneras de volver (2009) donde cada paso que damos implica y conlleva la duda y la incertidumbre y es fácil entrar en un conflicto de elecciones en nuestro un espacio y el tiempo. “La poesía como documento, como fe de vida. Como presentación ante lo que pueda llegar, no como despedida. No es poco, es lo justo y además bastante necesario”[3] nos dice Francisco Caro. “En sus páginas nuevamente -y tal vez con más ímpetu- el amor aflora y se perpetúa sin reservas. Los textos de este poemario otean en la humedad del beso, en el escote carmín y en la despedida de dos desconocidos tras la cena servida. La musicalidad se asume en el deleite lector. El sujeto lírico, “curtido el corazón en la intemperie”, va a la caza en conquista de aquellos ojos femeninos que rediman la bienaventuranza de la perfumada carne” – un comentario hermoso y certero sobre la poesía de Rafael Soler que hace Aníbal Fernández Bonilla desde El Mercurio[4]. La memoria late dentro de esta temática amorosa tres décadas después del primer libro que se plasma en la antología. Un conjunto de citas y referencias literarias y cinematográficas ofrecen una mirada al Otro, un legado, un testimonio, una herencia en la escritura de Soler.

Dos años más, Soler publica Las cartas que debía (2011) y Jorge de Arco muestra en una reseña interesante cómo en “catorce apartados, Rafael Soler se enfrenta sin contemplaciones y con desnudada voz a la sombra de un cielo silencioso, al vacío de la desesperanza, al temblor de los espacios comunes, a los misterios del amor y el abandono”[5]. De Arco acentúa la liquidación de deudas y exorcismos presentes donde indaga su yo poético.  Por supuesto que Soler penetra a través del verso en “lo absoluto, lo inmaterial y lo tangible desde un territorio privilegiado: el de la trascendencia” como expresa Jorge de Arco por medio de la búsqueda del amor y el perdón.

«Perder es la manera de adquirir en soledad una certeza» - expresa Soler en un poema de su libro Ácido almíbar (2014), Premio de la Crítica Valenciana. Entre las reseñas que suscita Ácido almíbar y aparece en una selección de poemas en esta antología, conviene fijarse en la que hace Túa Blesa  nos adelanta el tono autobiográfico de su libro de poemas rememorando las figuras familiares y  una búsqueda del “desdoblamiento del yo, y supone la presentación del personaje desde el mismo nacimiento, si bien se le advierte que el verdadero nacimiento tiene lugar con la llegada del amor, además de que se le alerta sobre el aprendizaje de la vida y la sabiduría que otorga el reconocerse tan sólo como "una costura/ en la arpillera universal del frío". La parte final gira en torno a lo efímero de la vida, la muerte, con lo que se cierra el ciclo, la narración del yo. Moralidades”[6].

En su obra No eres nadie hasta que disparan (2016), Soler “con este turbador título, que apela directamente al lector antes de entrar a faenar con los versos que lo componen, Rafael Soler (Valencia, 1947) propone un poemario intenso, con tintes de suspense. Suspense, sí, porque tiene trama. Y argumento. Escenas, diálogos soterrados. Silencios. Fundido en negro. Digamos que es una historia hecha poema. O un poema con cuerpo cinematográfico”[7]. invoca, increpa, solicita, el viaje, el amor, el verdugo, lo eterno, la expresión.

Antes de terminar la antología, el lector encontrará una selección de poemas de su libro Las razones del hombre delgado (2020) donde la melancolía, el desaliento, la soledad, la extrañeza de la pérdida, y a la vez la aceptación de la misma, el malestar de vivir, se perfilan como temas esenciales. Con motivo de la publicación de sus poemas en este último libro que integra la antología, dice en una entrevista[8] que le realizó la escritora y crítica literaria Juana Vázquez, “En el libro se cruzan y conversan tres voces: el hombre delgado que ya cruzó la raya, su esposa, que cuida su recuerdo mientras envejece, y la Parca, que cuida sus harapos, atareada anfitriona empeñada en hacer liviano el desagradable trance de hacerte afecto a las tinieblas, y además adelgazando sin pausa”. Vivir es un asunto personal nos recuerda siempre Soler e incluso está grabado en las paredes del Café Comercial, “la Casa de Todos” donde comparte mesa y conversación con todos los escritores del mundo. Estamos de paso – nos recuerda Soler en este viaje existencial. “Los poemas de este libro están escritos al dictado de otro, y recogidos también con asombro y con mucho respeto. Cuando los leo ahora me reconozco en ellos, faltaría más, pero siempre con una sensación de privilegiado intruso. Y la metafísica, aunque no lo parezca, es una intrusa, nada de metaliteratura. Yo estoy metido en la vida hasta el último pelo” manifiesta en la entrevista. Un libro espiritual de lo cotidiano atravesado por el silencio del Otro.

 

Rafael Soler, Demasiado cristal para esta piedra, Nueva York, Nueva York Poetry Press, 2022.



[1]Peñas, Esther. Todo poeta, sin excepción, tiene su espacio y su momento. Entrevista. Turia Digital (mayo 2022). Disponible en: https://www.ieturolenses.org/revista_turia/index.php/actualidad_turia/rafael-soler-todo-poeta-sin-excepcion-tiene-su-espacio-y-su-momento (Consultado el 19 de febrero 2023)

[2] “Interioridades de un corazón curtido”. El Mercurio. Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido - Diario El Mercurio. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/ (consultado el 4 de abril 2023)

[3] Caro, Francisco. Las maneras de volver de Rafael Soler. Mientras la luz (17 de enero de 2010). Disponible en: http://mientraslaluz.blogspot.com/2010/01/las-maneras-de-volver-de-rafael-soler.html (consultado el 22 de abril 2023)

[4] Bonilla, Aníbal Fernando. Interioridades de un corazón curtido. El Mercurio.  Ecuador. (25 de julio de 2022) Interioridades de un corazón curtido. Disponible en: https://elmercurio.com.ec/2022/07/25/interioridades-de-un-corazon-curtido/

 (consultado el 22 de abril 2023)

[5] De Arco, Jorge. Alumbrar en soledad una certeza. Andalucía Información. Disponible en: https://andaluciainformacion.es/arcos/1060257/alumbrar-en-soledad/ (consultado el 22 de abril 2023)

[6] Blesa, Túa. Ácido almíbar El Cultural, El Mundo, 21 de febrero de 2014). Disponible en: https://www.elespanol.com/el-cultural/letras/poesia/20140221/acido-almibar/18498538_0.html (consultado el 3 de mayo 2023)

[7] Peñas, Esther. Cuando la poesía se vuelve película. Solidaridad Digital (6 de octubre de 2016) Cuando la poesía se vuelve película. Disponible en: https://www.solidaridaddigital.es/noticias/cultura/cuando-la-poesia-se-vuelve-pelicula (consultado el 3 de mayo 2023) 

[8] Vázquez, Juana. Rafael Soler, Cuadernos del Sur, Entrevista, 14/05/2022. Disponible en: https://www.diariocordoba.com/cuadernos-del-sur/2022/05/14/olvidamos-peligrosa-frecuencia-paso-66025482.html (consultado el 3 de mayo 2023)

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Almudena Mestre

19 de mayo de 2023

Hay etapas en la vida surcadas por la incertidumbre y el contratiempo. Eso es lo que se refleja en Enajenación transitoria, el último poemario de María Coduras, editado por Olifante. Esta Doctora en Filología Española y profesora de Secundaria de Lengua castellana y Literatura da un giro de calidad a su creación poética y expresa sus sentimientos y vivencias, a raíz de una pandemia que supuso un paréntesis obligado, una acotación inoportuna, un vuelco casi repentino a la cotidianeidad de los días sosegados. Tal como dice Almudena Vidorreta en la solapa: “Estos poemas se escriben en un tiempo nuevo, posterior a la pandemia, en torno a un ahora reiterado que nos invita a pensar, desde la palabra y el oficio de las aulas, en la esencia del ser y del estar, en todas las preguntas que habíamos dejado en el tintero”.

El transcurso del tiempo enmarca la estructura de los poemas, que van desde Los comienzos hasta El después. Unos comienzos de encierro, de enclaustramiento, de aplausos, de inquietudes y de contemplación de la lluvia desde las ventanas. Los versos “Soy más de anáforas / que de catáforas” anticipan en el poema Hoy el clima que se respira en cada uno de los hogares, en esas casas personificadas en el barrio zaragozano del Actur: “Hoy he visto ventanas / convertirse en sonrisas, / estores y persianas / guiñarme al unísono sus ojos, / linternas de móviles / formar inéditas constelaciones…” Es el inicio de unas jornadas vividas y silenciadas entre cuatro paredes. Es el anticipo de un Durante en el que se agudizan los sentidos para percibir el sonido de los pasos, la sinfonía de aplausos y la cadencia de una lluvia casi machadiana desde detrás de los cristales: “Me alegro, / porque ahora todas las lluvias y tormentas / se precipitan e inundan / el interior de nuestras (casas) almas”.

En la mente de una amante de la buena Literatura como María no podía faltar la alusión a los libros como paraguas de salvación, como bosques fecundos en medio del páramo. Así lo manifiesta en el poema Ahora: “…los libros son bosques / en los que respirar aire puro, / y las copas de los árboles / el mejor paraguas / para resguardarse de esta tormenta”. Una tormenta que convierte los charcos en espejos y que obliga a la autora a evadirse en el mundo de Alicia para huir de la claustrofobia: “Encajonada de pies y manos / pensé en cómo hacerme más pequeña / o al menos / minimizar mis problemas”. Evasión, ensoñación, afantasía,…Todo plasmado en algunos poemas breves y profundos como aforismos que, a veces con un trasfondo de ironía, invitan a la reflexión: “Ahora entendemos la importancia / de la libertad condicional”. “Cada día se van más vivos / y vuelven más amigos imaginarios”. “Los soles de mis lámparas / no suministran vitamina D”.

Una asociación sorprendente de adverbios temporales –El durante del después– anticipa la parte más densa y lograda del poemario. Esa parte que culmina con Emoji, un poema breve pero inolvidable: “Vivimos entre paréntesis / y dibujaremos una sonrisa / al llegar a su cierre”. Estos poemas dibujan una imagen casi distorsionada –“sobre fondos / borrosos”– y manifiestan con contundencia casi sentenciosa esa realidad cotidiana de la ciudad vacía –“Demasiados locales / con los ojos cerrados”– y esa prolongación de los efectos de un virus que, con el engorroso uso de la mascarilla, ha convertido la realidad  en un macabro baile carnavalesco: “Este baile de máscaras ha durado demasiado, / y este virus / disfrazado de millones de cuerpos / se ha convertido en un verdadero asesino en serie”. Por eso, la poeta vuelve a la metáfora de los “árboles letrados” y alude al milagro de la intertextualidad para transformar el presente anodino en un bosque de hoja perenne. Un bosque que nos invita a volver al mundo rural, esa Dieta rural con “curvas saludables” y guiños a las vivencias de la infancia.

El durante y después, con el paso lento e implacable de los días de enclaustramiento, abren la puerta a unas Semipresencialidades –“Ahora estamos / pero no estamos”– que nos llevan de la mano al mundo apasionante de las aulas. Porque María Coduras es una profesora cien por cien vocacional, que vive con pasión cada minuto de docencia con sus alumnos de Secundaria. Por eso, lamenta los efectos secundarios de la pandemia, pero se alegra de volver a compartir en el aula las inquietudes de estos adolescentes: “Contemplar los rostros de los estudiantes, / seguir con Juan Ramón y sus versos…/ Seguir con Machado / y sentir caer la lluvia / pero en otros cristales”. Unos cristales que no atenúan el frío de las aulas y que convierten al docente vocacional en un médico que empatiza y remedia los altibajos anímicos de los alumnos: “El mejor examen posible / es aquel al que te permiten llegar / los ojos del alumno”.

Como colofón de este excelente poemario, la parte Un después condensa en un poema que deja abierta la tarea del poeta como aquello que se plasma en una página en blanco, difícil de descifrar en un futuro: “Las penas de la mayoría / se escriben con tinta invisible. / Por eso viviremos y olvidaremos / pero nunca conoceremos / lo escrito en estas páginas en blanco”. Unas páginas que dejan al lector amante de la buena poesía con la miel en los labios y con el deseo de releer y saborear cada uno de los versos que nos regala la poeta zaragozana. De lo cotidiano, de las vivencias durante días de confinamiento, del regreso progresivo a la llamada normalidad, ha construido un edificio poético denso, profundo y reflexivo. Todo ello con el aderezo de metáforas, juegos de palabras y la exquisitez de las figuras retóricas. De esos días acotados han brotado bosques de palabras que nos resguardan de la lluvia inesperada y se abren como abanicos literarios al mundo apasionante de las aulas, de las calles, del regreso al pasado y de la nostalgia del mundo rural.

 

María Coduras Bruna, Enajenación transitoria, Zaragoza, Olifante, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por José María Ariño

Existencias al límite de lo soportable por un hastío homicida no siempre consciente; tramas sorprendentes, descritas con cierta alergia a la alharaca que deja rastro sutil de humor encapotado; personajes que reaparecen páginas después para contarse de otro modo. La elocuencia del francotirador, reeditado por Firmamento, un ramillete de relatos escritos con exacta pericia y belleza por Eduard Márquez (Barcelona, 1960), un autor de culto entusiasta.

 

- Que un francotirador sea elocuente, ¿juega a favor de su cometido o lo entorpece?

- Juega a su favor, porque, aunque no actúe, su labor tiene sentido si se sabe que está ahí, agazapado y esperando el momento oportuno.

 

- Cuando la vida de uno se parece a «sentirse atrapado dentro de una esclusa abandonada», ¿qué conviene hacer? ¿Hay enmienda posible?

- Si se tiene clara la alternativa y se tiene suficiente valor para hacerlo, solo hay una solución: romper amarras y vivir de acuerdo con lo que uno siente. En caso contrario, solo queda conformarse e intentar que el agua de la esclusa no se llene de mucha porquería.

 

- «Ha dejado caer el dedo sobre una guía abierta al azar», termina uno de los relatos. ¿Cuánto de azar hay en la escritura?

- En los puntos de partida, en lo que Patricia Highsmith llama «el germen de una idea», todo es azar. Una conversación, una noticia en el periódico, un recuerdo, una imagen, una situación, un estado de ánimo, un color… Solo hay que estar atento a tu alrededor y dejarte sorprender. En la escritura (es decir, en la construcción narrativa, estilística y lingüística del texto), el azar juega un papel menos determinante. Al menos para mí. Necesito tenerlo todo más o menos controlado antes de ponerme a escribir. Saber adónde voy y por dónde pasaré. Lo cual no quiere decir que no aproveche las posibles sorpresas que pueda aportarme el proceso.


“La literatura surge de la vida”


- «Vinculada a menudo a la estética de los hallazgos en los contenedores». La materia de la literatura, ¿surge de los deshechos, de los descartes?

- La literatura surge de la vida. Por lo tanto, surge de cualquier cosa. De la ilusión o de la frustración, de la felicidad o de la tristeza, de la calma o de la rabia, del placer o del dolor, de la complicidad o del odio… Sea lo que sea, solo hay que estar dispuesto a vivirlo a fondo para sacarle el máximo rendimiento y poder escribir algo que valga la pena y que compense lo que se haya tenido que encajar para llegar a ello.

 

- Lo que mueve a la mayoría de los personajes es, no el amor, sino un enemigo, un otro sombrío que termina, desde lo trágico, o lo perverso, o lo inquietante en cualquier caso, por darles sentido. La intensidad narrativa, ¿es inversamente proporcional a lo siniestro y complejo (la sombra, que diría Jung) de los personajes?

- Lo que mueve a la mayoría de personajes es la voluntad de superar los límites impuestos por uno mismo o por los demás. De hecho, los límites de la identidad es una de mis obsesiones. Creo que se explica muy bien en uno de los cuentos: «De siempre, Julien Claes se había sentido recluido dentro de los límites de una identidad única. La primera angustia de la que guardaba memoria, más allá de la oscuridad o de la añoranza, estaba vinculada al reparto de los personajes de los juegos infantiles. A la hora de escoger, lo difícil no era tanto hacerse a la idea de las consecuencias de la elección, de acuerdo con la personalidad de cada cual (mandar o someterse, vestirse de una manera o de otra, ser protagonista o secundario), como asumir que cada papel comportaba la negación de todos los demás. Si hubiera podido elegir los efectos de una pócima mágica, Julien Claes habría pedido representarlos todos al mismo tiempo. Ser pirata y héroe, príncipe y bruja, duende y dragón. Con el paso de los años, a medida que se le exigía una dosis creciente de decisiones unívocas, Julien Claes se sentía cada vez más atrapado. Ser lo que se esperaba de él, sobre todo a costa de demasiadas posibilidades perdidas, suponía un sacrificio excesivo. Casi sin querer, la opción de multiplicarse, de llevar el máximo número de vidas paralelas, lo cautivó como una quimera redentora». La sensación de que «cada papel comporta la negación de todos los demás» me ha perseguido desde niño. Recuerdo perfectamente el dolor y la rabia de tener que escoger y, consecuentemente, de autolimitarse. Porque excluir limita. Y, en cierta manera, aún me ocurre. Si fuera posible, me gustaría vivir muchas vidas al mismo tiempo. No sucesivamente, ¿eh?, que, si se tiene el valor suficiente, puede ser más fácil, sino al mismo tiempo.

 

“La literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad”

 

- Otro de los motores de la narración es el hastío vital (pienso, por ejemplo, en la mujer que contrata un detective para seguirse a sí). ¿De qué cura la literatura?

- Creo que la literatura no cura nada. Tampoco es su utilidad. La literatura sirve para redondear la vida en los buenos momentos y para hacerla más llevadera en los malos. Como un paisaje, como una melodía, como un cuadro, como una escultura…

 

“No merece la pena morir por nada”

 

- A propósito de «Atasco». ¿Merece la pena morir por amor?

- No merece la pena morir por nada. Pero, llegados a un extremo en que sea imposible evitarlo, más vale morir por amor (a una persona, a una idea, a un lugar…) que por odio, o por los delirios de alguien, o por ambiciones espúreas, o por servilismo…

 

- ¿Es posible huir de uno mismo, como hace alguno de estos personajes? Cuando uno escribe, ¿huye o sale al encuentro de sí?

- Nunca he escrito para huir. En todo caso, en algunas ocasiones, he escrito para aclararme, para entender algo que se me escapaba, para rendir cuentas con mi pasado, con mis dudas y con mis incertidumbres. Y no siempre lo he conseguido. Pero algo ayuda. Y, en otros momentos, he escrito por el simple placer de fabular y de jugar con el lenguaje. Solo para divertirme. De una u otra manera, sí tengo claro que, cuando invento vidas, soy una persona más feliz y soportable.

 

- Quizás a la mayoría de los lectores les sorprenda lo anodino y rutinario de los protagonistas de estas historias pero, mirados de cerca, ¿no nos parecemos demasiado a ellos, acaso no somos ese «hombre estándar que camina por la calle»?

- Siempre que se habla de personas estándares, o anodinas, o normales…, me viene a la cabeza la respuesta del poeta Philip Larkin a quienes consideraban que su mundo era limitado, tópico o vulgar: «Me gustaría saber en qué mundo infestado de dragones viven esos tipos que les permite utilizar con tanta libertad la palabra “tópico”». Me parece una respuesta genial.

- Hay una corriente de humor (sutil, socarrón) que atraviesa los relatos. En el desasosiego, ¿el humor lo intensifica o abre una grieta por la que entre el aire?


“A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno”

 

- Las dos cosas. A veces, el humor sirve para intensificar la inquietud. Ahí están los casos de Kafka o de Bernhard, por ejemplo, que en algunos momentos son hilarantemente dolorosos. O dolorosamente hilarantes. Y, a veces, ocurre lo contrario: el humor es un balón de oxígeno. Es el caso de Wodehouse o de Sharpe. O de algunas narraciones de Waugh, de Saki, de Fante, de Sedaris… Con lo cual no quiero decir que se trate de autores frívolos, ni mucho menos, sino que su mirada es un poco más clemente para con sus lectores.


“La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes”

 

- Pienso en el hombre al que todos confunden con otro alguien. ¿Hasta qué punto la literatura es un palimpsesto?

- La literatura no funciona por superposición. Porque la superposición esconde lo que está debajo. Y esto no sirve de nada. La literatura sirve cuando abre puertas y ventanas, cuando amplía horizontes, cuando cuestiona, cuando reta, cuando provoca, cuando altera, cuando remueve… Y todo ello para bien o para mal.

 

- ¿Cuál sería la evidencia de que una vida ha quedado reducida «a un flujo mecánico sin ningún interés»?

- La frustración, la rabia, el insomnio, el aburrimiento, el miedo, la desesperanza, el resentimiento…

 

“Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo”

 

- La experiencia de revisitar estos relatos, más de veinte años después de haber sido publicados por vez primera, ¿produce extrañeza, regocijo, estupor…?

- De todo un poco. En el año 2014, volví a estos cuentos, publicados en 1995 y en 1998, para una reedición en catalán. Entonces aproveché la ocasión para eliminar 29 narraciones y para repasar el resto. Alteré el orden, cambié títulos y personajes, eliminé y añadí fragmentos, reescribí frases enteras… Y ahora, nueve años más tarde, he vuelto a hacer lo mismo. Me parece un verdadero lujo tener la oportunidad de volver a lo que uno ha escrito y actualizarlo.

 

*Fotografía de Jordi Márquez.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

15 de mayo de 2023

Por fin las dos hermanas se han reencontrado después de tantos años. Las dos novelas de la Transición de Rafael Soler vieron la luz con una diferencia de pocos años, en 1979, y en 1982, respectivamente. A raíz de su reedición posterior sus destinos se separaron. A un lado del Atlántico, en Paraguay, se publicó “El grito”, y en España, reapareció “El corazón del lobo”. La editorial valenciana de Manuel Turégano, Contrabando, ha hecho posible la feliz reunión.

Enfrentar las dos novelas es un estímulo añadido al valor que atesora cada una por separado. El exhaustivo y lúcido prólogo de la profesora Elvire Gómez-Vidal Bernard las mantiene unidas mediante sólidos argumentos a la espera que el lector encuentre nuevos e inusitados vínculos y desacuerdos entre ellas.

La Transición (democrática) española, que se dio por concluida con la aplastante victoria del Partido Socialista, liderado por Felipe González, fue la época durante la cual el escritor levantino escribió estas dos novelas, y también es el período en el que, mientras la sociedad española hacía planes con la recién adquirida libertad política, los personajes creados por Soler, a saber, Teo/Carmen, y Alberto/Ana, sufrían la desilusión suprema e inapelable del desencuentro amoroso, poco después de que se aprobara la ley del divorcio (1978) que dio cobertura a la disolución civil del matrimonio en España.

La fe ciega que profesa Rafael Soler en la capacidad de su escritura es inversamente proporcional a la decepción que los respectivos cónyuges sienten ante el estado ruinoso de su matrimonio. Al parecer el escritor y poeta se moría por saber qué ocurriría cuando a estas novelas, tan bien recibidas entonces, se les quitara el precinto con el que, vete a saber quién, las había clausurado y preservado. El resultado es que, al abrir el precinto de sus páginas, y entrar en contacto con la atmósfera presente, con la actualidad literaria, saltan chispas. Se enciende el aire. El que esto escribe puede servir de testigo de esta experiencia, pues nací al mismo tiempo que el dictador agonizaba de muerte, aprendí a hablar y a leer, por lo tanto, cuando Rafael Soler escribía estas dos novelas. Para los hijos de la transición estas dos propuestas son una prueba tan exigente como excitante. “El grito” y “El corazón del lobo” suponen una vuelta de tuerca al género novelesco. El escritor del diecinueve y el primer tercio del siglo veinte nos servía en bandeja unas ficciones ordenadas biográficamente y organizadas por su pluma omnisciente. Rafael Soler, por el contrario, nos tiende la mano y el hilo con el fin de que terminemos la tarea de unir todas las cuentas y las perspectivas. Hay que remangarse para deducir quién habla a partir del nombre del personaje a quien aquel se dirige. Soler no es un escritor, es un diablo que llega a un pacto fáustico con el lector, del que este último nunca va a arrepentirse.

Aunque hay un riesgo que los que pacten con el diablo deberían eludir: que el estilo les hipnotice hasta el punto de que su conciencia no se sienta aludida por los intensos conflictos que hacen naufragar a los personajes. Hay una coherencia entre el estilo y la crónica del desencanto que aborda cada uno de los libros. El desconcierto del estilo se infiltra en el paraíso arruinado en el que habitaban Adán y Eva, aunque se llamen “Teo” y “Carmen”, o “Alberto” y “Ana”. El estilo se decanta en forma de concentrada desesperación. Si en lugar de una novela, Rafael Soler hubiera escrito un ensayo orteguiano, lo habría titulado “La libertad como problema”. Ahora bien, el tono es existencialista. Con una o dos décadas de adelanto, Sartre había caído en la cuenta de que la libertad es una condena, y de por vida.

Las dos novelas de Rafael Soler nos hacen preguntarnos, si, además de estar condenados a ser libres, estamos condenados a estar solos. A “Teo de la selva o de los monos” se le presenta la última oportunidad de rescatar a “Jane” (“Carmen”) en la última noche del año. Y “Alberto”, el lobo solitario, dispone de una semana santa, y apuesta lo que le queda a Menorca, con el fin de salvar su matrimonio con “Ana”. Se conceden un último baile. O tal vez no sea el último.

“Teo” llega a la selva de asfalto de la capital a la que se accede por la Estación de Atocha, lleva una existencia noctámbula, gris, después de la separación. La luz de la ciudad, del hotel en el que se da cita con “Carmen” es artificial. El drama se desarrolla de noche. El desamor que separa a “Alberto”, el protagonista de “El corazón del lobo”, de “Ana” acontece a plena luz. No es una luz cualquiera, es el sol del Levante, que se refleja en el mar que vio nacer a Rafael Soler, y es el mismo que Paco Brines adivinaba desde su santuario de Elca. Esta luz revela que el barco del “capi”, así es como le llama “Fanny”, la novia de ocasión que se ha echado, va a la deriva, pero también ilumina su intento postrero de enderezar su rumbo y su matrimonio.

La partida de sus matrimonios estaba perdida al poco de comenzar el juego. Todos los personajes han sufrido un exilio precipitado de la infancia y la adolescencia temprana, el tiempo y territorio en el que todavía tienes esperanza de encontrar el tesoro, como dicen los libros gracias a los cuales nos iniciamos en la vida. Este país imposible fue el que el propio Soler evocó gracias el poemario “Los sitios interiores”, publicado en el intervalo que hubo entre la publicación de los dos libros. Sin embargo, “Teo” no llegó a ser escritor (a no ser que se decida a escribir “El grito”, como insinúa Soler), como entonces esperaba, tuvo que conformarse con ser periodista, ni “Alberto” se convirtió en pintor, como mucho arquitecto para alicatar los proyectos horteras de los que han medrado en el río revuelto de la Transición. Las dos parejas protagonistas de sendos libros habían proyectado amarse, y no tanto casarse, que es lo que les corresponde en suerte. Les gustaría quererse, pero no saben cómo hacerlo. Ambos soportan su condena, la vida “se los comió” a los dos. Si bien es Adán quien ha echado arena y ha apagado el fuego sagrado que honra a los lares domésticos. Ahora se mueren de frío. Porque, tal y como Oscar Wilde repite en varias de las baladas que compuso en el penal de Reading, “todo hombre mata lo que ama” (“Each man kills the thing he loves”). “He, not she”. Hay en ambos libros pruebas a favor de la existencia de una maldición masculina, la que determina el destino fatal del lobo. El grito o el aullido, en cualquiera de los dos casos, es la interjección impotente del padre fallido, y del hijo aterrorizado, y aquejado de autismo, y del marido adúltero.

Los hijos y nietos de la transición que se acerquen a estas novelas hermanas, que no gemelas, están de enhorabuena, ya que después les quedará todavía por leer “El sueño de Torba”, o “Necesito una isla grande”, o podrán leer, a buen seguro de que lo harán, la imponente obra poética de Rafael Soler, publicada en las últimas dos décadas. En cuanto a los que quieran escribir, después de leer estas novelas, habrán aprendido que cuando uno es joven y se siente apremiado a escribir hay que salir siempre a ganar, nunca a empatar, y todavía menos a epatar.

 

Rafael Soler. Dos novelas de la Transición. El grito y El corazón del lobo. Valencia, Contrabando, 2023

Escrito en Sólo Digital Turia por Guillermo García Domingo

La historia comienza con la sangre que corre por mis venas, y continúa hasta dar con la nutrida flor de mi cerebro. Sin embargo, esta historia no es a expensas de mi cerebro, o de un órgano aislado del conjunto de mi cuerpo. Todo órgano vivo y sano cuenta para esta historia, porque es la historia de mi sangre, y también de la sangre que corre por mis venas.

Pero no es la historia de alguien en concreto, o de mi mismo, es más bien la historia de los que no tienen rostro. Es la historia de aquellos olvidados en el camino. Es la historia de los que recorren la tierra, de los migrantes sin rostro ni tierra. Un desarraigo que comienza allí donde no puede haber más que sangre y tierra, corriendo ambas en paralelo en una huida hacia adelante mediada por la fuerza muscular de cada cuerpo. Es la historia de aquellos que viajan, y que recorren la distancia hasta terminar con su vida e identidad, su tránsito finito de promesas aún por cumplir.

Sin embargo, para personalizar un cuerpo o varios a la vez bajo un mismo discurso, es preciso que hable una voz, que será la mía. Pero no se tratará de una autoridad sobre el resto de identidades a las que yo inmiscuyo en mi historia. Se tratará más bien de una voz narrativa que esclarezca el por qué de este recorrido. Por eso hablaré de mi camino en común con otros desde mi mismo, desde mi autoridad sobre el cuerpo que ostento y que, por su parte, nada dejará atrás en el olvido durante mi recorrido caminante y hablante. A partir de ahora, hablaré de mi mismo y de mi destino caminante.

Continúo a partir de un comienzo, de un flujo en incesante cambio hacia una meta cada vez más lejana. Una meta siempre distante con cada paso dado. Sin embargo, mis pasos son decididos y dirigidos a un destino inevitable. Un destino no necesariamente geográfico, sino un destino de apropiación, un destino hacia el origen de mi identidad.

Un viaje que termina en mi identidad. Y en toda la propiedad que poseo bajo mis pies andantes –una tierra de accidentes y de caminos aún por abrir. Sobre mis pies se erige una fuerza que no cede, y una musculatura que me impulsa a gobernar –con los suficientes alimentos ingeridos— una voluntad por continuar mi camino de promesas, y que no terminaré de cumplir hasta que llegue a lo prometido.

Un migrante, un desarraigado y un errante con un destino prometedor, pero no localizable en un destino geográfico. No soy más que la mancha o la gota sobre un lienzo que, sin su lugar intencional, corre de aquí para allá haciendo de si misma un recorrido que mancha y que deja huella. Sin un lugar en el que quedarme, un lugar que no está en los mapas, puedo hacer de ese lienzo mi tierra. Un lienzo móvil que rota sobre un eje y al que he entregado todo poder de decisión porque no me resolverá destino alguno si me propongo asentarme en alguno de sus territorios.

Es un lienzo o una tierra, un camino que rota sobre un eje y que queda siempre expuesto a los elementos del clima y de la consabida presión atmosférica, los cuales me permiten un entorno o, más bien, un espacio de tránsito de temperaturas templadas y evita que yo muera de frío o sofocado, expuesto como siempre lo estoy a la intemperie. Un lienzo que no hace más que ser por sí mismo, que se reduce a la fundamental fuerza de la gravedad y de cuyos pasos da momentáneamente cuenta aquel trazado que yo mismo marco. Una identidad migrante y sin hogar fijo, con menos proyección en el lenguaje que el que me permite el diálogo con entidades, humanas y no humanas. Y yo, como pintura sobre el lienzo, me muevo manchándolo: porque no hago otra cosa que manchar. Y el resultado no puede ser otro que una pintura en camino, una pintura de caminos, una pintura caminante. Y yo no hago más que manchar con mis pies aquello sobre lo que me deslizo: la identidad del migrante sin más tierra que su propio lienzo móvil de apariencias y de reverberaciones.

Un lienzo con mejor destino siempre que el asfalto no intervenga y ennegrezca con su densa arena bituminosa la tierra sobre la que me sustento. Una tierra a punto de ser caminada, enroscada en sí misma sin más fundamento que la apariencia territorial a la que se sustrae.

La continuidad de la historia que ya ha comenzado y a la cual ya hemos llegado tarde para verla nacer: esa es la historia que corre por mis venas. Es la historia de todo lo habido y por haber. De lo vivido y lo hecho, pero también de lo prometido y lo enviado. La historia que corre por mis venas es la sangre de mi organismo en tránsito hacia la meta de mi identidad.

Soy una mancha porque el paso que ejerzo sobre la tierra es un paso intencionadamente sin lugar ni peso en la existencia. En una sociedad sedentaria, mi paso no puede prolongarse mucho, por eso he de marchar y rotar sobre mí mismo como un eje sobre su centro porque la sociedad no es nómada. Los nómadas recorremos la tierra manchando, pero sin quemar, por eso considero que yo soy alguien que mancho, pero no necesariamente quemo allí por donde pase, aunque se me acuse algunas veces de lo contrario. Soy una mancha que mancha en su recorrido, porque no siempre sobre un lienzo virgen hay una coincidencia entre el color a aplicar y el color aplicado. A eso se le llama mancha, por lo tanto, yo soy alguien que no coincide en ningún lugar. Estoy solo sobre mis propios pies marchantes y manchantes de un arte efímero y perecedero sobre la tierra estoica, pero de todos nosotros.

Mis pasos sobre la tierra son certeros. La dirección tomada podría ser la equivocada, pero para saber eso tengo todo el camino del mundo por delante. Porque no se trata de un camino particular o concreto, sino de uno singular y absoluto. Y puede ser, ciertamente, que lo absoluto sea un camino erróneo. Pero no por ello dejaré de comer y de alimentarme sobre mis pies marchantes, y prohibirme el paso sobre este camino incierto. Se trata de un camino que no puede ser recorrido por sí mismo, ya que su comienzo y su final se conocen de antemano de principio a fin. Pero eso no es lo que me interesa. A mi lo que más me importa, y creo que a todos también, es el tránsito del caminante. Pues no es una marcha forzada, ni obligatoria. Es el camino del mundo que puede hacerse de múltiples maneras y ritmos. Puede incluso que el camino no termine nunca, o que la vida del caminante termine antes de ver su destino. Sin embargo, los que nos quedamos continuamos caminando.

Es el método de lo transitorio ahí donde se nos permite la más rigurosa de las improntas para nuestra preparación antes de llegar a nuestro destino.

Ahí donde comience el camino del mundo es ahí donde nacemos. No nacemos en un lugar intencional, o ahí donde elegimos. Nacemos donde encontramos el camino a la vida: un no lugar en el mundo a punto de ser abandonado. Por ese motivo nadie deja de ser migrante; porque desde que nacemos ya iniciamos la apertura a un horizonte de posibilidad y de caminos. Pues no se trata tanto de dónde nacer, dónde originarse, sino de hacia dónde ir una vez ya estamos ahí, en el punto de no retorno. No es de otro modo que nacer y perecer comparten el mismo punto de identidad terminal: el origen del nacimiento y el destino de la muerte. Sin embargo, esta historia no es para recordar a los vivos o para mantener una tasa concreta de nacimientos por cada generación. Esta historia es para los que se quedan, para los que caminan. Lo prometido es un destino de acercamiento a la más certera de las posibilidades: la muerte. Y, por lo tanto, de alejamiento del más alejado de los orígenes: el nacimiento. Es por ello que la condición del no nato, del no nacido, es la imposibilidad de no ser originado, de no ser caminante de un camino propio. Negado a ser arrojado.

Pero quizá sea ése mismo punto de partida el error de todo comienzo. De todo recorrido posible y posibilitador. Porque el no nacido es alguien imposible y contingente, sin necesidad de darse su cuerpo o su voz. Ese no nacido es todo el abandono posible que dejamos atrás y que olvidamos una vez nos embarcamos en la vida. El olvido de la contingencia de no haber nacido o de no haber sido originados. El nacimiento originador –ese fundamental primer paso de camino a la muerte— es el envío a partir del cual abrirse camino en el mundo. Un mundo de posibilidades allende el lugar de nacimiento. A través del cual somos depositados, iniciados en el recorrido único y de un solo sentido. Exteriorizado por un cuerpo, un rostro y una voz que dominan su volición por terminarlo con la dignidad propia de quien comienza algo; por terminarlo por el solo hecho de haberlo comenzado.

Sin saber a dónde dirigirse continuamos el camino de aperturas y de contingencias. No necesariamente es un camino decidido al milímetro dentro de un conocido abanico de posibilidades, pero sí es un camino ocasionado por la fuerza del nacimiento. Un nacimiento de vida y de camino, y de rotulación de la vida por el camino elegido, pero en ningún caso es un camino único y certero. Es todo lo que puedo decir por el momento: estar forzados a caminar una vez encontramos el mundo bajo nuestros pies.

No todo momento es oportuno para escribir. No puedo escribir mientras camino y mancho. Ahora que estoy sentado, medito y escribo quieto en un banco de la esquina evaluando cuál es el presente mundial. Un mundo que medito yo, en mi haber, únicamente los domingos, cuando acaba el ánimo festivo. Junto a mi texto siempre es domingo. Mi carga expositiva es dominical. El resto de la semana la camino. Mi objetivo último es decir lo que veo.

Escrito en Sólo Digital Turia por Lucas Benet

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) y Los planetas fantasmas (2022) de la sevillana Rosa Berbel (1997), ha tenido una buena recepción por lectores y críticos próximos al realismo, a pesar de ser el segundo más complejo respecto a la mímesis de ese corte, realista. La poeta sevillana se presentó con la perspectiva de la edad, funambulismos y circunstancias, reivindicación o denuncia, con dos libros unitarios y colindantes en algunos aspectos. Me refiero asuntos como el desasosiego e incertidumbre ante el futuro, el fin de la infancia, denuncias de género, la relevancia de eros o el deseo, el amor/desamor, a veces envueltos en el sarcasmo, y otros atados a la reflexión con que emprende el camino de la madurez, en su evolución en algunos registros hacia un simbolismo bien trabado en el 2022. Un libro en el que también restaba protagonismo a los asuntos más escabrosos y de género, con que se presentó del 2018, y donde mostró capacidad para sostener un poema largo narrativo con talento en verso libre. La inicial propuesta se ha ido mostrando en su evolución más simbólica, incluidos los guiños a la pérdida de los referentes miméticos en Los planetas fantasmas. Además de poseer mayor originalidad en la perspectiva y envoltorio del imaginario entre el fin de la fiesta y los “cosmológicos”, mayor simbolismo y complejidad, maneras de decir menos directas o declarativas. En cualquier caso, en la poesía de Berbel priman el deseo y el amor/desamor, el sentimiento de pérdida, la incertidumbre ante el futuro de «una generación desalentada» (2018: 719), el sarcasmo, el desasosiego de una edad, entre otros ocasionales como la denuncia de abusos sufridos en redes o por el hecho de nacer mujer (2018). Ciertamente estos ocuparon lugar solo en 2018, muy en consonancia con el momento en que vivimos. Su palabra clara (independientemente de algunos simbolismos y pequeños hermetismos en su evolución) sin ampulosidades, ni logolalias (todo lo contrario), narrativa (cada vez menos, pero presente), sin excesivos riesgos en cuanto a los tropos, poco abundantes, pero propios y originales, supieron hablar de la capacidad para contar un mundo singular en sus desasosiegos, aunque a veces cayera en declarativismos secos. Eran libros subscritos a un querer decirse sin sucumbir a la narratividad huera, sin caer en amplificaciones, y puestos al servicio de contar un haz de conmociones y cuestionamientos, escondidas interrogaciones y emociones de toda índole. En fin, cuanto se ha venido en llamar “Poesía de la edad” desde la perspectiva de una joven (que recuerda haber dejado de ser niños “antes de ayer”) en un momento de tránsito.

La poesía de Rosa Berbel, obviamente, no ha surgido de la nada. Sus anclajes en el realismo de los 80/90, y en las propuestas poéticas del fragmento y malestar del 2000 de esa tendencia, parecen insorteables. También las deudas con la evolución del realismo desde el particular silabeo, procedimientos retóricos y fórmulas me sugieren aplicadas lecturas de Carlos Pardo (también diferenciadas), en lo fundamental. Evidentemente solo son eso, ecos y rastros de aprendizajes, diferentes en algunas cuestiones, en otras no tanto, como las que adopta ante la incertidumbre (algún eco de Gil de Biedma, igualmente, en «Sisterhood»). En cualquier caso, y fuera ya de ese ámbito del origen, su propuesta alterna poemas relativamente largos y breves que se combinan y alternan entre pespuntes simbólicos, analogías y los símbolos del tiempo o del paisaje, por ejemplo, entre otros domésticos, que intentan ejemplificar el momento emocional del yo y su circunstancia, junto a otros más declarativos o preocupaciones intelectuales (la belleza). Si en algo destaca Rosa Berbel es en el saber contar perplejidades y situaciones emotivas, con una sobresaliente capacidad de análisis de las sensaciones del tránsito desde la adolescencia a la madurez. O, si se prefiere, ese estar en el alambre y en las inseguridades del amor/desamor, las perspectivas inestables o inescrutables, la reivindicación del deseo desde el ser mujer. También su problemática, a veces no muy deseable, como el ser víctima de la violencia de género, frente a la pureza del amor y el deseo. Sin duda la escritora sevillana sabe construir libros unitarios, narrar con acierto, zambullirse en el análisis de todas esas emociones, transmitirlas con crudeza y profundidad (pienso en «El final de los ritos» (2022: 53), estupendo), aunque haya lugares vacíos, pretenciosos o intrascendentes poéticamente y vacuos. También parece bastante exagerado escribir cosas del tipo, la “calidad excepcional de sus poemas”, como hace Fernando Aramburu, el buen novelista de Patria y formidable escritor de crónicas de fútbol. No me lo parece. No le hace ningún bien además al estupendo y apetecible decir (de una sola manera, el verso libre, y con registros tonales próximos), de la poeta sevillana. Excepcionales son César Vallejo, Federico García Lorca o Pablo Neruda, por ejemplificar por lo breve. Por eso cuando Luis Bagué, habla de la irrupción de un Big Bang lírico, me parece igualmente muy desproporcionado con la realidad de sus poemas, aunque sean libros inteligentes y de poesía que así puede llamarse, en sus diferentes calidades, donde también hay sobrantes. Mucho más ajustada (y cauta) me parece la opinión de Luis García Montero en Infolibre, al hablar de honradez saber mostrar el sentimiento, de no temer hacerlo, y abordar una interrogación sobre la propia identidad desde un presente que reflexiona sobre los avatares del futuro y el pasado (oscureciéndose).

Las niñas siempre dicen la verdad (2018) plantea desde el poema prólogo y su relevancia en indicar un sentido, una nueva situación personal y emocional frente a «(…) aquel tiempo extraño, /los amigos se habían mudado lejos/los lugares antiguos de la infancia/ se habían transformado para siempre/ con la prisa salvaje de los años perdidos» (2018: 9). Y añade «Aunque quizá todo esto/ahora no nos baste» (2018: 9). La cursiva del ahora marca esos dos tiempos a los que va a recurrir a lo largo de todo el libro, aunque no solamente, pero a los que confiere relevancia clave, ratificada con la cita de Rosana Acquaroni: “Y que no recordabas/que la infancia termina/cuando se incendia el bosque de los niños” (2018: 13). Con ese prolegómeno se da comienzo a las cavilaciones: «¿No era esto madurar: elegir cosas/y esconder la elección a los demás?» (2018: 15) …o, tras un juego infantil rememorado, el de girar hasta marearse, la capacidad enigmática, misteriosa, hermética y sugerente de los trazos en el aire que se abandonan, en ese mundo de analogías ajustadas con el vértigo: «Pero el hallazgo era nuestra suerte:/descubrir que los trazos del cuerpo y sus excusas/ condicionan el resto del paisaje» (2018:16). Trazos que se dejan y vértigo en el presente…

En la primera sección del libro y la “extrañeza” de la «Niña que no reconoce su cuerpo» (2018: 17), cuenta en «Deseo» (2018: 17), el despertar de una pulsión de la que se puede ser víctima. Y así ocurre, con explícita referencia a en el título a la película Sisterhood, donde el acoso en redes es protagonista: «No sé si es suficiente con la rabia, / las múltiples aristas del carácter, / no sé si protegernos suficiente/ la piel o la memoria de los abusadores» (2018: 21). Un asunto sobre el que vuelve en el poema que da título al libro, Las niñas siempre dicen la verdad. Los hombres, frente a las mujeres víctimas de ellos, son vistos como mentirosos, matan a sus esposas y abusan de niñas. Otro estupendo poema reportaje, por decirlo a la manera de José Hierro, donde se recorre no solo el abuso, sino las consecuencias del mismo en la víctima y lógicos sentimientos de odio. Poemas con sus correspondencias en «Retrato de familia» (2018: 23) donde el amargo sarcasmo, muy presente en su poesía se aplica al concepto de “familia” irónicamente, pues marca lo contrario, el desamor, y más visto desde los ojos de la niña en medio del conflicto y voz del mismo. Todo concluye, como no podría ser menos, en la desazón, y en el deseo de que la mujer león del poema «Frente a Dythrambe de Leonor Fini» (2018: 33), saltara del cuadro y agrediera a los hombres, aunque sea un imposible y reconozca: «la anécdota es/ solo una anécdota, / una mota de polvo/ sobre el gusto impecable de la historia (2018:34). En cualquier caso, y pensando en la Poética de Aristóteles (1.448ª), los pinta como Dionisio, tal como son, y denuncia.

Planes de futuro (2018: 37), título de la segunda parte y del poema que le da nombre, retorna a esa mirada ácida y sarcástica, proyectada en esta ocasión sobre un cuestionamiento de la realidad (desde sus amargos augurios en los que, seguramente, no querría verse), de una familia media en mitad del camino de su vida, y sus «miedos felices» (2018: 43). Ironías que llegan a «Femme fatal con prisa» (2018: 58) y que se agrían en «Sala de espera para madres impacientes» (2018: 67), donde continúa el desasosiego y la reflexión, agria y sarcástica, sobre la circunstancia de la mujer que «no debe cambiar nunca sus horarios/ por asuntos exactamente propios» (2018: 68) entre otros asuntos próximos y tratados con ironía amarga. En cualquier caso, además de esa incertidumbre ante el futuro o «el peso de la vida con sus dudas» (2018: 48), late en el libro un tono agrio y de denuncia, que ha gustado por ello y por la indudable unidad de mirada, amén de por su accesibilidad. Y no les falta razón desde esa perspectiva, próxima a los reportajes de José Hierro, salvadas las distancias, pero donde me parece que aún falta un poco de magia en el saber decir en conjunto, aunque haya excepciones. En cualquier caso, Rosa Berbel mostró talento y capacidad para sostener el poema largo narrativo espléndidamente.

El libro de referencia, Los planetas fantasmas (2022), arranca con una cita de Juan Luis Guerra: «Es un amor que contamina» (2022:13), para hablar de amor y deseo, inseguridades ante el futuro, de inestabilidad económica, precariedad, en un libro de referencia del contarse desde lo joven. La primera parte viene trufada de todo ello, poemas de deseo y amor/desamor, soledades, con un tinte hermético en ocasiones y un querer decir más de lo que en realidad dicen como en «Gota fría» (2018: 25). Otros estupendos, caso de «El final de los ritos» (2022:53) donde los cambios hacia la madurez le llevan a comparar etapas o «aquel tiempo en que mudar/era solo mudarse (2022: 31). Se trata del momento en que se ha perdido el miedo a los enigmas, también la acritud de algunos momentos primer libro, y donde priman los interrogantes e inseguridades, el desasosiego a pertenecer en el futuro a la insuficiencia material de cierta clase media (vista con sorna agria) y el «no logramos llegar a fin de mes» (2022: 39), junto a las miradas sobre “la fiesta” y el “final de la fiesta” de la inocencia (quizá con un guiño a Carlos Marzal, pero con un tono y sentido diferente).

La sección segunda y con el poema que le proporciona título «La conquista del paisaje» (2022: 57), vuelve sobre el modo de hacer narrativo y simbólico de una situación emocional y sus incertidumbres. Y así la «ficción del oasis pareció sostenernos/por un tiempo. Nos protegía la idea del refugio, /el recuerdo del agua nos saciaba/. Suceden tantas cosas mientras nos falta el agua…/ Sin embargo, el deseo/ es una lengua única.» (2022:58). Sin olvidar la reflexión posterior: «El ojo del futuro se abría a nuestros pies/y dentro de él veíamos a Dios. /O a un enigma de Dios. /Tan real en su textura/como una alfombra mágica» (2022: 59). «El ojo del futuro» se abría ante sus pies como un precipicio, parece decir contextualmente, y donde irrumpe ese breve irracionalismo del «enigma», más o menos identificado con la idea del enigma de la divinidad, al que había renunciado explícitamente en el libro anterior, o donde confirmaba el sentido, simbólico en este libro, mucho más que en el previo, sobre el amor o la vida: «Una existencia breve, dispuesta a la esperanza» (2022: 21), o ese «Velar por el futuro» (2022:69) o  «proteger el futuro/de las desolaciones del lenguaje»(2022: 73). O, si prefieren, «Ignoramos aún lo que seremos» (2022: 53), el «futuro impermeable (2018: 10) o «inescrutable» (2022: 49), a la par de los deseos de olvidar la familia y «librarnos de su historia» (2018: 33). Ese pasado pesa y lo deseable está por llegar: «Cuando digo mañana nos convoco» (2018: 41). «Cuando acabó la fiesta», tercera de las secciones, aborda el sentido de la magia, el deseo y la celebración del deseo. O  la insoportabilidad de la belleza desde los lenguajes “impuros” que apelan en este caso a un simbólico espacio doméstico con el explícito título: «Limpieza general» (2022: 67) y la hermosa mancha de la belleza, la belleza que ensucia y atrapa, entre sensaciones de extrañeza «una virtud alegre/un esplendor que bulle/que explota y nos alcanza» (2022:73).

Así, bajo ese «paisaje extraterrestre» (2022: 79) donde ha situado su extrañeza y estado emocional, preocupaciones y pulsiones, en esos «planetas fantasmas» y en su travesía por el «paisaje obligatorio» (202: 81), ha esquivado el realismo del libro anterior «traicionando del todo/ el referente» (2022: 83), pues la poeta desea escapar del paisaje real, cambiarlo, pues «Ni los mundos posibles/ni los mundos reales/ existirán jamás para nosotros» (2022: 83). El libro ha trasladado el discurso a un plano simbólico, que desea explicar bajo la palabra «devoción» (2022:86), en el poema de cierre del libro y el ciclo mágico de la simbólica irrealidad, de manera explícita. Siempre dentro de esa arquitectura de la “fiesta” que se acaba, y esa imaginería plena de imágenes amorosas en un libro que empezaba con «Nuevos propósitos» (2022: 15) y donde «La fiesta había acabado para siempre» (2022: 15) o «La fiesta terminó/ y la casa ya no es nuestra casa» (2022: 85). 

Canción de juventud, y sus satélites, esta de Rosa Berbel, vividas desde una mirada que mantiene que «El poema se construye en la verdad» (2018: 44), aquí y ahora, añade, como poética, junto a la belleza impura. Verdad que sitúa a la autora en un camino que va desde cuanto M.L. Roshenthal llamó poesía confesional en un célebre artículo, «Poetry as confession» escrito para The Nation en 1959, a la denuncia de género y su puesta en escena pues «lo personal sigue siendo político» con Kate Miller. El término confesión no implica un realismo mimético al ciento por ciento, obviamente, sino también la traslación de problemáticas y cuestionamientos, afianciamientos: «Hemos perdido el miedo a los enigmas» (2022: 35), por citar alguno de los muchos posibles. En el caso de Berbel priman los del amor y la incertidumbre, entre otros ya señalados, y que imantan Los planetas fantasmas. Un libro bastante distinto al inicial, Las niñas siempre dicen la verdad, pese a ciertas contigüidades de asunto, pero donde el tono y la fórmula giran hacia un imaginario más complejo, simbólico, ambiguo y fantasmal. «Las emociones crean realidades» (2022: 19) y también fantasmas atados a analogías con el paisaje y el tiempo de los que, con originalidad, se ha servido también para asumir contar el presente, la des/esperanza y el deseo. Y lo ha hecho de manera muy convincente, compleja y apetecible, para convertir estos dos libros en poesía, que así puede llamarse, desde la exclusividad del verso libre como única propuesta en ese sentido. Sin duda algunos críticos han exagerado sobre su alcance, o eso me parece, pero lo cierto es que la poesía de Rosa Berbel, sobre todo este último libro, está entre los mejores que he leído de poesía joven española, junto a los iniciales de Julieta Valero, o Ana Gorría de Clepsidra (2004) y Araña (2005) o Los salmos fosforitos (2017) de Berta García Faet, entre otros. El volver a cantar desde el yo, con claridad y oficio, verosimilitud y mundo personal, nos ha traído la grata sorpresa de la poesía de la joven poeta sevillana Rosa Berbel desde el realismo (cada vez más simbólico), para completar un panorama donde el irracionalismo parecía tener en los últimos años más presencia.

 

Rosa Berbel. Las niñas siempre dicen la verdad (Hiperión, 2018) y Los planetas fantasmas (Tusquets, 2022)

*Fotografía de Fátima Rueda.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

2 de mayo de 2023

Elenco es lo más sorprendente que he leído en mucho tiempo. Un aparentemente anodino narrador, que me ha podido resultar tan antipático como a veces yo a mí misma, me ha enseñado que nuestro tiempo y nuestro espacio no son los que nos cuentan.

En el acuerdo de inventar días perfectos hay una esperanza, aunque la biología trame lo suyo. El entusiasmo está en quien lo ha perdido todo y le queda hacer su propia coreografía con el elenco de sus seres queridos en el espacio que anula el tiempo. Todo, escondido bajo una fina ironía utilizada como trampantojo. A veces me he topado con frases imposibles, pero supongo que serán parte de la novedosa técnica narrativa. Me ha gustado mucho.

Pese a su brevedad, su trama aparentemente anodina y sus frases a veces imposibles, en una novela donde en un principio parece que no se cuenta nada, al final he terminado pensando que se cuenta todo. El narrador acaba siendo un alter ego del lector. Para las expectativas del mundo puede estar acabado, pero está extraordinariamente vivo.

Elenco nos lleva por ciudades míticas que son como una contraseña para acabar llevándonos a ciudades sin nombre, escenario de una vida inventada. Pero antes nos pasea por todos los temas "existenciales" desde otro sitio: la paternidad será tener dos madres y no ser padre, el amor será los amores, el sexo no será el procreativo ni el pornográfico, sino algo muy distinto. La muerte es otra muerte. La escritura será el medio por el que no se cuenta la historia oficial y registrará el acuerdo de inventar un verano, escritura delegada si hace falta. Un animal será el depositario de la memoria.

En esta novela, la filosofía deja de ser ideas prestadas para convertirse en la sabiduría. La amistad será otra, otros el arte, el vecindario, el mar. Todos los temas y ninguno, narrados en primera persona, dan una narración amable de la que surgen los diálogos, van y vienen los personajes, las situaciones y la atención del lector cautivado por una prosa artesana donde cada frase y cada palabra están engastadas en un trabajo fino de connotaciones y resonancias cercanas al poema. Elenco no es poesía novelada; es novela a la que puedes volver. No se acaba en una sola lectura.

Un placer y un privilegio la lectura de esta novela que no puedo dejar de recomendar. No hay otro espacio ni otro tiempo que el del "baile". No hay más verdad que la coreografía con el elenco de los seres queridos. No hay nada más esperanzador y optimista que "el entusiasmo fruto de haber naufragado ya del todo". Sólo desde ahí se accede a una vida total.

 

Álvaro García, Elenco, Lleida, Milenio, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Jana Calvo

Una figura fundamental de la lírica española en los últimos años es, sin duda, Francisco Ferrer Lerín. Su extrañeza radica en la utilización de material exolírico y su inclusión, sin complejos, en sus libros considerados líricos, de elementos y géneros no poéticos, y tratarlos además con una naturalidad agenérica heredada de la vanguardia, en donde se trataba al género como un marco conceptual difuso. He ahí la diferencia primordial de este autor.

Actitud antirromántica, vanguardista prenovísimo, oniromancia textual, ciencia aplicada a la poesía, poema narrativo, poesía despojada de toda la carga simbólica que se le supone desde el punto de vista de la Poética tradicional. Condición epatante. Sus matrices teóricas no rastrean las de la poesía española. Influencia francesa y anglosajona, así como la del maestro Borges, que inicia, para toda la literatura moderna, un nuevo método de escribir.

En La condición radical se explican todos los procesos líricos, así como la temática recogida en sus ocho libros de poesía. Se deja aparte en este volumen la escurridiza narrativa leriniana, merecedora por sí misma de otro volumen. Es este además el primer trabajo íntegro sobre su obra, a pesar de la enorme cantidad de literatura crítica a que han dado lugar su vida y sus libros. (Esta fortuna crítica también se recoge aquí).

Se divide este estudio en dos partes bien diferenciadas, la primera, explica cada uno de los libros de poesía publicados, con un análisis pormenorizado, y una amplia ejemplificación de los versos que los componen, para dar paso, en la segunda parte, a los Mecanismos internos del poeta. También se ofrecen dos entrevistas con el autor, una breve antología, o su azarosa biografía. Se recogen también dos poemas inéditos de su primera etapa, cuando contaba apenas con diecisiete años, escritos a vuelapluma en hojas de publicidad arrancadas en un momento de inspiración.

La condición radical trata de extirpar ciertos conceptos muy asentados en la crítica nacional, conceptos que no se corresponden con la realidad, o que fueron ciertos durante un breve espacio de tiempo y que, ahora, precisan una revisión total para entender un trabajo cuya extrañeza ha servido para explicar toda su obra. Sin embargo, la capacidad compositiva de los textos lerinianos es amplia y variada.

También se habla de su agrafía o de su silencio durante más de tres décadas, tratando de explicar esta actitud en la obra. Un aspecto que separa en dos su obra total, la de juventud, fruto de una inusitada inspiración creativa, recogida en una serie de cuadernos y carpetas numerados y de donde se fueron nutriendo sus tres primeros libros. La segunda etapa fue fruto de una mayor reflexión compositiva y de una acertada madurez personal de artista.

Aunque ambas partes en su obra comparten rasgos estilísticos: el apoyo en una sintaxis única, la poesía sintagmática, la semántica, el idiolecto leriniano; también se da paso, en la segunda etapa, a una serie de rasgos y de temas asociados a la senectud y a la preocupación por la muerte o el acabamiento, para seguir nutriéndose de material muy ajeno a la poesía, como es la teoría matemática de grafos, que da nombre a su trabajo más reciente, Grafo pez.

La importancia de su obra se demuestra en la reciente aparición de Poesía Reunida en Tusquets.

Obra rebelde, atemporal, su obra es una muestra continua de originalidad que hace cuestionarnos a los lectores por la raíz misma de la poesía actual, que se debate entre la permanencia en las listas de ventas, o por la calidad estética que busca, como diría Hölderlin, esa eternidad permanente fundada por los poetas, que hace de Ferrer Lerín un clásico.

Joaquín Fabrellas, La condición radical, Zaragoza, Libros del Innombrable, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Redacción Turia

17 de abril de 2023

Escribía Carlos Castán (La Expedición, 9, dossier sobre El autor y su primera obra) que el primer libro suele ser el de más larga gestación, está todo ahí, los fantasmas de la niñez y los tragos últimos de la noche pasada: "a medida que va transcurriendo algo de tiempo comprendemos que en ese libro no había apenas nada, y en la mente se nos empiezan a organizar de nuevo los mismos fantasmas con distintas cadenas, amarguras y sueños”.

Días sin día (Xordica, 2004), el primer libro de Ordovás, era un galimatías que radiografiaba crudamente el volcán que llevaba en su cabeza. En el magma de aquella erupción se mezclaban enojos de adolescente, pesadillas, modestias, soberbias y una larga ristra de frases que lo ennoblecían: "Si no dejas parte de ti en la página esa página es papel mojado. Lo malo es que llegará un día en que no tendrás fuerzas ni valor para seguir escribiendo".

Por entonces Ordovás ya publicaba en la revista Clarín, bajo la cirugía de José Luis García Martín, reseñas de los muchos libros que leía y cosas sueltas suyas. Un escritor no se cultiva en la estrecha imaginación que le conduce a novelas negras o rosas o legendarias, salpimentadas de estúpidas dosis de besos y otros argumentos de cartón piedra. Un escritor se hace en la crónica, en la crítica, en las lecturas y en la observación. Lo hará luego en El País, en La Vanguardia, en ABC, en la misma Turia. Contará viajes a mansiones y museos de Europa, sobre pueblos aragoneses que quieren ser ciudades, sobre pintores que además del color y la forma pretenden dilucidar la ironía de la vida. Ordovás deja sobre el papel el rastro de un caracol que persigue ser una liebre. Trabaja con denuedo en dos novelas que verán la luz en Anagrama.

El Anticuerpo (2014) y Paraíso Alto (2017) son las dos novelas con las que Ordovás se presentó a la sociedad literaria, en la editorial que le apetecía: donde había leído a Carver, a Bernhard, a Modiano o a Martínez de Pisón. El Anticuerpo, que recibió una buena crítica tanto en España como en Francia, formaba ya parte del universo que vamos a ver en su última obra, Castigado sin dibujos. Algo menos, pero también, la segunda. No obstante, Ordovás se encontró con dos cordilleras que le cerraron el paso. Una, fabricada por él mismo al hacer demasiado caso al polaco Gombrowicz, o quizá no lo entendió bien: "el arte consiste en escribir algo totalmente imprevisto". Y escribió en Anticuerpo sobre un yonqui que acampaba en los tejados de su pueblo y en Paraíso Alto sobre un ángel que recogía suicidas en un pueblo abandonado, que podía ser Almonacid de la Cuba, con alguna pincelada del Amanece que no es poco, de José Luis Cuerda . Estas cosas espantan a muchos que no supieron ver lo que había debajo de lo anecdótico. Porque debajo estaba el escritor hablando con madurez literaria de sí mismo y del mundo que nos rodeaba. De la otra cordillera tuvo menos culpa Ordovás. Anagrama, que ya estaba con Herralde de retirada y en manos de la italiana Feltrinelli, se había convertido en una fábrica que soltaba muchos productos sin demasiado cariño, por ver cómo funcionaban. Y sin amor, el futuro no prospera.

Ha habido que esperar unos años hasta que Chusé Raúl Usón ha prestado el calor imprescindible que da la editorial Xordica. El editor acompaña al escritor, lo defiende, busca portadas atractivas, las pesa, las sugiere. El peatón sentimental (2022) se desprendía de decorados extraños y se sumergía en lo imprevisto: alguien que camina en lo que otros llamamos madrugada y nos descubría la belleza, la soledad y la locura de Zaragoza. Ordovás no cae en la trampa, como caen muchos escritores actuales, de describir la vida corriente en un plano corriente e insípido, sino la vida profunda. La del que camina y la del recorrido caminado: "Plazas que se abren en todas las direcciones. Plazas cerradas sobre sí mismas. Plazas en que los muertos se mezclan con los vivos. Plazas que te trasladan a otras plazas de otras ciudades. Las plazas son también espejos en los que la ciudad se mira y en los que nos miramos nosotros al pasar por ellas". Enumeraciones y repeticiones que pueden venir de Perec, de Vila-Matas, de Bernhard, pero que ya son de Ordovás.

El escritor no debe desnudarse, debe enriquecer su paleta de palabras, de sentimientos, de pausas y, en el caso de Ordovás, de saber situar los fragmentos del espejo roto, de tal forma que aún fragmentado en el suelo te devuelva una imagen. Eso es lo imprevisto.

En Castigado sin dibujos, vuelve a su pueblo, a su ansia de investigar con la lupa de la emoción los secretos que guardan en las casas sus habitantes. Las zonas oscuras que guarda su familia y que él ni siquiera sospecha. Se pregunta por qué las corridas de toros duraban en la televisión tanto tiempo y los dibujos animados tan poco. Pero no solo habitan los recuerdos, los recuerdos son traicioneros, los compara con el presente y muestra el precipicio por el que no debe caer: "Convertida en un bien de consumo, la basura nostálgica se vende cada día mejor. También en el mercado literario".

Un escritor es un perro que olfatea, un detective que mira y ve. Sin ambas premisas se podrá publicar un libro que sea un magnetofón abierto pero no una caja de pinturas donde resaltan los azules del cielo, los amarillos del secano, la estela blanca de un F-16, el sudor frío de su piloto. Julio José Ordovás despega con estos dos últimos libros hacia Dios sabe dónde o hacia la literatura más imprevisible y más deseada, porque "los padres, los niños, los televisores, los sofás y los dibujos animados han cambiado".

 

Julio José Ordovás, Castigado sin dibujos, Zaragoza, Xordica, 2023.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Adolfo Ayuso

17 de abril de 2023

Olifante Ediciones de Poesía, en su colección ‘Papeles de Trasmoz’, presenta este mes dos novedades que comparten carta de navegación pues, desde el golfo de Bizkaia, ambas orientan su astrolabio hacia el alto brillo de la poesía tradicional nipona. Para quien pueda no estar familiarizado con ella, las modalidades más extendidas a occidente desde aquel lejano archipiélago son tres: el haiku, el senryu y la tanka. El haiku y el senryu son tercetos de arte menor en los que se muestra una emoción o se demuestra asombro utilizando un patrón silábico que, en su ortodoxia, queda fijado por un ritmo 5-7-5. Pese a su sencillez engañosa, atienden a una complejidad que reside en las constricciones articuladas por los temas canónicos que les son definitorios y por ciertos hitos por los que transitar, como el cuidado y sostenimiento de los ritmos y acentos internos de sus moras o la consignación del kigo, entre otras cosas. La diferencia básica entre ambos reside en que si el primero tiene a la naturaleza como inspiración o referente, el segundo es más libre en cuanto a tema y restricciones, eliminándose el kigo, referencia temporal o estacionaria que marca el momento en el que el deslumbramiento evocado por la naturaleza provoca la escritura del haiku y en el que se enmarca. Por su parte, la tanka la conforman cinco versos, por lo general, siguiendo el patrón 5-7-5-7-7 que se dividen en dos unidades rítmicas, asimilables a un senryu al que completaran dos versos como colofón. El tema más habitual de la tanka tradicional es el amor carnal y se cree que, en su origen, constituía un mensaje que cifraba la pasión de los amantes entre las metáforas de sus versos.

En estos dos últimos volúmenes de la serie ‘Papeles de Trasmoz’ lo que vamos a hallar únicamente son poemas encuadrables dentro de las dos primeras categorías: haikus y senryus, composiciones que, por su brevedad, retan las capacidades de expresión del poeta, al constreñirse su creatividad dentro de una extensión de tan solo 17 sílabas. El volumen 110 de la colección lleva por título Migas de Sombra y lo firma Aitor Francos (Bilbao, 1986), autor que en los últimos 12 años ha publicado 10 poemarios y 5 libros de aforismos, entre otras cosas. El estilo de los haikus de Francos es limpio y correcto —sin mutilaciones ni estrangulamiento de la palabra— y en ellos se despliega una voz atenta a los aromas y sucesos del mundo circundante. En el se aprecia un posicionamiento del yo que tiene presente al niño que fuera y donde ya enraizara la soledad primera, esa desde la que se abrieron por primera vez sus ojos, de par en par, a la contemplación: “Ante la luna/cómo no ser un niño/ abandonado”. También destaca el animismo con el que tiñe la intención de la naturaleza o de cualquier objeto, mientras que la sensibilidad del poeta esboza el instante unas veces describiendo los visible “El girasol, / en posición de rezo. / Anochecer” y en otras a lo invisible “Prendas de jóvenes. / La dueña del vestido / es la cascada”.

Por su parte Carlos D’Ors (San Sebastián, 1951) —con una dilatada carrera como poeta, narrador, ensayista pintor, crítico de poesía y de arte—, firma el volumen 111, Querida Naturaleza, en el que despliega su hilo de voz a lo largo de cuarenta y siete cadenas de diecisiete sílabas, todas nombrando elementos de esa Naturaleza a la que se dirige, y en los que se evidencia su contemplación del mundo animal y vegetal, de los astros que pautan sus ciclos y de los instantes irrepetibles que la vida nos depara: “Una mariposa:/ brisa de primavera/ su parpadear”. Para el poeta la Naturaleza es un ente independiente, sin necesidad de la presencia humana, humanidad que se beneficia de los dones de aquella, de su belleza, y del éxtasis naciente de su admiración: “Cada pájaro/ en sus ojos refleja/ todo el cielo”, observación que —con la erupción reciente en el Parque Natural de Cumbre Vieja— permite asistir a acontecimientos asombros, como el nacimiento de la nueva geografía: “Vomitas, volcán, / asistimos al parto / de la montaña”.

Sorprendidos doblemente por la irrupción del haiku vasco en el catálogo de Olifante, tras estas lecturas, podemos entender y vislumbrar el engarce de estas pequeñas cuentas sobre el blanco horizonte del papel impreso, pues se tratan de perlas mínimas crecidas a partir de la recepción una mota de polvo del hoy sobre la que el tiempo y la reescritura construye tres capas nacaradas (5-7-5), redondeando ese momento y presentando al lector el brillo esférico de sus poemas.

 

Aitor Francos, Migas de sombra, Zaragoza, Olifante, 2023.

Carlos D’Ors, Querida Naturaleza, Carlos D’Ors, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Manca terra es un libro original y necesario: critica la poesía muerta y propone otra que nazca del contacto con la tierra, con la vida. Tiene carácter político porque ansía cambiar la realidad.

Consta de cuatro partes perfectamente vertebradas. La primera es una invocación y una poética, en cuanto que reclama “lo intacto, / el barro primero / habla de un lenguaje que no sea adquisición” (p. 26). La segunda es un retablo de desposesión y de muerte: campos de concentración, vidas truncadas. La tercera, que da nombre al libro, trata de la naturaleza y de los seres humanos en extinción. La cuarta y última parte aporta una posible solución, que pasa por la rebeldía y por aproximarnos, aprojimarnos, a todos los seres humanos, a la tierra, al árbol. Vuelve a la poesía para afirmar que ha de ser un canto de derrumbe, puesto que “La demolición requiere su música y sus poetas” (p. 50).

Manca terra es un libro incómodo, políticamente incorrecto, que reniega del lenguaje “poético” para hallar otro nuevo que sea “una súbita floración en la rama calcinada” (p. 18). Para ello hay que “fracturar la senda de las palabras, extremar sus límites y resistencias”. También han de nacer las palabras como frutos, como cantos: “una columna vencida / retornando a su patria” (p. 18). En Manca terra respira el exilio, se construyen casas de la infancia, “camino hasta la puerta de la casa: sus cimientos en el aire (…) Giro la llave: todas las pérdidas se agolpan en el costado izquierdo como refugiados en una única frontera” (22).

Al final del libro reivindica el poema-canto. Es importante hablar desde un no-lugar, de exilio, desde el que poder conectar con todos los seres humanos y con la tierra: “La tierra que no está en ninguna parte / esa es la verdadera patria” (87). Porque la salvación viene de la desposesión, de volver a lo esencial. El canto que nos salve ha de ser “canto del derrumbe, la exaltación de lo roto, pura ley del caos. Que hablen los elementos, madre saqueada, expoliada, un canto salvífico, un himno, canto de lo que cae, de lo que espera no caer del todo” (101). Hasta que volvamos a la infancia, “hasta que vuelva a latir el árbol de la infancia” (105). Porque la infancia “es el árbol salvado de la quema / por su savia transparente / no maderable / todavía” (42). Ese canto ha de ser testimonio y rebeldía. Ha de ser para la vida, no para la Literatura. Ha de contar el ecocidio en que nos ha tocado vivir, la agonía de aquella vida que conocimos en la infancia. Para ello “Lo poético (debe estar) a salvo de los poetas”. Porque lo poético respira en otro lugar “tan frágil / como un parpadeo entre dos mundos o las lilas de Celan. A veces, por un instante, nos toca con su gracia” (91). Canto del derrumbe, rebelión y vuelta al latido del árbol de la infancia, no para refugiarnos en él, sino para empezar de nuevo. “Escribir es una forma de viajar a aquella niña / de ocho años y decirle: no me acostumbré. / Su ortopedia para sobrellevar el horror no funcionó” (p. 27). De ahí, de esa constatación y de la rebeldía, de nombrar las cosas y la vida con una lengua verdadera, hecha de semillas y de tierra, vendrá la esperanza.

Manca terra muestra un mundo apocalíptico, sin vida, hecho de i-phones fabricados por manos esclavas “navegando lustrales aguas de banda ancha” (p. 54) y en soledad total, porque se ha abandonado “la matriz telúrica del árbol” (p. 54).

Frente al desastre, está la resistencia, “el amor que no sabe que sabe”; “amor en el pino negro / que dobla su espalda / bajo el peso de la piedra / que arrastró el último alud” (p. 78).

Ha llegado el tiempo de la lucha, de encielarse, de hundirse en la tierra o en el cielo. Hay que devolver el latido a las palabras. La poesía no puede ser un “parque protegido /, un gesto exquisito y vacuo en medio de la matanza” (p. 84).

La compasión, que etimológicamente procede de πάθος, nos puede salvar porque “nos hace ingresar en la trama de lo vivo, en el dolor de los otros” (p. 89).

El mundo es uno. El poema debe nacer como la flor, las palabras nacen como frutos, como cantos. Todo debe regresar: “el polvo al polvo” (p. 20). Porque existe “una sustancia que no se pierde (…) / una especie de amor que nos enhebra” (p. 52). Todo es “comunidad, tejido viviente” (p. 92) Porque nunca escribimos solos: nos acompañan “nuestros desaparecidos, esos árboles que siguen creciendo dentro” (p. 100).

Un enorme esfuerzo el de Laura Giordani para reparar el mundo, la tierra de la infancia; para buscar “el barro primero”, para inclinarse hacia la infancia (p. 26).

El dolor y la tortura conducen al ser humano hasta el límite. Pero puede sustraerse a él. La escritura “como último gesto humano” (p. 39). Porque hay que “tender andamios transparentes en el aire”” (p. 33).

Con mirada lúcida expone los errores pasados y presentes. Terrible ha sido el dolor y el mundo apocalíptico y alienado en el que vivimos “en el que la luz del móvil eclipsa el presente, colapsa el tiempo” (p. 46).

Manca terra en los árboles de “raíces peligrosamente expuestas” (p. 52). Como el árbol de Yggdrasil, el fresno sagrado, que une el cielo con la tierra, así debemos volver al círculo, a la matriz telúrica del árbol” (p. 55). El poema, “región intermedia entre el cielo nocturno y el suelo (p. 99), al igual que los seres humanos crecen como un árbol que une, ya lo hemos dicho, cielo y tierra.

Falta el sustrato, la vida natural y Laura Giordani denuncia esa carencia biológica. Asimismo, denuncia la explotación de los seres humanos y de la tierra. Apodícticos son los siguientes versos: “Mírate bien en los escaparates / hasta no tener ninguna duda: / tu vestido sangra” (p. 58). “Tan seco tu pan / tan seca tu simiente / están creando una patente / para el árbol de tu infancia” (p. 67).

Ante esta destrucción de la vida en el sentido más amplio, no podemos permanecer impasibles: “Haber visto / y seguir como si no pasara nada” (p. 71). La escritura abre un camino “al que le creció la hierba” (76); facilita el regreso al monte para trazar “conexiones / entre las luminarias heladas y las vísceras” (p. 77).

Juan Gil-Albert dijo en su Breviarium vitae: “La verdad no convence a nadie. La verdad existe”. Manca terra sigue esa línea: denuncia la poesía-reserva, al igual que los bosques-reserva. Las flores, “un balbuceo del oscuro alfabeto de la tierra” (p. 93), saben lo que es la vida, quizá también sin saber.

La vida se mantiene gracias a los ancestros, a su simiente que aún nos sostiene (p. 60). En “Hijo de la luz y de la sombra”, dice Miguel Hernández  que nuestros muertos se besan en nosotros.

Manca terra es implacable porque nuestra vida es implacable: lo abandonamos todo: nuestro pasado; hipotecamos la naturaleza, convertida en estos momentos en suelo industrial, sin valor su vida, sus nutrientes muertos. Hechizados por la tecnología y el dinero vamos hacia la sexta extinción: “Harán las guerras suficientemente lejos / lejos las manos que cosen tu vestido /, segarán la espiga por ti / cerrarán los ojos a tus muertos” (p. 92).

Un mundo aséptico que envuelve su podredumbre en inmortalidad. De esa sociedad aséptica nace una poesía que es “un trozo de muerte / sobre una salsa de palabras que apenas llega a camuflar la podredumbre del lenguaje” (…) “Si con tus pensamientos creas el mundo / párate a contemplar / -si puedes-/ lo que has creado” (p. 73). Una acusación que no deja lugar a componendas. Una acusación urgente como algunos poemas de Miguel Labordeta: “Severa conminación de un ciudadano del mundo” o “Un hombre de treinta años pide la palabra”. Poemas que muerden como los de Otero o Celaya, que sentencian a su tiempo. Pero no se trata de rebelarse ante un momento histórico, cercado por la guerra. Se trata de mostrar algo peor: la extinción.

A pesar de todo L. Giordani aún cree en la utopía: con el canto que nace del derrumbe hay esperanza. Hay que “encontrar las hebras de resistencia en el lenguaje / los últimos árboles de pie”, “en algún lugar donde las flores no perezcan / tan rápido” (p. 74). Por eso ofrece un plan para salir adelante: hay que nombrar las plantas, olvidando los herbarios, hay que escribir pisando la tierra o hundiéndose en el cielo.

Se trata de lograr una poesía viva, que deje atrás el antiguo debate entre poesía minoritaria o mayoritaria, de esencia o de existencia. La poesía que reclama Laura Giordani ahonda en la tierra para que podamos hablar con palabras que sean árboles, piedras, personas. Lo poético “cerca de lo que nos deslumbra y luego se desvanece sin reclamar posteridad alguna” (p. 91). Ese mundo de reparación tiene su anclaje en otras poetas como Alejandra Pizarnik, a quien dedica el último poema; Emily Dickinson, que tanto amó la tierra; Blanca Varela. Todas ellas barro que repara las heridas desde el derrumbe. No olvidaremos esta Manca terra constelada de futuro.

 

Laura Giordani, Manca terra, La Garúa, 2020

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

«Llegó con tres heridas…», Ángel Guinda llegó a la poesía y a la vida ‒que para él eran lo mismo‒ con esos tres cortes profundos que tan hermosamente cita en su particular seguidilla Miguel Hernández. Ángel Guinda fundó para la poesía de su tiempo el antitópico. El amor, la muerte y la vida, conceptos más tópicos todavía, lugares comunes en la literatura desde sus primitivas manifestaciones escritas y no escritas, reciben un tratamiento asimismo antitópico cuando quien los poetiza es el Ángel (fieramente humano) Guinda. Si el antitópico formal, basado en el uso morfosemántico de la oposición significadora (‘juventud, humano tesoro’; ‘cántico corporal’, etc.) es hábito guindiano, el abordaje de los topós literarios constituye del mismo modo una novedosa característica de su poesía. No encontraremos en la obra de Ángel Guinda ni un solo título ‒ni uno sólo‒ en el que no aparezca esa trilogía. Sus páginas poéticas, aforemáticas, críticas… las inunda la presencia constante de la vida, de la muerte, del amor. ¿Cómo iban a ser diferentes o estar ausentes en Aparición y otras desapariciones?

Sin embargo, destaca en este hermoso y naturalista póstumo un rasgo que ya hizo acusado acto de presencia en Los deslumbramientos seguido de Recapitulaciones: el estoicismo. No a la manera dócil de Séneca, sino un estoicismo activo entroncado con ese parabién clásico que orna a nuestro Ángel vivísimo y que en Los deslumbramientos… aparecía mezclado con un ascetismo recobrado del sintagma titular dictado en 2001 para su Biografía de la muerte. Allí, «Una vida tranquila» recuperaba a Fray Luis, el asceta que propagó por Europa un beatus ille hortelano, es decir, activo. Dichoso él, dichoso también el Ángel que regresaba a su madurez imbuido de un precoz cansancio de la vida, del amor y de la muerte. En esa década, entre 1994 y 2001, Ángel Guinda se sentía fatigado; los títulos de esa etapa constituían el tránsito precedente al descenso tras la esforzada subida a la cima de la ‘existencia’. Después de todo, Conocimiento del medio, La llegada del mal tiempo y Biografía de la muerte son sus títulos-descansillo. Ángel había llegado al altiplano reflexivo; a partir de entonces comenzaría el descenso. El peso con el que cargará es de nuevo un topós literario, aunque no deja de ser una realidad conviviente, común a la general angustia existencial del ser humano: la edad, el paso del tiempo, la extendida cronopatología. Resulta llamativo a este respecto que siga el asunto presente en Aparición; lo prueba la cita de Séneca que acota el poema «El convaleciente»: No es que tengamos poco tiempo, sino que perdemos mucho. Digamos que esta cita senequista apunta al centro mismo de su rotunda negación, pues el texto del poema deja bien a las claras la necesidad de perder ese tiempo en determinadas circunstancias: por ejemplo, cuando la materialidad de las cosas y su orden rutinario crean el perfecto marco de un espacio propicio a la abstracción reparadora: «El espacio seguía en calma; /  y yo, ausente, volaba.», dicen los dos últimos versos de este poema sensual en el que los sentidos cobran valor trascendental en la ocupación del tiempo en el espacio.

Ángel Guinda repite cita, ahora objetiva y descriptiva, en el poema «El tiempo», sustantivado, concreto, unívoco: «Todo es tiempo» ‒dice‒ y termina: «Más allá del tiempo sigue el tiempo». Esta visión, tan einsteniana, que prescribe al tiempo como una dimensión dada, proyectada ad infinitum, la misma que le hace decir (más o menos) a Octavio Paz que no es el tiempo el que pasa, sino nosotros los que pasamos por él, no la tengo recogida en mi inmediata memoria lectora de Guinda. Es nueva para mí, como una aparición más de las que nos tiene acostumbrados su obra, pero que, como muchas veces ocurre con sus ‘iluminaciones’, nos remite a un hecho a mi juicio irrefutable respecto a la consideración del tiempo. Es bien sabido, por ejemplo, que la historia ha dispuesto un nuevo marco referencial en el que ya no basta el paso del tiempo exterior al hombre como ser individual y colectivo, sino que la propia evolución de las sociedades ha ido estableciendo jalones sustentados en acontecimientos que la razón ha ido ordenando y por medio de los cuales nos planteamos también un tiempo histórico, un tiempo psíquico y un tiempo sensitivo. Pues bien, los nueve versos del poema nos muestran cómo la disgregación de este tiempo en nuevas perspectivas y valores, otorga a aquella dimensión naturalmente cósmica ‒einsteniana, repito‒ una percepción más ensayística, filosófica y, desde luego, ayuntada a la experiencia individual, como no puede ser de otro modo en Ángel Guinda: sensitiva, psíquica.

Diría más: ese poema, en su compleja sencillez (dictaría Borges), pone en entredicho aquella pulsión del ser humano que ha estado siempre ligada a la transición de una vida mensurable en el tiempo convencional, pero, sobre todo, al rito mágico por medio del cual era posible traspasar esa frontera y seguir «viviendo» más allá de la contingencia azarosa de la vida puramente material o física. El poema de Guinda, al reducir el tiempo a un fenómeno casi material, refuta esa posibilidad que suelda buena parte de las preocupaciones del hombre como ser en el tiempo y sus preguntas sobre su papel en un contexto dado y sobre su destino, sobre su finalidad (el tópico ubi sunt), difícilmente aceptable más acá de su crisis vital en cuanto toma conciencia de ser un «ser para la muerte», particularidad sobre la que tanto debatirían Heidegger y Sartre.

Ese ser para la muerte está aquí en su plena aceptación; está en Aparición y otras desapariciones con la rotundidad, sinceridad y firmeza del Pouvoir poétique de un poeta cuyo ser humano interior sabe que existe y saldrá de él (lo dijo diáfanamente en Los deslumbramientos…); pero es que es precisamente esto lo que significa ‘existir’ (= ex‒ister): salir, ‘aparecer’ a la realidad para, finalmente, en este caso, soldar el plasma del mundo, la materia y el fluido, lo que parece escapar a las venas que recorren cielo y tierra, aire, agua… Lo inaprehensible es así atrapado por la palabra en una suerte de hábil y exclusiva maestría para apresarlo en el signo que significa o en el signo que invita a otra semántica apenas atisbada o definitivamente secreta.

En «Anemia II» es ese plasma del mundo («todas las sangres que me transfundieron») el que ha escrito sus poemas. Ángel Guinda se abre aquí las venas para entregarnos esos poemas y vivir más, para que nosotros vivamos más. Séneca se las abrió para morir por decreto imperial.

 

Ángel Guinda, Aparición y otras desapariciones, Zaragoza, Olifante, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Martínez-Forega

Antonio Gamoneda: “En poesía todo es símbolo”

La cabeza de Gamoneda camina sola, separada del cuerpo. Este ha fichado por la vida, por la corrupción de la materia; la cabeza prosigue su marcha, ajena al desgaste que impone el curso del tiempo. A sus casi 92 años, el poeta trabaja con intensidad y permanece al día de todo, dueño de su agenda.

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Fernando del Val

Brenda Navarro: “La imaginación permite que el mundo siga existiendo”

La noche del 26 de septiembre de 2014, un grupo de estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa salieron en dos autobuses del municipio de Iguala de la Independencia, ubicado en el estado de Guerrero, hacia Ciudad de México, para participar en la manifestación anual que conmemoraba la Masacre de Tlatelolco (1968). Pasadas las nueve y media fueron interceptados por un grupo de hombres con armas formado por miembros de la policía y sicarios de la banda criminal Guerreros Unidos.


 

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Escrito en Conversaciones Revista Turia por Michelle Roche Rodríguez

17 de marzo de 2023

ANTOLOGÍAS: Monterroso figura en muchas y, además, confeccionó con Bárbara Jacobs la Antología del cuento triste (1992). Allí anotaron, con precisión muchas veces citada: “La vida es triste. Si es verdad que en un buen cuento se concentra toda la vida, y si la vida es triste, un buen cuento será siempre un cuento triste”. En “Prólogo a mi Antología personal” (Fondo de Cultura Económica), escribe ya él solo: “Como mis libros son ya antologías de cuanto he escrito, reducirlos a ésta me fue fácil; y si de ésta se hace inteligentemente otra; y de esta otra, otra más, hasta convertir aquéllos en dos líneas o en ninguna, será siempre por dicha en beneficio de la literatura y del lector”.

 

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Escrito en Artículos Revista Turia por Antonio Rivero Taravillo

“Que Robert Walser no pertenezca hoy a los escritores olvidados se lo debemos, en primer lugar, al hecho de que Carl Seelig, lo acogiera en su casa. Sin los relatos de Seelig sobre los paseos de Walser, sin sus preparativos biográficos, sin las antologías por él publicadas y la seguridad, gracias a sus esfuerzos, de un legado compuesto de millones de letras ilegibles, la rehabilitación de Walser no se habría producido y probablemente su recuerdo habría desaparecido”, diría el escritor W.G. Sebald en la bella monografía El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser, que le dedicara “a una figura y no explicada”, como él mantenía, que era Robert Walser. Por su parte, el inclasificable y admirable libro que Carl Seelig le dedicaría a su amigo y protegido llevaría el título de Paseos con Robert Walser. Un libro que bien podría haber llevado el subtítulo de “biografía de una amistad”.

Martin Walser lo definió como “el más solitario de los escritores solitarios”. El que más ferozmente, desde su humildad y atracción por lo ínfimo, rehuyó “la asfixia del poder”, como recordaría Elias Canetti: “Su obra literaria es un intento incansable por silenciar el miedo. Se escapa de todas partes antes de que haya en él demasiado miedo –su vida errante- y, para salvarse, se transforma a menudo en lo pequeño, en lo que sirve a los demás. Su profunda, instintiva, aversión ante todo lo “grande”, ante todo lo que tiene rango y pretensiones, hace de él un escritor esencial de nuestro tiempo, que se asfixia en el poder”.

Fue admirado, casi sin excepción, por todos los grandes escritores de su época: por Thomas Mann, Hesse, Canetti, Benjamin, Zweig, Kafka o Musil que, como joven crítico, saludó calurosamente el primer libro de relatos de Walser. Acerca de la rareza del cosmos humano del que podían provenir algunos de sus alucinados y recurrentes personajes, fuera de toda norma salvo la de unas estrictas obligaciones que se imponían, Walter Benjamin le dedicaría un bello comentario: “Sus personajes vienen de la noche, de allá donde es más negra, de una noche veneciana, iluminada por míseras candelas de esperanza, con algún que otro esplendor festivo en el ojo pero turbados y tristes por estar llorando. Lo que lloran es prosa”.

“Escritor de escritores”, como no pocas veces ha sido definido, W. G. Sebald, ya en nuestro tiempo y en muchos aspectos, podría ser calificado de hijo suyo natural y posterior. Un hijo que absorbería algunas de las más reconocibles características tanto vitales como literarias de aquel enigmático paseante solitario que fue Walser y que fueron tantos y tantos de sus personajes. ¿Quién no recuerda el arranque de Los anillos de Saturno de Sebald que sólo podría haber firmado un fiel seguidor del “espíritu” vagabundo walseriano?: “En agosto de 1992, cuando la canícula se acercaba a su fin, emprendí un viaje a pie a través del condado de Suffolk, al este de Inglaterra, con la esperanza de poder huir del vacío que se estaba propagando en mí […] Raras veces me he sentido tan independiente como entonces, caminando horas y días enteros por las comarcas, escasamente pobladas […] Ahora me parece que tiene razón la antigua creencia de que determinadas enfermedades del espíritu y del cuerpo arraigan en nosotros bajo el signo de Sirio preferentemente”.

La figura del vagabundo y la vida errante, en el siglo XX, también había tenido un famoso y genial “cantor”: el Premio Nobel de Literatura de 1920, el noruego Knut Hamsun (1859-1952), autor del brutal e indómito relato autobiográfico Hambre. Posteriormente, una serie de “héroes bajo las estrellas” serían retratados en su Trilogía del vagabundo (1927). Melancólicos, solitarios, escapando continuamente al amor en cuanto se insinúa, fanáticamente individualistas y neurasténicos, asqueados por la vida materialista y burguesa que han dejado atrás, despojados ascéticamente de todo, inasibles, conformaron un autóctono planeta nihilista, asocial, violentamente renegado y rebelde, que luego sería la perdición moral y política de su autor. Sus vagabundos metafísicos reclamaban, como lo hizo en vida su autor, Hamsun, la unión con un estado pretérito, original, perdido, que el hombre actual tendría que abrazar y reencontrar panteísticamente. Un paraíso perdido, de gran belleza, oscurecido por las ideas de ambición y de progreso social y material en las que habrían sucumbido fatalmente casi todos sus conciudadanos, y que coincidía en su caso exactamente con el paraíso de su infancia transcurrida en aquel Gran Norte de bosques y cielos infinitos.

Y un paseante, Robert Walser, en otro paraíso de parecida belleza hipnotizante, que igualmente no se cansaba nunca de recorrer, que contemplaba de repente, en estado casi de éxtasis, cualquier pequeño rincón o panorama que se cruzaba en su camino: “¡Qué hermoso… Qué encanto!”, dirá “como embriagado por la accidentada comarca, por el solemne silencio dominical”. Así lo reseñaría Carl Seelig en su insólito y emocionante libro. Y seguía diciendo Walser: “¡Cuán benéfico es que la gente repose en su regazo para dormir las manos torpes y pesadas y deje todo en manos de la naturaleza!”. En esas expediciones, a veces de más de diez y doce kilómetros que Walser emprendía a pie, como sucede también en muchos de sus relatos con muchos de sus personajes, el protagonista tenía que defenderse de algún gendarme que patrullaba aburrido por los límites de cualquier pequeña aldea, como si tuviera que demostrar que no era un vulgar vagabundo o delincuente. Así se narra en su relato Pequeña aventura en un camino comarcal, incluido en Vida de poeta: “En otra época y circunstancia me dirigí una vez en invierno –a pie, se entiende– a visitar a mi hermano que por aquel entonces vivía en una pequeña ciudad de provincia […] El viandante, vale decir yo mismo, avanzaba de excelente humor por el camino comarcal, sin cesar de elogiarlo. Lamentablemente le caí menos bien a un cauto y perspicaz gendarme con quien me topé […] Es muy probable que esté usted en un error si cree tener que vérselas con un vagabundo común y corriente, le dije […] Hubiera podido viajar en tren exactamente como cualquier otro. Pero como soy amigo declarado de vagabundear y recorrer leguas y leguas durante días enteros, he preferido ir andando, lo cual no tiene por qué ser ningún pecado ni, por consiguiente resultar nada sospechoso. ¿O acaso le parece sospechoso el placer de viajar a pie, algo tan bellamente unido al amor a la naturaleza?”.

Un caminante, un enamorado ferviente de la naturaleza, que ha escogido borrarse voluntariamente del mundo exterior y “visible”. Si Hölderlin pasó otros casi 30 años apartado de todo con su locura, “soñando en el último rincón” (”estoy convencido de que en los últimos treinta años de su vida Hölderlin –dirá Walser– no fue tan desdichado como lo pintan los profesores de literatura; poder soñar en un modesto rincón sin tener que responder a continuas pretensiones, no es ningún martirio. ¡Sólo la gente hace que lo sea!”), él mismo también, con su destino “de magnífico cero a la izquierda, redondo como una pelota”, como se decía en Jakob von Gunten, se verá acorde, y satisfecho en cierto modo, en el sanatorio de Herisau. Eso sí, con leves momentos de melancolía, que su extrema lucidez, siempre alerta, siempre en carne viva, no le ahorraba. Cuando en un momento determinado de sus paseos Seelig le diga “cuánta razón ha tenido en vivir, como Simon, en la pobreza, la sencillez y la libertad, y cuánto yerran los creadores cuando aceptan compromisos en favor de la existencia material”, Walser al principio, asiente “vivamente”. Pero, “tras un largo silencio” (esos silencios que se repiten en muchos de sus encuentros, antes de “arrancarse” a hablar con cualquier excusa y comentario) le contestará lacónicamente a Seelig: “Sí, pero la mayoría de las veces se trata de un viaje de derrota en derrota”.

Un genio de la literatura sin parangón, al nivel de Kafka y los más grandes de su siglo. Y como el mismo Kafka, Bruno Schulz, Joyce, Svevo, Pessoa y otros grandísimos escritores de ese mismo siglo, se mantuvo permanentemente en estado de exilio: “Una suerte benévola –en palabras de Claudio Magris– que los preservó de la posibilidad de convertirse en figuras oficiales de la sociedad literaria”. Esa sería la suerte no por momentos desgarradora, enloquecedora en su absoluta soledad, de alguien como Walser y tantos y tantos de sus personajes o desdoblamientos narrativos: “Había algo en su interior que le impulsaba al vagabundeo, despreocupándose por completo de la opinión pública […]. Era oficinista y menestral ambulante, poeta y mendigo, una persona sumamente formal y respetable y al mismo tiempo un trotamundos”, escribirá en el relato de 1918 Dos hombres. Escondido con tenacidad tras empleos ínfimos y modestos, finalmente llegaría al último de sus refugios: cerca de treinta años recluido en un sanatorio, a salvo de todo y de todos. Menos de su fiel amigo y visitante asiduo Carl Seelig.

Rico mecenas, admirador devoto de Walser, autor de numerosas antologías literarias y de los folklores alemán, ruso y eslavo, así como primer biógrafo de Albert Einstein, Carl Seelig (Zúrich, 1894–1962), ayudó no solo a Walser sino que fue el benefactor de otros muchos artistas, científicos y escritores, o simplemente “seres anónimos que necesitaban de su ayuda”, como dirá su amigo y albacea testamentario Elio Frölich, en un epílogo que escribiría para el libro de Carl Seelig, hoy considerado como mítico, y ejemplar en su género sobre sus paseos con Robert Walser. A Seelig –diría Frölich– sobre todo le importaba una causa: “La causa del otro”. Algo que, en cualquier época, nos tendría que hacer reflexionar a muchos.

Un protector que jugaría el papel de Max Brod en la vida de Kafka. Otro de los buenos conocedores de este singular benefactor, el biógrafo y amigo de Thomas Mann Ferdinand Lion, condensaría perfectamente la importancia trascendental de la ayuda de Seelig en concreto hacia una figura altamente frágil y desprotegida como Walser: “El destino ha querido que entre los muchos que consciente o inconscientemente apelaron a ese genio de la disponibilidad que era Seelig se encontrara aquel que más llamado estaba a aceptar esa ayuda. Era Robert Walser, que con su delicadeza y finura, unidas a su profundidad, tenía una obra entera a sus espaldas y ya era famoso para un gremio de iniciados, pero que precisamente debido a su delicadeza estaba al borde del derrumbamiento”. Por su parte, otro gran autor de aquellos días, el escritor judío Arnold Zweig, autor de una de las mejores obras literarias de la literatura alemana escritas sobre la Primera Guerra Mundial, El caso del sargento Grischa, y que a la subida de Hitler al poder, en 1933, emigraría a Palestina, dijo de Seelig que era “un caso único de filántropo que pone sus capacidades y su patrimonio de forma altruista al servicio de la creación literaria”.

Gracias a Seelig se constituyó un rico fondo de archivos de Walser depositado en Zurich, del que importantes y posteriores investigadores de su obra extrajeron la parte inédita y póstuma de los escritos de Walser. Entre ellos los famosos microgramas, escritos entre 1924 y 1932, justo antes de ingresar en el que fue su domicilio último y permanente, el sanatorio de Herisau. Microgramas que el propio Seelig calificaba, antes de ser descodificados y transcritos, de “escritura secreta e indescifrable”.

Pero el libro de Seelig no sería uno más. Su obra emocionante y sin género pasaría a la historia como uno de los más bellos homenajes a una amistad sincera, generosa y protectora, mantenida en el tiempo. Desde el 26 de julio de 1936 hasta la Navidad de 1955, reseñando minuciosamente algunos días escogidos y paseos llevados a cabo año tras año, las anotaciones de Carl Seelig darían cuenta de una gran compenetración y complicidad mutua. Una relajada complicidad entre dos amigos que caminaban y dialogaban comentando el “mundo exterior” del que Carl Seelig era el emisario, pero también un gran número de cuestiones éticas, familiares, editoriales, periodísticas, de crítica literaria y cultural acerca de otros escritores suizos o bien de lengua alemana en general, mientras de paso reseñaban algunos aspectos, monumentos y figuras del pasado histórico, con el trasfondo inquietante de una Europa muy pronto en guerra.

Un apoyo indesmayable, proporcionado por la fiel y devota amistad demostrada por Seelig, que muy probablemente tuvo que ver en que la vida de un Walser ya totalmente apartado del mundo y de la sociedad de su tiempo fuera más placentera y llevadera en su reclusión en aquellas bellas montañas. Las mismas montañas que un día de Navidad, el 25 de diciembre de 1956, en un último paseo solitario de despedida, le servirían de sudario inesperado. También sirvió para que Walser, para muchos tan solo un “niño”, alguien infantilizado, sin responsabilidades, que había cortado los lazos con la realidad (“la gente importante me tilda de niño, y sería descortés si por mi parte no creyera yo lo mismo; sin embargo, ésta es una creencia que a ratos me cansa”, dirá en uno de sus microgramas o pequeñas prosas póstumas) mantuviera, además, entusiásticamente intacta una de sus mayores pasiones, aparte de la literatura, sin la que no podía vivir: los paseos y caminatas. En este caso paseos acompañados. Pero sobre todo paseos nutridos estimulante e inteligentemente por un precioso intercambio de pareceres de dos amigos sobre lo más variado de la vida: desde libros y autores comentados a hechos cotidianos y anécdotas que iban surgiendo por el camino, aparentemente fútiles y sin gran trascendencia, pero observados siempre con gran sentido del humor y sutileza por parte de ambos excursionistas.

Ambos, tanto Walser a través de toda su obra, como Seelig con su libro, que se convertía sin proponérselo en una especie de exaltación del paseo como género literario, continuarían construyendo la celebración del flâneur a lo Baudelaire y Walter Benjamin. Pero en este caso sería en los medios rurales, ya fueran bosques, caminos comarcales, montañas o en los alrededores de pequeños pueblos y ciudades. Así lo definiría el americano Phillip Lopate, en el número extraordinario de The Review of Contemporary Fiction dedicado a Robert Walser en la primavera de 1992: “Un curioso fenómeno literario estaba en marcha: la narración del paseo. En más o menos la misma época, los surrealistas Louis Aragon, Philippe Soupault y André Breton con Nadja, así como el irlandés Joyce, el americano Henry Miller y el suizo Robert Walser, estaban todos ellos componiendo una épica del paseo”.

“Nuestras relaciones –comenzaba diciendo Carl Seelig en su libro Paseos con Robert Walser– las iniciaron unas pocas y sobrias cartas: preguntas y respuestas breves y concisas. Yo sabía que Robert Walser había ingresado en 1929, en calidad de enfermo mental, en el sanatorio y hogar cantonal de Appenzell-Ausserhoden, en Herisau. Sentía la necesidad de hacer algo por la publicación de sus obras y por él mismo. Entre todos los escritores contemporáneos de Suiza, me parecía el personaje más peculiar. Se mostró de acuerdo en que le visitara, así que ese domingo viajé, temprano, de Zurich a St. Gallen y callejeé por la ciudad […]. En Herisau me hice anunciar al médico jefe del sanatorio, quien me dio permiso para ir a pasear con Robert”.

La curiosa e inusual mezcla de biografía de un personaje y a la vez retrato de una amistad, ese híbrido de diario con anotaciones de pequeños viajes circulares adentrándose por el bello cantón de Appenzell y alrededores, pasaría a la historia junto a algunos de los más geniales homenajes literarios dedicados al hecho de la amistad. Ahí estaría el libro que Gershom Scholem escribió sobre su insustituible confidente y gran interlocutor intelectual, trágicamente desaparecido (Walter Benjamin. Historia de una amistad), o esa biografía “en movimiento”, como era también el caso de la de Seelig, tras los pasos de un personaje admirado y observado como sería la Vida de Samuel Johnson, de James Boswell, igualmente única en su género y en su época, el siglo XVIII. O bien las muy célebres conversaciones de los últimos años de un genio que escribiría J. P. Eckermann (Conversaciones con Goethe).

El libro de Seelig se convertiría en un inapreciable documento, narrado con pasión, detalle y con un exquisito tacto y respeto. También con un decidido y discreto deseo de “anonimato”: desdibujándose sin cesar como autor de aquellas notas y dejando “hablar” y provocando a su amigo para que se explayara y opinara sobre los más variados temas. Astuto e intuitivo, conocedor en profundidad de la psicología terca y especial del escritor, Seelig sabía perfectamente del temperamento huidizo de Walser, de su humor cambiante, de sus repentinos antojos o rabietas por cualquier nadería que no había que contrariar o por cualquier recuerdo que no había que insistir en rememorar. Pero ahí estarán, en pequeños fragmentos deliciosos y en ocasiones deslumbrantes, en la forma de diálogos o pequeños debates, con una gran espontaneidad y naturalidad, fantásticamente sintetizado, muchas veces a través de fulminantes aforismos y sentencias contundentes, lo más revelador del pensamiento walseriano. Como en sus novelas y pequeñas prosas, todo, incluso las cosas más sencillas y cotidianas, adquiría en presencia de Walser un halo mágico, súbitamente iluminador, portador de cualidades enigmáticas, ocultas, y Seelig lo supo reflejar en todo momento con una enorme sensibilidad y sabiduría.

Observaciones sobre la naturaleza y su negativa a moverse (“No quiero ir a ninguna parte ¿Para qué viajan los escritores, mientras tengan imaginación? […] ¿Acaso la naturaleza viaja al extranjero? Miro los árboles y me digo que si ellos no se van ¿por qué no iba yo a poder quedarme?”); sobre la función de un escritor (“Ningún escritor está obligado a la perfección. ¡Se le quiere con todos sus humanos defectos y locuras!”; “los escritores sin ética merecerían ser apaleados, han pecado contra su profesión, su castigo ha sido que les soltaran a Hitler”, dirá en 1943); el análisis de algunos poetas, novelistas y dramaturgos contemporáneos (“¿Los habitantes de Zúrich? No llegaron a conocer mis poemas; por aquel entonces, todos estaban entusiasmados con Hesse, me dejaron resbalar sin ruido por su joroba”); la firme voluntad de permanecer al margen al que ha sido arrojado (“En mi entorno siempre ha habido complots para rechazar a bicharracos como yo. Siempre se rechazaba, con arrogancia y distinción, todo lo que no tenía cabida en el propio mundo. Jamás me atrevía a abrirme paso. Ni siquiera tuve el coraje de echar un vistazo. Así que viví mi propia vida, en la periferia […] ¿No tiene mi mundo derecho a existir, aunque en apariencia sea un mundo más pobre e impotente?”); detalles sobre la redacción de algunos de sus novelas (“la editorial Scherl me invitó a tomar parte en un concurso de novela; así que escribí y seguidamente pasé a limpio El ayudante, en seis semanas la tenía lista”); el éxito o la falta de éxito (“la falta de éxito era una peligrosa y encarnizada serpiente, que intentaba implacable asfixiar lo auténtico y lo original en el artista”) así como un buen número de lecturas y autores repasados, citados brevemente o con mayor extensión y detenimientos. La lista de autores mencionados por ambos a lo largo de sus caminatas, en los momentos de reposo en merenderos y cervecerías, o recalando en cafés y confiterías, es enorme: Goncharov, Dostoievski, Thoreau, Goethe, Hölderlin, Kleist, Kafka, Broch, Thomas Mann, Heinrich Mann, Gerhart Hauptmann, Büchner, Gottfried Keller, Hesse, Balzac, Flaubert, Max Brod, Jean Paul, Ramuz, Wedekind, Alfred Polgar… Muchos de ellos plasmados con agudos y pérfidos comentarios. Según Walser, Rilke tendría “su lugar en la mesilla de noche de las jovencitas”; Altenberg “es una amable salchicha vienesa pero no lo puedo calificar de poeta” y Mann “es el gerente de un negocio, parapeteado en sus dominios”. Él mismo no dejaría de hacerse duras críticas frente a Seelig en aquellos encuentros: “Si pudiera rebobinar el hilo del tiempo y volver a comenzar no me permitiría escribir como hice en la vaguedad absoluta, sacrificándolo todo a la rareza, a la despreocupación. Uno no puede negar la sociedad. Hay que vivir dentro o bien luchar por o contra ella. He aquí el defecto de mis novelas. Son demasiado fantasiosas e introspectivas, a menudo descuidadas desde el punto de vista de la composición”.

Convivir con la locura ocupó gran parte de su existencia. También fue la causa muchas veces de un sentimiento de desgracia y desolación, de soledad y aislamiento extremos, hasta llegar a la “calma” y las rutinas mecánicas y vigiladas, de los sanatorios de Waldau, brevemente, y luego, en el de Herisau. Así se lo contará el mismo Walser a Carl Seelig en uno de sus paseos: “En aquella época tuve algunos intentos fallidos de suicidio. Ni siquiera era capaz de hacer un nudo corredizo digno de su nombre. Al final, mi hermana Lisa me llevó al sanatorio de Waldau. Frente a la puerta del sanatorio le volví a preguntar: ¿Crees que es la solución? A modo de repuesta, ella permaneció en silencio. ¿Qué podía hacer yo sino entrar?”.

El 13 de junio de 1933, Walser sería trasladado, a su pesar, al sanatorio de Herisau donde se quedó hasta su muerte y donde recibiría las periódicas visitas de Carl Seelig. En 1940 le diría a su amigo y confidente: “Es absurdo y grosero, sabiéndome en un sanatorio, decirme que siga escribiendo libros”. Y en 1944 volverá a decir: “En Herisau no he escrito nada más. ¿Para qué? Mi mundo fue destruido por los nazis. Los periódicos para los que escribía han desaparecido; sus redactores fueron perseguidos o han muerto. Me he convertido casi en una estatua”. Como escribiría Peter Utz posteriormente en el prólogo de sus relatos: “La locura real del Tercer Reich es tan responsable del silencio literario de Walser como la pretendida locura, a menudo puesta en discusión, del mismo Robert Walser”.

Los últimos retratos de Walser realizados por Carl Seelig, en lo que fueron los últimos años de su vida, encogen el corazón de cualquier lector y tienen el sabor continuado de una triste y abatida despedida. El anuncio de un enorme vacío. Las palabras de Seelig recuerdan en cierto modo la carta inconsolable que escribe Montaigne a la muerte de su querido amigo La Boétie. Así lo escribirá Seelig el 30 de agosto de 1953: “Por primera vez, Robert me da la impresión de un hombre que envejece y lucha contra la desaparición de sus energías […]. A menudo, Robert se detiene al borde de los bosques, con la mano izquierda ahuecada sobre el oído y olfateando con la cabeza inclinada. Se alzan ante mí lejanos tiempos infantiles en los que jugábamos a los “indios”. A veces Robert habla consigo mismo, increpa a los desconsiderados automovilistas, de los que huye espantado cuando cruzamos una carretera […] Con la colilla de su cigarrillo apagada entre los labios y los ‘pantalones pesqueros’, parece un gastado campesino”.

Una triste despedida amortiguada eso sí, por un leve, mínimo consuelo. Un consuelo que pone el broche a una amistad de muchos años, de muchas felices caminatas y conversaciones, como dirá Seelig al final de sus anotaciones: “Es para mí un silencioso consuelo que nuestros paseos llevaran algo de variedad a la monotonía de sus décadas de vida en el sanatorio; no encontraré jamás un compañero de trayecto más apasionado que él”.  

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Monmany

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