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Configurar sentido descendente

21 de enero de 2019

En el prefacio que Shelley escribe en nombre de su mujer Mary Wollstonecraft para Frankenstein, señala los modelos de la poesía épica y dramática antigua y moderna, desde la Ilíada de Homero al Paraíso perdido de Milton, pasando por La tempestad y El sueño de una noche de verano de Shakespeare, que considera no solo los moldes primigenios de “la verdad de los principios de la naturaleza humana”, sino también los insoslayables patrones que deben guiar al “humilde novelista” en sus “creaciones en prosa”.

Amén del concepto ancilar y esencialmente lúdico que para los románticos como Shelley tienen el relato y la novela, frente a la grandeza trágica y filosófica de la Poesía, en esas afirmaciones, tanto la poesía épica, como la dramática, se consideran fenómenos y entidades narrativas previas y superiores, es verdad, pero, al final, análogas al relato en prosa que es la novela.

Por eso, no se extrañe, el lector, de que en este –tal vez insensato– experimento, que ahora comienza, que hemos titulado “La Importancia del Final”, se dote de nuevos finales tanto a grandes relatos épicos de la antigüedad clásica, como a algunas conocidas tragedias y comedias –e incluso romances–, junto a un buen ramillete de novelas modernas, pues todas ellas son historias que han pasado al acervo del lector curioso y obstinado; y algunas de ellas –bastantes– han terminado por convertirse incluso en lugares comunes de la cultura popular, para los que leen y para los que no leen, ni piensan leer ya nunca.

Serán tres los finales nuevos e inesperados que ofreceremos en cada entrega, de tres historias, cada una de tiempos diversos y de naturalezas distintas. Es nuestro deseo que disfruten del experimento, ideado, finalmente, para lectores de publicaciones tan sólidas como esta, en tiempos tan líquidos –e incluso gaseosos– como estos.

***

1

¿Por qué comenzar con la Odisea esta serie de finales alternativos de historias y relatos que han constituido una parte del canon occidental o del castellano? Parece obvio, y lo es; la Odisea es, en el imaginario de la inmensa mayoría, el relato fundacional, junto con la Iliada, de nuestra cultura; pero es que, además, en lo que se refiere a mi memoria personal, como lector, la Odisea  me devuelve a mi juventud, a mi etapa de estudiante de Filología en la Universidad Autónoma de Madrid, allá por los finales del franquismo y el inicio de la Transición, cuando nos ejercitábamos en su traducción, y quedó grabada en mi mente su metáfora inicial, la primera de nuestras grandes metáforas, suave y hermosa, con la Aurora acariciando el mundo con sus dedos rosados. Y, luego, con el paso del tiempo, con más años, con más lecturas y experiencia de la vida, espero, el reconocimiento de la peripecia de Ulises, como el primero de los modelos poéticos de peripecia humana, antes de la otra gran peripecia cervantina.

He aquí, pues, el final que ahora, al cabo del tiempo, de la experiencia de las cosas y de la relectura apasionada de su historia, me hubiese gustado leer.

 

Odisea, de Homero

(Ulises añora a Calipso)

… Dio un grito terrible el que paciente había sufrido, el divino Ulises, y dio un salto de águila voladora en las alturas. En ese momento, el Cronida arrojó su rayo ardiente justo delante de la de ojos radiantes, hija de poderoso padre, que sin dilación se dirigió a Ulises: «Hijo de Laertes, de linaje divino, Ulises, rico en artimañas, contente, abandona este combate de iguales, no sea que el Cronida se irrite contigo, el que todo lo ve, Zeus.» Así habló Atenea; y él obedeció y se alegró de ello. Y Palas Atenea, la hija de Zeus, el protector, con la voz y el cuerpo de Mentor, estableció entre ellos un acuerdo de paz eterna…

Y la paz, como el amor y la paciencia de Penélope, eran tan amables y vino tan preñada de ventura y de dones, que a todos satisfacían, pero no al hijo de Laertes, pues en su interior se había instalado una inquietud porfiada y constante; y, cuando se cumplían tres años justos de su regreso, mientras contemplaba, desde la ventana de la cámara real, el mar, una fría madrugada, Ulises sintió como un pinchazo interior, como una intensa comezón del espíritu, que no era fruto del relente matutino.

Hacía tiempo que le sucedía, al amanecer o en los dulces atardeceres de Ítaca, sobre todo, cuando estaba solo y su mirada vagaba sin rumbo, como una imparable corriente, por el paisaje o por el cielo, o por los recuerdos del tiempo transcurrido desde la toma de Troya hasta la llegada a su reino, y por la venganza cumplida, al llegar, y por el reencuentro con Penélope y con Telémaco, el hijo dilecto y devoto como su madre, y con todos los suyos. Era un ansia y un deseo invencible.

Y así fue como en esa fría madrugada se decidió finalmente; volvió su rostro hacia la penumbra del dormitorio real, apenas iluminada por el hacha encendida; en cuyo lecho, cubierta de suaves lienzos y de pieles, dormía su esposa, la mujer que le había sido fiel durante veinte años, que se había guardado a ella misma y a su casa, y que había preservado, con su tenacidad e ingenio, para él el dominio sobre los hombres, las bestias y las tierras de su reino… Y, por primera vez, desde su llegada fue consciente del devastador paso del tiempo por su piel, por sus pechos y por sus caderas. Contempló el cuerpo envejecido, y el desasosiego y la comezón interior fueron ya insoportables, pues veía como los estragos del tiempo también se habían cebado en su piel y en sus músculos.

Durante unos instantes, lucharon dentro de él los deseos enfrentados que batallaban en su alma, era una lucha sin cuartel; ideó mil tretas y mil arbitrios sólo propios de la mente de Ulises, el astuto; pero no encontró ninguna solución que le evitase el dolor y la angustia que sentía, la imagen seductora y atractiva de Calipso se le hacía aún más vívida y material con cada astucia ideada; su poder de atracción se agrandaba, a medida que era más consciente de su propia decadencia, y el deseo de volver a su lado, a sus brazos torneados, a su piel suave, a sus senos tersos y redondos, al olvido, a la paz y al bienestar de Ogigia, la isla de baños y playas apacibles, fue ya irresistible.

Cerró los ojos, aspiró la brisa fresca de ese instante en que el alba se anunciaba ya en la noche; esa hora en la que los sueños y los deseos aún son posibles, se adentró en la penumbra, tomó su espada y su daga, la capa y las sandalias y con el sigilo de un ladrón recorrió los pasillos, las estancias y los pasadizos más apartados y secretos del palacio; solo al doblar la cumbre que le ocultaría, ahora sí, ya para siempre su casa, volvió su vista y a punto estuvo de regresar al dormitorio, junto a Penélope aún dormida, pero Calipso le llamó de nuevo desde su lejano retiro en el mar océano; sacudió su cabeza en un gesto instintivo de reproche, chocó sus puños cerrados y bajó la falda del collado hacia la playa, en donde la embarcación esperaba lista para la partida, como siempre.

Las olas acariciaban la línea elegante de su quilla; despertó a tres de sus hombres más fieles y les dijo:

− Despertad, el deseo y el hastío me reclaman… Seré inmortal…

 

2

La fuerza de la sangre, la enigmática novelita de Cervantes siempre me produjo una desagradable incomodidad, hasta que, con los años también, por una serie de circunstancias, comprendí, por fin, su endiablado doble final[1], que le daba pleno sentido y me reconciliaba con ella y, en parte, con el mismo Cervantes. La he elegido, en segundo lugar, así, pues, no solo por ser de quien es, sino porque el enigmático sentido de esta novelita me persiguió durante años hasta que descubrí, justamente, la importancia de leer con atención el final de las historias.

 

La fuerza de la sangre, de Miguel de Cervantes

(muy breve)

… Llegóse, en fin, la hora deseada, porque no hay fin que no le tenga. Fuéronse a acostar todos, quedó toda la casa sepultada en silencio, en el cual no quedará la verdad deste cuento, pues no lo consentirán los muchos hijos y la ilustre descendencia que en Toledo dejaron, y agora viven, estos dos venturosos desposados, que muchos y felices años gozaron de sí mismos, de sus hijos y de sus nietos, permitido todo por el cielo y por la fuerza de la sangre, que vio derramada en el suelo el valeroso, ilustre y cristiano abuelo de Luisico. Aunque dicen que, en aquel silencio fúnebre y sepulcral de aquel caserón a oscuras, a veces, se escucha el callado y desesperado sollozo de una mujer que recuerda cada noche, en lo más recóndito, la de su violación…

 

 

3

El tercero de los finales lo he elegido en homenaje a Ana María Navales, amante estudiosa y admiradora de la obra de la gran Virginia Woolf, y vinculada, de un modo indeleble, a la memoria de TURIA; compañera de vida, además, de un buen amigo fiel y entrañable, bueno entre los buenos, en el buen sentido de la palabra, Juan Domínguez Lasierra… Sin contar que Las olas es una de las más conocidas novelas de la Woolf, en donde sigue la estela de Joyce, pero de un modo muy suyo, dentro y fuera, a un tiempo, del cerco impuesto por las visibles e invisibles verjas de Bloomsbury.

 

Las olas, de Virginia Woolf

(al fin Percival)

 

… como Percival cuando galopaba en la India. Pico espuelas. ¡Contra ti me lanzaré, entero e invicto, oh Muerte!»

Las olas rompían en la playa.

«… Oh, Susan, qué magnífico escudriñamiento es todo del alma de los seres normales», dice, al fin, Percival, desde la muerte, «y de los seres especiales, a pesar del miedo, querida Rhoda. Y qué lejos del alma de los trabajadores y de los tenderos, ¿eh, Jinny? Cuánta energía e intensa belleza gastada en mi inútil invención, amado Neville; y qué derroche imperdonable sería depreciarla, esa facilidad para la invención y para las palabras, ¿no es así, Bernard? Aunque nos dé rabia y nos embargue la desazón, sobre todo por ti, Louis…»

»Al fin, yo no soy más que una invención vuestra, como las olas y como los amaneceres y los atardeceres que se supone que vivimos juntos… En realidad, solo apetito, estupefacción y palabras; y también el vaticinio de la Muerte…

 

 



[1]
                        [1] “La fuerza de la sangre, Beyond a reasonable doubt: la cuestión del doble final”.  Verba Hispanica: anuario del Departamento de la Lengua y Literatura Españolas de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Ljubljana, Nº. 2, 1992, págs. 71-78.
 

Escrito en Sólo Digital Turia por Matías Escalera Cordero

Un prefacio imprescindible

He escrito en alguna ocasión que la calidad y la variedad de la cuentística norteamericana contemporánea, así como el éxito de este género, es el resultado de una apreciación crítica y un prestigio social fruto de la larga tradición de los programas de “Creative Writing” y de la labor de las publicaciones periódicas dedicadas al relato (en ambos casos hay espacio de reflexión, de crítica, de innovación). No es ajeno a esta dinámica, un modelo de enseñanza de posgrado no ha renunciado a la deriva profesionalizante de sus estudiantes, y que ha implementado fórmulas para el encuentro entre los creadores del presente y del futuro en un ambiente de intercambio de ideas estructurado en torno a la idea de “taller”.[1]

No es menos cierto que, a mi juicio, han sido algunas autoras quienes más han arriesgado en el desarrollo de este género. Lydia Davis (1947) abre una línea (con la Ur-propuesta de Alice Munro, 1931) que después han transitado, mostrando otros caminos, por ejemplo, Amy Hempel (1951), Lorrie Moore (1957) o Miranda July (1974). Todas ellas se alimentan, en distintas dosis,  de la elasticidad de los materiales narrativos pero también de su resistencia, en un constante trabajo de ingeniería literaria donde el concepto de “tensión” pone a prueba estos mismos materiales. Superada muy pronto la dicotomía realidad-ficción (la lectura en clave es agotadoramente productiva aunque tiene sus límites muy próximos), interesa más cómo se abordan las relaciones humanas y de pareja, la introspección, la sociedad contemporánea, la infancia, la literatura, desde una perspectiva falsamente naif, decididamente intelectualizada en unos casos, irónicamente minimalista en otros. Los relatos de la autora nacida en Glens Falls (Nueva York) en 1957 se han venido publicando desde la aparición de su primer libro, Autoayuda, que vio la luz en 1985[2]. Con posterioridad ha publicado otras tres colecciones de cuentos: Como la vida misma (1989), Pájaros de América (1998) y Gracias por la compañía (2014)[3]. Existe también una recopilación de sus libros de relatos en The Collected Stories, de 2008[4].

 

Lorrie Moore como (falsa) stand-up comedian

Lorrie Moore cuenta para que no demos nada por descontado. Si Lorrie Moore decidiera subirse al escenario de un club de una sala de conciertos, de un teatro, de un garito, para hacer un monólogo, podría sin mucho problema hilvanar su monólogo cómico. Esto no quiere decir que Lorrie Moore sea una humorista, ni mucho menos. Pero sabe con toda seguridad que para expresar su labor creadora habría que darle la vuelta a la opinión de uno de sus personajes y que pasara de ser un “lienzo sobre el que uno escribía su amor retorcido y su ingenio dudoso” a un ingenio retorcido y un amor dudoso. Los perros de los relatos de Morre se llaman Cat, los adolescentes provocan el espanto del día a día (“Sin duda, para eso se había inventado la fe: para criar a los adolescentes sin morir. Aunque por supuesto también era la razón por la que se había inventado la muerte: para escapar a los adolescentes por completo”), los adultos formales y formados hacen bromas subidas de tono –intelectual- en fiestas aburridas (“Ten, toma un poco de ginebra. Entra limpia y fuerte: ¡como la filosofía alemana! –Sonrió y miró el lago-. En una época fui filósofo. Pero no era muy bueno”).

Su humor es sarcástico, oximorónico. Con el estilo de stand-up comedian, con frases cortantes, con definiciones duras, con ideas y asociaciones inesperadas, juegos de palabras (Barama en vez de Brocho), mucha política camuflada de juegos sociales. En los relatos de Lorrie Moore hay una inflexible norma que garantiza no poder vendas antes de hacerse la herida (“Una mujer tiene que elegir su infelicidad particular con cuidado. Era la única felicidad de la vida: elegir la mejor infelicidad. Un movimiento imprudente, Dios santo, y podrías echarlo todo a perder”) pero se sabe desde el principio que el dolor va a ser profundo a pesar de la pantalla protectora contra los rayos uva de la infelicidad que proporciona el sarcasmo (“Por supuesto, más tarde entendería que todo esto significaba que tenía una relación con otra mujer, pero en la época, para proteger su vanidad y su cordura, solo admitía dos hipótesis: tumor cerebral o extraterrestre”). Sus personajes deambulan por el mundo tratando de encontrar una felicidad pequeña, doméstica, que huya de la autoconsciencia de absorbente y manipuladora. La defensa contra el terror cotidiano, contra la muerte, el desamparo, la enfermedad (el cáncer es un tema recurrente a lo largo de su obra), la imposibilidad de entenderse, es un aguijón siempre alerta (“Después de que sonara una pequeña campana, todo el mundo iba a sentarse, no solo los que ya estaban en silla de ruedas”) que solo notamos después de un largo rato.

En Lorrie Moore el estilo no es un concepto vacío o meramente ornamental. El estilo afecta a la concepción del lenguaje como un organismo vivo, en constante transformación, merecedor de atención y atenciones, extensible, abierto, lleno de posibilidades. Con capacidad para la ironía, el juego de palabras, al humor, al doble sentido, a la dialogía. La exigencia para con el lector es evidente. La exigencia para con el lector extranjero lo es aún más (queda solo aquí apuntada la importancia de las traducciones en la narrativa breve de Lorrie Moore, su papel determinante en la comprensión de textos tan complejos). Con estos se consigue el efecto de neutralizar la excesiva intelectualización de los contenidos o la no menos excesiva sentimentalización de las relaciones humanas[5]

-         “A ella le preocupaban la inexperiencia y la autoestima. En el cine, cuando él susurraba: “Mira, ahí sales tú. Twentieth Century Fox, la zorra del siglo XX”.

-         Espero que no seas checa –decía, siempre con la misma broma, señalando la nota de la caja registradora, que anunciaba: NO SE ADMITEN CHEQUES, GRACIAS.

-         Las hormigas son mis amigas. / Su respuesta está en el viento.

-         Entro en la consulta del doctor Morcutt (“¿Morcutt?”, clamó Gerard. “¿Vas a ir a un dentista que se llama Morcutt?”.

 

A pesar de tanto dolor, la poesía

El carácter directo, mordaz, impertinente, de los relatos de Lorrie Moore se equilibra con una acusada tendencia hacia lo que podríamos denominar un “lenguaje poético” poco previsible. No quiere esto decir que se renuncie a la narración, sino que esta queda atemperada por un estilo de alta potencialidad lírica, por más que esta potencialidad se alcance a través de un obsesivo alejamiento de los mecanismos rituales de eso que se ha dado en llamar “lo poético”. En Moore el lenguaje tiende a estirar su capacidad de asociacionismo, tiende a multiplicar los espacios de encuentro entre lo banalmente sentimental y lo que toca directamente a las entrañas. No se renuncia jamás a llegar hasta el límite de una expresividad que en mano de otros autores sonaría superficial, impostada o falsa “…cómo el suelo desprendía su olor fértil a lombrices despiertas”), como no se renuncia a indagar en lo más íntimo hasta salir con las manos manchadas con la irrenunciable grasa de la vida real (“La gente no debía estar en el planeta solo para llorar pérdidas. Yo había visto a una madre de familia convertirse en un rododendro con una placa, junto al aparcamiento del campo de fútbol, como si la hubiera matado ver tantos partidos. Había visto a un escritor joven y brillante que se transformó en un premio de escritura, como si tanto escribir hubiera acabado con él. Y había visto a un abogado de oficio convertirse en un fondo de asistencia legal, como si pagaras por la justicia con la vida. Había visto que una docena de personas se transformaban en trozos de roca, con los nombres inscritos de forma tan estremecedora sobre la superficie que parecía que se hubieran convertido en piedra, después de recibir una vida nueva como la luna la recibe, a través de algunos trucos de iluminación y una fuente con aspecto de cara. Había pasado cien tarjetas de Rolodex a sus caras en blanco. Por tanto, qué más daba que una canguro volviera a ser una novia. Que se casara una y otra vez. Tanto amor urgente y vivo retumbaba bajo tierra y moría allí, sin haberse llegado a expresar nunca, de modo que se podía permitir que una intempestiva atracción errante se saliera con la suya. Había muy poco tiempo”).

Desde sus inicios, la narrativa corta de Lorrie Moore (y esto no es algo que se haya atemperado con el paso del tiempo), se ocupa del dolor, también del dolor infantil, de los hospitales con sus ensayos clínicos y su asepsia, de las relaciones humanas entre personas que se necesitan entre sí tanto como se necesitan a sí mismas (“Personajes abandonados, cultos, hipersensibles, que se comen las muestras de los supermercados y esperan a que aparezcan los humidificadores de frutas y verduras para poner los brazos bajo el agua, para ducharse con las lechuga”) y que saben, al mismo tiempo, que todos los cuentos ya se han contado, que la literatura, el arte, han dado cuenta (y cuento) de las emociones pasadas con un lenguaje que ya no puede servir; y que saben también (los personajes parecen saberlo todo en Lorrie Moore) que han leído ya ese cuento, han recitado ese poema (“¿Qué poeta de segunda fila se había apoderado de las leyes del divorcio?”), han visto por enésima vez esa cuadro, han escuchado mil veces repetida el aria que da cuenta del mundo. Y que les sirve todo ello, a pesar buscar el término exacto de una comparación que, si bien no salva, al menos es capaz de acompañar cuando acaba el día (“Ahí estaba otra vez, inclinado sobre sus rodillas, desnudo como un chelo”; “Era abril y el tiempo había cambiado hacia algo opresivamente agradable, con una brisa urbana de ajo, diesel y Jacinto”).

Los relatos de Lorrie Moore miran hacia el desencuentro que supone la existencia humana, la capacidad de resistencia frente al infortunio, la insistencia en mantenerse firme en la guerra lejana, en el dolor cercano, en la política doméstica o en Oriente Próximo, en la cultura que no sirve como equipamiento para la vida ni para la muerte, ni como consolación en las desdichas, ni como arsenal contra el futuro (“Compro poco. Nunca sabes cuánto tiempo te queda. Ni siquiera compro plátanos verdes. Eso es invertir con optimismo temerario en el futuro”). La pareja funciona entonces como un espacio más que como un sentimiento. Matrimonios, noviazgos, divorcios, adulterios, tríos, amores intelectualizados hasta el extremo, se enganchan como una lapa a las mediocres existencias de aquellos que los padecen aunque crean estar viviéndolos en todo su esplendor (“Miró las mesas con bordes de metal de la cafetería y las sillas enceradas de mimbre. Volvió a mirar a Tom. Se encontraba en un estado de dolor y preocupación en el que nunca lo había visto. En la ciudad que habían compartido, a lo largo de los años, primero cuando él estaba casado, después cuando ella estaba casada, se habían buscado en habitaciones, se habían acechado el uno al otro en fiestas, durante años, tensos y electrizados: cada uno buscaba al otro a hurtadillas y luego se quedaba cerca, con las copas de vino en la mano, cautivado por su charla intrascendente y acometida con entusiasmo. Ella estudiaba el aire superficialmente soñoliento que asumía su rostro, sobre su figura todavía corpulenta, con los párpados bajos y la boca ondulada: detrás de todo eso emanaba una concentración de láser sobre ella. Cuanto más real era un secreto hermoso, menos hablabas de él. Pero, a medida que el secreto desaparecía, en cuanto amenazaba con irse por su propia voluntad, el secreto se volvía frenético e indiscreto, como una forma de aferrarse a esa vida que se desvanecía”).

 

El mundo es un orfanato

Se observa en los cuentos de Lorrie Moore una tensión constante entre la fuerza del diálogo como catalizador del relato y la potencia de la voz narradora que no quiere ocultarse. La brillantez de los primeros, su absorbente presencia, su precisión, es el contrapunto a un narrador que ha renunciado a saber, a contaminar el relato con faltas objetividades, a hilvanar un documento de época con protagonistas merecedores de ese título (“Los hijos sin madre siempre se encontraban. Lo había oído una vez. Tenían la tristeza que no era tristeza pero que otros interpretaban como tal. Tenían la tristeza que gustaba de compañía y que era compañía. Solo a veces sentían los hechos de sus vidas sin madres. Tenían sintonías incubadas en una tradición espiritual. No se acariciaban los dorados rincones de la memoria. El mundo era su orfanato”).

Poco importa si lo que se persigue es la verdad o una ficción que haga todo más asumible. Al entender la vida como viaje, los personajes de Lorrie Moore están convirtiendo ambos en un relato en el que la ficción se abre hacia las verdades de la vida. Y luego es el lenguaje quien busca la perfecta armonía entre el decir y el ser, aunque conozca de antemano que esa mano la gana la banca, que esa partida está amañada (“¿Cómo puede describirse? ¿Cómo algo de esto puede describirse? El viaje y el relato del viaje son siempre dos cosas diferentes. El narrador es el que se ha quedado en casa, pero luego, después, aprieta su boca sobre al boca del viajero, para hacer que la boca funcione, para que la boca hable, hable, hable. Uno no puede ir a un lugar y hablar de él; uno no puede ver y decir a la vez, la verdad es que no. Uno puede ir, y a la vuelta hacer muchos gestos con las manos e indicaciones con los brazos. La boca, funcionando a la velocidad de la luz, con las instrucciones de los ojos, se ha quedado necesariamente quieta; tan rápido, tantas cosas que contar, que se queda abierta y muda como una campana sin badajo. ¡Toda esa vida indecible! Ahí es cuando entra el narrador. El narrador entra con sus besos, imitaciones y orden. El narrador viene y hace una canción, falta, lenta, de la devastación ansiosa de la boca”).

 

Una (posible) conclusión

La brillantez de Lorrie Moore en el relato es innegable. Sabe conjugar el paradigma culto con la cultura popular. Sabe también usar la distancia irónica para paliar el sentimentalismo exacerbado, aunque no renuncia a este cuando es necesario. Sabe que el humor salva pero también deja huellas. Y que las trazas de violencia no inmunizan a los lectores pero les pone sobre aviso de la tragedia presentida. De todos los relatos de Lorrie Moore, imposible no mencionar, siquiera como conclusión el titulado “Gente así es la única que hay por aquí: farfullar canónico en oncología pediátrica”, perteneciente a Pájaros de América. La descomposición de la pareja ante la enfermedad del hijo, la descomposición de la escritura ante la imposibilidad del decir la tragedia, el lenguaje como trampa y como tabla de salvación ante el miedo inconmensurable por el dolor extremo, la ficción como letrina donde van a desaguar los poderosos sentimientos de culpa.

Todo ello, un ejemplo de la escritura de Lorrie Moore: “Pero es que esto es la ficción: la vida invivible, la habitación extraña pegada a la casa, la luna de más que da vueltas alrededor de la tierra sin que la ciencia sepa de qué se trata”.

 

OBRAS DE LORRIE MOORE

RELATOS

Moore, Lorrie, The collected stories, Londres, Faber & Faber, 2008.

Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

Lorrie Moore, Como la vida misma, Barcelona, Salamandra, 2003 (versión original de 1989). Traducción de Luis Murillo Fort.

Lorrie Moore, Pájaros de América, Barcelona, Emecé, 2000, (versión original de 1998). Traducción de María José Galilea Richard.

Lorrie Moore, Gracias por la compañía, Barcelona, Seix Barral, 2015 (versión original de 2014). Traducción de Daniel Gascón.

 

NOVELAS:

Lorrie Moore, Anagramas, Barcelona, Anagrama, 1991(versión original de 1986). Traducción de Benito Gómez Ibáñez.

Lorrie Moore, El hospital de ranas, Barcelona, Salamandra, 2004 (versión original de 1994). Traducción de Libertad Aguileras y Gabriel Dols.

Lorrie Moore, Al pie de la escalera, Barcelona, Seix Barral, 2011 (versión original de 2009). Traducción de Francisco Domínguez Montero.

 



[1] La figura del “writer in residence” es habitual en los campus norteamericanos. Algo hay de perverso en este modelo, por otra parte. Estos escritores tienden a contribuir rutinariamnente a ampliar el número de obras centradas en el mundo académico, en una endogamia en ocasiones poco productiva. En otro orden de cosas, y a manera de ejemplos de la narrativa y del cine, no estaría de más echar un vistazo a la novela de Michael Chabon Jóvenes prodigiosos (llevada al cine por Curtis Hanson) y a la película de Todd Solondz Cosas que no se olvidan.

[2] Lorrie Moore, Autoayuda, Barcelona, Salamandra, 2002.

[3] Pájaros de América (Barcelona, Emecé, 2000); Como la vida misma (Barcelona, Salamandra, 2003); Gracias por la compañía (Barcelona, Seix Barral, 2015).

[4] The Collected Stories, Londres, Faber & Faber, 2008. Contiene todos los relatos de sus tres primeros libros y cuatro de los relatos que formarán parte posteriormente de Gracias por la compañía. No me consta la intención de publicar esta recopilación en España. La vida editorial de la obra de Moore ha pasado por vaivenes difíciles de explicar puesto que se ha publicado en tres editoriales distintas.

[5] Doy cuatro ejemplos de entre los muchísimos que podríamos consignar. Queda pendiente el análisis en profundidad de las traducciones de los relatos de Lorrie Moore, un asunto que afecta decididamente al horizonte de expectativas de los diferentes lectores así como a su capacidad de interpretación de los distintos sentidos del texto.

Escrito en Lecturas Turia por Javier García Rodríguez

18 de enero de 2019

Aquí todo sucede como en sueños. Incluso cuando nadie alberga dudas sobre la solidez o la calidad de la existencia, siempre hay alguien -un muchacho que hasta hace poco era la viva imagen de la salud, o una niña que aparta la cara detrás de un flequillo excesivo- que dibuja la primera grieta en el aire. Si no me crees, inspecciona los garabatos en las ventanillas polvorientas de los autobuses, el ajedrez hipnótico de la retina en los techos agrietados. Son los primeros en volver a casa y saludar al piano vertical del pasillo. Se despiertan bailando con el azogue del espejo. Saben entrar y salir sin ser vistos, del brazo de su sombra. La mañana reluce como de costumbre sobre el parking del supermercado, pero dos cuerpos furtivos ya encontraron el modo de ignorarla. Fumando a escondidas, o meciendo su desdén sobre el brillo metálico de los coches mal aparcados. La música es el alma de esta fiesta. La música es el cuerpo del delito. Si no me crees, advierte el parentesco entre la grava y el tabaco, la cópula del tiempo con las grúas. Unos labios resecos deletrean la cadencia del cielo y todo vuelve a repetirse, como en sueños. Así fue la primera vez: libertad y frío, el rumor de la calle abrochando el silencio, volver o no volver junto al sedal estéril de un cigarrillo. Iban hacia la fuente de la vida, pero el trayecto fueron colmenas de abejas filosóficas, zumbidos castradores. Iban en fila, bien ordenados, pero la multitud los dispersó y ahora vagan por las afueras. Charcos donde abrevan neumáticos rotos, jardines con mangueras descuidadas que simulan los pliegues de la mente. Nada de lo que ocurre es un sueño, aunque lo parezca.

 

Escrito en Lecturas Turia por Jordi Doce

14 de enero de 2019

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Y alargas la mano

buscando donde asirte y encuentras

la sábana.

¿Qué desfile de rostros

será ante tu cama

el del último día?

Tal vez vengan a verte

aquellos que no amaste

O tal vez estés sola

y te laven el cuerpo

manos que nunca

acariciaste.

Si al menos

pero no: 

tan sólo es el tacto

de la sábana.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Chantal Maillard

António Augusto Soares de Passos, más conocido como Soares de Passos y principal referencia de la poesía ultrarromántica portuguesa, nace en Oporto el 27 noviembre de 1826 y, enfermo de tuberculosis, fallece en la misma ciudad que le vio nacer, con apenas 33 años de edad, el 8 de febrero de 1860. Nacido en el seno de una familia burguesa, tuvo una infancia cómoda pero marcada por las constantes ausencias de su padre, perseguido durante la Guerra Civil Portuguesa por sus ideas liberales y modernas.

A pesar de su origen portuense, será en Coímbra, ciudad a la que se mudó para iniciar estudios de Derecho, donde comenzará a desarrollar su carrera literaria, espoleado por el ambiente intelectual y la presencia de personalidades afines como Alexandre Braga, con quien fundará la revista Novo Trovador. En 1854, ya establecido de nuevo en Oporto, opta por dedicarse de manera exclusiva a la poesía, una poesía que destaca por su carácter atormentado y doliente, circunstancia que halla justificación en su precario estado de salud y que viene a ratificarse en su prematura muerte.

En la poesía de Soares de Passos, todo matiz de la realidad -religión, Historia, actualidad, amor o muerte- pasa inequívocamente por el filtro del descontento, de un romanticismo exacerbado y de un nihilismo fúnebre que consigue, en mayor o menor medida, alejarse del tópico y adquirir una dimensión universal y creíble. El conjunto de su breve obra, compuesta por apenas cuarenta y cinco poemas, está recogida en el volumen Poesias (1856); sirva esta selección de cinco de sus creaciones más emblemáticas como muestra del considerable y poco ponderado talento de la enigmática figura de Soares de Passos.

 

 

 

SOARES DE PASSOS

 

AMOR Y ETERNIDAD

 

Repara, dulce amiga, en esta losa

y en esa otra que se encuentra unida:

aquí de un tierno amor, aquí reposa

el despojo mortal, sin luz, sin vida.

Agotada la hiel de la gran suerte,

pudieron ambos descansar tranquilos;

se amaron en la vida, y en la muerte

la fría tumba no puede desunirlos.

¡Nostálgica la brisa que murmura

en el ciprés lozano

que protege sus urnas funerarias!

Y ese sol, ya cayendo en el poniente,

¡qué bello hace brillar

sus solitarias lápidas!

Así, ángel adorado, así un día

se secará la flor de nuestras vidas…

¡Pero que así, bajo las frías lápidas,

se reúnan también nuestros amores!

 

¿Qué veo? ¿Te estremeces, y tu rostro,

tu hermoso rostro inclinas en mi seno,

pálido como el lirio que en la tarde

se desmaya en los prados?

Oh, ven, no perturbemos la ventura

del corazón, que jubiloso anhela…

Ven, gocemos la vida mientras dure;

¡desterremos la idea de la muerte!

¡Lejos ese recuerdo de nosotros!

Mas no receles del cortejo fúnebre…

Dulce amiga, descansa:

quien ama así, se ríe de la muerte.

¿Ves estas sepulturas?

Aquí ceniza oscura

sin vida, sin vigor, descansa ahora;

pero ese ardor que ya las animara

voló en las alas de inmortal aurora

a regiones más puras.

No, la llama que el pecho al pecho envía

no muere extinta en el luctuoso hielo.

Inmenso el corazón: la fría lápida

es muy pequeña para contenerlo.

Y no receles, pues: la tumba encierra

un breve espacio y una breve edad:

¡Amor tiene por patria Cielo y Tierra,

por vida Eternidad!

 

 

DESEO

 

Oh, quién en tus brazos pudiera, dichoso,

vivir en el mundo

del mundo olvidado, en lánguido gozo

de eterno placer.

 

Contemplar tus ojos serenos, en calma,

del más allá hablar,

hablar de una vida que sueña mi alma

y falta en la tierra.

 

Daría yo este mundo, todo lo que encierra,

por tal galardón:

los tesoros, glorias, tronos de la tierra,

¿qué valen, qué son?

 

La sed que yo tengo no muere apagada

con tal aridez:

si yo los ganase, entonces su nada

dejaba a tus pies.

 

Y deseando apenas más dulce victoria,

decirte: he aquí

mi cetro y mi ciencia, tesoros y gloria:

los gané por ti.

 

La vida, esa misma, daría yo contento,

sin pena o dolor,

si un día mecieses, apenas un día,

mi sueño de amor.

 

Exenta del lazo que al mundo nos prende,

¿qué vale la vida?

Pues la vida es vida si el amor enciende

su dulce fanal.

 

Si al mundo que sueño pudiera, contigo,

volando, subir,

¿qué importaba luego? En la sepultura

sonreiría al caer.

 

 

 IMITACIÓN DEL ISLANDÉS

 

Un día yo te dije: “si robada

me fueses, búscame”; y no creíste

que pudiera abrazarte inanimada,

besar tus ojos y tus manos frías.

 

Porque no te amaría si, inconstante,

yo te olvidase allí en la sepultura;

se deslustró el frescor de tu semblante,

pero idolatro aún tu imagen pura.

 

Aire de vida se extinguió en tus labios,

pero un soplo inmortal vino a animarte;

todavía eres hermosa, y aún te quiere

el que en la tierra comenzara a amarte.

 

No me dejes en mísero abandono;

escúchame, escucha mi plegaria:

cuando, de noche, brisas otoñales

giman en nuestras rocas, ¡aparece!

 

Y si la luna brilla, si de paso

me extendieses tu mano blanca, etérea,

yo surgiré para mirar tu imagen,

para escuchar tu voz serena y pura.

 

Después, ángel celeste, aquí en mi seno

posa tu frente, apriétame en tus brazos,

deja que te acompañe sin recelo:

de esta existencia, desatar los lazos.

 

En la aurora polar, arrebatada,

vamos, en medio de inmortal ventura,

en nubes de oro y púrpura mecidos,

a cantar y a soñar, en las alturas.

 

 

EN UN ÁLBUM

 

El lastimero arcángel del sufrir

sobre la faz del mundo extiende el brazo:

ofrece una diadema, y, pavoroso,

“¡Para el que más sufrió!”, grita al espacio.

 

Entonces una turba se atropella,

todos quieren ganar la prenda infausta,

pero ninguno de los pretendientes

mostró la copa de amargura exhausta.

 

“¡Alejaos!”, −les clama el genio esquivo−

“Nadie abrazó la meta del sufrir;

sólo tú mereciste el premio altivo:

¡Elévate, corónate, poeta!”

 


EL NOVIAZGO DEL SEPULCRO

 

¡Alta la luna! En la mansión de muerte,

ociosa, medianoche ya sonó;

¡Qué paz! De los vaivenes de la suerte

sólo descansa quien allí bajó.

 

¡Cuánta paz! Pero lejos, a lo lejos,

se escuchó rechinar fúnebre lápida;

blanco fantasma, parecido a un monje,

de los sepulcros la cabeza alzó.

 

¡Se alzó, se alzó! En la amplitud celeste

brilla la luna con siniestra luz;

gime el viento en el lúgubre ciprés

y grazna el búho en la marmórea cruz.

 

¡Se alzó, se alzó! Con muy sombrío espanto

miró a su alrededor... Y no vio a nadie...

Entre las tumbas, arrastrando el manto,

con lentos pasos se dispuso a andar.

 

Y al llegar cerca de una cruz alzada

que se avistaba allá entre los cipreses,

se paró, se sentó y, con voz dolosa

despertó de este modo al eco triste:

 

− “Mujer hermosa que adoré en la vida,

y que en la tumba no dejé de amar,

¿por qué traicionas, desleal, falsaria,

aquel amor que te escuché jurar?

¡Amor! Engaño que en la tumba acaba,

que la muerte desnuda de ilusión:

¿Quién de los vivos aún se acordará

del pobre muerto que en la tierra yace?

 

Abandonado, yazco en esta tierra

hace tres días, pero tú no vienes...

¡Qué pesada que siento yo la losa

sobre este pecho que latió por ti!

 

¡Qué pesada la siento!”, y entretanto,

la frente exhausta recostó en su mano,

y arrancó, entre sollozos, de su seno

hondos suspiros de cruel pasión.

 

− “Quizás, riendo de nuestras protestas,

goces con otro de infernal placer;

¡y así el olvido cubrirá mis huesos

en la fría tierra, sin tener venganza!”

 

− “¡Oh, nunca, nunca!”: con nostalgia eterna,

respondió un eco suspirando, entonces:

“¡Oh, nunca, nunca!”: repitió de nuevo

la hermosa virgen que sostiene en brazos.

 

Formas divinas y airosas le cubren,

largos ropajes de color nevado;

corona simple de virgíneas rosas

ciñe su frente de un mortal palor.

 

− “No, no perdiste mi amor jurado:

¿Ves este pecho? Reina en él la muerte...

Ya no le quedan fuerzas y está helado,

pero late aún de amor por ti.

Feliz de acompañarte hasta este fondo

de la tumba, cayendo ante el dolor:

Dejé la vida... ¿Qué importaba el mundo,

pura tiniebla sin la luz de Amor?

 

¿Ves a la triste luna, allí a lo lejos?”

− “Oh, sí, la veo... ¡Qué recuerdo horrible!”

− “Fui a su luz, que yo supuse tuya,

en la vida, y en la mansión final.

 

 “¡Oh, ven! Si nunca me ceñí a tu pecho,

hoy el sepulcro nos reúne, al fin...

¡Quiero el reposo de tu frío lecho,

te quiero unido para siempre a mí!”

 

Y ante el piar del fúnebre cantor,

y ante una luna de un albor siniestro,

junto al crucero, sepulcral misterio

fue celebrado, de infeliz amor.


Cuando risueño despuntaba el día,

ya de ese drama no quedaba nada,

sólo una tumba funeral vacía,

rota la losa por ignota mano.

Pero más tarde, cuando regresó

el polvo helado de las sepulturas,

dos esqueletos, uno al otro unido,

en un solo sepulcro aparecieron.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

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