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10 de diciembre de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pero yo cierro los ojos.

Siempre cierro mis ojos.

La madrugada huele a borrachera.

Pero yo cierro los ojos.

Turbio aliento que alcanza mi mejilla.

Pero yo cierro los ojos.

Se levanta el borde de la sábana.

Pero yo cierro los ojos.

El hielo se me entra en el costado.

Pero yo cierro los ojos.

Un cuerpo arrimándose a mi cuerpo.

Pero yo cierro los ojos.

Aprietan los terrores su mordaza.

Pero yo cierro los ojos.

El espanto me ata su camisa.

Pero yo cierro los ojos.

Su saliva, me cubre como el liquen.

Pero yo cierro los ojos.

Y la náusea me eriza con sus púas.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas los lagartos fríos.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas crece una tarántula.

Pero yo cierro los ojos.

Bajo mis ropas el dolor es yedra.

Pero yo cierro los ojos.

Se abre paso la furia, desbrozando.

Pero yo cierro los ojos.

Ya la floresta gime mutilada.

Pero yo cierro mis ojos,

Ya está libre el acceso a la rapiña.

Pero yo cierro los ojos.

Ya clava el gavilán su duro pico.

Pero yo cierro los ojos.

Temblor desesperado es su deseo.

Pero yo cierro los ojos.

Sus sísmicos jadeos en mi cama.

Pero yo cierro los ojos.

Lava ardiente se enfría entre mis piernas.

Pero yo cierro los ojos.

Azucenas sangrando por mis ingles.

Pero yo cierro los ojos.

Ha sido consumado el sacrificio.

Pero yo cierro los ojos.

Yo los cierro. Siempre cierro mis ojos.

Pero mamá también cierra los ojos.

El mundo entero ha cerrado los ojos

Tan solo mi muñeca está despierta.

Tan solo mi muñeca lo ve todo.

Todo.Todo Todo.Todo….

 

Escrito en Lecturas Turia por Ana Rossetti

27 de noviembre de 2018

En un capítulo de su fulmíneo Vicino & lontano [Próximo & lejano], en el que sabe aferrar jirones de realidad como un halcón, Alberto Cavallari, el más camusiano de los periodistas y escritores italianos, recuerda cómo Albert Camus solía afirmar que la conciencia vale más que la supervivencia. Él también, por lo demás, era capaz de resistir a la corriente de los tiempos, como reza en francés el subtítulo del libro que Jean Daniel dedicó hace unos años al autor francés y en especial a su actividad de periodista, Avec Camus. Comment résister à l'air du temps (Gallimard, 2006) [Camus. A contracorriente (Galaxia Gutenberg, 2008)]. Una pequeña obra maestra, un modelo de sobria prosa clásica que uno querría guardarse en el bolsillo y llevar siempre encima cual breviario laico de libertad y resistencia.

 

Fundador y editorialista de Le Nouvel Observateur, Jean Daniel es un testigo de excepción de las últimas décadas de historia y de vida de esa cultura francesa que ha sido la auténtica conciencia de Europa. No por casualidad fue alguien muy próximo a Camus, quien se lanzó a la actividad de periodista con la misma entrega absoluta que le llevó a escribir El extranjero o La peste. La grandeza de Camus consiste en haber unido una inflexible ética a una inagotable vocación por la felicidad, por vivir a fondo la vida como un baile popular o un radiante día de playa, sin negarse a mirar a la cara su carácter trágico, pero rechazando toda moral que reprima la alegría y el deseo. Camus siente un sagrado, un religioso respeto por la existencia, lo que le veda toda trascendencia metafísica o política que pretenda sacrificarla en aras de fines superiores. Ningún fin justifica los medios delictivos, que, todo lo contrario, pervierten los fines más nobles, como ocurre con las rebeliones —El hombre rebelde— siempre traicionadas por las revoluciones; ningún amor por las victimas —siempre defendidas por Camus en contra sus verdugos— autoriza a estas (ni autoriza a sus defensores) a convertirse a su vez en verdugos.

 

Camus vivó a fondo el nihilismo y el absurdo, a los que combatió por más que sin ilusión alguna en alcanzar una verdad aunque hallando un irreductible sentido y valor en el propio vivir; aunque Dios no existiese, no por eso todo estaría permitido, afirma contra su amadísimo Dostoievski. Este humanismo radical no cae de ninguna manera en generosa ingenuidad, porque no incurre en la ilusión de ninguna posible inocencia; el héroe de La caída denuncia la mala fe de la buena conciencia (Daniel).

 

En la guerra de Argelia, donde había nacido, Camus se batió de forma inequívoca contra la violencia colonialista y por la libertad del pueblo argelino, contra la criminal represión y la tortura. Pero rechazó el terrorismo, no justificado para él por la represión asesina de inocentes civiles en cuanto supone también el asesinato de inocentes civiles, entrando así en conflicto con buena parte de la izquierda de entonces, que se reveló políticamente menos lúcida y realista que él. Acaso Camus, como observa Jean Daniel, no se sintiera jamás, gracias a sus humildes orígenes, colonizador ni amo en su Argelia natal, pudiendo así comprender que Argelia, en su sacrosanto derecho a la independencia política y a liberarse de la explotación, era culturalmente y humanamente suya también, francesa también, pues en caso contrario caería en una fiebre identitaria, fundamentalista y violenta. Análogamente, Nadine Gordimer, en su lucha contra el apartheid en Sudáfrica, defendía la civilización de una tierra que, según decía, era tan suya como de sus habitantes negros.

 

La gran disputa —y alternativa— de aquellos años no fue la que sostuvieron Sartre, genial filósofo pero también sectariamente trivial en tantas de sus cómodas y forzadas posturas ideológicas, y Aron, que a menudo no carecía de razón, pero sí de la capacidad de asumir la carga humana de esos errores totalitarios, arrogantes con frecuencia pero nacidos de pasiones generosas. De Gaulle (cuya figura descuella cada vez más en la historia política del último medio siglo), lo llamaba con desprecio, «profesor en Le Figaro y periodista en el Collège de France»; Aron abrió los ojos respecto al comunismo a muchos intelectuales que vivían cómodamente en Occidente, pero fue Camus, la auténtica alternativa a Sartre, quien lo hizo en relación con quienes habitaban en el Este y habían vivido, compartido y sufrido de manera bien distinta la fe comunista.

 

Releer a Camus, escribe Daniel, puede contribuir también a elaborar una nueva ética del periodismo, que parece cada vez más urgente. Una ética que Camus, hombre de izquierdas, resume en tres palabras poco familiares a buena parte de la izquierda: «Justicia, honor y felicidad». Pero, sobre todo, lo que demuestra Daniel, narrando las vicisitudes de Combat —periódico nacido en la Resistencia y más tarde dirigido por Camus— es cómo puede resultar concretamente realista y posible «resistirse a la corriente de los tiempos», al clima político-cultural que es o parece predominante. Camus demostró que podían dedicarse solo unas pocas líneas a un crimen sensacionalista del que todos escribían sin salir perdiendo. Muchas veces, si se dice que no, no ocurre nada, como en ese viejo chiste de la monja joven y guapa que, ante la pregunta de cómo había sido la única en librarse de ser violada por una banda de delincuentes que habían irrumpido en el convento, contestó: «No sé, la verdad... yo solo dije que no...».

 

El periodismo es el esfuerzo de Sísifo por excelencia; aquellos que, como Jean Daniel, luchan por el reconocimiento de la diversidad defendiendo sobre todo lo universal hoy tan amenazado, tal vez no sepan, al igual que Camus y que todos nosotros, qué es la verdad, pero saben muy bien qué es la mentira y pueden repetir, con Camus: «No hemos mentido».

 

© Corriere della Sera

(Traducción de Carlos Gumpert)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Claudio Magris

Son muchas las anécdotas de la vida de Penelope Fitzgerald que parecen alentarnos, inspirarnos, hacernos ver que todo puede suceder si se persevera en la escritura y que nunca es tarde para empezar. Nos fascinan su estilo, su manera de decir tantas cosas y de transmitir tantas emociones cuando parece que apenas cuenta nada, pero también nos atrae su biografía, ese empeño y esa tenacidad literaria que a veces parece derivar de una sana cabezonería; nos seducen su erudición y su calma, esa especie de impasibilidad (de inspiración se diría que oriental) que tal vez constituyó uno de los motivos para que aplazara durante tantos años una escritura que tuvo que haber empezado antes. Entre otras cosas, porque todo apuntaba a que iba a empezar antes. Todo parecía dispuesto, ordenado y preparado para que la señorita Penelope Knox escribiera nada más salir de la universidad, triunfara, y fuera una de las escritoras más sobresalientes de su generación. Y, en cambio, no fue así. Su primer libro, una biografía del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, no lo publicaría hasta haber cumplido los cincuenta y ocho años, y su primera novela no aparecería hasta los sesenta. Cierto que a partir de ahí no paró: autora de nueve novelas, tres biografías, cuentos, ensayos, poemas, reseñas literarias y numerosísimas cartas, ganó el Booker en 1979 con su tercera novela, A la deriva, aunque ya había sido finalista del mismo premio con La librería (1978), y volvería a serlo con El inicio de la primavera (1988) y La puerta de los ángeles (1990). Cierto que se hizo mundialmente famosa con La flor azul, novela con la que ganó en EE.UU. el National Book Critics’ Circle Award, por delante de Don de Lillo o de Philip Roth, cuando ya tenía 80 años, y que ha contado con devotos como A.S. Byatt, que dice de Fitzgerald que es una legítima heredera de Jane Austen y que siempre fue una defensora acérrima de su literatura. Pero de Penelope Knox, una alumna brillante, que estudió en el Somerville College (Oxford), como Iris Murdoch y Dorothy L. Sayers, uno de los primeros colleges en aceptar mujeres estudiantes, y donde más tarde estudiaría también la propia A. S. Byatt, se esperaba un triunfo más temprano.

A este respecto, han sido varias las ocasiones en que después de hablar de su obra en un club de lectura o en la presentación de alguna de sus novelas, se me han acercado un par de asistentes y me han comentado que si Penelope Fitzgerald publicó su primera obra a los sesenta años, también queda tiempo para que ellos puedan hacer lo mismo. Ese consuelo es común entre los lectores que guardan una novela en el cajón o en algún rincón de su cabeza, y que ven que es posible empezar a publicar justo a la edad en que otros escritores más tempranos ya van dejando de hacerlo. Y quizá fuera por esa veteranía, por esa liberación que da la edad y que aleja aprensiones y complejos innecesarios, y, evidentemente, por la enorme amplitud de sus lecturas, por lo que Fitzgerald escribió lo que quiso y como quiso. Es fácil darse cuenta al leer cualquiera de sus libros de lo mucho que debió de disfrutar al escribirlos. No es raro detenerse en alguna línea, en un párrafo, y llegar a la conclusión de que hizo lo que literariamente creyó que debía hacer, al margen de escuelas y de influencias, sin pensar en lectores, críticos ni editores. Esa voluntad libérrima y desprejuiciada la llevó al éxito, si creemos que el éxito es la culminación feliz de la tarea o la obra que se desea llevar a cabo. Compuso sus novelas, todas ellas, con una autonomía completa que logró que cada una sea una pieza exclusiva y extraordinaria, deleitable y absolutamente única, sin comparación posible con ninguna otra obra, ni de su época ni posterior. Y ni siquiera con el resto de las obras firmadas por la misma autora. Cada novela marca un inicio categórico en su carrera, como si con cada nueva frase comenzara con el ímpetu y la osadía que suelen caracterizar las primeras novelas. Como ella misma afirmaba, era «una vieja escritora que nunca fue una joven escritora». Y la osadía de esa «joven escritora» ya adulta se descubre en cada nueva entrega. El espíritu narrativo de Fitzgerald no se agota, no va perdiendo fuelle ni se va anquilosando: su deseo de escribir es tan fuerte que a los sesenta años parece rezumar la energía y el vigor que tendría un adolescente instruido.

Lo que no quiere decir que no podamos reconocer una fidelidad en su estilo. Unas particularidades que, claramente, vienen a conectar y a enlazar la heterogeneidad de su producción. En sus obras se habla de la imposibilidad del entendimiento humano, de personajes que residen en los límites, de amantes que no se comprenden, de artistas y escritores románticos, de profesores que han perdido la fe, de seres que parecen no pertenecer a la sociedad en que viven ni comprender el mundo en que todos los demás se mueven con tanta aparente facilidad. Su universo literario está dividido entre los exterminadores y los exterminados. Cuando en 1979 ganó de manera inesperada el Booker con su novela A la deriva, a la edad de 63 años, les dijo a sus amigos: «Ya sabía yo que era una outsider». Y también son outsiders sus protagonistas, tanto los reales de sus biografías como los ficticios de sus novelas. En una ocasión, dijo: «Me siento atraída hacia la gente que parece haber nacido vencida o profundamente perdida». Y así lo refleja en sus personajes, como el protagonista de la magnífica El inicio de la primavera, Frank Reid, un impresor inglés perdido en los albores de la Revolución rusa que un día regresa a su casa para descubrir que su mujer se ha ido, le ha abandonado, y se ha llevado con ella a dos de sus tres hijos. Frank comprende entonces que todos los demás saben algo importante (importante para su propia vida y que él desconocía) y se siente desorientado, como si le hubieran subido a un escenario para interpretar una obra de la que desconoce el texto, el argumento y el desenlace, mientras observa cómo, de una manera casi trágica, todos los que le rodean conocen cada detalle del libreto a la perfección.

Quizá por esta especialidad de la que estamos hablando resulte tan común que nos planteemos mientras leemos sus obras una pregunta recurrente: «¿cómo lo hace?». Cómo es posible que con tres pinceladas, con esas frases directas que parecen contarlo todo sin haber explicado nada, se nos revelen detalles tan certeros de los personajes, de su personalidad, de su voluntad, de su naturaleza e incluso de su aspecto físico, sin que seamos capaces de descubrir en qué párrafo concreto hemos recibido tanta información. Cómo se nos ha llevado a través de la trama planteada sin que nos hayamos percatado de su arranque ni de su exposición, y cómo vamos descubriendo que la trama se complica, que va ganando implicaciones y derivaciones, hasta llegar a un desenlace que nunca es definitivo, en ningún caso, porque la impresión con la que se queda el lector en la última página es la de que aún sucederá mucho más y la de que sabe mucho más de lo que se le ha contado.

Lo cierto es que a Fitzgerald no le gustaba dar demasiadas explicaciones en sus novelas porque pensaba que hacerlo era un insulto para sus lectores. No obstante, como es de imaginar, conocía a sus personajes a la perfección y recopilaba datos, fechas y anécdotas suficientes de cada uno de ellos, tanto de los reales como de los ficticios, como para poder escribir una biografía documentada y rigurosa de cada uno de ellos. Por poner un ejemplo, para escribir La flor azul (1995), centrada en la vida del poeta alemán Novalis, pasó tres años documentándose, leyendo, visitando librerías y bibliotecas, recabando información. En una nota a Alberto Manguel, le confesaba que había sacado cartas vinculadas a Novalis de la biblioteca de Londres y que las había tenido en su poder cerca de dos años sin que nadie se las hubiera reclamado.


La señorita Knox

Nieta de obispos, Penelope Fitzgerald, de soltera Knox, nació en 1916 en una familia de intelectuales y pensadores que buscaron y tuvieron una existencia bastante excéntrica y singular. A pesar de no vivir en la escasez, porque no tuvieron necesidad de hacerlo, la mayoría alababa las bondades del estoicismo y de una vida basada en la simplicidad, en la no acumulación de bienes y en la sencillez, un tipo de vida que, con los años, Penelope Fitzgerald conocería muy bien, aunque no de manera tan voluntaria. Sus tíos paternos, los hermanos Knox, y su familia en general, sentían una constante lucha interior entre la razón y la emoción: «Si somos seres racionales, ¿qué hacemos con los sentimientos?», se preguntaban. Y a ellos, a los cuatro hermanos, dedicó Penelope Fitzgerald su libro The Knox Brothers, una deliciosa crónica del genio y la originalidad de cada uno de ellos en la que, sin embargo, apenas menciona a las dos hermanas Knox: Winifred Peck y Ethel Knox. La primera de ellas fue tan brillante como sus hermanos, estuvo entre las primeras cuarenta alumnas del exigente Wycombe Abbey School y escribió un buen número de novelas, alguna de las cuales ha sido rescatada recientemente por la editorial inglesa Persephone Books con un prólogo de la propia Fitzgerald. Y en cuanto a la segunda hermana de la que no se habla en The Knox Brothers, Ethel Knox, su biografía es bastante más misteriosa y al parecer recibió una educación victoriana tan estricta que hizo que apenas saliera de su casa y pasara totalmente desapercibida.

En cuanto a los hermanos, su biografía no puede ser más interesante. Uno de ellos, Dillwyn Knox, era un genio. Un matemático arrogante, de ademanes bruscos, de apariencia descuidada, que parecía estar siempre ausente y que participó en las labores de descodificación de las señales alemanas durante las dos guerras mundiales, aunque ningún miembro de su familia lo supiera. Otro tío, Wilfred Knox, fue el santo del clan. Era un personaje tímido, que quiso llevar a cabo una profunda renovación y purificación de la Iglesia ante los horrores de la industrialización y del materialismo, de modo que creó una hermandad basada en la solidaridad, en la distribución de los bienes, en no juzgar a los demás y en la perseverancia en el estudio y el cultivo de la mente. Fundó una de esas comunidades que tanto atraían a Penelope (quien en tiempos dijo querer unirse a alguna), y en ella se dedicaba a la jardinería y a redactar sus obras religiosas. Ronnie Knox, el más famoso de los hermanos, traductor de la Biblia y escritor de éxito de historias de detectives y humorísticas, se ordenó sacerdote católico, lo que hizo que le desheredaran y que lo dieran por expulsado de la familia. Y, por último, el padre de Penelope Fitzgerald, Eddie Knox (Evoe), el mayor de todos, se dedicó al periodismo y fue editor de Punch.

Penelope Knox se casó en 1942 con Desmond Fitzgerald, un oficial irlandés que estudió leyes pero que, tras recibir varias condecoraciones por su actuación en el Norte de África y en Italia, regresó totalmente cambiado de la guerra. Durante la defensa de una colina perdió a todos sus hombres, y aquello le marcó para siempre. Tuvieron tres hijos, dos niñas, Christina (1950) y Maria (1953) y un niño, Valpy (1947). Con el propósito de que Desmond tuviera una ocupación vinculada al mundo literario, la pareja se embarcó en la publicación de una revista, la World Review, mientras Penelope seguía escribiendo guiones para la BBC. La idea era la de que Desmond, que no estaba teniendo mucho éxito como abogado, llevara el peso de la revista, pero Penelope se encargaba de su edición tanto como él, y solía entregar tarde los guiones a la BBC, como lo prueban las cartas de disculpa que tuvo que enviar en diversas ocasiones. Para la revista contaron con textos de T.S. Eliot, de André Malraux, de Rebecca West, de Stephen Spender, de Eudora Welty y Henry Miller, entre otros. Su idea era la de abrirse al continente y a EE.UU. sin ser estrictamente insulares ni centrarse en la cultura inglesa, ya que consideraban que semejante aislamiento era vulgar y estaba anticuado. Publicaron a J.D. Salinger, a Camus, a Norman Mailer… Pero la World Review no tuvo éxito y cerró en 1953. Así, la familia empezó a tener dificultades económicas serias y en 1956 decidieron mudarse a Southwold (Suffolk), el pueblo que más tarde sería la inspiración del escenario de La librería. Precisamente, a Penelope Fitzgerald le ofrecieron un trabajo en la librería de la señora Neame, pero lo cierto es que no vendían muchos ejemplares de ningún título. A los lectores de La librería, estos datos les resultarán familiares.

En Southwold se alojaron en una casa húmeda, que había sido un antiguo almacén, pero Desmond no estaba mucho por allí. Iba y venía al trabajo en Londres, y solo pasaba los fines de semana con su familia. De modo que para poder pasar más tiempo juntos, decidieron reunir todos sus ahorros y comprar en 1960 una vieja barcaza llamada Grace, situada en el Támesis, que sería, nuevamente, el escenario de otra de sus novelas más aclamadas, A la deriva, un título con cuya traducción al castellano (del original Offshore inglés) nunca estuvo de acuerdo ya que la barcaza no navegaba ni estaba en el agua sino que permanecía la mayor parte del tiempo anclada en el fango de la orilla del río. Según sus palabras, no estaba ni en tierra ni en mar. No estaba en ninguna parte.

Durante esta época, Penelope Fitzgerald empezó a dar clases. Siempre era la última en acostarse y la primera en levantarse, dormía en el sofá, y solía mostrarse demacrada y cansada a todas horas, pero jamás flaqueó ni perdió un ápice de su tan característica energía. El estoicismo de sus tíos era una opción voluntaria, una manera de vida que respondía a una filosofía consciente, pero la escasez de medios en que en esa época tuvo que vivir la familia Fitzgerald era impuesta. Se cuenta que en más de una ocasión descubrieron a Penelope comiendo tiza, y cuando le preguntaban que por qué lo hacía, ella respondía que tenía la sensación de que la necesitaba, de que le aportaba algún nutriente del que carecía. Aun así, jamás pidió ayuda. Nunca habló de su situación económica con su familia. Ni entonces ni más tarde, cuando la Grace se hundió, y los Fitzgerald lo perdieron absolutamente todo. Fotografías, cartas, libros… Objetos de un inmenso valor sentimental y todo su capital. De uno de sus personajes, la madre de Fritz en La flor azul, Penelope Fitzgerald escribió: «Tenía cuarenta y cinco años, y no sabía cómo iba a pasar el resto de su vida». Algo que podría haber dicho de sí misma.

En cualquier caso, lo que ella hizo el resto de su vida fue escribir. Instalados en una casa de protección social, consiguió reunir el vigor suficiente para seguir dando clases, para seguir estudiando, leyendo, aprendiendo idiomas (estudió ruso, español y alemán por las noches para leer directamente las obras que le interesaban en esos idiomas), y empezó a escribir. Escribía a primera hora de la mañana, muy temprano, y a última hora de la noche, los fines de semana y en las vacaciones. Su primera novela, de 1977, The Golden Child, es una historia cómica de misterio centrada en el mundo de los museos, y la escribió para su marido, Desmond. A lo largo de los siguientes cinco años escribiría cuatro novelas vagamente autobiográficas: La librería (1978, Impedimenta, 2010), en la que puede descubrirse el periodo transcurrido en Southwold; A la deriva (1979, Mondadori, 2000), a bordo de la barcaza anclada en el Támesis; Human Voices (1980), en la que refleja sus experiencias en la BBC; y At Freddie’s (1982), ambientada en una escuela para niños actores. En este punto, dejó de referirse a su propia vida y se decantó por la novela de hechos y acontecimientos del pasado, manteniendo su escritura sobria, metódica y enormemente sutil, con sus personajes observadores, silenciosos y siempre desconcertantes. La primera de ellas sería Inocencia (1986, Impedimenta, 2013), desarrollada en la Italia de los años 50, que narra la historia de amor entre un médico comunista y la hija de un aristócrata. Como hecho anecdótico, cabe señalar que Desmond encontró trabajo en una agencia de viajes, lo que para la novelística de Penelope Fitzgerald resultó providencial ya que empezaron a viajar a muy bajo precio y con frecuencia, algo que, de otro modo, no habrían podido permitirse; así, pasaron unos días en Moscú, en un viaje organizado, en el año 1972, y en 1988 publicó El inicio de la primavera (Impedimenta, 2011), que tiene lugar en el Moscú de 1913. Siguieron La puerta de los ángeles (1990, Impedimenta, 2015), situada en el riguroso St. Angelicus, un college de Cambridge al que no puede acceder ninguna mujer, y la aclamadísima La flor azul (1995, Mondadori, 1995; Impedimenta, 2014).

Penelope Fitzgerald murió en Londres en abril del año 2000. Autora tardía en lo que se refiere a su creación, también parece haberlo sido en cuanto a reconocimiento de lectores y crítica. Pero la justicia llega, y en su país se está viviendo en la actualidad un auténtico redescubrimiento gracias, entre otros factores, a la reedición de sus obras con prólogos de autores tan prestigiosos como Alan Hollinghurst para A la deriva, Julian Barnes para Inocencia, y Philip Hensher para La puerta de los ángeles, y a la excelente biografía escrita por Hermione Lee, publicada en 2013.


Referencias e inspiraciones

Terence Dooley, albacea literario y yerno de Penelope Fitzgerald, aclara en su postfacio para la traducción al castellano de El inicio de la primavera: «En cuanto a la estructura de sus libros, por decirlo en pocas palabras, se trata de nouvelles largas o de novelas cortas, comparables a las de Jane Austen y Turguéniev en cuanto a la longitud de los capítulos y a la longitud total de la obra, aunque también en otros aspectos. Penelope inventó un término para describir su género: “tragifarsa”». Una expresión que no puede ser más adecuada ya que lo que hace Penelope Fitzgerald es precisamente eso: mezclar lo trágico y lo burlesco en sus historias. Lo hace en La librería ya desde la primera descripción de Florence Green como una mujer viuda «pequeña de aspecto, delgada y huesuda, un poco insignificante vista desde delante y completamente insignificante por detrás»; lo hace en Inocencia, que para la crítica es su tragicomedia más lograda, con técnicas propias de Shakespeare en cuanto a lo chispeante y enloquecido de los diálogos, al estilo de Mucho ruido y pocas nueces; lo hace en El inicio de la primavera, una novela sublime y mágica, que es también una comedia social asentada sobre la retahíla de personajes que rodean al protagonista, Frank Reid (el enloquecido y comunicativo Kuriatin, cuya familia es un caos; la estirada y melindrosa colonia inglesa de Moscú…); y lo hace incluso en La flor azul, dedicada a la vida de los sueños, donde vuelve a demostrar su prodigiosa manera de mover a los personajes en un escenario muy limitado, como lo lograba también Jane Austen, «su santa patrona», como ella solía decir: así, siempre hay gente en la casa de Sophie, y si sólo quedaban veintiséis personas en ella, su padre empezaba a verla vacía.

Podemos afirmar que la doctrina filosófica y vital que impulsaba y conmovía a Penelope Fitzgerald era el socialismo utópico. Uno de sus principales referentes ideológicos fue el diseñador, poeta y novelista William Morris, promotor del movimiento Arts and Crafts, que alabó y defendió las virtudes y la nobleza de la labor artesanal. Y puede verificarse la enorme atención que Fitzgerald le dedicó a los oficios en sus novelas: en El inicio de la primavera, resultan fascinantes las descripciones de la imprenta de Frank Reid y del proceso de la impresión manual de la época, pero también lo es cómo trata el oficio del libro en La librería o el arte de mantener un barco a flote en A la deriva. Tampoco podemos olvidar la influencia que tuvo en ella y en su obra el ideario de Ruskin y, sobre todo, el pensamiento social y cristiano de Tolstói, que queda patente en El inicio de la primavera, en la figura de Selwyn Crane, el ayudante de Frank Reid, un personaje tolstoiano, hermético e indescifrable, practicante de un misticismo que cada vez interesaba más a la propia autora (comprometida con los debates, las dudas y las cuestiones de fe de sus personajes), aunque también en las escenas más extraordinarias, mágicas y prodigiosas de la obra, como aquella en que Lisa, la niñera, lleva a Dolly, hija de Frank Reid, a un bosque de abedules y las dos ven allí lo que no se puede ver. Lo que trasciende, lo que va más allá de la realidad, siempre bajo el halo y el resplandor de lo narrado en los cuentos de hadas. Las fuerzas primigenias, la tierra, la naturaleza se mezclan con la fe y con la necesidad de creer en algo que traspasa los límites de la experiencia, pero bajo la óptica objetiva de la razón. De nuevo, la lucha interior entre la razón y la emoción que ya experimentaran los hermanos Knox. Penelope tuvo dos abuelos obispos y practicó toda su vida un protestantismo moderado. En este sentido, y siempre hablando de El inicio de la primavera, Albert, el padre de Frank y fundador de su imprenta, dice con respecto a la religión: «Es mucho más útil para las mujeres que para los hombres ya que conduce a la resignación con lo que a cada uno le ha tocado en suerte». Y en La puerta de los ángeles (de la que Fitzgerald dijo que era su única novela con un final feliz), el protagonista, Fred Fairly, miembro de la peculiar Sociedad de los Desobedientes, no sabe cómo confesarle a su padre que ha perdido la fe tras llegar a la conclusión de que la ciencia puede dar respuesta a las preguntas de la humanidad, incluso a las más oscuras, sin que haya que recurrir a cuestiones metafísicas.

El interés de Penelope Fitzgerald por lo que no se puede explicar es evidente ya en La librería. El pacto que el lector celebra con la autora a la hora de creer en la fantasía de eso que suena y se mueve por la casa, esa materialidad inmaterial en el seno de una historia tan claramente realista como lo eran las suyas, hace que nos traslademos al reino de lo extraordinario, de lo sublime, donde puede suceder lo milagroso y lo auténtico, lo constatable, siempre dentro de los parámetros de lo perfectamente creíble. Penelope Fitzgerald logra mantener ese pacto inicial hasta la última página cuente lo que cuente, sea inexplicable o sobrenatural, y lo hace gracias a la maestría de su prosa y de su perspicacia: esa autoridad y ese instinto que nos trasladan a otro mundo, al suyo.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

27 de noviembre de 2018

Antes de que los cineastas se formaran de modo más o menos habitual en escuelas dedicadas a ello específicamente solían venir de otros oficios. Muchos, del guión o la interpretación, como aún sucede hoy en día. Otros, y no los más abundantes, de la fotografía. A estos últimos se les suele distinguir por su seguridad en el manejo de la cámara, por su gran sentido plástico, por su muy explícita visualidad. Es el caso de realizadores como Stanley Kubrick. O Carlos Saura.

La faceta fotográfica de este sigue sin ser bien conocida, aunque ha dejado de estar en segundo plano desde que en junio del año 2000 Hans Meinke organizara en su galería barcelonesa Círculo del Arte la exposición Carlos Saura. Años de juventud (1949-1962). Tras ella han seguido otras que han puesto de relieve los muchos fotógrafos que conviven en él, fruto de las diversas miradas desplegadas sobre la realidad a lo largo de su trayectoria. Pero también de la ampliación de recursos técnicos gracias a la cámara digital, el ordenador y la superposición de imágenes pintadas.

Se trata de una trayectoria muy dilatada, propia de quien comienza sus actividades profesionales a una edad tan precoz como los diecisiete años, hacia 1949. Y que a los veinte es fotógrafo oficial en los festivales de música de Granada y Santander, con toda la importancia que ello tendrá más tarde en el ciclo de películas que dedica al flamenco, el tango, el fado o la ópera. 

Es el profesional que pudo llegar a integrarse en la plantilla de la prestigiosa revista parisina Paris-Match. También, el formidable retratista que consigue esas instantáneas inolvidables, como la de Baroja en su lecho de muerte que aparece en los manuales de Literatura o el Buñuel de tantas portadas de libros. Son imágenes casi canónicas, iconos que creemos del acervo común, pero que salieron de su cámara.

Por puro prurito generacional, resultaba inevitable que alguien con tales inquietudes tendiera a la crónica social. Y hoy muchas las fotografías que tomó con ese propósito nos devuelven a un país insólito, casi tan remoto como el de Las Hurdes, una España solanesca, valle-inclanesca, profundamente rural, paralela a la que rastreó Inge Morath en sus testimonios gráficos o Eugene Smith en el ciclo de Spanish Village.

En cualquier caso, sin ese registro documental no se entendería su transición a un cine de la misma naturaleza, que arranca con la Carta desde Sanabria de Eduardo Ducay, en la que participa como operador, a La tarde del domingo, Cuenca o Los golfos. Y la articulación narrativa de esas instantáneas ya se esboza en su proyecto de álbum fotográfico sobre España que nunca terminaría, pero que se barrunta en el reportaje gráfico "Vagón de tercera clase", aparecido en la revista Objetivo en 1955 con textos de Basilio Martín Patino.                                  

También será muy relevante para su cine la faceta fotográfica que concibe la cámara como instrumento de una dicción visual y una enunciación de la mirada capaces de trascender el mero realismo, el más externo e inmediato, hasta internarse en lo parasurrealista. Un tono e intención que luego prolongará él mismo como pintor o ilustrador al retocar sus propias fotografías, pero que ya estaba presente en la exposición Arte Fantástico organizada por su hermano Antonio en 1953 en la librería Clan que regentaba Tomás Seral y Casas.

Y, todavía más importante, esta vocación inicial no se clausura con el surgimiento del cineasta. Continúa evolucionando en el interior y el exterior de su filmografía. Determinados quiebros de ésta, reconsideraciones o reescrituras –como la que tiene lugar tras 1975--, son testificados por la fotografía, que interviene para levantar acta y, en ocasiones, como garante de continuidad. Así, no es raro que en películas centradas en el universo familiar, como Cría cuervos o Elisa vida mía, los álbumes de fotos introduzcan una araña y maraña de relaciones que obligan a considerar lazos ocultos, desde otro tiempo y otro tempo. Esas fotos en blanco y negro que dejan constancia de los meandros de la tribu son como quistes irreductibles, la conciencia y memoria de su cine, como le sucede a la abuela de Cría cuervos frente al tablón con las fotos de su camada o al protagonista de El jardín de las delicias con los recordatorios y retablos que le escenifica su adorable familia.

En La caza, en Ana y los lobos, en Bodas de sangre o en El séptimo día las instantáneas de los grupos protagonistas son como detonadores que preludian el estallido de la violencia. En Peppermint frappé José Luis López Vázquez no sólo hace radiografías, sino también fotos a la esposa de su amigo, para apropiársela y, a partir de ellas, construir un doble remodelando a su enfermera. Y algo de esos propósitos de la sutil dialéctica entre la imagen fija y la imagen en movimiento –entre el fotógrafo y el cineasta— se proyecta sobre los daguerrotipos con que arranca El Sur, como en esa frase entre borgiana y darwinista que se cita en El jardín de las delicias: "He sido un niño, una mujer, un pájaro y un mudo pez que surge del agua".

De un modo similar, filogenético, el fotógrafo permanece bajo el cineasta, quizá porque una de las sustancias de su universo, la temporal, queda encapsulada de un modo aún más rotundo en la imagen fija, como el propio Saura ha confesado: "Lo que más me impresiona al hacer una fotografía es que la realidad se transforma instantáneamente en pasado. Eso me da terror. Es una reflexión que cualquier fotógrafo se hace de inmediato. Quizá por ello, siempre me han fascinado esas fotografías donde hay un grupo completo y una persona --no se sabe bien por qué-- aparece movida. Pongamos que se trata de una foto escolar, en la que se recoge un curso al completo y hay un niño movido. Automáticamente, a mí me interesa el niño movido. Entre otras cosas, porque no se ven sus rasgos, porque hay que averiguar quién es, ya que se trata de un ser a la vez real e irreal, con algo de fantasma".

Debido a esa evidencia --lo importante que resulta la fotografía en su cine--, le han ofrecido a menudo hacer películas sobre algunos fotógrafos famosos, como Robert Capa y Tina Modotti, que sin duda no carecen de atractivo en sus personas, peripecias y obras respectivas, más que sobradas como para urdir sobre ellos buenos biopics. Pero es que se trata de mucho más que eso, porque las fotografías que ha ido haciendo configuran por sí mismas una especie de secuencia en paralelo, rellenando incluso los huecos de su filmografía. Van mucho más allá del trabajo de unas fotos fijas o de los making of: son diarios, dietarios, los apuntes de la obra en marcha y del proceso creativo de un gran artista plástico. Sus apuntes, el día a día, la gimnasia de la mirada, el jogging de la imaginación, cuadernos de viaje, rodajes, ensayos, asedios...

En sus exposiciones más recientes, como las recogidas en el libro Las fotografías pintadas de Carlos Saura (2005), se puede observar el camino recorrido desde aquellas fotografías rurales en blanco y negro hasta estas instantáneas digitales hechas en lugares de tránsito de la España moderna, como trenes, estaciones y aeropuertos. Esos encuentros con rostros, actitudes y sueños ajenos. También las fotos de familia y en el plató. Y, por supuesto, su verdadero lugar de trabajo, el estudio de su casa, ese laboratorio de ideas, sonidos y procesos.

Algunas de las imágenes más interesantes están hechas con espejos, y en especial el efecto que él denomina en uno de sus títulos El fantasma tras el espejo, una especie de traslación del director como vampiro. O bien las fotos dentro de las fotos, como sucede en sus películas.

En cualquier caso, harán falta muchas exposiciones para acotar esta faceta de Saura. Son miles y miles los negativos que aún deben ver la luz. Y sólo llegado el momento en que concluya esa revisión podrá apreciarse la enorme envergadura de uno de nuestros grandes fotógrafos contemporáneos. 

Más desconocida aún resulta su faceta de escritor, a pesar de constituir uno de sus primeros entornos generacionales, el de los años cincuenta y los Aldecoa, Sánchez Ferlosio, Sueiro o Mario Camus. Con los dos últimos colaboró en guiones como los de Los golfos o Llanto por un bandido. Y no resulta difícil sorprender la huella de El Jarama en la secuencia del río de la primera, una película tan barojiana, por otro lado, en la estela de La busca del novelista vasco. Un Baroja actualizado, como lo era el de Tiempo de silencio, cuya novedosa técnica de monólogo interior aparece en la secuencia de la siesta de La caza.

Pero si hablamos de este aspecto de Saura, su escritura, en realidad habría que desglosarla en tres apartados, como mínimo: 1) por un lado, la que tiene carácter autónomo respecto a su cine; 2) por otro, la que guarda relación con los guiones de sus películas, reelaborados como narraciones; 3) y, en tercer lugar, el papel que desempeña la literatura en su filmografía.

Respecto al primero, Saura ha sido extraordinariamente parco. Es cierto que hay muchos apuntes suyos en forma de prólogos o anotaciones a ciertos guiones publicados, como Carmen, o El Dorado. Pero no me refiero a ese tipo de escritura, sino a textos como La memoria expandida, sobre su hermano Antonio. O el prólogo a su libro de fotografías titulado Flamenco, donde se observa de dónde le viene al fotógrafo la agudeza para los retratos, de ese escritor que no le va a la zaga a la hora de captar personajes, grupos o ambientes. Y, sobre todo, en los apuntes autobiográficos que va ensayando aquí y allá, aunque no los haya publicado más que a retazos, muy a retazos. Un escritor todavía por descubrir.

El segundo apartado es bien conocido. Son varios los guiones que ha anticipado en forma narrativa antes de ser rodados (Pajarico, ¡Esa luz!), o que ha adaptado después a esa modalidad (Buñuel y la mesa del rey Salomón, Elisa vida mía). Quizá los dos casos más relevantes sean  ¡Esa luz! y Elisa vida mía. El primero, porque no ha sido llevado a la pantalla, porque se trata de su película sobre la guerra civil y porque se inspira en las peripecias de Ramón J. Sender y su esposa, Amparo Barayón, y contiene numerosos componentes autobiográficos, dado que la madre de Saura y Sender fueron medio novios en Huesca.

En cuanto a Elisa, vida mía, bien puede servirnos de transición entre el segundo y el tercer apartado que apuntábamos más arriba. Por un lado, porque casi un cuarto de siglo después de su filmación, en el año 2004, Saura rehizo la narración original en forma de novela. Por otro, porque se trata de su película más impregnada de literatura, ya desde el título, que procede de Garcilaso de la Vega.

La “adaptación” de la pantalla al libro que lleva a cabo su propio autor con Elisa, vida mía adquiere, así, un sentido añadido, ya que se restituyen a la página impresa numerosos elementos que procedían de ella, al centrarse la película en el proceso creador de un escritor. Algunos cambios son meras actualizaciones, como sustituir el radiocasete por el CD o introducir teléfonos móviles. Y la mayor novedad es el desarrollo del llamado “crimen de la viuda”. 

Pero otros van en la dirección apuntada, como colocar delante de los cinco capítulos sendas citas de Gracián (El criticón), Rilke (Los cuadernos de Malte Laurids Brigge), el Pigmalion de Rameau, Borges (El hacedor) y Garcilaso (La estancia 21 de la Égloga I). No hacen sino explicitar textos que se oyen o ven en la película, o que se tienen en cuenta, aunque no aparezcan en ella. Y se añaden otros nombres afines como Quevedo o Cervantes, además de la presencia inevitable de Calderón de la Barca.

En pocas ocasiones como en Elisa, vida mía ha dejado Saura una constancia tan explícita de la estrecha vinculación que su obra mantiene con el universo literario. Y cabe pensar que habría incidido más a menudo en él si hubiera dispuesto de la libertad de movimientos con que contó en 1976, tras el éxito internacional de Cría cuervos y después de la muerte de Franco, que permitía y hasta exigía un alto reflexivo en el camino. Y que él aprovechó para hacer algo complejo y experimental, capaz de transmitir una visión más matizada de España que su mera tradición tremendista, algo menos brutal, elemental y violento, más cercano a la sensibilidad de sus grandes escritores y pintores.

Uno de los personajes reales en los que se inspiró fue la novelista Carmen Laforet. Pero no acaban ahí, ni mucho menos, las relaciones con la literatura que lleva a cabo la película, a través de uno de los más complejos dispositivos textuales de la historia del cine. No se trata de una complejidad gratuita, sino de un andamiaje que trata de explorar los mecanismos de la creatividad de un escritor, indagando mediante los recursos del cine la surgencia del texto literario.

En gran medida, Elisa, vida mía se centra en la transmutación de la sustancia biográfica en escritura a partir de sus elementos germinales, en lugar de desarrollar una historia ya cerrada. Por ello no es extraño que uno de los elementos esenciales de la película sean los textos literarios que se citan frontal o lateralmente, empezando por el propio título. Después de todo, estamos ante un filme protagonizado por un escritor, y ello implica inevitablemente que maneje como elementos cotidianos páginas propias y ajenas. Por ejemplo, sobre su mesa hay un ejemplar de El criticón de Baltasar Gracián, que constituye uno de los elementos de referencia para su desengaño y misantropía.

A su vez, ciertas experiencias de la soledad de un enfermo se apoyan en los Cuadernos de Malte Laurids Brigge de Rainer Maria Rilke, libro leído y subrayado por el protagonista. Y, por supuesto, pocas propuestas más sugestivas que el auto sacramental El gran teatro del mundo para explorar el misterio de la personalidad, ya que el barroco juego especular entre el primer teatro y el segundo permite que los actores sean a la vez ellos mismos y su personaje, con el que incluso se permiten discrepar de su autor, como Elisa con ese padre que, nuevo Autor Soberano, la está "recreando" en el papel y en la vida misma. Lo más fascinante de la obra de Calderón para una película como Elisa, vida mía es que apura una de las esencias del cine, la suplantación de otra personalidad como epicentro del trabajo de los actores. Y ese segundo teatro se realiza explícitamente ante el espectador, sin ocultar nada, ni preparativos ni organización, proporcionando la clave del procedimiento.

Ese motivo temático de las relaciones entre el creador y su criatura prosigue su dialéctica en el texto y la música de Pigmalión, el ballet del músico barroco francés Jean-Philippe Rameau sobre texto de Houdar de La Motte, que matiza la relación de Luis con Elisa, creación suya en este caso no tanto por la paternidad biológica cuanto por la escritura.

El texto de Borges procede del conocido epílogo de El Hacedor, que Saura citará en su adaptación del cuento El Sur del argentino: “Un hombre se propone la tarea de dibujar el mundo. A lo largo de los años puebla un espacio con imágenes de provincias, de reinos, de montañas, de bahías, de naves, de islas, de peces, de habitaciones, de instrumentos, de astros, de caballos y de personas. Poco antes de morir, descubre que ese paciente laberinto de líneas traza la imagen de su cara”.

Otros escritores aparecen en su filmografía, como el ya aludido protagonista de ¡Esa luz!, inspirado en Sender. O el de Dulces horas, que reescribe su pasado familiar para que lo interprete una compañía de teatro. O el que centra una de sus películas más personales, el San Juan de la Cruz de La noche oscura. En este caso, se trata de una indagación del vértigo que acomete a cualquier creador cuando busca decir lo que piensa y siente, no lo que otros pretenden de él.

Por ello, su noche oscura tiene mucho que ver con las pinturas negras de Goya y el sueño de la razón que le tocó vivir. Y deja constancia de uno de los núcleos de interés más persistentes en el cine de Saura, su exploración del proceso creativo, ya sea en un bailarín, actor, pintor, cineasta o escritor. De todos los cuales, pocos más íntimos y difíciles de fotografiar que el de este último, por transcurrir dentro de su cabeza y ser su desempeño físico poco “fotogénico”.

Frente al fotógrafo o el escritor, el cineasta Carlos Saura resulta sobradamente conocido. Cuestión bien distinta, claro, es que se le interprete bien o mal. Su obra –treinta y siete largometrajes-- empieza a ser ya lo bastante dilatada como para ofrecer muchos matices. Y quizá merezca la pena subrayarlos más allá de los títulos que suelen ponerse en primer plano.

Antes de la puesta de largo en el cine profesional en 1959 con su primer largometraje, Los golfos, su prehistoria fílmica se remonta a la nonata Carta de Sanabria (1955) el documental de Eduardo Ducay del que Saura fue operador. Sólo han quedado unas estremecedoras fotografías a su cargo, que hacen lamentar profundamente la pérdida de este eslabón en la línea de Las Hurdes. Porque luego vienen ya la práctica de fin de carrera de la escuela de cine que realiza al año siguiente, La tarde del domingo, y el documental Cuenca (1958).

Tras el citado debut en el largometraje con Los golfos hay un bache profesional debido a la vinculación del proyecto en el que trabajaba con la productora UNINCI, desactivada en 1961 por el escándalo de Viridiana. Dicho proyecto, titulado La boda anticipaba en algunos aspectos Pippermint frappé (1967), y caso de haberse materializado habría permitido que siguiera un camino más rectilíneo.

En lugar de ello, a principios de los años sesenta le ofrecieron adaptar Young Sanchez, de Ignacio Aldecoa, que rechazó por considerarla repetitiva respecto a Los golfos, y filmaría Mario Camus. Finalmente, el bloqueo de UNINCI le obligó a trabajar durante 1963 en un empeño de pura subsistencia, Llanto por un bandido, sobre el bandolero José María Hinojosa, "El Tempranillo". Y los destrozos que la productora llevó a cabo en ella le llevaron a la decisión de no rodar nunca más una película que no pudiera controlar. Así es como surgió La caza (1965) y su encarrilamiento profesional a un ritmo regular, que se aproximará a la envidiable media de una película anual.

A partir de ahí, se han propuesto clasificaciones de su obra con criterios más o menos plausibles. En un principio se llegó a hablar de una “trilogía de la pareja”, que englobaría títulos como Peppermint frappé, Stress es tres, tres y La madriguera. Pronto complementada por una “trilogía de la familia”: El jardín de las delicias, Ana y los lobos y La prima Angélica. Un criterio que luego se hizo extensivo a su primer ciclo musical, con el productor Emiliano Piedra y el bailarín Antonio Gades: Bodas de sangre, Carmen y El amor brujo. Pero resulta obvio, a la vista del desarrollo posterior de ese itinerario, hasta qué punto resulta insuficiente. O el de las películas que reescriben otras anteriores y las actualizan: Los golfos y Deprisa, deprisa; Ana y los lobos y Mamá cumple cien años...

Es cierto que no cuesta reconocer algunos temas que subyacen como constantes a lo largo de las más diversas coyunturas. Como la memoria, sus funciones, disfunciones o derivas, que otorgan su poderosa originalidad a El jardín de las delicias, La prima Angélica o Dulces horas; pero también a Elisa vida mía, Goya en Burdeos o Pajarico. O la construcción de la identidad y de las relaciones mediante un proceso de representación, que puede recaer en un teatro literal (Elisa vida mía, Los ojos vendados, Dulces horas, Los zancos, ¡Ay Carmela! y buena parte de su ciclo musical) o en la reconstrucción interesada, impostada, parodiada o al modo de los retablos calderonianos (El jardín de las delicias, Ana y los lobos, Cría cuervos).

En cualquier caso, La caza inició el proceso de lo que con el tiempo culminaría en la creación de un universo propio. Supuso, además, el primer espaldarazo internacional de Saura, al recibir el Oso de Plata en el Festival de Berlín de 1966, por un jurado que presidía Pier Paolo Pasolini. Y marcó también el inicio de su colaboración con el productor Elías Querejeta, con el que filmará una docena de películas, con un equipo relativamente estable, que termina integrando al guionista Rafael Azcona, los operadores Luis Cuadrado y Teo Escamilla, el montador Pablo del Amo o el director artístico Emilio Sanz de Soto. Y, como protagonista femenina, Geraldine Chaplin.

Todavía es habitual elogiar La caza en contra del quiebro que le sigue, y que se inicia en 1967 con Pippermint frappé. Una vía más experimental, de búsquedas formales casi inevitables en los años sesenta, que contaban con un nuevo público, el de las salas de Arte y Ensayo. Hoy resulta demasiado fácil deslindar lo que el tiempo he revelado como más caedizo del cine de aquella década. Pero hay que recordar que ni la actual forma de entender este medio de expresión sería la misma sin aquellas intentonas, ni España era un país que se dejara reducir ya a los viejos clichés rurales, y carecía de sentido seguir haciendo costumbrismo y/o sainetes.

El país estaba cambiando a un ritmo acelerado, de un modo que no había experimentado en siglos. Y el seguimiento de esos desajustes introducidos en el exterior --y en el interior— de los personajes por la naciente sociedad de consumo al enfrentarse a los atavismos patrios será la tarea propuesta en sus siguientes cintas: Peppermint frappé (1967), Stress es tres tres (1968), La madriguera (1969) y El jardín de las delicias (1970). Son ensayos --en ocasiones compulsivos-- a los que se vio arrastrado debido a la falta de continuidad cultural motivada por la fractura histórica de la guerra civil. Al igual que la pareja protagonista de La madriguera o el grupo familiar de El jardín de las delicias, la entrega a los más insólitos juegos era un recurso desesperado para hacer aflorar una memoria sepultada en los repliegues más profundos de la tradición española.

La prima Angélica (1973) constituyó un hito de incontestable madurez en esa búsqueda, y también la primera película española en la que se presentó la guerra civil desde el punto de vista de los vencidos. El aval del Festival de Cannes, que le otorgó el Premio Especial del Jurado, le permitió una carrera comercial tan exitosa como llena de sobresaltos y amenazas de bomba. Además, supuso, junto a Elisa, vida mía (1976) la culminación de los objetivos que Saura había venido persiguiendo tras el giro impuesto a su producción con Peppermint frappé. De hecho, Mamá cumple cien años (1979), Deprisa, deprisa (1980) y Dulces horas (1981) abren un proceso de reescritura de su filmografía, coincidiendo con el quiebro biográfico marcado por su ruptura con Geraldine Chaplin y el profesional que implica su dedicación al musical (Bodas de sangre es de 1981) que le hacen internarse ya por otros derroteros.

En los dos años iniciales de la década de los ochenta, tanto Bodas de sangre como Carmen tratan de perfilar un cine musical a la española, bien distinto del clásico de Hollywood. El éxito internacional de la segunda probó sobradamente la capacidad de convocatoria de esta nueva fórmula, y llevó al productor Emiliano Piedra a continuarla en El amor brujo. Tras el rodaje mexicano de Antonieta (1982), en 1987 volvió a Hispanoamérica para embarcarse en El Dorado, uno de sus viejos proyectos, que le había empezado a interesar desde la lectura en 1964 de la novela de Sender La aventura equinoccial de Lope de Aguirre. Al retomar la idea en 1987, se basaría directamente en los cronistas de Indias.                

El Dorado inició la colaboración con el productor Andrés Vicente Gómez, que continuaría con La noche oscura (1988), ¡Ay Carmela! (1989) y El Sur (1991). La primera, centrada en los nueve meses que pasó San Juan de la Cruz encerrado en Toledo, es una de sus películas más hermosas, valientes y radicales. En ella se sorprende un registro que vuelve a reverberar en su proyecto sobre Goya, con sus conflictos entre quienes deseaban -o no- incorporar los elementos de las respectivas modernidades (el humanismo renacentista o las luces de la Ilustración) como soporte de una convivencia siempre precaria. Pero, a diferencia de la primera etapa, en la que ese marco social habría pasado a primer término, ahora se adivina entre líneas, ocupando el espacio central algo tan íntimo como el proceso creativo en cuanto mecanismo afirmativo de la propia individualidad. Tampoco parece casualidad que en el proyecto sobre el pintor aragonés se añada un tema que se apuntaba en Elisa, vida mía e irrumpía con fuerza propia en Los zancos: el de la vejez.

¡Ay Carmela surge de la adaptación de una obra de José Sanchis Sinisterra centrada en nuestra guerra civil, tras aparcar Saura  momentáneamente ¡Esa luz!, su proyecto más ambicioso sobre el mismo asunto. Con esta película el realizador volvía a la colaboración con Azcona, mientras José Luis Alcaine sustituía a Teo Escamilla como director de fotografía.

Durante el año 1992 se ocupó en dos proyectos tan distintos como Sevillas y Maratón, fruto de la coincidencia en España de dos acontecimientos internacionales, las Olimpiadas de Barcelona y la Exposición Universal de Sevilla. Mientras que la segunda añade poco a su filmografía, la primera es una de sus más depuradas aportaciones a nuestro musical. Y marca, de la mano del citado Alcaine, un importante paso en su concepción de las escenografías y de las luces, que a menudo se han vinculado a Vittorio Storaro, cuando ya están aquí, antes de que comenzara su colaboración con el director de fotografía italiano en Flamenco (1995).

En 1993 regresó a la ficción con ¡Dispara!, basada en una narración del escritor Giorgio Scerbanenco. Posteriormente, en Taxi (1996) y El séptimo día (2004), con guiones de Santiago Tabernero y Ray Loriga, hay una vuelta a sucesos más actuales, apegados a la crónica callejera de sucesos y a la violencia. Aunque conviene matizar que en ellas adquiere no poca importancia el tratamiento formal. En el caso de Taxi, porque Storaro y Saura buscan un expresionismo de corte mediterráneo diferente al tradicional que vertebra el cine negro. Y en el de El séptimo día porque se rehuye el esteticismo de las escenas al ralentí que coreografían los disparos, para evitar la celebración de la violencia al estilo americano.

Tras Pajarito (1997), que desarrolla la faceta murciana de la rama familiar paterna, Saura consigue rodar por fin su proyecto Goya en Burdeos. La  película está dedicada a su hermano Antonio y, en cierto modo, sirve como puente en tres significativos trances creadores: el de San Juan en La noche oscura; el de Goya en su sordera y deriva mental; y el de un Buñuel ya anciano en Buñuel y la mesa del rey Salomón, hasta el  punto de que Paco Rabal compuso el personaje de Goya en más de una secuencia imitando la forma de hablar del cineasta de Calanda.

Sucedió que, al cumplirse en el año 2000 el centenario de su nacimiento, Saura abordó el personaje de alguien tan cercano a él como Buñuel. Lo hizo al hilo de una supuesta película que el anciano realizador trama al final de sus días, rememorando su amistad de juventud con Lorca y Dalí en la Residencia de Estudiantes y, sobre todo, en el sugestivo ambiente de un Toledo a mitad de camino entre las Tres Culturas y su legendario subsuelo de mitos.

Capítulo aparte merecen sus películas musicales, que mantienen su propia lógica y encadenamiento, en paralelo con las de “ficción”. Pues la madre del realizador era pianista, casi profesional, y esa fue la primera manifestación artística que se mamaba en casa. De hecho, muchas de las melodías aprendidas entonces volverán a las bandas sonoras de sus películas, como en Dulces horas.

En realidad, no puede establecerse una separación estricta entre sus cintas musicales y las que no lo son. Sus temas se entrecruzan e interpenetran. Así, por ejemplo, en el título que se acaba de citar -o en Elisa, vida mía- bloques argumentales enteros se manejan con una lógica melódica y rítmica tan estricta que la cámara coreografía sus movimientos más internos y anímicos. De modo que no rueda del mismo modo cuando suena la Troisième Gnosienne de Eric Satie que la Schiarazula Marazula de Giorgio Mainerio o el Pigmalión de Jean-Philippe Rameau.

Y, en general, podría decirse que en este género ha encontrado Saura una libertad que no siempre resulta fácil de hallar en las servidumbres de la narración realista, con todas las hipotecas de continuidad que conlleva el desarrollo psicologista-melodramático y la verosimilitud convencional que han vuelto a ser moneda corriente desde la abolición de los paréntesis experimentales y la vuelta a los códigos genéricos al estilo de Hollywood.

Dentro de sus películas musicales hay un primer ciclo eminentemente dramático o narrativo, el que componen Bodas de sangre (1981), Carmen (1983) y El amor brujo (1986). Y ello con tres puntos de partida bien distintos. La tragedia de Lorca narraba una peripecia ya estilizada, que el ballet de Mañas y Gades había quintaesenciado, y que la película de Saura tradujo con la escueta desnudez de su decorado, y un híbrido entre la representación y el testimonio documental que buscaba, ante todo, auscultar el proceso creativo. Carmen contaba con el doble recurso de la novela de Mérimée y la opera de Bizet, lo que permitía esquivar algunos de los tópicos de ésta para ir al encuentro de la fuente original, de gran fuerza aún hoy por el potencial de libertad que emana la protagonista femenina. Y El amor brujo planteaba el desafío opuesto, un argumento tan magro que peligraba el inestable desarrollo dramático. Pero dejó sentadas las bases para un estilo propio, donde el decorado con su ciclorama de opera foil permitía a la cámara una gran libertad de movimientos en su trabajo de estudio, con una iluminación muy controlada.

Fueron esos antecedentes los que permitieron el milagro de Sevillanas (1991), un formato que desborda el documental para lograr que toda su información estuviese en la música o en las imágenes. Fue aquí donde Saura desarrolló sus bastidores geométricos para iluminar con libertad desde cualquier posición, así como sus peculiares dispositivos de espejos montados sobre ruedas, que duplican gestos y movimientos, enriquecen la perspectiva y facilitan el juego de una cámara que se implica en el ritmo, baila, e incluso llega a convertirse en protagonista.

Lo añadido por Vittorio Storaro en Flamenco (1995) y Tango (1998) es lo que podría llamarse el pleno desarrollo del “guión de luces”, es decir, un minucioso seguimiento que va subrayando la evolución dramática de la historia a través de un arco de iluminación, en paralelo al guión “literario”. Y que luego se prolonga en Salomé (2002), Iberia (2005) y Fados (2007), ahora ya con José Luis López Linares como director de fotografía.

Quizá por ello las dos películas en las que trabaja ahora mismo Carlos Saura tengan un fuerte componente musical. La primera, en fase de rodaje con el título Io don Giovanni, se centra en el libretista Lorenzo da Ponte, colaborador de Mozart en óperas como Don Juan. La segunda traslada a Brasil su viejo proyecto Amor de Dios, sobre la academia de baile situada en la calle madrileña de ese nombre.

Y es que, como argumentaba el realizador en su discurso de investidura como doctor Honoris Causa por la Universidad de Zaragoza, el suyo aspira a ser un arte total: “El cine que es artificio, teatro, ópera, pintura, narración, arte de síntesis o simplemente el producto de muchas cosas que se cocinan en la misma olla, es desde luego el arte de nuestro siglo, abriendo a la imaginación un recuadro luminoso de sombras y colores en donde nos vemos representados. La grandeza de ese arte está en la sabia adecuación de los medios expresivos, en el sensible tratamiento de las imágenes, de la sabiduría y habilidad de los artesanos que colaboran en el proyecto común, y sobre todo en el talento de quienes han utilizado el cine como una segunda personalidad, desentrañándose como las arañas para ofrecer a quien quiera apreciarla una parte de la vida: reflejo, espejo, laberinto. Me gusta pensar que es una forma de expresión personal, me gusta pensar que a través del cine podemos expresar nuestros temores, nuestras limitaciones, bondades y mezquindades, ensanchando nuestra visión y enriqueciendo nuestra mente”.

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Sánchez Vidal

23 de noviembre de 2018

Desde hace más de diez años, la bitácora 39escalones. Reflexiones desde un rollo de celuloide se ha convertido en una referencia para cuantos estamos interesados en el cine y buscamos un lugar en el que las películas de las que se da noticia son analizadas o revisitadas y lo son con un rigor y precisión sobresalientes, amén de estar trufadas con un toque de humor que convierte en una delicia la lectura de cada una de las entradas que se van publicando. Con posterioridad al inicio del blog, allá por 2011 apareció el libro 39 estaciones. De viaje entre el cine y la vida, editado por la zaragozana Eclipsados, en el que se recogían textos de índole cinematográfica, variados y siempre acertados, que suponían la plasmación en papel de lo que aparecía en la pantalla. Detrás del blog y de ese primer acercamiento literario que decíamos está el crítico de cine Alfredo Moreno Agudo, quien acaba de publicar, a finales de 2017, su primera novela, titulada Cartago Cinema, una obra en la que confluyen casi todos los géneros cinematográficos y que es una velada declaración de amor al cine, que no anda a la zaga de otras obras tan recordadas como Cineclub (David Gilmour), El cinéfilo (Walker Percy) o Triste, solitario y final (Oswaldo Soriano), por citar algunos clásicos.

La novela se sitúa en diversos planos temporales y espaciales, juega con la sorpresa, la alusión y los guiños y homenajes cinematográficos (cada lector pondrá rostro a los personajes según lo que estos le sugieran o recuerden o asociará algunos pasajes con secuencias cinematográficas), pero sobre todo es una novela sobre el cine, de un cinéfilo que ha visto, estudiado y conoce con exhaustividad y rigor la historia del cine y sabe narrar con amenidad no exenta de humor (los impagables diálogos telefónicos entre el personaje del guionista Elliott Gray y el productor Bufford Sheldrake dan buena muestra de ello). Cada capítulo tiene el título de una película que trata sobre el propio cine e incluye desde clásicos (Cautivos del mal, El crepúsculo de los dioses…) a producciones más recientes (State and main o Un final made in Hollywood, por ejemplo), además de un fragmento dialogado de otra película. Al final del libro, se añaden unas notas en las que figura una breve sinopsis de cada una de las películas cuyo título ha aparecido al comienzo de cada capítulo.

La trama narrada es compleja y gravita en torno a varios personajes ligados al cine que se encuentran en una situación límite, al margen del sistema y de la forma de hacer cine hodiernos que fueron sustituyendo al Hollywood clásico desde los finales de los sesenta, ese cine que vio la eclosión de una nueva generación, la de los Scorsese, Coppola, Pollack, Bogdanovich, Cimino o Altman, y de la que el protagonista de la novela, John Ferris Ballard, un director de culto con una breve pero exitosa carrera, sería uno de ellos. Curiosamente, algunos de los directores antes citados vuelven a la primera plana en estos últimos tiempos por algún premio (caso de Scorsese con el Princesa de Asturias) o de alguna reedición de algún libro (por ejemplo, el John Ford de Bogdanovich). Estos y otros directores coetáneos tuvieron dificultades para hacer cine en años venideros –algo parecido le sucedió a Hitchcock o a Wilder- y John Ferris Ballard no sería una excepción, pues es un director de escueta obra, convertido en autor enigmático y misterioso, que vive retirado y recluido en Francia, ajeno al mundo del celuloide y sin opciones de volver a rodar de nuevo.

El inicio de la novela, con la noticia de su muerte, nos lleva ya hacia el pasado, pues a partir de ahí se narran sus últimos días y su última aventura, cuando accede a rodar una película para un productor de los viejos tiempos (Bufford Sheldrake, de la Golden Masks) siempre y cuando más adelante se le permita a él retomar un antiguo proyecto que anda varado, en compañía de su fiel guionista y amigo, Monty Grahame, que también vive con él en su retiro francés. Lo que se halla detrás de ese encargo no es sino un intento del productor de volver a conseguir un éxito de taquilla recuperando para ello a Ferris Ballard, aunque este no sabemos si está muy de acuerdo con ese propósito o si tiene otros intereses. Para ello, el guionista Elliott Gray será el mediador y encargado de aliviar tensiones y evitar malentendidos, a cambio, claro está, de una recompensa, que será poder rodar también otro viejo proyecto. Como vemos, todo está entrelazado y todo depende de la voluntad de Ferris Ballard para llegar a buen puerto. Lo que no está tan claro es que este quiera o tenga esa idea en la cabeza, que vea en esta ocasión la última oportunidad para otro proyecto o para ajustar cuentas con el pasado.

Y es aquí, en ese motivo que mueve la novela, en donde irán apareciendo las diversas tramas y los muy variados a la vez que bien definidos personajes que acompañarán al protagonista, convirtiéndose ellos mismos en actores principales, pues la narración está enfocada desde el punto de vista de Gray (que curiosamente sufre acromatopsia, es decir, que ve la vida en blanco y negro) y convierte a Martina Bearn, la enigmática secretaria asignada a Ferris Ballard, en pieza clave de toda la historia, confiriendo así a este personaje un estatus primordial, por encima del misterioso y escurridizo director, presente y ausente a partes iguales, desde el inicio con un flashback. A lo largo de las páginas siguientes iremos viendo cómo se ha ido forjando la personalidad de Ferris Ballard, qué importancia tiene España y más en concreto un pueblecito de Zaragoza (Sabina de San Jorge) o por qué para todos ellos –los guionistas Gray y Grahame, la ínclita Martina Bearn, el mentado Ferris Ballard o el propio Sheldrake- es esta una última aventura, romántica y casi atemporal, en unos tiempos estos que ya no son los de entonces y que no admiten actitudes y personajes como ellos, salvo que se adapten y cambien (que es lo que hace el hábil Bufford Sheldrake, tratando de sacar réditos del aura de director maldito de Ferris Ballard). Son pues, personajes muy en la línea de los de Peckinpah (Grupo salvaje) o John Huston (Vidas rebeldes me viene a la cabeza, pero también y desde luego Cazador blanco, corazón negro, de Eastwood sobre un libro de Peter Viertel a cuenta del rodaje de La reina de África), en las últimas, pero contumaces y decididos en su forma de pensar y actuar.

Cartago cinema es una novela asombrosa, que es en sí un homenaje y una declaración de intenciones sobre qué es el cine, por qué este es tan importante en la vida de tantas personas y, sobre todo, es una obra magníficamente escrita y documentada, que permite al lector ir recordando pasajes, escenas o rostros conforme va avanzando la narración y en la que al final uno termina volviendo a esa vieja idea que dice que el cine es la vida que no hemos podido vivir o la que nos hubiera gustado, al menos, haber intentado.

 

Alfredo Moreno Agudo. Cartago Cinema. Zaragoza, Mira Editores, 2017,

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Moreno Pérez

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