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 Las relaciones amistosas entre Pablo Serrano y Miguel Labordeta se iniciaron en los años cincuenta cuando el escultor regresó de Uruguay a España y duraron hasta la inesperada muerte del poeta en agosto de 1969. Un repaso de la documentación de sus respectivos archivos permite jalonar cómo fue su trato durante aquellos años, recuperando cartas de ambos —sobre todo de Pablo Serrano— y otros documentos de interés. El que se hayan conservado más documentos de Pablo Serrano obedece a que Miguel guardó con mayor cuidado sus papeles mientras que el escultor, debido a sus continuos cambios de domicilio, perdió parte de los suyos. Cuando Clemente Alonso Crespo se puso en contacto con él, solicitándole cartas u otra documentación que tuviera de Miguel mientras ordenaba el archivo de este, tras agradecerle las fotocopias de sus propias cartas al poeta que le envió, le escribía el 1 de junio de 1980:

 

 

            Lamentablemente no conservo nada de aquellas cartas y relación entrañable con Miguel Labordeta.

            Mis cambios de domicilio y ausencias de España extraviaron muchas cartas y documentos apreciados.[1]

 

            Solamente he podido ver por ello unas pocas cartas de Miguel en el archivo de Pablo Serrano. Aún así, se puede ensayar la reconstrucción de sus relaciones. La correspondencia gira en torno a unos cuantos acontecimientos y colaboraciones que permiten agruparlas. El primero de ellos parece ser el envío de una fotografía de su escultura del profeta Baruch acompañada de un poema de Washington Benavides, fechado en 1954: «Baruch». La breve carta es la siguiente:

 

Madrid 1-57

 

Querido Miguel:

 

Te mando el poema de Baruch.

Ya sabes que fue de los profetas menores.

Os recuerdo con todo afecto y agradecimiento a ti y a José Antonio

            Un abrazo

 

                                    Pablo

 

El poema, que lo aprenda nuestro amigo Pío, con otro abrazo para él.[2]

 

 

            En el Archivo de Miguel Labordeta se encuentran dos copias mecanografiadas del poema y una fotografía de la escultura de Serrano en yeso, que debieron formar del envío.[3] Como es sabido, el profeta Baruch —cuyo nombre quiere decir «El que bendice»— fue amigo y discípulo de Jeremías, con quien padeció destierro en Egipto y de quien apuntó sus profecías para transmitírselas al pueblo. En esta escultura expresionista se ha querido ver una proyección de la personalidad del escultor y por su expresividad conectaba bien con el tono profético de muchos de los poemas de Miguel de los años cincuenta. Quizás se deba a esto su interés por poseer una fotografía de la misma.

            Establecido su contacto —posiblemente con motivo de la exposición de Serrano en la Institución Fernando el Católico en 1957—, en el curso de aquel mismo año  debieron hablar de la posibilidad de que Pablo Serrano le hiciera un retrato a Miguel y varias de las cartas dan cuenta del proceso seguido desde su concepción a la fundición del mismo. A finales de marzo le escribía Serrano:

 

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Madrid 25-III-57

 

Querido Miguel:

            Hazme saber si tu otra cabeza de broma se encuentra en tu poder. Le encargué te la entregara al amigo Fausto Gondana (¿?) de las Pozas, después de ser muy comentada en Barcelona.

            Estaré una temporada acá en Madrid.

            Espero que el bronce te haya gustado.

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo[4]

 

            Parece que Miguel no había acusado recibo del poema sobre el profeta Baruch y unas semanas más tarde le volvía a escribir Serrano preguntándole a la vez que le mandaba prestada una antología de poesía:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 10-IV-57

 

Querido Miguel:

 

            No sé nada vuestro.

            ¿Recibiste el poema del Profeta?

            ¿Te gustó?

            Te mando esta antología que me envía Abril. Léela y por estar dedicada ruego me la remitas.

            Estoy en estos días con fuertes dolores neurálgicos de espalda y por la espalda este viento y frío de mis madriles, irracional que me lo trajo.

            Saludos a Río, a José Luis.

            Un abrazo

 

                                    Pablo[5]

 

            Los trabajos en la escultura del poeta avanzaban con paso firme y Miguel le remitió el importe de su trabajo que debían haber acordado antes:

 

Madrid 3 MAYO 57

 

Querido Miguel:

            Acabo de cobrar tu giro, pero eran 3.800 y mandas 4.000. ¿Las doscientas para qué? ¿Me harás tomarme un vaso de vino?

            La fundición creo que estará para fines de la otra semana.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Y otro para tu hermano.[6]

 

            Puntualmente, Serrano le indicó cómo avanzaba todo el proceso de fundición con una nueva carta:

 

[Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 22-V-57

 

Mi querido amigo Miguel:

 

            Recibí tu carta y ya di orden al fundidor.

            Dentro de 15 o 20 días tendrás tu cabeza.

            El importe me lo girarás en cuanto puedas, pues para que te resulte por ese precio, incluí ese trabajo con otro que ya le encargué yo.

            En cuanto al asunto de tu prima, esta es la dirección donde trabaja el pollo

 

AYAX S. A.

Av. Gral Rondeau 1907

 

            Lamento lo sucedido con el inspector en tu colegio y creo que ya con tu inteligencia lo habrás arreglado.

            En la primera quincena de junio realizo una exposición en Barcelona (Galería SYRA)

            Saludos y un abrazo

 

                                               Pablo[7]

 

            Este busto del poeta constituye hoy una de las imágenes más difundidas del poeta. Es uno de los conocidos retratos del escultor que durante aquellos años interpretó a diferentes personajes del mundo empresarial, político y cultural de España, creando una verdadera galería de retratos, que recuerdan en cierto modo en ocasiones a los ideados por Daumier, pero sin resaltar aspectos caricaturescos negativos, buscando más bien expresar lo que consideraba esencial del personaje retratado.      

            Sus relaciones no podían ser mejores y Pablo Serrano no dejó de felicitarle las navidades acabando 1958 como manifiesta una pequeña tarjeta:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR][8]

 

A Miguel desea un feliz año 1959 su amigo Pablo.

 

            Un nuevo evento cultural llevó al escultor a escribirle al poeta, para consultarle sobre la oportunidad de participar o no en una exposición que se estaba organizando y a la que había sido invitado por el pintor Pepe Orús:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

            El pintor Orús, parece que con Radio de Zaragoza, ha organizado una exposición de Arte Abstracto de Aragoneses. Al efecto de obtener mi participación, me llamó el otro día por teléfono.

            Te ruego me digas algo al respecto, pues si bien en principio me negué a participar, porque pienso que esto era una tontería del amigo Viola, me insistió ayer sobre esta conveniencia para «remover el ambiente»

            Dime rápidamente algo sobre esto.

            Por intermedio de ORUS te envío también un cliché. Por favor, no me lo pierdas.

            Recibe un cordial abrazo

 

                                                           Pablo[9]

 

            No he podido precisar con más datos la ubicación de esta carta y si se produjo o no su colaboración en la exposición mencionada. Entretanto se hizo pública una convocatoria para realizar un monumento a Goya en Zaragoza promovida por el Banco Zaragozano, que conmemoraba así su cincuenta aniversario. Se retomaba un fallido proyecto de 1946, haciéndose eco de las quejas de Julián Gállego en la sección de «Las Artes y las Letras» de Heraldo de Aragón, el 29 de enero de 1959. En su artículo lamentaba Gállego que Zaragoza careciera de un monumento dedicado a su más eximio pintor, situación que no ocurriría en ninguna ciudad que contara con un artista semejante.[10] Serrano le envió esta carta sin fecha a Miguel, que denota nuevamente que era persona de su confianza para saber qué ocurría en el mundo cultural zaragozano:

 

Querido amigo Miguel:

 

            Después de tanto tiempo te envío un abrazo.

            ¿Qué hay de tu poética y de tu broncínea cabeza?

            ¿Quieres darme alguna noticia sobre el concurso para el monumento a Goya que sale del Banco Zaragozano y que se ha publicado en los diarios?

            Firma Gumersindo Claramunt Pastor. Quizás tengas algún amigo dentro de la comisión organizadora y podrías enterarse si tienen cabida las esculturas modernas (mal llamadas así).

            Recibe un cordial abrazo

 

                                               Pablo

 

            Me acuerdo de tu colegio pues da la casualidad que tengo el encargo de un Santo Tomás.

 

 

            La respuesta de Miguel es la primera carta suya que he podido encontrar entre la documentación de Pablo Serrano:

 

1-5-59

 

            Amigo Serrano: recibí tu carta, que como siempre que viene algo tuyo, me alegró enormemente.

            Del asunto del monumento a Goya, mi hermano habló con Claramunt (hijo) que es uno de los «mandamases» en este asunto (su padre es el presidente del Consejo de Banco Zaragozano) y dijo que no habría ningún inconveniente en cosas modernas y dio toda serie de facilidades verbales.

            Mi impresión es que este premio debe estar en principio dirigido hacia algún arquitecto.

            Ha salido potente y te envío unos recortes para que te enteres.

            Creo que debes presentarte, por encima de todo, tienes muy buen ambiente; eso sí, deberías echar mano de tus amistades oficiales: Zubiri, Gobernador, Solano, Serrano Montalvo, etc., etc.

            Yo por mi parte haré todo lo posible junto a los Claramunt (mi hermano es amigo del hijo).

            Hablé con el crítico Torralba, que está de profesor en mi colegio y me dijo que hay un viejo proyecto arrinconado, obra del arquitecto Páramo y con esculturas del fallecido Bueno; y que, en tiempos, se había hablado de ti, para reemplazar a este escultor. ¿Sabes tú algo de eso?

            Puedes ponerte en contacto con este arquitecto, si te interesa. Esperamos algo bueno de ti

 

                        Un abrazo

 

                                                           Miguel[11]

 

 

            El asunto, en efecto, había ocupado bastante espacio en los periódicos zaragozanos durante los días del mes de abril. Heraldo de Aragón, por ejemplo, recogió diferentes opiniones y documentos al respecto los días 21, 23 y 29 de abril. Pablo Serrano concurrió finalmente al concurso con un proyecto elaborado con el arquitecto Miguel Fisac, con quien venía colaborando al igual que con otros arquitectos, buscando una convergencia de artes.[12] Pero las noticias de las dificultades que iba a encontrar no tardaron en llegar tal como le contaba a Miguel en junio:

 

            [Pablo Serrano Aguilar]

 

Madrid 27 de Junio de 1959

 

Querido Miguel:

 

            Estamos terminando con el proyecto, es sencillo, pero creo de interés y que si tenemos suerte de que esos nos lo den, puede mejorarse en detalles interesantes. Por la memoria, si te animas a leerla (supongo todo se expondrá) creo te gustará.

            Pero da la mala pata, que han nombrado de jurado a un gran enemigo personal mío, que es el viejo escultor Comendador, quien me ha atacado públicamente y yo le he combatido a las manifestaciones que se permitió publicar en un diario, diciendo «el arte abstracto es arte de mediocres, etc.»… es vengativo, y sé que aprovechará cualquier cosa para denigrarme.[13]

            En fin, aunque no ganáramos el Arquitecto Miguel Fisac y yo, el trabajo, creo haber cumplido como buen aragonés a esta llamada de honrar a nuestro gran Goya. Él en vida, también sufrió. Ya me dirás, si te gusta el detalle de su cabeza y su boceto de la figura, que está creada dentro de una gran unidad de forma compacta.

            Esta figura calculamos que sería de tres metros y medio en bronce y surge como un pequeño montículo de tierra árida. Sus manos y cabeza, fuertemente expresivas, en su izquierda la paleta, todo él en actitud de avance.

            Un dado o cubo recuerda la pureza de las formas geométricas y sobre él y en bronce, una forma que recordará sus pinturas de brujas y aquelarres, las pinturas negras que le dieron fama universal. El Dado, está sobre un pequeño estanque de agua y esta agua en colores cambiantes de noche, surgirá como en ebullición, no tranquila, sino a borbotones, eso es todo.[14]

 

 

            Se enfrentaban dos maneras de entender el arte escultórico y se cruzaban intereses bien diversos. Los peores augurios se cumplieron cuando se falló el concurso dejándolo desierto y se le adjudicó la realización del monumento al escultor catalán Federico Marés, quien ya había trabajado antes para el Banco Zaragozano en su sede madrileña. Tanto la elección como después el monumento cuando se inauguró el 8 de octubre de 1960 suscitaron cierta polémica en la ciudad. En el acto de inauguración, el presidente del Banco Zaragozano, Gumersindo Claramunt Pastor, hizo entrega del monumento al alcalde de la ciudad, el señor Gómez Laguna. Un poco después era proclamada reina de las fiestas la hija del señor Claramunt.

            Miguel le escribió irritado una expresiva tarjeta a Pablo, solidarizándose con él, pero no quedándose en la mera lamentación sino disponiéndose a reparar en la medida de sus fuerzas la injusticia cometida con el amigo:

 

[Miguel Labordeta]  20-11-59

 

            Amigo Serrano: con lo del monumento a Goya se te ha hecho una verdadera «marranada» propia de los cretinos que han organizado todo esto.

            Voy a publicar un boletín literario, y Torralba va a hablar de ti, como te mereces, como el primer escultor de España y de muchos sitios más: en otros artículos hablaré también de los del Paso, etc.

            ¿Serás tan amable de enviarme dibujos tuyos o fotografías de esas tuyas? Si además me envías algún escrito sobre arte, etc. mejor que mejor.

            Quiero pues tu colaboración, que en tu tierra no todos son unos matracos, como los del Banco y tal.

            Un abrazo

 

                        Miguel

 

            Miguel Labordeta estaba madurando la idea de crear su propia revista, que acabaría dando lugar a Despacho literario, publicada no mucho después y en la que el escultor turolense tuvo un lugar relevante. Serrano contestó agradecido el gesto del amigo que se proponía además reivindicar su nombre entre sus paisanos:

 

Querido Miguel:

            Me han conmovido tus palabras y te agradezco los ofrecimientos.

            Solamente así, en solidaridad se afianza la amistad.

            Te enviaré fotos de las últimas obras y planteamientos en los que estoy.

            Primero es mejor aceptar el ofrecimiento de Torralba a quien desde ya le agradezco su amabilidad.

            Que ese boletín sea todo un hecho.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

                                                                       2-XII-59[15]

 

            No faltó tampoco este año la felicitación navideña de Pablo Serrano a Miguel; a la vez que respondía a la petición de uno de sus clichés fotográficos, le decía:

 

[PABLO SERRANO]

 

            Querido Miguel: recibí tu tarjeta. ¿Quieres decirme que cliché es el que quieres de mi retrato? ¿El que está en el libro tan grande? Me parece excesivo.

            Contéstame enseguida porque creo que tendré que salir de viaje muy pronto.

            Un abrazo

 

                                   Pablo

 

            Feliz año 60[16]

 

            Las siguientes cartas tienen que ver con la puesta en marcha de Despacho literario, para la que le pidió más clichés fotográficos para ilustrar los artículos sobre su escultura, que incluyó en su primer número.  Serrano se los envió pronto:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR]

 

Querido Miguel,

 

            Hoy mismo te envío los clichés que me pides. Te ruego una vez los hayas usado, el que me los devuelvas.

            La dirección de Cirlot, es Herzegovina, 33. Barcelona, 6.

            Con él estoy trabajando y me sigue los pasos admirablemente. Ha escrito un artículo para Papeles de Son Armadans que es la continuación y resumen de lo escrito hasta la fecha.

            Creo que esto sí podrías darlo. Sin que estorve [sic] tu idea.

            En fin, haces lo que quieras, que bien hecho estará.

            He recibido carta de Cueto; me da pena su situación, la misma de siempre ¿no? Me ha pedido un dibujo para venderlo. ¿Crees que debo enviárselo? Yo con mucho gusto lo hago, pero necesito tu consejo (particular). También, el que le oriente sobre la manera de dar algún recital en América y para esto creo que no voy a poder servirle, por la sencilla razón que no veo una manera tan fácil. No dejaré sin embargo que [sic] atento por si algo fuera posible.

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

            No me hables «del Paso», pues mucho hice por ellos en un principio. Esto ha sido una maniobra de uno de ellos para su provecho solamente. Esta agrupación, ya no existe. Se ha deshecho por la sencilla razón que no había una determinada tendencia,  sino la defensa de unos pequeños intereses comerciales.

No creo que te convenga el nombrarlo. Ya pasó su momento. Si te refieres a algo, creo mejor que debes referirte a personas concretamente.[17]

 

            Juan Eduardo Cirlot estaba escribiendo un libro sobre la obra escultórica de Serrano, que completaron varios artículos en revistas y periódicos, entre ellos el incluido en Despacho literario, que seguramente le pidió utilizando la dirección que le proporcionó Pablo Serrano en esta carta. En cuanto al rapsoda Pío Fernández Cueto hay que recordar que sobrevivía malamente de su trabajo y recurrió con frecuencia a la solidaridad de sus amigos. Ante el descuido de Miguel, que no acusó recibo del envío de los clichés, Serrano le mandó está nota en una tarjeta:

 

Miguel:

            Dime si has recibido los clichés porque ya hace muchos días que se enviaron

 

                                                                                                          Pablo[18]

 

            En 1960, los empeños  editoriales de Miguel se centraron en impulsar su revista Despacho literario de la oficina poética internacional, que compareció, por primera vez «en Zaragoza por Tauro hacia 1960».[19] De tamaño tabloide, desde su primera página otorgó a Pablo Serrano un gran protagonismo reproduciendo una de sus esculturas de hierro. Pero sobre todo le dedicó las páginas once y doce con sendos artículos de Juan Eduardo Cirlot —«La plástica del espacio»— y Federico Torralba, «Un escultor universal». Era el acto de desagravio ante sus paisanos que el poeta le había ofrecido al escultor a raíz del fallido concurso goyesco.

            Ilustrado el primer artículo con una nueva escultura de hierro y con un dibujo, Cirlot reflexionaba sobre cómo Serrano desde 1956 venía analizando el espacio en sus esculturas, lo que dio lugar a series de dibujos y esculturas con esta problemática, logrando plasmar contrastes entre exterior-interior, la ausencia y otros importantes asuntos de alcance simbólico que constituyen el meollo de su obra de madurez.

            Federico Torralba, por su lado, reivindicaba Aragón como tierra de arte y artistas pero que debían elegir el camino de la diáspora para hacerse valer y valorar. Y en esta línea había que situar a Pablo Serrano que salió de un pueblecito aragonés, Crivillén, haciéndose un nombre en América antes de regresar, exponiendo en la Institución Fernando el Católico en 1957:

 

            Se siente contento y feliz entre los suyos, casi como un niño se entusiasma recordando a Goya, y pensando en su monumento —un monumento «goyesco» y no «goyista»— frecuenta tertulias, parientes y amigos, hace algunas obras y se marcha de su tierra con las manos vacías, un poco desalentado, empujado por el frío viento de una incierta primavera, quizás pensando no volver más.

 

            Torralba aludía así con exquisita elegancia al reciente fracaso de su proyecto de monumento a Goya, pasando a continuación a mostrar su maestría, glosando su dominio de la técnica y de las formas, incluso cuando las deformaba en sus retratos. Dominaba el escultor la realidad, transformándola. Continuaba así la mejor tradición universal aragonesa dentro la cual ubicaba su obra.

            Serrano se encontró con la grata sorpresa de este homenaje unos meses después cuando volvió de un viaje a Italia y pudo leer este número de la revista que le impactó de veras en lo más hondo:

 

[PABLO SERRANO]

 

Querido Miguel:

 

            A mi regreso de ITALIA (Venecia) me encuentro con tu «tridimensional» DESPACHO LITERARIO.— ¡Formidable! Pero ha debido ser un impacto como el «SPUKNIK» en la calcinada ZARAGOZA que por tus desvelos volverá a ser AUGUSTA.

            A Federico, mi reconocido sonrojo por su artículo. Que cuando venga a Madrid, me llame.

            Envíame si es posible a pagar 5 ejemplares.— Envía a la librería BUCHOLZ – Av. Calvo Sotelo, 3

 

            Recibe un fuerte abrazo

 

                                                           Pablo

 

                                    M. 4-Julio 60[20]

 

            La vindicación del amigo largamente meditada y preparada alcanzaba así su culminación. Su queja solidaria ante lo que consideró una injusticia no se quedó en un simple lamentarse sino que llevó a cabo la promesa que le había hecho de reivindicarlo ante los zaragozanos para que comprendiera que no toda la ciudad estaba llena solamente de matracos.

            La revista Papageno, que dirigía y financiaba Julio Antonio Gómez, dedicó su segundo y último número en el invierno de 1960 a la publicación de la obra teatral de Miguel Oficina de horizonte, precedida del artículo de Julio Antonio Gómez «Un poema puesto en pie», donde mencionaba que, en contra de la opinión general,  la revista comparecía de nuevo —su primer número había sido publicado en la ya lejana primavera de 1958— y lo hacía para dar a conocer la obra «excepcional» de Miguel. Excepcional porque en ella estaba sintetizado todo su mundo:

 

            En efecto: todo el mundo fabuloso del poeta inventor, todos los hermosos galimatías absurdos o soñados —universo quimérico o real, quién sabe— están en la obra, la constituyen y a ellos habremos de remitirnos cuando deseemos conocer a uno y a otra. Miguel Labordeta, en esa Oficina Poética Internacional […], con cada uno y hasta el fin de todos sus fantasmas, es Miguel Labordeta. Miguel Labordeta es también el ángel Ángel que —al unísono con el monstruoso insecto de Kafka— desea ocupar su lugar de poeta en un mundo donde los poetas son insectos monstruosos. Miguel Labordeta, por fin, es todo ese aliento, ese inquietante e inquietado temblor del drama que, a nuestro juicio, en ninguno de sus libros anteriores logró alcanzar.

 

            Pues bien, Miguel, complacido sin duda con la cuidada edición de su drama, se la envió a Serrano y este le contestó en estos términos:

 

[PABLO SERRANO AGUILAR

 AV. DEL GENERALÍSIMO, 51 MADRID-16]

 

 

Querido Miguel:

 

            Gracias por tu envío de PAPAGENO, Oficina de Horizonte es realmente estupenda.

            La di a estudiar y leer a Josefina Pedreño, directora de Dido, y estamos viendo la forma de llevarla a la representación acá.

            Esto sería labor de el [sic] «Taller Libre de las Artes», entidad que fundé acá y que marcha muy bien entre los estudiantes.

            Josefina es una gran mujer que desea ponerse en contacto personal o por carta contigo para hablar de esta posibilidad, creo que con actores de acá.

            Ella después de esta carta te escribirá.

            Lo mejor sería que te hicieras un viaje. ¿Qué te cuesta?

 

            Señas de Josefina Pedreño

 

                                               Martínez Campo, 19

                                                           Madrid

 

            Un abrazo

 

                                   Pablo.[21]

 

            No tengo noticias de que Miguel enviara el drama y no parece que, finalmente, el teatro Dido llevara a cabo este montaje. Oficina de Horizonte debió esperar hasta 1977 para subir por segunda vez a los escenarios tras su estreno en otoño de 1955. La amistad entre Miguel Labordeta y Pablo Serrano continuó hasta la repentina muerte del primero, que le conmovió profundamente. Entretanto había establecido también una profunda amistad con su hermano José Antonio, que merece ser también recordada y contada. Serrano se sumó a los actos de despedida del amigo muerto con un poema necrológico que constituye una reivindicación inequívoca de su poesía proyectándola hacia el futuro y que bien puede servir de cierre a este breve recordatorio de su amistad: «Ya despiertan, Miguel».[22] Del poema hay al menos tres versiones en su archivo, que necesitarían ser analizadas, pero aquí transcribo tan solo la copia escrita con pluma existente en el Archivo de Miguel Labordeta y que debieron agregar sus hermanos José Antonio y Donato:

 

 

Tú, Miguel.

Bocabajo. Desde arriba.

Desde tu Oficina de Horizonte.

Desde Sumido.

¡Ahora! Empuja, desde el bronce que te vi yo desde mucho antes de esto.

Desde ti cajón de sándalo, empuja ahora.

Empiezan a oírte los sordos, los de siempre,

los hijos de….

¡Ahora! ¡Ahora! Empuja, empuja desde el otro muro.

Ya se inquietan, ya empiezan a oír tu voz antigua.

Aquella que se anudó en tu garganta y se volvió bronca.

Dales en la cabeza de sesos vacíos con tu cajón

de pino de tercera.

Desde tu oficina de carne quieta.

¡Vives! ¡Vives! Ahora estás vivo. Más que antes,

porque tú empujas fuerte.

Ahora te oyen. Vienes de morirte.

Tú, muerto, retiemblas en las manos de ellos.

Ahora despiertan, oyen.

Ya escriben en las pizarras ¡TÚ, MIGUEL!

 

                                   Pablo Serrano

 

                                                                       14/ XI / 69.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Original en el Archivo de Miguel Labordeta (Universidad de Zaragoza), nº 28. En adelante AML.

 

 

[2] Original en AML.

Fotocopia en Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957, nº 2.

 

[3] Original AML: fotografía de la escultura extraída de uno de sus catálogos  y dos copias mecanografiadas del largo poema. La escultura hoy forma parte de la colección de Renfe.

 

[4] Original en AML.

 

[5] AML.

 

[6] AML.

 

[7] AML.

 

[8] Tarjeta. AML.

 

[9] AML.

 

[10] Sobre los avatares del monumento a Goya en Zaragoza, véase, Ana Ara Fernández, «Por fin un monumento a Goya en Zaragoza», Boletín del Museo e Instituto Camón Aznar, XCVI, 2006, pp. 35-57.

[11] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 1 (1956-1957), nº 4, 1959. Con orla de luto y membrete de Santo Tomás de Aquino. En la parte superior añadía:  «Supongo tienes las bases, que salieron en los periódicos»

 

[12] Ana Ara Fernández, «Pablo Serrano: el anhelo de un arte unitario», Archivo Español de Arte, LXXX, nº 320, octubre-diciembre 2007, pp. 411-422.

 

[13] Debe referirse al escultor Enrique Pérez Comendador (1900-1981) perteneciente a la escuela sevillana de escultura, aunque de origen extremeño. De gustos complemente académicos y clásicos pasó años en Italia y fue profesor de modelado y composición escultórica en la Escuela de Bellas Artes de la Academia de san Fernando.

 

[14] AML.

[15] AML.

 

[16] AML. «Feliz año 60» escrito a pluma como la firma.

 

[17] No obstante en el AML se encuentra un manifiesto del Paso enviado por Serrano.

 

[18] AML; escrito en un sobre.

 

[19] En su página cuatro se anunciaba la colección Papageno donde figuraba ya Al oeste del lago Kiwú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, libro de poemas de Julio Antonio Gómez. Y entre los libros en preparación se contaban: Oficina de Horizonte (tragicomedia de Miguel Labordeta) y Epilírica (poemas), del mismo.

[20] AML.

 

[21] AML.

 

[22] Archivo Pablo Serrano  (IAACC Pablo Serrano). Correspondencia Caja 24, nº 34: a. Cuartilla fechada 13/XI/69 «A Miguel Labordeta» Serrano; b. Fotocopia de la anterior. c. Folio fechado el 13/XI/ 69; d. Fotocopia del folio anterior. e. Folio fechado el 14/IX/ 69 con variantes importantes. f. Fotocopia de la anterior

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Rubio Jiménez

María Moliner (1900-1981) es ampliamente conocida por ser la autora del Diccionario de uso del español, una obra ingente y fundamental en la Lexicografía española de la segunda mitad del siglo xx, que empezó a elaborar cumplidos los cincuenta. Aquí presentaremos a la María Moliner anterior, la de los años 30, la que tuvo un papel muy activo y fundamental en la difusión de la cultura, la bibliotecaria, la que impulsó un Plan Nacional de Bibliotecas durante la Segunda República, la que fue delegada del Patronato de Misiones Pedagógicas en Valencia.

 

Años de formación humana e intelectual

La contribución intelectual de María Moliner no puede entenderse sin conocer sus orígenes, su infancia y adolescencia, y su juventud. Nació en Paniza (Zaragoza) en el seno de una familia acomodada el 30 de marzo de 1900, en plena época del Regeneracionismo, cuando los españoles empezaban a tomar conciencia del atraso que sufría el país respecto a los vecinos europeos. En 1904 la familia se trasladó a Madrid y, en 1912, su padre, médico de la Marina en aquel entonces, se embarcó rumbo a Argentina, de donde jamás regresó. La desaparición del padre a tan temprana edad fue uno de los hechos que más marcaron el carácter y la trayectoria posterior de María Moliner, convirtiéndola en una persona sumamente responsable, voluntariosa y decidida: ante la difícil situación en que se encontró su madre —sola, sin oficio ni beneficio y con tres hijos que criar—, María se ofreció para estudiar por su cuenta, para no ser una carga, y empezó a dar clases particulares en cuanto pudo para contribuir al sostén económico de la familia.

En aquellos mismos años (1910-1913), María estudió, a veces por libre, en la Institución Libre de Enseñanza (ile), una institución que se consideraba elitista, más en lo intelectual que en lo económico. La influencia de esta institución y de sus profesores en la trayectoria intelectual y profesional de María Moliner fue notable, en particular la de Manuel Pedro Bartolomé Cossío —padre intelectual de María Moliner— y Américo Castro. En la ile María Moliner pudo dar lo mejor de sí, alcanzar la excelencia intelectual y sentar las bases de unos valores capitales en su formación humana y académica que la acompañarían a lo largo de toda su vida. En aquellos años no imaginaba, como veremos más adelante, que a partir de 1930 su vocación y su talento estarían al servicio de las Misiones Pedagógicas, proyecto del que Manuel B. Cossío había sido el principal impulsor.

La difícil situación económica de la familia propició el regreso a Zaragoza, en cuya universidad María estudió Filosofía y Letras, especialidad de Historia, y donde se licenció, en 1921, con sobresaliente y premio extraordinario. Al año siguiente empezó a preparar oposiciones al Cuerpo Facultativo de Archiveros, Bibliotecarios y Arqueólogos, al tiempo que ampliaba estudios de Latín, Bibliografía y Pedagogía, siempre anhelando satisfacer su sed de saber. Su primer destino como bibliotecaria lo obtuvo en el Archivo de Simancas (Valladolid), donde sólo estuvo un año, pues —de nuevo por razones familiares— solicitó el traslado a Murcia. Pero sus inquietudes intelectuales no iban a verse satisfechas con ese puesto de trabajo, muy administrativo y poco creativo. En febrero de 1924, tan sólo dos meses después de tomar posesión de su nuevo destino como archivera, logró vincularse a la Universidad de Murcia, al ser nombrada ayudante en la Facultad de Filosofía, trabajo que compaginaba con sus obligaciones en el Archivo de la Delegación de Hacienda. Cabe resaltar que fue la primera mujer que se incorporó a esta universidad, y la Junta de la Facultad hizo hincapié en que entraba «por sus méritos» y que le mostraba su «alta estima» al recibirla.

En Murcia conoció al que iba a ser su marido y padre de sus hijos, Fernando Ramón Ferrando, catedrático de Física. Durante el curso 1929-1930 este obtuvo la cátedra de Física en la Universidad de Valencia y toda la familia Ramón-Moliner se trasladó a la capital del Turia, adonde María había solicitado el traslado al Archivo de la Delegación Provincial de Hacienda.

María Moliner fue, por tanto, coetánea de mujeres que han pasado a la historia por su lucha feminista y por su defensa de los derechos de las mujeres —Clara Campoamor, Victoria Kent, Margarita Nelken—, y también de mujeres artistas o deportistas que se hicieron famosas y ayudaron a visibilizar a la mujer española —Maruja Mallo, Lili Álvarez—, en una época en que, por tradición, la sociedad española reservaba a la mujer un papel relegado al ámbito doméstico. Asimismo, también fue contemporánea de mujeres que sintieron la llamada de la lucha miliciana a raíz del estallido de la Guerra Civil española, como Rosario Sánchez Mora. Igualmente lo fue de Pilar Primo de Rivera y de su obra, la Sección Femenina, que atrajo a tantas mujeres desde 1934 y durante el franquismo. Y, por otra parte, muchas de las mujeres de su época optaron por dedicarse exclusivamente al hogar y a la familia.

No obstante, la biografía de María Moliner, marcada por su infancia y adolescencia, nos muestra a una mujer que no fue como ninguna de ellas, ni siguió ninguno de estos caminos: a pesar de las adversidades que la vida le deparó, encontró un modo distinto de ser mujer y madre, al tiempo que bibliotecaria e intelectual, con una profunda preocupación social y humana, sin perder nunca su modo de estar en el mundo, discreto y silencioso, pero enormemente productivo, sin renunciar a nada, ejerciendo en plenitud su destino de mujer. Sin ser feminista, fue un ejemplo para muchas feministas.

Así pues, en los primeros años de su vida en Valencia, María Moliner y su marido tuvieron la oportunidad de compartir amistad y todas sus inquietudes intelectuales con otras personas del mundo académico valenciano, personas de talante liberal y avanzado como ellos y, en particular, con un grupo de matrimonios con anhelos regeneracionistas similares a los suyos, que, en palabras de la historiadora Inmaculada de la Fuente, «querían un colegio distinto para sus hijos y sentían la necesidad de introducir las nuevas pedagogías de la enseñanza». Con este grupo de amigos impulsaron y fundaron la Escuela Cossío, nombre escogido en memoria del célebre pedagogo, Manuel P. Bartolomé Cossío.

Las etapas de gestación, fundación, promoción y puesta en marcha de la Escuela Cossío en Valencia fueron, sin duda, uno de los períodos más fructíferos de la vida intelectual y laboral de María Moliner. La materialización de este sueño por parte del matrimonio Ramón-Moliner —junto con los matrimonios amigos que participaron en el proyecto— sirvió, de entrada, para que sus hijos recibieran la educación de calidad que sus padres deseaban, siguiendo la estela de la ile y la pedagogía que allí María había aprendido.


La Segunda República y las Misiones Pedagógicas

La llegada de la Segunda República fue una oportunidad para María Moliner, que ya estaba muy comprometida y concienciada socialmente, especialmente en lo relativo a la educación y la cultura. En cierto modo, con la concepción y puesta en marcha de la escuela en Valencia, en el curso 1930-1931, María Moliner ―junto con su marido y su grupo de amigos― contribuyó al despertar de la sociedad española, que cristalizaría con la proclamación de la Segunda República el 14 de abril de 1931. Este entorno favoreció que María Moliner pudiera seguir dando lo mejor de sí y fuera alimentando sus inquietudes intelectuales y, sobre todo, sociales y educativas.

Y precisamente el haber promovido y fundado la Escuela Cossío en Valencia facilitó que María Moliner entrara en contacto con uno de los grandes proyectos del Gobierno republicano, en el que ella participaría de forma muy activa: las Misiones Pedagógicas, creadas el 29 de mayo de 1931 y dependientes del Ministerio de Instrucción Pública y Bellas Artes. Esta fecha tan temprana respecto a la proclamación de la Segunda República —mes y medio después— muestra la importancia que el nuevo Gobierno republicano otorgaba a la cultura y a la regeneración del pueblo español.

Encontramos los antecedentes de las Misiones Pedagógicas en el año 1881, cuando Giner de los Ríos y Manuel B. Cossío solicitaron al ministro de Fomento del primer Gobierno de Sagasta la creación de «misiones ambulantes», para llevar a los mejores maestros a zonas rurales más apartadas. La idea era enviarlos, en grupos de dos o tres, a modo de «misioneros», para que en las principales localidades reuniesen a los maestros rurales y les explicaran de forma práctica qué era lo que en las condiciones de entonces podrían hacer con objeto de mejorar la enseñanza. Más adelante, en 1912, se promovieron algunas experiencias, que ya se denominaron «misiones pedagógicas», para llenar el vacío intelectual y social con que frecuentemente trabajaban los maestros en las aldeas.

El Gobierno republicano sintió rápidamente la necesidad de trabajar para la población de las zonas rurales y retomó la antigua aspiración de Giner y Cossío: encomendó entonces a Cossío la presidencia del Patronato de Misiones Pedagógicas, organismo al que éste se dedicó en cuerpo y alma hasta su fallecimiento en 1935.

Era cuestión de tiempo que María Moliner se sintiera atraída por el flamante proyecto de las Misiones Pedagógicas, máxime cuando estaba presidido por el que fue su principal maestro. En agosto de ese mismo año, María integró la Delegación Valenciana de las Misiones Pedagógicas, con responsabilidades gestoras, entre otras. Y en enero de 1932 inició su colaboración con las Misiones Pedagógicas, que durarían hasta 1936.

María Moliner hacía suyas las palabras del profesor Cossío cuando explicaba cuál era el propósito de las Misiones: «despertar el afán de leer en los que no lo sienten, pues sólo cuando todo español no sólo sepa leer —que es bastante—, sino que tenga ansia de leer, de gozar y divertirse, sí, divertirse leyendo, habrá una nueva España». Hay que tener en cuenta que en 1931 apenas había bibliotecas públicas en España y que ninguna escuela rural tenía libros infantiles. La Segunda República realizó un esfuerzo importante por terminar con las desigualdades entre el campo y la ciudad, y lo intentó de la mano de las Misiones Pedagógicas y de la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, de la que hablaremos más adelante.

El mundo de la lectura y de las bibliotecas experimentó con todo ello una gran transformación. Se empezó a entender que el papel de los bibliotecarios debía cambiar: el bibliotecario clásico era aquel que buscaba preservar los libros y trabajar para sesudos especialistas; en cambio, el bibliotecario de la Segunda República —como María Moliner— buscaba trabajar para el público en general y para los más desfavorecidos en particular. Su afán, como el del maestro Cossío, consistía en despertar el gusto por la lectura a los que no lo habían conocido, acercar la cultura a los que vivían alejados de las grandes ciudades y, en definitiva, abrir las bibliotecas a la gente, dejando que la luz del día desempolvara los ejemplares. María Moliner deseaba una biblioteca viva, útil y lúdica.

En 1933, María Moliner fue nombrada vicepresidenta de Misiones en Valencia, y como tal propició el desarrollo de las bibliotecas rurales, tarea que compatibilizó con su trabajo en el Archivo de la Delegación de Hacienda y con su faceta de madre y esposa.

En 1934, promovió asimismo la creación de una biblioteca popular en la ciudad de Valencia. Pese a ser una idea suya, en la que trabajó con ahínco, no fue nombrada directora de la misma. Lejos de desanimarse, siempre voluntariosa, presentó otro proyecto, aún más ambicioso: la creación de una Biblioteca-Escuela, también en Valencia, pensada como central de coordinación y distribución de fondos para las pequeñas bibliotecas rurales. El proyecto salió adelante, y la energía incombustible de María Moliner se puso al servicio de los ideales que el maestro Cossío le había transmitido.

Como miembro colaborador de las Misiones Pedagógicas en Valencia realizó numerosas inspecciones a distintas bibliotecas diseminadas por la provincia de Valencia. Varios informes de estas inspecciones se conservan en el Archivo General de la Administración. La experiencia acumulada en los centenares de visitas que realizó le permitió hacer una radiografía muy nítida de la situación de la lectura y de las bibliotecas rurales, y pudo verter buena parte de ello en el II Congreso Internacional de Bibliotecas y Bibliografía ―inaugurado por el filósofo José Ortega y Gasset―, que tuvo lugar en Madrid y Barcelona, del 20 al 30 de mayo de 1935, donde presentó la comunicación titulada «Bibliotecas rurales y redes de bibliotecas en España», y de cuyo Comité Organizador formó parte.

Dichos informes de inspección son una de las fuentes principales para conocer la labor de difusión de la lectura que llevó a cabo María Moliner durante la Segunda República. El interés principal de los informes de estas visitas estriba en el hecho de que son textos redactados personalmente por María Moliner. Son textos breves con un esquema común en cuanto a las cuestiones observadas y comentadas en cada una de las inspecciones, pero en absoluto son los clásicos informes administrativos, fríos y estandarizados. Destilan toda la humanidad y toda la sensibilidad de María Moliner, algo que el propio funcionamiento de las Misiones Pedagógicas permitía. La iniciativa de las Misiones Pedagógicas fue fundamentalmente fruto del entusiasmo de unas pocas personas y este espíritu inicial quedó plasmado en varios aspectos: sin normas ni modelos, se nutría de jóvenes intelectuales, artistas, escritores, pero también de maestros e inspectores de enseñanza primaria, personas, en definitiva, que compartían el ideal del maestro Cossío de crecimiento espiritual y cultural de los niños y de los habitantes de las zonas rurales. Hubo un núcleo de colaboradores que participaron regularmente —como es el caso de María Moliner—, pero muchos eran voluntarios y colaboradores puntuales. El funcionamiento era, pues, bastante carismático y permitía que cada cual se dedicase a aquello que mejor sabía hacer.

Aquellas bibliotecas eran sólo un estante, o un cajón, o una caja, a lo sumo un armario. Nada que ver con la imagen que nos viene a la mente cuando pensamos en el concepto de biblioteca, que identificamos espontáneamente con una gran sala abarrotada de libros, ordenados de manera sistemática. Ello confirma la necesidad que los impulsores e integrantes de las Misiones Pedagógicas habían detectado en las zonas rurales de la Península, en cuanto a lectura se refiere, puesto que unos pocos libros iban a llenar el vacío existente. Y al mismo tiempo es la prueba de que la cultura no es una cuestión de cantidad, sino de oportunidad y de adecuación, puesto que de lo que se trataba era de despertar el gusto por la lectura. Si conseguían que un solo niño o niña conociera el placer de la lectura, su entusiasmo contagiaría fácilmente a sus padres y hermanos. Y de este modo, como guijarro lanzado a un estanque, cada uno de estos libros, en manos de algún niño o niña del pueblo, con el acompañamiento adecuado del maestro o del bibliotecario, tendría el efecto de una onda expansiva.

Fueron años de gran productividad y de incansable actividad, años en los que María Moliner era conocida como «la muchacha del jersey verde». Como ella misma diría: «Me hacía gracia lo de muchacha, cuando ya pasaba de los treinta y había tenido a mis cuatro hijos». Esta intensa labor de la Segunda República se ve reflejada en las cifras: en 1935 se habían creado más de 5.000 bibliotecas, que, en los dos primeros años tuvieron 467.775 lectores, de los cuales 269.325 fueron niños (esto es, el 57%). Y el número total de obras leídas en el mismo período fue de 2.196.495. En ese mismo período se creó también la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros, en la que María Moliner participó activamente. Desde su puesto al frente de la Delegación de las Misiones Pedagógicas en Valencia llegó a organizar una red bibliotecaria a partir de las ciento quince bibliotecas establecidas por la Misiones, con una central en Valencia, que se encargaba de coordinar los servicios.

Poco después, en septiembre de 1936, en plena Guerra Civil, fue nombrada directora de la Biblioteca Universitaria y Provincial de Valencia, solicitada por el rector de la Universidad, el Dr. José Puche Álvarez —quien también había formado parte del grupo impulsor de la Escuela Cossío de Valencia—, pero a finales de 1937 tuvo que abandonar el puesto para ponerse al frente de la Oficina de Adquisición de Libros y Cambio Internacional de Publicaciones —que había sustituido desde el 5 de abril de 1937 a la Junta de Intercambio y Adquisición de Libros para Bibliotecas. Este organismo era el encargado de comprar libros para todas las bibliotecas españolas: escolares, públicas, de colonias y de institutos, especialmente los Institutos para Obreros, que, por primera vez, daban la oportunidad de estudiar a jóvenes de la clase trabajadora. En el año en que María Moliner estuvo trabajando como directora, la Oficina gastó casi siete millones de pesetas en la compra de cuatrocientos treinta y tres mil volúmenes.

 

El Prólogo a las Instrucciones

Sin embargo, aún le quedaba mucho camino por recorrer a María Moliner. Una de las mayores aportaciones que hizo a la difusión de la lectura y de la cultura en la España de los años 30 fue, sin duda, la redacción de las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas, que la Sección de Bibliotecas del Consejo Central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico del Ministerio de Instrucción Pública, publicó en Valencia, en 1937, omitiendo la autoría.

Las Instrucciones para el servicio de pequeñas bibliotecas constan de un prólogo de dos páginas, seguido de cuarenta y siete páginas en las que María Moliner expone de forma clara y ordenada cómo debe crearse, organizarse y mantenerse una pequeña biblioteca rural. Las Instrucciones abordan los siguientes aspectos: instalación, operaciones con los libros, formación de catálogos, servicio al público y estadísticas, atención a los servicios de préstamos entre bibliotecas y lotes renovables, propaganda y extensión bibliotecaria, y operaciones de orden administrativo. En estas páginas queda reflejada toda la experiencia que había atesorado en sus múltiples visitas de inspección como «misionera» de Misiones Pedagógicas y, sobre todo, queda reflejada su incombustible vocación de difusión de la lectura y de la cultura. El resultado es un texto en el que los destinatarios están presentes de principio a fin, y en el que se da respuesta anticipadamente a todas aquellas dudas de método o de funcionamiento que les pudieran surgir. El texto está acompañado de abundantes dibujos para ilustrar mejor las explicaciones, dibujos que describen desde el mobiliario más adecuado para la biblioteca, hasta la representación de cómo colocar la tarjeta del libro en cada ejemplar. Es un texto eminentemente pragmático.

Pero sin lugar a dudas, lo mejor de estas Instrucciones es la carta que María Moliner redactó, a manera de prólogo. Como afirma con acierto J. Ignacio Bermejo Larrea, «es una de esas joyas de la literatura que andan escondidas en archivos casi olvidados». El prólogo está redactado como una carta, en el mismo tono epistolar que ya utilizó en sus informes de inspección, y se titula «A los bibliotecarios rurales». La autora es plenamente consciente de a quién van dirigidas estas Instrucciones, sabe quiénes son y cómo son. Conoce de primera mano el perfil de las personas que en cada uno de los pueblos y aldeas va a recurrir a este texto, y, conoce también el público para el que se instalan estas bibliotecas. Lo que la mueve es el deseo de hacer llegar la cultura, a través de la lectura, a los pueblos y aldeas más recónditos, incluso a aquellos que aún no tenían ni electricidad. Se percibe también en este delicado prólogo que, por delante de cualquier tentación de exhibición de su saber, pasan siempre la modestia de María Moliner y su preocupación sincera por los futuros lectores.

El primer párrafo es toda una declaración de intenciones. En él se encuentra la síntesis de su pensamiento y la esencia de su concepción de la profesión de bibliotecaria: «Estas Instrucciones van especialmente dirigidas a ayudar en su tarea a los bibliotecarios provistos de poca experiencia y que tienen a su cargo bibliotecas pequeñas y recientes. […] El encargado de una biblioteca que comienza a vivir ha de hacer una labor mucho más personal, poniendo toda su alma en ella. No será esto posible sin entusiasmo, y el entusiasmo no nace sino de la fe. El bibliotecario, para poner entusiasmo en su tarea, necesita creer en estas dos cosas: en la capacidad de mejoramiento espiritual de la gente a quien va a servir, y en la eficacia de su propia misión para contribuir a ese mejoramiento».

Hay una serie de términos y expresiones que son dignos de resaltar: «alma», «el entusiasmo no nace sino de la fe», «creer», «mejoramiento espiritual», «misión». Hay en todos ellos un denominador común, un mismo campo semántico que es, curiosamente, el de la religión y, en particular, el de la religión católica. Llama la atención el uso de este vocabulario en un texto como este, porque es un texto dirigido a los bibliotecarios rurales, en plena Segunda República, que prologa toda una serie de indicaciones muy prácticas; pero es que además la persona que lo escribe no estaba especialmente vinculada al mundo católico de aquel momento. Según sus hijos, María Moliner era creyente, pero no acudía a la iglesia con frecuencia. ¿Por qué entonces este lenguaje? ¿Qué había detrás de estos términos? Creemos que no es casualidad que María Moliner utilizara este vocabulario, puesto que, como hemos ido viendo, en sus diferentes opciones personales y laborales, siempre la movió un anhelo profundo de llevar el saber y la cultura, a través de los libros, a aquellos que lo tenían más difícil, a los más desfavorecidos.

A medida que el texto del prólogo va avanzando, va revelándose la María Moliner determinada, decidida y de ideas claras: «No será buen bibliotecario el individuo que recibe invariablemente al forastero con palabras que tenemos grabadas en el cerebro, a fuerza de oírlas, los que con una misión cultural hemos visitado pueblos españoles: ‘Mire usted: en este pueblo son muy cerriles; usted hábleles de ir al baile, al fútbol o al cine, pero… ¡A la biblioteca…!’. No, amigos bibliotecarios, no. En vuestro pueblo la gente no es más cerril que en otros pueblos del mundo. Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento. […] Ellos presienten, en efecto, que es cultura lo que necesitan, que sin ella no hay posibilidad de liberación efectiva».

María Moliner predicaba con el ejemplo; pedía a los nuevos bibliotecarios, a los que ya llamaba «amigos» que hicieran lo que ella llevaba practicando desde hacía varios años: tener fe en las personas, vivieran donde vivieran, fueran hombres o mujeres, niños o ancianos. Esa fe inquebrantable de María Moliner en la capacidad y la necesidad inherente del ser humano por aprender y ampliar sus horizontes queda perfectamente reflejada en esta frase: «Probad a hablarles de cultura y veréis cómo sus ojos se abren y sus cabezas se mueven en un gesto de asentimiento».

En este prólogo, María Moliner hace hincapié en las dificultades que todas estas personas de los pueblos y aldeas van a encontrar para «incorporarse a la marcha fatal del progreso humano», y para recorrer el camino de la cultura, que califica de «áspero». Ahí se manifiesta la María Moliner que sabe que hace falta esfuerzo y fuerza de voluntad para acceder al saber. Sin la participación activa de la gente, los bibliotecarios rurales no podrían hacer su trabajo. Por ello, les pide que sean comprensivos, que disculpen y ayuden a los nuevos lectores, pues se trata de «romper con una tradición de abandono conservada por generaciones y generaciones» y con una tradición de desprecio por parte de las clases favorecidas.

El prólogo, teñido de realismo, sigue anticipándose a los problemas que los bibliotecarios rurales se encontrarán y les aconseja que no olviden cuál es su misión: «conocer los recursos de tu biblioteca y las cualidades de tus lectores». María Moliner, mujer con los pies en el suelo, les da consejos llenos de sentido común, fruto de su propia experiencia. Sabe que el entorno no es el más propicio, pero, precisamente por ello, sabe también que la vocación y el entusiasmo de los bibliotecarios puede suplir en parte el déficit material.

Por último, pide a los bibliotecarios que crean en «la eficacia de su propia misión». En definitiva, les pide sencillamente que crean en los demás y que crean en sí mismos, como único camino para acercar la cultura al mundo rural, tan abandonado hasta entonces. Transcribimos a continuación un fragmento que, casi al final del prólogo, se convierte en un auténtico alegato de la lectura como motor de transformación: «La segunda cosa en que necesita creer el bibliotecario es en la eficacia de su propia misión. Para valorarla, pensad tan sólo en lo que sería nuestra España si en todas las ciudades, en todos los pueblos, en las aldeas más humildes, hombres y mujeres dedicasen los ratos no ocupados por sus tareas vitales a leer, a asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu por esas ventanas maravillosas que son los libros. ¡Tantas son las consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad, que no es posible ni empezar a enunciarlas…!».

El idealismo que desprenden estas líneas es un claro ejemplo del entusiasmo que mueve a esta mujer. Ella cree en la lectura como factor de cambio, como herramienta básica de acceso a la cultura. Y sueña con una España —«nuestra España»—, en la que todos caben y en la que todos tendrían reconocida la misma dignidad, gracias al acceso a la cultura que la lectura aporta. El uso, una vez más, de términos propios del lenguaje religioso —«creer», «misión», «espíritu»— ilustra la visión que ella tiene de la labor de los bibliotecarios rurales: personas que, con su entusiasmo y su dedicación, pueden llevar a cabo una labor integral de redención de la gente de los pueblos y aldeas, entendiendo redención en el sentido de liberación social. Como ella misma les dice, «esas ventanas maravillosas que son los libros [les permitirán] asomarse al mundo material y al mundo inmenso del espíritu».

Estas reflexiones ponen de manifiesto el sentimiento compartido por muchos intelectuales y políticos de la Segunda República, que deseaban reformar España y que veían en la difusión de la lectura y de la cultura un medio para abrirla al mundo. Fueron sin duda años de progreso, y la invitación a la lectura que las bibliotecas de las Misiones Pedagógicas propagaron fue una herramienta clave para este despertar de la población más abandonada y desfavorecida. María Moliner, con este prólogo/carta a los bibliotecarios rurales, y con su estilo sencillo y cercano, sembró una semilla para la futura España moderna. La Guerra Civil, lamentablemente, puso punto y final a este período de florecimiento cultural en España. De esa época, María Moliner diría: «Jamás he podido olvidar aquellos días en que intentamos transformar nuestro pobre país con el arma más poderosa de todas, la cultura».

 

Dictadura franquista y depuración de funcionarios

Con el comienzo de la Guerra Civil se paralizaron en muchos lugares de España, y especialmente en Madrid, las actividades de las Misiones Pedagógicas. Pero en Valencia la infraestructura creada por el sistema bibliotecario de las Misiones Pedagógicas continuaría funcionando casi hasta el final de la contienda. Algunos «misioneros» murieron asesinados nada más comenzar el conflicto; otros se enrolaron en las Milicias de la Cultura o en las Brigadas Volantes; otros fueron encarcelados, expedientados o marcharon al exilio. Y también hubo algunos que se integraron en las filas franquistas.

Fue una época de penurias y grandes dificultades, pero, a pesar de ello, María Moliner continuó trabajando, mientras pudo, por aquello en lo que creía. En 1937 redactó y presentó el Proyecto de bases de un plan de organización general de bibliotecas del Estado, un proyecto ambicioso y adelantado a su tiempo, presentado ante el Consejo central de Archivos, Bibliotecas y Tesoro Artístico, y que se empezó a implantar inmediatamente, pese a que no fue publicado hasta 1939, cuando prácticamente el Gobierno de la República ya había sido derrotado por las tropas franquistas.

Valencia fue tomada por las tropas nacionales el 29 de marzo de 1939. María Moliner ―que cumpliría treinta y nueve años al día siguiente― y su familia vivieron ese día con naturalidad, haciendo lo que hizo la mayoría: salir al balcón a presenciar el paso de las tropas franquistas. Como tantos españoles en las diferentes capitales que iban siendo vencidas. No parece que aquello significara una comunión con el régimen franquista, sino más bien otra muestra más de su gran fuerza de voluntad y de su capacidad por hacer frente a las adversidades.

María Moliner fue sometida a una rigurosa depuración y perdió dieciocho puestos en el escalafón, según consta en el expediente de depuración contra María Moliner (pliego de cargos de 10 de febrero de 1939 y resolución publicada en el BOE de 22 de enero de 1940). Está claro que su adhesión entusiasta a las Misiones Pedagógicas jugó en su contra, tal como recogía el informe del comisario jefe de Valencia que, en junio de 1939, dijo sobre María Moliner que se había manifestado «como roja rabiosa», pero que nadie había «podido manifestar haya cometido ningún acto censurable, ni denunciado a nadie». No obstante, hubo diversos factores que le favorecieron y que evitaron una sanción mayor. De entrada, el hecho de haberse centrado exclusivamente en sus quehaceres profesionales, pero también su manera de ser y de comportarse. En este sentido, Pilar Faus Sevilla alude al informe que redactó el repuesto director de la Biblioteca Universitaria, José María Ibarra, que avala la conducta profesional y humanamente ejemplar de María Moliner: «defendió al personal facultativo y subalterno derechista ante las autoridades y tribunales…; teniendo en cuenta que no tuve trato personal con ella, opino que se trata de persona que se adaptó sin dificultad al Gobierno rojo pero sin actuar sectariamente ni perseguir a quienes no pensaban como ella, ni menos complicarse en las infamias y atropellos contra las gentes de derechas».

Asimismo, otros informes ejercieron también una influencia positiva, en particular, afirma Ibarra, «el presentado por unos vecinos, muy adictos a las ideas del nuevo régimen. En él se destacan las valiosas cualidades que adornaban a María Moliner, entre ellas la de ser una madre ejemplar». No deja de ser sorprendente que su faceta de madre, al fin y al cabo, le valiera una reducción en la sanción. Su maternidad le había abierto los ojos de un modo especial a las necesidades educativas y culturales de los más pequeños y de los más abandonados, y ahora, al final de la Guerra Civil, su modo de ser madre le otorgaba un castigo menos severo del que otros funcionarios sufrieron. Cabe recordar aquí que María Moliner y su marido pertenecían a la clase acomodada de Valencia y que esta condición probablemente también la ayudó, puesto que otras personas implicadas como ella en los valores de la Segunda República recibieron castigos mayores, sobre todo si procedían de la clase obrera.

Es relevante también lo que escribió de sí misma, en la declaración jurada que firmó el 7 de mayo de 1939, respondiendo a la pregunta acerca de los servicios que había prestado al Movimiento: «Creo que trabajando seriamente y sin regatear esfuerzo en su vida profesional y criando a pulso, según expresión popular, a cuatro hijos sanos en cuerpo y alma ha prestado su servicio al espíritu que anima al Movimiento Nacional». En esta frase resume María Moliner lo que había sido su vida en la década anterior: la entrega en cuerpo y alma a su vida profesional y a la crianza de sus cuatro hijos. Una mujer moderna avant la lettre.

El castigo, además de la pérdida de puestos en el escalafón, consistió en retomar su plaza en el Archivo de la Delegación de Hacienda, de donde había huido. Era como retroceder diez años atrás en su vida. Pero, como siempre había hecho, María Moliner se adaptó a la nueva situación con entereza y serenidad, dando lo mejor de sí misma.

Empezaba, sin embargo, un largo período de sombras. Desde el final de la Guerra Civil, su marido fue apartado de la docencia, pero su expediente de depuración no se resolvió hasta febrero de 1943. Entonces supo que su sanción comportaba su traslado forzoso a la Universidad de Murcia y la prohibición de solicitar cargos vacantes durante dos años. Durante ese tiempo, María Moliner permaneció en Valencia con sus hijos, mientras su marido pasaba la semana laboral en Murcia. Fueron años sombríos para la familia Ramón-Moliner.

La experiencia de la posguerra que sufrió el matrimonio Ramón-Moliner es paradigmática de lo que muchas familias de profesionales vivieron: las ilusiones y las esperanzas que habían depositado en esa «España nuestra» de la que María Moliner hablaba a los bibliotecarios rurales, todas esas «consecuencias que se adivinan si una tal situación llegase a ser realidad», tantos anhelos y esfuerzos, todo aquello fue enterrado por las fuerzas franquistas.

Pese a la marginación social y profesional, María Moliner supo encontrar en la dedicación a su familia y en su dimensión creadora —que ningún régimen político podría ahogar del todo— una luz interior en tiempos de sombras. María Moliner siguió haciendo lo que mejor sabía hacer: cultivar el intelecto mediante las palabras y la lectura, ser una buena profesional y una buena madre.

Cuando en 1946, Fernando Ramón obtuvo plaza de catedrático en la Universidad de Salamanca, María Moliner no tardó en obtener plaza en Madrid, como responsable de la Biblioteca de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Este sería su destino definitivo, hasta la jubilación.

Así empezó, a los cincuenta y un años, una labor de más de quince años que culminó con la publicación del ya mencionado Diccionario de uso del español, por el que hoy en día es mundialmente conocida. La fuerza interior y el empuje que siempre le habían caracterizado, la acompañaron hasta el final.

Escrito en Lecturas Turia por Julia Argemí Munar

19 de noviembre de 2018

ayer di mi última explicación

hoy puedo sin argumento comer este pez

comer a mordiscos el agua salada,

comerme la fuera borda

la red y al pescador

comerme toda esta luz

que me sostiene los pies

comerme la vergüenza, el refugio

y lo poco que aún de realidad

 

 

y si quiero,

que igual quiero,

más morder la raspa,

vaciar el gasóleo del depósito

ahogar al barquero,

atravesarme la garganta

con alguna de estas tres espinas,

tan feliz,

tan feliz,

ya no necesito gritar

ya no voy a señalar

ya nunca: estoy aquí

a la mierda el mapa

bien lejos el mapa

que arda el mapa

 

 

dos camisas blancas

una puesta

la otra de muda

y ya veremos

en lugar de nos vemos

Escrito en Lecturas Turia por Grassa Toro

Zaragoza nada en la bruma este martes de invierno. Desde que tiene uso de razón, José Antonio Labordeta abriga un amor-odio por la capital aragonesa, y ese cariño ancestral que le declaró en Zarajota blues toma cuerpo en mañanas como ésta: “Amo esta ciudad bajo la niebla. No sé por qué pero cuando la veo con esa densa capa cubriéndole las esquinas, los tejados perdidos, las plazas desconchadas, los rincones baldíos, me recuerda a ciudades del norte de Europa y me siento un poco como si paseara por Ámsterdam o Bruselas.”

El trayecto hasta su casa,  diez minutos en taxi desde Delicias, me permiten localizar el texto entre los artículos de Tierra sin mar (Xordica. 1995). Le clavó el título: Niebla. Siempre vi en este cantor de la arcilla y los barbechos un nosequé unamuniano. La calle donde vive está dedicada a un militar franquista, pero el Ayuntamiento la quiere rotular con el nombre de la  soprano que enseñó los primeros gorgoritos a la Callas. Era de Valderrobres y cantó en los grandes coliseos de Europa La hija del regimiento. También es casualidad. De Octavio Augusto a Belloch, en este poblachón airoso siempre han marcado la pauta el cierzo y los militares.    

He tratado poco a José Antonio Labordeta; no pertenezco, a mi pesar, a ese grupo que lo llama El abuelo. Pero, las contadas veces que hemos coincidido, nuestra conversación transcurrió por esos cauces que él atribuye al influjo de la niebla:“Cambiamos todos y las voces –tan gritadas bajo la ciercera estrepitosa- se vuelven suaves, contenidas, amables. Nos saludamos con cortesía por las arrumbadas calles del casco viejo igual que lo podrían hacer los marineros de Holanda cuando se cruzan por entre interminables canales que  acarician el Mosa”. Hoy no será una excepción.

Los libros inundan su cuarto de trabajo. Sobre la mesa, recién salido de imprenta, Memorias de un beduino (La Esfera de los Libros), donde repasa sus años de diputado por la Chunta Aragonesista. Las fotografías, banderas rotas de toda una vida, lo presentan en sus años de cantautor, durante los viajes… y, en lugar preferente, Carmela y  Marta, sus nietas gemelas. Con ellas no sirve el dicho de que son como dos gotas de agua.

Lo felicito por la Medalla de Oro al Mérito en las Bellas Artes, que le entregarán los Príncipes en Teruel, y nuestra conversación arranca en el viejo caserón de la calle Buen Pastor, número 1, donde su progenitor, don Miguel Labordeta, exponente de la burguesía ilustrada zaragozana, tuvo el colegio Santo Tomás de Aquino. Allí nació José Antonio el 10 de marzo de 1935. “A mi padre, que pertenecía a Izquierda Republicana, lo represaliaron los franquistas, justo el día de San Cayetano de 1936. Él le tenía una devoción tremenda, porque era la iglesia que estaba al lado de casa, y así se lo pagó. Le quitaron la cátedra de latín en el Instituto Miguel Servet y, a partir de ese momento, entró en una especie de estado de amargura. Yo no me enteré, porque tenía poco más de un año; una de las primeras cosas que recuerdo es que me llevaban a un colegio alemán. Pero alemán-alemán… Hitleriano, para que me entiendas. En el jardín había una gran bandera con la esvástica y cantábamos, brazo en alto, el Deutschlan, Deutschlan über alles. Aún guardo una foto de mi pasado nazi que he cedido alguna vez a la prensa para ilustrar entrevistas que me han hecho. El caso es que, cuando Alemania empezó a perder la guerra, cerraron el colegio y volví al Santo Tomás. Alguna vez he dicho, medio en broma, que el colegió alemán olía a cera, o sea a limpieza, y el de mi padre a alpargatas. A posguerra española.”

- En medio de la brutalidad que trajo la guerra, surgían destellos de cordura. ¿Cómo fue aquella historia de los alumnos falangistas que le salvaron la vida a su padre?

- Ocurrió el mismo día de San Cayetano, pero venía de atrás. En la primavera de 1935, o puede que fuera ya en el 36, unos chavales de Falange se encerraron en una iglesia abandonada y los de la CNT la querían quemar con ellos dentro. En los dos bandos había antiguos alumnos de su colegio y, en cuanto lo supo, corrió a convencerles de que no cometieran esa barbaridad. Lo consiguió y, el día 7 de agosto, cuando la policía se lo llevaba de mi casa,  aparecieron esos chavales de 17 o 18 años que se habían encerrado en la iglesia. Sentían que mi padre les había salvado la vida y dijeron: “A este hombre no lo toca nadie.”

- Su madre no pertenecía al mundo ilustrado, sino al rural, pero a usted le marcó mucho. No hay más que leer la novela Mitologías de mamá (Libertarias/Prodhufi. 1992), o analizar la presencia de la madre, de la mujer pragmática  y adusta, en sus poemas y canciones.

- Sí. Mi madre era una mujer muy campesina y muy inteligente. Por circunstancias de la vida, sólo había ido dos años a la escuela pero la recuerdo como una lectora infatigable. Y, luego, tenía el recelo propio de la gente del campo, que igual desconfía de lo que va a hacer el tiempo como de los forasteros. Aunque no tuvo nada que ver con el colegio, porque de él se encargaba mi padre, sabía todo lo que pasaba de puertas para adentro. Disponía de unos servicios de información que eran la leche.

Don Miguel Labordeta y Sara Subías tuvieron siete hijos, todos varones, de los que sobrevivieron cinco. José Antonio es el sexto y, desde muy pequeño, admiró a su hermano Miguel (1921-1969). “Tuvo una gran personalidad y era muy cariñoso. Primero fue una admiración fraterna, pero luego derivó hacia lo literario. Porque, del mismo modo que se volcaba en detalles con toda la familia, montaba unas tertulias estupendas.”       

- Supongo que habrá proyectado sobre usted mucha luz, y también mucha sombra cuando quiso ser poeta.

- Hay una diferencia enorme entre los dos: Miguel es poeta y yo versificador. Lo he asumido siempre. Mi hermano es capaz de crear un mundo poético y yo no. Cuando  leemos a un poeta de verdad decimos: “Esto me suena a Lorca, Salinas, Celaya…o a Miguel Labordeta”. Pero, a menos que lo sepa de antemano, nadie que lea un poema mío te dirá que le suena a José Antonio Labordeta. Hombre, en el mundo de la canción, con un poco de suerte, igual sí pasa. De todas formas, lo que más le debo a Miguel en el terreno literario es que me permitiera leer su  gran biblioteca. Gracias a eso, desde muy crío, descubrí a poetas como César Vallejo. A los 16 años me había leído sus obras completas, pero también a Faulkner, a Steinbeck, a Thomas Mann...

- Sin embargo, fuera de Aragón, a Miguel Labordeta no se le ha hecho justicia. ¿Tuvo algo de culpa José María Castellet?

- Yo creo que la clave está en que no derivó hacia la poesía social ni militó en ningún partido, como sí hicieron, pues que sé yo, Celaya y Blas de Otero. Eso, en aquel momento, era determinante. En efecto, Castellet no lo incluyó en su antología Veinte años de poesía española.  El otro día me regalaron un libro sobre los poetas de posguerra y ahí sí que meten a Miguel. Quién sabe, a lo mejor es el principio para sacarlo de ese olvido. La verdad es que él nunca se preocupó de ir a Madrid a hacer corte. Iba a ver a sus amigos, que eran (se ríe) una cuadrilla de desarrapados: Carlos Edmundo de Ory, Antonio Fernández Molina, Novais y todo ese grupo que no tenía ningún poder en el mundo literario.

La relación del José Antonio adolescente con su hermano Manuel  (1923-1983) fue menos decisiva, porque éste contrajo matrimonio muy joven y abandonó la casa familiar, mientras que Miguel, soltero empedernido, siguió residiendo en ella. “Manolo sí que sabía cantar. Lo hacía muy bien. En eso me pasa como con Miguel en la poesía. Pero lo más importante es que era un gran realizador de cine amateur. Uno de los mejores que hubo en Zaragoza. Entre director y actor hizo casi una docena de películas. Si se hubiera ido a Madrid podía haber llegado lejos. Pero, claro, eran años muy duros y se volcó en su familia. No se podía permitir esa aventura.”

  - Usted se licenció en Filosofía y Letras y en 1958 se marchó a impartir clases de español en Aix-en-Provence. Durante los dos años que estuvo allí, descubrió a los grandes cantautores franceses pero comprobó que nuestros vecinos del Norte también aplicaban la censura.

- Es que mi estancia coincidió con la guerra de Argelia. Yo tenía muchos alumnos que eran pieds-noirs, o sea argelinos de origen europeo. Había algunos que se apellidaban Jiménez, Martínez… sin duda hijos de emigrantes y exiliados españoles. Lógicamente, los pieds-noirs estaban a favor de que Argelia continuara siendo francesa y, como la prensa censuraba las noticias relacionadas con la guerra, estos chavales me pidieron que, un día a la semana, comentáramos el ABC. Los periódicos españoles, ya se sabe, no podían informar de todo lo que pasaba en nuestro país, por eso dedicaban mucho espacio a lo que ocurría en el extranjero. Y la verdad es que en aquellas clases se creaba tensión entre los partidarios de la independencia y los que querían que continuara siendo colonia. Había ciudades muy activas, como Tolón y Marsella, de la que partían y a la que llegaban los soldados. Allí pude ver en directo a los grandes cantautores, sobre todo a Jacques Brel y Georges Brassens. El cine ya me interesó menos; eran los años de la Nouvelle vague y muchas películas resultaban un rollo. No entendías nada: Hiroshima mon amour, El año pasado en Marienbad… Se me hacían complicadas, y no sólo las de Resnais. Pero Francia, a pesar de aquella censura muy concreta y de la tensión social que provocaba la guerra, significó la libertad. Para mí fueron años decisivos y, prueba de ello, es que sigo siendo muy afrancesado.

En 1964 José Antonio Labordeta aprobó las oposiciones como catedrático de Instituto, en Geografía e Historia, y lo destinaron al José Ibáñez Martín de Teruel. El contraste entre la Europa moderna que había dejado atrás y aquella Vetusta rediviva fue tremendo. “En Teruel se podía analizar la sociedad española como en un microscopio. Tenías desde obispo y gobernador civil, hasta delegado de Sindicatos. Y te los encontrabas por la calle o durante los recreos del Instituto, cuando tomabas un café. En Zaragoza no hablabas con el gobernador y al arzobispo pues igual no lo veías en la vida. Yo, la verdad, llegué angustiado. Era una ciudad muy pequeñita (la versión académica del diminutivo suena rara en él), muy mal comunicada con Zaragoza y con Valencia, a la que llegaban los periódicos con un día de retraso. Pero, a pesar de ello, me encontré con una generación de alumnos que querían salir de la arcilla de aquella zona y sabían que el único camino era estudiar. Eso también fue un estímulo para mí. Resultaron estupendos y la prueba es que muchos de ellos hoy están muy bien colocados en la Administración, la Universidad, el mundo de la empresa y el de la cultura.

- La tertulia del café Niké,  fundada por su hermano Miguel, acogía a la disidencia intelectual de Zaragoza. Una gran ciudad, en resumidas cuentas. Sin embargo, ¿cómo se explica que el Ibáñez Martín o el Colegio Menor San Pablo pudieran ser islas de libertad en aquel Teruel de prietaslasfilas y avemaríapurísima?

- Yo creo que, dentro de ese conservadurismo a ultranza, no entendían lo que hacíamos. Fíjate que allí estrenamos La zapatera prodigiosa y quedamos los segundos de España en un certamen de teatro escolar, también representamos una obra de Mrozek, En alta mar, y dimos bastantes recitales. La ciudad seguía tan cerrada que no entendía que hubiera gente dispuesta a poner en duda su sistema político y cultural. Por lo tanto, no es que nos dejasen, es que no se enteraban.

En el claustro de profesores estaban Eloy Fernández Clemente, José Sanchís Sinisterra y Eduardo Valdivia. Entre los alumnos ya apuntaban maneras Manuel Pizarro, Federico Jiménez Losantos, Carmen Magallón, Joaquín Carbonell y Gonzalo Tena. “Sigo teniendo relación con la mayoría de ellos. Tiempo atrás nos reencontramos en una fiesta de los antiguos alumnos del San Pablo, la generación paulina como la llamaban. A Manolo Pizarro le veo de vez en cuando. No me dedico a molestar, pero cuando quiero charlar con él pues quedo y hablamos sin prisas. Quizá con el que no tengo mucha relación es con Federico, porque estamos cada uno en una punta. Bueno yo no llego al extremo, él sí.  En alguna ocasión dijo que no criticaba mis intervenciones como diputado por el viejo afecto que me tiene. Y hablaba de corazón. Cuando Félix Romeo recopiló textos míos dispersos en Tierra sin mar escribió un prólogo muy emotivo.”     

José Antonio Labordeta llegó a Teruel recién casado con la también profesora Juana de Grandes. “Entonces, y siempre, ha sido fundamental en mi vida porque es como un tanque. De una seguridad tremenda. Y la gente tan insegura como yo necesita tener a su lado a una persona que te marque pautas, porque muchas veces he metido la pata y ella me ha hecho ver las cosas claras.” Sus tres hijas, Ana, Ángela y Paula, han encauzado también sus vidas por el lado creativo. “Ana se hizo actriz y hace poco estrenó en Madrid Noviembre, de David Mamet; Ángela es novelista. Y me ha salido muy marinera. Cuando ve el mar yo creo que rejuvenece treinta años. Así que, aunque sigo siendo muy pirenaico y mantengo la casa de Villanúa, ahora paso temporadas en Altafulla; Paula, la pequeña, era cámara de televisión pero tuvo un accidente y lo ha tenido que dejar. O sea que yo, que venía de una familia de cinco hermanos, todos chicos, me encuentro con mujer, tres hijas y dos nietas. Bueno y mi suegra, hasta que falleció el año pasado, también vivía con nosotros. Por eso, cuando hablan que si tal que si cual de las mujeres, no lo entiendo. A mí me ha resultado muy fácil la convivencia.”

- Cuando llegó a Teruel ya había publicado su primer libro de poemas Sucede el pensamiento (Colección Orejudín. Zaragoza 1959), y parecía tener muy claro que ése era su camino. Pero allí nació el cantautor. Un oficio complicado para los tiempos que corrían.

- Y tranto. Aunque tuve la suerte de no acabar nunca en el cuartelillo. Una vez que cantaba en Echo los que terminaron ante ante la Guardia Civil fueron dos personas que estaban repartiendo Andalán en la puerta. Por cierto que, con la llegada de la democracia, a uno de ellos lo nombraron gobernador civil de Huesca. Pero a lo que vamos: yo había visto en Francia que los cantautores ponían música a los grandes poetas y me rondaba la idea de hacer algo parecido en España. Sin embargo, al llegar a Teruel, Pepe Sanchís me descubrió los discos de Paco Ibáñez y de Raimon y, sin desterrar del todo la idea que traía, me dije que a lo mejor había que empezar por aquello. Así es como, en 1968,  grabé el primer disco que sólo tenía cuatro canciones. Recuerdo que, durante los recreos, almorzábamos en el bar La Amalia, que está entre el Instituto y la estación de tren; había una máquina de discos y los alumnos, en plan cabrón, se dedicaban a ponerlo todos los días. Era de auténtico martirio. Le tuve que pedir a la dueña que lo quitara porque estaba harto de leñeros y de arcilla. Aquel disco fue una especie de diversión para mí, no pensaba grabar ningún otro. Pero ya ves.

-  Andros II, que así se titulaba, fue retirado por orden gubernativa al año siguiente. Y choca que, también en 1969, hiciera ya una gira por varias universidades de Suecia.

- Es que tenía amigos allí. Me sentí muy raro porque, aunque les tradujeron las letras, me preguntaba si aquella gente se enteraba de algo. La resistencia antifranquista era tan fuerte en Europa que cualquier cosa que cantaras, aunque fueran poemas de amor, la interpretaban como de lucha.

Después, José Antonio Labordeta grabó una docena de discos más, entre los que destacan Cantar y callar; Tiempo de espera; Cantata para un país; Qué queda de ti, qué queda de mí y Trilce. Había depositado muchas ilusiones en este último y sus seguidores, de natural entregados, no lo comprendieron.  En 1986 pidió la excedencia  para dedicarse de lleno a la canción. Pero tenía que ejercer de empresario y aquello no iba con él. “Sobre todo porque se multiplicaba el papeleo del IVA, las declaraciones de Hacienda y todo eso. Además ya no era yo sólo; llevaba unos músicos y, como los ayuntamientos y las diputaciones te pagaban con tres y hasta cuatro meses de retraso, hacía falta una línea de crédito en el banco. Resultaba tan engorroso que un día lo dejé. Cuatro años más tarde, unos emigrantes aragoneses en Santa Coloma de Gramanet me pidieron que fuera a cantar a su barrio. Les puse como condición que no buscaran un sitio muy grande porque iba yo solo con la guitarra. Cuando llegué,  los muy cabrones me llevaron a un polideportivo. Sin embargo funcionó muy bien y, desde entonces, no he parado de actuar con la guitarra.”

- Antes ha citado Andalán. Usted intervino en su fundación, el año 1971, y escribió en esa revista que despertó tantas conciencias en el Aragón del tardofranquismo y la Transición hasta que desapareció en 1987. He oído contar que la idea le surgió a Eloy Fernández Clemente durante una ascensión al Javalambre. ¿Cómo recuerda aquella aventura ?

- Lo del Javalambre es verdad y, visto desde nuestros días, creo que hoy resultaría imposible hacer algo parecido. Eloy tiene un culo muy gordo y es capaz de sentarse en un sillón, de la mañana a la noche, para sacar adelante un proyecto. La cosa es que nos embarcó a unos cuantos. Entonces todos teníamos muy claro contra qué había que luchar y no había diferencias partidistas. Para redactar cada número, nos reuníamos diez o doce personas a las nueve de la noche y salíamos a las dos o las tres de la madrugada. Todo por el alma de la abuela, porque allí nadie cobraba nada. Como decía Guillermo Fatás: “Aquí ni ganamos dinero ni ganamos fama”. Pero fue una aventura estupenda. Con el tiempo te das cuenta de que, si quieres conocer la historia real de Aragón en aquellos años, tienes que ir a Andalán. Allí está el redescubrimiento del habla aragonesa, de la Franja catalana, la puesta a punto del Derecho civil aragonés, la lucha sindical… todo. Luis Granell escribía artículos medio clandestinos, porque, claro, había censura, y en París los ponían como ejemplo de defensa de la lucha obrera en un régimen dictatorial…. Y tantas cosas más.

En las elecciones generales del año 2000 Labordeta obtuvo un escaño en el Congreso de los Diputados por la Chunta Aragonesista, que revalidó en 2004. Sin embargo, renunció a encabezar la candidatura de 2008 para poder dedicarse enteramente a los suyos y a la literatura. Poco  después, anunció que padecía un cáncer de próstata y afrontó con ánimo esa lucha. Aunque sus discos hablan de pérdidas y derrotas, los títulos invitar a resistir: Que no amanece por nada, Aguantando el temporal, Qué vamos a hacer… Quienes lo conocían sólo por sus canciones y  programas de televisión pensaron que al cantautor le había entrado el sarpullido de la política. Ignoraban que ya había sido candidato al Congreso de los Diputados en las primeras elecciones democráticas por el Partido Socialista de Aragón, (PSA) diluido después en el PSOE. Más tarde volvió a repetir en las listas del Partido Comunista de España y por Izquierda Unida. Podrá parecer un culo de mal asiento pero nunca dio bandazos incomprensibles. “He estado siempre en el mismo sitio. El PSA, con la perspectiva que da el tiempo, fue el anticipo de CHA; en la Izquierda Unida que yo apoyé también estaban todos los colectivos que el año 1977 se identificaban con el Partido Socialista Aragonés y, cuando ya Izquierda Unida volvió  a quedar en manos del PCE, mucha gente, recuerdo ahora a Pedro Arrojo, salimos cada uno por nuestro lado.”

- Llegaba a la Carrera de San Jerónimo con el bagaje de haber sido diputado en las Cortes de Aragón. Cosa que algunos no saben.

- Y tampoco saben la tensión que pasé allí. Me atosigaba mucho. El año 2000 la CHA vio que teníamos la posibilidad de sacar un diputado y Bizén Fuster se resistía a ir a Madrid para no alejarse de sus hijos. Como yo a las mías las tenía criadas, acepté encabezar la lista. Bendita la hora, porque ya digo que me agobiaba en las Cortes de Aragón. Y no es que en el Congreso trabajara menos. La primera legislatura hubo poco que hacer, porque las mayorías absolutas son así. No pintabas nada; si acaso en los movimientos extraparlamentarios contra la guerra, los trasvases y demás. En la segunda, ahí sí que se trabajó duro. La tensión en las Cortes de Aragón yo creo que, en buena medida, venía del propio partido. La Chunta estaba con demasiadas angustias: que si somos nación o no somos nación…

- Y usted no comulga con los nacionalismos.

- Por supuesto. Soy muy internacionalista. Me interesa lo que pasa en Aragón, pero también en el resto de España y en el mundo. No quiero poner fronteras a ese interés. Y tengo muchas reticencias hacia la Chunta porque, a veces, le entran obsesiones demasiado localistas y le haría falta más amplitud de miras. Yo creo que, en eso, el PSA era más abierto.  

José Antonio Labordeta presentó casi tres mil proposiciones no de ley durante su etapa de diputado. Por eso le resulta un poco triste que para algunos sólo quede el “¡Hala a la mierda!” con el que despachó a los diputados del Partido Popular que le interrumpieron cuando preguntaba al ministro de Fomento por las infraestructuras en Aragón. “Por desgracia, lo que prevalece es la anécdota. Pero en el hemiciclo deberían poner micrófonos de ambiente; así los que presenciaron por la televisión y la radio mi cabreo habrían escuchado también cómo se cachondeaban de mí, segundos antes, cinco o seis diputados del PP. La  sesión de la tarde había sido muy dura, porque estuvo dedicada  a la guerra de Irak, y me tocó esa interpelación a Álvarez Cascos sobre las once de la noche. Entonces empezaron a decirme: ¡Cállate ya, cantautor de las narices! ¡Vete con la mochila! y cosas por el estilo. Por eso los mandé a la mierda. Claro, quien no escuchó a los otros, pensaría que me había vuelto loco.” 

- Usted llegó al Congreso, como dice el título de su libro, igual que un beduino. Sin saber donde se metía ¿Se marchó decepcionado?

- Pues no, aunque para seguir allí hace falta, yo no diría ambición de poder, pero sí más conchas que un galápago. Porque descubres que gente muy sana y trabajadora, en la siguiente legislatura, desaparece de las listas o la mandan al Senado que, en muchos casos, es la forma de que no moleste. Y eso hay quien lo aguanta porque su oficio es ser político. Pero yo, que no tenía ninguna ambición de nada, decidí que me iba a mi casa.”

- La Chunta fue el único partido que votó contra el proyecto de  reforma del Estatuto de Autonomía de Aragón cuando se debatió en el Congreso. ¿Cree que se entendió su postura?

- No sé, pero algunos que no la entendían ahora me dan la razón. El PAR se queja de que el Gobierno central manda poco dinero y Marcelino (Iglesias) no abre la boca. Como dice Jiménez Losantos, “el aragonés es muy mirao”. Tú fíjate el follón que han armado los presidentes de las demás autonomías con sus estatutos. Efectivamente, somos muy miraos.

Por encima de siglas y partidos, José Antonio Labordeta se ha convertido en referente de la cultura aragonesa de los últimos cuarenta años. Pero si cargaba impasible con la mochila en televisión, porque se la rellenaban de periódicos, este equipaje es aún más llevadero. “Lo fundamental es no creértelo, seguir con los pies en la tierra. Eso de la fama son cosas pasajeras. Y tengo que volver a Federico. Cuando salí diputado me dijo: “Ten cuidado porque en la política, igual que te suben, un día te pegan una hostia y te tiran al suelo. Y la caída es muy dura.” Por eso yo sigo trabajando en lo mío y sin considerarme un pope. Los popes se crean muchos enemigos y ya no está uno en edad de pelearse con unos y con otros.”

Aunque se resiste a ser icono de nada ni de nadie, el Canto a la libertad de José Antonio Labordeta se convirtió en uno de los emblemas de la Transición. El Partido Aragonés Regionalista propuso convertirlo en himno oficial de Aragón y fueron, precisamente, sus antiguos correligionarios socialistas y comunistas los que dijeron que no. Le encargaron la música a Antón García Abril y una comisión de poetas designó a Ildefonso Manuel Gil, Rosendo Tello, Ángel Guinda y Manuel Vilas para escribir la letra. No se discutieron nombres ni trayectorias pero, veinte años después de su aprobación, resulta notorio lo que muchos criticaron en aquel momento: la obra carece de arraigo popular. “Son cosas de la política.  Hablé con algunos del PCE y me vinieron con evasivas. El himno que se aprobó está muy bien sinfónicamente, pero no hay dios que lo cante. En cambio, mi estribillo se lo sabe todo el mundo. Remarco lo de estribillo, porque el resto de la canción ya es mucho decir.”

- Usted nació en Zaragoza pero está ligado, por la rama paterna, a dos pueblos de la provincia. A cada cual más duro: La Almolda y Belchite.

- Y pude tener un tercero, Azuara, de donde procede la familia de mi madre. Allí hay más agua, y hasta arboleda, pero mi padre nos encerró a mí y a mis hermanos en el amor a Belchite, donde, por cierto, subí por primera vez a un escenario. Eran las tres de la mañana de una nochevieja y canté la canción de Sólo ante el peligro. Cuando bajé, un hombre del pueblo, el tío Charló, se acercó y me dijo: “Maño, no vuelvas nunca a cantar que eso es cosa de maricones.” Lo de tener una abuela de La Almolda, al principio pensé que se lo había inventado mi padre, porque yo no la conocí. Hasta que un día fui a pedir un certificado de nacimiento al Ayuntamiento de Zaragoza y, efectivamente, hablaba de Josefa Palacios, natural de La Almolda, como abuela paterna. Ese sí que es un territorio acojonante. Desde el pueblo ves todo el secano de Los Monegros  y, sin embargo, la gente de allí es muy vital. Las fiestas duran una semana. Belchite, al menos, tiene un olivar, aunque el río Aguasvivas, lo que es la paradoja, ya está más que muerto. Sí, los dos son terrenos muy duros.

- Por algo le he escuchado decir que Aragón no es un territorio lírico, sino épico.

- Por supuesto. Líricos serían algunos prados del Pirineo, pero siempre hay detrás una montaña que los rompe. La propia jota es muy épica. Los aragoneses cantamos fatal en coro. Lo hacemos mejor individualmente. La primera vez que oí a Bunbury, no lo conocía de nada pero dije: “Ése es paisano mío.” Y me preguntaron: “¿Cómo lo sabes?” “Pues porque canta como los joteros” (Labordeta entona unas notas marcadamente histriónicas). Esa estructura del territorio, con las montañas que cortan el horizonte, creo que también ha hecho que Aragón pariera tantos heterodoxos: Miguel de Molinos, Servet, Goya, Buñuel, Joaquín Costa.…El epitafio de Costa en el cementerio de Torrero es algo que recuerdo muchas veces porque resume nuestra forma de ser: “No legisló”. Ese horizonte interrumpido hace que la gente esté muy encerrada en sí misma. Fuendetodos, por ejemplo, queda a ochocientos metros de altura y supongo que en la época de Goya para llegar allí habría que pasarlas canutas. A mí siempre me ha impresionado La nevada, ese cuadro precioso de los cartones para tapices que está en el Prado, y recuerdo que cuando acompañamos hasta Fuendetodos al poeta sueco Artur Lundkvist, miembro del jurado que concede el premio Nobel, nos dijo: “Ése cuadro es de aquí.” Cuánta razón tenía.

- Usted se ha definido como adusto, melancólico y nada dado a las sensiblerías. Todo muy aragonés.

- Sí. Pero olvidas algo: también soy un poco somardón. Así doy el perfil perfecto.

José Antonio Labordeta ha vencido ese carácter reservado para hablar sin tapujos de la enfermedad que padece. Aunque no acusa rasgos externos, dice que le ha cambiado el cuerpo. “Lo que intento es que no me altere el ánimo ni la vida. Mi objetivo es luchar, no perder la esperanza y continuar trabajando. Ahora estoy escribiendo una novela… iba a decir policíaca, pero no pertenece exactamente a ese género, sino que la acción gira en torno a un crimen. Y me lo pasó muy bien (desde que publicó su primer libro de poemas, hace ahora 50 años, no ha dejado de escribir. Su bibliografía como narrador y poeta rebasa los veinte títulos). También tengo proyectos musicales: a lo mejor este otoño grabo un disco con versiones de canciones viejas y hay seis o siete nuevas que me gustaría incluir. Hombre, la enfermedad me ha cambiado porque me siento capitidisminuido, limitado; llevaba casi un mes sin salir de casa y ayer, por primera vez, bajé andando desde el hospital Miguel Servet. No me había atrevido a hacerlo desde hacía semanas porque  estaba un poco acojonao. Esa es la palabra. Pero me voy encontrando mejor y creo que saldremos de ésta. Para eso hay algo que considero fundamental: luchar con la cabeza.”

  - Antes de terminar quisiera que me aclarara dos curiosidades. La primera es ¿de donde le viene lo de El abuelo?

  - Hay que remontarse a los tiempos heroicos de Andalán. La periodista Julia López Madrazo avanzaba en la última página las actividades culturales del fin semana. Entonces Joaquín Carbonell no habría hecho ni la mili, aunque creo que no la hizo nunca, y Eduardo Paz y Javier Maestre, los de La Bullonera, andarían por los dieciocho. Yo estaba en la edad de Cristo, los treinta y tres o treinta y cuatro años, así que Julia escribía: “La Bullonera canta en tal sitio, Joaquín Carbonell en el otro, y El abuelo aquí o allá”. Eso fue calando y ahora hay gente que no me llama de otra manera. ¿Y la otra curiosidad cuál es?

 - Le oí una vez que escribía en la mesa de su hermano Miguel. ¿Es ésta misma?

- No. Está en Villanúa. Paso muchas horas en ella y, como no sé escribir, y menos aún hacer las correcciones, si tengo música de fondo, lo hago en completo silencio. Me distrae hasta la clásica. Beethoven, al tratarse de un compositor heroico,  me pone buff, nervioso perdido; Bach está bien pero, lo que voy a decir quizá sea una heterodoxia muy grande,  no termino de encontrarle emoción ni lirismo. Supongo que, como es tan matemático, esa estructura matemática anula el sentimiento. Así que me quedo con las melodías de Mozart. Las disfruto mucho. Pero, para escribir, silencio total. Lo único que suena es la silla de Miguel, que está medio descuajeringada, y, cada vez que me echo para atrás, hace crack-crack. Algún día me mataré.

Como los presocráticos, José Antonio Labordeta explicó con cuatro elementos la naturaleza de Aragón: polvo, niebla, viento y sol. Han dado las doce en la cercana iglesia de Santiago el Mayor y me despido de él bajo esa boira que aún ablanda las calles de Zaragoza, alicatadas con nombres de obispos, heroínas y alféreces provisionales. De pronto, se me cruza la letra de La sabina y no dejo de tararearla camino de la estación: “Allí permanece quieta/ igual que la soledad,/ pasa el tiempo por sus ramas/ y no las puede truncar./ Soporta la ira del cierzo/ igual que un barco en el mar,/ y bajo la densa niebla…”. Propongo un subtítulo: Autorretrato.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

19 de noviembre de 2018

Elías ya no fantaseaba con la idea de iniciar una nueva vida donde nadie le conociera. Ahora sabía que su sitio estaba allí, al lado de su madre, siempre sometida a la voluntad de Mercedes, siempre temerosa de las suspicacias de Sara. ¿Qué derecho tenían las demás a juzgarla? Veía a su madre como a un pequeño animal herido, incapaz de valerse por sí mismo. Si no se encargaba él de protegerla en el delicado e inestable equilibrio familiar, ¿quién lo haría? Desde el incendio del Corona y la prolongada depresión posterior, se sentía responsable de su felicidad, que en realidad consistía en muy poca cosa: ocultarle los desaguisados de Daniel, atenuar el afectuoso pero opresivo autoritarismo de Mercedes, proporcionarle un mínimo de paz y confianza. No le costaba ningún esfuerzo. De todos los Elías posibles, había elegido ser el que usaba la cojera para reírse de sí mismo. El menos vulnerable, por tanto, y también el que de forma más natural podía ejercer la generosidad. Claro que siempre se las arreglaba para sacar algo a cambio, y ahora gozaba de una impunidad absoluta tanto ante su madre como ante su abuela, quienes, hiciera lo que hiciera, no sólo no se lo reprochaban sino que acababan riéndole las gracias. Elías era, ya se sabe, un jaimito, y de alguien como él lo más grave que podía esperarse no pasaba de ser una simple chiquillada.

-¿Cuánto va a tardar ese café? –gritaba, repantingándose en el sofá del chalet-. ¡Qué desastre! ¡Cómo está el servicio!

-¡Te voy a dar yo a ti servicio! –gruñía Mercedes desde la cocina.

Con la Patochada estuvieron casi dos años dando vueltas por pequeños escenarios de pueblos y barrios y, aunque ganaron muy poco dinero, en algún momento llegaron a creer que podrían vivir del teatro. Cuando Elías empezó a rumiar el proyecto del musical sobre Carlos V, consiguió que su abuela y Felisa le llevaran a conocer el monasterio de Yuste. Él mismo se ocupó de llamar para reservar habitaciones en el parador de Jarandilla de la Vera, un viejo castillo en el que el propio emperador se había alojado mientras concluían las obras de acondicionamiento del monasterio. Con esa displicencia cómica y pomposa con que se refería a su madre o a su abuela como “el servicio”, hizo la reserva a nombre de “la Ilustrísima señora doña María de las Mercedes Campillo de Caro”. Y, dando por sentado que el recepcionista le seguía el juego, añadió:

-Doña Mercedes agradecería que tanto su habitación como la de su edecán fueran silenciosas y soleadas. Buenas tardes.

Cuando llegaron a Jarandilla después del largo viaje en el Dodge, se había olvidado por completo de la bromita. Salieron del coche. Elías aprovechó para estirar las piernas y echar un vistazo al exterior del edificio mientras Mercedes y Felisa se llevaban a Fosca a hacer sus necesidades. Apareció un mozo para cargar con el equipaje, y Elías le siguió por el pequeño puente que daba acceso al castillo. Su sorpresa fue mayúscula cuando descubrió que los empleados, ataviados con fantasmagóricas vestimentas regionales, habían formado dos largas filas, al final de las cuales aguardaba el que parecía ser el director del establecimiento. Éste, un hombre al que un abigarrado mapa de psoriasis le asomaba por el cuello, saludó con una leve inclinación de cabeza.

-Usted debe de ser el edecán. Sea bienvenido. Confío en que las habitaciones sean de su gusto –dijo, ceremonioso, y Elías le devolvió la reverencia.

¿Por quién demonios les habían tomado? ¿Por unos Grandes de España? Pasaron unos segundos, y Mercedes y Felisa, ojerosas, despeinadas, con la ropa arrugada, entraron tirando de la correa de la perra. Tras un instante de estupor, observaron con recelo las dos filas de sirvientes. Elías, carraspeando de forma ostentosa, improvisó un saludo protocolario que consistía más o menos en llevarse la mano al pecho y cabecear ligeramente hacia un lado. Para su sorpresa, muchos de los presentes le imitaron, y entonces se produjo un extraño hechizo. Dejando a Felisa atrás, Mercedes adoptó una pose de gran dama victoriana y, el busto erguido, la barbilla alta, la mirada puesta en algún punto alejado del mundo, avanzó decidida entre las dos filas de personas, repartiendo sonrisas a uno y otro lado. Su figura menuda parecía investida de una indiscutible majestad, y el propio director estaba tan impresionado que sólo acertó a decir:

-Hágame el honor, ilustrísima... –y, abrumado, los condujo personalmente a sus habitaciones en la parte noble del edificio.

Aquélla sería para siempre la “entrada triunfal”, una expresión que se incorporó al léxico de la familia para designar la llegada de cualquiera que hubiera levantado curiosidad o expectación o se hubiera hecho esperar más tiempo del previsto, y seguiría viva en sus conversaciones años después de la muerte de Mercedes. A partir de entonces, cada vez que alguien (fuera o no miembro de la familia y viniera o no a cuento) utilizaba esa expresión, Miriam o Daniel o Elías la completaba adoptando una actitud entre compungida y solícita y diciendo:

-Hágame el honor, ilustrísima...

Pero el viaje a Yuste también quedó grabado en la memoria familiar por la fractura de cadera por la que Mercedes hubo de ser trasladada a Talavera de la Reina e ingresada en el Hospital Nuestra Señora del Prado. La caída se produjo en la terraza del primer piso. Desde el principio, Elías había tenido algo así como el privilegio y la exclusiva de bañar a Fosca, y se enfadaba si la bañaban sin contar con él. La perra se dejaba hacer, intimidada y sumisa, y luego, para secarse, corría enloquecida de un lado para otro, salpicándolo todo, revolcándose en las alfombras, refrotándose con furia en los bajos del sofá. La bulla que acababa montándose hacía reír a Elías. Una noche, en el parador, mientras hacían tiempo para la cena, se la llevó a su habitación y aprovechó para bañarla. En cuanto la sacó de la bañera, la perra se sacudió el agua con violencia y escapó por la puerta, que había quedado entreabierta. Elías, riendo, la siguió por los pasillos y salones del primer piso. Mercedes y Felisa, en la terraza, los oyeron llegar y se levantaron para recibirles. Fosca pasó entre las piernas de Felisa y luego al lado de Mercedes, sin llegar siquiera a tocarla. Mercedes, no obstante, se tambaleó un poco, y para recuperar la estabilidad se agarró al respaldo de la silla más cercana, que resultó ser una mecedora. Fue una caída a cámara lenta. La mecedora se fue inclinando muy poco a poco y Mercedes iba como agachándose a la par, hasta que soltó la mano y la mecedora salió rebotada. Mercedes ni siquiera llegó a caerse del todo, porque paró el golpe con el brazo y quedó como recostada sobre un lado. Pero al instante supo que se había roto algún hueso, y su manera de decir que no podía levantarse y que la lesión podía ser grave fue exclamar:

-¡Qué tontería, cielo santo! ¡Qué tontería! –y Fosca, ajena a todo, proseguía con sus frenéticas carreras.

A la mañana siguiente, mientras los médicos trataban de reconstruirle la cadera con unos clavos, Felisa fue a la estación de Talavera a recoger a Miriam y a Sara. Elías permaneció todo ese tiempo en la sala de espera del hospital. Las circunstancias del accidente le habían provocado un intenso sentimiento de culpabilidad. ¿Por qué no había tenido más cuidado? ¡Nada de eso habría ocurrido si no se hubiera dejado abierta la puerta de la habitación! Por primera vez en cinco años volvió a rezar, y le parecía que ahora sus oraciones tenían un sentido. No era lo mismo rogar por la salvación espiritual de la humanidad que pedir algo concreto, como el restablecimiento de la salud de su abuela. Cuando el Dodge llegó de la estación, el médico ya había comparecido para decir que todo había ido bien y que en tres o cuatro semanas Mercedes volvería a hacer vida normal. Elías salió a recibirlas con los ojos aún enrojecidos.

 

 

 

                 (Fragmento de la novela inédita La buena reputación)

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Martínez de Pisón

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