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Configurar sentido descendente

Para buena parte de los lectores de poesía de nuestro país (esa rara especie tal vez en vías de extinción) el nombre de César Simón (Valencia, 1932-1997) no es desconocido. Sin embargo, hay que reconocer al mismo tiempo que su obra ha tenido una recepción como poco irregular.  Simón, en absoluto un poeta precoz, publica sus primeros libros en los años setenta, cuando las modas literarias no estaban precisamente por una voz tan descarnada, tan ascética, tan dada a la depuración expresiva como la del valenciano. Nacido el mismo año que otro levantino ilustre, Francisco Brines, con quien mantuvo una relación de amistad, su obra solo tangencialmente puede relacionarse con lo que se ha llamado generación del cincuenta o del medio siglo. Y, como es sabido, en nuestro panorama literario es casi un pecado no adscribirse con claridad a esa fantasmagoría crítica llamada “generación”.

Es cierto que el difícil equilibrio entre lirismo, meditación y ciertas dosis de narratividad (el propio escritor afirmaba que buscaba un “lirismo no poético”) solo alcanza su plena madurez en los últimos libros, que corresponden al último decenio de la vida del autor. Extravío (1991), Templo sin dioses (1996) y El jardín (1997) nos muestran a un poeta que ha acabado de encontrar una desnudez, que tiene poco que ver con la vocación juanramoniana, porque será hasta el final una poesía impura, hecha más de renuncias que de afirmaciones. Esa voluntad ascética¸ visible incluso en los títulos de sus primeros libros (pienso, por ejemplo, en Pedregal o Erosión), se plasma en la consigna preferida del poeta, según recuerda Vicente Gallego, responsable del volumen: “¡Cuidado con el adjetivo!”. Sin embargo, se trata de algo más que de una cuestión de estilo: la escritura de Simón tiene algo de experimento químico (o alquímico) en su operación de filtrado, de destilación de la experiencia. En no pocos poemas aparece (o se adivina) el rastro de una experiencia, cuyo núcleo secreto el poema se empeña en desvelar, aun a riesgo de que el secreto de ese fragmento de vida, y por consiguiente de toda la existencia, no sea sino la nada. La nada, como bien apunta Vicente Gallego, se convierte en un motivo recurrente en el escritor: una nada que pone entre paréntesis el valor de toda realidad (como ocurre en la experiencia amorosa que se refleja en El pretexto y el fervor), pero también una nada que en algunos momentos parece desbordar la constatación nihilista para sugerir un fondo sagrado (aunque sin dioses) de lo real: “Ama la nada prosternado/ si a ella conduce el río de la fuente;/ bebe en la fuente, todo y nada”.

Esa tensión paradójica de una nada que es a la vez ausencia suprema y extraña presencia está en consonancia con otras paradojas que no rehúye en absoluto la obra del valenciano (como dice Carlos Piera, la poesía no teme acoger la contradicción, y es esa una de sus virtudes imprescindibles). Así, la huida de artificios retóricos, que puede desembocar en cierta sequedad expresiva, y esa labor de depuración de la experiencia a la que ya me he referido, es perfectamente compatible con una secreta sensualidad. La poesía de Simón es una poesía encarnada en un lugar, en un paisaje concreto. Sin embargo, estamos muy lejos de la mirada mediterránea del citado Brines, pero también de la de un Gabriel Miró o un Gil-Albert. El lugar de la escritura de Simón (como también su estilo) tiene que ver más con cierto Azorín y su gusto por la austeridad del paisaje, aunque sin huella alguna del espiritualismo noventayochista.  Como señaló con acierto Guillermo Carnero, el espacio, real y simbólico, de su lírica es el secano, lo que casa bien con su estilo con frecuencia descarnado, pero con una voluntad cierta de iluminación. Una voluntad que me atrevería a llamar solar, pero de sol del mediodía, a medio camino entre el delirio fecundo y la extrema lucidez.

Abundan en el poeta las composiciones de lugar al modo ignaciano (y de Brines), en las que la meditación sobre un espacio o desde un espacio (a menudo, la casa) es el punto de partida para una experiencia que parte del yo, pero que trasciende el propio yo. Para entender cabalmente el papel del sujeto lírico, hay que leer el poema, “Arco romano”, uno de los mejores del autor, en el que se expresa con claridad la inevitable huella del yo como centro de coordenadas de una visión del mundo, pero a la vez su escaso peso frente a la realidad que le rodea: “El arco es como yo, que no concluyo./ Porque fui contra el cielo como el arco:/ de vacío a vacío en la belleza,/ de la nada a la nada entre la luz”.

En concordancia con esa presencia del espacio, César Simón se nos muestra como un poeta extremadamente fiel a la inmanencia: “Nunca he brindado por la vida; soy la vida;/ por lo tanto, la vivo plenamente”.  Hay, es cierto, una sacralidad en su lírica, pero se trata de una sacralidad inserta en lo mundano, en la presencia desbordante de lo real, que niega y a la vez confirma el espejo vacío de la nada. De ahí la importancia de la carne en su escritura, que no se limita a la experiencia erótica, sino que apunta al misterio que une en la materia al sujeto y al mundo: “Pero existe la carne. En ella palpo/ las verdades que cuentan” . Si resulta indudable el tono elegíaco de no pocos de sus versos, al final tenemos que asentir a las palabras del propio poeta en Templo sin dioses  “Todas tus elegías fueron himnos”.- JOSÉ LUIS GÓMEZ TORÉ.

 

César Simón, Poesía completa, edición y prólogo de Vicente Gallego,  bibliografía de Begoña Pozo, Valencia, Pre-Textos, 2016.   

Escrito en Lecturas Turia por José Luis Gómez Toré

Es suficiente decir que el actual periodo no poético no consiste más que en frases, ensayos, fragmentos de ensayos, todo lo cual expresa la postura de un ser humano

E.E. Cummings

 

Nunca “escribo”. Sólo jugueteo

Charles Simic

 

 

 

 

 

 

 

“Las cosas verdaderamente íntimas no se escriben jamás”, escribió Victor Segalen en una ocasión. Pero entonces, ¿para qué escribir? Lo otro, lo que no es verdaderamente íntimo, ya lo sabemos, todos lo hemos vivido alguna vez en mayor o menor medida, no necesitamos que nadie nos lo recuerde, es más, no queremos que nadie nos lo recuerde. Lo que queremos saber en cambio son las cosas verdaderamente íntimas, esas que ni siquiera nos atrevemos a confesarnos a nosotros mismos. Si alguien lo hace por nosotros, nos está haciendo un inmenso favor, y se lo agradecemos infinito. ¿Lo verdaderamente íntimo serían entonces los grandes vicios y las grandes virtudes, aquello de lo que nos avergonzamos y aquello de lo que estamos orgullosos, que muchas veces es lo mismo, pero que si lo confesáramos nos quedaríamos desnudos y comprobaríamos, ay, que somos como los demás hombres? Así que estaba equivocado. Lo verdaderamente íntimo es lo que nos asemeja a los demás seres humanos, lo que nos hace humanos en definitiva. Y un poco tontos también naturalmente.

            En el año 1999, Iñaki Uriarte, que nació en Nueva York en 1946, es de san Sebastián y vive en Bilbao, como escuetamente reza (¿para qué mas efectivamente?) en la solapa de estos tres libros elegantemente negros (el negro sienta bien a casi todo), comenzó unos diarios de los que hasta la fecha lleva publicados tres entregas o volúmenes: 1999-2003 (2010), 2004-2007  (2011), y 2008-2010 (2015)[1]. La entrada de la Wikipedia es igualmente escueta y no da más información sobre el autor (aunque sí nos pone sobre la pista del estupendo artículo de Muñoz Molina, Viendo nevar fuera, publicado en El País (http://cultura.elpais.com/cultura/2015/03/23/babelia/1427134505_827622.html). También nos enteramos que obtuvo los premios Euskadi de ensayo y el Premio Tigre Juan en 2011. En 1999 el autor tiene 52 años, una edad perfecta para empezar a escribir. O para terminar. Kurt Vonnegut decía que a los 50 años cualquier autor norteamericano que se preciase había escrito ya lo mejor de su obra. Él a los 70 seguía todavía dándole a la pluma. O a la tecla seguramente. Pero, ¿cómo escribe Uriarte estos Diarios? Pues ni siquiera, nos dice, como aconsejaba el sabio Pla, “como se escribe una carta a la familia, pero con un poco más de cuidado.” Él lo hace en cambio sin ningún cuidado. Recela, con razón, del estilo, y se propone escribir, y a mi juicio lo consigue, “como si hablara solo”. Ni poéticos, ni teatrales, ni literarios. “Que la literatura es un arte en decadencia lo demuestra el significado habitual al que ha llegado el término “literario”. Hace tiempo que “poético” quiere decir cursi, y “teatral” equivale a “afectado”, pero ahora empieza a estar claro que el epíteto “literario” significa estrictamente “pelmazo””. Abrimos los Diarios.

Unos textos llenos de contradicciones, de dudas, de perplejidades, de humor. No se me ocurre elogio mayor. Me “enganchan” desde la primera entrada. Una mención al año del que provienen las notas, reflexiones, recuerdos, digresiones, apuntes, Benidorm, el gato, Montaigne, una frase dicha por un camarero, otra leída en un periódico, “chismorreos indispensables para alegrar los diarios”, otra vez el gato, otra vez Montaigne, y nada más. Ninguna mención del día en que fueron tomadas, o incluso de la hora, como hacen otros autores más meticulosos o maniáticos. Está claro que el día y la hora son detalles sin importancia para el lector, y el año una concesión, un dato orientativo que algún día puede serle útil a alguien. Las entradas son todas de corta extensión, apenas algunas sobrepasan la página, otras son auténticos y sabrosos aforismos (“En esta ciudad hay gente que admira a Unamuno porque era de Bilbao”, o este otro, más profundo: “Asistimos a nuestra vida, no la hacemos”, y uno más: “Con lo fácil que es no escribir un libro malo”.) Cada una describe un suceso, un recuerdo, una anécdota, una observación, un pensamiento, y aunque el autor dice no tener sueños recurrentes, en cambio sí tiene pensamientos y recuerdos recurrentes. Todos tenemos pensamientos y recuerdos recurrentes, que por lo demás no suelen ser demasiados. Con media docena de ideas, a veces no hace falta tantas, nos las apañamos muy bien. Iñaqui Uriarte, aunque dice recordar poco de su infancia y juventud, las recuerda. Muchas veces indirectamente, que es como casi siempre recordamos las cosas. El tiempo siempre es inclemente en un diario, y todo vuelve.

Pero, ¿de qué tratan estos Diarios, suponiendo que unos diarios tengan que tratar de algo en concreto? Uriarte nos lo dice en una de las primeras entradas: “Los buenos libros (él no se refiere al suyo naturalmente, pero yo sí) tratan siempre de lo mismo, de unas pocas cosas que no sólo son las más importantes, sino que son las cosas que nos pasan todos los días.”

            En los diarios de un escritor, y estos lo son aunque el autor no esté seguro de ser escritor, siempre salen muchos escritores. Es inevitable supongo. Escritores muertos y escritores vivos. Los escritores que cita un autor, y ahora hablo sólo de los muertos, pues a los vivos se los cita por muy variados, y a veces inconfesables, motivos, es un asunto que tiene su importancia. A fin de cuentas forman algo así como su constelación literaria, sus afinidades electivas. Autores que le han iluminado, guiado en determinados momentos, evitado que se perdiese en otros, o simplemente acompañado (yo con esto último ya me doy por satisfecho). Incluso autores que leemos aunque no nos gusten demasiado. ¿Quiénes son esos autores en el caso de Iñaki Uriarte? Borges, Kafka, Pascal, Rousseau, Pessoa, Montaigne... Veamos qué cita de este último. “Mi principal oficio en esta vida ha sido pasarla dulcemente y más bien apática que afanosamente.” “Nada me es tan odioso como la preocupación y el esfuerzo, y solo busco vivir con indolencia y dejadez.” ¿Buscamos en Montaigne la justificación de nuestra pereza? No, evidentemente. Lo que buscamos es que alguien nos diga que no necesitamos justificarnos por nada. “No he conocido a nadie que no hablara más de lo que debiera”, dice también Montaigne. La mayoría de los escritores, sobre todo si han tenido algún éxito, están aquejados de incontinencia verbal. Y una cita impagable sobre Montaigne de un higienista francés: “Una persona que lee a Montaigne tiene una esperanza de vida diez a quince años superior a la de una que no lo ha leído.” Yo esto me lo creo. En cosas más extravagantes cree la gente a pies juntillas. De Proust Iñaki escribe el mejor y más sincero elogio que he leído: “Esto no lo hago yo ni loco.” Y también: “No sé por qué es algo que no se suele resaltar, el humor estupendo de Proust.” Casi todos los grandes han tenido sentido del humor. El de Beckett también es estupendo. Y Cioran tiene un gran sentido del humor. Como Ferlosio, otro de sus autores favoritos. Hoy el sentido del humor escasea. Entre los escritores y en el mundo en general. En cambio todo el mundo se ríe de todo, pero casi siempre de una forma mecánica, compulsiva, sin verdaderas ganas, por cortesía, por contagio, por tontería. No es que el humor se haya perdido, es que, como tantas otras cosas hoy día, se ha degradado. Los graciosos, los chistosos, los ocurrentes que tanto abundan en todas partes, tienen el sentido del humor en el culo, si me permiten la expresión. Aunque el sentido del humor dice el autor que con la edad se gasta, y que las personas que se ríen mucho suelen carecer de él. Con esto último estoy bastante de acuerdo. Como con que es lo único, junto con la música, que nos salva muchas veces de caer en la desesperación.           

 

Escribir o no escribir

Escribir sin pretender ser un escritor puede que sea la mejor manera de escribir algo honesto. Pero, ¿quién escribe sin pretender ser escritor? ¿No hay aquí una contradicción en los términos? Lo que sí está claro, en cambio, es que sólo los libros honestos merece la pena leerlos, y éstos Diarios lo son sin ninguna duda. “Yo no escribo bien, no he escrito cuentos ni se me ha ocurrido empezar una novela, no tengo voluntad, talento ni ambición suficientes para meterme en ese berenjenal de angustias y montaña rusa de vanidades y humillaciones que supone intentar publicar un libro.” Y termina, más o menos: en fin, si hay que ser algo en esta vida, entonces bueno: escritor.

            Es posible que los escritores de diarios sean hombres solitarios, o a lo mejor es que los solitarios son más proclives a escribir diarios (aunque conozco varias excepciones, en los dos sentidos, a esta regla). De nuevo Montaigne, entrada final del año 1999, del prólogo de los Ensayos: “Es éste un libro de buena fe, lector. De entrada te advierto que con él (se refiere claro está a los Ensayos) no me he propuesto más fin que el doméstico y privado (…) lo he dedicado al particular solaz de parientes y amigos: a fin de que una vez me hayan perdido (lo que muy pronto les sucederá), puedan hallar en él algunos rasgos de mi condición y humor, y así, alimenten más completo y vivo, el conocimiento que han tenido de mi persona.” Y concluye el autor (Uriarte, no Montaigne): “Dejar un recuerdo: estas instantáneas, por ejemplo, aunque el fotógrafo sea malo y el modelo no pueda evitar la pose.” También es posible que haya diaristas que no escriben con la intención de publicar. Iñaki Uriarte dice que él es de esos y que hay otras muchas razones para escribir un diario. Admitido, pero porque nos da una pista en la que no habíamos reparado antes. Escribe: “Probablemente (los que no pensamos en publicar) entre los diaristas neuróticos somos la mayoría.” ¡Ahí está la clave! Los diaristas, como el resto de los mortales, se dividen en neuróticos e histéricos. ¿Cómo no había caído antes? Los histéricos no piensan en otra cosa que en publicar, en darse a conocer, en exhibirse, conceder entrevistas, salir en televisión, en cambio a los neuróticos les sucede todo lo contrario. Si se sienten muy agobiados son capaces hasta de dejar de escribir. El mundo se ensancha y se estrecha según el estado de ánimo. Uriarte dice que influye la edad, pero es que la edad influye en todo. Que cuanto mayor te haces, más grande e inabarcable es el mundo, y cuanto más joven, más pequeño y abarcable. Aunque también pudiera ser al revés.

            Los escritores, como cualquier ser humano, quizá incluso más que cualquier ser humano, tienen sus trucos, sus vanidades. Por ejemplo decir que no son escritores, o, si les da por ahí, y les da con frecuencia, decir que son meros escribidores. ¿A qué escritor no le gustaría escribir como Borges? ¿O como Simenon? Otro truco es el de las citas, del que yo también he abusado bastante aquí. Citar nos hace parecer más inteligentes de lo que somos. Así que ahí va otra cita, una cita sobre las citas, lo que ya es el colmo: Simon Leys dijo en una ocasión que lo mejor de sus libros eran sus citas.

           

Borges, Jünger, y el gato

Su gato se llama Borges. Ya está todo dicho. Yo hubiera dudado, aunque creo que al gato le habría gustado más llamarse Borges que Jünger (mi gata se llamaba Rita, como Rita). Y sobre los gatos, esos seres fuertes y suaves, amigos del silencio y el placer a la vez, esos seres pensativos que adoptan nobles actitudes, escribe todos los lugares comunes que cualquiera que haya tenido gato sabe que son verdad. ¿Y Jünger? “Jünger me pone de mal humor”, escribe. Y cita una frase de El autor y la escritura, un libro de aforismos del que tiene dos ejemplares, uno muy subrayado y el otro nuevecito y firmado por el autor: “¿En qué consiste el éxito de un diario? En el monólogo bien logrado.” (“Lo que trato de hacer aquí ahora es un monólogo”, escribe también él sobre sus Diarios.) El título de esta reseña, La quinta rueda del carro, también pertenece a ese libro. Cuando se lo puse yo no sabía todavía que al autor no le gustaba demasiado Jünger. Si lo llego a saber hubiera elegido algo de Borges. Por ejemplo Felices los felices, fantástica frase con la que termina su también fantástico Evangelio apócrifo. Aunque ya la ha utilizado Jasmina Reza para una de sus estupendas novelas. La de Jünger dice así: “Diarios, epistolarios: la quinta rueda del carro, y quizás la única que sigue girando póstumamente.” Desde luego a él (Jünger) puede aplicársele al pie de la letra. Con el Borges de Bioy aprende que no se puede juzgar a un hombre por su obra, o al menos sólo por su obra, algo que hacemos a menudo. Pero algo que hacemos todavía más: juzgar al escritor por una sola de sus obras, la que hemos leído, que muchas veces no es precisamente la mejor. No quiero decir que haya que leer todo lo que escribió un autor – aunque ¿por qué no? – pero no deberíamos aventurar un juicio a partir de sólo unas cuantas obras. A mí los diarios de Miguel Torga me parecieron magníficos. Claro que habrá entradas discutibles (las que cita Uriarte por ejemplo), tontas, ridículas, ¿pero en qué diario no las hay? Tampoco sé si se parecen a estos de Iñaqui Uriarte, aunque yo diría que no. Y también me parece acertado lo que dice de Steiner, y en general de todos aquellos que tienen opinión de todo.

           

El tren de juguete

El hombre feliz no escribe. Esta es otra de las ideas que se desprenden de la lectura de estos Diarios. “Continúa la buena racha y casi no apunto nada.” Pero habría que preguntarse si el hombre feliz tampoco lee, porque es muy posible. Aunque me resisto a creer que la ingente cantidad de personas que no leen (al parecer cada vez más, aunque, como también dice el autor, nunca se haya leído demasiado) sean felices. Supongo que lo mismo que escribimos por razones personales, leemos por razones personales. Esto es una perogrullada efectivamente. Es inevitable, nos dice también el autor, escribir tonterías. Pero lo bueno, o lo malo según se mire, de las tonterías, es que no sabemos que lo son hasta pasado un tiempo. A veces no llegamos a saberlo nunca.

“No está claro por qué o para qué escribo estas páginas.” Y entonces el autor se contesta a sí mismo una serie de razones, tan banales como sinceras y profundas. Ahí van: “Para calmar los nervios. Para leerme más adelante, mañana mismo o dentro de diez años. Para que no solo queden fotos mías, sino también algo de lo que pensé. Para que persistan en una balda de la biblioteca de Toni Etxea, por si a alguien le interesa algún día lejano echarles un vistazo. Para enseñárselas a algunos amigos. Porque me entretiene mucho hacerlo. Porque es como un gran tren de juguete que me he montado en este cuarto, al que voy añadiendo piezas. Porque un día miré para atrás y vi que no me acordaba de nada y desde entonces decidí guardar algo, como quien acumula monedas en una hucha.” Por su parte, Orwell describe los cuatro motivos a su juicio que llevan a un escritor a escribir. El primero es el egoísmo puro y duro y lo explica de esta manera: “Deseo de parecer inteligente, de que se hable de uno, de que a uno se le recuerde después de muerto, de resarcirse de los adultos que abusaron de uno en su niñez, etcétera. Es una paparruchada fingir que este no es un motivo, porque además es de los más potentes.” Y algo más adelante: “Todos los escritores son vanidosos, egoístas y perezosos. En el fondo de su ser, sus motivaciones siguen siendo un misterio.” (George Orwell, Por qué escribo, en: Ensayos, varios traductores, Barcelona, Debolsillo, 2014, págs. 783 y 787.)

 

Leer o no leer

He leído… estoy leyendo… me han regalado el libro… “Lo más interesante que me suele ocurrir es la lectura de libros”, anota en el año 2005. Hablar de las lecturas de uno parece algo inevitable en los diarios de un escritor, aunque sea un escritor tan especial como Iñaki Uriarte. Quiero decir sin más obra que se le conozca (o que yo conozca) que estos espléndidos Diarios. Pero él lo hace con sinceridad y educación a la vez (cualidades raras y seguramente contraproducentes también en un escritor). No busca hacer daño ni parecer inteligente, no pontifica ni trata de convencer a nadie de nada, sencillamente a él no le gusta una novela que parece haber gustado a todo el mundo, un “clásico vivo”, una “obra maestra”, un descubrimiento de última hora, y lo dice. O quizá la literatura, como apunta al principio de 2005, le está dejando de gustar. Aunque no lo creo. Creo que él tampoco lo cree. Al contrario, cuando te gusta la literatura, te gustan de verdad muy pocos libros. Y la novela, que sigue siendo lo más difícil, es la primera en resentirse. Por eso, y por otros motivos, personales seguramente, dice que lee con más gusto ensayos biográficos y diarios. Y siendo como él un ávido lector de diarios, memorias, conversaciones, etc., siento disentir en este punto. Permítanme recordar aquí a un autor recientemente fallecido, cuyas obras (soberbios ensayos literarios) son en mi opinión un portento de inteligencia y lucidez. Cuenta Simon Leys en L’ange et le cachelot, que cuando era estudiante, el filósofo Alphonse De Waelhens enseñaba en su universidad. En una ocasión le pidió una bibliografía de las obras esenciales que debería leer cuanto antes. De Waelhens, encantado, se la proporcionó, y añadió estas palabras, las únicas que se quedaron grabadas en la memoria de Simon Leys: “Y sobre todo, no se olvide de leer muchas novelas.” Pero nadie lee para conocer el mundo y hacerse más sabio. Y menos todavía, a no ser en la infancia, para vivir otras vidas (esta es una de las mayores tonterías que he oído a personas inteligentes, como si no tuviéramos ya bastante con la nuestra). ¿Lo hacemos entonces por diversión, curiosidad, vanidad, como decían el Dr. Johnson y Montaigne? Pudiera ser. ¿Acaso no son nobles motivos? Ah, y no importa que los libros se olviden. En esta vida se olvidan muchas cosas, y las que recordamos no son precisamente las más importantes.

“Nunca he sabido lo que son las cosas importantes de la vida”, ni sentido “la satisfacción del deber cumplido”, ni “me he buscado a mí mismo”, ni todas esas solemnes banalidades que tanto se prodigan hoy. “He llegado a un momento de la vida en que no tengo certeza de mis certezas.” De creerle, -- ¿y por qué no habríamos de creerle? – a medida que pasan los años cada vez toma menos notas, apunta menos cosas, escribe menos, duda más. ¿No debería ser lo contrario? Él lo relaciona en cierto modo con la publicación de los dos primeros volúmenes de estos Diarios. ¿Está perdiendo espontaneidad? ¿Es más exigente consigo mismo? ¿Ha cobrado el diario más importancia que la vida? El caso es que en una entrevista ha dicho que se acabó. Al menos por lo que respecta a publicar. Esperemos que si sigue escribiendo como antes, sin ninguna intención de publicar, llegue un día en que algo o alguien le vuelva a convencer. 

Los libros suelen surtir muchos y diferentes efectos en los lectores, nos pueden entretener, nos pueden indignar, nos pueden conmover, nos pueden aburrir, aunque lo más frecuente es que nos dejen indiferentes. Los Diarios de Iñaki Uriarte consiguen algo que muy pocos libros consiguen hoy: nos hacen compañía. En 2010 escribe Uriarte esta entrada: “Si de alguna cosa pudiera preciarme en esta vida es de esos momentos en que he tenido y podido contagiar un poco de calma a mi alrededor”. Pues bien, algo bastante parecido a la calma es lo que contagian estos Diarios. ¿Qué más se puede pedir a un libro?

 

 



[1]          Iñaki Uriarte, Diarios, vols. I, II y III, Logroño. Pepitas de calabaza, 2010, 2011 y 2015 respectivamente.

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Arranz

4 de mayo de 2018

Tú me dirás si ha valido (o vale) y cuánto puede costar o servir, si

paga o es pagada, la vida de un hombre a quien todo se le escurrió,

al que casi todo le salió mal –muchas de las cosas que más quería-

por el único y casi indescriptible deseo de perseguir y acumular belleza,

arte desde luego, libros, paisajes, gemas, pero sobre todo belleza

masculina joven acumulada en aventuras, álbumes de fotos, capturas

de internet y hasta oscuros insaciables bordes, porque la belleza es plural

y carece de límites pues muta y se multiplica incesante. Pero yo lo he

visto, no puede resistir el paso de un hermoso sin mirar, sin volverse, sin

codiciarlo con una sed insuperable de ventura… Ni la edad, ni la

decadencia del sexo han frenado ese apetito voraz y refinado de

catalogador y coleccionista de beldades jóvenes… El amor no tuvo apenas

sitio en su vida, nunca entendió el afecto que dura, pues la belleza

efímera, ya obtenida, deja paso a otra y el turno continúa y no termina…

A veces se siente equivocado  (o lo siento yo) y otras creo que es un héroe

quien, por una innominada vocación, todo lo ha consagrado a la belleza,

que si a ratos se tange entre sí, jamás, nunca jamás se reduplica…

¡Mi amigo intranquilo y soñador siempre detrás de la hermosura!

Sólo algún dios del viejo paganismo osará comprenderte, aquí te verán

fuera del mundo, como tú tantas veces has codiciado estar, si es verdad

la platónica escala que del cuerpo señero o turbulento conduce a las

estrellas… Albricias y constantes agonías de quien en su vida sólo

pretendió belleza y más belleza, hasta un agotamiento estéril, rico.

Esteta, obseso, loco, aristocratizante, misógino, son términos

benévolos que ha oído mi amigo,  pensado incluso que podían

contener razón (un grano de razón, al menos) pero que él no podía

cejar en la búsqueda febril, diaria, absurda, deslumbrante, abrumadora…

No he visto persona más singular  quimérica, el cosmos y el

apocalipsis de todos los grados y modos de belleza… Le dije:

¿Es posible que no puedas dejar de seguir con la vista a cualquier

hermoso que a tu lado pasa, fugaz? Contestó: No. De veras imposible.

                                               

             &         &        &

 

Vio a Moreno en un rincón de Colombia. Un chico con dieciocho años,

un cuerpo dorado y turbador y una vida menesterosa y pobre. Como

Sócrates miró los muslos del doncel magnífico, su total sensualidad, la

verga poderosa, el rostro angelical, negros los ojos, de quien sólo

tenía como futuro una obtusa paternidad y un orbe de carbones; lo

midió entonces, lo cuidó, le hizo hacer esplendidas fotos vestido y

desnudo, en un relumbrar que cualquiera veía, lo agasajó, premió,

acarició, durmió con él en un sueño de reales arcángeles, y lo dejó

sabiendo que si había salvado el instante, nunca podría salvar la vida

toda del muchacho que en las afueras de Bucaramanga no saldría quizá

de aquella casucha con nenes gritones, una mamá mandona, y muchachas

abundantemente embarazadas y perros que aúllan al olor de los sémenes,

aunque en ese instante era perfecto, duro, pleno poder de semidioses…

Moreno fascinante: la vida no se hizo para ti ni para mí. Observa, a ambos

nos destruye. Yo dejo el testimonio del sol solar y tú de fallebas de luna…

¿Qué es la belleza, porqué caen sus poseedores y orate es quien la busca?

¿Respuestas? Solo Tiempo que enaltece, enloquece, mata y encumbra.

 

 

 

(Indicación para la imprenta: ¡es un poema en prosa!)

Escrito en Lecturas Turia por Luis Antonio de Villena

Hay personas con una cierta tendencia a visitar aquellos lugares en los que compartieron vivencias con otras que de alguna manera impactaron en su espíritu, y para mí uno de ellos fue la casa de María Zambrano en Roma. Yo viví en la capital italiana en los años 1956-57, como estudiante del Centro Sperimentale di Cinematografría. Había renunciado a mi carrera universitaria de Derecho que, aún habiéndola terminado, nunca llegaría a ejercer. Mi ilusión era el Cine pero todavía no me había dicho nadie que para ejercer esa disciplina, mitad industria mitad arte, se necesitaba principalmente, cultura, y la mía era muy escasa. El primer año de la Escuela me entregué totalmente a los estudios de Cinematografía pero el segundo todo cambió. Conocí a María Zambrano, su palabra despertó mi sensibilidad y con ella la escala de valores que hasta entonces había sostenido, empecé a considerar más la parte literaria del film y a mirar y juzgarlo como una obra de arte donde la palabra, el argumento-guión, el montaje, la interpretación, jugaban un papel primordial, en detrimento de la técnica que hasta entonces había sobrevalorado. Mis visitas a María fueron cada vez más frecuentes. Me familiaricé con esa Piazza del Popolo donde vivía, y mi admiración y cariño correspondió al que ella y su hermana Araceli me manifestaban.

Mi pequeña habitación en la lejana casa pensión de Via Valerio Publicola, se llenó del eco de su palabra, una sensación que nunca antes había experimentado. Como decía, el cine en ese segundo curso, dejó de tener la importancia que en el anterior había tenido, salvo las consultas o comentarios de algún guión o película en la que estaba interesado en aquel momento. Para María, la imagen estaba ligada a la ficción: “El Cine nos hacía ver, regalaba otra pupila y traía la liberación de la mirada y aun de los sueños.”

En esta visita, pasados tantos años, he subido las escaleras del palazzo donde ella vivió hasta el piso primero, y sin saber cómo, me he encontrado llamando a la puerta, tan sólo quería ver la Piazza  y los templos de Montesanto y dei Miracoli, redondeados por el ventanal del pasillo de su antigua casa que mi memoria buscaba. Recordé entre otras cosas, a los gatos, muchos, que siempre acompañaron a las hermanas. El poeta cubano y buen amigo de ellas, José Lezama Lima los recuerda en unos versos hilarantes: “María… se nos ha hecho transparente/ no le teme al fuego ni al hielo./ Tiene los gatos frígidos/ y los gatos térmicos…” Mentalmente analicé mi trayectoria artística posterior a aquellos años, seguro de no haber cumplido con lo que ella esperaba de mí, pero en la vida de una persona, intervienen factores imprevisibles que deforman caminos, dejándolos en veredas difíciles de transitar.

Atravesé el portal de entrada y me senté en una de las mesas interiores del café Roseti donde tantas veces compartí mesa con las hermanas Zambrano y otros amigos, algunos también exiliados. Recuerdo el día en que Araceli habló de las canciones de la guerra perdida, y las cantamos, y las cantaron, pero la emoción de ellos, que la habían vivido cerca de las bombas, me hizo callar y escuchar en silencio. Me contagiaron la nostalgia y comprendí, de repente, el dolor de aquellos exiliados forzosos que habían perdido sus raíces, unas almas con una sola obsesión, el retorno. María lo dice mejor: “…tener el alma como un derecho a la memoria de su origen y a la pretensión de encontrarlo”. Un estar en el exilio como un alejamiento de lo querido, una añoranza enamorada.

“Todo en María desemboca en otra cosa, todo unifica a un matiz de más allá”, decía de ella E. M. Ciorán, ese exquisito de la amargura, otro exiliado que tan fructíferas conversaciones hubo de tener con María en el café parisino de Flore donde solían encontrarse. “ Quien como María yendo al encuentro de nuestras inquietudes posee el don de dejar caer el vocablo imprevisible y decisivo, la respuesta de prolongaciones sutiles (…) y nos reconcilie tanto en nuestras impurezas  como en nuestros callejones sin salida y nuestros estupores”.

María soportaba el exilio con resignación y dolor, “ el exiliado está naciendo huérfano de patria y amparo (…) venidos de una guerra como héroes sin pasión de heroísmo (…) transformándose, sin darse cuenta, en conciencia de la historia”. En una ocasión recordó el poema de su admirado Luis Cernuda, titulado “Ser de Sansueña” que ella calificó de insuperable, enfatizando los versos en que Sansueña y España se complementan: “…y ser de aquella tierra lo pagas con no serlo/ de ninguna: deambular, vacuo y nulo/ por el mundo, que a Sansueña y sus hijos desconoce”. Pero no sólo evocaba el exilio de Cernuda, sino también el de Bergamín, Alberti, Diego de Mesa, Jorge Guillén, Herrera Petere y otros amigos, todos tratando de rehacer una vida fuera de su patria, de la que no se desarraigarían nunca. María tuvo presente ante todo, Segovia, pues allí se quedaron los más entrañables recuerdos de juventud, “entraña que sólo se cura despertando”. Años más tarde, yo filmé la evocación que hace de esta ciudad en su breve poema filosófico, Un lugar de la palabra: Segovia. Allí vivió “…ese largo, inmenso tiempo que va desde el comienzo de la plenitud de la infancia, hasta el comienzo de la plenitud de la juventud (…) una ciudad, pues, vivida entre el reiterado estar a morir y el reiterado ir a renacer, que con tan poca tregua se suceden en esa inmensa época de la vida”.

En esa madura juventud en la que regresé de nuevo a España, la vida la reanudo con diversos proyectos y abundantes sorpresas, unas gratas y otras no tanto, sobre todo las familiares, muerte de mi padre y liquidación de su negocio etc., por lo que dejo de comunicarme con María durante algún tiempo, aunque un año más tarde requiero su ayuda en vísperas de publicar un libro infantil con la editorial Alfaguara. Le pido que me escriba un prólogo que ella me manda encantada. No obstante la censura española lo prohibió aunque tras mi recurso, accedió a que saliera pero como epílogo. Ya lo he contado alguna vez, aquellos guardianes no censuraban el texto del prólogo sino a su autora, su nombre. “La roja, habrán dicho”, me recordaba triste en una carta pues yo sabía que eso le dolía porque ella no había sido de color alguno nunca, sí republicana, una republicana universal que supo agradecer con afecto a los reyes Don Juan Carlos  y Doña Sofía, la visita que le hicieron en su casa madrileña de la calle Maura en los últimos años de su vida.

Cuando regresó a Madrid en el año 1984, yo estaba realizando para TVE mi programa sobre Pintura Mirar un Cuadro. Le ofrecí la posibilidad de protagonizar uno, propuesta que acogió con entusiasmo pues le daba ocasión de contactar con el Museo del Prado que tan presente había tenido durante todo su exilio. Eligió la pintura atribuida al Maestro de Flénalle, Santa Bárbara, cuyo texto envié y publicó más tarde, el diario El País.

El que ocupara en ese tiempo la dirección de Radio Televisión Española, Pilar Miró, tan receptiva a la cultura, me permitió realizar una biografía filmada de la filósofa, haciendo un recorrido por las principales ciudades de su exilio y contactar con algunas de las personalidades que la conocieron: Octavio Paz, Ciorán, Rosa Chacel, Martínez Nadal, Eliseo Diego, Cintio Vitier, las hermanas García Marruz, Elena Croche y muchos otros. Pero al tiempo que grababa la Santa Bárbara para el programa Mirar un Cuadro, recordó otra pintura que quiso grabar: La Tempesta de Giorgione que meses más tarde publicó la revista turolense Turia. La tempesta tiene algo que ha fijado en mi memoria, mi atención, que me ha acompañado, que parece que sea algo así como un espíritu, un ánima más bien, pues el espíritu no se pinta, sino que hace pintar, muy veneciano, típicamente veneciano”.

Los últimos años que pasó María en Madrid debieron ser para ella de una enorme alegría mezclada, sin duda, con recuerdos del pasado nada gratos, sobre todo los de la Guerra Civil. No obstante he de decir que el grupo de amigos y familiares que la rodearon en esos días, se esforzaron para que le fueran lo más acogedores posible. También la acompañaron en Madrid sus dos últimas gatas, Lucía y Pelusa, que habían viajado con ella desde Ginebra. Tras su muerte, y ya depositada en su sepultura de Vélez Málaga, una de aquellas amigas y admiradoras, montó en su coche a las gatas y las soltó en el Camposanto de Vélez. Ya veis como la sensibilidad y hechizo de María, conectaron hasta el último momento con las personas que la conocimos y amamos.   

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Castellón

4 de mayo de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Hoy que termina marzo

y que el sol de la tarde, ya vencido,

se tiende extenuado sobre el mar

y ahí, al tocar las aguas,

se va apagando en un chisporroteo

de ascuas pequeñas y de signos de oro,

cómo no agradecer emocionado,

antes de que la noche sobrevenga,

que este instante del mundo

—tan alegre, tan triste, tan intenso

como todo lo hermoso—

coincida en su existir con mi existir

y lo sepan mis ojos.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Sánchez Rosillo

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