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3 de septiembre de 2018

Me dijeron que la habían plantado. Que volvería a nacer, igual que una semilla arrojada a aquel pedazo de tierra tan a resguardo. La muerte de los niños es así, dijo mi madre. Mi padre, sublevado, pensaba que hubiera sido mejor haberla echado a la boca de dios. Cuando comenzó a llover, nuestra gente se apartó a los lados, y vi cómo él se quedaba aún allí solo. Pensé que iba a excavarlo todo de nuevo con sus propias manos y que iría montaña arriba hasta la fosa aciaga, cargando con el cuerpo apagado de mi hermana.

Éramos gemelas. Niñas espejo. Todo a mi alrededor quedó partido por la mitad con su muerte.

Aquella noche al acostarme sentí el lento hormigueo de la tierra en la piel y la humedad inundándolo todo. Comencé a oír el ruido en sordina de los pasos de las ovejas. Así fue como lo expliqué, asustada. Me dijeron que tal vez la niña muerta había continuado en mi cuerpo. Seguía viva, de alguna forma. Y yo creí de forma cándida que era verdad que la habían plantado para que germinase de nuevo. Podía ser que brotase de allí un árbol raro para nuestro rincón abandonado en los fiordos. Podía ser que diese flor. Que diese fruto. Mi madre, debilitada y siempre enferma, me tomó de la mano y me dijo: tienes dos almas que salvar. Me asusté tanto como ternura sentí por ella. Mi madre no iba a perdonarme ningún fallo.

 Pensé que mi hermana podría brotar en forma de árbol de músculos, con ramas de huesos de las que florecerían flores de uñas. Miles de uñas creciendo, quizás, en dirección al sol escaso. Quizás crecerían como garras afiladas. Pensé que la muerte sería igual que la imaginación, entre lo encantado y lo terrible, llena de brillos y de susto, hecha de ser al azar. Pensé que la muerte estaba hecha al tuntún.

Me acostaba en la cama, imaginaba la tierra en el cuerpo, el agua, los pasos de las ovejas, ninguna luz. Mucho frío. Hacía mucho frío. No me podía ni mover. Los muertos no se encogían, no se arropaban mejor, se quedaban tal cual los hubieran dejado. Y yo sabía que debería haber previsto eso. Debería haber comprobado que llevase un jersey, que tuviese el cuello resguardado, que le hubieran puesto almohadas o si tenía apenas un tejido en las tablas duras. Después iba asumiendo la certidumbre de que mi hermana había sido acostada en la tierra como otro resto cualquiera.

La gente ya llamaba a aquel pedazo de tierra la niña plantada. Así decían. La niña plantada. También parecía una chanza, porque el tiempo pasaba y nada germinaba, no germinaba nadie. Era un plantío ridículo. Algo para consolar la cabeza afligida de la familia. Pero no servía para ningún trabajo. Y me preguntaban: es verdad que los gemelos se quedan con dos almas. Como si yo me tuviera que sentir gorda o pesada, como si algún cambio en el cuerpo o en la luz de mis ojos evidenciase la obligación de hacer que mi hermana viviese. Tienes un fantasma dentro, afirmaba Einar.

Yo seguía siendo delgada. Tan sólo un esbozo de persona. Casi no existía. No me parecía que hubiera adquirido nueva gordura y a duras penas encontraba sitio para el alma que hasta entonces me había correspondido.

A mi hermana le gustaban los dulces y yo los odiaba. Quizás la gente se esforzase en convencerme de que comiera dulces para consolar su alma. Quizás pudieran comenzar a gustarme los snudurs, si es que Sigridur estaba de veras metida dentro de mí. Cuando los probé los odié igual que hacía antes, y la ausencia de mi hermana no hacía más que aumentar. Yo decía que el azúcar me venía a la lengua como sangre.

Sólo por anticipación podría yo sentir la tierra y el agua. Durante un tiempo, entendí, la caja en la que la habían guardado la protegería, limpia, antes de que se mezclase todo, podrido, hasta desaparecer. Aún así, me acostaba con la muerte. Me ponía las manos en el pecho como habían hecho con Sigridur, inmóvil, e imaginaba cosas en lugar de dormirme. Imaginar era como morir.

Al cabo de unas noches sentí que un bicho me picaba. Un bicho dentado que claramente devoraba una parte de mi cuerpo. Aterrorizada, me levanté. La lumbre estaba ya floja, la casa se enfriaba. No la toqué. Tan sólo miré como quien espera que nazca el sol de una llama cualquiera. Podía ser que se hiciera el día a partir de una hoguera pequeña que fuese más amiga del sol o supiese, súbitamente, volar.

Pensé que quería ver una pequeña hoguera volando.

Cuando mi padre se levantó, fue eso lo que le confesé. Yo sabía que los bichos devorarían el cuerpo de Sigrid. Si su destino fuera ser una semilla, si confiaba en germinar, no lo conseguiría si las bichos devoraban sus brotes. O podría ocurrirle igual que a esos árboles pequeños de Japón. Árboles que querían crecer más pero a los que alguien mutilaba para que se quedasen raquíticos, tan sólo graciosos, humillados en su grandeza perdida. Mi padre, que era un soñador nervioso, me abrazó brevemente y sonrió. Una sonrisa silenciosa, un modo de revelar ser tan inservible como yo para la exageración de la muerte. Comencé a sentirme violentamente sola.

Los bichos, apresurados y repletos de estrategias, masticaban a Sigridur para que siguiera siendo una semilla cerrada, impidiendo que creciera hasta verse por encima de la tierra, hasta llegar a la altura de nuestros ojos, haciendo algún ruido a medias con el viento, espiando por sí misma el mar. La devoraban para que la piel se mantuviese infértil, apenas secándose de podredumbre como el tiburón en el almacén grande.

La niña plantada no podía regresar, pensaba yo con terror. La tierra estaba infestada de seres asesinos, envidiosos, golosos de la felicidad de los otros. Que le comen la felicidad.

Pensé que mi hermana tan sólo se iba muriendo más y más a cada instante. Era una niña bonsai. Me lo explicó mi padre. Esos árboles, dije yo. Bonsais, respondió él. Con ellos se hacen jardines raquíticos. Como si los japoneses prefirieran que las cosas del mundo fueran diminutas. Cosas enanas. O, si no, para que los hombres adquirieran las propiedades de los pájaros. Estuve de acuerdo. Circularían entre los árboles pequeños con la impresión de ser pájaros en pleno vuelo.

Me gustaría que mi cuerpo pudiera frenarse del mismo modo. Ser niña eternamente por voluntad propia, sin que diera mucho trabajo. Ser siempre así, igual a como había sido mi hermana. El único modo de continuar siendo gemelas. Sabes, padre, si yo crezco y Sigrid no crece al mismo tiempo va a ser difícil reconocernos. Haz de mí un bonsai. Te lo ruego. Corta mi cuerpo, impide que cambie. Golpéalo, asústalo, oblígalo a no ser otra cosa que una imagen cristalizada de mi hermana. Voy a empezar a caminar encogida, a dormir apretada, a comer menos. Voy a soñar siempre lo mismo o a soñar menos. A querer lo mismo durante toda la vida o querer menos. A querer lo que ella quería. Si los bichos de la tierra no permiten que se haga mayor, si es verdad que se la llevarán por entero, que por lo menos quede yo, por las dos, siendo igual, para que no muramos. Por lo menos deberíamos haber enterrado unas flores junto a ella. Para que florecieran. Porque no puede ver más que bichos y tierra sucia. No cogimos flores, fuimos muy egoístas. Había tantas en el matorral. Olían bien, algunas.

En mis sueños imaginaba jardines de niños. Los árboles bajos de los cuerpos, hablando, jugando con los brazos y los pájaros posándose entre sus hojas. De los brazos colgaban hojas y sostenían nidos en las manos y los niños eran siempre pequeños, animados por la ingenuidad, agradecidos por la vida sin saber de otra cosa que no fuera la vida. Y soñaba que las personas japonesas venían a contemplar el jardín, y arrojaban agua de regaderas coloridas que lavaban los pies-raíces de los niños bonsáis. Y sólo por la noche, cuando estaba bien oscuro, alguien venía con un cuchillo a cortar las partes de los cuerpos que se estaban alargando. Cortaban con cuidado, cada noche, para que los niños no se deformasen, para que envejecieran sin que se notase. Incapaces de mostrar su edad. Libres tan sólo de usar su edad para la manutención eufórica de la infancia. Sufrían los cortes en silencio. Conscientes de la maravilla que obtenían a cambio de aquel dolor.

Al ver la inmensidad de los fiordos, las montañas de piedra cortadas con rigor, la ausencia de movimiento, pensé que el mundo mostraba la belleza pero lo único que era capaz de producir era horror. De nuestra gente quedaban allí dos decenas de casas habitadas, contando la iglesia y el minúsculo cuarto donde dormía el insoportable Einar. No había más niños. Era todo viejo. La gente, los sueños, los miedos y las montañas.

Puede ser que yo estuviera más delgada aún por haberme librado de los pocos gramos que pesaba el alma. Mi madre me llamaba estúpida. Le pregunté qué sentido tenía la vida para ella. Qué intentábamos descubrir en ella. Pero ella nunca lo sabría. Se sorprendió con la profundidad de la pregunta. Fue un modo instintivo que tuve de hacerle daño, para que dejara de ofenderme con su continuo e impensado rechazo. Nos hacíamos daño, pensaba yo, siempre por culpa de la ternura. Como si la reclamásemos al mismo tiempo que la perdíamos, cada vez.

Más tarde escuchaba cómo avisaba a mi padre. En algunos casos de muerte entre gemelos quien sobrevive va muriendo de un cierto suicidio. Desiste de cada gesto. Quiere morirse. Eso decía ella.

Cuando me di cuenta de que estábamos solos, tranquilicé a mi padre. No quería morir. Estaba entre matar y morir, pero no quería ni lo uno ni lo otro. Quería quedarme quieta.

Lo repetí: la muerte es una exageración. Se lleva demasiado. Deja muy poco.

Comenzaron a hablar de las hermanas muertas. La más muerta y la menos muerta. Obligada a andar llena de almas, yo era como un fantasma. Einar tenía razón. Nuestra gente me miraba sin saber si yo me convertiría en santa o en demonio. Los santos se aparecen, los demonios espantan.

 

***

Mi madre se pasó una lámina por el pecho. Dibujó un círculo torcido con el pezón en el centro, como si quisiera retirar un huevo de la piel. Parecía una runa haciendo de corazón. Se leía tan sólo una tristeza desesperada y presagiaba cosas malas. Mi padre enseñaba que ya no adorábamos a los dioses antiguos porque ignorábamos lo que nos habían ofrecido y cerrábamos los ojos a las pruebas de su existencia. Decía que mi madre era una ignorante y que su ritual no tenía sentido. La desesperación era lo contrario de cuanto debíamos saber. Al día siguiente estaba esparcido por todo el páramo el cuerpo de una oveja.

Por causa de la furia, mi madre despedazaba animales en una loca expiación de su dolor. De poco le servía. Confundida por los modos cristianos, cantaba el himno fúnebre de Hallgrímur Pétursson y lo ensangrentaba todo. Bebía. Se quedaba tonta barajando versos y recados. Me llamaba, ya tumbada en la cama, incapaz de levantarse para cuidar de las ideas que tenía.

La oveja esparcida se quedó allí como si hubiera caído como lluvia del cielo. En el infierno llovían cuerpos despedazados y las nubes eran pozos de sangre vagabundos, como sartenes hirviendo de donde los muertos se caían. Mi madre decía que era necesario pedir perdón. Yo escapaba de ella. Hacía cualquier cosa con tal de estar lejos de ella.

Ahuyenté a los carneros, a las ovejas hacia arriba, para dentro del corral. Fui haciendo rodar la carne a patadas páramo abajo, hasta el agua. El agua limpiaba los menudos, deshacía la sangre. El mar arrastaría lo demás lejos, hasta la boca de las ballenas. Miré la piel. Tiré la cabeza del animal a una fosa lejana. Limpié el plumaje que había recogido. Pensando en el invierno.

Mi madre me preguntó por el plumaje. Lo había recogido de los nidos abandonados por los patos. Serviría para la ropa de cama. Estaba cansada. Estoy cansada, madre. Mientras el luto era intenso la compasión no se sentía. Me obligaba a una resignación callada. Me levantaba la mano.

Aquella noche, mi padre salió con el barco. Fuimos a decirle adiós. Nunca lo hacíamos. Estábamos ridículas. Él no marchaba, tan sólo trabajaba. Después, ella me sentó en un banco pequeño. Sostenía el cuchillo en su mano. Pensé que me mataría y me esparciría como a una oveja. Juzgué que mi sueño de esculpir a los niños como semillas era muy cierto. Quería retirar un huevo de mi piel, también. Quería que, como en su pecho, se viese mi corazón. No hizo nada más. Me dejó dormir con mi susto. Aplastada por tanta tristeza y tanto miedo.

El infierno no son los otros, pequeña Halla. Ellos son el paraíso, porque un hombre solo no es más que un animal. La humanidad comienza en quienes te rodean, y no exactamente en ti. Ser persona implica a tu madre, a nuestra gente, a un desconocido, o a su expectativa. Sin nadie en el presente ni en el futuro, el individuo piensa tan sin razón como los peces. Dura por su ingenio y perece como un atributo indistinto de otro planeta. Perece como una cosa cualquiera.

Pintábamos los muebles con flores oscuras. Tardábamos mucho y la casa olía a pintura mala, barata, que tardaba en secarse. Mi padre me impedía llorar mediante el oficio de la racionalidad.

Aprender la soledad no es más que darnos cuenta de lo que representamos entre todos. Tal vez no representemos nada, lo que me parece imposible. Cualquier rastro que dejemos en la ermita es una conversación con los hombres que, cinco minutos o cinco mil años después, descubran nuestra presencia. Difícilmente se puede concebir un hombre no motivado por dejar un rastro y, de ese modo, conversar. Y si existiera un ermitaño así, empecinado, seguro que tendrá en el cielo y en la tierra una idea de compañía, espiritualizando cada elemento como quien busca puertas para llegar a conversar con dios. Siempre estamos conversando con dios. La soledad no existe. Es una ficción de nuestras cabezas.

Los hombres solos entienden que hay alguien en el agua, en la piedra, en el viento en el fuego. Hay alguien en la tierra.

De cualquier modo, le expliqué a mi padre, mi madre me odia. Y eso hace que llore, me deja triste, y me ofende.

Él insistía en explicarme que los niños eran modos de espera. Quería decir que los niños no tenían verdades, sino tan sólo pistas. Su mundo se hacía de apariencias y tendencias. Nada estaba definido. Ser niño era esperar. También significaba que esperaba de mí una fuerza admirable apoyada tan sólo en mi edad y no en ninguna otra cosa. Me abandonaba a mi suerte, llena de palabras extrañas cuyo significado me costaba encontrar.

Miré los muebles viejos y me parecó que ya eran tristes antes de que los oscureciéramos. Eran los muebles de nuestra ermita.

Qué maravilla, la hondura de los volcanes que respiran y aguardan. Qué maravilla, la espesura de las montañas que se esconden bajo las aguas y aguardan. Decían los viejos cargados de ideas inútiles. Los profundos viejos. Gastados por el coraje, crecidos por la desconfianza. Yo pasaba y ellos siempre con exclamaciones. Palabras acerca de cómo debía ser cada gesto, cada sentimiento, cada sueño de futuro. Como si el futuro estuviera preparado para ser igual que el pasado, a los días ya gastados por ellos. Como si yo aún estuviera a tiempo de ser igual que ellos. Una vieja metida para dentro conspirando inconfesablemente contra todo y contra todos.

Quien tiene hijos necesita futuro. Así les oí hablar.

Espiaban el agua para descubrir si había movimientos sospechosos. Casi todos querían ver montruos. Nadie se convencía de que los mares sólo existían para los animales de clara ciencia. Algunos juraban haber visto cabezas levantadas, hechas de diez ojos y bocas de mil dientes. Monstruos oceánicos. Veían el océano como sangre de cristal. Se balanceaba sinuoso ante nosotros, hermosísimo, pero se cargaba de peligros y amenazaba con ahogarnos a todos. El oceáno descendió de las venas puras de dios. Decía un viejo. En las venas puras de dios viven parásitos monstruosos.

 

Capítulos 1 y 2 de la novela A desumanização (2013).

Traducción de Martín López-Vega

Escrito en Lecturas Turia por Valter Hugo Mae

CARMEN OLLÉ Y ENRIQUE ANDRÉS RUIZ DAN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UNESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES  

La revista TURIA se presentó el 25 de julio en la Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA) un número especial denominado “Letras de España y Perú”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Se trata de una iniciativa cultural enmarcada en el conjunto de actividades que protagoniza España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura y Deporte. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES  ESPAÑOLES Y PERUANOS

La escritora peruana Carmen Ollé será la encargada de presentar, el próximo día 25 de julio, la revista TURIA en la Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA). El evento, que se celebrará a las 18 h en el auditorio César Vallejo de dicho recinto ferial, permitirá dar a conocer un número especial de la revista denominado “Letras de España y Perú”. Le acompañarán en la presentación, el escritor y crítico español Enrique Andrés Ruiz y el director de la revista, Raúl Carlos Maícas.

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

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CARMEN OLLÉ Y ENRIQUE ANDRÉS RUIZ DARÁN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

El próximo día 25 de julio, la revista TURIA presentará en Feria Internacional del Libro de Lima (FIL LIMA) un número especial denominado “Letras de España y Perú”. Este espectacular sumario contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Esta iniciativa cultural se enmarca en el conjunto de actividades que protagonizará España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura. Sin duda, supone una magnífica oportunidad de fomentar la colaboración cultural entre ambos países.

 

 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

            La nueva entrega poética de José Luis Gómez Toré (Madrid, 1973) es Hotel Europa, publicada por La isla de Siltolá. No puedo aquí recoger su trayectoria de poeta, estudioso, traductor y crítico con que viene recorriendo lo que llevamos de siglo y que lo ha situado en un lugar de referencia; hay fuentes de información para ello. Me propongo extender un comentario a lo que este libro creo que propone con una belleza y un rigor que no deben pasar desapercibidos.

            Se me ocurre que, si parafraseamos a Antonio Machado cuando definió la poesía como “palabra esencial en el tiempo”, acaso hoy tendríamos que preguntarnos si esa esencialidad puede omitir la condición histórica en que nos hallamos y de la que nos sabemos tanto herederos como actores. La esencia puede encontrarse en el conocimiento, o proceder del examen de la experiencia íntima; pero no puede orillarse de ella nuestro estar constituidos por ese conjunto de fuerzas que denominamos devenir. En este sentido, la obra de Gómez Toré se une a otras voces que hoy debaten la propia identidad y para las que el reenvío a lo antropológico o a lo individual no satisface todavía ese deseo.

            Una voz en este libro proclama: “¿Por qué preguntas por Europa? ¿Sabes tú algo de ella?... Prefieres quedarte ahí callado, insistiendo en una pregunta que ya nadie se hace”. Ya en la formulación de ese interrogante el poeta se sitúa en un límite: Junto al silencio impuesto por el poder de lo consabido; en la necesidad de exigir que se cuestione esa identidad; en la dificultad de que la palabra poética ha perdido toda relevancia social, toda posibilidad de abrir caminos y, sin embargo rehúsa su rendición. El libro entero es un esfuerzo por situarnos inquisitivamente ante nosotros mismos desde una identidad que viene dada por el poder y su hacer y una tradición que, no obstante, quiere resistirse (Machado, Benjamin, Whitman, Cernuda). Con este objetivo, Gómez Toré diseña una estrategia de aproximaciones. La primera y más extensa parte del libro, titulada “Historia universal”, nos invita a un viaje por las tierras exteriores a lo europeo-occidental, en donde el marchamo de la historia reciente que los países centrales dirigen deja huellas que son estragos: Matto Grosso, las víctimas de sus agresiones militares, Ciudad Juárez, Mozambique, Manila… Un procedimiento que trata de eludir, de raíz, la posición eurocéntrica y la propaganda que, previsiblemente, esperamos que Europa –o sus mandatarios– hará de sí. Hay que preguntar al Otro para saber de uno mismo, hay que mirar el rastro que uno deja, hay que permitir que hablen (y no podrán hacerlo, expulsados como están del lugar de la palabra y la comunidad de comunicación) a esos que hallaremos “Acampados / junto a la roja carretera de tierra, / al borde de la tierra / siempre de otros… Al borde de la historia”. Quienes son los testigos, con su “extraña paciencia”, de esta cruel verdad: “La historia / es una sucesión de hechos consumados, / de crímenes perfectos.”

            Este viaje a los invisibles revela lo visible. Su testimonio es la palabra que denuncia el crimen de lo que viene ocurriendo. Parecería, por tanto, que alcanzar ese lugar arrasado por la historia tendría el poder de la iluminación. Y así es; algunos poemas de gran belleza parecen nacidos de epifanías que responden a gestos y actitudes del cuerpo de los olvidados, no de un discurso, surgen de un lugar de pureza que aún persiste. “La anciana, casi alegre, con las manos mordidas por la lepra, marca el ritmo de una canción de bienvenida”. “… sostiene la mujer / un cesto de frutas. / Su cuerpo es la columna / de un fragmento de cielo”. “A fuego lento se cuecen las historias, se cuece el alimento compartido, la humedad rota, el sueño de la tierra. // Nos alejamos demasiado deprisa sin saber qué madera enciende aún la noche”. Y esas presencias, todas de mujeres africanas, sobresaltan los prejuicios y los juicios propios para hacernos objeto de una cuestión decisiva: “Quién ha dicho que tienen la mirada perdida… Vestidas para una fiesta que nadie ha convocado todavía… Cómo saber, en qué lugar decir, si hemos llegado pronto o demasiado tarde al agua de la celebración”.

            Hay aquí el eco de Hölderlin, tan querido al universo poético de José Luis Gómez Toré: Dios ha abandonado a los hombres, los poetas son los centinelas de un mundo por llegar. Solo que ahora esa esperanza se ha vuelto impensable. Un verso terrible de nuestro autor lo proclama: “La expiación, si llega, / vendrá desde lo alto, / no dirá/       este es mi cuerpo”. La historia, por tanto, no será redimida por un Dios que se puede identificar con ella. La historia, más bien, está atravesada por divinidades creadas a la medida humana que no son sino hipóstasis de su ferocidad. “El destino se cumple y es mejor no quedarse en el medio de la calle cuando cruza, hermoso como un dios, sangriento como un dios, el carro de combate escribiendo la historia”; “Mientras tanto / nuestros dioses exigen / pruebas de amor, / devoran con igual voracidad / plegarias y blasfemias”.

            La segunda parte del libro la constituye un fragmento de género dramático, “El teatro anatómico del doctor Cirlot”, subtitulado “Interludio grotesco”. Un médico forense examina un cadáver, una mujer que se oculta recita la elegía de la huida o perdida o raptada o humillada Europa, cuya esencia se encuentra precisamente en el rapto, esto es, en la ausencia. La aproximación poética a esa identidad, que proviene de las gentes excluidas de tierras no tan lejanas, se topa ahora con el lamento y la pregunta por su desaparición formulada en sendos monólogos que no llegan a interferirse y para los que no cabe tampoco la mediación de un comentario. El poeta –el lector– llega tarde a la escena. Asiste a los ecos de esa falta. ¿”Qué es Europa”? Se convierte en ¿”Qué ha sido de Europa”? Y, más aún, constatada ya su desaparición, cuestiona si todavía hay alguien a quien le importe, si esa imagen de autopromoción significa algo, puesto que sus “valores”, esa singularidad de que alardean: la patria de los derechos humanos, de las libertades, la prosperidad, la propiedad privada, los parlamentos y la prensa libre, han sido barridos por el interés económico, las conveniencias políticas, el mero ejercicio del poder, la hipocresía, el sarcasmo. Entramos así en la tercera y última sección de Hotel Europa, con título homónimo, que se abre con el poema: “Después de la historia” y que empieza una vez que ha dejado atrás ese cadáver y su autopsia sin efectos.

Son un puñado escaso de poemas en los que José Luis Gómez Toré pareciera ponernos ante los ojos el testimonio que nuestro pequeño continente pudiera aún dar de sí mismo. Su inventario de términos recoge las infamias más recientes: Treblinka, Cuelgamuros; retoma mitos que hablaron de venganza: los hermanos Electra y Orestes, más cercanos que nunca a Hamlet; y, sobre todo, la voz truncada de los poetas, a los que se acude como para una consulta urgente, y que ya han respondido con su fracaso: la muerte de tristeza, el suicidio, el exilio, la soledad. La pregunta que traíamos se hunde en la tierra, desaparece envuelta en el polvo, absurda entre las ruinas verticales de los edificios y los comercios. “Para otros las fronteras. / El desierto se extiende”. “Desde aquí escucho los valses del Imperio con un aire de jazz mientras insisten lejos los obuses con su secreta música”. El libro nos conduce por un viaje, a cuyo término, no hallaremos el espíritu de Europa, su identidad buscada; esta tierra no ha comparecido, es acaso sólo un lugar de paso, una residencia, un marco de ruinas que nos deja en la desolación y el vacío.

Pero ¿quién está hablando aquí?, nos preguntamos, ¿qué clase de voz ha dirigido nuestros pasos a lo largo de estas páginas? Y también: ¿por qué nos habla así, con un lenguaje poético?, ¿qué lo justifica? El lugar del poeta en este libro es enormemente complejo. Por un lado, es un cuerpo, un cuerpo que viaja en su calidad de europeo a donde no le han llamado. Allí se sorprende, aunque “es precario el asombro / y a menudo nos miente”; saluda a las gentes con las que se cruza: “miro desde un autobús viejo / como quien pasa a bordo de la historia / y contempla una orilla interminable”; se pliega como la mayoría a “consumir nuestra dosis cotidiana / de cafeína y culpa”, y, al final, se ausenta: “La cerveza bien fría lava nuestros pecados, la culpa del retorno”. El poeta ve, ha superado la ignorancia programada. Pero tal condición no es motivo de vanagloria; es apenas un hombre informado más, no el único, que llega a afirmar: “Lo confieso: odio esta transparencia”. De ninguna manera un héroe, no asume el lugar del periodista que denuncia con riesgo de su vida hechos y nombres precisos; es frágil, no va a ocupar un lugar señero en la manifestación, no dirige. Gómez Toré vuelve a la pregunta de Hölderlin sobre la misión del poeta en tiempos de penuria. En algunas de las primeras páginas, esa palabra es capaz aún de un efecto sanador (el recuerdo de Whitman como enfermero en la guerra civil), y puede convocarse como testigo de los hechos: “los soldados miran fijamente a la cámara. Al poema”. Sin embargo, esta esperanza se desvanece enseguida. El lenguaje ha sido tomado por los violentos: “Pedimos las palabras inermes / y nos dieron esta herencia nocturna”; “El lenguaje, un estado de excepción”; donde al asesino “Le escuchamos hablar la lengua de las víctimas” y los enemigos nos ponen los nombres. Esta corrupción del lenguaje (ecos de Celan, al que Gómez Toré ha dedicado trabajos) conlleva la construcción de un discurso que conduce a la impostura. “Son demasiados signos para este tiempo adicto a las catástrofes… Demasiada ironía. Como si nos sobraran las palabras. Como si no estuvieran ya rotos los espejos”. Se ha establecido esa mentira que rompe espejos y que, en consecuencia, impide toda reflexión, toda toma de conciencia que nos libere. Frente a ese lenguaje colonizado en el que se establecen las narraciones, se niegan los grandes relatos y los periódicos, se nos recuerda con insistencia, llegan siempre tarde para repetir consignas, envueltos en ese discurso poderoso, ¿cabe aún una alternativa?, ¿hay lugar para la palabra poética?

Gómez Toré ha meditado a fondo sobre ello y sabe que la palabra poética ha sido descabalgada hace tiempo. En el propio libro, se muestra el itinerario de esa retracción. Los poemas ven cuestionado su estatus de proclama y anuncio para mostrarnos que su tarea se hace cada vez más limitada y sombría. “Son pocas las certezas: no ordenar las imágenes, no borrar la sutura, mantener a distancia el porvenir”. Incluso es preciso destinarse al silencio para no caer en la trampa de las palabras dadas; incluso precaverse de una memoria que parece fabricada ad hoc. La insurrección de la poesía tendría entonces que consistir en la asunción de un lugar marginal desde el que ejercer un profetismo casi desesperado. “Poesía es el resto. / La democracia es lo que queda en los márgenes”, se nos dice. Sin embargo, tal opción no es contemplada aquí. Hasta del margen, la poesía ha sido expulsada. Por eso, el testimonio no alcanza a testimoniar. Se ha vuelto imposible: Tomando el ejemplo ético de Luis Cernuda le dice: “Nunca quisiste ser profeta”. Y, en otro poema: “O quizá, entre nubes de polvo, convocados por nadie, vocear al borde del mercado palabras caducadas, adjetivos vagamente procaces, ritos de primavera como restos de saldos”. Ya nadie va a escuchar, nadie va a entender. El poema se parece a una algarabía. Ahora, el hombre cívico, el hombre que sabe leer, el que habla impaciente y el que escribe se igualan en su impotencia. Ese Hotel ha excluido a los poetas. Sería como el último acto del derrumbe. Preguntamos por Europa, preguntamos por el lugar de la poesía, las dos preguntas vienen finalmente a coincidir. José Luis Gómez Toré ha buscado respuestas con la carga preciosa de lo más granado de la tradición poética europea, a la que en sus bellos poemas da continuidad; y también, creo, fortalecido por el alimento, la bebida y los encuentros que ha recibido de Mozambique y otras lejanías. Sin embargo, siente su fragilidad en este lugar bajo la amenaza del hundimiento. No se le puede pedir más rigor, más autenticidad a un libro de poemas que ha querido mirar lo esencial con una palabra que sea a la vez inteligencia y deseo, que retorna a una tradición poética siempre sofocada, y que no se ha ahorrado las preguntas más audaces. Por eso es terrible su lucidez al concluir su Hotel Europa, al dejarnos con estas palabras: “¿No te acuerdas de mí? Soy el padre de nadie, el que hace las cuentas con el amor de otros. Desde aquí escucho el chocar violento de las copas, cómo parten los trenes cargados de consignas. Yo guardo su secreto. Me empeño en ser el último. Todavía no he aprendido a callarme. Lo haré pronto.”

 

 

 

 

José Luis Gómez Toré, Hotel Europa, Sevilla, La Isla de Siltolá, 2017.

Escrito en Sólo Digital Turia por Javier Sáez de Ibarra

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