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22 de mayo de 2018

Sucedió todo lo contrario: que llegó agosto. Y tu primer día de vacaciones, tan anheladas. Y por la tarde, al volver a tu apartamento de guionista soltero cargado con las bolsas de provisiones, para llenar la nevera, zas, te tropiezas en la entrada con un parapeto formado por un coche patrulla de la policía nacio­nal, un camión de bomberos con su panel de luces chisporroteantes que salpican la fachada de rojo sangre y una am­bu­lan­cia aparcada en doble fila, que obstaculiza el paso. Un cónclave de vecinos y curiosos arremolinados en la calzada, for­mando un gabinete de crisis, cuchichean en actitud cons­pi­ra­to­ria. Y nada más verte, el portero que te asalta:

–Se llevan a una vecina, la del 6º F.

–¿Y eso?

–Era mayor. Vivía sola. Ha fallecido.

–Ah.

–Fue hace unos cuantos días. Seis o siete por lo menos. Al menos una semana, quizá más. Aquí las fuerzas de seguridad del estado han tenido que intervenir y forzar la cerradura para levantar el cadáver.

–A lo mejor convendría hacerle un torniquete –interrumpe una vecina despeinada, con voz de alcoba–. Por probar…

­–Un fatal desenlace –zanja el portero, sin inmutarse–. El cuerpo ya había entrado en des-com-­po-­si-­ción. –Se da una serie de golpecitos nerviosos con el índice en la punta de la nariz, a modo de tamborileo, para subrayar las pausas–. Por eso el olor.

–La mano de Dios –exclama uno de camisa de selva–. Ya podía haber elegido otro momento para morirse, qué inoportuna. Con tal de que esto no nos arruine las vacaciones. Lo que nos faltaba. Qué culpa tendremos nosotros.

–Ninguna –aclara la mujer del torniquete.

–A ver si ahora va a pasarnos algo o algo. –El de la camisa de selva.

Las asas de las bolsas se te clavan en las palmas, dejando surcos rojizos. Nadie te impide que te abras paso entre los murmullos, con tus bolsas del súper. Las láminas de vidrio abatibles de la puerta del portal están abiertas, inclinadas en diferentes ángulos, para facilitar el tránsito del aire y la ventilación del edificio. En el suelo se dibujan arabescos de serrín, de caprichosos diseños. Pisas esa arena crujiente mientras avanzas por el vestíbulo en dirección a tu apartamento, y entonces te agrede un tufo nausea­bun­do y lácteo, gas­tro­in­tes­tinal, como de cuajada rancia.

 

 

¿Así moriremos todos un día? ¿Muertos de tedio o de una parada cardiovascular, sin asistencia, el día en que nos falle la conexión telemática? ¿Solitarios en nuestros cubiles, hasta que la edad nos empuje hasta el límite y al final la fetidez nos delate una semana más tarde? ¿Seremos eso, un pequeño espectáculo in­vo­lun­ta­rio ofrendado al aburrimiento de los vecinos, un racimo de chismosos al atardecer, en plena calle, antes de preparar la cena, algo liviano para distraer el diente, con abrir unas latas de conserva basta, que con semejante calor a quién le apetece encerrarse en la cocina? Seremos nada, un suelto del periódico en la sección local, una cifra para engordar la estadística de ancianos fallecidos durante el verano o ni siquiera eso, una anécdota para mojar pan al día siguiente con los amigos, durante el vermut del mediodía, entre dos chapuzones en la piscina.

–¿Sabes? Ayer en­con­tra­ron muerta a una vieja de mi edificio. El fiambre llevaba allí lo menos una semana. Menuda peste. Casi vomito.

–¡Puaj! ¿Más mejillones?

Mejor no pensar en ello. Después los vivos provisionales seguiremos con nuestros juegos al aire libre, secándonos el pelo con la toalla, sol en la piel de los hombros, gotas de luz en las pestañas, ojos guiñados debido al escozor del cloro y al latido menta del césped, sobre la hoguera de agosto y la anarquía de los críos persiguiéndose con pistolas de agua bajo el chorro de las duchas, ¡ya verás cuando te agarre, acusica!, mientras los planetas se alinean en sus nuevas órbitas y nosotros soñamos planes para esta noche, siempre a la cacería de placeres culpables (todo placer digno de tal nombre lo es), a ver si hay suerte y se levanta brisa y refresca.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si está a punto de aparecer De Michelis.

Nos frotaremos con loción el cuerpo, hay tiempo. Pala­dea­re­mos una segunda ronda de cervezas, hmmm, todavía más espumosas y heladas que las anteriores, yo invito. Las cervezas siempre son jóvenes. Será gozoso aferrarse, para mantener cierta cordura, al asa de la jarra. Eso nos pondrá de buen humor. Aguardaremos expectantes, con los bañadores pesados e hinchados por la humedad del agua, la promesa de la noche que, lo anticipamos ya, olerá a rímel. Nos acordaremos, cualquiera sabe por qué asociación de ideas, de aquella película lejana en que una novelista bisexual asesinaba a sus amantes con un picahielo, chac chac, uno tras otro, mantis religiosa, imitando la trama de sus propios libros. ¿Por qué los socorristas llamarán, a la piscina, «lámina de agua»? ¿No os encanta esa expresión, «lámina de agua»? A mí sí. Dis­cu­ti­re­mos sobre la po­si­bi­lidad de con­quis­tar (o no), y cómo, el corazón antílope de las mu­chachas, de una muchacha. Una novia sonriente que nos dará los buenos días mientras desayuna con una huella de bigote de espuma. Char­la­re­mos de esto y de lo otro. Ol­vi­da­re­mos el in­ci­dente, será como si nunca hubiese ocu­rri­do. ¿Qué incidente? ¿Quién?

–¿Quién se apunta a otra jarra de sangría?

 

 

Nubes como cromosomas. El cielo alto y torcido. Este cielo da la impresión de que lo han obtenido retorciendo un trapo añil hasta chorrear la pintura. Después, para disimular un poco las calvas, han repintado con brocha insuficiente los costados, aquí y allá, a bulto, sin fe ni calidez, a base de escobazos de purpurina. La distribución no ha quedado uniforme. Deja mucho que desear. Escasez de materiales.

Alguien.

Un día.

Alguien un día romperá las tiras policiales amarillas y negras que precintan por orden judicial la entrada al 6º F. Alguien iluminará con una linterna esa cámara funeraria, hollará el corazón de la tiniebla protegido con guantes de látex y escafandra quirúrgica como de apicultor, botas altas de po­cero, y lo rociará todo con una bruma perfumada de des­con­ta­mi­nante químico, que irritará los ojos. Alguien vaciará los armarios y volcará el contenido entero de los ca­jo­nes sobre la alfombra (¿para qué acumularía esta mujer cinco pares de gafas en sus estuches, todas idénticas?), alguien dis­tri­buirá la casa en bolsas, revolverá sin pudor entre su ropa íntima, descolgará sus lám­pa­ras, relojes, espejos y visillos, dejando rebordes vacíos en las paredes y fantasmas de mobiliario, de­sa­tor­nillará sus apliques, des­cla­vará el crucifijo del dormitorio y Cristo será expulsado de la vi­vie­nda. Alguien des­mon­ta­rá la mesilla de noche con su dentadura postiza en el vaso de agua, muerta de risa.

El cuarto de baño con su tulipa temblona, lleno de geles, lociones y linimentos alineados por orden de altura en la repisa. Un frasquito de mermelada reutilizado para guardar monedas o un pegote duro de cera depilatoria. Alguien mal­ven­derá sus despojos, triturará sus pas­to­res de porcelana decorativos, apar­tará de un ma­no­tazo del apa­ra­dor sus portarretratos con fotos (amigas del internado, una excur­sión al zoológico, un cani­che rosa recortado de una revista), sus cuatro muebles de colores célibes se re­par­tirán entre so­brinos gaseosos o se donarán sin su con­sen­ti­miento a una ong o serán arrojados al fondo de un con­te­nedor, allá van, entre escombros y neumáticos pin­chados.

Fuera, todo fuera. A la calle con todo. Se parecerá mucho a un robo, a una profanación de morada, a un exorcismo antisatánico. Alguien retirará del frigorífico los restos de comida momificada de su último almuerzo, carne mechada y puré seco. Sus cartones de leche sin caducar se verterán por el fregadero, correrán alegremente por las cañe­rías en una celebración del derroche e irán a parar a la red de al­can­ta­ri­llado. Alguien des­montará su cama, troceará su ca­be­ce­ro em­pe­ri­fo­llado con volutas versallescas, desnudará su somier. A la vista de todo el mundo, en lenta procesión por los rellanos del edificio, para no perder detalle, se exhibirá su colchón de muelles, el de­sorden de su carne, con su impúdica orografía de zumos íntimos y mapamundi de insomnios. Alguien apartará un pelo de un cojín, que le tocó en un sorteo.

De una percha colgará un vestido de volantes nuevo, reservado para alguna ocasión especial, aún con la etiqueta puesta, que no llegó a estrenar, para no estropearlo.

De manera simultánea, los engranajes ad­mi­nis­trativos pondrán en funciona­mien­to su sistema de ruedas dentadas con total eficacia y pun­tualidad de mecanismo bien lubricado. A una señal, se activarán las antenas y vibrarán las pinzas, que irán trasladando la información de departamento en departamento. Los datos serán actualizados sin margen de error. Alguien tendrá que ocuparse de todo el papeleo buro­crá­tico de ne­go­ciar la baja de los con­tratos con las compañías su­mi­nis­tra­doras de electricidad y agua. Se anularán las do­mi­ci­lia­ciones bancarias. Se des­co­nectará su línea telefónica; a partir de ahora, cada vez que alguien marque por equivocación, saltará el mensaje automático de una voz robotizada: «El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que usted llama no está operativo. El teléfono al que ust…», seguido de un pitido formidable, seguido de una pachanga latina de estribillo pe­ga­di­zo, compuesta para las pistas de baile y las verbenas veraniegas de los pueblos en fiesta –azúcar quemado, castillos de fuegos ar­ti­fi­cia­les–, en bucle, sin co­mienzo ni fin. Can­ce­larán su cartilla de ahorros, con su mínimo saldo que se in­ver­tirá en sufragar la propia comisión de cierre: todo en orden. En lo que a nosotros respecta, usted nunca ha existido. Se procederá a la li­qui­da­ción in­me­dia­ta de su plan de pensiones privado, si lo hubiera, con la firma aseguradora. En los registros del universo se di­fu­mi­na­rá su nombre, se perderá para siempre. Desaparecerá la tarjeta del casillero de su buzón con su caligrafía elemental y en su lugar se abrirá un rectángulo negro y vacío, festoneado de polvo, feo de mirar.

 

 

Con el paso de los días, el hedor a cadaverina del des­can­sillo se irá en­frian­do hora tras hora a golpe de ozonopino hasta disiparse del todo o confundirse con otros efluvios más mundanos de las zonas co­mu­nes, de tabaco afrutado o guisos. Vendrán bar­bu­dos de frac, castigados por la vida, san­guíneos, con un pin­ga­nillo en la oreja, hablan­do a gritos y repartiendo trípticos de pro­pa­ganda –que también sirven como abanicos–, en re­pre­sen­ta­ción de la empresa funeraria que la incinerará, un lunes a primera hora de la ma­ña­na, sin tes­tigos. Hay quien vive de la muerte ajena y prospera con la desdicha del prójimo. Unos cuantos forzudos arran­ca­rán a tirones el empapelado color orín de las paredes del 6º F, sanearán lo que haya que sanear, adecentarán la gri­fe­ría, las llaves de paso, sellarán las junturas con un inyector de silicona a presión marca kopacsa, reiniciarán los contadores de consumo para ponerlos a cero, ve­ri­fi­carán los elec­tro­do­mésticos, coloca­rán un aparato de aire acon­di­cio­nado monumental con capacidad de 3.000 frigorías, y el piso de la muerta sin nombre del 6º F, con una capa todavía fresca de titanlux, quedará como nuevo, claro y alegre. Será un ejemplo de remo­de­la­ción realiza­da con buen gusto, primeras calidades y presupuesto ajustado. Solo per­manecerá sin resolver, ay, el enigma de ese in­te­rrup­tor del pasillo, a media altura, que no en­cien­de ni apaga nada ni se sabe qué función cumple. Del balcón penderá un letrero: «Se alquila». Co­men­za­rán a visitarlo estu­dian­tes, alguna pareja joven de enamorados, fianza de tres meses y nómina, ofertas y con­traofertas con la agencia inmobiliaria.

Y entonces.

Un camión de mudanzas frenará junto a la acera. Se armará el consabido alboroto de curiosos, con el portero capitaneando el comité de bienvenida, entusiasmado. Saldrá de su garita dotada de monitores de vigilancia con nieve sucia en las pantallas. Descenderán bultos, tresillos, una lámpara de pie. Cajas con libros.

Alguien comentará:

–¿Te has fijado en los nuevos? Parecen simpáticos, ¿verdad?

–Mucho.

Nada más instalarse, los nuevos organizarán una fiesta a la que nos invitarán a todos. Habrá música y tequila y bandejas de comida tex-mex. Un ambiente lunar, con muchas velas. El placer de tonificarse bajo la brisa melódica del aire acondicionado, ah, qué bien se está aquí. Sin apenas darnos cuenta, en mitad del salón, nos quedaremos un momento pensativos, ausentes. En ese instante alguien nos pellizcará el codo y nos preguntará: «¿En qué piensas?». Y nosostros nos encogeremos de hombros, sin saber qué responder.

Mejor no pensar en ello. Alguien iniciará una conversación, pero se callará en seguida. La frase quedará a medias, en suspenso. Comenzará a sonar una música de rap violento, que se interrumpirá de golpe tras las primeras notas. Habrá un atisbo de baile, apenas unos pasos insinuados, sin desarrollo. Nada. Se irá la luz. Vendrá la luz. Otro propondrá salir a, cenar en, reunirnos con. O mejor, en lugar de eso también podríamos… Alguien estará a punto de sufrir una angina de pecho. Un hombre hará ademán de sentarse, pero no llegará a la silla y se quedará indeciso en esa postura ridícula, sin completar el movimiento, con el culo en el aire, a unos pocos centímetros del asiento. Después disimulará lo mejor que pueda, se irá al otro extremo del cuarto, él solo, a rumiar en un rincón, masticando chicle, y hará como si no pasase nada. Lo cual, en cierto sentido, empeorará su incomodidad y la de todos nosotros.

Alguien (¿quizá tú mismo?) propondrá un brindis y brindaremos todos, a la salud de no sé quién. Cada brindis nuestro supondrá una paletada de tierra más en su cara. Nadie la mencionará en los discursos. Ni rastro. Será una partícula de polvo suspendida en la biografía compacta del edificio, nuestro edificio. Esa an­cia­na de pelo blanco en forma de bulbo. Que un día habría sido una muchacha reidora con su vestido amarillo, despeinada entre sus primas, junto a los pinos, feliz como un golpe de viento. Con una alegría de ardilla viva entre las manos. Pasimisí, pasimisá. Y ahora. Olor a cuajada rancia. Al menos una semana, quizá más. Parada cardiovascular. Desconexión telemática

–¿Te marchas? ¿Qué prisa tienes? Si ahora empieza lo mejor. De un momento a otro aparecerá De Michelis, ya verás, ya, cuando llegue.

Su vida. Sus penas y alegrías. La frugalidad de su cena consistente en un huevo duro y un par de nueces. Su paciencia al atender a los comerciales del Círculo de Lectores que insisten en venderle algo a las cuatro de la tarde, encima del felpudo, con el pie haciendo cuña para impedir que cerrase la puerta, no sea usted así, mujer, no deje pasar esta oportunidad única. Todavía escucha el eco de sus voces en la escalera, una vez cerrada la puerta: «Si domicilia los pagos con su nómina o pensión, le regalamos una cubertería». Sus veraneos algo anticuados, como de otro siglo, de paseo en barca de remos y parasol, con soles moribundos y gracia lenta de velo­cí­pe­do. El aroma oscuro del magnolio y el latido de su corazón verde. El gran baile del Casino, tan iluminado que parece arder. Chorros de fuego por las ventanas, y todos tan elegantes, tan guapos. Subidas y bajadas a la sierra, oscilaciones en el precio del crudo, tambores de guerra a lo lejos, no olvides llevarte una chaquetita, por si refresca luego. Sus visitas regulares al peluquero, al otorrino, al oftalmólogo (cinco pares de gafas, todas idénticas). Sus citas en el hospital, inyecciones de heparina para evitar los coágulos de sangre, infiltraciones de corticoides para la osteoartrosis de cadera, ¿tengo algo malo, doctor?, nada, que el líquido sinovial pierde ácido hialurónico, ah bueno, siendo así.

Tan joven, tan crédula. Nunca supo el signficado de las siglas n.a.t.o. Se llevó un disgusto el día en que se enteró de que el cuerpo humano no es perfectamente simétrico. Hay ligeros desajustes entre la mitad derecha y la izquierda, un hombro un poco más alto, un brazo algo más largo que el otro, los ojos desnivelados, nada es perfecto, lástima, qué decepción.

De vez en cuando, una excursión en grupo a la nieve. El tren asciende entre vacas de sombra. El aire pálido de la sierra, las casitas puntiagudas de madera o piedra, con tejados de tela asfáltica. La pequeña estación de esquí, con su aire alpino de aldea suiza. Restos de nieve en los parques, aquí y allá, como pizarras mal borradas. La comida contundente, servida en cuencos de arcilla. Un mundo pausado de funiculares, chimeneas encendidas y ventisqueros. El regreso a la ciudad, al anochecer, en el último tren del domingo, entre una multitud somnolienta. Bostezos, toses, susurros. Viajeros derrengados, tirados en el suelo de cualquier manera, hechos ovillos, una dulce muchacha con hipo, sentada en las rodillas de su novio, enlazada a él, un gigante enfrente, roncando entre sobresaltos que le hacen rodar la cabeza por la ventanilla… La humanidad cabizbaja de regreso a sus pupitres, oficinas y colas del paro. La luz cambia y se derrite. Afuera, el paisaje prosigue su monólogo.

Sus días trans­cu­rri­dos en la penumbra, ca­lla­da­mente, acci­den­tal­mente, de pun­ti­llas, sin mo­les­tar a nadie ni meter ruido, con pinchazos en la rótula y diarreas, cualquiera sabe, la digestión siempre alterada por culpa de los nervios, acidez de estómago, colon irritable, molestias en la vesícula, un peso justo aquí en el costado, como plomo, doctor, serán gases, secretos inconfesables en la soledad alicatada del inodoro, regar las plantas de la terraza con un pul­verizador, pff pff, este geranio está mustio, pff pff, qué hojas tan tiesas, tender y des­ten­der los delan­ta­les, el dedo flamígero del sol abrasando las baldosas, ¿qué hora es?, sentarse sin com­pa­ñía en el sofá los sábados por la tarde a con­tem­plar los con­cursos gastronómicos de la tele o el show de los Picapiedra, quedarse atónita mirando al techo con el mando a distancia en la mano, distraída, la mente en blanco, durante mucho rato, media hora o más, hablar consigo misma, alguna risita por lo bajo de vez en cuando, ella sola en su comedor, acor­dán­dose de aquello tan divertido que sucedió aquella vez.

–¿Te lo dije o no te lo dije?

–Claro que me lo dijiste. Qué confusión tan cómica aquella.

¿El sentido de la vida? ¿La luz al final del túnel? Uno discurre su vida al lado de figurantes. Caminamos en círculos. Entramos y salimos de quirófanos, con nuestro bordado de sangre en punto de cruz y una canción en los labios. Cierras los ojos y ves un conjunto movedizo de fosfenos amarillos estallando en el interior de tus párpados. El nervio óptico conecta la retina con la bóveda craneal, donde las imágenes se precipitan en una especie de danza subacuática y nutren la vida del espíritu. ¿Y ella? ¿Te observaría a ti alguna vez? ¿Sabría de tu existencia de guionista soltero? ¿Te soñaría, solo en tu apartamento simétrico al suyo, pared con pared, mientras escribes o corriges guiones de fantasía épica para la productora (guerreros, dragones, princesas, elfos, licántropos), despierto o dormido, igual que ahora la estás soñado tú a ella?

Te preguntas con qué moraleja se pueden rematar estas páginas, si ni siquiera recuerdas su cara. Ni tampoco su voz. Ni su figura. Nada, imposible. Por más es­fuerzos que haces, no hay per­so­naje. Ni historia que valga. No hay trama. Ningún giro im­previsto. Ningún arco emo­cional ni epifanía trans­formadora. Su vida no daría ni para el episodio piloto de una miniserie de madrugada. No hay nada, nadie. Un holo­gra­ma mudo. El silencio abovedado de una energía ciega. Una in­te­rro­ga­ción sin respuesta. Tu boca se mueve por voluntad propia sin emitir sonido alguno. Las hileras de letras brotan y desaparecen solas de la pantalla de tu ordenador. Nadie está escribiendo esto.

Odias los finales abiertos.

Era casi nada, todo el rato. Ella. El murmullo de la cisterna al vaciarse, el chirrido de los tenedores al chocar contra el plato de loza, un poco de tos, medio estornudo. Poco más. Su muer­te no ha en­tris­te­cido a nadie, no ha interrumpido nada, no ha ensombrecido –tranquilícese, señor de camisa de selva– el sol del verano. Importa ser feliz, ser des­gra­cia­do, al menos un rato cada día.

La vida no era buena ni mala, era imposible, un jeroglífico hecho todo de semanas, renovación de papeles, alergias, cortes de digestión, razones equivocadas para vivir o morir, muestras de orina, sensatez a destiempo. Pero sobre todo la vida era antihigiénica, Dios nos asista, qué cantidad de gérmenes, cuántas bacterias, polución, cualquier cosa que toques está forrada de porquería, rebosante de mocos y pelo, una ola de inmundicia recubre todo el planeta, de los polos al desierto, cercos de grasa, podredumbre, churretes por todos lados, imposible limpiarlo todo, de nada sirve frotar: nada, que no sale.

Ella. Era morena. Era rubia. O sería una de esas criaturas miopes de las que después alguien comenta:

–Sinnombre no era guapa, porque no era guapa, pero tenía un pelo.

Nunca la co­no­ci­mos. Ni nos interesó co­no­cer­la. Y ahora es tarde. Nos roza­ría­mos con ella por casualidad, al­gu­na vez, su­pon­go que sí, es inevitable al vivir en comunidad, en el instante de entrar o salir de los espejos de acuario del ascensor. Buenos días, buenos días. El pa­ra­guas en la mano, empuñado con diligencia por unas falanges es­tre­chas, la muñeca esquelética emer­gien­do de un puñito de encaje, la boca dramática, el pegote de carmín mal repartido (daban ganas de sacar una torunda de algodón y despintarla), ella no sospecha aún lo que sucederá poco después con su vivienda, con su vida, tirarlo todo a la alcantarilla, mucha repostería sobrante, crema pastelera, tarta de San Marcos, bocaditos de nata, dulces de malvavisco, todo fuera, lejos, roto, más de una semana muerta apestosa y los dos solos en el ascensor, tú y ella, durante un minuto cromado, un tintineo de llaves, tenía un pelo, ha sido la mano de Dios, pasimisí pasimisá, parece que va a llover, el tiempo se ha vuelto loco de repente, ya no sabe una ni qué ponerse para atinar, desde luego, diga usted que sí. Las pestañas bajas, por timidez y decoro social. Esa brizna final de coquetería, mientras cae el telón, que es lo último que pierde la calavera humana antes de instalarse en el columbario.

No hay mucho más que aña­dir. Solo cabe rendirse ante la ma­te­ria­li­dad de los hechos, a su carnalidad cruda. Es locura pre­ten­der que algún día la hu­ma­ni­dad se sacuda de encima la in­diferencia, igual que el león su melena.

No.

De madrugada, la voz de nuestro anfitrión se elevará alegre sobre el estruendo festivo y los vasos de cartón volcados:

–¿Alguien quiere más muerte? Queda más muerte en la cocina. En el frigorífico, en las bandejas. Id y serviros, si queréis. Con toda confianza. Tenemos muerte de sobra.

Si nada lo impide, el bo­chor­no remitirá poco a poco y nos concederá una tregua. No tardarán mucho en acortarse los días y en alargarse las sombras. Aparecerá una nube oscura en el ho­ri­zonte. Dos nubes. Se apagará el oro de los insectos.

–¿Te marchas ya? ¿Qué prisa tienes? Si te quedas un poco más te presentaré a De Michelis. Está deseando conocerte.

En algún lugar se celebrará una fiesta y tú no habrás sido invitado. En algún lugar alguien bailará, festejará un empleo o su despedida de soltero, sonará un timbrazo a deshoras. La hierba de los días será segada bajo tus pies. Con toda probabilidad llegará septiembre, calzado con sus botas manchadas de matar animales lentos. Luego llegará octubre con su olor incestuoso de dinero manoseado y muestrario de guantes. Llegará noviembre, y será una puerta abierta al misterio del océano, plateado de redes de pesca. Llegará diciembre y será una partida de ajedrez disputada en un gimnasio. A lo lejos despuntará enero como una cabina telefónica en el medio del desierto.

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

22 de mayo de 2018

Mi madre decía que la novela que más le gustaba era una que daban por la dos, todos los días, después de comer. Iba de un rey con muy mal carácter (muy levantisco, decía ella), que recorría sus posesiones sembrando maldades a diestro y siniestro y asesinando a todos sus enemigos. Estaba casado con muchas mujeres, aunque no hacía caso a ninguna nada más que para Eso, con mayúsculas (aquí mi madre me miraba cómplice, y yo no podía evitar bajar los ojos, como cuando era pequeño),  y el resultado era que estaba cargado de hijos que se le iban de casa enseguida. El rey era africano, pero no negro, (esto parecía importarle mucho) y tenía un pelazo igualito, igualito al de tu padre cuando era joven.

Yo la escuchaba como siempre, pensando en otras cosas, con la cabeza fuera de ese salón pequeño, invadido de muebles, medicinas y fotos y presidido por una televisión prehistórica. Parecía mentira que allí hubiéramos pasado tardes enteras los cinco hermanos.

Como yo seguía soltero, era el que más iba a verla, y el que mantenía un poco el orden, por eso cuando mi madre murió por una complicación de la anestesia durante la operación de cataratas, me tocó a mí abrir armarios y vaciar cajones antes de poner la casa en venta.

Mi madre guardaba todo: nuestros boletines de notas, estampas de la Virgen, recortes de periódicos donde aparecían fotos de gente que se nos parecía mucho, facturas, recibos...Agobiado, pedí ayuda a mis hermanos y acordamos quedar después de comer para repartir todo y tirar lo que no sirviera.

No recuerdo quién de ellos apretó el botón del mando a distancia ni quién apuntó que a esa hora daban la novela que a ella le gustaba tanto. Solo sé que acabamos sentados en el viejo sofá, como antes, y dejamos que una tristeza empañada de perplejidad fuera ganando espacio al cansancio, mientras contemplábamos las primeras imágenes.

Cuando empezaron los anuncios, la pequeña llevaba llorando hacía más de diez minutos, el mayor tenía  los puños apretados, en un gesto que tanto podía ser de ira como de remordimiento,  y los otros dos miraban fascinados la pantalla como si hubieran sido testigos de una súbita revelación.

Solo yo permanecía sereno, tal vez porque era el que más visitaba a mamá, si no el único, el que conocía sus manías, sus despistes, su discurso repetitivo y sin sentido que solo se interrumpía para preguntar por los nietos.

Solo yo había sido destinatario de sus confidencias, de su pérdida paulatina de visión, solo yo, en definitiva podía no avergonzarme y sobre todo no extrañarme de que mamá tuviera toda la razón del mundo. Su novela daba cien mil vueltas a cualquier libro que yo hubiera leído. Tenía sangre, pasión, muerte, persecuciones y vida más allá de lo imaginable.

Pero hacía falta tener sus ojos para comprender que en la dos, después de comer, un rey africano, pero no negro, devoraba a sus enemigos y tenía un pelazo, igualito, igualito  al de mi padre cuando era joven.  Y vivía más allá de la soledad y la pérdida, en los lejanos desiertos del Serengueti, donde habita el olvido y crece como hiedra la inapelable crueldad de la desmemoria.

 

PRONOMBRES INTERROGATIVOS

 

Nuestra primera vez fue un fracaso. Tú no sabías dónde ni yo cómo, así que nos entró la risa y nos fuimos cada uno por su lado sin saber por qué.

Con el tiempo y mucha práctica, ya solo tenías que enarcar las cejas preguntando cuándo,  para que a mí dejara de preocuparme quién.

Pero como siempre, después de las preguntas, empezaron a bombardearnos las respuestas, los relativos, los posesivos o lo numeral. Y lo tuyo y lo mío, ella y él, este o aquella, alguno, poco, mucho o demasiado cayeron sobre nosotros con sus letras picudas.

Cuando ya no quedó nadie ni nada, volvimos a mirarnos, más aturdidos que excitados, y  tú dijiste venga, y yo dije, vamos, y todo volvió a conjugarse de nuevo.

Así estamos desde entonces, entregados el uno al otro (por y para, no obstante y sin, sobre y tras) escondiéndonos de la norma en los quicios oxidados de la puta gramática. 

 

 

TWITTER TUUS

 

Como no sabía a quién seguir, pedí una solicitud de amistad al Papa. Me respondió él mismo, en persona, supongo que desde  el  ordenador que está en ese salón con vistas impresionantes a la plaza de San Pedro, donde vive, y me dijo que me aceptaba encantado. Animado por tan buen principio, comencé a leer su twitter a todas horas. Menudo tío. Vaya frases, vaya estilo, aunque a veces no entendía mucho, porque escribía así, como antiguo. Algunas cosas me sonaban de cuando pequeño, lo de amaos los unos a los  otros, y lo de honrarás a tu padre y a tu madre, por ejemplo, pero quién no se repite. No había día que no escribiera un pensamiento magnífico, y sin pasarse de caracteres. La vanidad no solo nos aleja de Dios, sino que nos hace ridículos. O la corrupción es el cáncer de la sociedad. Toma castaña. Con sus puntos, sus comas, sus mayúsculas. Un tío. A fuerza de seguirle de la mañana a la noche, me hice amigo suyo, pero de los de verdad, de los de retuitear y compartir, y dar al me gusta como loco. No había foto que subiera en que yo no pusiera algún comentario. Que luego dijeran que si estaban subidos de tono, ahí ya no entro. Que si bloqueé la cuenta con mis mensajes y no debía haber enviado todas mis fotos, eso es ya otra cosa. Para pesados ellos, y para mentirosos. Ahora resulta que no era el papa el que escribía los mensajes, sino una monja de clausura al cargo de las redes sociales. Una monja. Y encima negra, imagino, para más inri. O aceitunada, o vete tú a saber de qué país extraño de esos que aún no hemos evangelizado. Así que he dejado de seguirle. Qué desengaño; pero la mancha de una mora con otra mora se quita. Ahora he pedido amistad a otro tío. Es mucho más joven, más guapo y desde luego mucho más moderno que el Papa. Al menos eso parece en las fotos. Se llama Che Guevara y escribe unas frases magníficas. Prefiero morir de pie a vivir arrodillado, dice el tío. Aún no me ha contestado, pero no creo que tarde en hacerlo.

 

 

 

HIPÓLITA

 

Vuelven a dejarlos debajo de sus camas, con mimo, también con un poco de miedo, como si fueran fragmentos de cristal. No os fiéis, dice la reina, no son tan frágiles. Si no estuvieran atados, se comportarían como los demás. Todas obedecen, salvo la pequeña, a la que la sacerdotisa cortará un pecho mañana, para que pueda apoyar mejor el arco. Es la ceremonia que todas están esperando desde niñas. Ella, no. Ella aguarda impaciente que él se desate y salga de debajo de su cama para cumplir su promesa. Artemisa no puede castigar un amor así.

En la penumbra, Hipólita reza para que esta vez nazca una niña. Ya llevan muchas lunas tirando material defectuoso.

 

DON JUAN

 

Y ha habido años en que don Juan se levanta y se lleva un susto de muerte, con tanto imbécil suelto y tanta calabaza y máscara de plástico (los primeras veces pensó que eran reales) y ya no le quedan ganas ni de cenas ni de corregidores ni de apartadas orillas siquiera, y sin pasarse por la hostería del laurel, y esquivando vómitos y botellones, se vuelve pian pianito a su tumba, maldiciendo este siglo que se le está haciendo tan largo.

 

TARDES DE NOVIEMBRE

 

Castilla en noviembre da para lo que da, un curso de dibujo en la sala heladora de la casa de cultura, con las mismas compañeras del curso de repostería y corte y confección, y casi iguales que las del taller literario. A este vamos menos, será porque la chiquita (siempre son chiquitas) que viene de la capital cada tarde y se vuelve por la noche rodeada de niebla, se empeña en que escribamos lo que ella dice y no nos deja leer las poesías tan bonitas que tenemos ya escritas, y que tienen tanto éxito en las fiestas de la Virgen, en ese mes de agosto que queda aún tan lejos. Yo creo que se va cada día más desanimada, pobrecita, entre tanto viejo y tanto romance que le debe de sonar a chino. Empeño le pone, eso sí, y cada miércoles (el  año  pasado fue los jueves) viene cargada de fotocopias y nos hace leer, como en la escuela, y levantamos tanta algarabía que alguna vez nos manda callar don Francisco, el párroco, que está en la sala de al lado, con los restauradores que también vienen solo un día a la semana. A las de pintura nos tiene dicho que pasemos a echar una mano, que hay un cuadro pequeñito que bien podríamos ir restaurando nosotras. No sé. Ya veremos.

Castilla en noviembre da para lo que da. Un paseo muy corto para bajar los dulces de los santos antes de la visita de la médica, que viene siempre a echarnos la bronca, una vez por semana. A ver qué paseo quiere si aquí enseguida se echa la tarde encima y la noche ni te cuento. También da para quedarse en casa, tras los visillos, arropada con la falda del brasero y ver una novela tras otra, eso si no ha nevado arriba, y no se va la luz, lo que sucede a menudo.  Entonces te puede dar por pensar y eso es malo. Estarse mano sobre mano es pasto para el demonio. Lo mejor es entretenerse como sea, alargar las tareas. Irse cada dos por tres a la tienda como si se te hubiera olvidado algo, un pimiento verde, dos tomates, una lata para la cena...poner un puchero en el fuego, apuntarse a todo lo de la casa de la cultura, ir renqueando a la consulta, dejar pasar las horas.

Si no, te da por los malos pensamientos y es un no parar. Un runrún que se te mete dentro y ya no puedes pensar con calma. En noviembre, por las tardes, te dan ganas no sé, de comerte dos bolsas de floretas, tres huesillos de un golpe, mojados en café, prender fuego a la iglesia, matar a la médica, pintarrajear el retablo, acabar con el marido o la vecina como se hace con los conejos, de un golpe seco y certero.

Pero enseguida llega diciembre. Y adornamos la casa de cultura, y el de dibujo nos manda colorear postales de Navidad, y en manualidades ya vamos por el tercer nacimiento y hasta la del taller literario nos deja recitar esos versos tan bonitos al niño Jesús que nos gustan tanto. Incluso la médica baja la guardia y hace la vista gorda con los turrones.

Diciembre es otra cosa, sí. Vienen los nietos, los hijos, los vecinos que se fueron. La casa se llena de risas y ya no escucho las voces. A lo mejor tienen que ver las pastillas que me tomo. O a lo mejor es que ya nadie pregunta por él y por la zorra de la vecina, tan a gusto los dos en la capital, desde que los pillé en la cama. Al menos eso dicen, porque por aquí no hemos vuelto a ver a ninguno de ellos. Ni falta que hace.

Mientras tanto, es noviembre y Castilla da para lo que da. La falta de luz y el cambio de hora nos afectan mucho, pero no hay que quedarse en casa. Fuera hace mucho frío, pero dentro, sobre todo si se va la luz y no se puede ver la novela, ellos dos empiezan a hablar bajito y a echarme en cara que no los haya enterrado. Se quejan, pobres. Como si la culpa fuera mía y no de ellos, que no supieron entretenerse como dios manda. Mira yo, que para no oírlos, me como dos o tres huesos de santo, y me voy donde la casa de cultura a dibujar o a escribir, según toque. Dentro de nada llegará San Andrés y dejaré de escucharlos pero ahora es noviembre, y  habrá que pasarlo como sea.

 

PALOS DE CIEGO

 

Les hace el lazo con cuidado, para no equivocarse. Siempre han sido muy puntillosas las gemelas. Y muy habladoras. Nunca han sabido guardar un secreto. Con lo fácil que hubiera sido quedarse calladitas y no andar hablando de sus manos de ciego. Sus lazarillos, las llamaba, cuando aún dejaban que se apoyara en ellas para bajar las escaleras. Siguen oliendo bien a pesar de la sangre. Ha sido una pena acabar así. Las gemelas. Tan dulces. Las niñas de sus ojos.

 

FILLING GAPS

 

Se apuntó a la escuela de idiomas para ligar, con la nada secreta esperanza de acabar en la cama de alguna de las esbeltas profesoras de inglés que pasaban como muchachas en flor, dejando un rastro de algo parecido a la modernidad en la húmeda ciudad provinciana. Del inglés, pasó al francés y de este, al italiano, cosechando al mismo tiempo éxitos académicos y fracasos amorosos, sin rendirse jamás. Cuando estaba a punto de terminar alemán y portugués (la profesora de alemán era una valquiria contundente repleta de promesas que no se cumplieron nunca), le llamaron del rectorado para ofrecerle la secretaría de relaciones internacionales,  y él aceptó. Esa noche soñó con mil estudiantes rubias que acudían ruborizadas a pedir su ayuda y se despertó embriagado de sudor y posibilidades. Como era muy buen gestor y no molestaba mucho, fue escalando posiciones de forma inversamente proporcional a sus conquistas. Un año se convirtió en vicerrector, y al siguiente le llamaron del ministerio para que se encargara de las becas europeas, hasta que, tras varios ascensos, acabó presidiendo algún organismo importante en Bruselas, cumpliendo treinta años de casado, y convertido en padre de tres universitarios magníficos. 

Y entonces, una mañana de invierno, mientras contemplaba desde el inmenso ventanal de su cálido despacho el trasiego de jóvenes y rubias estudiantes, recordó aquellos días de la escuela de idiomas, la dificultad de los verbos irregulares, la reading comprehension, los filling gaps, los casos, el vocabulario,  las cañas de después, las dulces italianas, las elegantes francesas, la portuguesa casi tan alta como él, la alemana rubicunda y turgente, la lituana de cola de caballo, la ucraniana, la juventud, los escarceos, la vuelta siempre solo a su helado piso de estudiante y al somier hundido y sórdido ... y suspirando, pensó que si comparaba sus aspiraciones de entonces con los logros de ahora, no tenía  más remedio que aceptar que su vida había sido y era un auténtico fracaso.

 

EL CUERPO DE CRISTO

 

Besa con cuidado la que le corresponde y otras dos más, por si acaso. Se sabe de memoria el orden de la fila, pero aun así, puede haber imprevistos. Luego vuelve a dejarlas en el sagrario, sin olvidar santiguarse. Aún no ha amanecido y ya ha cometido su primer pecado. Dios sabrá perdonarla. Él fue quien la dejó viuda, y quien envió al  pueblo a Don Antonio, el nuevo cura, tan joven. Quizá sus designios sean inescrutables, pero no hay nada malo en allanar el camino, en hacer que él sienta la pasión de su boca, cada vez que se lleve una hostia a los labios, el cuerpo de Cristo, Amén.

 

ANUNCIOS

 


No me gustan los anuncios caducados. Alguien debería arrancarlos, despegarlos de las marquesinas y farolas, exterminarlos como si fueran una plaga. Campamento de verano, piscina, actividades infantiles, diversión para todos, tf. 654789087, dice uno en esta mañana helada que cubre de vaho la parada del autobús (ahora no podemos tener niños, no tenemos tiempo ni dinero). U2 en concierto. Semana Santa en Sevilla, tf. 653457876 (dónde vamos a ir nosotros que estemos mejor que en casa). El frío se cuela por mis zapatos y sube sin encontrar obstáculos hasta los cristales empañados de mis gafas. Residencia geriátrica, El jardín del mayor. Petanca, gimnasio, atención familiar. tf. 678978745. (No podemos quedarnos con tu madre. Solo nos faltaba eso). Gabinete psicológico. Terapia de parejas. Solución garantizada. tf. 643567876.

Se busca piso en la playa. Pequeño, una habitación. No importan vistas.

Debajo mi teléfono brilla como la luz de un faro en esta mañana de niebla.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Galán Rodríguez

21 de mayo de 2018

Mis logros, no sé ni en qué unidades

referirme a ellos, si en libras esterlinas, en watios

o en lingotes, qué más da si mis logros

sentados a la mesa frente a logros ajenos

 

no saben mantener ni una conversación.

Los míos se ponen a pensar por qué no avanzo, quizás

me falta combustible o me dormí

conduciendo un camión en plena madrugada.

 

Cómo decirle al profesor que algunos

de los conceptos de la clase de ayer

no me quedaron claros  (mis ancestros

me transmitieron su ignorancia

creyendo que se trataba de un valor.)

 

Es como la tragedia del enano alto: nadie le cree al decir

“Soy un enano de un metro noventa”, no pasa

por enano y sin embargo se come las tostadas

secas, siempre sin mermelada, porque no alcanza el tarro

del estante de arriba.

 

 

Hay cosas que suceden

en retrospectiva: fui Miss España

a los veintitrés años y me entero precisamente hoy.

Acabo de vomitar unos pimientos fritos

de hace cuatro meses y es ahora cuando siento molestias

y pesadez de estómago. Es la sota de bastos

la que me pega con su arma de ficción. El basto no era hueco,

era duro por dentro: tantas partidas en la sobremesa y

no nos dimos cuenta.

 

Estoy tranquila:  mi venganza es la venganza

de la naturaleza. No soy yo quien impondrá el castigo,

antes bien son las coplas de Jorge Manrique a su difunto padre

quienes están a cargo de gestionarlo todo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Mercedes Cebrián

4 de mayo de 2018

Para el lector español, el primer contacto con la poesía de Elizabeth Bishop (Worcester, Massachusetts, 1911 – Boston, 1979), que apenas publicó cien poemas en vida, fue probablemente a través de los que tradujo Octavio Paz, recogidos en Versiones y diversiones. Luego llegó la primera antología, publicada por Mistral, de Orlando José Hernández, la misma que apareció unos años después en Visor.

 

La editorial Igitur publicó otro florilegio: Obra poética, a cargo de D. Sam Abrams y Joan Margarit, y antes, su libro Norte & Sur,  traducido por Eli Tolaretxipi.

 

Por su parte, Vaso Roto, que ya había publicado Una antología de poesía brasileña y Flores raras y banalísimas. La historia de Elizabeth Bishop y Lota de Macedo Soares, de Carmen L. Oliveira, da a la luz, en dos tomos, su Obra completa y empieza por el segundo, que titula, a secas, Prosa. Lo ha traducido con solvencia el poeta Mariano Peyrou y el volumen tiene casi ochocientas páginas. La edición literaria es del poeta y crítico Lloyd Schwartz, así como el prólogo.

 

No es la primera vez que se da a conocer la prosa de la norteamericana en España. En Lumen apareció Una locura cotidiana, un conjunto de apenas ocho relatos traducidos por Mauricio Bach que tuvo una excelente acogida por parte de la crítica.

 

El libro que nos ocupa está dividido en cinco partes: “Cuentos y memorias”, “Brasil”, “Ensayos, reseñas y homenajes”, “Correspondencia con Anne Stevenson” y “Apéndice: Prosa temprana”. Pone el colofón un breve capítulo dedicado a la procedencia de los textos.

 

En lo que se refiere a la prosa propiamente dicha, diremos que se reúnen los relatos que publicó en vida, casi siempre en The New Yorker, a caballo entre la memoria y la ficción, con un inevitable cariz autobiográfico que ella misma confiesa. Así, en el más famoso, “En la aldea” (que para Bach era “pueblo”), se alude a la locura de su madre, internada en un sanatorio psiquiátrico. Este hecho y su posible causa: la prematura muerte de su padre a los 39 años, cuando ella tenía ocho meses y su madre 29 (y llevaban tres años casados), obligó a que la cuidaran sus abuelos maternos, muy presentes en éste y otros relatos, como “El ratón de campo”, donde la casa colonial de la familia, una antigua granja de Nueva Escocia, se convierte en centro de operaciones. Con ironía, dijo haber tenido “una «infancia infeliz» de primera categoría”.

 

Otros relatos reales son “Gwendolyne” y “La clase de infantil” (sus primeros recuerdos, cuando tenía cinco años y su madre enloqueció). En “La Escuela de escritura. EEUU” narra su trabajo como correctora de textos por correspondencia, donde menciona su “educación de clase alta” y su paso por el exclusivo Vassar College. En “Un viaje a Vigia” ya aparece Brasil. En “Esfuerzos del cariño: Recuerdos de Marianne Moore” evoca a su mentora, amiga y excepcional poeta, a la que conoció (junto a su influyente madre) en 1934, “una de las mejores conversadoras del mundo”. Porque la ficción cede el paso a la memoria, bien podría haber sido incluido en la segunda parte del volumen.

 

Los relatos que conforman el núcleo central de su prosa creativa, fueron escritos en un periodo de cuarenta años, entre 1937 (“El bautismo”) y 1977 (“Recuerdos del tío Neddy”).

 

A manera de resumen, podríamos decir que aplicó a la narrativa los mismos principios que destinó a sus versos. Admiraba en un poema, sobre todo, “la precisión, la espontaneidad, el misterio”. Cualidades que también imperan en sus relatos, alejados de cualquier atisbo de prosa poética al uso, edulcorada y falsamente lírica. José María Guelbenzu, que los califica de “minimalistas”, afirma: “La sencillez es, en este caso, una obra maestra de depuración estilística”. Y añade: “Bishop muestra en su prosa una alta imaginación poética, pero no hace poesía con ella”. Y concluye: “Todos los cuentos parecen hechos de minucias y se aproximan al lector con una actitud casi doméstica, pero tras ellos se adivina la mirada soberbia de alguien que sabe distinguir muy bien entre lo que es significativo y lo que no lo es”. 

 

Por Brasil, todo un libro (que nunca le convenció), cobró diez mil dólares, pero los editores de la revista Life, donde vio la luz, no respetaron el original que en esta edición aparece por primera vez tal cual se concibió.

 

En lo que respecta a la tercera parte, no es casual que empiece analizando la poesía de Marianne Moore: “Como gustéis”. Sigue con e.e. cummings (compartieron asistenta un tiempo), Emily Dickinson (a cuya estirpe pertenece: “En cierto modo, todas las cartas de Emily Dickinson son cartas de amor”), Laforgue, Huxley (en Brasil), Lowell (tanto el texto para la sobrecubierta de Life Studies como “Notas sobre Robert Lowell”, que no deja de ser un excelente retrato del “magnífico poeta” bostoniano. “Cada vez que leo un poema de Robert Lowell tengo una escalofriante percepción del aquí y el ahora, de una precisa contemporaneidad”. La de Lowell es una presencia constante, le admiraba profundamente.

 

Mención aparte merece “Escribir es un acto antinatural”, una suerte de poética. Ahí habla de las citadas cualidades del poema y nombra a sus tres poetas favoritos (“en el sentido de que son como mis «mejores amigos»”: Herbert, Hopkins y Baudelaire. También habla de Auden (al que dedica más adelante un homenaje: sus versos “forman parte de mi vida”), Frost, Wordsworth…

 

Elogia a Randall Jarrell (“el mejor y más generoso crítico de poesía que he conocido”) y podemos leer el prólogo a Una antología de la poesía brasileña del siglo XX.

 

La correspondencia con Anne Stevenson, de 1963 a 1965, con motivo de la monografía sobre su poesía para la “Twaynes United States authors series”, es acaso lo mejor. Alude a ese estudio como “esta especie de condensación de mi «vida»”. Habla de su afición a la pintura, la música y la arquitectura. De lo “harta” que está de que la “asocien” a Moore: “yo siempre he sido una poeta del montón con un «oído» tradicional”. De Lowell, Stevens, Neruda, Chéjov y Dewey. De su labor literaria: “Trabajo con mucha lentitud”. Del “pecado capital” de “la falta de observación”. De política (“siempre he sido anticomunista”) y religión (le gustaba Santa Teresa). De cómo dice haber escrito una poesía “preciosa”, pero que detesta lo “precioso”. “Mi pronóstico es pesimista”, asevera.

 

Cierra el volumen la prosa temprana, casi toda publicada en Vassar entre los años 1929 y 1934.

 

 

 

 

Elizabeth Bishop, Obra Completa. Volumen 2. Prosa  Madrid, Vaso Roto, 2016.

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Álvaro Valverde

La vida nos somete a numerosas presiones y momentos en los que desearíamos desaparecer, aunque solo fuera momentáneamente para luego regresar a nuestra vida cotidiana, con sus miserias y sus (a veces) alegrías. Desde que nacemos tratamos de buscarle un sentido a nuestra existencia, dentro de un vínculo social con los demás que ahora, en estos tiempos de redes sociales que abrotoñan por doquier, en una vida cada vez más individualizada, necesita una revisión. Cuando decidimos, por el motivo que sea, romper esa unión con los demás y concedernos un tiempo, estamos, en cierto modo, tratando de salvarnos a nosotros mismos. Por eso, en ocasiones, el vínculo social con los demás puede convertirse en algo opcional e innecesario. Recordemos, aunque resulte tópico, que el hombre contemporáneo, como afirma Le Breton (Le Mans, 1953), se halla cada vez más conectado o comunicado, pero menos vinculado, en un giro en las relaciones sociales que marca nuestros tiempos. Así, para el sociólogo y antropólogo francés, existe un estado de ausencia, denominado blancura (p. 15) que consiste en “despedirse del propio yo, provocado por la dificultad de ser uno mismo”. A partir de esa idea, Le Breton comienza a desarrollar las diferentes formas de alcanzar esa blancura, a la que se llega, muchas veces, cuando uno no puede seguir asumiendo más el papel o personaje con el que la sociedad lo reconoce. Este retiro del mundo, que suele ser voluntario, puede ser también el resultado de una enfermedad degenerativa, demencias, alzhéimer o del simple proceso de envejecimiento.

Quizás sea la desaparición, como reza el subtítulo de este ensayo, una “tentación contemporánea”, siempre y cuando esta se haga de manera voluntaria y nos permita, de algún modo, seguir afrontando la vida. Pero no responde a ese patrón en la mayoría de las ocasiones, pues detrás de las muy diversas formas de desaparición que se analizan en el libro, no todas van asociadas a una decisión voluntaria y meditada. Quizás este deseo de desaparición responda al desnortamiento que padecemos, a la falta de referentes o a la no asunción de nuestra identidad y lugar en el mundo. Una manera de desaparecer la veíamos ya en el anterior y fantástico ensayo de Le Breton, titulado Elogio del caminar (Siruela, 2014), en el que el paseo y el acto de caminar suponen ya en sí un acto desaparición, una liberación de nuestras esclavitudes cotidianas. De hecho, este libro guarda una estrecha relación con Desaparecer de sí, en una forma de continuidad sobre determinados temas, principalmente nuestra manera de ser individuos y las responsabilidades que asumimos en nuestro día a día.

Para Le Breton, hemos de reservarnos un espacio íntimo, que nos permita dejar de asumir las obligaciones de nuestra identidad. De esa manera, realiza un recorrido por las distintas formas de desaparición a lo largo de la historia, con cierto detenimiento en el mundo presente, como el de los jóvenes. Comienza definiendo qué entiende por la blancura (“la voluntad de ralentizar o detener el flujo del pensamiento, de poner fin a la necesidad social de componerse en todo momento un personaje”, página 23) y cómo se puede lograr. La indiferencia es una de ellas (pensemos en personajes literarios como Bartleby, Oblomov… y recordemos también, que este mismo tema, el de la desaparición, es el de la fantástica novela Doctor Pasavento, de Enrique Vila-Matas); otra es la de la multiplicación de personalidades para diluir la presente (Pessoa y sus heterónmos) y, finalmente, el abandono de la propia historia y la aceptación de una nueva identidad alejada del boato y la leyenda (T. E. Lawrence), que no hacen sino suponer una decisión extrema de libertad individual.

Junto a ellas, existen otras más sencillas y discretas (y algunas placenteras), como dormir. El sueño se convierte en una ausencia natural en la mayoría de las ocasiones, si bien en otras puede deberse a situaciones o experiencias traumáticas. Pero es tal vez el deseo de desaparición asociado al tiempo presente el que más posibilidades concita: el burnout en el trabajo, la hiperconexión a la que nos vemos sometidos, la competitividad extrema, la necesidad de cumplir con unos objetivos casi inasumibles…Todo ello puede derivar en ausencias o desapariciones involuntarias como la depresión, la fragmentación de la personalidad, los trastornos de disociación, la absorción en una actividad que nos abstraiga de todo (por ejemplo, véase a este respecto el interesante artículo que Rubén Benedicto dedica a las teorías del filósofo Byung-Chul Han publicado en el anterior número de Turia). Quizás dentro de unos años podamos ver con más claridad en qué ha derivado, pero columbra uno que los trastornos y evasiones que nombra Le Breton a cuenta de nuestro modo de vida actual aumentarán y tomarán nuevas formas.

La adolescencia es también un periodo de la vida clave para el análisis de nuestro autor, pues en él conviven diversas posibilidades de desaparición, algunas en constante aggiornamento, sobre todo las denominadas “conductas de riesgo”, (véase el capítulo 3, titulado “Formas de desaparición de sí en la adolescencia”). Más compleja es, desde luego, la parte dedicada a las enfermedades asociadas a la desaparición de uno mismo, como el alzhéimer o la demencia senil, que son analizadas con rigor y precisión y que remiten a una forma bien diferente de ausentarse (involuntariamente) del mundo. El contraste entre esta parte y la anterior –el análisis de las desapariciones asociadas a conductas de riesgo en la adolescencia- resulta cuando menos clarificador de cuáles son los derroteros por los que se mueve nuestra sociedad.

Asimismo, la desaparición puede suponer una oportunidad de una nueva vida, alejada de las presiones que sobre nosotros se ejercen cotidianamente. Ahí están los caminantes de largo recorrido (el camino de Santiago, Thoureau…), la desaparición y posterior asimilación en otras culturas más allá de las fronteras establecidas, lejos de la burocracia y sus obligaciones, como los coureours des bois (los tramperos) en los siglos XVIII y XIX en los territorios fronterizos de Norteamérica, tentación hoy imposible, aunque algunos traten infructuosamente de emularla en fechas más recientes (véase, por ejemplo, la historia de Chris McCandless que relata Jon Krakauer en Hacia rutas salvajes, también mencionada en el libro).

En cualquier caso, todas estas posibilidades de desaparición remiten a una búsqueda constante de uno mismo, en permanente revisión y cambio, que no hacen sino mostrar la fragilidad con la que se construye la personalidad de cada uno en la sociedad contemporánea, en tanto en cuanto se es un ser social. Tal vez se eche en falta alguna alusión a los retiros místicos o espirituales, que tanto peso y tradición tienen, pero eso no empaña para nada el profundo calado de este ensayo, desde luego. Nuestro tiempo está caracterizado por múltiples tentaciones que pueden llevar hacia la desaparición de sí mismo, pero no hemos de olvidar que somos nosotros los que creamos esas imposiciones y esa presión coactiva que parece instalarse en cada una de las actividades que realizamos. Y ahí está el quid de la cuestión.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

David Le Breton, Desaparecer de sí. Una tentación contemporánea,  Madrid, Siruela, 2016.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

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