Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 601 a 605 de 1336 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

MARIO VARGAS LLOSA, ENRIQUE VILA-MATAS, PERE GIMFERRER Y FERNANDO ARAMBURU FORMAN PARTE DE UN ESPECTACULAR SUMARIO DE MÁS DE 100 AUTORES 

 JUAN MANUEL BONET Y JORGE EDUARDO BENAVIDES DAN A CONOCER EL ESPECIAL “LETRAS DE ESPAÑA Y PERÚ”

 

La revista cultural TURIA presenta hoy  un número especial denominado “Letras de España y Perú” en la sede central del Instituto Cervantes de Madrid. Su director, Juan Manuel Bonet, y el escritor peruano Jorge Eduardo Benavides, serán los encargados de dar a conocer esta interesante publicación. El espectacular sumario de TURIA contiene textos inéditos de más de 100 autores españoles y peruanos y ocupa 500 páginas. Esta iniciativa editorial se enmarca en el conjunto de actividades que protagonizará España como país invitado de la FIL de Lima en 2018 y ha sido posible gracias al apoyo económico del Ministerio de Cultura.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

26 de junio de 2018

El ruido de los motores, los pasos de los viajeros. Vendían café en un puesto cercano, y el olor que se esparcía por la estación comenzó a resultarle desconcertante. No desagradable, pero tampoco positivo. Con su propio lenguaje, que se dirigía directamente a la esfera de la emoción sin pasar previamente por la esfera del pensamiento, mucho más alentadora y siempre más controlable, parecía insistir de manera machacona en que la infelicidad y la nostalgia eran los estados del ánimo más arraigados en su carácter. Mediante un sofisticado método basado en la experiencia inmediata asociada a la rememoración de los días de vacaciones previos a las Navidades, de los fines de semana, de las tardes sin clases, se veía de nuevo en su casa y, a la vez, tan lejos, lo que le hacía contemplar la distancia que había recorrido y también la que aún le faltaba por recorrer. Aquel olor compendiaba la necesidad de estar lejos y, al tiempo, la certeza de no haberse movido del sitio. El sitio en que sintió vergüenza por primera vez.

El retumbo de los motores y el humo que expulsaban los tubos de escape. Todo iba a chocar contra ella, así que se tapó la boca con el cuello de la camiseta, se pasó los dedos por los ojos y se frotó la cara intensamente antes de volver a comprobar que el número que figuraba en el cartón colocado en el parabrisas del autobús que tenía justo delante y el número que constaba en su pequeño billete de papel eran el mismo. Había dejado en el suelo sus dos bolsas de viaje y ahora esperaba la llegada de Jermo, pensando que sería fatal que no apareciera a tiempo. Se había sentado en un banco de madera fingiendo adoptar una posición de descanso, y dejaba que las manos colgaran desde sus rodillas hacia las bolsas, pero todo en ella denotaba un estado de alerta. De seria impaciencia que rechazaría cualquier pretensión de acercamiento por parte de otros viajeros.

No tenía que haber preparado dos bolsas. Con una habría sido más que suficiente. Ahora se daba cuenta, y su hermano iba a pensar que era boba y que, además, se había vuelto loca. Que no tenía contacto con la realidad ni tenía ni idea de cómo era el jardín, el paraíso, al que se dirigían. Había preparado dos bolsas cuando no necesitarían tanta ropa ni tantos libros ni tantos productos de aseo porque allí todo iba a ser comunal y compartido, y lo superfluo parecería mucho más excesivo e innecesario que en ningún otro lugar. Pero ella trataría de explicarle que en su propia habitación, ante la necesidad de elegir unas cosas y desprenderse de otras, se vio incapaz de abandonar los objetos más valiosos, y allí estaba todo. Todo lo importante. Sus fotos. Los recortes de periódicos. Algunos boletines de notas. Sus cartas. Ciertos libros. Cintas de música. Y el collar de Pinky, aunque Pinky ya no estuviera.

Volvió la cabeza muy despacio hacia la puerta de la entrada, sin dejar de apretarse la tela de la camiseta contra los labios, y vio con intranquilidad creciente que cada vez había más gente, más cuerpos idénticos y amontonados, frente al quiosco de prensa, en la sala de espera, cerca de la cafetería y en la barra en que vendían los bocadillos. Pero ni rastro de Jermo. Camisas de colores, pantalones largos, pantalones cortos, enormes cabezas de pelo rizado y cabezas estiradas de pelo largo. Había quien llevaba más de una bolsa encima, como ella, y gafas de sol que desaparecían en la repentina penumbra del vestíbulo, que parecía más oscuro de lo que era en realidad ya que el edificio obstaculizaba el paso de los brillantísimos rayos del sol que en el exterior evidenciaban que había llegado el mes de julio. Pero allí no estaba Jermo ni nadie que se le pareciera. Cuando la figura de su hermano apuntara en la distancia, tan alto y tan firme al caminar, con su teoría del «Hombre Exacto» brotando de él, resultaría imposible no captar su presencia. No advertir que ya estaba cerca, dispuesto a subirse al autobús con ella y a distanciarse de todo lo que pudiera representar una «Falta de Significado».

Una propensión a la «Confusión».

Habían mantenido larguísimas charlas por teléfono para planearlo todo. Jermo escondido en el rincón más apartado del pasillo de su casa, tirando al máximo del cable del teléfono para que Amanda no se enterara de lo que hablaba, y ella, consciente de que a nadie le importaba lo que pudiera decir por teléfono, por escrito o subida a una barca en medio del lago público, también en el pasillo y respondiendo en voz muy baja, por mera educación, aunque supiera que todas las puertas se habían cerrado previamente a su alrededor.

Su hermano le había hablado de lo esencial que iba a ser aquel regreso a lo básico. A lo «Primitivo» y a lo «Original». Y ella trataba de imaginar lo que constituiría de una manera casi física el poder de veinte mil personas reunidas durante una semana en un mismo espacio. Quizá pudiera medirse en vatios aquella energía, con el impulso de los niños cantando y marchando en grandísimos corros, los gritos de bienvenida de cientos de gargantas al unísono, las saunas ceremoniales para la purificación, los ejercicios de autoconciencia y, por supuesto, las conversaciones acerca de la actividad humana, del propósito de la existencia, de lo que es lo «Bueno», en presencia de lo natural.

Volvió a girar la cabeza en dirección a la entrada al observar que el conductor abría ya la puerta del maletero lateral del autobús, y que algunos viajeros empezaban a dejar sus bolsos y maletas en el interior. Uno de ellos la saludó con la mano festivamente cuando sus miradas se cruzaron, pero ella apartó los ojos de inmediato. ¿Dónde estaba Jermo? ¿Por qué no llegaba de una vez?

—Esperas a alguien.

Aquello no era una pregunta. La rapidez con que el autor del saludo se había plantado delante de ella para declarar que su evidente nerviosismo se debía a la espera, y no a ninguna otra razón, hizo que se pusiera de pie y se echara a un lado.

—Sí —dijo.

—Alguien importante.

—Sí.

—¿Y vais juntos?

No respondió.

Se agachó para recoger sus bolsas, y desde allí se fijó en que el chico que volvía a preguntarle algo a lo que tampoco iba a responder llevaba las zapatillas rotas, de modo que sus anchos dedos asomaban por los agujeros de la tela.

—No te va a pasar nada. Allí todo es real y natural. Yo he ido otros años, y sé cómo funciona. Así que puedes ir sola. Aunque él no venga.

Irían juntos si su hermano aparecía. Así de fácil.

De todas maneras, no tenía que dar explicaciones. No las había dado en la residencia, y no se las iba a dar a un extraño que llevaba las zapatillas rotas. Lo que quería en ese momento era ir al baño y lavarse la cara antes de empezar el viaje. Pero sabía que no podía apartarse del autobús. Había quedado con Jermo en aquella planta y justo en aquel acceso, que podía verse desde las taquillas, y él tenía que distinguirla en cuanto llegara, en cuanto pusiera un pie en la estación, y abrazarla y sonreír ampliamente ante ella, con toda la seguridad de sus convicciones («Sólo la tierra te salvará», le había dicho por teléfono a lo largo de la última conversación, hacía solo dos días). Así que se quedó en el mismo sitio, sin saber qué más hacer y aún demasiado cerca del chico que parecía tener tantas ganas de hablar con ella. Afortunadamente, una mujer que llevaba un vestido rosa de finos flecos que le caían hasta los tobillos se acercó a él y, después de decir «Yo también he leído El Doctor Jekyll y Mr Hyde» como si se tratara de una contraseña para iniciados, se abrazó a su cintura para que regresaran juntos al autobús. Ninguno de los dos le dijo nada. No se despidieron de ella, y, después de besarse, subieron uno detrás del otro, que era, por otra parte, lo que ya estaba haciendo la mayoría de los viajeros.

Pero su hermano no llegaba.

Volvió a sentarse en el banco, dejó caer las manos en la misma actitud de antes, con la misma dejadez sólo aparente, y recordó que Jermo le había dicho que quería tumbarse en la hierba y respirar. Notar las briznas entre los dedos, cerrar los ojos, deshacerse de sus propias dudas y de sus propios miedos. Eso era lo que quería. Y para eso tenía que dejar a Amanda y al niño solos unos cuantos días, e ir con ella al encuentro. También le había dicho que la gente solía enmascarar su cobardía tras un carácter bueno y dócil, pero ella sabía que Jermo no enmascaraba nada. Su hermano no mentiría jamás. Le había confesado que en su casa no quedaba nada emocionante ni inesperado ni prodigioso por descubrir. Amanda estaba enfadada, apenas se hablaban, y el niño no dejaba de llorar. No sabían por qué, pero lloraba a todas horas. En cambio, todo sería nuevo y luminoso en el lugar al que irían en aquel autobús. Y ella ya lo había dejado todo. Después de calcular durante semanas cuál sería la mejor manera, la más educada, para salir de la residencia sin armar ningún escándalo y sin preocupar a nadie, decidió escribirle una carta a la directora, quien sabría ser comprensiva. Previamente se la entregó a Nut, su compañera de habitación, y Nut se sentó en una cama, la leyó, elevó la mirada y, cruzándose de brazos, preguntó:

—¿Estás bien?

Se hizo un silencio, y al instante escuchó de nuevo:

—¿Que si estás bien?

—Perfectamente.

—Entonces ¿por qué tienes que hacer esto? No me parece sano.

—A mí me parece lo más sano que he hecho en toda mi vida.

Aunque lo cierto era que el miedo no podía ser sano. Y eso era precisamente lo que estaba sintiendo mientras esperaba. Un temblor en las manos y en las piernas que no le permitía concentrarse ni descansar. Desasosiego e inquietud. Conocía muy bien los síntomas, y quería imaginar que en unos minutos, cuando él apareciera por fin y los dos se acomodaran en sus respectivos asientos del autobús, podían comenzar a construir juntos algo muy parecido a la felicidad. Él le explicaría por qué se había retrasado tanto, y ella le diría que no se preocupara. Que no tenía importancia ahora que ya estaba allí. No obstante, la situación real se planteó de una forma mucho más anodina. No hubo disculpas ni hermosos abrazos. Jermo no se presentó como un humano excelente que surgiera de entre las columnas de humanos comunes. No emergió de la confusión de cuerpos ni parecía llevar escrita en la cara la palabra «indiferencia». Sencillamente se sentó a su lado, subió las piernas al banco, las cruzó, se quitó los zapatos y empezó a frotarse los pies mientras giraba lentamente la cabeza para mirar a su hermana con una sonrisa enorme.

—¡Vaya! —exclamó ella al verle—. ¡Has llegado! ¿No llevas nada?

—Parece que ya llevas tú lo suficiente para los dos —dijo él mientras se inclinaba sobre sus piernas y observaba más de cerca las dos bolsas—. ¿No habrás metido ahí tu máquina de escribir?

Ella se echó a reír.

—¡Qué ocurrencia!

—No me extrañaría nada.

—¿Nos vamos?

Él no se movió. Siguió tocándose los pies, largamente, sin dejar de mirarla con los ojos muy abiertos, y siempre sonriendo.

—No has cambiado. Nada de nada. Sigues con esa cara de topo y las mismas pecas. Estoy seguro de que no has perdido ni una sola. ¿Tienes novio?

—Qué pregunta… Vámonos. El autobús está a punto de marcharse.

—¿Has comprado los billetes?

—Claro.

—Claro, claro… Siempre tan eficaz. Tan previsora y tan puntual. No esperaba menos de ti, pequeña Leo.

Pequeña Leo… Ya nadie la llamaba así excepto Jermo. Jermo, que estaba otra vez a su lado y que recordaba aquel antiguo nombre que antes también utilizaba su padre, cuando se acercaba a ella con cuidado y decía: «Leo… Ven, cielo. Vamos a cenar». Sin gritar. Sin estrépito. Simplemente aproximándose a ella antes de hablar y de esa forma tan sobria, tan amable, mantener el silencio que tanto necesitaban los dos. Leo… Una palabra graciosa y tan querida por ella que no esperó más. Se puso de pie y volvió a echarse a reír con ganas mientras cogía las bolsas para cargárselas a la espalda y caminar hacia el autobús. Era tan gracioso aquel sonido lleno de briznas de hierba. Como las briznas que quería acariciar su hermano. Puntiagudas y esbeltas como una l.

—Escucha, cielo. Ven. Siéntate otra vez. Anda. Tengo que contarte algo. Las cosas nunca son perfectas…

Ella dejó de reír y regresó al banco.

—¿Qué quieres decirme? ¿Es que no vas a venir?

Su hermano bajó los pies al suelo y comenzó a ponerse los zapatos de nuevo, torpemente, sin emplear las manos.

—No puedo ir, Leo. No puedo dejar a Amanda ahora, sola con el niño. Se ha puesto enfermo.

—Ya.

—Pero he pensado que, ya que estás aquí, y ya que veo que te has traído todas tus cosas, podrías venir a pasar unos días con nosotros. A casa. Con Mateo, que no te conoce. ¿Qué me dices? ¿No es un buen plan?

¿Un buen plan?

Ella no miraba ya a su hermano. No quería ver sus propias pecas en su piel ni el mismo color avellana en unos ojos que ahora la observaban con expectación, casi llorosos. ¿Cómo decirle que no soportaba su voz suplicante ni que acudiera a planes tan irrealizables con la única intención de que ella se sintiera bien? Planes que no significaban nada y que no implicaban ningún avance sino, al contrario, un nuevo estancamiento en la obligación y en la fantasía de una falsa placidez familiar plagada de dependencias.

—No sé. No me parece buena idea. Amanda estará muy ocupada. Con el niño malo… No creo que tenga ganas de verme. Y menos aún de meterme en su casa.

—La casa es de los dos.

—Ya.

—Y claro que Amanda quiere verte. Nunca ha tenido una hermana.

—Y nunca la tendrá.

Así que no iba a ir con ella. Así que ésa era la única verdad.

Podía poner todas las excusas que quisiera y adornar su decisión con todos los embellecidos argumentos del mundo. Pero no iba a ir con ella.

—¿Te acuerdas de nuestro primer viaje en barco con papá? Te levantaste tres horas antes de lo previsto. Y luego estuviste todo el día aferrada al folleto de los horarios de salidas y llegadas, como si no pudieras perderlo por nada del mundo. No lo soltaste hasta que estuvimos en el hotel. ¿Te acuerdas?

Claro que se acordaba. Asintió con la cabeza. La suavísima moqueta del hotel era verde, y también era de color verde el papel de las paredes de su habitación. Lo recordaba todo perfectamente, y entonces reapareció el miedo. Un miedo angustioso, paralizante, que le nacía en el estómago y que se le desarrollaba en el pecho, oprimiéndolo e impidiendo una respiración normal. Un miedo que podría hacer que un ser bueno se convirtiera en un ser diferente. Oyó gritos a su espalda, seguidos de unas descomunales carcajadas, y supo que llegaban más viajeros, justo al límite. No fue necesario volver la cabeza para comprender que corrían arrastrando sus bolsas, mientras hacían aparatosos gestos en dirección al conductor para que no se fuera. Y, mientras, los otros, lo que ya habían subido al autobús, los que no tenían dudas ni alzaban ante sí muros insalvables que los separaran de la satisfacción y la alegría, dedicaban sus minutos de espera a la contemplación del extraño comportamiento de aquellos hermanos que no se miraban, que no se movían, y que no parecían darse cuenta de que debían huir, como todos ellos, de la destrucción de la vida metropolitana.

—Sólo son unos días. ¿Por qué no podemos hacerlo? Seguir con lo que habíamos planeado…

—No hay tanta diferencia entre aquí y allí, Leo.

—¿Y eso me lo dices tú? ¿Ahora?

—No puedo decirte mucho más.

Ella había dormido la noche anterior en el asiento de un tren. Había pasado frío, a pesar de estar ya en verano, y al amanecer, al despertar, había oído unos ruidos extraños al otro lado de la puerta de su compartimento. Los demás viajeros seguían durmiendo, pero ella pudo comprobar que en el pasillo había una pareja discutiendo. Se trataba de dos ancianos y, para su sorpresa, observó que se estaban empujando mutuamente. Se gritaban también, aunque lo que provocaba aquellos sonidos tan bruscos era el cuerpo de cualquiera de ellos al chocar contra el cristal de la puerta. Quiso dejar de mirar, pero la violencia le pareció avasalladora y la palidez de sus rostros, su crispación, hipnótica. Parecían estar agonizando. No podía oír lo que se decían, pero continuó observando sus caras, que se desdibujaban más allá de la pequeña cortinilla blanca que adornaba el cristal, y sintió verdadero terror.

Y ahora, con Jermo allí, junto a ella, se preguntaba cómo sería estar al otro lado. Disponer de la fuerza y del domino suficientes como para poder lanzarle una frase como aquélla a alguien que llevaba horas aguardando su llegada: «No puedo decirte mucho más». Con semejante templanza y sin remordimientos. Con la certeza de que el perdón y la comprensión llegarían sin duda porque era un ser amado como a nadie más se había amado en el mundo. Con el convencimiento de que nunca podría pronunciar frases desdeñosas o resultar despectivo, y de que todas las horas que se pasasen a su lado contarían como horas bien empleadas. ¿Cómo sería tener la magnífica capacidad de hacer siempre lo que se debe? Sin herir ni decepcionar.

Con la prerrogativa de no ofender jamás.

—¿Qué? ¿Nos vamos?

Y saber además que todo lo que se le pedía era una mano suave que se decidiera a alborotar el precioso pelo de su hermana pequeña, que ansiaba la caricia como un perro ansía su hueso, conscientes ambos de que él no podría hacer daño de ningún modo.

Le echó un último vistazo al autobús. Las abejas se movían en su interior con sus ropas de colores brillantes, sus cintas en el pelo y sus amplísimas sonrisas de vivaces individuos rodeados de miel. El néctar de las flores estaría felizmente disponible para que lo libaran todos ellos, y el polen se quedaría adherido a los pelillos de sus patas sin que Jermo y ella se encontraran allí para garantizarse su parte del banquete. Pero pensó que incluso la vida de las abejas era una vida de esclavitud, y volvió a mirar a su hermano.

—¿Qué le pasa a Mateo? ¿Crees que le gustaré?

—Llora mucho. Y creo que le encantarás. Está deseando conocer a su tía.

Jermo sonreía ahora, mientras sacaba de un bolsillo las llaves de su coche. Después cogió las dos bolsas del suelo y se puso a andar, asegurándose de que ella iba a su lado.

Aún les esperaba un breve trayecto hasta llegar a casa.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

1

«Qui était Borges?» Volví a tropezar con esa pregunta, posiblemente la más importante de la literatura en español de los últimos cien años y la única que merece la pena ser respondida, unas semanas atrás en el lugar más inesperado, el sótano de la Cité Internationale de la Bande Dessinée et de l’Image de Angoulême, en Francia. El sótano estaba refrigerado, yo tiritaba, estaba harto de estar de pie; pero sentía el vértigo de cada vez que tiene lugar un descubrimiento, y eso compensaba todas las incomodidades. (La pregunta era formulada por un pollo, naturalmente).

Estaba en Angoulême para estudiar los manuscritos depositados allí del escritor argentino Copi. Nacido Raúl Damonte Botana en 1939, apodado «Copi» por una de sus abuelas —la dramaturga anarquista Salvadora Medina Onrubia— por parecer de niño «un copito de nieve», escritor de teatro, autor en francés de varias novelas y libros de cuentos, extraordinario actor travestí, creador de «la femme assise», la mujer sentada que apareció semanalmente en Le Nouvel Observateur durante sus primeros diez años de existencia, víctima del sida en 1987, a los cuarenta y ocho años de edad, Copi escribió, en palabras de Daniel Link, «como si Borges no hubiera existido nunca», de allí lo desconcertante de la pregunta que hallé en Angoulême, en una de sus tiras. «Qui était Borges?», pregunta a la mujer sentada un pollo, su interlocutor más habitual y uno de los muchos animales que pueblan la obra de Copi, en la que la dicotomía entre estos y los hombres —al igual que otros pares antitéticos, como hombre/mujer, animado/inanimado, vida/muerte, sueño/vigilia— es habitual y sistemáticamente abolida. La mujer sentada le responde: «Jorge Luis? Un vieux monsieur qui savait parler de la vie et de la mort». La tira continúa, pero el diálogo se detiene allí.

La aparición de Borges en la tira no es la única mención suya en la obra de Copi, sin embargo: en L’Internationale argentine, su última novela, uno de los personajes es una hija hipotética del autor argentino. Raúla (sic) Borges es la prometida del agregado cultural de la embajada argentina en París, y su papel consiste en alentar las ambiciones políticas de su novio en detrimento de los esfuerzos que una organización denominada La Internacional Argentina hace por la candidatura a la presidencia de Darío Copi, un poeta argentino muy poco talentoso radicado en Francia. Darío Copi va a perder la oportunidad de convertirse en presidente de Argentina cuando se hagan públicos sus orígenes judíos, pero, de entre todos los personajes y hechos disparatados y contradictorios que conforman la novela, y al margen de la previsibilidad de su final, de entre todos ellos, destacará la supuesta hija de Borges, que encarna en más de un sentido la anomalía, lo monstruoso. 

 

2

L’Internationale argentine pertenece a la serie de textos argentinos que fabulan la toma del poder, y es singular que uno de sus personajes de mayor relevancia sea la hija apócrifa de Jorge Luis Borges, ya que la novela—toda la obra de Copi, de hecho— ha sido utilizada por parte de algunos escritores argentinos para tomar el poder, al menos el literario. En algún sentido, esos autores son los hijos de Borges, las anomalías que Copi predijo y contribuyó a concebir, de allí que sus palabras sobre el autor de «El Aleph» en la tira de Angoulême resonaron con particular fuerza en mí. Vistos como escritores antitéticos, en la tira había un singular reconocimiento a Borges, posiblemente póstumo. (Si se tiene en cuenta el tiempo verbal de la pregunta: la tira no está fechada).

En uno de sus mejores ensayos, la excepcional ensayista argentina Graciela Montaldo definió L’Internationale argentine, Una novela china de César Aira y La hija de Kheops de Alberto Laiseca como textos «que encuentran en su capacidad de fabular el incentivo de la única literatura posible». Según Montaldo, «El amor, las aventuras, las intrigas políticas resultan proyectos fuera de toda medida y sin embargo estas novelas los cultivan con una “naturalidad” asombrosa, dándole una nueva dimensión a la ficción. Y casi en las tres novelas se podría percibir ese extraño efecto de encantamiento que produce la corroboración de la narración microscópica, detallada, con la dimensión ciertamente asombrosa e inconmensurable de la historia. Las tres encuentran un punto de coincidencia entre los dos extremos de la escala de medidas: lo grande y lo pequeño, porque involucran la cotidianeidad y las manías de los personajes en lo descomunal que tiene como símbolos nacionales la muralla china, las pirámides de Egipto y la deuda externa argentina».

«La narrativa de la que hemos venido hablando —continúa Montaldo— trata de generar una nueva tradición partiendo de un género muy viejo de la literatura europea y muy nuevo para la literatura argentina pero no parece alcanzar ni ser en sí misma suficiente para lo que gran parte de los narradores de este país se han propuesto como proyecto no explícito: quebrar la hegemonía borgiana en nuestra cultura». Una cuestión de poder, nuevamente. Desde hace algunas décadas, antes incluso de su muerte, el «problema Borges» ha sido el principal y el más importante problema a resolver por los escritores argentinos. «Qui était Borges?» —así, en francés; es decir, en el idioma de un esnobismo al que los argentinos no somos casi nunca insensibles—, o mejor, «¿qué hacer con Borges?» son las formas en las que el problema es presentado más habitualmente. A lo largo de la década de 1990, el «problema Borges» parece haber enfrentado a los escritores argentinos a la disyuntiva de dejar de escribir o continuar haciéndolo sobre bases nuevas y de una forma distinta; alejada del mandato de hipercorrección y brillantez conceptual que Borges desarrolló en su obra: su solución fue la creación de lo que Montaldo denomina la «tradición contraborgiana» —«contraborgesana» sería tal vez mejor, pero esto importa poco—, un conjunto amplio de textos presididos por una heterodoxia festiva y una desacralización cuyo origen está en la totalidad de la obra de Copi, no sólo en L’Internationale argentine.

Algunos de los autores de la contrahegemonía son nombres esenciales de la literatura argentina contemporánea: César Aira, Alan Pauls, Rodolfo Enrique Fogwill, Daniel Guebel, Sergio Bizzio, Sergio Chejfec, Marcelo Cohen; cada uno de ellos resolvió el «problema Borges» de forma distinta: César Aira, mediante la serialización, la creación de un dispositivo y la supremacía del proceso por sobre el resultado de la producción literaria; Alan Pauls, a través de una literatura estrechamente vinculada al arte contemporáneo —aunque al menos una de sus novelas, Wasabi, es tanto deudora de Aira como de Copi—; Fogwill, mediante una contemporaneidad rabiosa y decidida, así como a través de dos textos en los que exorcizó la influencia del autor de «Las ruinas circulares», el cuento «Help a él» —un acrónimo de «El Aleph», por supuesto— y la novela Un guión para Artkino, donde, en una Argentina ya por completo integrada en la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, las obras de Borges son consideradas apócrifos publicados en connivencia con la policía política para hundir a un autor, esencialmente, proletario, responsable de las novelas «rescatadas» Horas proletarias y Mañanitas metalúrgicas; Daniel Guebel y Sergio Bizzio con la adhesión a los postulados de Aira; Sergio Chejfec, mediante una escritura abigarrada, lejos de la claridad y la impronta clásica de la prosa de Borges; Marcelo Cohen, con la creación de un mundo ficcional llamado «El Delta Panorámico» y la concepción de una lengua personal. Pero otros escritores, igualmente importantes aunque no pertenecientes explícitamente a la corriente antiborgiana han producido textos que en los veinte años posteriores a la muerte de Borges han supuesto, por omisión o de forma directa, un cuestionamiento de su legado: Hebe Uhart se ha refugiado en la narración de la intimidad y en una cierta ligereza deliberada; Elvio E. Gandolfo ha adherido a géneros «menores» que Borges desdeñó pese a su contribución a ellos —la novela policiaca, la ciencia ficción, el terror, etcétera—; Rodrigo Fresán ha recortado un conjunto de referencias exclusivamente anglosajonas —pese a lo cual dedicó a la figura de Borges uno de los mejores pasajes de Historia argentina¸ así como un ensayo extraordinario, «El día en que casi mato a Borges»—; Martín Caparrós avanzó sobre el terreno, nunca ollado por Borges, del periodismo narrativo, y en una explícita y muy reciente declaración de intenciones, desplazó el centro gravitacional de la literatura argentina de Borges a Esteban Echeverría.

(En Ricardo Piglia la solución del «problema Borges» es más compleja: la construcción de una obra literaria en la que se articulan el interés por la delincuencia y la circulación del dinero presente en la obra de Roberto Arlt con el interés por la lectura como actividad creadora, el engaño, la duplicidad y la tradición de la obra de Borges, todo ello encarnado en el que quizás sea su mejor cuento, «Luba», pero también en mucho otros pasajes de su obra).

No se trata de que la figura de Borges esté ausente de la producción literaria argentina: de hecho, está presente, por ejemplo, en el ya mencionado Un guión para Artkino de Fogwill (2009), en el personaje despreciable del mismo nombre de La lengua del malón de Guillermo Saccomanno (2003), en la historia del artista Rafael Zarlanga en el cuento de Daniel Guebel «La infección vanguardista» (2012), en Cortázar de la A a la Z (2014) de Aurora Bernárdez, Carles Álvarez Garriga y Sergio Kern, donde numerosas entradas coinciden con las del Borges verbal de Pilar Bravo y Mario Paoletti (1999) —más específicamente, «españoles», «escribir», «traducir», «muerte», «psicoanálisis», «tango» y «vejez», en una diferencia de opiniones y de concepciones que serviría para fundar una teoría si se lo deseara—, en el gesto de Pablo Katchadjian, no completamente comprendido por algunos, de El Aleph engordado (2009) y en la extraordinaria instalación de Fabio Kacero «Fabio Kacero autor del Jorge Luis Borges, autor de Pierre Menard, autor del Quijote» (2014). A excepción de estos dos últimos, se podría decir, la apropiación de la figura de Borges por parte de los escritores argentinos contemporáneos se centra en los aspectos más icónicos de esa figura: resuelve qué hacer con el sujeto Jorge Luis Borges, es cierto; pero no resuelve qué hacer con su obra y con su mandato.

María Teresa Gramuglio sostenía en 1991 en su «Genealogía de lo nuevo» que «narrar hoy en la Argentina no es sólo narrar desde Borges (aunque su figura siga presidiendo la novela familiar de más de un novelista), sino que se ha ido configurando una trama densa de textos en el interior de la cual se diseña un árbol genealógico (no muy frondoso) cuyas ramas principales y aún ciertos retoños e injertos se leen en los libros de hoy (y no sólo en los libros). En lo más inmediato: algunos nombres, por la frecuencia con que son convocados, se tornan insoslayables: Marechal y Cortázar; Walsh, Puig y Lamborghini; Viñas, Piglia y Saer; algún Bioy Casares, algún Aira… Cada uno de estos nombres introduce a su vez otras genealogías y define otros espacios; cada uno de ellos es un cruce de literaturas donde lo nacional y lo extranjero, la lengua y los géneros, la ficción, la historia y la política, traman las diversas soluciones narrativas que sostienen cada poética particular». A veinticinco años de esta afirmación, la literatura argentina parece empeñada en perseverar en ciertos entusiasmos —Rodolfo Walsh, Osvaldo Lamborghini, David Viñas, Ricardo Piglia, Juan José Saer, César Aira—, lo que podría llevar a pensar que el «problema Borges» ha sido resuelto de forma tácita; sin embargo, la exclusión del autor de El libro de arena como influencia reconocida, la inexistencia de elementos que adhieran a su sistema en la obra de otros autores, el desdén por los aspectos más reflexivos de la obra de Borges ponen de manifiesto que el «problema» no está resuelto. Por el contrario, ha ido agrandándose en la medida en que, en un singular ejercicio de funambulismo, los escritores argentinos más recientes —los que pertenecen a mi generación, o a cuya generación yo pertenezco: como se prefiera— están haciendo un esfuerzo improbable por escribir como si Borges no hubiera existido nunca.

Nuevamente, se trata de una cuestión política, parcialmente vinculada con las adhesiones y el sesgo profundamente conservador de Borges en esa materia —un sesgo que, sin embargo no ha sido obstáculo para la recuperación de otros autores de inclinaciones políticas similares como las hermanas Silvina y Victoria Ocampo y Eduardo Mallea, quienes, al igual que Borges, eran publicados regularmente, en una muestra de conformidad y apoyo mutuo, en Pájaro de Fuego, la publicación cultural ligada al Ministerio de Cultura de la última dictadura argentina—, pero que tiene en sí el germen de una imposibilidad y de un malentendido: la imposibilidad es la de eludir efectivamente una figura que, como la de Borges, parece de a ratos más grande y más relevante que la literatura nacional en la que se inscribe; el malentendido —que ratifica mi convicción de que el «problema Borges» no ha terminado— es el que consiste en la convicción errónea de que lo nuevo en la literatura argentina sería un realismo mayormente rural que permea muchos, realmente muchos libros recientes: como si el famoso apotegma de Piglia según el cual Borges es «el último escritor del siglo XIX» hubiese sido tomado en serio por los autores argentinos contemporáneos, el supuesto autor decimonónico parece ser visto como una antigualla, parte constitutiva de un canon literario que, tras las incorporaciones en la década de 1990 de las figuras de Copi, Néstor Perlongher y Osvaldo Lamborghini, ya no fuese necesario revisar.

  

3

Volvamos a L’Internationale argentine. En ella, el «robo» de la candidatura de Copi es acompañada por el plagio de uno de sus poemas, que el novio de Raúla Borges lee como propio en su primera comparecencia ante la prensa; termina de esa forma una aventura política entre cuyas promesas se cuentan la entrega a cada familia argentina de un maniquí de Copi para que «vayan acostumbrándose a verlo siempre en un rincón de sus casas […] como a alguien de la familia», la nacionalización de las panaderías y la consigna de «pan gratuito para todo el mundo», la creación de «un paraíso ateo» sin «cámaras, ni ministerios, ni organismos del Estado», un ejército que será alquilado «a los países vecinos para que hagan las guerras que siempre han soñado», guardando el país «una porción del territorio conquistado», la explotación del petróleo patagónico, que «se reservará sólo a los indígenas», etcétera. L’Internationale argentine participa de la serie compuesta por el proyecto presidencial de Macedonio Fernández y el plan para tomar el poder en Los siete locos y Los lanzallamas, de Roberto Arlt, el primero de los cuales consiste en la exposición del proyecto de El Astrólogo de «construir una ficción que actúe y produzca efectos en la realidad», como sostiene Piglia. En esa serie, la novela de Copi parece ocupar el sitio que dejó vacante el abandono de «El hombre que será presidente», la novela acerca de la campaña presidencial de Macedonio Fernández que —y aquí regresamos a Borges, si es que en algún momento nos hemos alejado— éste y otros amigos de Macedonio comenzaron a escribir en 1927, y su argumento parece glosar el de aquella novela tal como lo recordaba Borges en 1960: «En la obra se entretejían dos argumentos: uno visible, las curiosas gestiones de Macedonio para ser presidente de la República; otro, secreto, la conspiración urdida por una secta de millonarios neurasténicos y tal vez locos, por lograr el mismo fin. Estos resuelven socavar y minar la resistencia de la gente mediante una serie gradual de invenciones incómodas» que, en la campaña presidencial efectivamente emprendida con gran ironía por Macedonio en 1920, tenían por finalidad, según César Fernandez Moreno, «crear un verdadero malestar general, para suscitar la necesaria venida de un gran caudillo que lo conjurara, o sea el propio Macedonio. Medidas concretas propuestas por él en ese sentido eran: repartir peines de doble filo, que lastimaran el cuero cabelludo de quienes los usaran; instalar salivaderas oscilantes, que imposibilitaran acertarles; solapas desmontables, que se quedaran en las manos del contendor cuando, en el calor de la discusión, se tomara de ellas para convencer al contrario; escaleras desparejas, donde las dificultades para calcular el ascenso o descenso de cada escalón agotaran a quienes pretendieran subirlas o bajarlas».

 

 4

A treinta años de su muerte, la omisión de la obra de Borges en el repertorio de la literatura argentina contemporánea parece constituir una de esas incomodidades voluntarias e inútiles creadas por Macedonio Fernández. Si la certeza de Alan Pauls de que la obra de Borges sigue siendo «de una exigencia que sobrepasa las que pueden proporcionar el mercado o los medios», la imposibilidad de resolver el «problema Borges» por parte de los escritores argentinos más recientes tal vez ponga de manifiesto su dependencia absoluta a estos dos extremos a la hora de conformar su juicio crítico; si la omisión deliberada de Borges «normaliza» la literatura argentina, equiparándola a las otras literaturas de la región —todas las cuales, y esta es su principal carencia, no tuvieron un Jorge Luis Borges—, esa misma omisión la desacredita; digámoslo así: sin Borges, la literatura argentina no vale mucho, casi nada. Es, además, una literatura cuya negación del pasado supone una reducción considerable de las posibilidades futuras, ya que, como sostiene Pauls, «cualquier idea sobre la literatura que conciba o practique un escritor argentino se mueve en un campo de problemas, disyuntivas y enigmas que la literatura de Borges delimitó, organizó y a su manera “solucionó” […] Somos borgeanos porque cualquier decisión que tomemos, por anómala o salvaje que sea, ya está inscripta de algún modo —como problema, como excentricidad demente, incluso como pesadilla— en el horizonte que Borges trazó».

En su ensayo «¿Qué es un clásico?», el premio Nobel sudafricano J.M. Coetzee da cuenta de los casos de T.S. Eliot, quien fue considerado uno prácticamente desde sus comienzos, y de J.S. Bach, cuya obra fue ridiculizada tras su muerte y sólo recuperada décadas más tarde. ¿Es Borges nuestro nuevo Bach?, podría uno preguntarse. No exactamente. Si, según Coetzee, «el clásico es el resultado de una construcción histórica constituida […] por fuerzas históricas definidas y dentro de un contexto histórico determinado», su carácter es también ahistórico; en palabras del autor, «el clásico es aquel que supera los límites del tiempo, que retiene un significado para las épocas venideras, que “vive”». Rodolfo Fogwill afirmó en 1983, de forma contundente, que «no hay política cultural posible en la Argentina que no comience por desmitificar la figura venerable de[l] Maestro [Borges], aunque sólo sea para poner a funcionar en la producción de cultura lo que se pudo haber aprendido de él». Para Coetzee el clásico es «aquello que sobrevive a la peor barbarie, aquello que sobrevive porque hay generaciones de personas que no pueden permitirse ignorarlo»; su paradoja, la de que su interrogación, «por hostil que sea, forma parte de la historia del clásico, porque mientras un clásico necesite ser protegido del ataque no podrá probar que es un clásico». La recusación de Borges, su obliteración en la literatura argentina contemporánea, el intento de escribir «contra» o «como si Borges no hubiera existido nunca» no pertenecen tanto, en ese sentido, a la historia de la literatura argentina como a la de Borges, a su singular vida póstuma, en la que el autor de El informe de Brodie no sólo sigue vivo, sino también dando batalla.

 

 5

Pero yo no pensaba en ello en Angoulême, donde mis motivaciones eran otras, y mi objeto de estudio, muy distinto; de hecho, uno de los escritores utilizados para echar por tierra la hegemonía inevitablemente asfixiante del autor de Ficciones. Al tropezar con la tira, con la frase «Qui était Borges?» —más todavía, al comprender que había una genealogía posible, una forma de atravesar la literatura argentina del siglo XX para producir un recorte que fuese contra las convenciones y estuviese al margen de las luchas por el poder literario, en una línea que vinculase a Roberto Arlt, Macedonio Fernández, Borges, Copi y Piglia—, creí vislumbrar la inevitabilidad de hacer frente al problema; por mi parte, yo nunca había querido prescindir de los derechos y las obligaciones que devienen de escribir después de Borges, pero sólo en ese momento pensé que hacerlo era, también, contravenir un estado nacional de la literatura, en el que la obra de Borges no está siendo utilizada, ni para producir una literatura que, como afirmó Fogwill, ponga en juego lo que se «pudo haber aprendido de él», ni para responder a la pregunta de quién fue Borges y qué hacemos con él. Se trata, creo, de una pregunta importante y que merece ser respondida: también, y por consiguiente, de la única pregunta que es mejor que no sea respondida nunca, entre otras cosas, al menos de forma completa, para que esa literatura siga viva y la obra de Borges continúe produciendo efectos. En Angoulême descubrí que Copi no había podido terminar su tira, y ahora creo que, en su inconclusión, la tira es mejor y más poderosa, porque adquiere el carácter de una pregunta abierta y formulada al futuro; es decir, al presente: ¿Qué hacer con Borges? Es decir, ¿qué hacer con Borges que no sea ignorarlo, fingir que nunca existió, que su obra es un borrón o que las páginas de sus libros están en blanco? Quizás los fastos del trigésimo aniversario de su muerte sirvan para responder a esta pregunta, pero, al margen de ello, me parece evidente que de la respuesta que se le dé depende la exigencia y la necesidad de una literatura argentina de relevancia o su estancamiento en la irrelevancia, la modestia, los tonos menores, intimistas, a menudo recurrentes en el costumbrismo, que caracteriza a la literatura argentina en nuestros días.

Escrito en Lecturas Turia por Patricio Pron

25 de junio de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

 

…que no es nadie la muerte. Un apagarse de golpe o poco a poco, como la luz que se amortigua cada tarde en los ojos de los enfermos.

El enfermo o la entrega paulatina, ese fugarse sin alas. Y el mundo que se mueve sólo y gracias al deseo de que amanezca al día siguiente. El impulso patológico a eludir el cadáver que albergamos, asirnos a la oportunidad concedida.

Sólo Cernuda sabía más que yo, sólo el Bosco, sólo García Lorca. Tres nombres y una arquitectura: la memoria del panteón o la arena de pronto redimida durante diez segundos más en la historia del universo.        

Sí, una historia del universo contada al revés sería menos capciosa, hipnótica en su principio, duradera acaso en la caricia primera maternal.

Sí, una partitura leída al revés y acabar con la clave que marcó nuestros días. ¿Así el libre albedrío, el no estar vaticinados? El pentagrama trasnocha posibilidades, caudal de ríos imprudentes.

Sí, una escultura imposible. Una obra imposible de terminarse equivale a otra que no se deja empezar. El mármol o la lucha a brazo partido con el tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta Agudo

22 de junio de 2018

 

 

 

 

 

 

 

 

Son dos los pájaros de las estaciones: el que canta al anochecer, el que no canta 

en la pizarra del ángel, brillante, está mi padre sentado a la diestra de los chotos

es decir, a dos pasos de lo inverosímil 

el reloj nuclear sigue avanzando, independiente del sol y las estrellas

todo se desintegra a una velocidad constante, como plomada que rige la habitación vacía, la habitación limpia, la inmaculada estancia donde los meteoritos son la edad de la tierra 

simplemente era un miércoles con nombre de sábado porque nada hace a los patriarcas la razón aritmética entre las generaciones y la edad de los residuos 

y el mundo comenzó simplemente el día en que prometeo abandonó el fuego en otro lugar

y el día terminó, simplemente 

no es bueno el sufrimiento, digan lo que digan los mandarines de las buenas intenciones siempre buenas para otros

no lo es, nos hace doblemente desdichados, tristes en el padecimiento y soberbios en el usufructo de alguna reclamada compensación 

un residuo, un soplo de vida, las bacterias azules y verdes que de la luz nos dan el aire

y dicen: ni siquiera las rocas pudieron sobrevivir a la violenta infancia de la tierra 

elije una roca, cualquier roca, hasta llegar a la última parada en la cadena de la desintegración y solo queda el plomo, la contante desintegración del plomo

porque mil años en tu presencia son como la despedida de ayer

 

Escrito en Lecturas Turia por Guadalupe Grande

Artículos 601 a 605 de 1336 en total

|

por página
Configurar sentido descendente