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Configurar sentido descendente

16 de diciembre de 2024

Aunque en nada compense la pérdida que ha significado su muerte, recordar la obra literaria de Luis Sepúlveda es contribuir a que su presencia siga viva de algún modo. Los muchos años de residencia en Gijón (desde 1997) no agotan su relación con Asturias: en 1988 obtuvo el Premio Tigre Juan de Novela Corta con Un viejo que leía novelas de amor, donde fijaba los recuerdos de sus experiencias cuando en 1978 vivió en la Amazonía ecuatoriana, y cuyo éxito habría de suponer algún tiempo después la irrupción de su autor en el ámbito entonces prestigioso de la novela latinoamericana. “Esquivando la escuela del realismo mágico, tan en boga en los últimos años, la creación de Luis Sepúlveda discurre por las nuevas corrientes de una escuela narrativa que hace hincapié en la «magia de la realidad»”[1], se podía leer en el prólogo a la primera edición. Lo cierto es que ni el realismo mágico había estado en boga en los años precedentes (aunque el Premio Nobel adjudicado en 1982 a Gabriel García Márquez hubiera actualizado la significación de Cien años de soledad e incrementado su difusión internacional), ni Un viejo que leía novelas de amor era ajena al registro hiperbolizante de aquella famosa novela, a su narración imperturbable de sucesos increíbles, como puede comprobar cualquiera que se acerque al relato protagonizado por Antonio José Bolívar Proaño y advertir las reiteradas menciones de su difunta esposa Dolores Encarnación del Santísimo Sacramento Estupiñán Otavalo.

Sepúlveda volvía a proponer al lector un mundo irreductible a los modos del pensamiento europeo y asociado con frecuencia a lo mítico, a lo primitivo, a lo popular o no intelectualizado. Ciertamente, las diferencias eran notorias. La magia de la realidad parecía acentuarse al recuperar espacios que la literatura hispanoamericana contemporánea había marginado en aras de su modernización. Al releer ahora Un viejo que leía novelas de amor no he podido no recordar la selva devoradora de La vorágine, de José Eustasio Rivera, o a los jíbaros y záparos de Cumandá o un drama entre salvajes, de Juan León Mera. Esa recuperación inevitablemente resultó condicionada por inquietudes ecologistas que actualizaban la imagen del buen salvaje y subrayaban su adaptación a una naturaleza solo agresiva con los que pretendían devastarla, estos decididamente ligados al capitalismo y al poder de quienes lo ejercen en Latinoamérica por delegación del imperialismo. Esta perspectiva histórica y política invalidaba cualquier interpretación “metafísica”: el mundo latinoamericano no estaba al margen de la historia, más bien era su víctima[2]. Además, Un viejo que leía novelas de amor ofrecía otros aspectos de interés, acordes con orientaciones de la narrativa hispanoamericana que entonces parecían novedosas y que esa novela venía a fortalecer: el título y la tal vez inverosímil afición del casi analfabeto protagonista a leer melodramáticas historias de amor —cabe suponer que en la línea de El Rosario (1909), la novela de Florence L. Barclay mencionada en el relato— se ajustaban a la entonces extendida pretensión de asimilar géneros antes incompatibles con la calidad de la verdadera literatura.

Las novelas posteriores de Sepúlveda habrían de ofrecer otras particularidades, pero las señaladas pueden servir para iniciar un acercamiento al conjunto de su obra. No es difícil advertir en Yacaré, relato que el diario madrileño El País publicó por entregas en 1997, inquietudes similares a las mostradas por Un viejo que leía novelas de amor, ahora al narrar la sucesión de asesinatos con curare cometidos por los últimos indios anaré, en venganza por las muertes de los miembros de la tribu perpetradas por quienes violan la prohibición de cazar yacarés en El Platanal, la llanura aluvial del Mato Grosso brasileño y las zonas limítrofes del Paraguay y Bolivia. Pero Sepúlveda ya había encontrado otro ámbito sobre el que verter sus inquietudes ecologistas: el narrador de Mundo del fin del mundo[3] era alguien que en su juventud, animado por la lectura de Moby Dick, se embarcó en una ballenera y años después regresaba al sur de Chile como miembro de Greenpeace para enfrentarse a las faenas depredadoras de los pescadores japoneses, ahora fascinado por los territorios que parecía haber descubierto con la lectura de En la Patagonia, de Bruce Chatwin. Quizás Historia de una ballena blanca, una de sus novelas “para jóvenes de 8 a 88 años”[4] y la última ficción que publicó, ayuda a comprender mejor el sentir de Sepúlveda al respecto: una concha de loco permitía al escritor escuchar y transcribir el relato narrado por una ballena, ocasión para dar cuenta de las distintas especies de cetáceos y de sus problemáticas relaciones con el hombre, y para recordar que los lafkenche o gente de mar no mostraban la actitud depredadora de los balleneros. Sepúlveda recuperó además la leyenda mapuche de las trempulkawe, las cuatro ballenas nocturnas (durante el día se transforman en ancianas) encargadas de llevar las almas de los muertos desde la costa continental hasta la isla Mocha, lugar de reunión en el que esperarán a la muerte del último lafkenche para iniciar hombres y ballenas la gran travesía hacia el lugar más allá del horizonte al que no podrán llegar los balleneros. Fue la forma en que Sepúlveda resolvió reescribir Moby Dick, dando voz con Mocha Dick a la ballena blanca difamada por Melville y por el odio resentido de su capitán Ahab. Esa referencia y una adecuada recuperación de la leyenda mencionada dan a esta obra un interés indudable y no solo por su dramatismo, que culmina cuando el lector sabe que las trempulkawe han sido asesinadas por los balleneros y que el gran viaje jamás se emprenderá. No sin nostalgia, Mundo del fin del mundo ya había dicho adiós a la épica de Moby Dick en favor de las inquietudes ecológicas que hasta los balleneros de aquel relato parecían asumir.

Una tercera opción abordada por Sepúlveda, conjugada a veces con las ya señaladas, fue la que cabría relacionar con el relato neopolicial latinoamericano, si por tal se entiende aquella novela “negra” en la que la investigación pone al descubierto el crimen o enigma y a la vez una difícil realidad política y social de la que el poder es el mayor responsable, y cuyo investigador, en consecuencia, actúa al margen de ese poder o frente a él. Los cultivadores de esa novela mostraban así su compromiso intelectual, su actitud reflexiva o crítica, lo que sin duda operó decisivamente para que se fuera superando el desdén académico hacia obras antes consideradas ajenas a la auténtica literatura, aunque en el cambio de actitud también influyera una mayor exigencia “literaria” por parte de los escritores interesados en el género. En ese contexto Sepúlveda desarrolló en Nombre de torero (1994) una historia de amor imposible y de misiones secretas que llevaban a Juan Belmonte a competir en la búsqueda de unas antiguas monedas de oro que en su día habían viajado desde la Alemania nazi hasta la Tierra del Fuego.

La alambicaba trama de Nombre de torero se enriquecía con el pasado de Belmonte, sobre el que el autor proyectó episodios de su propia biografía, tal como la iba recuperando una memoria selectiva y propensa a imaginar: guerrillero en Bolivia tras las huellas de Ernesto Che Guevara[5], había participado en actividades revolucionarias en Chile, había pertenecido al GAP (Grupo de Amigos Personales) del presidente Salvador Allende, había luchado con la Brigada Simón Bolívar al lado del Frente Sandinista de Liberación[6]. Aunque Sepúlveda mantuvo siempre la convicción satisfactoria de haber estado entre los protagonistas de “los mil días más plenos, bellos e intensos de la historia de Chile"[7], los de la presidencia de Allende, su personaje parece ya de vuelta, lo que permite enriquecer su significación a la luz de las citas de Ibn Battuta recogidas en el “Intermedio”, mediada la novela: como la del viajero árabe del siglo XIV, su suerte es la de “aquellos que suspiran contemplando el indefinible horizonte del mar”, los que prefieren las tormentas y el rugir del viento, confiados en que Alá o el destino les procure un lugar en el orden del universo[8]. Eso le evitó derivar sin más desde el buen salvaje al buen revolucionario, e incurrir en la simplificación de plantear el mero conflicto entre buenos y malos que sus convicciones políticas le exigían.

Las razones históricas de esa actitud pueden encontrarse en los fracasos de la izquierda en Latinoamérica y en Europa, pero también en las contradicciones internas del proceso chileno hacia el socialismo, en la deriva del sandinismo y en los errores del comunismo europeo desde que se hizo con el poder y hasta que la caída del muro de Berlín dio a sus ideales una significación irreparablemente anacrónica. Nombre de torero, por tanto, no hablaba solo del golpe militar de 1973 en Chile y de la represión que siguió al fin del gobierno de la Unidad Popular, la vía chilena hacia el socialismo. Transformar al revolucionario en detective exigía justificaciones, y Sepúlveda las dio al tener en cuenta no solo la derrota sufrida con la muerte de Allende, sino también las deserciones y traiciones que no permitían otra salida que el individualismo final, lo que además dejaba bajo sospecha a la Cuba castrista, a la República Democrática Alemana y a la Unión Soviética. Al margen de la verosimilitud, el género negro parecía ajustarse a esa evolución desde las inquietudes colectivas a la dudosa salvación personal: es el amor imposible de la desaparecida y ahora reaparecida Verónica, víctima de la dictadura de Augusto Pinochet, lo que recupera a Belmonte para la acción, una motivación íntima compatible con la visión amarga de la condición humana que el cinismo y el humor no pretenden disimular.

Lo cierto es que Sepúlveda se había dejado ganar por el neopolicial, como prueba el mencionado relato Yacaré, resultado de la investigación realizada en Milán por el chileno Dany Contreras para la compañía Seguros Helvética. Tusquets Editores publicó esa novela corta en 1998 junto con otra titulada Diario de un killer sentimental, historia de asesinatos por encargo aderezados con complicidades de droga y oenegés que había aparecido por entregas en el diario madrileño El Mundo en 1996, otra muestra de que en aquellas últimas décadas del siglo XX los narradores no solo acercaban la literatura a su entorno subliterario: a veces lo subliterario invadía el territorio de la literatura hasta sustituirla. Tal vez por eso Sepúlveda volvió a la historia reciente de su país natal en Hot line (2002) al proponer una investigación a cargo del detective mapuche George Washington Caucamán, en la atmósfera aún inquietante del retorno de Chile a la democracia, con el regreso sin causa de los exiliados y la amenazadora vigilancia de los militares, con el recuerdo de los horrores de la dictadura y la justicia poética que la novela consigue contra uno de los responsables de la represión. La versión inicial de Hot line había aparecido en el periódico madrileño El País, en 1998, lo que resulta de interés si se tiene en cuenta que Sepúlveda parecía haber descubierto los secretos del folletín: “ese género tan bien cultivado por mis mayores del siglo XIX, como Alejandro Dumas (padre), impulsor de lo popular en la narrativa y al mismo tiempo popularizador de la literatura”, valoraba en su “…a manera de prólogo” a la edición de la novela[9], consciente de que su elaboración por entregas para la prensa, con las exigencias que eso implicaba, suponía recordar el folletín y sus opciones, ahora como apuesta por la utilización de recursos “subliterarios” como salidas novedosas para la nueva narrativa latinoamericana.

La sombra de lo que fuimos (2009) y El fin de la historia (2017) fueron otras consecuencias inevitables del fin de las utopías de los años sesenta que ya se anunciaba mediada la década siguiente. No en vano los protagonistas de la primera de esas novelas son de los condenados “a conservar lo mejor de sus recuerdos, esos pocos años que iban del 68 al 73, marcados día a día por la sonrisa del más militante de los optimismos”[10], como apunta Cacho Salinas, uno de ellos, sin duda por delegación del autor. Aparecen en gran medida anclados en aquella época feliz que además fue la de su juventud, y que ha pervivido bajo las experiencias del exilio interior (clandestinidad) o exterior, recordadas por ellos mismos y por algún otro, convirtiéndolos en inadaptados perpetuos. No es que Sepúlveda renunciara a ofrecer una nueva muestra de buenos revolucionarios, sucesores de Robin Hood en la tarea de robar a los ricos para ayudar a los pobres, pero ahora, con la distancia que daban los años transcurridos, la recuperación nostálgica no conseguía ocultar del todo las contradicciones del pasado ni permitía alentar las esperanzas o proyectos de antaño. La fusión de humor o ironía con desencanto no es el menor de los atractivos de La sombra de lo que fuimos, que recuerda las discrepancias entre el Partido Comunista chileno y los ultraizquierdistas adeptos al castrismo y al guevarismo del Ejército de Liberación Nacional, las actuaciones de los anarquistas y aun las inconveniencias del maoísmo. Ahora, en un tiempo sin ideales, insolidario y decadente, poco cabe esperar de esos personajes embarcados en una empresa descabellada, y que obtienen una suerte de justicia poética cuando consiguen hacerse con medio millón de dólares oculto desde los tiempos de Allende y a la vez sacar a la luz pública documentos que confirman la corrupción de los militares. Quizá no se había perdido toda esperanza, esta vez gracias a la policía: los desmanes (en buena medida ecológicos) del gobierno y sus cómplices quedaban de manifiesto para los lectores gracias a los recuerdos que el también desencantado inspector Manuel Crespo recupera para la joven detective Adelita Bobadilla. Por lo demás, no son pocos los nombres y sucesos de la historia de Chile incorporados por Sepúlveda a su ficción, que propone una solución para el caso no resuelto de la desaparición de Kiko Barraza, instructor de guerrilleros en Chauín cuando se intensificaba la campaña electoral que llevó a Allende a la presidencia. Tal vez la exaltación del anarquismo que impregna la novela ―con el recuerdo de Clotario Blest, anarquista chileno fallecido en 1990, y con el protagonismo de Pedro Nolasco González, personaje cuya muerte absurda impulsa la superación de las antiguas discordias― era una manifestación del socialismo individualista derivado de la derrota y de la dispersión, lo que también hablaba del escritor y de su consciencia de los errores cometidos en aquellos años de esperanza y de locura.

La sombra de lo que había sido ya había determinado la conducta de Juan Belmonte en Nombre de torero, en contraste con la deriva seguida por la mayoría de los compañeros de antaño. Esa sombra explicaría también allí que Carlos Cano, otro “descolgado” (y en su caso del todo), salvase la vida del antiguo revolucionario convertido en investigador. Gracias a ello, este pudo reaparecer en El fin de la historia, novela cuyo presente se sitúa en 2010, año que vio el primer traspaso de la presidencia de Michelle Bachelet a Sebastián Piñera, y también el terremoto de 8,8 que sacudió Chile el 27 de febrero, justo cuando Belmonte apuntaba a la cabeza de Miguel Krassnoff, uno de los militares encarcelados por los crímenes cometidos durante la dictadura. La biografía novelesca de Belmonte da al lector otra oportunidad de revisar la riqueza del movimiento insurreccional latinoamericano de las décadas precedentes y las manifestaciones del mismo signo en otras partes del mundo; y la historia de Krassnoff y de sus antepasados permitió a Sepúlveda repasar el papel de los cosacos desde que León Trotsky perdonó la vida al derrotado atamán Krasnov tras la victoria de los bolcheviques en Petrogrado, durante el proceso revolucionario iniciado en 1917 en Rusia, hasta los años posteriores al final de la Unión Soviética en 1991 (con la corrupción que siguió), con especial atención para su colaboración con los ejércitos de Hitler. El cinismo pesimista con que observa el presente histórico no impide a Belmonte actuar de nuevo como la sombra de lo que fue, ahora que el desencanto lo ha convertido en un investigador de la estirpe de Philip Marlowe o de Sam Spade, como no pocos de los que en las últimas décadas han animado el relato policial hispanoamericano.

Las novelas mencionadas conforman apenas una parte de la obra de Sepúlveda, en cuya “prehistoria” hay referencias a publicaciones de las que aquí prescindiré[11], así como también de sus artículos de opinión publicados en la prensa y reunidos en libros, normalmente determinados por sus posiciones políticas, convincentes para los ya convencidos de antemano. Sí considero obligado llamar la atención sobre los cuentos reunidos en Desencuentros[12], entre los que se ofrecen algunas muestras de literatura fantástica (“Cambio de ruta”, “Una casa en Santiago”) de notable interés. Sepúlveda también propendió a escribir sobre sus viajes, que de alguna manera satisficieron la pasión por la vida nómada que con frecuencia dejó patente al evocar personajes reales o al imaginar los ficticios. Buena prueba son las historias incluidas en Patagonia Express (1995), enmarcadas entre sus recuerdos de la niñez con su abuelo anarquista y su llegada a Martos, el pueblo andaluz en el que aquel había nacido, con especial atención para la Patagonia y la Tierra del Fuego[13]. Entre el testimonio y la ficción se desarrollan también sus Historias marginales (2000), inspiradas en lugares muy diversos, relacionadas con su pasado y con las inquietudes dominantes en su obra, y útiles para recuperar ese período iniciado en los irreverentes años sesenta, cuyas esperanzas sufrieron el primer gran revés con “la invasión soviética de Checoslovaquia, el aplastamiento a sangre y fuego de la Primavera de Praga”[14], en agosto de 1968. De esos libros un tanto misceláneos prefiero La lámpara de Aladino (2008), muestra destacada de la variedad de opciones que Sepúlveda cultivó, borrando las fronteras entre lo escuchado y lo vivido, entre el recuerdo y la invención, entre el realismo mágico y la novela rosa, entre el testimonio sociopolítico y el relato policial, entre la selva amazónica y los paisajes remotos de la Patagonia y de los canales magallánicos. No está mal como recuerdo del entusiasmo de un pasado aún reciente, y sobre todo como testimonio del proceso que condujo a un tiempo en el que la esperanza apenas puede radicar en personajes a la deriva, para quienes Sepúlveda supo imaginar historias de indudable interés, dejando patentes tanto su necesidad de contarlas como su gran capacidad para atrapar la atención de sus lectores.



[1]           Juan Benito Argüelles, “A manera de prólogo”, en Luis Sepúlveda, Un viejo que leía novelas de amor, Gijón: Júcar, 1989, pp. 7-9 (7)

[2]           En “Breve novela de una novela breve” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, Barcelona: Ediciones B, 2004, pp. 93-97), Sepúlveda recordó haber pasado siete meses entre los shuar y atribuyó a esa “novela de la selva” una base autobiográfica: “la única presencia del autor, y del yo narrador, que se me antojó legítima, consistió en otorgarle al personaje la más terrible de mis señas de identidad. Así, el Viejo, exiliado en dos mundos y habitante de una tierra de nadie, me permitió contarme el largo día de mi vida y entender mi propio exilio” (95).

[3]           La publicó el Ayuntament de Dénia en 1991, tras haber obtenido el Primer Premio de Novela Corta “Juan Chabás” el año anterior.

[4]           Barcelona: Tusquets, 2019. La intención didáctica no impide que los relatos que Sepúlveda imaginó para niños y jóvenes ofrezcan un notable interés, como también permiten comprobar Historia de una gaviota y del gato que le enseñó a volar (1996), Historia de un perro llamado Leal (2016) e Historia de un caracol que descubrió la importancia de la lentitud (2018).

[5]           En los episodios autobiográficos reunidos en Patagonia Express (Barcelona: Tusquets, 1995) se apunta que a los dieciocho años quiso seguir “el ejemplo del hombre más universal que ha dado América Latina, el Che” (p. 22). En “Breve historia de un hombre digno” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 203-210), Sepúlveda se incluía entre los chilenos del ELN (Ejército de Liberación Nacional) que acudieron a Bolivia a reemplazar al Che Guevara, recordados por Osvaldo “Chato” Peredo en un encuentro en Milán, veinticinco años después: “Ramón, ese era el nombre de combate de Sergio Leiva; Gonzalo, ese era el nombre de combate de Agustín Carrillo, campeón de box panamericano de los pesos welter, e Iván, ese era mi nombre de combate aquella tarde de 1969” (p. 204).

[6]           En “… 19 de julio de 1979…” (Historias de aquí y de allá, Barcelona: La Otra Orilla, 2010, pp. 81-83) Sepúlveda recordaba el triunfo de la revolución sandinista y su participación con la Brigada Internacional Simón Bolívar del panameño Hugo Spadafora.

[7]           “Memorial de los años felices”, en Luis Sepúlveda, El poder de los sueños, Santiago de Chile: Editorial Aún Creemos En Los Sueños, 2004, pp. 27-32 (32).

[8]           Nombre de torero, Barcelona: Tusquets, 1994, pp. 109-113.

[9]           Barcelona: Ediciones B, 2002, p. 11.

[10]          La sombra de lo que fuimos, Madrid: Espasa Calpe, 2009, p. 133.

[11]          En “La voluntad de escribir” (Moleskine. Apuntes y reflexiones, pp. 259-264), Sepúlveda se refirió a Crepusculario de la tristeza, poemario que Arancibia Hermanos le habría publicado en los años sesenta, cuando él militaba en las Juventudes Comunistas.

[12]          La primera edición apareció en Barcelona: Tusquets, 1997. Incluía relatos nuevos con otros extraídos de Los miedos, las vidas, las muertes y otras alucinaciones (1985), Cuaderno de viaje (1986) y Komplot I (1995).

[13]          Con fotografías de Daniel Mordzinski, Sepúlveda trató de preservar esos territorios y a sus habitantes en Últimas noticias del Sur (2011).

[14]          Véase “«68»”, Historias marginales, Barcelona: Seix Barral, 2000, pp. 105-107 (106).

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Esta entrega de uno de nuestros maestros en el cuento corto es un anecdotario literario, un herbolario más bien, semillero donde todo se conduce en una o dos páginas como máximo. Esa idea de recopilación de muestras aparece, incluso, en alguna de las imágenes que acompañan las páginas. Muestras que parecen esperar ser regadas, desarrolladas como una propuesta. De ahí la idea de falsa recopilación de ideas y muestras obtenidas en un taller de escritura creativa que nunca se realizó. José María Merino nos ofrece una sucesión de muestras, un breviario que, como aperitivos, puede no llegar a saciar, pero deja las papilas gustativas dispuestas. 

La sucesión de temas, aparentemente heterogénea, acaba tiendo un hilo conductor, unos hitos obsesivos a los que José María Merino vuelve una y otra vez. El paso del tiempo, el recuerdo de la infancia, los juegos de personajes (con afecto hacia el doppelganger, en la onda del cuento canónico argentino, de Jorge Luis Borges a Manuel Mújica Martínez), con su proceso de suplantación, el alter ego, un amigo, finalmente, de cultivo de un jardín con cientos de senderos que se bifurcan, o la escritura sobre la escritura, con guiños hacia Roberto Bolaño o Enrique Vila-Matas, con ese deseo expreso de situar los textos en un entorno de escritores, de premios, novelas inacabadas y editoriales. Un microcosmos que acaba, desde el clasicismo británico, a un lixiviado que incluye las andanzas de Julio Cortázar o Alejandro Bioy Casares. Nos encontramos muestras de inocente ciencia-ficción científica, una enorme cantidad de cuentos referidos a los sueños y sus respectivas derivaciones (este tejido en el que tan cómodos se encuentran los recuerdos y los muertos, una cita: «Los sueños son anteriores al lenguaje articulado»), anécdotas de lo cotidiano, que en una breve explosión, mutan hacia el absurdo, incluyendo chispas de oscuros manejos de aroma Beckeriano (Samuel, entiéndase). Un autor atrapado en la ciudad postmoderno y buscando siempre, el juego de la investigación y la contemplación de lo humano. Una ciudad dentro de la ciudad, una ciudad sumergida al modo del Madrid de Emilio Carrere, llena de aparecidos, con encuentros en calles, mujeres imposibles, caminantes sin nombre, vidas atrapadas en la enfermedad y la vejez. 

Entre esos hitos, esos islotes que ofrecen una coherencia en el discurrir del libro, está, sin duda, el mar. Un símbolo pleno que permite al autor y sus personajes identificarse con el infinito (el náufrago y sus tiempos), el misterio (cualquier cosa está permitida cuando se pierde la línea de tierra, pregunten a William Hope Hodgson), la obsesión entomológica (como parte de una tradición kafkiana, lógicamente), atrapados entre libros imposibles, casas viejas y polvo acumulado, que no deja de ser parte de ese tiempo perdido. 

Aparte del mar, que abarca y recoge, que es escenario y personaje, es inevitable destacar el interés del autor por la Inteligencia Artificial y Chat GPT, elementos ambos que aparecen en la parte final del libro, una y otra vez, de muy distintas maneras, pero todas con ese extrañismo porteño que, como diría César Aira, terminará con el nacimiento de los cuentos que se escriben solos. La multiplicidad de las historias artificiales como arenas de un desierto cibernético. Aquí encontraríamos algunas de las idas más recientes de autores renovados y renovadores como Jorge Carrión y, especialmente, Vicente Luis Mora. Un lejano futuro que traerá el pasado (con una referencia pop al ‘Planeta de los simios’ que hará las delicias de los amantes de la ciencia ficción clásica como es mi caso). Pero de ahí hacia El Quijote, con pequeñas burbujas que ponen en nuestra boca las posibilidades de la imaginación, más Stanislaw Lem que Philip K. Dick, incluyendo narrativas de asesinos virtuales, de cuentos artificiales premiados, de un mundo literario que sobrevive entre un éxito pasado y un abismo presente. 

No hacen falta muchas páginas, como he escrito al principio, para sembrar la inquietud para el lector. La penicilina de una literatura infectada de maquinaria serán, de nuevo, los sueños («Los sueños pueden tener esa asombrosa marea de verosimilitud») y el mar. Forasteros que se mueve entre la frágil tela de la realidad, siempre más liviana en el cuento que en la novela, así que, entre delirios gatunos e interpretación de los mundos paralelos, podemos bracear de la playa hacia el océano, como un avatar clásico, de niebla y accidente, de relación entre personaje y autor divinizado (Miguel de Unamuno pero también Grant Morrison) que acaba con el exabrupto de un lienzo en blanco. El cierre, que se percibe casi desde que uno se adentra en las primeras páginas, está centrado en el paso del tiempo, en la relación del autor con su edad, con ese señor que agarra a una mujer, confundiéndola con su esposa, los insertos clínicos, el futuro de cuidados paliativos, el abuelo Telmo, que acabará siendo compañero en la interpretación de ‘El día que me quieras’, ambos igualados por el final de la partida: «Debo salir de este siniestro sueño y cuando parece que el sueño se va difuminando, entro en una plácida, sólida, oscuridad». Final de partida, final de pasillo, un náufrago olvidado. El despertar (o no) del sueño último: «Sigo soñando, pienso, a ver si despierto de una vez. Sin comprender que, esta vez, ya no despertaré». Una obra de madurez, trufada de pistas y semillas, como he comentado al principio, pequeñas ofrendas, guías que, al germinar en el lector, lo llevarán a otros lugares de disfrute. ¿Un libro para escritores? Sin duda. En pequeños capítulos que tienden a la contundencia dentro de su brevedad. Un libro que permite sembrar en el lector la pasión por la vida. Porque leer es vivir y viceversa.

 

José María Merino, Yo y yo en breve, Madrid, Alfaguara, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

10 de diciembre de 2024

La artística mexicana Teresa Margolles señala mediante su obra la realidad de violencia que la rodea. O dicho de otro modo: “¿De qué otra cosa voy a hablar?” Esa realidad mexicana es de la que ni puede ni quiere desligarse su compatriota, Jorge Volpi. Y qué mejor manera de hacerlo que dedicar cuatro años de escritura y casi una vida a crear una historia de la ficción. Ficción viene del latín fingere que no quiere decir fingir, sino modelar. Y para el autor, la realidad es como la arcilla.

La invención de las cosas es el altar al que ha querido acercarse Volpi aún a sabiendas de que en su ascensión gracias al empeño, podía quemarse las alas. No lo ha hecho, todo lo contrario. Ha entregado un volumen único con todo el compendio que nadie, hasta ahora, se había atrevido a realizar. Ocho libros de ocho invenciones, con diálogos intercalados del bicho, deriva del Gregorio Samsa kafkiano, y de Felice, la eterna pareja y no del autor checo. Estructura muy sólida a la que cubre un falso prólogo y otro a modo de epílogo que hacen de corolario a esta aventura vital de la que Volpi sale vivo y bien imprimado. Lo hace porque se ha valido de todas las ramas del saber. La científica, con sus postulados; la filosofía, Volpi nunca dejará de serlo, lo sepa o no; y la literaria, quince novelas y laureles, acreditan y refrendan su trayectoria. Nadie puede enmendar la plana a su obra. Quizá por eso, se lanza a lo que no tenía obligación, sí devoción, eso que todo escritor que se precie, sabe. El escritor que no arriesga puede acabar siendo un escribano. Lejos, muy lejos, casi a la distancia de una galaxia, está ahora el mexicano con este libro que ha entregado. Con esta forma de afrontar los problemas con gran seriedad. De forma curiosa o centrípeta en ocasiones, pero dando grandes catas de realidad para explicar lo inventado. Que no deja de ser la mejor manera de explicar la realidad como trata Teresa Margolles.

Vemos vericuetos diversos, maneras de circunvalar para acabar entrando en el meollo de la historia y de las historias a través de todos los cerebros creativos que en el mundo han sido capaces de crear ficciones explicativas de lo que se ha dado. Dado el esfuerzo, la documentación avasalladora y el resultado, podemos pensar que estamos ante un libro que no existía en nuestra lengua. Un libro necesario, sobre todo para los que pensasen que ya estaba todo escrito, que se agradece poder leerlo. O de como cuando se llega al final y aparece la Cronología de la ficción, desde el principio de los tiempos a nuestro año, todos los hechos creados por la ficción, en arte, literatura, cine, música, derecho, ciencia, filosofía y más ramas que hacen comprender el enorme árbol y ramajes que ha levantado a lo largo del tiempo el mundo de la ficción. Esta cronología es el regalo imprevisto que hasta ahora nadie había brindado.

Otro motivo para acercarse, entrar y dejarse llevar por el compendio de lucidez ficcional que no busca sacar a nadie de la realidad sino asirla desde la cara b que a veces olvidamos que existe. Y hay, palpable al leerlo, un contrapeso necesario y acierto pleno del autor, en forma de historia personal, del padre y del hijo, no como detalle, sino como proceso vital de comprensión de lo que son cada uno. Un punto de realismo que mediante la ficción, adquiere el peso insustituible de lo verdaderamente cierto. No es pleonasmo, es certificación o comprobación científica si se quiere derivar, de lo que de verdad tiene la duda cuando ya no lo hace. La certeza en y de la ficción. La abrumadora capacidad de permeabilidad de Volpi hacen de este libro algo tan particular como la tierra. No se sabe si hay otra, tampoco si volveremos a tener a mano un libro así. Solo por eso ya podemos sonreír ante lo que es el esfuerzo supino del escritor. Que en un rasgo más de que es cabal, termina sabiendo cuando uno se despide. Volpi lo hace en este libro de ciertas ficciones, de la muerte de su madre y de dejar de vivir en México. Nuevo director artístico del Centro Condeduque de Madrid, nuevo ciclo vital al que ha llegado como dice al final del libro por los dones que nos concede la ficción.

 

Jorge Volpi, La invención de todas las cosas. Una historia de la ficción, 694 páginas, Madrid, Alfaguara, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro Bosqued

Era verano.

Tu figura tras la reja era lo único cierto

que conseguí rescatar

una vez atravesado el puerto.

Las manos, tus manos, aferradas al hierro.

Los ojos punzantes

horadando rumbos invisibles en la oscuridad.

 ...Y los siento al dormir,

y cuando paseo por calles desiertas

y hay farolas reflejadas en el agua de los charcos,

y me parece que el tiempo, y la vida,

solo han sido desde siempre una ficción.

 

II

 

Y así, pulverizadas nuestras horas

junto al río.

Las circunferencias en el agua.

Hipnóticas. Delirantes.

Dejando su rastro invisible sobre la autopista

y el olvido, la fugacidad de un reflejo.

Convergiéndose, agitándose,

expandiéndose en la memoria

los espejos.

Las mil caras de las horas incontables

que anduve frente a ellos,

buscando mi rostro,

o el tuyo.

O el tuyo en el mío.

O el mío en el tuyo.

Como si mirarse allí cada verano,

fuera un punto de partida

o de inflexión

o un suicidio.

El veredicto final.

El instante irrenunciable

en el que sentirse uno o ninguno,

o saberse otro.

 

III

 

Era verano.

Y yo, perdida en el humo gris

del cigarrillo. Alargándome

hasta ese otro humo gris

desmadejado del mundo,

hablaba sola desde la ventana.

Y mis palabras caían

como hebras de lluvia.

Perpendiculares.

En el aire.

Tú. Yo. Nosotros. El tiempo.        

Tú me mirabas.

Y me mirabas sin verme.

Pero yo aún seguía ahí.

Justo detrás de todas aquellas ideas

desde las que tú

me mirabas.

El silencio. El verano. El mundo.

El silencio de los lugares tranquilos.

Los cementerios.

Escrito en Sólo Digital Turia por Maribel Hernández del Rincón

29 de noviembre de 2024

Se cuenta que había en el corazón de Celtiberia un pueblo que blasfemaba hasta para darte los buenos días, no siendo eso óbice para que se proclamaran catolicosapostolicosromanos por los cuatro costados. A pesar de que el refranero (“En casa del que jura no faltará desventura”) y las autoridades les habían garantizado el apocalipsis, en aquella localidad no habían ocurrido ni más ni menos desgracias que en las del contorno. Eran muy originales en sus sacrilegios verbales, cobrando fama algunos tan singulares como “me cago en Dios, la Virgen y todos los santos y que me perdone el malnacido de san Pedro si me dejo alguno”, “me cago en la cortinilla del sagrario” (el preferido del erudito local) o “¡Viva San Blas!, que es la madre de Dios”, siendo esta la blasfemia que más sacaba de quicio al viejo cura párroco tan devoto de la Santísima Virgen.

En aquel pueblo “juraban” -que es como allí llamaban a “esa tradición tan nuestra”- hombres, mujeres, niños, ancianos y -decían- hasta perros, gatos y demás fauna doméstica; cuanto más católicos se proclamaban los vecinos, más proclives a emporcar lo sagrado; de hecho, los únicos que no juramentaban eran los dos ateos oficiales de la localidad, quienes, pese a negar lo divino, sentían su debido respeto por la religión. A esta peculiaridad blasfematoria se añadía en aquellos habitantes rurales su fama de brutos. Y para certificarlo se rememoraba aquel episodio de los dos albañiles que estaban intentando meter un espejo por una puerta y, como no cabía a lo ancho, se dispusieron a hacer una mordida lateral en ambas jambas para que así penetrase; cuando se ponían manos a la chapuza, un forastero que pasaba por ahí les indicó, con la intención de ayudarlos, que era mejor poner de canto el espejo para que cupiera. Por pasarse de listo (así argumentaron entre imprecaciones de pecado mortal ante el juez), al pobre samaritano le partieron el cráneo de un mazazo al grito de mecagüensanjuansanpedroysusputasmadresenmedio, quedando emparedado para la eternidad en la alcoba, justo al lado del vidrio que introdujeron con el método que les habían enseñado sus mayores.

La localidad tenía, según su erudito y cronista local, alcurnia de blasfema proyectada en la historia; ya los cronistas romanos mencionaron la particular tendencia de estos celtíberos a enmerdar a Lug y compañía… Aunque no se tenía constancia de esas citas clásicas, sí había una irrefutable prueba para el citado cronista: la filacteria sobre un barroco escudo nobiliario de una de las mansiones principales de la calle de Sandiós (sic): “Antes que Dios fuera Dios y los tormos fueran tormos, los Barós eran Barós y los Fornos Fornos”. Se fueron sucediendo aquí insignes personajes, cuyas hazañas y heráldicas se adornaban con escatológicas imprecaciones a lo sacro. El más celebrado entre sus paisanos era El Agapito, que estuvo dando guerra hasta 1960. Dicen que se había caído desde más de treinta metros mientras restauraban el castillo y exclamó “¡cagüen la os!, casi me mato y sin almorzar entoavía!”. Una tarde cortando leña se clavó el hacha en el pie y, tras advocar a la puta Virgen y al cornudo de san José, concluyó “¡más lo siento por la albarca”. Su hermano, Riejo el molinero, se autoproclamaba elegido de Dios con contundente razonamiento: “como ese cabrón del triangulico me ha dejado tullido, no necesito como vosotros ir a misa ni hostias para asegurarme el Paraíso”; y concluía en verso: “No voy a la iglesia / porque soy cojo. / Me voy a la taberna / poquito a poco”. Y cuando de allí regresaba a su lecho, su mujer le espetaba:

-       Parece que vienes un poco cargao

-       Por no hacer dos viajes. ¿O es que quieres que vuelva otra vez a la cantina?

Y como colofón de esa ingeniosa respuesta, cada relator añadía la jaculatoria blasfema más ocurrente, que siempre era distinta y a cuál más osada. Pero el escarnio a lo divino más sobrepasado, la ofensa más tremenda se atribuye, valga la paradoja, al tío Teodoro, quien la dejó labrada en la lápida de su tumba. Esa parte de su epitafio, según el cronista local, fue raspada por un párroco o alma piadosa y se perdió para siempre. Dicen que incluso hería la sensibilidad de sus paisanos más blasfemos. Hoy día en el cementerio solo queda incólume la parte poética de aquella mitificada epigrafía: “Oh, vosotros que pasáis, considerad si hay dolor como el nuestro”.

Don Eufemio, párroco de la villa (no se acredita ese título pero el cronista lo utilizaba), vivía desquiciado; no sabía ya cómo detener la persistente hemorragia blasfema de sus feligreses. Aprovechó la visita del obispo para que el excelentísimo y reverendísimo les censurara tan horrible vicio. En solemne sermón, con el templo atestado de fieles, el mitrado recriminó a esta grey sin ambages, afeándoles que eran el segundo pueblo que más blasfemaba de la diócesis… Como un resorte, el alcalde se levantó en la primera fila y dio un boinazo en el tablero del asiento: “me cago en el Santísimo Sacramento, mañana seremos los primeros” (advocó al Altísimo por respeto al obispo y al templo); los asistentes asintieron con murmullos y hubo alguno que incluso aplaudió. Tras esa afrenta ante su superior, don Eufemio dio por perdidos a los adultos. Y con el fin de erradicar la plaga de raíz, en las catequesis había iniciado una campaña para que las tiernas mentes infantiles asociaran la blasfemia a la excomunión y, lo que era peor, a la condena eterna. No sirvió de mucho, porque cada vez que los pequeños catequistas se equivocaban embadurnaban de estiércol sonoro todo el santoral. Por el contrario, estos asuntos hicieron que la localidad ganara celebridad entre las corrientes laicistas, apóstatas y ateas, todas ellas clandestinas en esos compases finales de la dictadura. Desde la capital acordaron hacer algún happening -entonces muy de moda- para mostrar la solidaridad con aquellos valientes vecinos; la acción, planificada con sumo sigilo y anonimato, consistía en poner un verso del célebre poeta anticlerical Ángel Guinda en el frontón: “eyaculad en el ano de Dios hasta su conversión al placer”. Los vecinos lo tomaron como una afrenta tan grave al buen nombre del pueblo y al Creador, que expulsaron a los sacrílegos activistas a garrotazos.

La paciencia de las autoridades no se colmó con este suceso, que incluso recibieron con simpatía, sino con el que vivió como protagonista un mosén recién llegado al pueblo. Tuvo aquel joven sacerdote la mala fortuna de que el término municipal fuera asolado por una sucesión de tronadas acompañadas de granizo pelotero. No se arredró el ministro del Señor, sino que proclamó solemnemente que esa plaga percutora se solucionaba procesionando a san Esteban, con tan escaso predicamento en la villa que no era villa que su efigie languidecía arrinconada en el trastero anexo a la sacristía. El intrépido clérigo la recuperó, la atavió y la hizo desfilar un domingo en nutrida comitiva. San Esteban no solo no detuvo la ira de los meteoros, sino que acrecentó rayos, truenos y el calibre de la piedra escupida por los cielos. Los parroquianos pensaron que aquel mártir lapidado era más bien un enviado del demonio y arrojaron su policromada talla por el barranco de la tía Perica coreando “ahí te pudras en el infierno y te apedreen con ascuas y tizones” junto a airadas defecaciones en el Supremo Hazedor, Cristo, santa Bárbara y buena parte de los santos y cohortes celestiales. No corrió mejor suerte el novel párroco, que fue echado al pilón al grito de “me cago en el jodido Dios que te crió y en su putísima madre, hijo de Satanás y sus diez mil barraganas”.

El asunto llegó a oídos del gobernador, que era numerario del Opus Dei. Envió, sin más dilación, a la Guardia Civil con el mandato expreso de poner orden e impedir tanto sacrilegio lenguaraz. Los números que por allí anduvieron patrullando se mostraban impotentes, porque la gente mascullaba delante de sus tricornios sacros improperios y, al no emitir sonido alguno, nadie podía ser incriminado. El asunto alcanzó al mismísimo palacio del Pardo. Lo primero que hizo el Generalísimo fue ordenar que a doña Carmen Polo no le alcanzara ni un ápice de semejante afrenta, pues podía darle un síncope al constatar que había súbditos tan impíos en su España una, grande, libre y tan católica. Franco consultó el tema postrado ante el brazo incorrupto de santa Teresa, que custodiaba en su dormitorio, mas no recibió señal alguna (nunca la había recibido); la iluminación no provino finalmente de instancias divinas, sino de su chófer, originario de un pueblo vecino al de los contumaces blasfemos: “perdone que me meta en esto, su excelencia… Le aconsejo encarecidamente que no mueva nada en ese puñetero (con perdón) villorrio; esos deslenguados son capaces de vengarse añadiendo el sagrado nombre del Caudillo, a quien el no menos Sagrado Corazón de Jesús guarde muchos lustros, al elenco de jaculatorias infames. El último que entró en esa maldita lista (se santiguó) fue el comandante de la Benemérita que se atrevió a multarlos por injuriar la religión, y ya sabrá su Excelencia, que lo sabe todo, cómo acabó el pobre servidor de la patria…”.

Franco, que dicen era prudente gobernante, metió este espinoso asunto en ese inmenso congelador burocrático donde acababan tantos otros. Los vecinos del pueblo, ahora sí, más blasfemador de España siguieron con su tónica. Hasta que llegó la democracia y con ella las libertades, que parecían salidas de una caja de Pandora con la efigie del Caudillo por tapadera. Fue entonces cuando la blasfemia fue dejando de tener ese mordiente subversivo. A medida que menguaba el fervor católico, ciscarse en lo sagrado fue perdiendo fuelle -a la vez que morbo- entre las costumbres de aquellos aldeanos hasta que prácticamente desapareció. Ese fue, según el erudito y cronista del lugar, el milagro más sonado de la democracia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Hernán Ruiz

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