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LA REVISTA PUBLICA TEXTOS INÉDITOS DE OLGA TOKARCZUK Y DE LUIS MATEO DÍEZ 

TAMBIÉN ANALIZA LA OBRA DEL NORUEGO JON FOSSE Y DEL VENEZOLANO RAFAEL CADENAS 

ADEMÁS OFRECE UNA ENTREVISTA EN EXCLUSIVA CON LA ESCRITORA URUGUAYA IDA VITALE 

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuye este mes de noviembre en España y otros países, un sumario con interesantes textos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea. En ese listado de valiosos nombres propios que han escrito algunas de las mejores y más impactantes obras de nuestra época, hay que citar a autores como la polaca Olga Tokarczuk y el noruego Jon Fosse, ambos recientes Premios Nobel. También a creadores indiscutibles dentro del rico y diverso panorama literario de habla hispana como Luis Mateo Díez, la uruguaya Ida Vitale y el venezolano Rafael Cadenas, todos ellos galardonados con el Premio Cervantes. Sin duda, un quinteto de lujo que simboliza muy bien la universalidad y la atractiva oferta de contenidos originales que posee cada entrega de TURIA. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

LA REVISTA RINDE HOMENAJE AL ESCRITOR BILBILITANO JOSÉ VERÓN GORMAZ, CON 150 PÁGINAS DE TEXTOS INÉDITOS 

TURIA SE DARÁ A CONOCER LOS DÍAS 21 Y 28 DE NOVIEMBRE EN CALATAYUD  Y EN TERUEL 

LA ESCRITORA POLACA OLGA TOKARCZUK, PREMIO NOBEL DE LITERATURA, PUBLICA UN TEXTO ORIGINAL EN TURIA 

Los escritores Soledad Puértolas y Manuel Rico serán los encargados de presentar el nuevo número de la revista cultural TURIA. Será un sumario con un protagonista muy especial: el escritor bilbilitano José Verón Gormaz. Analizar su valiosa trayectoria creativa, reivindicar el interés de su amplia obra y fomentar su lectura más allá de Aragón son los principales objetivos de esta iniciativa fruto de la colaboración del Ayuntamiento de Calatayud. Una vez más, la revista ejerce de puente cultural entre Aragón y otros territorios y se congratula de aumentar la difusión y el reconocimiento que merece uno de los autores más queridos y conocidos de nuestra Comunidad Autónoma. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

 

La monografía dedicada al artista y pedagogo Luis Torres Pastor (Rubielos de Mora, Teruel, 1913--Valencia, 2013) ha sido fruto de una estrecha, deseada y consciente colaboración, entre sus tres autores --Francesc Miralles Bofarull (Tarragona, 1940), Ricardo García Prats (Puertomingalvo, 1947) y Martín Domínguez Romero (Madrid,1966)-- además de contar con el oportuno y decisivo respaldo de su tierra chica y la constancia visceral de su incansable hija, pintora y grabadora, la conocida Rosa Torres Molina (Valencia, 1948), cuya admiración y afecto sostenido, por su padre, se han convertido, sin duda, en la clave eficaz y el determinante motor de esta esperada, oportuna y justa publicación. Era imprescindible, sin duda, recordar y rescatar del olvido su trayectoria artística y vital.

He especificado, conscientemente, los roles de artista y pedagogo, al matizar el alcance de la biografía, porque, en este caso, como en otros muchos, se trata de dos vertientes fundamentales y estrechamente co-implicadas, en el desarrollo de la trayectoria vital y profesional, del autor estudiado, siempre vinculadas, ambas facetas, tanto a la docencia de las artes plásticas, como al ejercicio investigador de la creación artística, funcionalmente incorporadas, además, de forma directa, a sus entreveradas tareas como dibujante, pintor y escultor.

Como en tantas otras circunstancias históricas familiares --paralelas y similares, abundantes en tantos periodos anteriores y actuales-- los padres de Luis Torres Pastor, buscando un mejor marco de sobrevivencia, para su linaje numeroso (siete hijos), en calidad de migrantes interiores –en aquellos tiempos tan duros como difíciles-- se trasladaron de Rubielos de Mora a la ciudad de Valencia, siendo el mismo Luis --nuestro protagonista, en esta específica historia-- solo un niño.

Este cambio radical de contexto sociocultural posibilitaría, más tarde, que el muchacho pudiese matricularse, con plenas e ilusionadas aspiraciones, en la Escuela de Artes y Oficios, como fase inicial, versátilmente preparatoria y capacitante de cara a sus deseos, y que luego, como veremos, asimismo --siendo habitual y aconsejable, dado su caso-- pasase a estudiar, complementariamente, ya más tarde, en la posguerra, alguno de los niveles superiores, organizados en los Planes de Estudios vigentes, en la Escuela Superior de Bellas Artes de San Carlos (donde oficialmente se impartían especialidades de Dibujo, Grabado, Pintura y Escultura).

Pero en tal intervalo cronológico, como es bien sabido, estas generaciones vieron interrumpidos sus proyectos personales, dramáticamente, por el estallido del Golpe Militar de 1936, contra el Gobierno Republicano. (Incluso en la propia monografía se habla, sin tapujos, de “generaciones fracasadas”, debido, testimonialmente, a la distancia existente, entre los previos deseos perseguidos históricamente y sus efectivas consecuencias posteriores, convertidas, al fin y al cabo, en funcionales salidas adaptadas y/o logros personales, transformados por la realidad circundante).

De hecho, llegado el momento y por la edad cumplida, Torres Pastor fue reclutado y movilizado, desde Valencia, en aquel trienio bélico, participando directamente en el llamado frente de Teruel, del que acabó desertando, quizás muy consciente del doble drama que, efectivamente, por una parte se estaba viviendo y además, por otra, se aproximaba: tanto en relación con los concretos resultados bélicos, dado el marcado decurso de la contienda, como por lo que se fraguaba, de cara a la radicalidad del período posterior, con la implantación de la dilatada dictadura.

Tras los cursos iniciales, realizados en El Carmen, donde recibió las bases técnicas pertinentes en dibujo, pintura y estampación, prefirió, el joven Luis Torres, por decisión propia, especializarse en escultura, en plena década de los cuarenta, ámbito por el que se había sentido sumamente atraído, siempre, en este período de formación. Quizás una especialidad más costosa (en el doble sentido de trabajosa y de más cara) precisamente por los precios de origen de los diversos materiales utilizados.

Es sabido que sus profesores --José Capuz (Valencia, 1884-Madrid, 1964) y Carmelo Vicent (Valencia, 1890-1957) entre otros-- valoraron debidamente sus estudios, preparación y prácticas escultóricas, como se nos informa en la monografía, por las noticias recibidas, a través de sus memorias, documentos y entrevistas disponibles. Contó Torres Pastor con compañeros generacionales como Esteve Edo (Valencia, 1917-2015), Carmelo Pastor (Valencia 1924-1966) o Amadeo Gabino (Valencia, 1922-Madrid, 2004).

Ya entonces --como también en la actualidad-- al finalizar los estudios de Bellas Artes, era y sigue siendo habitual toparse con una especie de dualidad electiva, frente a la realidad sociocultural y económica exterior: o bien intentar asegurarse una plaza docente de las materias estudiadas, opositando a funcionario del estado; o bien aventurarse a montar un atelier y producir obra para el posible mercado artístico circundante. Incluso se ha venido dando históricamente y sigue propiciándose la versión híbrida de ambas opciones, a caballo entre la actividad del taller y la docencia paralela. O, incluso, alternativamente, también, se mantiene un trabajo exterior de sobrevivencia, al margen de la pasión artística pertinente.

Torres Pastor, cursada su formación en la Escuela de Bellas Artes, se casaba con Leonor Molina (de Mosqueruela), en el año 1946, joven residente en Valencia y atraída por los estudios del diseño de moda. En pocos años construyen su familia y se dan cuenta de la complejidad vital a la que se enfrentan, laboralmente.

En aquel contexto, pronto Luis Torres toma nota, por experiencia directa, de la dificultad que iba a comportar, para él, vivir de la escultura, que era y seguía siendo su pasión ya que no había menguado aquella radicalidad vocacional, inicialmente preferente, en su entrega al mundo del arte. En tal sentido, incluso había ya acudido, en esa época, forzando posibilidades, a la ayuda de un trabajo complementario y exterior, como refuerzo, (industria del mueble) y, con ese bagaje de contrastes, asume la decisión definitiva, bien meditada, de preparar las oposiciones a una plaza de profesor de Dibujo de Enseñanzas Medias, como tantos otros compañeros de promoción.

Efectivamente, un tiempo después, ya con su título bajo el brazo de Profesor Adjunto de Dibujo y de acuerdo con su cualificación, se le asigna una plaza entre las disponibles, en el marco de las Enseñanzas Medias, en la geografía nacional, concretamente se convierte en el titular de esa docencia, en el Instituto de Llodio (Álava). En consecuencia, tuvo que poner rumbo, con su nueva familia, hacia el País Vasco (1952). De hecho, en ese activo y acumulativo ínterin vital, de decisiones, trabajo, sobrevivencia y estudio, Luis Torres con Leonor Molina habían tenido dos hijas (Rosa y Luisa).

Años más tarde, por referirnos globalmente a su trayectoria de profesor, decidiría complementar su estatus académico y económico, opositando, de nuevo, esta vez apuntando determinantemente hacia la obtención de una Cátedra de Enseñanzas Medias. Lo consiguió y consecuentemente, ya en 1980, solicitará el traslado a la ciudad valenciana de Xàtiva, donde continuó ejerciendo su especialidad pedagógica, hasta la inmediata coyuntura de su jubilación.

Comenzando por la faceta pedagógica, conviene resaltar que, a lo largo de su destino docente, Torres Pastor afianzó su marcado compromiso y creciente responsabilidad con sus tareas socioformativas. Se trataba, sobre todo, de educar estéticamente al alumnado, en paralelo al hecho de facilitarle el aprendizaje de las técnicas básicas de dibujo preceptivas, en los programas ministeriales. Se consideraba, sin duda y sobre todo, educador y maestro, habiendo dejado amplios y numerosos testimonios --tanto en Llodio (1952-1979), como en Xàtiva (1980-82)-- de su labor, prestigio, entrega y constancia profesionales. La monografía insiste, sobradamente, en esta concreta vertiente, ejemplificando el tema, incluso con abundantes declaraciones propias del artista estudiado.

En relación a su amplia y persistente actividad dibujística y pictórica, ejercitadas, históricamente, a costa del repliegue sistemático, por compensación, del cultivo de la escultura, como ya hemos apuntado –a pesar de considerarse, en sus primeras décadas y en su intimidad personal, ante todo, escultor, a radice-- se hace imprescindible analizar sosegadamente las etapas propias de la trayectoria artística de Torres Pastor, comenzando, en un primer acercamiento, a la puntualización estilística de sus rasgos más destacados y característicos, de aquella dilatada y básica época suya (1952-1984), como pueden ser, por ejemplo: su obsesión por el tratamiento del color, la constante atención temática a su entorno, la reiteración de su interés por los paisajes, así como a la vitalidad expresiva de la vida cotidiana o su intensa admiración por la pintura japonesa y el aligeramiento de las formas, junto la simplificación específica de las figuras y el cuidado de las atmósferas lumínicas o el hecho, en fin, de  ser capaz de desdibujar con plena soltura. Rasgos estos que, por cierto, predominaron, rotundamente, durante décadas en su quehacer plástico.

No en vano, diariamente pintaba en su estudio, tras el horario cumplido de las clases, como si se tratara de un deber premonitorio y generalizado, para él. De hecho, se esforzaba, periódicamente, por llevar a cabo exposiciones personales en diversos centros culturales del entorno vasco y de distintas capitales próximas, en aquellas décadas, buscando, de alguna manera, asimismo, ejemplificar la fuerza de la cultura visual del momento y fomentar el cultivo de la educación estética en los visitantes. (Habilitó, con indiscutible asiduidad, cerca de dos docenas de muestras individuales, a lo largo de su panorámica dedicación-- facilitando, de este modo una información determinante y de explicable interés, a la vez que afianzaba su prestigio y reconocimiento). En la biografía publicada se recurre, a menudo, a los documentos, críticas y comentarios en la prensa, referentes a dichas muestras personales suyas.

Muy oportuno es, igualmente, gracias a la monografía que estamos comentando, descubrir el salto estéticamente cualitativo (que se produce, entre la actividad pictórica de Torres Pastor, cultivada en el bloque de 1985 y 2004, mientras se merma, a la vez, básicamente su dedicación escultórica), giro estético que transformará sus prácticas pictóricas, iniciadas en Xàtiva y que le ocupará hasta sus postreros días, conformando un profundo reajuste, que cabría re-denominar como la atrevida propuesta de su creciente geometrización tanto del paisaje, como de las arquitecturas e incluso de las personas representadas en sus cuadros. Nunca dejó de pintar, tampoco en Valencia, cuando se interesó, de forma creciente, por las escenas de baño, yendo asiduamente a la orilla del mar, tomando notas o acudiendo, con frecuencia, asimismo, a las programadas sesiones de trabajo del Círculo de Bellas Artes de Valencia, con sus amigos y colegas.

Siempre he pensado que este interés --evidente en sus prácticas artísticas, ya en plena madurez vital-- por el ámbito estético de la geometrización y sus posibilidades significativas y formales, no fue, de hecho, algo ajeno a la influencia del lenguaje pictórico potenciado personalmente, de forma resolutiva, por su hija Rosa Torres, reconstruyendo / releyendo el paisaje, también durante décadas, en sus investigaciones incansables e impactantes, de fuerte vocación vanguardista. No se trata aquí de intentar asimilar ambos planteamientos, ni mucho menos, si no de hacer ver cómo aquellas prácticas, que contempla, no sin sorpresa, Torres Pastor, en el estudio de su hija, le permiten, efectivamente, decantarse hacia una potencialidad pictórica estructurante, que viabiliza la fuerza de la geometrización sistematizada, en las nuevas escenas, que precisamente armonizan personas y paisajes, en sus estudiadas pinturas. Conjuntos narrativos sumamente simplificados, potentes en su soltura y resueltos con colores fuertes, intensos y contrastados.

Tal fue, por cierto, la última aventura visual de Torres Pastor --capaz aún de revitalizar sus metas, hasta en su última apuesta-- quizás buscando, en cierta manera, poder asimilar, de alguna manera, creativamente, la fuerza ejemplarizante y tentadora, que, a su vez, despedían aquellos paradigmáticos paisajes, habitados, a ultranza, por la contrastada y potente geometría de Rosa Torres, aquellos que, incluso, podían llegar a destruir radicalmente, la imagen misma de la naturaleza, en su exclusivo afán de redefinirla, de nuevo, deconstruyéndola incansablemente, en su secreto / enigmático diccionario visual, constantemente puesto a prueba y renovado.    

 

Francesc Miralles et al. “Luis Torres Pastor”. Exordio, Ricardo García Prats. Epílogo, Martí Domínguez. Edita Ayuntamiento de Rubielos de Mora / Comarca Gudar-Javalambre. 2024. ISBN-978-84.09-62631-1. Depósito Legal: V-2355-2024. Impresión: Gràfiques García Besó. 71 páginas. Numerosas imágenes en color.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Román de la Calle

Cuando las páginas de esta novela son abiertas por primera vez, se puede vislumbrar que las palabras de Giulia Conte descubren, detrás de su velo, el rostro de una nueva gran dama de la literatura íntima en noir, asomándose muy despacio a su lector. Al comienzo, sus palabras hablan disfrazadas de récit, invocando una situación durasiana, envuelta en su visión del despertar de la conciencia de infancia en el personaje de Nathalie, afirmando que “la infancia tiene cosas terribles de las que nadie sabe. Y ya, desde pequeños, nos crecen por dentro caracteres monstruosos que, luego, con los años, se convierten en rocas que nos varan” (p. 31).

Desde este despertar, tenemos el inmenso placer de presentar a Giulia Conte. Nació en la Murcia de principios de los años sesenta, desde donde inició un eterno periplo inagotable por los paisajes y las almas de la mujer y su universo. Giulia Conte desembarcó en la literatura a través de la unión de las sensibilidades, de las almas y, por supuesto, de los cuerpos de Zaida Sánchez Terrer y de Ana Verdú Conesa. Zaida Sánchez cursó estudios de Filología, y Ana Verdú, de Veterinaria, en su Universidad local. No sería justo decir que Giulia Conte es su solo su heterónimo. Giulia Conte es la unión de ambas, de la mujer universal y del lector invitado, en forma de inspector Lecteur, como será presentado en estas páginas.

Esta novela reúne las variables de la novela negra romántica, que ahora se nutre también del aroma estético del roman à clef mediante la duda, la deuda, el pasado, el dolor, con el fin de favorecer su tratamiento literario siempre ligado al desgarro, a la violencia del amor o al hecho de morir para seguir viviendo. En Las voces del Monasterio, Giulia Conte tiene el instinto creativo de Marguerite Duras y la sagacidad deductiva de Djuna Barnes. Son los universos existenciales de las principales protagonistas, Nathalie y Julia, los que llevan de la mano al lector hasta deslizarse por los recovecos más sórdidos y condolidos de la naturaleza humana, desde el triunfo de sus propias ruinas, como le ocurre al monasterio, verdadero protagonista de esta historia. Mientras tanto, para el inspector Lecteur, que investiga en París la extraña muerte de Nathalie,  su devenir cotidiano es un encuentro consigo mismo, desde la Place des Vosges, paseando por los empedrados más sonoros del Marais, hasta poder respirar el aire fresco de San Ginés de la Jara y el Monte Miral en Cartagena.

Desde el punto de vista poético narrativo, como una auténtica pieza de metaliteratura, la novela Las voces del monasterio está estructurada en diez capítulos titulados y once invocaciones, articuladas en nombres propios franceses, susurros de la mujer universal que habita en las paredes de este tríptico conformado por los paisajes de París, Cabo de Palos, y San Ginés de la Jara, a través de sutiles reminiscencias de Colette, Stendhal y André Gide.

Asimismo, Giulia Conte nos invita a recordar su compromiso poético con la tierra y el patrimonio murciano. Es cierto que el carácter lírico de su prosa ha nacido de la esencia poética del pueblo, desde su propia tierra como raíz, encarnada en las manos de cada lector. Así lo describe Miguel Hernández en su obra “Viento del pueblo”, escrita en 1937, mediante la dedicatoria dedicada a Vicente Aleixandre, donde nos habla de la tierra como cimiento del poeta. María Herrera, en su prólogo, da fe de este destino cuando afirma que:

“Con esta obra, la autora contribuye al rescate del patrimonio murciano, pues su lectura favorece y provoca el interés y deseo en el lector de conocer el citado monasterio, así como los demás lugares que lo rodean y donde trascurre la novela.

La lectura plantea al lector el concepto de multiverso, los universos paralelos, así como las causalidades y revelaciones. De esta forma el lector cae en la cuenta de que nuestro universo podría ser uno en un número infinito de universos paralelos, pudiendo existir conexiones entre estos” (p. 14).

Momentos antes, María Herrera nos introduce a este paisaje comentando que “la novela se encuentra ubicada en dos escenarios muy distintos: Cabo de Palos y París, manteniendo como telón de fondo el monte Miral y el derruido Monasterio de San Ginés de la Jara, declarado BIC con categoría de sitio histórico en 1992, donde se hallan bienes paleontológicos, arqueológicos, y testigos de historia medieval, moderna y contemporánea de la Región de Murcia” (p. 13).

Concluye su prólogo diciendo que “se trata pues de un multiverso, con el monasterio como telón de fondo, donde las “voces del monasterio” llaman a los diversos personajes ubicados en diferentes puntos geográficos conectando de esta manera los distintos espacios” (p. 14).

Nuestra autora inicia la novela con la muerte Nathalie, casi como decisión vital pura y consecuente con la desolación de su propio impulso:

“Algunos suicidas son personas que no lo han pensado dos veces. Son gente impulsiva, valiente, consecuente con su malestar, no como la mayoría, que nos acostumbramos a la vida, aunque nos pese.” (p. 25), porque “la muerte es lo de menos, es la vida la gran protagonista, la que se lleva todo” (p. 55).

Pero en realidad no sabemos cómo ha muerto Nathalie. Esa muerte parece más un recorrido de pérdidas. Ya en su infancia, el patio de juegos era el preludio de esa geografía silenciosa llena de dudas que va convirtiéndose en carencia, en ese silencio que  “se instala en la forma de jugar, de mirar a las amigas, de responder en el colegio” (p. 31).

Para sobrevivir, dentro de aquel caos organizado, Nathalie aprendió a distanciarse de su madre “para no ser golpeada por su desdén. Y eso me salvó, pero arruinó mi infancia. La inocencia se pobló de prejuicios, de calculada prevención, de sutiles cautelas”. Llega a constatar que se convirtió “en una niña introvertida para no ser descubierta y empezó a escribir” (p. 107)

Esta conversión se transforma en elemento clave de metaliteratura como doble ejercicio de maternidad en el texto de nuestra autora. Se trata del binomio Julia/Nathalie, las dos protagonistas, de su doble gestación poética y maternal. “Ahora vivo en la textualidad”, afirma Nathalie. Como tal, este binomio siembra la entraña creativa de Ana/Zaida, a su vez, para gestar a Giulia Conte desde la complicidad más pura.

En este proceso de metaliteratura, la creación literaria de Giulia Conte mediante Julia/Nathalie y desde Ana/Zaida es mucho más grata. No hay tanta responsabilidad o está diluida entre emisores y receptores, autores y personajes, suspiros y paisajes, contenidos y continentes.

Otro aspecto que merece atención en esta obra son los ecos de surrealismo poético, heredados de las obras de Gabriel Miró, Azorín, Juan Gil Albert y Fernández Flórez. Desde esta situación, también podemos disfrutar de ecos naturalistas apreciados en momentos basados en la descripción cálido-cromática de la paisajística de estos enclaves, donde el color del alma de San Ginés y el Monte Miral susurran una sensualidad serena, que recuerda a ese cielo protector que ya evoca Paul Bowles en la obra del mismo nombre.

Esta tradición surrealista cobra un toque blixeniano cuando describe que “la atracción que sin ton ni son siento por el monte Miral me fascina. Y no pienso resistirme. Es la tercera salida sola y en coche lejos de cabo de Palos, y de nuevo me dirijo allí” (p 139). Momentos más tarde, la pasión blixeriana recobra su serenidad yourcernariana al afirmar que “sigo contemplando el Monasterio de San Ginés, allá abajo, el campo y el mar al fondo. Marrón y verde en sus palmeras, naranjas de dátiles en lo alto. Qué bonito es. Me imagino sus huertos cuidados, sus muros completos y recios, sus tejados intactos, su torre orgullosa. Un monasterio, varias ermitas … “ (p. 142).

Dentro de estos paralelismos, merece ser destacado este fragmento donde nuestra autora nos evoca a las palabras del Conde de Volney desde la Palmira de su imaginación cuando se afirma:  “salgo de las ruinas y bordeo ahora la ermita por la derecha para regresar al punto de partida, la fachada principal. Quiero disfrutar de la magnífica panorámica una vez más antes de alejarme del monasterio entre palmeras y el mar de fondo, pero no llegó a completar el rodeo” (p. 144).

La novela Las Voces del Monasterio despliega multitud de alas, como los ángeles que, según la leyenda, ayudaron a San Gines a construir una de las ermitas del Monte Miral. Este es tan sólo uno de los escenarios de los muchos mundos posibles en los que la obra nos sumerge, mostrando un alma que diverge en varias esencias. Los personajes que aparecen en la novela no hacen más que buscar una identidad a través de la acción literaria, de las formas reflejadas en su espejo, del silencioso banquete explosivo que resulta de sus múltiples interrelaciones.

Para terminar se hace necesario elegir un último memento que complete esta invitación a su lectura. Nos estamos refiriendo a la calidad rítmica, al valor sonoro y musical del texto. La afinada sensualidad contiana, conducida de un modo literario desde un contexto postmodernista, puede ser distinguida entre miles de envolturas. Por ejemplo, en la eufonía de los nombres, donde nuestra autora se deja llevar por la epidermis tan atractiva de sus términos y nos descubre denominaciones de personas, lugares y cosas, cuyo simple enunciado produce en el lector ese inmenso placer voluptuoso que nos provocan las palabras cuando están habitando el preciso lugar que les pertenece. 

 

Giulia Conte, Las voces del monasterio. Murcia, Raspabook, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Eugenio-Enrique Cortés-Ramírez

 

Marina Oroza es hija del también poeta Carlos Oroza (Galicia, 1923-2015), un personaje que habita el imaginario colectivo de quienes persiguen lo indómito de lo poético, de quienes hacen (o admiran cómo otros lo hacen) de su biografía su mejor verso. Imprevisible, inspirado, rebelde. Pero este poeta fue hombre, y el vínculo que tejió con su hija fue áspero, complejo, de tan invisible incurable. De ello habla en Decir (Árdora), un artefacto poético en el que se conjuran los efectos y las ausencias, donde su convoca la belleza y el dolor exacto de dos vidas que ni siquiera discuten. O sí, de otra manera.

 

“Hay que abrirse a la extrañeza, al asombro”

 

- Para “entrar en uno mismo”, ¿qué disposición de ánimo se requiere?

- Supongo que hay que prepararse para entrar de puntillas, con mucho respeto. Abrirse a la extrañeza, al asombro. Atender a lo que puede ser y no es, pero es.

 

- ¿De qué manera se vence el pudor para contar (decir) esta historia tan íntima?

- En mi casa no se podía hablar de mi origen, era un tabú familiar. A pesar de todo, fui creciendo a trancas y barrancas, quedó pendiente hasta ahora la necesidad de desmentir una leyenda, a nivel íntimo y social. Una leyenda de la que he formado parte involuntariamente hasta ahora. Empecé a habitar el territorio social del que fui excluida, gracias a un espíritu inconformista y rebelde. He transgredido con mi existencia; de hecho, hoy en día no habría nacido. Decir es una necesidad vital que fluye con la fuerza de la corriente de un río y sobrepasa las piedras de su cauce. Por fin ya no es mía esta historia ni esta herida, este libro es una cicatriz y es del mundo. Sin embargo, como es un libro, cuando se abre, también lo hace la herida y cuando se cierra, la herida se cierra. Confío y espero que este abrir y cerrar al lector le pueda servir como lo ha hecho conmigo.

 

- ¿Qué sentido encontró la escritura de decir?

- Tenía que cerrar una historia para poder reconciliarme con mi raíz. De niña, solo creía lo que imaginaba, ese misterio alrededor de mi origen me daba mucha libertad. Podía inventar lo que quisiera, eran escenas que meticulosamente imaginaba, recuerdos inventados, como los del cine y los sueños. Después vino una voz antigua, ese ritmo que escuchaba era el principio de un poema. Esa voz era una herramienta para transcribir lo que había sucedido junto con lo que había imaginado. He tenido que finalmente escribir para poder pensar y llegar a decir, la escritura permite diseccionar, investigar, reflexionar. El título del libro es Decir, sin embargo es escritura y funciona como una partitura. Primero estaba el silencio, imágenes sin palabras, luego llegó esa voz que desembocó en la escritura.

 

- ¿De qué modo marca la escritura una ausencia insoslayable como la de un padre?

- Del mismo modo que marca la escritura todo lo que tiene que ver con el misterio de nuestro origen y el de nuestras pequeñas biografías.

 

- Le devuelvo una pregunta que aparece en uno de los versos: “¿van frases en la sangre, palabras?”

- Sí, creo que son resonancias magnéticas que vienen de una especie de oráculo genético y biológico. Es una memoria ancestral de la voz. Por experiencia, sé que no es cultural, no depende de la vida en común, de la educación ni de la información que te pueda llegar. Son ecos orgánicos de la sangre, se manifiestan con palabras. Vale la pena afinar el oído para escucharlos, pero son más anecdóticas que sustanciales. El procedimiento de la escritura poética es diferente al biográfico y al biológico, va por otro lado y es esencial.

 

“La belleza de los matices se puede apreciar cuando aceptas la vulnerabilidad y la transformas en fortaleza”

 

- ¿Qué brota de “la tierra fértil de la resistencia”?

- Brotan flores sencillas, humildes y orgullosas como las amapolas. Y brota la sensación de haber cumplido con lo que te ha tocado vivir. La belleza de los matices se puede apreciar cuando aceptas la vulnerabilidad y la transformas en fortaleza.

 

- ¿Cuáles son esas “palabras sin resonancia que quedarán borradas por la niebla”?

- Las palabras cáscara, las que nacen del ruido y no sienten. Solo tienen resonancia las palabras que parimos con vértigo, las palabras llave: funcionan como conjuros y nacen del silencio.

 

- Que “no seamos en todo momento / quien hubieran querido que fuéramos / los que forman parte de nosotros”, ¿es un alivio, una contrariedad, algo fatal?

- Es difícil de aceptar. Algo que juzgas como fatal y la contrariedad que genera se convierte en un alivio cuando logras aceptar lo que realmente es, sin juzgar ni buscar explicaciones. Lo importante es poder llegar a desentrañarlo y saber lo que es. Los genes son solo un punto de partida para elegir lo que vas a potenciar y lo que no. La libertad de elegir es un gran honor cuando sabes lo que hay.

 

- ¿Qué territorio recorre esa última palabra que requiere la vida entera para decirse?

- El inconsciente está en el cuerpo. Esa última palabra recorre el cuerpo en todas sus dimensiones y direcciones hasta que llega a tener la conciencia de si misma necesaria para poder articularse con propiedad, de manera rotunda y verdadera.

 

“El proceso de escritura solo es potente y transformador cuando es radicalmente honesto”

 

- ¿De qué modo el dolor convierte a alguien en poeta?

- El dolor es un síntoma incapacitante, es la alarma que reclama la necesidad de sanar una herida. La escritura poética, aunque no lo parezca, es de una gran utilidad en este sentido. Entresaca las palabras de su contexto habitual para ponerlas al servicio de una transformación, es la medicina necesaria para fluir con lo que, por ser inexplicable de nuestra existencia, es también maravilloso. El proceso de escritura solo es potente y transformador cuando es radicalmente honesto. 
 

Cuando murió mi padre biológico, escribí un texto narrativo fruto de una catarsis dolorosa y, al cabo de los años, he tenido la necesidad de cerrar esa historia con el fruto de una catarsis placentera que consiste en decir lo mismo, pero en clave poética. “Decir” es un poema largo que destiló el primer texto, hizo falta placer para formar finalmente la cicatriz.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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