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Hay libros no buscados que cambian el rumbo de un escritor. A veces se imponen por capricho; la creación literaria tiene su cuota de azar. Pero otros los dictan las circunstancias y el autor, por mucho que se resista, ya no vuelve a ser el mismo.

A Sergio del Molino le sucedió con La hora violeta (Mondadori, 2013), en el que describe la enfermedad y muerte de su hijo Pablo. Ese relato testimonial torció sus coqueteos con el realismo sucio y la pretensión de escribir humor al más puro estilo inglés. Del mismo modo, La España vacía (Turner, 2016) revalidó su labor como ensayista al tiempo que desbrozaba el camino a otros autores en la denuncia de la desestructuración económica y poblacional de nuestro país.

Ya cumplidos los cuarenta, este madrileño trasplantado a Zaragoza ha publicado una docena de libros, a ritmo de uno por año, y es voz conocida en las columnas de prensa y  tertulias radiofónicas. Hay que cazarlo al vuelo, aprovechando su viaje de los viernes a Madrid, por lo que quedamos en un restaurante cercano a la emisora desde la que aconseja libros y películas; incluso resuelve a los oyentes pequeñas dudas morales. Disponemos de una hora para comer y hacer la entrevista. El AVE no espera.

 El restaurante tiene nombre de copla. A Estrellita Castro le temblaba el caracolillo cuando cantaba que la gitana protagonista fue desgraciada porque antepuso el dinero al amor. En las paredes, fotos taurinas en blanco y negro de Anya Bartels-Suermondt; punto andaluz que, sin rayar en lo cañí, se extiende a la carta. Sergio del Molino la conoce bien y me dejo llevar.

 

“Me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor”

Mientras aguardamos la esperanza rusa (no deja de ser una ensaladilla, pero de textura más suave. Casi hummus. Parece un guiño a Sevilla. La forma de contentar a los devotos de las dos Esperanzas: la Macarena y la de Triana), hablamos de su libro más reciente, Calomarde. El hijo bastardo de las luces (Libros del K.O), donde profundiza en la biografía del turolense que fue ministro de Gracia y Justicia con Fernando VII, al que presenta como iniciador de las “cloacas del Estado” en España. “No he pretendido hacer un ensayo académico, sino un retrato literario y periodístico, porque me gusta jugar con la realidad y el mito. Es la función del escritor. Para desmitificar ya están los historiadores. Y Calomarde es un ministro muy importante en el momento en el que se está fundando el Estado Español, con la estructura que hoy conocemos. Una de mis querencias por él es porque representa muy bien la figura del arribista. En el fondo es un intruso, que no debía estar ahí, y eso explica todos sus movimientos. Fernando VII es un tirano muy extraño, porque ejerce la tiranía de forma un tanto pasiva. Calomarde le es muy afín y aguanta casi diez años como valido suyo, como su mano derecha, porque los dos están un poco a verlas venir. No se creen su papel. A mí me parece que Fernando VII se sorprende de aguantar tanto en el trono sin merecerlo. Ya que, en contra de lo que se cree, no es un gran conspirador. De la misma forma que Calomarde tampoco lo es. Pero saben mantenerse teniendo un perfil muy discreto y dejando que sus enemigos se maten entre ellos. Se compara a Calomarde, y yo también lo hago, con Fouché. Sin embargo, en ese sentido, se parece más a un Rajoy; una persona por la que nadie apuesta, siempre en segundo plano, que no es percibida como amenaza, porque a Calomarde lo veían como un labriego sin méritos, y acabó matando a todos sus enemigos por la vía lenta.

- La respuesta al soplamocos que le dio la Infanta Carlota por reinstaurar la Ley Sálica: “Manos blancas no ofenden. Señora”, sería apócrifa, según usted.

- Así lo creo, porque le presupondría mayor intelecto del que tuvo. Calomarde supo manejar los resortes del poder pero no era, ni mucho menos, un hombre cultivado.

- Al leer el libro queda claro que Galdós, con toda su perspicacia, no habría calado al personaje.

-Galdós hace una caricatura de forma intencionada. Javier Cercas, recordemos la polémica que ha mantenido con Muñoz Molina a cuenta de don Benito, tiene razón en que es un escritor muy parcial. Su versión de la Historia de España está completamente sesgada hacia el Liberalismo, y pinta a todos los personajes que tienen relación con el Absolutismo con rasgos muy esperpénticos. A Calomarde lo retrata como un monstruo, como un bufón, de la misma forma que trata mal a Floridablanca o a Fernando VII y a todos sus ministros. Pero Calomarde, a pesar de lo abyecto que resulta, no era ese comparsa que describe Galdós. Resultaba más interesante y complejo, tenía muchos pliegues.

 

“Creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando”

El primer libro de Sergio del Molino, cuando se ganaba la vida como periodista, fue un volumen de relatos: Malas influencias (Tropo Editores, 2009). Heredero del realismo sucio, sus protagonistas, alguno de carne y hueso como la escritora Sylvia Plath, son seres inadaptados y víctimas de la frustración. Un rasgo que se repetirá en obras posteriores, cuando ya frecuente la ficción autobiográfica. “Yo borraría mis primeros libros. No tienen ningún interés para el lector, si acaso para algún estudioso. Cuando escribes uno que destaca, repescan los anteriores, pero casi con intención arqueológica. Es verdad que las obsesiones de un escritor vienen de lejos. Algunas entroncan ya en la infancia y las vas desplegando poco a poco. Yo creo mucho en la obra en marcha. En la imperfección y el ir probando. Hay escritores que no se lanzan a la piscina hasta que no lo tienen absolutamente claro. En ese sentido, yo soy muy imprudente y pienso que todos mis libros se encuentran ya insinuados en los anteriores. Por ejemplo, La España vacía estaba esbozándose ya en mi novela anterior, Lo que a nadie le importa. Y así, unos libros llevan a otros”.

- Soldados en el jardín de la paz (Prames, 2009) fue su primera incursión en el ensayo narrativo. La historia de esos alemanes, procedentes de Camerún, que llegaron a Zaragoza durante la Gran Guerra y se establecieron entre las élites de la ciudad, podría haber dado también para una novela.

- Probablemente. De la misma forma que no me reconozco en Malas influencias, éste es para mí un libro muy importante y quisiera rescatarlo en algún momento. Pero necesita una reescritura absoluta para sacarlo del localismo; porque, aunque es una historia de Zaragoza, resulta muy española. Bastante de lo que luego cuento en La España vacía ya está ahí. Y el tema central, el de los extraños desubicados, después ha sido una constante en mi obra. Es una idea que me fascina.

- Con No habrá más enemigo (Tropo Editores, 2012) dio el salto a la novela. Es una historia de suspense, protagonizada por personajes atrapados en la gran ciudad, donde, por no faltar, no falta ni el sexo duro. A pesar de ese ritmo de thriller, José Luis Muñoz escribía en Calibre 38: “Abundan destellos de literatura reflexiva que brillan con luz propia” Literatura reflexiva…O sea que el Sergio del Molino que hemos conocido después asomaba la patita.

- La verdad es que tampoco me reconozco ya en esa novela. Está escrita por alguien que murió, con una noción de la literatura y de la narración que ahora no comparto. La escribí antes de la enfermedad y muerte de Pablo, aunque se publicó después. La rehice en un estado que yo calificaría de trastorno mental grave y no he vuelto sobre ella. Temo que está escrita por alguien que no soy yo.

- Cuando se abre la puerta a una literatura reflexiva, pasa como con el sueño de la razón: aparecen monstruos. Y lo vemos en esas supuestas memorias familiares de Lo que a nadie le importa (Random House, 2014). La sentencia que dirige el abuelo a su esposa en el lecho de muerte: “Calla, que de ti no quiero ni que me cierres los ojos”, como dicen los italianos: “Se non è vero, é ben trovato”.

- È vero, è vero…

- La pronuncia su abuelo materno. Perteneció al bando de los que ganaron la guerra y, sin embargo, también arrastró miedos y silencios. Al leer la historia, da la sensación de que los que nacieron inmediatamente después de la muerte de Franco, usted es de 1979, heredaron esas lacras. Obviamente transformadas.      

- En el caso de mi generación, ya más que miedos y silencios, serían tics culturales. La sombra del franquismo ha sido larguísima. Acabamos de desenterrarlo y volverlo a enterrar.  A la hora de revisar nuestra historia, la gente de mi edad se encuentra con unos padres que vivieron la Transición y dieron por finiquitado aquel trauma, hicieron borrón y cuenta.  Por eso nos fijamos en los abuelos, que no lo llegaron a superar. Desde una perspectiva benjaminiana, me interesaba más ese diálogo intergeneracional en el que la historia va condicionando el presente. Por eso me fijé en mi abuelo. Buscaba el legado que pudiera quedar de sus silencios. No estoy seguro de que los traumas se hereden, pero una sombra y una cierta forma de mirar y de enfrentarte a las cosas creo que sí quedan. Y eso se manifiesta a través de la cultura política, pero sobre todo de la familia en la que has crecido.

 

“La literatura es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos”

El camarero acaba de servirnos las croquetas de pringá. Píldoras de puchero andaluz en cucurucho de papel. Como castañas asadas. Hay que cocer a fuego lento magro, pollo, morcilla, chorizo y tocino, desmenuzarlos y fundirlos con la bechamel que lleva caldo del propio cocido. De Despeñaperros para abajo nunca probé bocado tan sabroso.

En Lo que a nadie le importa aparece otro de los elementos que luego se repetirán en la obra de Sergio del Molino: el sentimiento de culpa. “La literatura autobiográfica es una forma de confesión. Te ayuda a expiar las culpas. Y sólo desde la perspectiva de la culpa tiene sentido el indulto que obtenemos al escribir. No hablo de culpa tal como la concibe la cultura judeocristiana, porque he sido criado en un ambiente ajeno a la religión y a la Iglesia, sino mucho más intimista y vinculada, por ejemplo, a la filosofía de Hannah  Arendt. Para mí es una guía ética muy clara. No está vinculada a los remordimientos ni la necesidad de purgar tus pecados, sino con la suciedad que vas dejando al vivir. Y te obliga constantemente a enfrentarte a ti mismo. Para mí la literatura va de eso: es el intento de reflejar la incomodidad de vivir que todos tenemos y que escapa por completo de la geografía y de la celebración de uno mismo. Por eso veo la culpa como un requerimiento ético, muy vinculado a la vida en sociedad y a la autocrítica constante de cómo nos enfrentamos los unos a los otros. 

 

La hora violeta probablemente sea el más literario de todos mis libros”

- Lo que a nadie le importa lo escribió después de La hora violeta, que marcó un antes y un después en su obra. Cuando planeaba otras historias, la leucemia que acabó con la vida de su hijo Pablo, poco antes de cumplir los dos años, le condujo a ese libro. Y dice que todavía no sabe por qué encuentra lectores.

- Para mí es un misterio, porque lo escribí en condiciones muy desesperadas. En trance y casi, casi, sin ninguna pretensión literaria. O sí. O con todas las pretensiones literarias del mundo. Ahí desarrollo una idea para mí elemental: que la literatura es una misma cosa con la vida. Y la literatura es significativa en la medida en que exprese bien todas las rarezas y las asperezas de vivir. En ese sentido, una obra escrita de forma demasiado autoconsciente, demasiado pretenciosa, me parece antiliteraria y la veo condenada al fracaso. Si La hora violeta llegó a ser significativa es porque se escribió desde la inconsciencia. Yo creo. Y, por eso mismo, probablemente sea el más literario de todos mis libros. Aunque algunos críticos digan lo contrario. Es una obra rara, lo reconozco, pero perfectamente coherente con esa idea de la literatura como reacción a la vida. Una reacción que intenta ordenar y situarte en el mundo. Por eso hay gente que se identifica, aunque no haya pasado por nada parecido, con lo que cuenta el libro. 

Nos retiran los platos. En el cucurucho queda la croqueta de la vergüenza. ¡No, hay dos! Estamos de suerte. Así evitamos el espectáculo hipócrita de cedérsela al otro, cuando a los dos nos apetece. La pringá, en el nombre lo lleva, no es tan popular como otros cocidos españoles, pero puede medirse con cualquiera de ellos. 

- Como parte de ese discurso, usted reivindica también el valor de los sentimientos en la obra literaria. Jamás del sentimentalismo. Eso hubiera hecho naufragar a La hora violeta. ¿Lo escribió más con la cabeza que con el corazón?

- Con mucha cabeza, con mucha consciencia. Porque es un esfuerzo por mantenerme en el mundo e indagar en ese dolor. Es un libro muy cerebral que intenta ser fiel al dolor que está expresando. Y, en ese sentido, tenía que ser necesariamente contenido y austero. No podía desbordarse por el melodrama, porque entonces fracasaría por completo. Esa es la paradoja del libro: que fue escrito en trance pero con una autoconsciencia muy, pero que muy, exacerbada.

Sergio del Molino ha explicado muchas veces que La hora violeta no fue una terapia, sino una necesidad. La necesidad -como escribe en el libro- de dar nombre. Pero hay silencios, elipsis, en los que cuenta más que con muchas palabras. “Sin duda, la literatura calla. Está mucho más en los silencios y en las sugerencias que en la expresión. En el fondo, es una especie de elegancia. Me parece muy burdo contarlo todo. Vila-Matas, en un artículo sobre Bolaño que he leído hace poco, dice que la literatura fracasa cuando hace eso. Y tiene razón. Yo creo que lo más difícil de conseguir es una elipsis. Me sorprendieron algunas críticas, que eran muy elogiosas con el libro pero decían que lo contaba todo pormenorizadamente, que era muy detallista. No estoy de acuerdo: soy tremendamente elusivo. Es como si te asomaras por una mirilla a ese mundo hospitalario. Observas, pero apenas ves nada. Es evidente para cualquier lector que oculto muchísimo. Por eso me sorprende también que, en algunas universidades de Latinoamérica, se da en clases de periodismo como ejemplo de crónica. De crónica intimista, pero crónica. Cuando la crónica cuenta cosas y este libro intenta contar las menos posibles”. 

- En él explica, también, cómo fue su relectura de Mortal y rosa, de Francisco Umbral.

- Decepcionante. Bastante, además. Porque me encuentro una obra elusiva hasta el punto que me incomoda. Pero no hablo de elusión literaria, con la que estaría de acuerdo, sino  elusión cobarde. Umbral, en vez de indagar en su dolor, creo que está intentando huir de él. Y hace terapia cuando usa la literatura como tapadera en lugar de como penetración. La convierte en un trampantojo constante: el hecho de que no llame al hijo por su nombre, que apenas se perciba el momento en que muere Pincho, o que sea a veces casi una trama secundaria dentro del libro. Percibí que utilizaba la escritura como escapismo, justo lo contrario de lo que yo concebía que debe ser la literatura y lo que había entendido en un primer momento de Mortal y Rosa. Esa relectura a mí me deja devastado y me hace pensar mucho en lo que quiero hacer y cómo lo quiero contar. Por eso lo incluí en La hora violeta.

La mirada de los peces (Random House, 20017) parte de otra pérdida, aunque muy diferente, para Sergio del Molino. Su profesor Antonio Aramayona, coherente con la Ética y Filosofía que impartió en las aulas, optó por quitarse la vida. En este libro, que no es propiamente una reflexión sobre el suicidio, último tabú de nuestra sociedad, el autor parece acentuar ese sentimiento de culpa que rige gran parte de su obra.  “Puede ser. La verdad es que no lo he pensado. Pero uno de los hilos es el arrepentimiento que siento porque creo que no he estado a la altura del personaje de Antonio. Realmente no lo he entendido en algunos momentos de la vida y no he sabido estar donde debía. Es posible que haya una reflexión sobre la culpa entendida como crecimiento de la vida. Porque es algo consustancial a crecer y desmontar los mitos de nuestra adolescencia. A gente que creíamos que eran santos y puros, pero luego descubrimos que no lo son. Y no sabemos estar a la altura de su humanidad. Una cosa que me gusta mucho de la literatura de Cercas, y esto lo he hablado mucho con él, es que sus libros persiguen la construcción de un héroe pero se acaban encontrando al ser humano. Se ve en Soldados de Salamina pero, sobre todo, en El monarca de las sombras. Cercas intenta estar a la altura del hombre y en La mirada de los peces yo sigo un proceso inverso: tenía un héroe, casi un santo, que era mi profesor Antonio Aramayona, y, conforme voy creciendo, me voy encontrando a una persona. Una persona con sus contradicciones, debilidades, miserias y pequeñeces. A mí me va decepcionando y no estoy a la altura de esa decepción. Porque en lugar de ver al ser humano, que es mucho más interesante y grande, me refugio en el mito. Y ése es un poco el juego que hila toda la relación entre los dos personajes”.

 

“La sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar”

Cuando empezó a escribir, Sergio del Molino quería ser un autor humorístico, de los que cuentan historias con sarcasmo e ironía. Tipo inglés. Pero la muerte de Pablo dio un giro de 180 grados a ese propósito inicial. Sin embargo, hay críticos que ven destellos de humor en obras posteriores a La hora violeta y, por extraño que parezca, también en ese libro. Manuel Hidalgo habla de “humor torcido” a propósito de En el País del Bidasoa (IPSO Ediciones, 2018), donde Sergio del Molino recuerda cómo marcaron su juventud las novelas de Baroja. “En mis comienzos quería hacer parodia de todo y no tomarme nada en serio. La verdad es que, a día de hoy, la sátira me sigue pareciendo la mejor forma de narrar y, especialmente, de hacer crónica política. Pero, claro, me siento incapaz porque me he vuelto solemne. Aunque la solemnidad no tiene por qué estar reñida con la ironía. La ironía es necesaria y basal para la literatura y para la vida. Permea y ayuda a evacuar.”

El camarero ha escuchado las últimas palabras. Sí, fuera de contexto, se explica su mueca. Pero sirve campechano el bacalao en tempura. En rigor, es rebozado. Un bienmesabe sin vinagre, crujiente y dorado al punto. Nada que objetar, salvo el nombre. La tempura es otra cosa. Sergio del Molino retoma el hilo de la ironía: “En mis libros está muy presente. Incluso en La hora violeta hay momentos con trasfondo irónico, donde dejo de tomarme en serio ciertas cosas. Si es una herramienta esencial para cualquier escritor, en el caso de los autobiográficos con mayor motivo. Porque, si no, caes en el autobombo, en la autocomplacencia, y acabas haciendo una cosa absolutamente hueca. La ironía es el arma que nos permite ser complejos y ser conscientes de que en las cosas nada, absolutamente nada, tiene importancia. Y luego, en mi vida diaria, yo no sabría convivir con alguien sin sentido del humor”.

 

“Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea”

- Su literatura no es estrictamente autobiográfica, porque deja espacio para la invención, pero el sustrato básico son experiencias vividas por el autor y sus familiares. ¿El uso de la primera persona, predominante en sus libros, le ha obligado a vencer el pudor?

- Lo vencí en La hora violeta, de forma inconsciente, y no es un debate que me haga. Si tuviera un sentido muy acusado del pudor no escribiría una sola línea. Y tengo la suerte, además, de que esa impudicia la comparte mi entorno, mi familia, a la que tengo de cómplice. El uso de la primera persona para mí es algo muy natural. Y, además, instrumental porque la uso para ocultarme. Una de las maneras más útiles de esconderse es hacer creer al lector que estás hablando de ti mismo cuando en realidad no lo haces. Estoy fijando la atención, pero mis libros son muy poco intimistas. Hay intimidades, hay confesiones, aunque, en el fondo, uso el personaje que me construyo sobre mí mismo para llevar la narración a ramas y a cerros de Úbeda que son los que a mí me interesan. No deja de ser una estrategia narrativa.

-¿Y descarta volver algún día a la ficción pura y dura?

-En buena medida ya lo hago en mi próximo libro, que se titula La piel. Tiene parte de narración autobiográfica, parte de ensayo y otra de ficción. En él incluyo una serie de relatos canónicamente ficticios, basados en personajes históricos, y en los que no aparezco yo. Aquí, el narrador me pedía aparecer en tercera persona. O sea que no descarto en absoluto volver a la ficción total.

 

“Me preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España”

La España vacía (Turner, 2016) inauguró una serie de libros y reportajes sobre el éxodo rural en nuestro país y el desequilibrio de la balanza demográfica. Sergio del Molino, que dio el pistoletazo de salida a otros autores, considera espantosa e innecesaria la corrección vaciada que han impuesto, después de publicado su libro, los movimientos sociales y medios de comunicación. Antonio Muñoz Molina, en una entusiasta crítica, escribe que la mirada del narrador está más próxima a la de Machado que a la de un Azorín o un Unamuno. “Estoy de acuerdo y, además, lo digo en el libro. Machado es mucho más nuestro contemporáneo. A Azorín hoy no lo lee nadie. Es ilegible para la sensibilidad del lector actual, porque tiene un sentido de la poesía en el paisaje que nos es completamente ajeno. Cuesta entrar en sus obras. Hay una barrera estética. Y Unamuno parece excesivamente contemporáneo. Interpela constantemente a su tiempo y muchos de los presupuestos desde los que escribe, no todos, resultan extraños o antiguos en este momento. Su nacionalismo cae antipático. Cuando habla de la raza, las esencias y cierto ecumenismo hispánico, nos suena a chirigota. Luego hay otras cosas, mucho más intimistas, que sí que nos llegan. Sin embargo, Machado es un paseante que está plenamente inserto dentro la sensibilidad de hoy. Y no me pasa solo a mí. De los tres, es el único que sobrevive y podemos leer su obra como si estuviera recién escrita.”

En el fondo, todos los libros de Sergio del Molino, ya sea a través de pueblos abandonados, islas dentro de un continente o la literaturización de su propia familia, acaban hablando de España. “Creo que hay dos perfiles que están contaminados dentro de mí como ensayista. Pero a la vez se diferencian mucho. Hay uno más intelectual, del escritor que interviene públicamente en su tiempo, a través de ensayos, artículos, tertulias o conferencias. Y a ése le preocupa que esté en peligro la construcción de la convivencia en España. Pero como escritor más solipsista, que quiere crear una obra literaria al margen de la utilidad que pueda tener en el momento y de cómo interpele a sus contemporáneos, me intereso por lo invisible, lo oculto, los espacios innominados y los yermos. Algo que tiene que ver también con los silencios de las familias. Por lo tanto, en ensayos como La España vacía y Lugares fuera de sitio intento llamar la atención sobre realidades que son banales y que no se perciben como conflictivas, pero que para mí lo son mucho en lo que afecta a la articulación de la convivencia y la cultura de un país. Y en la obra más estrictamente narrativa, aquí está la contaminación de los dos perfiles, hago lo mismo: fijarme en lo banal, en lo que a nadie le importa, de ahí el título de mi novela, para desentrañar las historias que guardan”.

 

“Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas” 

José Tomás y Juan José Padilla, retratados por Anya Bartels-Suermondt, observan, desde el muro de ladrillo visto, el paseíllo de los Huevos camperos con jamón de bellota 5J desde cocinas a nuestra mesa. Romper bien la yema, para que impregne más las patatas que el pernil, también es un lance. Le reservo ese quiebro a Sergio del Molino.  

Lugares fuera de sitio fue galardonado con el premio Espasa de ensayo en 2018 y se leyó como la secuela de La España vacía. Porque enclaves como el Condado de Treviño, el Rincón de Ademuz, Llívia o Gibraltar no dejan de ser pequeños laboratorios donde se ensaya la convivencia. En La España vacía, mientras tanto, hay una pasión por la estela que dejan las cosas al marcharse. Me recuerda a los cuadros de Amalia Avia, a esos comercios cerrados o puertas desvencijadas de lugares por los que -como escribió sobre ellos Cela- “alguna vez pasó la vida.”  “Me gusta la comparación. Sí, busco ese eco, la fantasmagoría. Yo vengo de una familia muy esotérica. Mi madre no creía en Dios, pero sí en los fantasmas. Y en las brujas. Yo, aunque solo literariamente, también persigo fantasmas. Esa reverberación de los espacios siempre me ha sugerido mucho, porque hay ecos del pasado que se pueden trastear. Es una obsesión estética que luego he convertido en un discurso ético”.

 

“Ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España”

- Usted se curtió en el mundo de las letras como periodista de Heraldo de Aragón y, entre la docena de libros publicados, tiene uno, El restaurante favorito de Nina Hagen (Anorak Ediciones, 2011), que recopila, aunque me consta que hay mucha reescritura, artículos y entradas de su página personal. En el prólogo dice que el periodismo ha renunciado a su sustancia narrativa.  ¿Necesitamos en España un periodismo más entroncado con la literatura como el que practica la Nueva Crónica Latinoamericana?

- Está dándose. Por pura necesidad. El periodismo, al entrar en esa hecatombe que fue la crisis, tuvo que buscar nuevos espacios y formas. Así ha reverdecido un periodismo narrativo, del que hay mucha tradición en España. Está Chaves Nogales, pero tenemos ejemplos más próximos en el tiempo  como Manu Leguineche y los grandes cronistas de la Transición, que están muy olvidados. Aquí el gran escaparate periodístico estuvo dominado casi siempre por la opinión. Por una opinión, además, banal, efectista y centrada en el estilo. Muy umbraliana, para entendernos. Y la crónica, que conlleva ir, ver y contar cosas desde una particular mirada, siempre ha ocupado un segundo plano. Sigue ocupándolo. Lo que sí es verdad es que, a consecuencia de la crisis, han ido apareciendo buenos documentalistas. Ahora hay cierto auge de libros de periodistas y de periodismo que durante tiempo estuvieron opacados en muchos sentidos. Las editoriales tenían colecciones de crónica, pero se vendían en el fondo de la librería. Y ahora, por poner dos ejemplos, Anagrama publica, como libros narrativos, los de Leila Guerriero o El colgajo, donde Philippe Lançon cuenta cómo renació tras el atentado a la revista satírica Charlie Hebdo. O sea, que tienen un prestigio en la industria editorial que todavía no les concede la periodística. Ahí, en su propia casa, se sigue considerando un género segundón.

- Existió una escuela de El Norte de Castilla, a través de la cual algunos periodistas derivaron en grandes escritores. Si miramos a Heraldo de Aragón, encontramos nombres como el suyo, Manuel Vilas, Antón Castro, Irene Vallejo... Algunos ya llegaron siendo escritores y otros no han ejercido propiamente el periodismo, pero ¿se podría hablar de una escuela del Heraldo?

- No sabría responder. Heraldo de Aragón, a pesar de que le faltaba el estilismo de El Norte de Castilla, porque no tenía a Delibes como director, ha sido un periódico que tradicionalmente, ya no, tenía unas páginas culturales muy bien cuidadas. Y ha sido refugio de buenas plumas. Eso es verdad. Pero no sé si ha sido tanto escuela como vehículo de expresión. Hubiera hecho falta alguien que orientara, como Delibes, ya digo. Por tanto, creo que los que salimos fue de forma espontánea. Más que enseñarnos, nos dejaron hacer.

 

“En este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión”

Sergio del Molino ejerce también como divulgador cultural a través de la radio, donde lo mismo comenta un libro o una película como interviene en ese género tan denostado que es el de la tertulia. “No quiero hacer tertulia política, sino la relacionada con temas culturales, o sociales, porque en este país se confunde muchas veces la independencia de criterio con la animadversión. Se hace una opinión de trinchera. Sin embargo, reconozco que en el columnismo sí me decanto mucho más. Tengo una posición muy escéptica con el poder en general y con el discurso de los poderosos. Creo que tanto el escritor público, el que se expresa en los periódicos, como el periodista deben delatar las imposturas de ese discurso, encontrarle las fallas para reírse de él, y ser un poco bufones. En ese sentido, los partidos, cuanto más ideologizados están, más motivos dan para la risa. Son carne de parodia. Sin embargo, los de perfil más tecnocrático provocan menos chanzas”.

 

“Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía”

A Sergio del Molino le gusta decir que a los veinte era un anciano descreído y que, con los años, se ha vuelto más joven e ingenuo. Le pregunto, para acabar la entrevista, cómo ve desde esa ingenuidad y su escepticismo político, la llegada de Teruel Existe al parlamento nacional. ¿Cree que habrá una segunda, y más legislaturas? “Para mí, el peor escenario es que tuviera éxito. Uno de los movimientos políticos que con más entusiasmo han celebrado esa llegada al Congreso y el Senado ha sido el independentismo catalán. Porque ha visto refrendados en el discurso de Teruel Existe su idea victimista del Estado. Entonces, si lo parasitan, será el germen de algo nefasto para las reivindicaciones de la España vacía. Si terminaran expresándose de forma nacionalista y esencialista, con el reproche por arma, sería terrible. Creo que está muy lejos de suceder porque Teruel Existe es una plataforma ciudadana donde, evidentemente, cabe de todo. Lo único que les une es la indignación por el abandono de la provincia. Nada más. Es muy difícil que ese discurso cale hasta transformarla en fuerza política. Imagino que se irá desinflando, pero, curiosamente, creo que el salto a la política de Teruel Existe ha hecho daño a un movimiento que estaba en un momento muy dulce. Porque había conseguido copar todos los espacios públicos con su discurso transversal de oposición al poder y de demanda ciudadana. Creo que han jodido…”

-… ¿Pongo esa palabra en la transcripción?

- Por supuesto. Creo que han jodido parte de lo que les hacía fuertes e indispensables. Además, se perpetúa una forma de hacer política vinculada al caciquismo y el conseguidismo. Algo a lo que nos tenían acostumbrados el PNV y los nacionalistas catalanes. El movimiento de la España vacía pierde una oportunidad muy buena de intentar vertebrar el Estado de otra forma para que haya más igualdad y prevalezca la solidaridad. Si en las próximas elecciones Cuenca obtiene un diputado por esa vía y sale otro de Soria, cuando cada uno reclame en el Parlamento qué hay de lo suyo, estaremos perdidos. Esto sería un neocarlismo. Creo que Teruel Existe ha hecho un flaco favor al movimiento de la España vacía. Sé que mi opinión es dura, y que la comparte muy poca gente, pero me parece que han tomado la peor de las decisiones.

 

El entrevistado consulta el reloj. Los viernes por la tarde, Madrid se convierte en un infierno para el tráfico y tiene que coger el taxi ahora mismo si quiere llegar con tiempo a la estación de Atocha. Regresa a Zaragoza, como hace todas las semanas, tras su colaboración en la radio. “Dejamos la torrija de brioche con helado para la siguiente comida”.      

Me habían dicho que con ese pan dulce y de corteza dorada las torrijas quedan acorchadas en su punto. Ni duras ni hechas un suflé. Toda una tentación para el laminero que reprimo desde hace tiempo. Queda pendiente, por tanto. Nada hace barruntar que, días después, el Gobierno decretará el estado de alarma y Madrid se va a quedar tan vacía como esa España moribunda a la que tomó el pulso Sergio del Molino.

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

En un país como España, donde los poetas proliferan como las setas en primavera y donde hay casi tantos premios como bardos (con la consiguiente pérdida de valor), es grato encontrar antologías rigurosas y claras que ayudan a situar al lector ante el mapa abrumador de nombres. Son antologías académicas, pero vividas y escritas desde dentro de la cuestión, conocimiento de causa.  José Antonio Llera nos ha regalado una de ellas. Y además bien empaquetada en el cuidado papel de regalo de la editorial Libros del Aire, que dirige el poeta cántabro Carlos Alcorta, una de las voces de referencia de la crítica en prensa. Nos situamos pues ante una extensa antología realizada con oficio y criterio, donde algunos de los elegidos, veintitrés, son bien conocidos, pero otros no tanto. Así hay poetas casi desconocidos junto a los nombres de algún peso, como David Leo García, Ben Clark, Martha Asunción Alonso, Ángela Segovia, Carlos Catena, Ángelo Néstore, Pablo Fidalgo, Elena Medel, Berta García Faet (de lo mejorcito en “Los salmos fosforitos”), o la inexcusable voz de María Salgado, poeta visual y uno de los nombres de referencia en la investigación de la mirada analírica.  En cualquier caso, hay una apuesta rigurosa y muy personal e innovadora sobre nombres “in mente” del lector avezado o para los especialistas, pero poco habituales en este tipo de trabajos. Me refiero a Carlos Bueno Vera, Lucía Boscá, Juan Bello, Gonzalo Hermo, Xu Xiaoxiao, Ruth Llana, Enrique Morales, Xaime Martínez, Ismael Ramos, Juan Ángel Asensio, Rodrigo García Marina, Javier Fajarnés, Laura Rodríguez Díaz. Cada uno de ellos con la consiguiente poética y nota biobibliográfica, a lo que debemos añadir un breve análisis, pero suficiente, de cada uno de ellos en el estudio introductorio, y que a veces sobrepasa la página dedicada. Esta presentación de voces menos mediáticas, su incorporación y análisis, los poemas seleccionados, es otro de los méritos de la antología.

Apela José Antonio Llera a un texto del “Viaje al Parnaso” sobre el “temblor” ante “los puestos” y los “no puestos” en las antologías. No debería preocuparse, porque de los “puestos” habla bien, dando opinión y valorando con cautela sus libros. Además de que alguno de ellos no suele ser incorporado a otras recopilaciones.  Y los “no puestos”, no deben dolerse, pues sobran antologías a las que incorporarse, aunque pocas lleven un estudio inicial de ocho páginas reflexionando sobre la tarea del antólogo o la poesía actual; además de sobre las corrientes que se imponen o más en boga (me hubiera ahí gustado que no sea tan prudente y, a veces, político. No se tome como defecto, sino como actitud cauta). Y eso antes de zambullirse con tino en los estudios individuales, que suman cuarenta páginas más. En cualquier caso, el antólogo parece querer distanciarse de poéticas distintas a los monocultivos de la poesía de la experiencia de Luis Antonio de Villena o José Luis García Martín. Ciertamente una antología mía que no cita, “Las poéticas del fragmento y el malestar” (2020), con prólogo de Antonio Gamoneda y donde va antologado el mismo José Antonio Llera, avanzó en ese sentido en su extensa recopilación y prólogo. Hay un mundo diferente al de finales del siglo XX, que en un libro de 2021, “Visiones y revisiones”, y en otros artículos terminé de intentar aclarar, junto a los trabajos de Juan Carlos Abril y del recientemente fallecido José Andújar. Llera traza sobre esa cartografía la suya propia, otro de los valores del libro, tanto como la cuidada bibliografía, en la que le faltan pocos trabajos relevantes. Estamos pues, y, en definitiva, ante un libro sólido y valiente, altamente recomendable para saber qué se está cociendo, y donde incorpora nuevos poetas (y poemas) con criterio, aunque se eche en falta, en ocasiones la presencia de algún libro. Pienso en Elena Medel, cuyo estupendo y adolescente “Mi primer bikini” (2002), fue su cima antes de caer en la temida amplificación hueca o en la ironía realista (que tiene un pase, sin más), pero desprovista del inicial talento. Y es que la solidaridad con la pobreza y ser mujer no son suficientes, ni ser mediático, para ser poeta de algún interés. Que se lo cuenten al genio oscuro del aparte Fernando Pessoa. En ese sentido es muy de agradecer que no haya caído en la tentación el antólogo de caer en esa llamada de lo mediático, para apostar por su propio criterio y acercar al lector a un libro al que deseo larga vida, pues tiene todos los mimbres para que así ocurra y además lo merece.

 

“La noche es un pájaro azul. Antología de la última poesía española”. Varios autores. Edición de José Antonio Llera, Cantabria, Libros del Aire, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Ha tardado el lector español en poder acceder a la poesía pensativa de Osvaldo Picardo (Mar del Plata, 1955), a su sentido del humor y melancolía. Una obra difícil de encontrar en España, pues buena parte de ella está publicada en Argentina, y cuya ausencia queda resuelta, al menos en parte, con esta breve antología y no “antojolía”. El lector podrá establecer las correspondencias entre el realismo reflexivo español y el argentino en la voz de un poeta que, además, es un estupendo autor de reflexiones sobre su arte. Sin duda muy en consonancia con una época en que, como nunca, las autopoéticas están recibiendo gran atención, después de un pequeño paréntesis. Lo demuestra el estupendo libro de José Ángel Baños Saldaña “Más perenne que el bronce. El discurso autopoético en la lírica española contemporánea” (2023) que reactualiza el viejo y pionero estudio de Leopoldo Sánchez Torre “La poesía en el espejo del poema. La práctica metapoética en la poesía española del siglo XX” (1993). Estamos pues ante un escritor que no sortea los desafíos hermenéuticos que la poesía propone en el periodo entre siglos, el suyo, el nuestro, en ese ámbito común del realismo de ambos márgenes, entre otras propuestas. La suya parte de un «escribir a conciencia» y de cuanto podríamos llamar con Cesare Pavese, el oficio del poeta: atención, tiempo, talento y dedicación plena y lejana al escribir pensando en el mercado. Su poesía se inscribe desde ahí y en cuanto en Argentina se denomina «poesía de pensamiento» y que, como esos pescadores de sus poemas, reflexiona y busca iluminar zonas cubiertas de agua para descubrir una nueva realidad, mostrárnosla o hacernos cómplice de ella. Lo cuentan sus versos, pero también en la poética que cierra el libro y publicó la revista “Tropelías” de la Universidad de Zaragoza, desde ese silabeo en voz baja pensativo, de dicción clara, que se va empapando de la “poesía de la edad”, aunque sepa también reír e ironizar cuando la ocasión lo requiere.

La antología recoge poemas desde los primeros libros “Quis Quid Ubi. Poemas de Quintiliano” (1996) hasta “Nadar en el tiempo” (2023), y entre ellos unos cuantos más, pero no muchos, pues no se prodiga este poeta tardío. Destacaría de todos ellos “Mar del Plata. Seguido de otros lugares y viajes” (2005), Pasiones de la línea (poemas de Nicolás de Cusa) (2008) o 21 gramos (2014). Y así van surgiendo poemas en los que la circunstancia, el amor, se relata desde la confesión del saberse cómplice del otro en ese esfuerzo que “sobrevive” al egotismo o el derrotismo, sin caer en sensiblerías o en enervamientos. Un amor hecho vida, pero donde «tropiezan la culpa y el amor». Picardo sabe contar lo íntimo desde ahí, tanto como simbolizar la existencia en sus trabajos y sus días, matices, compromisos, orfandades. Y así lo hace desde la anécdota de un “Día de pesca con mi padre”, para extraer confesiones y reflexiones, mostrar amor, ironizar y denunciar al “yo”, o fijarse en unos obreros despedidos en otros momentos. Y, junto a ellos, los poemas en que una sensación se convierte en reflexión, en «un imprevisto hueco/en el increíble bolsillo del mundo». Esa extrañeza, que a veces le asalta, honda, ese «silencio de buzo» y de costas imposibles para el superficial, donde el turista «nunca ha llegado a estas playas», pues solo el «inmigrante y el desterrado /me entienden». Y mucha ternura sobre la vida, sobre el origen y la resistencia de «El albañil y el socialista/ (…) y barrio pobre». Y entre tantas circunstancias humanas, orígenes, amores, soledades y compromisos, cabe la denuncia del horror sobre los desaparecidos del estupendo poema VIII. Los desaparecidos en Argentina no es cualquier asunto, sino un hondo desgarro en la sociedad que Osvaldo Picardo refleja con firmeza, aunque esa poesía de la edad o de senectute, habite a partes iguales «la nieve que dentro ha caído», y sufre en su hiperestesia por un mar que dejará de mirar. Picardo mira hacia dentro y hacia los lados, lo hemos dicho, desde la cortesía de la claridad y desde el compromiso reflexivo, pero sobre todo emocional, con los anónimos marineros de un barco pesquero con la palabra amor.

 

“Y miramos cómo oscurece. Antología (1996-2023)”. Osvaldo Picardo, Madrid, Ediciones Endymion, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

Esteban Martínez Serra (Figueres, 1962) es profesor de Lengua y Literatura españolas, editor y poeta; siendo autor de los libros Palabras indefensas (1999), Las voces de la sobra (1999), A los frutos tardíos (2001), Penúltimos poemas últimos (2004), Paisajes de la voz (2005), Amarres (2009), Las luces nómadas (2010), Carencias (2015), El lento aprendizaje de la paciencia (2019) y El temblor (2022) y que recientemente nos ha entregado su último poemario Cuaderno Japonés y otros poemas (La Garúa, 2023). 

Las coordenadas de navegación de estos poemas dibujan una ruta de escritura esencial, mínima, marcando un trazo de avance lento, cuyos puntos componen una ruta hacia una suerte de poesía con reminiscencias orientales. Esteban Martínez Serra, en su Cuaderno Japonés, expone una caligrafía hermosa, de puño clásico —justificándose este epíteto que le otorga “tradición” en lo evidente: no nos encontramos ante una escritura disruptiva, que pretenda cartografiar una literatura inexplorada y, por tanto, por negación de la negación, la taxonomía de sus versos, nos inducen a clasificarla como perteneciente a un cierto canon—. También salta a la vista que tanto la letra como el trazo son firmes y dan muestra de destreza. Así sus versos exponen reflexión y experiencia, al tiempo que acercan al lector las vivencias que en ellos quiere transmitir y que pretende que éste alcance siguiendo la carta de navegación que aquí les deja. Es también ésta una escritura sin excesos ni estridencias, una escritura que respeta la pauta musical y el ritmo de una forma natural y amable. 

El volumen está compuesto por las secciones "Cuaderno japonés", "Cinco poemas de amor", "Dime qué es", "Manual de árboles" y "Cierres", capítulos en los que se ofrece una variedad de estilos y una intensidad desigual —única pena que nos deja el poso de su lectura, pues tal vez menos hubiera sido más—. Si me lo permiten, podríamos distinguir con la vitola de “más relevantes” al apartado que encabeza la obra y le da título además de por esta razón, porque su extensión es la más significativa y por la coherencia al aportar un aire oriental en sus composiciones, y en la que el poeta se dirige a una figura femenina, Sonome, lo que añade una pátina romántica al texto. Para ejemplificar su brisa oriental, dejo el poema XXXIV como botón de muestra: “He abierto la puerta al jilguero. / Lo he visto volar hasta la higuera / y, luego, hilvanar una nube con otra./ Al final de la tarde / dos verderones han entrado en su jaula. / ¿Qué debo hacer ahora?”. 

Entre esos capítulos destacados, además del inaugural, también incluiría los cuadernos breves "Dime qué es" y "Manual de árboles", en los que se recogen poemas valiosos, que son vehículos para la presentación y el desarrollo de ideas y cuestiones que el poeta de Figueres —con trazo limpio y natural— compone ante el lector, facilitando una lectura productiva y estimulante. Y, si por una parte, en la primera sección solicita definir un monstruo, un adiós o un poema —“un poema no es una barca / porque no se acomodan bien hombres y peces. / Tampoco es una quilla que rompa nada. / En el mejor de los casos es ese surco ilusorio / que deja en el agua, / pues el agua misma vuelve rápidamente a ocuparlo. / Un poema es la frágil memoria de ese surco / y es por eso que tienes que volver la cabeza para verlo / antes de que concluya del todo su cicatrización”—; en aquella otra (que se compone como manual botánico, más que alternativo, complementario al del ilerdense Pío Font Quer) realiza una taxonomía arbórea del silencio, del odio o de la paciencia, por ponerles un ejemplo: “Debes apoyar la espalda en él / y esperar. ¡Sólo la espera da algún fruto! / Entonces la savia remontará. / Ascenderá por tu espalda el fluido de la vida: / esa agua nutricia en la que -durante siglos- / se maceraron otros antes que tú. Contigo.” 

Tampoco conviene perder de vista una sección muy lucrosa, sus "Cierres", donde leemos: “así como no existe el crimen perfecto / no existe la idea perfecta”. Entiendo que tampoco hay lectura ni ideal ni perfecta, pero aquí les ofrezco estas razones, que espero hagan más provechosa la que, tras esta lectura, ustedes puedan emprender.                 

 

Cuaderno Japonés y otros poemas. Esteban Martínez Serra. La Garúa, 2023.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

26 de enero de 2024

Pocas obras dentro de la literatura española contemporánea poseen la singularidad de Nada de Carmen Laforet (1921-2004), ya sea por el aura de misterio que rodea a la autora o por  la excepcionalidad de una novela fulgurante, única, que descuella dentro del panorama narrativo tras la guerra civil. Desde su publicación en 1945 y con el espaldarazo que supuso el Premio Nadal, no ha dejado de publicarse (se explica convenientemente en la “Introducción”, que descarga así al texto de muchas notas a pie de página y agiliza la lectura), a la vez que ha ido aumentado la admiración hacia una novela que forma parte del canon literario moderno. Nada se convirtió muy pronto en un “fenómeno socioliterario”, que arrumbó al resto de la producción novelística de Laforet y que pareció convertir a su autora en la escritora de una sola obra, algo que, como bien se explica en la mencionada “Introducción”, no es tal. Sin embargo, para buena parte de la crítica y numerosos estudiantes de bachillerato, esta novela no es sino un epígrafe más dentro de la narrativa española de posguerra, aunque antes, cuando se leía bastante más que ahora en los cursos preuniversitarios, era una de las lecturas obligatorias, de esas que, como El árbol de la ciencia de Baroja, Las ratas de Delibes o Tiempo de silencio de Martín Santos, había que leer (y sobre todo descubrir y disfrutar). El recuerdo de las ediciones de Cátedra –colección “Letras Hispánicas”, color negro (y tipografía no muy grande)- está también asociado a parte de esas lecturas, a introducciones amplias, documentadas y rigurosas que debían acompañar al texto, convenientemente editado. Esa labor ecdótica, profunda y detallada, es la que vemos en esta nueva edición de Nada, a cargo de José Teruel, quien también ha editado con primor las obras completas de Carmen Martín Gaite en Círculo de Lectores (por cierto, en el número 124 de Turia aparece un extenso estudio en torno a la investigación que la autora de Usos amorosos de la posguerra llevó a cabo sobre los Torán) y a quien se deben unos cuantos estudios esenciales de la literatura española del siglo XX (como los de Luis Cernuda). Su “Introducción” resulta clara y amena, y sitúa a los lectores en el contexto de creación y recepción de la obra, tan importante para entender el porqué de su trascendencia.

Lo que tal vez más pueda sorprender a los lectores que se enfrentan por primera a la novela es el hecho de que la novela en sí posee una estructura lineal sencilla –un curso académico, con tres partes-, de pocas regresiones temporales, y en la que aparentemente a la protagonista no le suceden muchas cosas, sino que es más bien testigo de diversos acontecimientos relacionados con su familia y amistades. Es, por otro lado, y así se ha venido diciendo desde hace tiempo, una novela de aprendizaje, en la que a través de la voz de la narradora-protagonista, Andrea, vamos conociendo a su familia, el piso de la calle Aribau, la universidad y la ciudad de Barcelona en  ese curso de 1939-1940. También es una novela que muestra el “mito de la conciencia desorientada”, las cicatrices de la guerra y se convierte en la obra que representa a una generación, la de esos jóvenes de comienzos de los cuarenta que, en muchos casos, vivieron la guerra sin participación directa, pues eran apenas unos adolescentes. Quizás sea este último aspecto sobre el que más se incide cuando se analiza la novela, ya que se considera fundacional de un tipo de narrativa y representativa de un tiempo y una nueva forma de narrar, que tendrá su continuación en la novelística posterior.

Pero no solo hay que prestar atención al contexto histórico y social en el que transcurre la narración, que es la inmediata posguerra, con todas sus secuelas y heridas abiertas, sino a lo que se cuenta y cómo se hace. La familia de Andrea y el piso de la calle Aribau son sin duda dos de los principales elementos que van jalonando los diversos cuadros e impresiones –muchas de ellas negativas- con los que la protagonista intercala su narración, a modo de retratos que de algún modo anticipan procedimientos narrativos posteriores. Sus dos tíos, Juan y Román, su tutora Angustias, la misteriosa figura de Gloria, la presencia de la abuela y ese niño por el que sufrimos cada vez que aparece o se le menciona, son la familia de Andrea, y de ellos se ofrecen retazos de vida, secretos y miedos. De ellos, posiblemente sea la figura del tío Román la más enigmática y compleja, con muchas sombras e historias detrás de las que vamos obteniendo detalles. Su comportamiento y su aire mujeriego, algo canalla, lo convierten en heredero de la estirpe de personajes masculinos que aparecían en numerosas novelas del XIX. Y por la parte no familiar, la de las amistades y la universidad, sin duda será Ena, la amiga de Andrea, el personaje más importante, aquel que con sus idas y venidas, esté presente en la vida de nuestra protagonista durante ese curso escolar. Los amigos de la universidad, el pelma de Gerardo, el amigo Pons o el ambiente de la Barcelona de 1940 son otros de los elementos narrativos que son presentados a los lectores de un modo a veces fragmentario, con recuerdos e impresiones de ellos a través de sucesivos episodios.

Nada es la novela que, en un estilo nuevo y diferente, muestra de manera clara la deriva y el “desarraigo existencial” de una generación y de una joven que nace a la vida tras la guerra civil. Su familia, venida a menos, rota y desquiciada por momentos, será, junto a la opresiva y oscura casa familiar, una fuerza opresiva sobre Andrea. Tampoco las amistades y el mundo universitario ofrecerán, salvo algunos destellos, claridad y tranquilidad a la protagonista, que deberá ir adaptándose a las circunstancias de la mejor manera posible, aprendiendo a base de decepciones y pequeños fracasos (tal vez el episodio de la fiesta de Pons sea un ejemplo de ello). Esta novela es esencial dentro de la historia de la literatura española contemporánea, no solo por su singularidad y especiales circunstancias (¿qué jóvenes autores son capaces de escribir una obra como esta con poco más de 23 años?) o por todo lo que la ha rodeado y que todavía hoy nos seguimos preguntando. Las historias que se intuyen detrás de lo que se cuenta tienen también su influjo sobre los lectores, pues no menos importante es aquello que se omite y calla en la narración. Quizás en tiempos de zozobra como los que vivimos ahora deberíamos volver a las obras que sustentan nuestra formación literaria y personal, aunque sea para sentir la desazón y angustia de Andrea, esa “chica rara” que protagoniza Nada.- PEDRO MORENO PÉREZ.

 

Carmen Laforet, Nada, edición de José Teruel, Madrid, Cátedra, 2020.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Pedro Moreno Pérez

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