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2 de febrero de 2018

Tulia,  fiel acompañante de mis últimos años, será la encargada de entregarte este pliego. Así se lo he pedido y así lo hará. Se lo entregará tras de mi  fallecimiento a mi heredera, a la nueva dueña de esta casa y de cuanto contiene. A ti, Yolanda. Dedícale o no unos instantes de atención, como gustes, ya ahora, al comenzar a redactarlo, sé que será largo; largo y tal vez arduo, de difícil comprensión. No me refiero ya a su contenido, a aquello que en estas páginas expreso o narro, sino a una caligrafía que unas precarias condiciones de salud  y unas manos destrozadas por la artrosis han convertido en poco menos que ilegible. Puedo imaginarte torciendo el gesto al recibirlo, nunca fuiste amiga de formalidades ni demasiado aficionada a la lectura; sobre este último punto no te recatabas en manifestarlo, no dejabas lugar a  duda alguna… “A mí nunca me pillarán perdiendo el tiempo con libros”, ¿recuerdas? Nada te decía entonces, nada te dije nunca, pero me dolían tus palabras. Todos desearíamos que quienes nos rodean compartieran nuestras mismas aficiones, amaran cuanto hemos amado nosotros mismos.

            Comencemos pues, de Tulia en primer lugar quiero hablarte. Se ha portado bien conmigo, tenerla a mi lado durante este tiempo ha sido un consuelo; y los ancianos estamos tan necesitados de consuelo, agradecemos tanto una palabra de afecto… A mí me ha venido de una extraña, una inmigrante, una mujer llegada de esos países andinos que, hoy por hoy, se ven obligados a enviar a sus hijos más allá de sus fronteras, más allá del mar, en busca de una vida mejor y más digna. Tulia, una de ellos, una entre tantos. El destino la trajo aquí, a mi casa; poco a poco nos fuimos conociendo, tratábamos de infundirnos ánimos, de confortarnos la una a la otra. Ambas lo necesitábamos. Ella me hablaba de su tierra, de su ciudad, rodeada de montañas, moles imponentes que parecían celarla, guardarla. “Ustedes los europeos muchas veces no resisten allí, les es difícil aclimatarse; el soroche; mal de altura ya sabe, nosotros estamos acostumbrados”. Nostalgia, añoranza de lo suyo. Me hablaba de la familia que había dejado atrás, del marido muerto y la madre ya vieja, de los hijos. Acaso en algún momento, observando cuanto la rodeaba aquí, en casa, recorriendo mis estancias, me haya envidiado al pensar que yo de nada carecía. No sabía que a mi vez le envidiaba esos hijos, los que nunca tuve, y así se lo dije en más de una ocasión, le dije que el que así fuera, el no haber sido madre, me condenaba ahora a la soledad. Se reía entonces. “Tiene a su sobrina señora, tiene a Yolanda y a los suyos, aunque… Bien, yo no me meto, eso no es asunto mío. De todas maneras no se preocupe, me tiene también a mí, y yo no he de dejarla; me recuerda usted demasiado a mi mamá”.

            Tulia, sí. Jamás imaginé, allá en los lejanos tiempos de mi juventud, que alguien como ella sería mi último apoyo. Y que llegaría a tomarle afecto, verdadero cariño. Por eso he querido que conservara un recuerdo mío, ayudarla tal vez. No con dinero, no soy rica y lo sabes, pese a que alguna vez parezcas haber creído lo contrario. Tengo lo suficiente para vivir con modesta dignidad y para pagarle su sueldo a esa muchacha, nada más. Mi  testamento está en orden, tú eres la heredera; tú, la hija de mi hermana menor. La nuestra fue siempre una familia conservadora y por tanto es justo que así sea. Observarás sin embargo ciertos cambios en la casa, algunas cosas no están ya donde estaban ni como estaban.

            En primer lugar la biblioteca de mi marido, tu tío Santiago. Bien, de Santiago y mía. Vas a encontrarte con un rimero de estantes vacíos Yolanda, no te extrañe. Esos libros eran para mí un tesoro. Nuestra relación, la que mantuvimos Santiago y yo, era la de dos buenos camaradas, dos amigos que comparten un montón de cosas que a ambos causan placer, no sólo la cama. Una de ellas, quizá la más importante, el amor a la lectura; no era raro que cualquiera de los dos, de regreso a casa una vez cumplidas las obligaciones del día, llegara con un bolsón de libros, ya fueran las últimas novedades ya los hallazgos  en un comercio de viejo. Los leíamos juntos, los comentábamos, cotejábamos nuestros puntos de vista. Los disfrutábamos, en suma. No, no tuerzas el gesto ni me compadezcas, imagino lo que piensas; fui feliz con Santiago, una felicidad mesurada, adulta. Apacible. Lejos de los ardores y arrebatos de la juventud, pero felicidad al fin. Aunque también yo fui joven, todos lo hemos sido, no lo olvides.

            Los libros  los legué a una biblioteca y allí están ahora, donde alguien sepa apreciarlos y pueda disfrutarlos. Duele, no creas, apena ver cómo se los llevan, separarse de esos compañeros, contemplar el vacío que han dejado, pero tú nada hubieras hecho con ellos, bien lo sabes. O tal vez sí, tal vez te hubieras apresurado a venderlos, ¿me equivoco? No lamentes demasiado no haber podido hacerlo, permíteme informarte, para tu conocimiento, que las más de las veces los libros usados se pagan poquísimo, precios de miseria para aquello que para mí no tiene precio, ya ves. Como sea, bien están  en su nuevo destino.

            Vamos ahora a otros detalles que para ti revestirán mayor gravedad, algo que sin duda ha de contrariarte. Mis joyas. Siempre las admiraste. No son las de la corona británica ni  las de la difunta Liz Taylor, pero alcanzan un cierto valor, a qué negarlo. A tu tío le agradaba hacerme buenos regalos, aunque a mí aquello no me interesaba demasiado, siempre la sencillez fue mi norma, sobre todo en la edad adulta, pero él era feliz así y a mí no me costaba nada complacerle.

Permíteme sobrina, te conozco, conozco tu sarcasmo, estarás diciéndote ahora mismo que nada cuesta complacer a quienes, con su prodigalidad, obran en nuestro beneficio, pero yo, y hablo en serio, hubiera preferido que tu tío invirtiera ese dinero en otras cosas, no en alhajas. En viajes por ejemplo, es tan hermoso conocer el mundo,  cuanto nos rodea… pero ahí  topaba y topé siempre con una muralla, una negativa obstinada. Santiago, y ése para mí fue uno de sus defectos, era terriblemente sedentario; su casa, su sillón junto al fuego, la compañía de uno o varios perros y su pipa, eso que no se lo quitaran. Inútilmente trataba yo de arrancarle a semejante apatía, casi te diría cachaza, de ilusionarle con la posibilidad de visitar aquellos países que conocíamos a través de nuestras lecturas o de documentales televisivos. “¿Para qué? ya está bien así, a veces la realidad decepciona”, esas eran sus palabras. Sólo en un par de ocasiones conseguí salirme con la mía. Sin traspasar, desde luego, los límites de nuestra vieja Europa. Londres y Roma, hasta ahí llegó. Roma, tan llena para mí de recuerdos.

            Pero no nos anticipemos Yolanda, volvamos a mis joyas. Observarás que faltan algunas de las piezas de más valor. Valor sentimental sobre todo; aunque no la alianza, ese  aro mínimo y sencillo con el cual he dispuesto ser enterrada. Falta, sí, mi sortija de pedida, aquella esmeralda que parecía deslumbrarte, y los pendientes de perlas. Santiago me obsequió con ellos cuando se malogró nuestro hijo, el que esperábamos con  ilusión indescriptible. Por unos instantes habíamos acariciado la posibilidad de ser padres, de vivir la continuidad. En vano; demasiado tarde, así nos lo dijeron, mi edad era avanzada en exceso. Se imponía la resignación.

            Las dos piezas, sortija y pendientes, están hoy en poder de Tulia, se las he entregado. Es mi voluntad, así lo he querido y así será. No, no te indignes, te queda el resto, que no está mal en absoluto, no me lo negarás. Es tuyo y bien tuyo, pero esas joyas serán para ella. Ha sido buena conmigo, generosa, me ha dedicado tiempo y desvelos y bien merece que la compense. ¿Que es una extraña y que esas alhajas pertenecen a la familia, que acaso no tarde en venderlas para aliviar su situación? es muy dueña. Sí, probablemente antes o después se deshará de ellas. Qué  le vamos a hacer, entristece comprobar la poca o ninguna importancia que tiene para los otros cuanto ha conformado nuestra propia vida, objetos que nos han acompañado en este breve peregrinar por la tierra y a los cuales nos sentimos unidos por lazos muchas veces inexplicables. Después de nuestra muerte pierden su valor sentimental, se convierten en pura y simple mercancía cuando no en desecho. Y a veces no hace falta ni esperar a nuestra muerte.

            Dime sobrina, recuerda ahora y dime: ¿qué otra cosa hiciste tú conmigo? ¿Qué hiciste con aquel vestido verde y plata que te obsequié? Era mío, bien lo sabes, lo había lucido en mi juventud. En una única ocasión, a los veinticuatro años. Fue un instante de debilidad por mi parte, se avecinaban para ti momentos muy especiales y pensé que quizá te causaría placer ir ataviada con aquellas telas ligeras, vaporosas. Y ricas. Te lo entregué sin condiciones, entregándote con él una parte de mí misma, de mis recuerdos más queridos. Sonreíste al recibirlo pero apenas me escuchaste, otras minucias ocupaban tu mente, parecías molesta al comprobar que mi talle, con veinticuatro años, había sido tan esbelto como el tuyo a los veinte; o acaso más. “Habrá que arreglar esto, ensancharlo un poco…” eran tus palabras, tu única preocupación en aquellos momentos. Cuál pudiera haber sido la historia de aquel traje de gala, mi historia, poco o nada te importaba.

            Mi vestido, mi hermoso vestido plateado…

            Evoco hoy las horas en que lo lucí, tan lejanas. Evocarlas tal vez sea revivirlas un poco, escuchar de nuevo una melodía suave, adormecida, pero no olvidada. Veinticuatro, esa era mi edad entonces, toda una mujer. Y no fea, permíteme esa pequeña vanidad. Eran otros los tiempos, otras las expectativas para las jóvenes, vivíamos una espera ilusionada. Una falacia, tal vez un engaño, pero era así. No se había impuesto todavía la feroz competitividad, la inhumana eficacia que parece imperar actualmente. O se iniciaba tan sólo. No había rastro en mis facciones de ese rictus de dureza que bien pronto se marcó en las tuyas. Cuando naciste, alguien, siguiendo esa inveterada costumbre de escrutar  posibles parecidos familiares, dijo que eras mi vivo retrato. Me sentí complacida. Complacida, pero también incrédula, escéptica; eras la hija de mi hermana, habíamos convenido en que yo te llevaría a la pila bautismal, y me hubiera halagado que así fuera, que algo mío heredaras, máxime cuando todo parecía indicar que mis propios hijos acaso no llegarían.

            En aquel instante,  el de tu nacimiento, hacía  mucho que yo había dejado atrás mis veinticuatro años. Mucho que, cuanto ahora voy a narrarte, no era ya más que un recuerdo.

            Tiempos distintos Yolanda,  te lo he dicho. Trabajaba yo entonces como enfermera; y me gustaba mi trabajo, aunque te confieso ahora que mi deseo hubiera sido cursar estudios de medicina. Todavía recuerdo la pugna sostenida en casa hablando de mi futuro. “Médico, eso es lo que voy a ser, médico”, “Enfermera pequeña, para una mujer es más adecuado y más que suficiente”. Así lo decidieron por mí y así se hizo, no hubo opción. La voluntad de los hijos no contaba como cuenta ahora, sus decisiones o proyectos a menudo no eran respetados; o no demasiado. Aquellos eran días en que una mujer médico podía ser considerada aun una rareza. O una extravagancia. Me resigné.

            Mi vida pues era ésta. Mi trabajo en el hospital, el hogar, con mis padres, las salidas con amigos y compañeros… Debo decir que nunca nos aburríamos, la ciudad, mi ciudad, nos ofrecía innúmeras posibilidades. El hecho de ganar un sueldo me permitía una cierta independencia en el aspecto económico; o como mínimo el poder satisfacer mis pequeños caprichos. No deber nada a nadie, en suma.

            Aquel año Emma y yo habíamos decidido tomar juntas nuestras vacaciones. Emma, una antigua compañera de colegio, casi una hermana para mí. Por aquel entonces éramos inseparables, luego la vida nos alejó, después de su matrimonio ella y su marido marcharon a Santander. Durante algún tiempo menudearon cartas y llamadas que poco a poco, de forma casi insensible, se fueron espaciando hasta cesar por completo. Hoy no sé tan siquiera si vive todavía. Muchas veces me propuse averiguarlo, incluso en una ocasión la llamé, marqué un número anotado de antiguo en mi agenda, casi olvidado… “Se equivoca, aquí no vive nadie con ese nombre”. Desistí de intentos ulteriores y opté por dejar las cosas como estaban. Hubiera sido doloroso saber que mi amiga había fallecido, pero quizá más todavía constatar que ya nada teníamos que decirnos.

            Muchos años han transcurrido, muchos. En aquella ocasión Emma y yo estudiábamos, felices, los folletos recogidos al azar en varias agencias de viajes. Aquellas iban a ser unas vacaciones distintas, se imponía algo grande. Sonaban diferentes nombres, barajábamos posibilidades. Yo me inclinaba por Egipto, lo recuerdo muy bien, unas lecturas a las que ya entonces dedicaba buena parte de mi tiempo habían despertado mi curiosidad, una fuerte atracción hacia la tierra de los faraones, pero la perspectiva no parecía entusiasmar a Emma. “Qué quieres, no voy a engañarte, no me interesa, quiero sentirme rodeada por seres de carne y hueso, quiero conocer países vivos, no muertos”. Opinión de todo punto rebatible, pero se trataba también de sus vacaciones. Cedí. Y finalmente llegamos a un acuerdo, un breve crucero por el Mediterráneo.

            Un crucero. Aquello, no me lo negarás, sonaba magnífico. Hoy los viajes de ese tipo se han masificado. No así entonces, entonces los rodeaba todavía un aura de sofisticación, casi de misterio. Las dos, un poco petulantes, disfrutábamos observando la mal encubierta envidia de nuestras amigas; o tal vez lo que creíamos tal. Y ambas preparábamos con todo esmero nuestro equipaje. Ropas ligeras, frescas, bañadores. La última noche se celebraría un baile de despedida, una fiesta de gala, la cena del capitán. Algo para mí inimaginable. Pensando en esos momentos tan especiales adquirí un hermoso vestido verde y plata. Mi primer traje de noche.

            Te aburro, ¿no es cierto, Yolanda? Consuélate, piensa que es por última vez. Y que no voy a ser muy prolija, no voy a detallarte los puertos en que hicimos escala ni a hablarte tampoco de las diversiones a bordo. En realidad no fue mucho lo que vimos, un crucero no permite profundizar en el conocimiento de los lugares visitados. Nunca volví a viajar de semejante manera, aunque reconozco que aquellos días fueron magníficos. Para dos muchachas una experiencia casi irreal, un sueño. Italia especialmente me fascinó. Encierra tanta belleza Florencia, es tan majestuosa Roma… No obstante, las impresiones más imborrables las viví en la nave. Imágenes muy queridas que me han acompañado hasta el fin, la añoranza de lo que un día fue; y de lo que pudo ser.

            Recuerdo el embarque, recuerdo nuestra instalación en el camarote. Y la salida del puerto. El buque no había alcanzado todavía la bocana cuando ya nosotras estábamos en cubierta. Viajar por mar, qué maravilla. El sol lucía espléndido, los pasajeros parecíamos andar explorando nuestros nuevos dominios, la que, por unos pocos días, iba a ser nuestra casa flotante. Cerca de nosotras, apoyados en la borda, dos jóvenes oficiales. De blanco, estábamos en verano. Recuerdo nuestras sonrisas, nuestra excitación y cuchicheos. “No están mal, no están nada mal”, “Te cedo al más alto, yo me quedo con el rubio”.

            Palabras, palabras lanzadas sin pensar. Poco podía imaginar que, aquella misma noche, tras la cena de bienvenida, en el salón, durante el baile, aquel rubio y atractivo desconocido se convertiría en mi pareja. Correctísimamente ataviado, en los galones de la bocamanga, en los hombros, lucía la cruz de Malta. Yo era enfermera no lo olvides, sabía lo que aquello significaba. Se trataba del médico de a bordo.

            ¿Para qué entrar ahora en detalles que poco o nada te interesan? La condición de médico de Vicente (ese era su nombre) le otorgaba una mayor libertad de acción que a sus compañeros, los oficiales. Siempre y cuando, claro está, no hubiera enfermos entre el pasaje o la tripulación. Así pues, no era infrecuente que nos acompañara en visitas y excursiones. Incluso creo recordar que el capitán, o tal vez el sobrecargo, insistía en la conveniencia de que desembarcara con nosotros. En cualquier momento y de la forma más impensada podía producirse un accidente y ser entonces deseable la presencia del médico.

            Baleares, Túnez, Malta, Sicília, pocas son las impresiones que todavía retengo de aquellos lugares. Acaso lo que puedo contemplar en las viejas fotografías de mi álbum. Tal vez la más vívida sea la de la catedral de Monreale, sé que me deslumbraron su belleza y grandiosidad, el brillo de oro de unos mosaicos increíbles. Finalmente, la Italia continental, Florencia, Roma. Ahí Vicente y yo logramos escabullirnos, dejar atrás al resto del pasaje. No ya entonces monumentos y museos, no ya el continuo trasiego, el apearse una y otra vez del autocar en los lugares más frecuentados por la marea turística, sino el paseo sin prisas y a nuestro aire por antiguas callejuelas, el almuerzo  en una  trattoria diminuta… Muy tópico si quieres, pero nos sentíamos felices, en aquellos momentos nos habíamos convertido ya en dos buenos amigos, en camaradas, aunque, no voy a negártelo ahora, por mi parte  sentía despertar en mí sentimientos  más profundos hacia Vicente. Y creía adivinar que lo mismo le sucedía a él.

            El tiempo pasa aprisa, muy aprisa, llegó la última noche, la despedida, y con ella la fiesta del capitán. Puedes imaginarlo, el comedor como un ascua, una cena exquisita, trajes de etiqueta, uniformes de gala. Esas formalidades se observaban entonces en forma muy estricta, y resultaba sugerente, agradable que así fuera. Vicente, como de costumbre, vino a buscarme en cuanto se inició el baile. “Menuda suerte has tenido, es todo un ejemplar, está fenomenal, tú si que has aprovechado el crucero…” Aun me parece oír a Emma. Yo lucía mi vestido de plata; verde y plata; reservado para aquella ocasión, para aquella mágica noche.

            Porque fue mágica, no encuentro otra palabra más adecuada para definirla. Al sonar las doce, como en un cuento,  Vicente me sonrió. “Tengo una sorpresa para ti, quiero que conozcas un lugar muy especial. Ven”. Escaleras, pasadizos que me parecían interminables, no sabía adónde me conducía mi compañero. Por fin, me aclaró el enigma. “Pedro entra de guardia a medianoche. Le he hablado y no pone ninguna objeción. Conocerás el puente de mando”.

            El puente de mando, una zona vetada entonces al pasaje. Pedro, el mejor amigo de Vicente entre los oficiales, nos aguardaba allí, en la oscuridad, una oscuridad punteada tan sólo por las luces de los paneles. Ya no de blanco, ya no con su uniforme de gala, sino con ropas oscuras, de abrigo, protegido contra el relente de la noche, siempre fría en alta mar. Un marinero le acompañaba, ambos permanecían atentos a su labor, velar en todo instante por la seguridad de la nave. Apenas sí cruzamos unas palabras,  parecía un sacrilegio romper el silencio en torno. Vicente y yo salimos a cubierta; allí, ante nosotros, la proa; altiva, audaz, hendiendo incansable las aguas, levantando una y otra vez blancas espumas marinas bajo un firmamento tachonado de estrellas. Unas estrellas como jamás las viera antes, como jamás volví a verlas.

            Ignoro el tiempo que permanecimos allí, no lo sabré nunca; ni me importa. Acaso fueran tan sólo unos instantes; unos instantes con un mucho de eternidad. Vicente me había hecho un regalo increíble. Vicente, quien, en un momento dado, rodeó mis hombros con su brazo. “Estás helada, no puedes estar aquí de esta manera, será mejor que volvamos dentro”. Nos despedimos de Pedro, le di las gracias por habernos recibido. Mi compañero me propuso entonces volver a la fiesta, pero me negué. Después de lo que acababa de vivir el bullicio no me apetecía ya.

            Al día siguiente, de mañana, llegábamos a nuestro destino, desembarcábamos. De manera impensada, sin que yo supiera a qué atribuirlo, Emma se mostraba ahora extrañamente impaciente por encontrarse en su casa; impaciente y malhumorada, apenas sí me dirigió la palabra. ¿Celos tal vez? yo había desaparecido del salón la noche anterior  y no había regresado; como había desaparecido con Vicente durante nuestra breve visita a Roma. ¿Reprobaba quizá mi conducta? Nunca se aclaró aquello entre nosotras,  ninguna de las dos volvió a hacer alusión a aquel viaje. Sí recuerdo que fuimos las primeras en abandonar la nave, que quedaba ahora allí, atracada al muelle. Ni siquiera  me despedí de Vicente. Un error, lo sé.

            Me dolía y mucho Yolanda, no creas, no era insensible. Pero tampoco supe en aquellos momentos imponerle mi voluntad a Emma. Forjaba ya mis propios proyectos de futuro; aquel barco realizaba cruceros durante el verano, sí, pero en los meses invernales cubría las líneas regulares con Sudamérica. Eran los tiempos en que los reactores no habían impuesto aun su primacía. En la consignataria me haría con la información deseada; y la primera vez que el buque hiciera escala en mi ciudad yo estaría aguardándolo; aguardándole. No lo sabía entonces, no sabía que la vida raramente nos ofrece una segunda oportunidad.

            Cuando, unos meses más tarde, aquel día llegó, me dirigí al puerto. No se me permitió subir a bordo, pero solicité ver al médico, el doctor… Me di cuenta de súbito de que ni tan sólo conocía su apellido, para mí aquel hombre era Vicente, nada más. “Bien, no importa, si pudieran avisarle…”

            Me miraron, dudando, pero finalmente accedieron. Yo me debatía entre la ilusión y una leve sensación de ridículo que comenzaba a incomodarme. El mismo Vicente, ¿cómo me juzgaría, cómo interpretaría aquello? Pronto sin embargo, casi de inmediato, todo se vino abajo, ante mi apareció un hombre de mediana edad, moreno, con gafas de gruesos cristales, un desconocido que, a poco, me sonreía comprensivo. “No es a mí a quien usted buscaba, ya lo veo, es a mi predecesor. Apenas sí le conozco, nos presentaron el día en que le tomé el relevo. Me pareció un buen muchacho. Es todo lo que sé de él, creo que ya no trabaja en la compañía”.

            Era pues el fin de mis ilusiones, nada podía hacer ya. ¿Investigar, tratar como fuera de hallarle?  Absurdo. Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que bien poco, nada en realidad, sabía de Vicente, nada de sus aspiraciones, de su forma de ser y de pensar, de su vida toda. Durante unos días fue un amable compañero, un perfecto camarada y, ya al final, me regaló toda la magia de una noche en el mar. Suficiente, podía considerarme afortunada. Eso, el recuerdo de aquellos momentos, de aquella última noche, me acompañaría  para siempre.

            Guardé mi vestido, única prueba  de que todo había sido real. Jamás volvería a usarlo, lo sabía; lo guardé como una reliquia en una cómoda, envuelto en  papeles de seda. Allí permaneció durante largo tiempo; de vez en cuando lo recuperaba, acariciaba  aquella tela suave, me envolvía, nostálgica, en el ayer.

            Los años pasaron, la vida a mi alrededor no se detenía. Alcanzada la madurez, pasados ya los cuarenta, conocí a tu tío Santiago, el compañero perfecto. Con el llegó la serenidad. Fuimos felices Yolanda,  pero el recuerdo de Vicente me acompañará hasta el fin.

            Y llegó un día en que tú, la hija de mi hermana, me hablaste de tus proyectos, de tus expectativas e ilusiones. Se acercaban momentos muy especiales para ti, te veía radiante. Eras ya una mujer. Quise entonces, para tales momentos, hacerte un obsequio muy especial, ropa de gala, mi traje de una noche. Me creía  capaz de desprenderme del pasado.

            Fue un instante de debilidad por mi parte, pensé que tal vez tú fueras tan dichosa con aquel atavío como lo había sido yo. “Lo lucí en horas mágicas, en una ocasión inolvidable. Nunca volví a usarlo”.

            Inmediatamente comprendí que me había equivocado, recibiste el regalo sin concederle importancia, sin el menor entusiasmo, lo examinaste con ojo crítico. “Habrá que cambiarlo, reformarlo un poco, habrá que ensancharlo”. Eres brusca Yolanda, eres dura, poco atenta a los sentimientos de quienes te rodean, permíteme ahora este  reproche. Tú acaso hayas olvidado aquello, yo no. Estaba ya arrepintiéndome de haberte entregado mi vestido, pero más habría de arrepentirme luego. Un día, tiempo después, viniste a casa con un montón de fotografías. Hablabas y no acababas, la fiesta de fin de año había sido todo un éxito. José Luís  y tú, ese José Luís a quien mencionabas a cada instante y que aquel día te pidió en matrimonio, no os habíais separado en toda la noche y… sí, sí, aquí podía verle, en esa fotografía en que aparecíais los dos. Se os veía alegres, felices, bailando, tocados con absurdos gorritos de papel. Pero tú, contrariamente a lo que yo esperaba, aparecías ataviada en color fucsia.

            Te interrogué con la mirada.

            -¿Qué te pasa? Ah sí, claro, el vestido. Es bonito, ¿verdad? Mamá me lo compró, yo no hubiera podido, con la miseria que gano no tengo para nada. Me diste el tuyo, lo recuerdo. Estaba muy viejo, no resistió la lavadora, quedó hecho trizas. Lo tiré.

            A buen seguro has olvidado, aquello carecía para ti de importancia. Yo no, yo nunca pude olvidar. Me equivoqué al entregarte el vestido,  cierto; al dártelo era ya tuyo y podías hacer con él lo que mejor te pareciera. Pero no te perdonaré nunca que lo destrozaras, eso no. Sin duda te sorprenderá leerlo, si es que has tenido la paciencia de llegar a este punto. Sin duda me estarás calificando de… imagino lo que piensas: “Exageras tía, total por un  vestido viejo…” Para mí era mucho más que eso Yolanda,  era la única prueba tangible que conservaba de que un día ya muy lejano viví, en el mar, momentos inolvidables junto al hombre amado, sentí la plenitud.

Escrito en Sólo Digital Turia por Neus Pallarés

2 de febrero de 2018

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La gloria es la imagen de una vida sublime.

Esta definición de la gloria se compone de dos elementos que conviene analizar por separado: “lo sublime” y la “imagen de una vida”.

            La gloria escapa a una conceptualización rigurosa, pero, aun sin saber definirla con exactitud, todo el mundo la reconoce cuando se la encuentra delante. El pueblo aclama a caudillos, héroes o artistas y les tributa público homenaje. Y para hacerlo no necesita de una prueba oficial que acredite los méritos de estas personas. Porque la hazaña que dichas personas han protagonizado exhibe una grandeza tan indiscutible que se impone por sí misma sin mayor demostración. Ante tal evidencia de lo grandioso de nada sirven las reservas de un espíritu escrupuloso: sólo es posible el reconocimiento hacia esa superioridad arrolladora.

            La gloria se manifiesta como un esplendor que irradia quien ha realizado la gran gesta. En general, la idea de la gloria se asocia a la luminosidad. En pintura, por ejemplo, “rompimiento de gloria” designa esa apertura de los cielos que permite la visión de las divinas personas y que suele ir acompañada de un gran aparato lumínico.

Como es sabido, la “luz” es una de las dos definiciones de la belleza. Al principio, la belleza fue entendida sobre todo como “forma”, aquella symmetria que pone en consonancia las diversas partes que constituyen una cosa compuesta y la hacen placentera a la vista. Pero cuando Plotino quiso describir la belleza del Uno –es decir, de lo simple y sin partes situado más allá de las formas- hubo de recurrir a una belleza distinta de la que es peculiar a las cosas compuestas y dijo entonces que la belleza es “luz” incorpórea. Un tiempo después Pseudo-Dionisio dio la fórmula definitiva para toda la Edad Media: la belleza es forma y luz, consonantia y claritas.

            Hay una belleza del límite y de la armonía que se asocia al ideal clásico de la forma. En cambio, las metáforas de la luz describen mejor ese resplandor que emana lo grandioso, esa belleza excesiva que rebasa las proporciones naturales y las somete a tensión. Esta segunda belleza suele calificarse de “sublime”.

Desde Burke y Kant, lo sublime se contrapone a lo bello y esta contraposición ha tenido nefastas consecuencias para las dos categorías porque la modernidad ha pensado cada una con propiedades antagónicas. La belleza, opuesta a lo sublime, es para Burke una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la visión de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Belleza natural, seca, simétrica y ornamental, muy al gusto rococó de la época. En contraste, lo sublime conecta con la fuerza estética de las cosas salvajes, indómitas, de proporciones infinitas y de extrema intensidad que, aunque feas o incluso monstruosas, producen un horror delicioso (pleasing horror). Como dice Remo Bodei, “el redescubrimiento de lo sublime en la Edad Moderna marca el comienzo del esfuerzo por recuperar aquella «fealdad» que lo bello oficial –al convertirse en gracioso y ya no turbador- ha terminado por eliminar de sí. Mediante ello, obtienen pleno derecho de ciudadanía lo amorfo, lo disarmónico, lo asimétrico y lo indefinido”.

Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de cierta belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra.

En la Antigüedad no ocurría eso. Lo bello y lo sublime conviven en una tensión mutuamente fecunda. Por decirlo con mayor propiedad, lo sublime es una variedad de la belleza porque ésta se entiende en un sentido amplio que comprende el éxtasis, el hechizo y el entusiasmo que suscita lo sublime. “En el mundo antiguo –continúa Remo Bodei-, el elemento de respetuoso y religioso temor, lo numinosum, atribuido a lo sublime, había sido prerrogativa de lo bello”. Tanto el Ión de Platón como Sobre lo sublime de Longino corroboran esta visión griega de una “belleza sublime”. Sublime es aquella belleza que destaca por una elevación tan extraordinaria que se ofrece como paradigma digno de imitación y de perduración en la posteridad. Y como tal belleza sublime, participa tanto de la consonantia de la forma como sobre todo de la claritas de la luz.

De las consideraciones anteriores se deduce una primera aproximación a la idea de la gloria. La gloria es la luz que proyecta lo sublime.

Sucede que la categoría de lo sublime se ha aplicado mayoritariamente a los hechos de la naturaleza o al arte pero muy rara vez a la acción humana. Se dice, por ejemplo, que una noche estrellada, una tempestad desatada en el océano o un volcán en erupción conforman un espectáculo sublime de la naturaleza. También que las pirámides del antiguo Egipto, las Odas de Píndaro, la Capilla Sixtina, la novena sinfonía de Beethoven o una elegía de Rilke son obras artísticas sublimes.

Una manera de dotar de alguna mayor precisión técnica al concepto de gloria, por lo general muy evasivo, sería extender la categoría originalmente estética de lo sublime al ámbito de la praxis moral. Tenemos noticia de gestas, incluso de vidas enteras, que destacan sobre las demás por una superioridad tan notoria que, aun sin proponérselo, sirven de guía a su generación como expresión ejemplar de lo humano y andando el tiempo imprimen su sello original (proto-typos) en las generaciones siguientes. Al calificar dichas gestas humanas de “sublimes”, justificamos ese particular resplandor que desprenden.

Teniendo en cuenta estas reflexiones, se puede avanzar un paso más en la determinación del concepto y añadir: gloria es el resplandor que emana específicamente la acción humana sublime.  

 

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La gloria se transmite a través de “aladas palabras” (en expresión de Homero) y así en la iconografía con frecuencia se representa a la Fama como una mujer que pregona las vidas ajenas sirviéndose de una trompa. Con todo, nada más efectivo para la transmisión de la gloria que la elevación de un monumento en su honor.

Un monumento es una obra pública y patente levantada en memoria de una acción sumamente ejemplar. Puede asumir la forma arquitectónica o artística de una columna que (como la de Trajano) narra las victorias militares del emperador que ordena alzarla, la de un sepulcro de colosales dimensiones que testimonia la grandeza del cadáver que ahora alberga, o la de un retrato “de aparato” en el que el ilustre modelo posa ante el pintor investido de los símbolos impresionantes de la maiestas. También puede adoptar la forma de un monumento literario, como esas epopeyas narradas por cronistas y celebradas por poetas que perpetúan por los siglos el excelso nombre de su héroe.

Acaso en el punto más alto se encuentra el monumento musical, como el que Verdi compuso a la memoria del ilustre Manzoni, gloria de las letras italianas. A los pocos días de morir éste, Verdi escribió a su amiga, la condesa Maffei, estas palabras: “Con él se va la más pura, la más sagrada, la mayor de las nuestras glorias”. Y para conmemorarla creó ese hermosísimo Réquiem, estrenado en 1874, primer aniversario del fallecimiento de su amigo. “Fue un impulso –escribirá Verdi en otra carta­­- o, para expresarlo mejor, una necesidad de mi corazón el honrar lo mejor que sé a este gran hombre al cual tengo en tan alta estima como escritor, al que tanto venero como hombre y como modelo de virtud y de patriotismo”.

Gracias a su maestría artística, el Réquiem consigue mantener vivo el recuerdo luminoso de Manzoni y proyecta hasta nuestros días el resplandor de la imagen de su vida.

 

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La definición inicial decía: “La gloria es la imagen de una vida sublime”. La gloria aureola una vida humana cuya grandeza es tan fehaciente que no puede ser negada por nadie. Por eso la gloria remite a la plasticidad de la imagen, poseedora de una verdad autoevidente no mediada por el signo lingüístico, que es siempre de naturaleza arbitraria y abstracta. Así lo debió de pensar Séneca cuando, en la última hora antes de quitarse la vida, quiso dejar a la posteridad un testimonio de su vida ejemplar.

Cuenta Tácito en los Anales que en el año 65 de nuestra era Cayo Pisón conspiró contra Nerón y tramó una conjura para asesinarlo. Descubierto el plan, el emperador, además de ejecutar al cabecilla, ordenó represalias indiscriminadas destinadas a provocar pánico en el pueblo y mediante el terror disuadirlo de futuras acciones contra él. Su cruel venganza alcanzó a quien había sido su maestro y educador, Séneca, aunque no había sido demostrada su participación en la intriga.

Llega un centurión a la casa del campo del filósofo, a cuatro millas de Roma, cuando éste se halla sentado a la mesa con su esposa y dos amigos. Le transmite la decisión del emperador, que exige su muerte inmediata, aunque le permite elegir el modo de llevarla a cabo. Sin inmutarse, escribe Tácito, pide las tablillas de su testamento. Como consumado retórico, la primera reacción de Séneca es producir un discurso escrito que compendiase con breves y hermosas palabras lo esencial de su paso por el mundo. Pero el centurión no le deja hacerlo. Entonces Séneca, añade el historiador romano, “se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida (imaginem vitae suae)”.       

¿Qué es la imagen de una vida?

La modernidad, por influencia del romanticismo, nos ha acostumbrado a pensar en la vida como una fuente incesante y casi infinita de posibilidades. La realidad es, en cambio, que el mundo nos ofrece a cada uno un surtido escaso y previsible de opciones vitales. En el camino de la vida atravesamos cuatro etapas bien definidas: infancia, adolescencia, madurez y ancianidad. Cada una de estas etapas enmarca un número tipificado de las experiencias humanas posibles en ella. Y, por otro lado, las situaciones existenciales que conoce una persona en el curso de la vida están predeterminadas y son las mismas para todos: amor, miedo, esperanza, frustración, dicha, dolor.

La imagen de nuestra vida resulta de una combinación de estos elementos pautados y tasados bajo una forma individual. Así como averiguar el número secreto de una caja fuerte permite abrir la puerta acorazada y descubrir el secreto que custodia, de igual manera conocer esa combinación de elementos existenciales nos desvela los contornos esenciales de la imagen de la vida de una persona.

 

4

Ahora bien, esa imagen no se completa hasta la muerte de dicha persona. Un viejo adagio de la sabiduría griega dice que no puede formularse un juicio sobre la vida de un hombre hasta que éste haya muerto. En Ética a Nicómaco Aristóteles cita en dos ocasiones la sentencia de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, según la cual no debemos llamar feliz a un hombre en tanto que vive, lo cual no quiere decir que sólo alcance la felicidad una vez muerto, sino que la proposición que atribuye a un hombre el predicado de feliz  puede ser formulada únicamente en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto.

Pierre Aubenque, en El problema del ser en Aristóteles, establece una conexión muy clarividente entre este adagio de la sabiduría antigua y el concepto aristotélico de esencia. Aristóteles se sirve de dos expresiones para designar la esencia de una cosa: “to ti esti” y “to ti en einai”. La primera, más general, se refiere a la esencia como género abstracto, mientras que la segunda, que usa la forma imperfecta del verbo “ser”, la prefiere cuando la esencia contiene atributos materiales-concretos y encierra accidentes individuales, lo cual conviene en particular a la esencia de las personas.

La esencia de una mesa puede residir en su género (la idea de mesa), pero la esencia de una persona no se agota en participar de la genérica y abstracta humanidad sino que se extiende a los rasgos idiosincrásicos unidos a su corporalidad material. Sócrates ‒con sus peculiaridades físicas y psicológicas-no es sólo un caso del género “hombre”, un ejemplo de humanidad, sino una entidad individual en formación mientras vive. Por eso la esencia de una mesa responde a la pregunta de qué es el ser, mientras que la esencia de Sócrates responde a la pregunta de qué era el ser. Aristóteles no pregunta qué es Sócrates sino qué era para Sócrates ser hombre, quién fue Sócrates. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates y la completa. Para los griegos sólo había atribución esencial en imperfecto, sobre el pasado concluido, una vez que la muerte ha detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva.

            Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de una persona, pues su imagen, mezclada con el ritmo del diario devenir, es percibida sólo confusamente. Entonces esa persona muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez la imagen de su vida, íntegra pero también detenida en el tiempo para siempre. El conocimiento de esta clase de esencia es póstumo. El propio término de “meta-física” sugiere que el objeto de esta ciencia  sobre el ser se sitúa en un más allá (meta) de la experiencia del mundo (física).

            Se dice de quien abandona este mundo: “Ha muerto pero nos queda su ejemplo”. ¿Qué es, pues, la vida del hombre? Esto: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Así la vida de Séneca fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y que la posteridad aún recuerda.

Con frecuencia se ha notado que la voz griega para “verdad” (aletheia­) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que desvela la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen. Al rememorar el ejemplo de alguien que ha salido de este mundo, se le concede realidad, se le confiere ser. Olvidarlo, por el contrario, equivale a negarle sustancia y permitir que sea devorado por la nada.

Estas reflexiones ofrecen un nuevo ángulo de aproximación al concepto estudiado. La gloria, conforme a lo expuesto, sería el recuerdo de un ejemplo difunto y memorable.

 

5

Se trata ahora de encontrar un ejemplo difunto y memorable que, a causa de su ejemplaridad extraordinaria, se haya hecho acreedor de una imagen de vida gloriosa.

            Para Homero el “mejor de los aqueos” ‒lo que equivale al “mejor de los griegos” y, por extensión, al “mejor de los hombres”‒ es Aquiles, hijo de la diosa Tetis, protagonista de la Ilíada. Personifica la ejemplaridad perfecta, el prototipo excelente por antonomasia. La excelencia de Aquiles consiste en reunir en su persona todas las virtudes –virtudes en sentido griego: capacidades, posesiones, fortuna- que en los demás héroes se hallan dispersas. La epopeya le atribuye en grado eminente valentía, belleza, rapidez, fuerza, juventud. Destaca en las dos esferas públicas del hombre antiguo: la batalla y la asamblea, esto es, con las armas y con la palabra.

            Como hijo de diosa, Aquiles es inmortal por nacimiento, pero el hado ha establecido que sólo alcanzará la gloria si participa en la guerra de Troya; ahora bien, si participa, los griegos ganarán la guerra a los troyanos pero Aquiles perderá su condición divina, se convertirá en mortal y además morirá todavía joven en el mismo campo de batalla. Se enfrenta, pues, a un dilema trágico: vida larga pero destinada al olvido, o bien breve pero con gran gloria, dilema a cuyo estudio he dedicado el libro titulado Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007).

La pregunta que el libro formula es la siguiente: ¿Por qué Aquiles decidió participar en la guerra de Troya si eso implicaba rebajar su rango, asumir una condición mortal y morir joven?

            El tema de la Ilíada es la cólera de Aquiles, no el dilema. Homero no ignora pero suprime todo vestigio de esa otra más antigua tradición mitológica que presenta a Aquiles inmortal como un dios, invulnerable salvo en el talón. En la epopeya, aunque no narra la muerte que le está destinada, Aquiles no sólo comparte la misma condición mortal que el resto de los héroes sino que es llamado reiteradamente “el de más temprano hado” o el “de vida corta o efímera” (minunthadios). El dilema planea por toda la obra, pero cuando se inicia la narración de los hechos la decisión ya está tomada.

A veces Aquiles amaga con volver a su patria y despierta en su pecho una duda entre regreso o gloria (nostos ó kleos). Pero estas vacilaciones interiores del héroe, a impulsos de la cólera hacia Agamenón, no deben confundirse con las alternativas del auténtico dilema, el cual es de naturaleza no psicológica sino ontológica porque se refiere al tipo de ser –ser divino o ser mortal- que Aquiles tiene la posibilidad de elegir. Si elige ser eterno como un dios, llevará una existencia oscura, indefinida como una sombra, encerrada en sí misma, sin ejemplaridad ni individualidad. Si en cambio elige ser hombre, sacrificará su vida pero lo hará en un acto de máxima virtud al servicio de los intereses superiores de los griegos y, a consecuencia de ello, será reconocido por todos como el mejor de los hombres. Otros héroes arriesgan su vida en beneficio de los demás hombres, Aquiles la entrega con plena consciencia.

Al optar por la común mortalidad en una decisión de insuperable grandeza, otorga a su vida una significatividad que de otra manera no tendría y consigue a cambio tener un destino ejemplar. Se diría que Aquiles se dijo a sí mismo los versos que Juvenal escribió en sus Sátiras: que “es suma injusticia preferir la vida al honor/ y por amor a la vida perder lo que la hace digna de ser vivida”.

Para conocer la genealogía del dilema hay, pues, que acudir a una tradición paralela a la troyana y tan antigua como ella, de gran belleza y fuerza simbólica, que cuenta su adolescencia. Es la tradición de Esciros, que no ha tenido un aedo como Homero y que nos ha llegado dispersa en testimonios indirectos y parciales.

            De niño Aquiles fue educado por el centauro Quirón, que lo instruyó en las virtudes heroicas, pero llegada cierta edad su madre, Tetis, para burlar el hado, escondió a su hijo donde pensó que nadie iría a buscarlo: el gineceo de Licomedes, rey de Esciros, donde Aquiles, vestido de mujer, convivió con las hijas del monarca y otras doncellas de la corte. Pasó los años adolescentes entre delicadas muchachas dedicado a sus juegos femeninos y a pasatiempos como trabajar la lana o recoger flores. Para su madre, lo primero es que su hijo viva para siempre, inmortal como un dios, aunque sea convertido en un travestido andrógino, y prefiero eso a verlo morir en la flor de la edad, por mucho que así gane gloria eterna.

La estancia de Aquiles en el gineceo simboliza la adolescencia humana, caracterizada por la ambigüedad y la indeterminación, una estancia que, cuando se prolonga más allá de los límites naturales, supone una alteración anómala en el desarrollo del héroe, una detención en la formación de su personalidad. Inmortal sí, pero privado de nombre y de identidad propia, semejante a la sombra de un sueño. 

           

6

El gineceo contenía la semilla de su propia superación. En esa situación de inacción ociosa va madurando en el joven Aquiles su decisión heroica. Por una doble vía: el amor a una mujer y la llamada de la comunidad que lo necesita para la victoria.

Por un lado, la inicial ambigüedad sexual del Aquiles adolescente entre las muchachas del gineceo evoluciona en una pasión violenta hacia una de ellas, Deidamía, hija del rey y madre de su único hijo, Neoptólemo, de quien se acordaría con ternura después en Troya en los momentos previos a la pelea definitiva contra Héctor. Si Aquiles, en lugar de entretenerse con todas las mujeres de la corte, es capaz de amar a una única mujer, vulnerable y mortal, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo. Al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros para recordarle sus deberes públicos, Aquiles ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.

            Porque, por otro lado, los griegos necesitan a Aquiles para tomar Troya, según el segundo de los oráculos. Seguir en el gineceo no sólo le condena a una vida sin publicidad y sin virtud, a una existencia anónima, estéril y alejada de la experiencia humana fundamental al amparo de una madre que lo protege tanto como lo castra. Seguir en el gineceo también condena a los suyos, los griegos, a un total fracaso político-militar. Por eso éstos mandan a Esciros al astuto Odiseo para tratar de persuadirlo.

Cuenta el mito que Odiseo, siempre fértil en recursos, logró que se le autorizara el paso al gineceo disfrazado de comerciante y que, una vez dentro, extendió sobre una manta sus relucientes mercancías delante de las muchachas, y confundido entre ellas acudió también Aquiles. Aprovechando su presencia, Odiseo sopló la flauta guerrera y el hijo de Tetis sintió cómo en su pecho renacía el ardor guerrero. En ese instante, quitándose sus ropas femeninas, en un gesto sublime pidió la espada.

La decisión está tomada: participaría en la guerra de Troya para asegurar la victoria griega. Mejor vida corta pero con gloria. Emprenderá un viaje sin regreso y dejará atrás su patria, su casa, su madre, su infancia, su ambigüedad, su inmortalidad.        

 

7

Ahora es el momento de recuperar la pregunta esencial antes mencionada: ¿Por qué Aquiles fue a Troya si sabía que iba a morir y prefirió la vida breve antes que permanecer divinamente ocioso en el gineceo disfrutando de sus placeres? ¿En qué consiste esa gloria que Aquiles antepuso a la inmortalidad?

El mito conmueve por su capacidad de presentar de forma narrativa, como una parábola, el camino de la vida del hombre. Este camino comprende dos estadios: el estético y el ético. El gineceo de Esciros representa el estadio estético de la vida, que se corresponde con la infancia y la adolescencia, cuando el menor de edad se beneficia de una ociosidad subvencionada -por la familia o la sociedad- y se siente inmortal como un dios. A cambio, sin responsabilidad, sin hazañas, sin destino, sin experiencia de la vida, está privado de una historia digna de ser cantada. El yo se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse.

            El paso del estadio estético al ético en el camino de la vida se produce a través de la doble especialización: la especialización del oficio y la especialización del corazón, producción (mercancías) y reproducción (hijos). En el caso de Aquiles, ya se ha visto, la unión con Deidamía y el nacimiento de Neoptólemo, por un lado, y la participación en la expedición contra Troya, por otro. Llega una hora en que ese yo adolescente, ensimismado y narcisista, se enamora de otra persona y desea fundar una casa con ella. Y para el sostenimiento de la casa necesita escoger una profesión con la que ser productivo y ganarse la vida. Por medio de esta doble elección el yo se socializa y asume una posición en el mundo. Al socializarse, experimenta una suerte de nuevo nacimiento: nace a la individualidad.

En efecto, sólo cuando abandona el gineceo y se integra en la polis, el yo adquiere un nombre, una identidad reconocible por los demás y una individualidad propia. Paradójicamente, uno encuentra la forma de su individualidad precisamente en el proceso de socializarse y abrirse a la generalidad de una polis. Contra lo que pensó la misantropía del romanticismo moderno, toda auténtica individualidad es política.

Pero es que, además, al socializarse el yo entra por primera vez en el tiempo y experimenta con toda intensidad, dramatismo y fuerza su condición mortal. Progresar del estadio estético al ético conlleva el descentramiento de un yo que antes se autopertenecía y que ahora ha de generalizarse y poner su particularidad al servicio de un interés trascendente. Quien se sentía único en el estadio estético se experimenta ahora como esencialmente sustituible, semejante a todas las otras mercancías intercambiables, finitas y reemplazables de este mundo. Pero esta condición mortal no la vive como una pérdida sino al contrario como una ganancia. Género y especie son eternos, como le ocurre a una idea abstracta; sólo lo individual es mortal. De manera que la mortalidad constituye el privilegio de las entidades verdaderamente individuales.  

Dignidad y precio a la vez: he aquí el enigma del hombre. En el estadio estético el yo descubre su dignidad infinita, como aquellas entidades que son fin en sí mismas y nunca medio de otras. Al  entrar en el estadio ético la experiencia de la vida enseña al hombre que, pese a toda su dignidad, puede ser y de hecho es siempre sustituido en la polis en condiciones semejantes a que aquellas otras cosas que sólo tienen precio y son medio de un fin superior. La experiencia de la vida, en efecto, proporciona a quien la posee un saber sobre el propio dilema existencial de tener al mismo tiempo dignidad y precio; de ser, en consecuencia, y con igual legitimidad, único y sustituible, único como individuo estéticamente absoluto y pleno, y sustituible como miembro prescindible y relativo de una comunidad. La tensión entre el momento estético y ético del dilema, sin resolverse nunca en una síntesis o una imposible concordantia oppositorum, pertenece a la forma de la vida humana y persigue a donde vaya a toda figura humana viviente.

Estudiando el mito con cuidado se observa que ir a Troya significó para Aquiles muchas cosas al mismo tiempo: salir de la oscuridad del anonimato entrando en la esfera pública, ganarse la vida con su esfuerzo, prestar un servicio a los intereses de los griegos (a los que, con su participación, garantizaba la victoria militar), hacerse acreedor al título de “el mejor de los aqueos”, que le proporcionaba una identidad social, y así ser simplemente Aquiles, un hombre, un ejemplo sublime de lo humano. Muestra el mito que Aquiles –él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis- debió renunciar a su condición divina, rebajar su rango y aprender a ser mortal, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es.

Porque, aunque suene extraño, la mortalidad debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que esté dado o puede uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Nuestra vida es una novela de educación o Bildungsroman sobre ese viaje interminable desde el gineceo al campo de batalla troyano.

La respuesta a la pregunta de por qué Aquiles decidió salir del gineceo rumbo a Troya es, al final, la siguiente: esa decisión significaba aceptar su mortalidad y esta aceptación era la única manera posible de ser individual y, como tal, tener experiencia, tener historia y un destino propio entre los hombres. Ser individual es superior a ser eterno como una divinidad griega, superior incluso a ser feliz como un adolescente en un gineceo.

            En Aquiles se confirma esa ecuación anteriormente establecida entre ejemplaridad memorable, muerte, imagen de la vida sublime, verdad póstuma, recuerdo y gloria. La gloria es el recuerdo del ejemplo virtuoso. Como Aquiles había de ser el mejor de los hombres, debía consumar una acción máximamente ejemplar: ninguna hazaña más grandiosa que la de renunciar a su condición divina y aprender a ser mortal. Poco después de su gran gesta el héroe muere y entrega la imagen de su vida a los supervivientes que recuerdan la verdad de su “ser” ahora revelada y la conmemoran.

La polis, además de teatro de la finitud, es también el lugar de la celebración edificante. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad ni a la vida mortal, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo glorioso y levanta un monumento conmemorativo destinado a animar a los ciudadanos a imitarlo: a dejar el gineceo como él lo hizo y a encontrar su peculiar camino hacia Troya.

El monumento, en el caso de Aquiles, fue la Ilíada, poema fundador de la literatura occidental.

           

8

Como se dijo antes, la Antigüedad vio en lo sublime una modalidad de lo bello y entonces pudo hablarse con propiedad de una “belleza sublime”. Fue más tarde, durante la Ilustración (Burke y Kant), cuando se estableció un antagonismo radical entre lo bello y lo sublime. Este antagonismo dio lugar a una noción antisublime de la belleza y a una paralela noción antibella de lo sublime resultando de ello una sublimidad no sólo sin forma (informe, deforme, fea) sino también sin luz, esto es, privada de claritas y, en consecuencia, tendente a lo oscuro, lo siniestro, lo mórbido y aun lo demoníaco.

La etimología latina de “sublime” (sublimis) señala lo muy alto y “sublimar” significó al principio levantar o elevar: sublime, en definitiva, remite a lo grande por su altura moral y estética. La modernidad se desentendió del concepto originario de la grandeza como altura y lo sustituyó por otro que lo asimila a la intensidad del sentimiento o al gigantismo de los grandes números (espectaculares obras de la arquitectura, número impensable de estrellas y galaxias en el universo). Ese cambio de una grandiosidad cualitativa por otra meramente cuantitativa dejó a un lado aquella ejemplaridad que, por su carácter extraordinario, se hace especialmente digna de generalización social por imitación y de perduración en el tiempo.

Ahora bien, una modernidad sin grandeza ejemplar es una modernidad sin gloria.

            ¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? Muchos responderían que no. La simple mención de lo sublime suscita un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo dominante habría desterrado del mundo contemporáneo la mera hipótesis de lo grandioso. El igualitarismo democrático habría impuesto una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra tradición cultural –en una relación arqueológica o anticuaria con ellas- pero ya no crearlas. ¿Es esto cierto?

Longino ya se preguntaba por qué en su época escaseaban los poetas sublimes. Se daba dos razones. La primera, la ausencia durante el imperio romano de libertades democráticas: “La democracia es una excelente nodriza de genios  y sólo con ella florecen los grandes hombres de letras”. La segunda, el desmedido afán de riquezas ­y de placeres de sus coetáneos, quienes, dominados por la indiferencia, ya no miraban hacia arriba ni emprendían jamás nada digno de emulación y honor.

¿Qué diríamos de nuestra época? En este comenzado siglo XXI la democracia se halla sólidamente asentada en Occidente, pero reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?

            Sin un anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal –griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico– que, como expresión suprema de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal –y lo sublime es una forma de ideal- está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder.

Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Sólo existe dicha incompatibilidad con la visión distorsionada que de ese ideal nos ha legado la modernidad. Se hallaría pendiente ahora la tarea de restauración del concepto, que empezaría por recuperar la noción de una “belleza sublime”, de esa luminosa belleza que es propia de lo grande y lo ejemplar, si bien se trataría de una grandeza y una ejemplaridad apropiadas para nuestra época democrática de la cultura.

            Mi libro Ejemplaridad pública (2009; en trad. italiana 2011) propone una teoría de la ejemplaridad igualitaria, alternativa a la ejemplaridad aristocrática que, de forma implícita, ha sido hegemónica durante milenios en la cultura. De este libro interesa ahora destacar sólo uno de sus corolarios antropológicos. El ideal de la ejemplaridad se halla desterrado en la concepción moderna de la individualidad, porque la modernidad se imagina al yo autónomo, libre de la imitación y de la guía de otros. Por otro lado, en esta concepción moderna cada yo tiene conciencia de su unicidad irrepetible y en consecuencia falta absolutamente ese elemento común entre las personas que fundamenta la imitación del modelo ejemplar.

En efecto, desde Herder nos hemos acostumbrado a hallar lo individual de la individualidad humana sólo en lo diferente, lo especial, lo peculiar de cada uno de nosotros: ser individual es ser distinto, único; tener experiencia es experimentar la propia singularidad irrepetible. La representación moderna de la subjetividad toma prestadas las propiedades que Kant atribuye en exclusiva al genio artístico: situarse por encima de las reglas comunes, ser creador y autolegislador. Esta misma repugnancia hacia lo común se observa también en Sobre la libertad  de Stuart Mill, quien cree que la originalidad del individuo es “la sal de la tierra”. Enaltece la riqueza, variedad y pluralidad de formas de ser del yo y menosprecia a quienes obran conforme a las costumbres colectivas, para lo cual sólo se requiere “la facultad de imitación de los simios”. Para él las costumbres –ese imprescindible elemento socializador y civilizador- son patrimonio de la masa, esa “esa mediocridad colectiva”. Frente a ella, recomienda al individuo que practique la “excentricidad”.

El ideal de la ejemplaridad exige buscar una  representación de la subjetividad que, en lugar de poner el acento en la excentricidad que nos separa, tenga en cuenta positivamente, por el contrario, aquello que es común y todos compartimos en cuanto hombres.

En realidad, nada nos obliga a fijarnos en los aspectos excéntricos de nuestra biografía, que no son generalizables porque sólo nos conciernen a nosotros y nos separan de los demás. Porque, bien mirado, hay algo que, siendo radicalmente individual, es al mismo tiempo universal y nos iguala a todos los hombres frente a todas las aparentes diferencias. Algo íntimamente subjetivo que, sin embargo, se relaciona con lo típico-paradigmático de la condición humana. Algo que, siendo irrenunciablemente mío, comparto con todos los hombres.

Y ese algo es que todos participamos de una experiencia humana común, general, objetiva, que se resume en el universal “vivir y envejecer” de los hombres; una experiencia fundamental que, siendo mi experiencia, es también una experiencia general. Todos somos igualmente mortales y ese ser mortal nos es esencial. Todos los que, sobre la tierra, vivimos y envejecemos, formamos parte por igual del “común de los mortales”, y frente a esta experiencia decisiva cualquier diferencia se nos antoja irrelevante o secundaria.

La condición igualitaria y universalista del “común de los mortales” crea los presupuestos antropológicos de la ejemplaridad. Sólo si existe un substrato común que une a los hombres asemejándolos entre sí, la imitación de un modelo vuelve a ser posible, y esto es así porque lo ejemplar contiene por su propia naturaleza una llamada a la repetición y sólo repite el ejemplo de otro quien tiene o puede llegar a tener algo en común con él.

Y esto acontece también con Aquiles, el héroe del mito anteriormente analizado. Su experiencia fundamental -la de aprender a ser mortal- es también la nuestra. Aquiles no sólo protagoniza un bello mito antiguo, una amena fábula de entretenimiento literario. Aquiles encierra el paradigma permanente de lo humano. Su gloria es también la nuestra.

 

9

Cada uno de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y ahora, los reunidos en esta Piazza Grande, abandonamos como Aquiles el gineceo de nuestra adolescencia y nos embarcamos en las naves griegas con los demás héroes en dirección hacia Troya, donde moriremos en la pelea a la vez que ganaremos un nombre, el de nuestra individualidad personal formada en el elemento de la mortalidad compartida. Esa travesía marítima simboliza la empresa, común a todos los hombres en todos los tiempos y lugares del mundo, empresa permanente y nunca totalmente acabada, del aprendizaje de la condición mortal del ser humano.

            La sublime grandeza de Aquiles se repite, pues, en tonos más cotidianos pero igualmente heroicos, en la vida de cada uno de nosotros. Ese yo que progresa en el camino y pasa del gineceo a Troya, es el nuevo Aquiles, la actualización contemporánea del héroe ejemplar, la reiteración del mejor de los hombres.

El estadio ético deja atrás el universo del estadio anterior pero retiene de éste un momento estético que, al conjugarse con la eticidad, alumbra la individualidad humana. Ésta, la individualidad, obra maestra del estadio ético, conforma la experiencia común, general y normal del hombre en cuanto hombre. Montaigne replica anticipadamente a Mill y a su doctrina de un yo excéntrico cuando, en la última página de sus extensos Ensayos, registra una de sus convicciones más profundas: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia”.

En efecto, cada hombre que nace, trabaja, funda una casa y muere, participa de la intensidad y el dramatismo del dilema aquileo. Contemplamos a ese yo cotidiano -cabeza de familia responsable y profesional competente- que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad, y en ese yo del montón, de una ejemplaridad sin relieve, resplandece la gloria del antiguo héroe.

Porque en ese yo se ha de admirar, en justicia, el acto heroico de asumir la propia mortalidad, aunque esa heroicidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de manierismo propios del estadio ético. Y aunque el romanticismo, que hizo del genio artístico el patrón de la individualidad moderna, nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y la serena grandeza de la normalidad ética, la más alta misión del hombre consiste en merecer dicha normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra mayor y más digna de él, y constituye una tarea tan vasta que requiere todo una vida.

 

10

¿Qué es la gloria? El final confirma lo afirmado al principio: la gloria es la imagen de una vida sublime. Pero ahora, tras el rodeo de esta conferencia, podemos añadir: vida sublime es también la nuestra, la de nuestra medianía sin relieve, que discurre discretamente en las masificadas sociedades democráticas.

Las necrológicas que hoy leemos en los periódicos –un género literario de primerísimo orden, quizá la única auténtica ontología posible- encuentra su antecedente en las laudationes funebres que los romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio.

Y pregunto a los reunidos aquí, en esta hermosa Piazza Grande: Tú que me estás escuchando, ¿qué renglones escribirías en tu elogio póstumo si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? No se trata de narcisismo. No. Es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo?

La muerte es el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre. Mientras llega, oh gentes de Módena, cuidad de vuestra imagen.   

  

                                                                                             

Escrito en Lecturas Turia por Javier Gomá Lanzón

Jacobo Siruela  es un rastreador de libros exquisitos  cuya más cualificada  labor ha sido la creación y dirección de varias editoriales. Es diseñador gráfico y además escribe. Pasa gran parte de sus trabajos y sus días en Mas Pou. Lleva una vida  casi bucólica en esta masía del Alto Ampudán que no le impide desplegar una actividad viajera y global. Fundador de la editorial Siruela hace cuarenta años, en 2005 se reinventó  a sí mismo y alumbró Atalanta. En ambas, los libros  son el reflejo de  sus inquietudes. Ha publicado relatos del ciclo artúrico, autores olvidados, textos ignorados por nuestra cultura, obras de la literatura fantástica y de pensamiento no convencional. También creó y dirigió durante 15 años la mítica revista cultural El Paseante. En el haber de sus éxitos es legendaria la edición de El mundo de Sofía, aquella novelesca aproximación a la filosofía del  noruego Jostein Gaarder.

   Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, de la Casa de Alba, Conde de Siruela, prefiere que le consideren, por encima de todo, un artesano multidisciplinar. Teniendo ante sí todas las opciones, desde siempre, ha preferido dedicarse  a  tareas intelectuales.

    Como la Princesa Turandot, de la Ópera de Puccini,  la veloz Atalanta pone precio a su conquista a riesgo de que quienes la pretendan lleguen a morir en el intento. Jacobo Siruela, siete años después de haber fundado su segunda editorial, parece haber conjurado los malos augurios  y ha puesto la suerte a su favor. Junto a Inka Martí, ha sorteado numerosos obstáculos y  ha convertido en triunfo esta editorial de pequeño tamaño pero de gran prestigio por sus obras, sus lectores y su diseño.  

    - Suponemos que nuestro interlocutor suscribirá gran parte de los textos que publica.  A lo largo de esta conversación nos sumergimos en un párrafo de una de las obras de Atalanta que nos parece representativo de su línea editorial.  Richard Tarnas en La pasión de la mente occidental escribe: “creo que el incansable desarrollo interior de occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad, ha ido llevando poco a poco en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo de  muchos niveles de lo masculino y lo femenino. Una reunión triunfal y restauradora. A mí me parece que gran parte del conflicto de la confusión en esos tiempos es reflejo del hecho de que este drama evolutivo se esta aproximando a sus fases culminantes”.  Después de leer el texto del profesor norteamericano, le señalo a Jacobo Siruela que Tarnas parece  reflejar en su libro el momento exacto que estamos viviendo.

 

“Estamos avocados a cambiar”

  - Es la línea de pensamiento de Atalanta. La modernidad ha llegado, a partir de la postmodernidad, a poner en cuestión sus fundamentos totalizadores y su tendencia al materialismo. Cada vez existen más evidencias de que la explicación científica cartesiana es claramente insuficiente. La descripción puramente material del universo y de la vida es demasiado parcial. Es solo la mitad. ¿Qué pasa con la otra mitad?

     - Jacobo Siruela continúa su cuestionamiento del paradigma de nuestra civilización  con otra pregunta que él mismo lanza, abriendo enseguida la respuesta.

   - ¿Cómo debemos  reaccionar si todo aquello que la Ilustración tachó de falso e inútil no lo fuera del todo si es contemplado desde otra perspectiva?  Nos encontramos frente a una crisis de la economía, de la política y la ecología, y como nuestro sistema no es sostenible ni política, ni económica, ni ecológicamente, hemos de cambiar. Si lo pensamos, todas estas líneas caminan al colapso. Estamos avocados a cambiar. Hemos llegado a un punto de evolución histórica en el que ya se pueden conciliar los opuestos y debemos recuperar lo que la modernidad reprimió y rechazó como fábulas: la mitología, los sueños, lo mágico, lo anímico, lo bello; en fin, los tesoros de la memoria y la imaginación. Debemos  recuperar toda la experiencia humana para ser completos. 

    - Sus inquietudes, sus libros, su pensamiento están marcados por la misma inclinación que le llevó a estudiar, hace cuatro décadas,  la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Celoso de su vida privada, hace ya muchos años que Jacobo Siruela es poco dado a las vanidades de la vida social. Sin embargo es generoso y fluido en su discurso, cuando nos adentramos en su mundo intelectual. Su porte esbelto le da una  apariencia de caballero postmoderno. En el momento del encuentro para dar cuerpo a esta conversación estamos en plena Feria del libro de Madrid. Nos acoge el salón de un hotel madrileño  cerca del parque del Retiro, donde se celebra la Feria. Atalanta tiene allí  caseta propia. Como cada año, él la visita para, desde esta atalaya, conocer con libreros y otros editores la marcha del negocio del libro. Quiero saber si a una editorial de prestigio como la que él dirige le afecta la profunda crisis que estamos viviendo.

    - El consumo ha bajado más de un veinte por ciento. Creo que esto es lo más preocupante. Aunque los editores somos los que arriesgamos, últimamente algunas librerías han cerrado y aún pueden desaparecer algunas más. Ellos dependen totalmente de la oferta y la demanda. Los editores no al cien por cien. Nosotros somos una especie de tahúres y nuestra suerte depende de nuestras apuestas. En Atalanta este año el libro de Edward Gibbon nos ha ido muy bien.

    - Se refiere a Decadencia y caída del Imperio romano. La reedición en dos volúmenes de esta obra del historiador británico. Enseguida volveremos sobre ella por su significado en el momento actual. Seguimos hablando del mercado de los libros desde el punto de vista de un editor.

    - Aunque el consumo en general haya bajado, algunos temas, como el que aborda Conciencia más allá de la vida de Pim  van Lommel, se han aceptado muy bien. El mundo en el que vivo de Helen Keller, va lento pero también se está vendiendo. No deja de ser sorprendente que vaya teniendo salida este libro. Los editores dependemos de nuestra iniciativa. En cambio los libreros están mucho más sujetos al comportamiento general del mercado.

  

La importancia de la literatura fantástica

    - En 2004 Jacobo Siruela recibió el Premio a la mejor labor editorial que concede el Ministerio de Cultura, una carrera de galardones que comenzó en 1980 con el reconocimiento al mejor libro editado tras la publicación de La muerte del Rey Arturo, un texto anónimo francés del siglo XIII. La pregunta parece obligada ¿Cómo descubre los libros que decide publicar?

    - Yo siempre digo que los libros nos los sacamos de la manga. No tenemos coach, ni vamos a agencias literarias. Generalmente hacemos investigación y, cuando viajamos, rastreamos. Por mi parte, ahora estoy muy ilusionado preparando una gran antología de literatura fantástica de mil y pico páginas, cincuenta autores, múltiples lenguas: inglesa, francesa, húngara, alemana, japonesa. Incluirá al menos diez cuentos del mundo anglosajón, creo que desconocidos para el lector español. ¡Me lo estoy pasando en grande!  Hace unos años quería publicar la antología de Roger Caillois. En Gallimard me dijeron que no me podían facilitar los derechos. Ya no disponían de la información. Entonces, frustrado por esta negativa, decidí hacer la mía. Al fin y al cabo llevo toda la vida leyendo literatura fantástica.

    - Al parecer y por la complejidad del trabajo aún tardará un tiempo en publicarse esta antología: “Es muy complicado -asegura-. Tienes que contratar cincuenta traducciones, veintitantos traductores,  negociar los derechos de dieciocho cuentos”. Como ya está preparando la antología le pedimos a Jacobo Siruela  que nos adelante algo de los relatos y de los escritores que aparecerán en el índice.

   - Son muchos los autores y los cuentos. Y todos de alto estilo. Mi tesis es la contraria a lo que se creía en los años 60 en el mundo intelectual. Se consideraba lo fantástico como una literatura de género, de segundo orden. Yo pienso todo lo contrario, y lo quiero demostrar con esta antología. Casi podríamos decir que los mejores cuentos del XIX y XX son fantásticos.

  - Y ahora la opinión de lector experto: ¿cuales considera que son los mejores relatos de los últimos dos siglos?

   - Sin duda, del diecinueve, “Otra vuelta de tuerca” de Henry James. ¿Cuál es el relato mejor del siglo XX? Pues “La metamorfosis” de Kafka, o los cuentos de Borges, o de Cortázar.

    - Confirmamos así que Jacobo Siruela no duda en situar al  cuento fantástico en el primer orden de la creación literaria y no en el ámbito de los géneros.

    - Los cuentos de fantasmas son de lo mejor que se escribe en el siglo XIX   porque dan ese juego  formidable de la ambigüedad.  El cuento fantástico nace de la duda racional. Es decir, el hombre cree en un mundo solamente material y, de pronto, hay algo que lo rompe. Entonces duda y su reacción es el terror. Anteriormente la gente aceptaba lo sobrenatural. No le daba ningún miedo, formaba parte de su  mundo. A  partir de la Ilustración, en el siglo XVIII  la racionalidad moderna acaba con ello. Todo el bagaje de lo sobrenatural se refugia en el inconsciente. En el plano consciente la razón ha acabado con todo lo extraño, pero en el inconsciente siguen palpitando los viejos miedos y los símbolos siguen vivos. La literatura nace más de ese lugar incierto. A partir de ese momento la novela o el cuento de fantasmas se acerca a la poesía. La poesía incorpora lo que está fuera del mundo real y prosaico. Acepta la metáfora.

 

“Apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual”

     A esta altura de la conversación escapamos de la fantasía para volver  a la realidad. Apunto cómo el momento actual puede ser preocupante para libreros y editores. Todos ellos se enfrentan a la competencia de otros medios, como Internet o los libros electrónicos. Atalanta no tiene nada que ver con ese mundo.

    - Nosotros apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual. Ahora bien, yo no estoy en contra de los e-books. Seguramente, acabaremos editándolos, sobre todo por Latinoamérica. Nuestros libros son muy caros en ese mercado, aunque por otra parte sean muy codiciados. Me parece que la edición de libros digitales puede ser una buena alternativa para lectores de bajo presupuesto. De todas formas creo que es una moda pasajera. Las navidades pasadas todo el mundo compró e-readers. Tal vez ya se hayan cansado. Hay gente que piensa que es como el barco de vapor que sustituyó al barco de vela. Yo no lo creo en absoluto. El libro electrónico es más perecedero a la larga  que el libro de papel, aunque soy de los pocos que  piensan de esta manera. Creo que la actualidad es plural y el futuro también lo va a ser. La radio no acabó con el periódico, ni la televisión con la radio. Es posible que los periódicos desaparezcan, y las enciclopedias y los libros escolares. Hay que reconocer que el e-reader es un utensilio muy cómodo. Si uno va de viaje se puede llevar dentro de esa herramienta un montón de libros. Si  quiero un texto que está editado en el extranjero, lo pido por Internet y lo tengo inmediatamente. Yo creo que todo esto tiene un sentido funcional, pero estoy convencido de que la alta cultura va a seguir vinculada al libro de papel. El libro es un arquetipo y los arquetipos nunca perecen.

      - En contra del uso y manejo de los libros electrónicos, le planteo la dificultad de volver sobre una página anterior para echar un vistazo de nuevo a un párrafo. No es cómodo  ir hacia atrás o hacia delante, revisar algo que se ha quedado atrás y que cobra otro sentido veinte páginas adelante. Jacobo corrobora.

   - Me lo dijo un joven: con el e-book no se tiene la sensación de poseer un libro, de que el libro es mío. Al verdadero amante de los libros, al lector, le gusta  poseer el libro y tener una biblioteca, que en el fondo es la biografía de su alma.

 

La historia de Genji  y Gibbon, nuestros best sellers

   - La biografía del alma de Atalanta trazó su primera huella con La historia de Genji, aquella monumental obra de Murasaki Shikibu que  inauguró la colección Memoria mundi.

   - La historia de Genji, increíblemente, ha sido nuestro best seller. Ni me acuerdo de cuantas ediciones llevamos, pero hemos vendido más de doce mil ejemplares del primer volumen; el segundo no ha ido tan bien.

    - Parece sorprendente el éxito de La historia de Genji, pero le recuerdo que estamos en un momento en el que la literatura nipona despierta una gran curiosidad en ambientes universitarios. No faltan las tertulias, seminarios y tesis sobre los autores de Japón. El libro de Murasaki Shikibu es El Quijote de esa literatura.

    - Es el libro fundacional de esta cultura. Toda la estética japonesa que conocemos parte también de esa época. Hay que leerlo pausadamente porque es un libro medieval que realmente nos introduce en un mundo muy lejano y vaporoso. La época Heian tuvo una de las cortes más refinadas que jamás haya habido en la historia. Prácticamente destituían a un ministro si tenía mala caligrafía o si vestía con mal gusto. Era una corte donde la estética era muy importante. Cada vez que mandaban una carta, escribían unos versos. También hemos publicado El mundo del príncipe resplandeciente, de Ivan Morris, que es  la obra que introduce en su contexto todo el mundo en el que floreció Genji. Curiosamente, el libro que mejor se ha vendido de nuestro fondo es La historia de Genji y el peor el de Ivan Morris.

  - ¿Cómo explicaríamos que El mundo del príncipe resplandeciente haya supuesto un cierto fracaso?

    - No hay explicación. Y eso, en parte, es lo bueno de este oficio. Hay gente que parece saberlo todo. Yo creo que en la edición cuanto más sabes, menos sabes. Evidentemente hay unas pautas, pero caminas por intuición o por convicción. Yo jamás hubiera pensado que el Genji fuera a tener tanto éxito, porque es una novela totalmente extemporánea. Y, sin embargo, es un libro que hechiza. Sobre todo a las mujeres porque es un modelo para ellas. Lo interesante es que la primera novela de la literatura universal la haya escrito una mujer y precisamente gracias a una prohibición. Es todo lo contrario de lo que pasa ahora con la cultura de la queja, como la llamó Robert Hugues. A las mujeres se les prohibía la instrucción de las letras. Había una serie de tópicos que provenían de la cultura china a la que obedecían los hombres en esa época y que hoy no tiene ningún interés para nosotros. En cambio las mujeres, y en este caso la dama Murasaki Shikibu, empezó a narrar la vida de la corte. Su relato estaba destinado solamente a la emperatriz y a las cincuenta o cien cortesanas que vivían alrededor de ella. Hoy es inimaginable escribir una obra de casi dos mil páginas para menos de cien personas.

  - No es ajena al éxito de sus editoriales la cuidada presentación gráfica, su diseño, del que es responsable. Jacobo Siruela ha cosechado algunos galardones en este terreno que domina, entre ellos el Premio Daniel Gil: “No buscar nada nuevo ni 'original' en el diseño, sino algo auténtico y perdurable. Lo nuevo es lo que antes envejece. Tratar de buscar belleza –es decir, armonía de formas y colores- frente al relativismo (un poco gregario) de las estéticas instantáneas. Y ¡Guerra al plástico!” Son los criterios varias veces definidos por él y que  siguen siendo una lección de buen hacer en la presentación de libros. Le invito a comentarlos.

    - Los dos primeros los sigo suscribiendo. Quitaría lo de gregario que, obviamente, era una provocación. Por desgracia no he podido cumplir completamente con el tercero, porque los libros de tapa dura no pueden tener una cubierta de papel, que siempre sería mucho más agradable al tacto que el plástico, al cual te obligan las encuadernaciones. Aunque debo decir que la encuadernación en tapa dura plastificada en mate sin sobrecubierta, como hacemos ahora, fui el primero en hacerlo. Luego, me copiaron. Pero ¡qué importa!, el diseño es artesanía y no hay copyright. Lo cual lo hace más digno, más por amor al arte.

    - Damos un nuevo giro a nuestra conversación para hablar del último de la colección “Memoria Mundi”. No hablamos ahora de diseño sino de contenido. Volvemos al texto que habíamos mencionado antes: Decadencia y caída Imperio romano,  una obra histórica publicada hace más de doscientos años en Inglaterra y que hoy nos resulta muy clarificadora.

     - Esa ha sido uno de las claves de su éxito extraordinario. Se ha agotado la primera edición de tres mil  ejemplares en tres meses. Según Harold Bloom, existe un paralelismo enorme con la decadencia del Imperio norteamericano. Gibbon vio una similitud con el Imperio británico, que en aquella época  perdió una de las colonias más importantes, el actual Estados Unidos. Además el estilo es un prodigio. Nuestra edición en castellano  se le acerca. Pero, aparte del estilo, lo increíble es que gran parte de este libro, escrito en el siglo XVIII, sigue vigente, especialmente toda la primera parte. En la segunda, cuando habla del Imperio bizantino, es muy crítico con el cristianismo. Gibbon provenía de una familia protestante y se convirtió al catolicismo de una manera muy ferviente, para luego renegar de esta confesión y volverse un protestante ilustrado. Toda su magistral ironía va en contra del cristianismo. Creo, sin embargo, que se equivoca al meterse con Bizancio porque gracias a este Imperio conocemos, entre otros filósofos, a Aristóteles y a Platón. Bizancio depositó toda la sabiduría clásica que heredó del Imperio romano.

 

Abrir la mente: la vida entendida como sueño

      - Además de dirigir Atalanta y editar libros esclarecedores como el de Gibbon, Jacobo Siruela también escribe. En su propia editorial hace ya  dos años publicó El mundo bajo los párpados. En este ensayo  indaga en el mundo de los sueños. Coincidiendo con la aparición del primer volumen, tuvimos la oportunidad de escucharle  en la Fundación Juan March de Madrid hablando del mundo onírico. Fueron dos conferencias, ambas con el salón a rebosar. La primera venía a resumir el contenido de El mundo bajo los párpados.

  - Sí, la segunda conferencia era inédita. La primera que di me basaba en el capítulo primero del libro, pero la segunda fue absolutamente inédita. Pretendo escribir un segundo volumen, pero no tengo tiempo para hacer todo lo que me propongo. El mundo bajo los párpados es un ensayo fenomenológico. Trata del sueño como fenómeno histórico, sagrado, psicológico e incluso metafísico. Me metí en temas difíciles, pero es un libro literario, narrativo, y creo que nada aburrido. Pretende hacer contemplar el sueño desde otras perspectivas, racionales, pero no racionalistas, y abrir la mente. Pienso que la sustancia de la realidad es amplísima y misteriosa. El segundo volumen tratará sobre las distintas metáforas del sueño, sobre sus distintos simbolismos. La conferencia de la Fundación Juan March desarrollaba esa antiquísima idea sobre la vida entendida como sueño, su última y más radical metáfora. Desgraciadamente no se puede sintetizar porque se trata de algo muy sutil imposible de entender literalmente y que se presta fácilmente a una comprensión errada.

      - Para no traicionar su sentido, desistimos en nuestro intento de sintetizar aquella conferencia que, por otra parte, puede escucharse íntegra en la página web de la Fundación Juan March. Volvemos al mundo de la edición. En su búsqueda de joyas para editar, Jacobo Siruela visita archivos, rebusca manuscritos,  revisando catálogos y textos con la lupa del buscador de tesoros.

    - Cada libro que publico lo trabajamos mucho. Repetirme me aburre, entonces investigo. Tres son las vías de investigación del proyecto Atalanta. Vindicar la brevedad. Recuperar la memoria, lo que hemos perdido. Y también el gozo de la imaginación. Pero no la imaginación como escapismo, sino como vía de conocimiento. Quiero decir, que si publicamos mitos, sueños, alegorías espirituales o cuentos fantásticos, es porque todo ello está rebosante de verdades internas, psicológicas y espirituales. 

    - Coherente con estos mismos principios, en junio de 2012 intervino en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ante un público entregado, dio una conferencia sobre los libros secretos, unos textos que aún no ha publicado pero que nuestro interlocutor ha rastreado por el interés personal en su contenido.

     - Sí, hablé sobre libros que siempre permanecen fieles a su secreto. Por ejemplo, el manuscrito Voynich, que es un manuscrito precioso, cuya  escritura tiene unos caracteres que nadie sabe lo que significan. Está escrito en una caligrafía indescifrable. Hablé también allí de el Libro mudo, el Mutus Liber, una obra de alquimia sin texto, sólo con imágenes. Los alquimistas decían que era el libro que más revelaba sobre el proceso alquímico. Es una obra fascinante, las imágenes son su significado. Otra de esas piezas secretas es  el Finnegans Wake de Joyce, un libro inexplicable, incluso para los ingleses. Se dice que esta escrito en finenganés.

     - De hecho casi nadie ha podido leer entero este libro. Es intraducible, ininteligible, pero nuestro interlocutor lo tiene en la mesilla de noche y de vez en cuando lo hojea.

    - Está escrito en un inglés con toques gaélicos y de otros cuarenta idiomas.  Es una broma continua y magistral sobre el lenguaje. Pero es un laberinto verbal inextricable. Incluso para los ingleses es difícil. Y, claro,  para los que no somos ingleses mucho más. Otro texto secreto es La arquitectura natural. Es un libro esotérico que se hizo en 1940 sobre el pitagorismo. Explica cómo todos los templos antiguos se basaban en el número. Lo redactó un grupo de matemáticos, físicos y esotéricos de París. Es también inextricable, un libro muy poco conocido.

        - Debido al éxito que tuvieron en el público, esta conferencia en la Biblioteca Nacional y otra sobre Valentine Penrose en la Fundación Botín de Santander, Jacobo Siruela ha decidido publicarlas en Atalanta con todas sus ilustraciones. Habrá que esperar. Le pregunto si, con el tiempo, veremos estos textos secretos editados en España. 

   - Quizá publique algunos de estos libros más adelante en Atalanta. Pero no es fácil. Más bien todo lo contrario. El  Finnegans Wake es literalmente intraducible. El manuscrito Voynich ilegible. Quizá sea viable la edición del Libro Mudo de Eugène Canseliet, pero la alquimia es lo más oscuro y opaco que se puede uno encontrar. Lo veo difícil. Son libros o impenetrables o arduos de entender y traducir. La gracia del último sobre el que he investigado está en haber inspirado secretamente a Kandinsky y el proceso de creación del arte abstracto.

     - Se refiere a Formas de pensamiento, un libro que hicieron dos teósofos, Charles W. Leadbeater y  Annie Besant. 

    - Sí, éste libro es fácil de entender, incluso resulta cándido. Trata sobre cómo se generan los pensamientos y las emociones en formas y colores en otra dimensión puramente psíquica que los videntes perciben como auras. Lo interesante de Formas de pensamiento es que influyó sobre Kandinsky, es decir, en el arte abstracto.

            - Defiende Jacobo Siruela que Kandinsky tuvo que tener en sus manos este libro en 1905, cuando salió. Y explica por qué lo cree así: “En varias ocasiones elogia la teosofía y su base teórica, De lo espiritual en el arte es muy similar. El arte abstracto surge a partir de 1910”. ¿Sospecha de una captura “intertextual”, por parte de Kandinsky, de Formas de pensamiento?

     - No es que copiara, pero le inspiró. Es muy curioso, pero una de sus láminas es un Kandinsky. Es el libro en el que se basa el arte abstracto porque, tanto Mondrian como Kandinsky, fueron devotos seguidores de la teosofía. Además, no se ha estudiado suficientemente la relación del arte moderno con el esoterismo. Se considera que es un asunto de mal gusto. Los académicos rechazan abordar esta relación. Pero Mondrian se adhirió a una rama de la teosofía y Kandinsky lo mismo. Y esto  no sucede solamente con el arte abstracto. Casi todos los surrealistas  estuvieron fascinados con el ocultismo. Más tarde, en la Escuela de Nueva York, Barnett Newman lo estuvo con la cábala, y Rothko con el misticismo y la tragedia griega. Esto me lleva a concluir que en el centro del movimiento moderno hay un ingrediente antimoderno, el mismo que alumbró al romanticismo. La historia de la modernidad debe reinterpretarse integrando esa aparente contradicción.

 

Indagar y divulgar el pensamiento esotérico

    - Nuestro interlocutor lleva tiempo interesado en indagar y divulgar lo más rescatable del pensamiento esotérico. Recuerdo que hace unos diez años llegó  a mis manos  Del cielo y del infierno, el libro de Emanuel Swedenborg que publicó bajo su supervisión en Siruela. Le pido al editor que comente la importancia de esta obra, escrita originalmente por el teólogo sueco en latín.

    - Es un libro importante por declarar que el Cielo y el Infierno no son penas ni castigos sino meros estados anímicos, puramente psíquicos. La vida y la muerte del ser humano es una interminable cadena de estados psíquicos. Sus tesis son increíblemente claras y fascinantes. Ha tenido una influencia enorme, por ejemplo en Balzac y también en Mallarmé, con la teoría de las correspondencias, y en Baudelaire. Sobre todo en Francia tuvo bastante predicamento. Y encandiló a Borges.

     - Muchos de los libros de la colección “Imaginatio Vera” reflejan la misma inquietud. El último es la biografía de Rudolf Steiner, personaje  extraño y muy vinculado a la teosofía que, entre otros movimientos y disciplinas, fundó la antroposofía.

    - Con la antroposofía ocurre lo mismo. Por ejemplo, Paul Klee se carteaba con Rudolf Steiner, un personaje muy interesante. Tiene un libro fabuloso que critica la filosofía del siglo XIX. Pero sus mejores obras, desde mi punto de vista, son las que investigan el pensamiento de  Goethe. Construyó el “Goetheanum”, un edifico expresionista que puede estar perfectamente dentro del arte moderno de su época. Luego inventa la agricultura biodinámica. Algo que empieza a cuajar en la agricultura del siglo XXI. Es muy curioso, pero he podido comprobar cómo muchas  bodegas francesas -¡el país más racionalista de Europa¡- utilizan el método steineriano. He visto en una bodega de Cataluña cómo dinamizaban el agua y sembraban atendiendo a los ciclos de la luna y los astros. Steiner, aúna lo antiguo con lo ultramoderno. Luego están las escuelas Waldorf, que siguen funcionando. Su método de enseñanza es muy interesante. Steiner, junto a su mujer, inventó la euritmia que son una serie de movimientos armónicos de baile. Es un hombre para redescubrir. Hace poco hicieron en Suiza una exposición estupenda sobre él, sus ideas y todas las influencias que ha tenido en el arte.

    - Escuchando a Jacobo Siruela uno se pregunta por el momento en el que surge su vocación como editor. Alguna vez ha contado que los jardines del Palacio de Liria  fueron el paraíso de su infancia. Allí  abrió sus ojos a la realidad de los adultos y le surgieron algunas dudas sobre la manera de explicar el mundo. Esas dudas hicieron brotar su trayectoria intelectual. Hace siete años, un grupo de periodistas escogidos asistimos en ese mismo  edificio, ubicado en el corazón de Madrid,  al nacimiento de Atalanta. Alumbró la nueva editorial la misma idea que transmite en nuestra conversación: “hay una serie de pensadores que debemos  sacar del oscurantismo,  salvarlos de los prejuicios, y estudiarlos a fondo”. Y añade: “Por lo visto, lo despreciable me interesa. Yo también escribí ese  libro sobre los sueños y mucha gente desprecia los sueños”.  Como ejemplo de lo que dice, hablamos de Conciencia más allá de la vida, uno de los últimos de “Imaginatio Vera”. Le señalo que ya existen una serie de libros que indagan en las experiencias próximas a la muerte.

   - Si, pero suelen ser bastante endebles. En cambio éste fue hecho por primera vez por un equipo de cuarenta médicos, de una forma sistemática. Pim Van Lommel empezó a ver casos.  Es un libro interesantísimo. No es ninguna demostración de la inmortalidad, pero, realmente, cambia absolutamente el paradigma al enfrentarnos a la paradoja de que cuando el cerebro está muerto, es decir, con encefalograma plano, el sujeto puede tener experiencias extrasensoriales y  visiones de su cuerpo desde varios metros de altura. Pensamos que  la mente, el espíritu, se circunscribe al cerebro, pero, en realidad, no sabemos nada. Es como si dijéramos que las imágenes de la televisión salen del aparato, dado que aparentemente así lo parece. Pero entonces, ¿de donde salen los pensamientos? Hay gente fascinada por esta obra y otra que la repudia. Y como casi siempre ocurre, cada uno sigue sin moverse de su fe. Nunca convences a nadie con argumentos. La gente discute y lee para reforzarse, para conocer otras cosas o abrirse. Vivimos esclavos de los patrones que nos inculca nuestra sociedad y cultura. Van Lommel, en este libro, cuestiona  dónde empieza y dónde acaba la consciencia. El autor asegura  que  todos estos fenómenos encajan  en el paradigma de la física cuántica. 

   - A lo que cuenta sobre esta obra, Jacobo añade una confidencia: “uno de nuestros lectores me habló por Internet de este libro y, a partir de ahí, decidí publicarlo”. Creo que en Holanda y en EE.UU ha llegado a ser un best seller. ¿Qué tal se ha acogido en España?

  - Aquí va muy bien. Evidentemente, a la prensa le cuesta atreverse. Es muy conservadora. Creo, sin embargo, que estamos saliendo de ese tosco materialismo del siglo XIX, dogmático, fanático. Aunque estos patrones siguen muy pegados a la mente occidental, ahora se empieza a abrir una perspectiva más amplia. No se trata de acabar con la Ilustración sino de ampliar su paradigma. No podemos, en el siglo XXI, pensar de la misma manera que nuestros antepasados en el XVIII o XIX.

    - En esa misma línea estarían  El fuego secreto de los filósofos o En los oscuros lugares del saber. Este último lo reseñamos en Turia cuando lo publicó Atalanta.

   - Digamos que estos libros son una manera de enseñar lo que fueron las sabidurías antiguas, esas formas de entender el mundo, pero explicadas con un lenguaje de hoy. Es decir, reactualizadas. En este mundo que se hunde, cada vez más perdido, necesitamos recuperar ese saber espiritual.

 

“El cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura”

- En otra línea convergente, pero más inclinada hacia lo literario, hace ya casi treinta años que Jacobo Siruela creó  la "Biblioteca de Babel", dirigida y prologada por Jorge Luis Borges. Más tarde sacó adelante "El Ojo sin Párpado”, una colección de  literatura fantástica. Dentro de Atalanta, en “Ars Brevis”, encontramos textos de autores como Alejo Carpentier: Viaje a la semilla y Concierto barroco; de Turguéniev,  La reliquia viviente, u otros textos de escritores, para mi totalmente desconocidos hasta que salieron en Atalanta, como Sin mañana de Vivant Denon o La noche de Francisco Tario.

    - En el último viaje a México,  me compré su narrativa completa. Tario me parece un autor notable, y desconocido en Europa, aunque en su país goce de cierto renombre. Compré las obras completas e hice una selección de los que yo creo que son sus mejores cuentos.

   - ¿Con qué criterios ha elegido durante todos estos años a los autores que publica?

   - Cuando empezamos Atalanta me dijeron: ¡ya no hay espacio en el mercado para nada! Entonces pensé, si queremos publicar diez libros muy selectivos, no vamos a hacer lo que  todo el mundo, hagamos aquello que no hace nadie. Si todo el mundo publica novelas, nosotros no publicamos novelas. Publicamos cuentos. Nos advirtieron: “el cuento no se vende”. Y hay una parte de verdad, el cuento no se vende tanto. No lo entiendo, porque el cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura. La perfección siempre se logra en el cuento. No hay ninguna novela perfecta. La novela es más profunda, más ambiciosa, pero la perfección se logra en el chispazo del cuento y el poema. Y apostamos por el cuento. Y no sólo por el cuento, también por los aforismos, y por los cuentos un poco largos, lo que en Francia se llama nouvelle. Y sobre esto nos hemos basado. Uno de los primeros títulos fue Sin mañana de Vivant Denon. Me pareció muy paradigmático. En toda su vida Denon solo escribió este cuento y es magistral. Milan Kundera lo encumbra  en uno de sus libros, en La lentitud.

   - Viajamos con nuestra memoria desde este hotel en el barrio de Salamanca de Madrid hasta Vilaür donde está su casa y donde nos hemos visto en anteriores ocasiones. Algunos veranos, bajo su espléndido porche, con vistas a unos atardeceres plenos de matices, hemos compartido charlas y buenos caldos. Esta masía es también un hospedaje de escritores. Recuerdo algún año en el que apareció por ahí Bryce Echenique. ¿Creo que, sin embargo, a su pesar, Álvaro Mutis nunca llegó a estar en su casa de Girona?

    - No. A Álvaro Mutis le he visto con García Márquez en mi último viaje a México.

    - Personalmente  descubrí la obra del escritor colombiano hace 20 años, cuando Siruela publicó Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Me fascinó ese libro. Recuerdo que alguna vez hablamos en Mas Pou del escritor afincado desde hace lustros en México. ¿Qué ha pasado con él? Aquí en España es como si se hubiera evaporado.

    - Es ya muy mayor, tiene ochenta y tantos años. Ahora está graciosísimo, tiene un sentido del humor fantástico. Sigue siendo una persona estupenda, aunque muy abatido por la muerte de su hija. Los autores también tienen sus momentos de olvido. Pero creo que Mutis permanecerá.

    - Le comento que Álvaro Mutis, como poeta sí, pero como narrador no estaría dentro de la literatura fantástica, pero se acerca a ella a través de la poesía. El personaje de Maqroll nace de la poesía.

   - Exacto. Decía Borges que no perduran las novelas, perduran los personajes. Si  logras crear un personaje potente, un personaje vivo, entonces perdura, y yo creo que Maqroll, alter ego del propio Álvaro es, realmente, un personaje inolvidable

    - Y a García Márquez ¿como le ha visto en su último viaje a México? 

   - Bien. Allí estaban los dos, García Márquez y Mutis. Tienen muy buena relación entre ellos, Son muy amigos, son íntimos amigos. Dos colombianos, casi exiliados. El otro colombiano importante es Nicolás Gómez Dávila. Un personaje también muy particular, como suelen ser todos mis autores. De él publicamos un libro que se llama “Escolios para un texto implícito” que consta de alrededor de 8000 aforismos muy inteligentes y divertidísimos. Es una especie de tradicionalista heterodoxo, muy polémico porque realiza un ataque feroz a la modernidad.

   - Como Álvaro Mutis, que también es un tradicionalista.

   - Sí, en eso coinciden. De hecho, Mutis escribió sobre este autor. Incluso García Márquez y Savater lo elogiaron por su estilo y su inteligencia. Gómez Dávila leía griego, latín alemán, ingles, francés. Era un hombre rico que dedicó toda su vida a cultivarse, y escribió ese libro, que es una de las obras de pensamiento más interesantes de America Latina. Él dice que cuando no hay nada que conservar, uno se vuelve reaccionario y reacciona contra todo. Él reacciona contra todas las falacias de su época. Es un hombre con mucho humor, y también sensualidad. Digamos que era el latinoamericano que faltaba.

   - Lo descubriré como a tantos autores gracias a la labor editorial de Jacobo Siruela. Por ejemplo, a través del libro Imagen del mito de Joseph Campbell, que acaba de publicar Atalanta este otoño.

    -  Joseph Campbell es junto a Mircea Eliade el gran mitólogo de la segunda mitad del siglo XX. Escribe varios libros muy importantes, entre ellos “El héroe de las mil caras”. Pero éste es uno de sus tres libros fundamentales. Era un gran comunicador y gozó de mucho éxito en su tiempo, incluso George Lucas le consultó cuando estaba elaborando el proyecto de “Guerra de las Galaxias”, porque el argumento de esta serie está basada en una estructura literaria medieval, mítica. Lo interesante de él es que todo lo que toca está vivo y nos hace entender la mitología. Creemos que los mitos son simples fábulas, pero los mitos son fábulas sólo desde el punto de vista exterior. Desde una perspectiva simbólica, el mito es una realidad interna. Por ejemplo, los dioses griegos hablan de todas las situaciones que pueden sucederles a los hombres. Los griegos se comprendieron a sí mismos a través de los dioses. La psicología analítica ha tratado esto con gran penetración.

     - Entiendo que, desde el mito, la psicología nos introduce en una realidad interna como son los sueños.

     - Mito y sueño son lo mismo. Campbell decía: “El mito es un sueño colectivo y el sueño es un mito privado”. Aunque Campbell se refiere a Freud en su libro, sobre todo sigue la senda de Jung. Freud y Jung estudiaron mitología, simbología y ejercieron con pacientes muchos años, pero se salieron del canon científico de la época y eso, sobre todo a Jung, nunca se lo han perdonado. Eso no quiere decir que sus teorías sean endebles. Estoy convencido de que su visión de la psicología abre una puerta enorme al siglo XXI.

      Abrir las puertas de la mente contemporánea es el empeño de Jacobo Siruela. Este verano nos hemos visto e intercambiado correos electrónicos para construir juntos esta conversación. También este verano Zygmunt Bauman, de visita en España, ha desentrañado los secretos de lo que el pensador polaco denomina modernidad líquida. Como el Segismundo de Calderón de la Barca, el reconocimiento de lo efímero en la civilización occidental lleva a Jacobo Siruela a mirar al fondo menos explorado de la cultura, para encontrar un nuevo sentido  a nuestro mundo “líquido”. Las obras que publica, las que escribe, las que diseña  nacen con la ambición de sortear el juego de lo pasajero y alcanzar el sueño de lo perdurable.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

25 de enero de 2018

 

Fuiste Derrida y yo Paul de Man.

Y el abismo se abrió en el vértice de la palabra.

Hoy cumples una edad adolescente.

Yo, anteayer, un certificado de tránsito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Éramos caballeros que montan el mismo caballo,

cristos podridos, diría el pianista canadiense,

formas y sonidos / geometría y música (Tommy Lasorda).

Por las rutas reales hervíamos en aceite

los cuatro pedazos del ajusticiado para que duraran más tiempo                                                                                                      

y depilábamos cadáveres (tú lo reclamaste),

ese oficio poco remunerado.

Zapadores de largas piernas,

más que podridos

crispados, eso sí con heridas purulentas; ¡oh, Grünewald!

¡oh, Braque, patrón!

 

Al llegar,

qué regreso,

bebimos té negro sujetando terrones de azúcar entre los dientes

como las tías abuelas italo-rumanas,

permanecimos al lado del asno

frente al perro rojizo que dormía; ese refugio, el universo,

ante el viento de superficie. El mar,

según el excelente señor Auger,

fue licor de vida para los cuerpos de la ciudad (los billetes

del Waqf

estaban en francés). El mar

predecía

el final del desatino.

Y sí, me olvidaba,

me olvido casi siempre,

en Turquía se camina

con zapatos de cuero. La cualidad,

que perdura en el arte,

es la visión propia del mundo:

laystall.

  

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Edward Hopper, Escritos, Elba, Barcelona, 2012.

Stefano Faravelli, Istanbul, Confluencias, Almería, 2011.

Francisco Arago, Historia de mi juventud, Austral, Buenos Aires, 1946.

Jean Paulhan, Braque le patron, Gallimard, París, 1952.

Claude Roy, Arts fantastiques, Delpire, París, 1960.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

25 de enero de 2018











PRIMERA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la literatura universal a su alumno aventajado del Máster de “Escritura Creativa” de la Universidad de Oxford.

MAIRENA: ¿quién es mejor escritor Bukowski o Faulkner?

ALUMNO: Ni Bukowski era tan malo ni Faulkner era tan bueno.

MAIRENA: Excelente, excelente.

ALUMNO: Gracias, maestro.

MAIRENA: Aplique ahora ese juicio a algún caso de la literatura española contemporánea.

ALUMNO: No puedo, es imposible.

MAIRENA: Tiene usted matrícula de honor.

 

SEGUNDA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la música Pop a un alumno aventajado del Máster de “Dirección y tecnología mediática de empresas discográficas”.

MAIRENA: ¿Quién fue mejor cantante popular americano Johnny Cash o Bob Dylan?

ALUMNO: Con todos mis respetos, maestro, creo que es una pregunta si no poco adecuada, al menos injusta.

MAIRENA: Está usted arrogante esta espléndida mañana universitaria.

ALUMNO: Sí, brilla el sol, como en las viejas canciones de los años sesenta de los Beatles.

MAIRENA: Pero dígame dónde está la injusticia de mi pregunta.

ALUMNO: Es una cuestión fenomenológica: Johnny Cash murió en el año 2003 y Bob Dylan está vivo. Además, eran amigos. No me parece justa la pregunta.

MAIRENA: Le diré una cosa sobre la muerte de Johnny Cash, querido discípulo. No la olvide nunca.

ALUMNO: Tiene usted, maestro mío, toda mi atención.

MAIRENA: Es verdad que Johnny Cash está muerto, completamente muerto; de hecho si  exhumara usted su cadáver, no hallaría usted más que polvo, humedad y podredumbre, absolutamente nada, suciedad y despojo. Y sin embargo yo creo que no está muerto. No es que me guste su música, que por supuesto me gusta y mucho, es que creo que no está muerto.

ALUMNO: Me ha emocionado usted (rompe a llorar).

MAIRENA: ¿No estará usted enamorado?

ALUMNO: Sí, de lo que acaba de decir.

MAIRENA: Lloremos juntos entonces. Lloremos toda la hora que resta de clase. Lloremos juntos. Somos los bien enamorados.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

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