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Configurar sentido descendente

18 de enero de 2018

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

18 de enero de 2018

1

 

Si llamé fue porque mi hermano estaba el pobre como que se hundía, y yo estaba como que me hundía también sólo de verlo. Cada uno rodando por una pendiente distinta pero los dos hacia abajo a toda velocidad y no nos quedaban ya fuerzas ni palabras que decir. Por eso lo hice, no soy ninguna chivata. Creo que una hermana debe hacer eso, por más que se le haya repetido desde el principio, por activa y por pasiva, que en ese piso de estudiantes es la última mona y que a alguien que llega allí de nuevas a cursar su primer año de carrera lo que le conviene por encima de todo es tener muy clarito que callada está más guapa. No era el simple hecho de que mi hermano hubiese vuelto a consumir, dicho así, como si se tratara de un dato aislado del que simplemente se dispone o no se dispone, sino que había llegado a un punto en que se pasaba las horas tirado en la cama, a veces temblando mucho y otras sólo un poco, pero siempre temblando. Y cuando aparecía por el salón o la cocina caminaba como arrastrando los pies y con nada que le dijeras o te mandaba a la mierda de un grito o se le saltaban las lágrimas y te pedía un abrazo para esconder en tu cuello su cabeza, y quedarse allí todo el tiempo posible, hasta que al final había que hacer bastante fuerza si querías arrancártelo de encima y entonces se quedaba de golpe como solo en el mundo, sin cuerpo sobre el que vencerse y deslumbrado por la luz. Hacía llamadas que casi nunca le contestaban, escribía mensajes de texto a toda velocidad y luego arrojaba el móvil sobre la mesa. Miraba el reloj cada tres minutos, bebía a morro largos tragos de ginebra o de lo que hubiera por casa, culos de botella, los restos de las fiestas. Si le decía que no bebiera respondía que el terapeuta le había dicho que sí, que podía un poco si se notaba muy tenso. Un poco. ¿Y qué es un poco cuando ya los nervios están deshechos y toda la carne le tiembla como un pastel de gelatina? Sin decir nada, se volvía a encerrar a oscuras en su cuarto. Algunas veces echaba el pestillo y otras no, según prefiriera soledad a lo bestia o dejar abierta la posibilidad de que pudiesen entrar unos pasos que, con cuidado de no pisar nada de lo que había en el suelo (lleno siempre de todo tipo de ropas y trastos, las deportivas, los pañuelos de papel usados y todo aquel el lío de cables) se acercaran a tientas a la cabecera de la cama y luego escuchar la voz que esos pasos hubiesen traído, la pregunta por cómo se encuentra o el reproche casi dulce que se parece tanto a un consuelo algunas veces, y hacerse el dormido para oír esas mismas pisadas alejándose de puntillas camino de la puerta, sorteando de nuevo el ordenador portátil, el cenicero repleto, el cargador del teléfono, los calzoncillos usados. Y yo no puedo verlo así. No puedo estar entrando a su habitación cada poco rato para comprobar por mis propios ojos si todavía respira, si sigo teniendo hermano o ya no tengo hermano.

 

No puedo verlo así porque es un niño a fin de cuentas, aunque él no lo sepa, a pesar de la voz ronca, de la serpiente feroz de su tatuaje, de la chupa de cuero desgastado y de su piercing de punta saliendo del labio de abajo, como una lanza dirigida al mundo que quiere decir algo así como estoy bien jodido pero intenta tú acercarte y hacerme más daño si tienes cojones o simplemente tú que miras o me importa una mierda lo que pienses de mí. Pero luego lo ves llorar ahí, bocabajo, quedarse dormido y despertar de golpe, y sus ojos son los de hace poco tiempo, en casa de mamá, cuando se asustaba viendo los videos de películas de terror como si de alguna manera supiese que iban a ser de verdad, andando el tiempo, todos aquellos monstruos, las arañas gigantes y la sangre tiñendo las paredes; que llegaría para él una noche peor que la de aquellos cementerios de la pantalla, llenos de aullidos y sombras, una noche en la que el corazón pudiera reventarle en el pecho de tanto latir. Y yo veo ese niño en él. No quisiera verlo pero ahí está todavía, regresa sin avisar. Aparece y desaparece de sus ojos, ese niño. Cuando dirías que se ha evaporado para siempre, dejas pasar un momento y ahí lo tienes de nuevo, dando vueltas a un tazón de leche con Cola Cao. No pasa de un instante el tiempo en que se muestra en su mirada pero para cuando quiere volver a esconderse tu corazón ya es otro, más amargo y más grande. Yo creo que tener un hermano es en parte eso: poder ver un niño donde ya no está. Y también saber que no va a lograr comerse ningún mundo por más que a veces lo parezca; al revés, que la primera tormenta verdaderamente fuerte lo derribará.

 

Acabó en dos días con una caja de calmantes que tenía que haberle durado toda la semana y parte de la siguiente. No sabíamos qué más hacer. Y su novia, que se pega aquí el día entero, tampoco tenía ni idea de qué hacer, aparte de mirar la tele y estar pendiente por si la llamaba un rato a su cuarto o la mandaba a la farmacia o a casa de alguien con el que hubiera apalabrado por teléfono una bolsita de hierba. Y lo mismo sus amigas, que todas las tardes acudían a engrosar el retén y que formaban una especie de gabinete de crisis que en lugar de repartirse jarras de café americano y poner en marcha tormentas de ideas se limitaba a arreglárselas para que no faltasen nunca un par de litros de calimocho en la olla Express que ocupaba todo el estante bajo de la nevera, y liaban sus cigarrillos sentadas en el suelo y ponían sin parar esa clase de discos que hacen que por momentos parezca que todo va bien.

 

Y llamé. Pero no di, por así decirlo, una voz de alarma oficial. No llamé a mamá, ni mucho menos a mi padre. Si llamo a mi padre siempre pregunta sobresaltado qué ha ocurrido, y una vez que averigua que ningún camión ha aplastado a nadie su pavor pasa a estar relacionado con que se le pida dinero. Nunca sé a ciencia cierta dónde para, siempre lo imagino al otro lado del hilo en la habitación de un hotel con el torso desnudo y una toalla anudada en la cintura mientras una arpía de pelo enmarañado, cegada por la luz, pregunta desde la cama qué hora es, quién coño molesta ahora por teléfono y dónde cojones está el ibuprofeno. Puede que exista esa puta o puede que no, pero yo no puedo evitar sentir su presencia al otro lado cada vez que llamo a papá, sus cremas pringando las sábanas, su mala hostia, las tetazas salpicadas de gotas de perfume. No recurrí a ninguno de los dos. Llamé al tío Julio, que era una forma de avisar y al mismo tiempo no avisar, de poder compartir la losa que me había caído encima sin provocar un cataclismo ni sentirme del todo una traidora.

 

Yo había imaginado de otra manera la llegada del tío Julio. Supuse que vendría enérgico y resolutivo: qué está pasando aquí. Que cogería a mi hermano por banda y hablaría con el durante horas, quizá pasándole el brazo por el hombro, con una mezcla de ternura y firmeza: yo lo entiendo todo, que me vas a contar, te quiero mucho y todo eso pero esta vez vas a hacer lo que yo te diga. Que lo arrastraría a la ducha, que se lo llevaría después a alguna de las terrazas del parque de abajo y le haría beber enormes vasos de zumo de naranja natural mientras le obligaba a escuchar los pájaros al atardecer, que es algo así como el ruido de la vida cuando alguien se ha perdido, sobre todo si cierras un poco los ojos, porque trae a la cabeza, sin tú quererlo, los jardines medio olvidados de la infancia y también los que vendrán, pinares llenos de nieve, palmeras junto al mar y cielos de película con sus nubes veloces, parajes lejos de todo esto, de los trozos de papel de plata sobre la mesa y las sábanas revueltas y el chándal y la diarrea. Lejos de esta pesadilla de barrio, cada día más sucio con los montones de basura sacada a destiempo y dejada al borde de la acera, cociéndose al sol, junto a muebles inservibles y colchones llenos de manchas de orines y sangre puestos en pie contra los plátanos o los semáforos de la calle; y las ambulancias todo el día de aquí para allá y los mendigos que te abordan cada pocos metros cerrándote el paso mientras hacen sonar las monedas en sus vasos de plástico y te insultan y se te ríen con sus dientes verdosos. Lejos de los camellos y la sed, del olor a fritanga que sale de los bares, del suelo pegajoso de las aceras, de las coderas del jersey siempre manchadas de cerveza seca.

 

Yo supuse que el tío Julio podría poner al menos algo de poesía en todo esto. Al fin y al cabo, él pasó antes por algo parecido. Habla muy poco, y todavía menos de aquello, pero mamá nos lo ha contado como quien no quiere la cosa, en plan no me gustaría que le juzgarais por ello pero mirad los peligros que acechan ahí fuera, justo donde la libertad parece más jugosa y más deslumbrante. Tiene además unos cuadernos negros que suele llevar a todas partes en los que apunta cosas, llenos de borrones y abreviaturas. Pone cosas sobre el miedo y sobre amores que él tiene y no debiera tener, y culpas que arrastra y todo eso. Y a veces, en esos cuadernos de caligrafía endemoniada de los que yo había podido leer algunas páginas a escondidas, nombraba ese tiempo en el que fue un sonámbulo y pasaba días enteros en la cama, como ahora mi hermano, entre sudores y náuseas y paseos al cuarto de baño agarrado a los muebles y a los marcos de las puertas. Y había hojas enteras que hablaban del temblor. Y le llamé por eso, a pesar de que sabía que con mamá ya ni se hablan. Por eso le llamé.

 

2

 

Julio recibió la llamada de su sobrina a la hora de la siesta, cuando dormitaba en el sofá leyendo como de costumbre un periódico del día anterior. Recorrer desganadamente las hojas de un diario pasado de fecha era para él una especie de término medio entre no enterarse de nada en absoluto y la pulsión del hombre moderno, por sentirse informado al minuto, afán que consideraba tan fingido como enfermizo e inútil. No puede decirse que fuera precisamente invencible su curiosidad por cuanto pudiera estar ocurriendo ventanas afuera, en un mundo que, cada vez más decididamente a medida que pasaba el tiempo, pertenecía sobre todo a los demás. Desde su condición de prejubilado convaleciente, el tiempo era un animal monstruoso y lento que avanzaba dificultosamente hacia distintos ocasos yuxtapuestos: la caída de la tarde, la hora de las pastillas, el momento de ir pensando en ponerse el pijama y, al final, como al fondo de un pasillo oscuro igual que el que conducía en su casa a las habitaciones en desuso, el impreciso instante de empezar a morir. Había vivido estos últimos años repartido entre el miedo de que ocurriera algo, cualquier cosa, y el miedo a que no le pasara nunca nada más. Sobre la misma mesa baja en la que solía yacer medio olvidado el teléfono inalámbrico que sonó esa tarde demostrando de ese modo no llevar semanas estropeado, había también un plato con restos de ensalada, una botella de agua, un cenicero repleto de colillas, el mando a distancia de la tele y un café recalentado que había vuelto a enfriarse.

 

Cuando su sobrina le pidió que acudiera de inmediato, superada la reacción inicial de pereza y fastidio, en lo primero que pensó Julio fue en si él tenía una maleta y en qué demonios de armario podría estar. Y en que quizá debería afeitarse. Y se preguntó también si sería capaz de sacar un billete de tren por internet y, en general, si podría desplazarse sin mayores sobresaltos como hace todo el mundo cada fin de semana. El viaje que se le acababa de proponer iba mucho más allá de un simple cambio de ciudad: debía llegar hasta su antiguo barrio, al piso donde vivió de joven con sus padres y que ahora utilizaban los hijos de su hermana mientras estudiaban sus carreras en la capital. Tendría que sentarse otra vez en el mismo sofá frente al televisor y ver los cuadros de siempre atornillados en las paredes, las fachadas de enfrente a través de la ventana, los toldos verdes, el mismo cielo de entonces, el bar de abajo. Se preguntó si todavía estaría en el mueble del salón la colección de los premios Planeta encuadernada en rojo o las figuritas de adorno de bailarinas y payasos, y si el cuarto de baño conservaría aún aquel olor penetrante del after shave de color azul que usaba su padre, aroma a madrugón y a hombre como Dios manda y a la España que trabaja. Y si seguirían chillando desde sus jaulas en el patio de luces pájaros tropicales descendientes de aquellos que a él le destrozaban los nervios a la hora de la siesta. Eso sí iba a ser un viaje de verdad, y no esos otros que son cuestión solamente de kilómetros y paisaje. En ningún momento la enorme pereza que le daba todo eso le hizo dudar de ponerse en camino, independientemente de lo que su hermana, la madre de los chicos, pensará de él, de si le llamaba o no le llamaba de un tiempo a esta parte, de si le importaba algo. Se sentía responsable y hasta creyó notar, al oír cómo se quebraba la voz de la chica, eso a lo que otros se refieren como la llamada de la sangre. Por primera vez en muchos años tenía algo parecido a una misión.

 

Al poco rato ya iba en un taxi camino de la estación, recién duchado y con un tranquilizante disolviéndose despacio debajo de su lengua. Además de la ropa limpia incluyó en el equipaje algunos de los enseres de la lista mental de cosas que, en la época en que viajaba con cierta frecuencia, tenía como imprescindibles: un cortaúñas, el transistor, pilas de repuesto, sus cuadernos negros. Sabía que debía de haber algo más pero con los nervios no era capaz de recordar el qué. Alguna cosa se dejaba, eso era seguro, alguna cosa muy importante que su cabeza no era capaz de determinar por ahora cuya falta lamentaría llegado el momento. Con esa sensación había cerrado tras de sí la puerta dejando completamente a oscuras, allá adentro, un desorden de libros y retratos que eran en realidad el fondo casi perpetuo de su figura, la polvorienta enmarcación de sí mismo. A pesar de que daba paseos cada tarde, hacía su compra una vez a la semana y a veces hasta se sentaba un buen rato en algún banco del parque, esta vez, al atravesar el umbral de su casa, se sintió desnudo y extraño, fue como si saliese de una caverna en la que hubiera estado oculto durante un invierno larguísimo, aletargado en la penumbra. Sale de la oscuridad a la luz pero durante un tiempo tiene la sensación de que esa oscuridad gotea todavía de su cuerpo y ensucia un poco la calle, como si aportara cenizas o telarañas o polvo a una tarde que hasta hace un momento estaba limpia. Un viaje es como meter un cucharón en la densidad pegajosa de la mente y removerlo todo despacio y a conciencia, hacer que emerjan a la superficie recuerdos y palabras que estaban como muertos, agarrados al fondo de la olla. Durante el trayecto, mientras contemplaba por la ventanilla campos y barrancos, pensó en la clase de cosas que podría decirle a su sobrino. Cosas como no seas idiota, chaval. Cosas como que la vida es hermosa y valía la pena, palabras que en el acto habrían sido rotundamente negadas por su propio tono y su expresión de derrota, sus ojos hundidos, la piel de su rostro, a veces amarillenta o incluso verdosa según la luz que en cada momento la ilumine. Calculó que si iba por ese camino fácilmente podría darles a los dos, ahí mismo, donde quiera que estuvieran, un ataque de risa bastante amarga.

 

Han pasado unos treinta años desde que dejó el barrio y aún siente un miedo absurdo de ser reconocido al recorrer las calles donde fue humillado. La vez que vomitó en aquel portal, la vez que le echaron de ese otro bar, el callejón por el que regresaba a casa noche, las cosas que pensaba entonces, todo lo que llevaba en la cabeza, el miedo de su cuerpo, los nervios como cables despellejados. Se daba cuenta de que volvía, al caminar, una vergüenza antigua y un sobrecogimiento ya olvidado, y era como si tuviese que pedir permiso para pisar las aceras que en su día recorrió aterrado. 

 

 3

 

Estoy tumbado en esta cama y casi no me sale la voz cuando quiero pedir agua o que se acerque alguien porque noto que me voy, que ya me acabo, que me escurro al vacío, y no deseo estar solo cuando eso ocurra. Cuando llamo no acude nadie. Acude cuando ella quiere, mi hermana. Sé que estoy en su casa y eso quiere decir que si agonizo no lo haré como un perro. Lo sé porque reconozco algunos muebles y también adornos y libros que antes estaban en casa de papá y mamá, los álbumes de Tintín, las aventuras de Los Cinco y el mismo reloj despertador con un dibujo del ratón Mickey que convierte el silencio en una especie de tren camino del matadero. Todo es borroso ahora. Sé que viajé hasta Madrid porque me dijeron que el hijo de mi hermana estaba en peligro, y sé también que no lo salvé. Me pasó como les ocurre a veces a los que se lanzan sin pensar a rescatar de los remolinos de un río a alguien que se está ahogando.  No tengo una idea clara de qué ha pasado exactamente porque los recuerdos regresan tan apenas como figuras de un carrusel que gira demasiado deprisa al otro lado de una muralla de humo que se aclara y se adensa cuando ella quiere: un frutero lleno de cubitos de hielo, unos muslos tatuados, la música trepando desde el abismo, mis ojos cocidos en sus propias lágrimas. Noto que el embozo de la sábana huele al suavizante que se usó en casa toda la vida. Oigo voces al otro lado de la puerta entornada, la voz de mi hermana que se convierte en un murmullo para informar a alguien de que me muero, creo, y habla de una ambulancia y de los días que estuve en coma, cuenta a no sé quién entre susurros cómo me trajeron, los trámites, la fiebre, la tez amarillenta, y también las veces que me lo advirtió, una vez y otra vez, las mil formas en que me lo dijo. Y es verdad, hermana, tú misma me lo contabas hace tiempo para sacarme del mal camino, cuando yo corría a oscuras tras todos los venenos y era infinita la sed, que acabaría expulsando el hígado por la boca, acartonado y enorme, mientras  arañas y lagartos se paseaban por mi piel. Y ahora, herido en el combate, vuelvo así, como tú decías, vuelvo aquí, y es como si un caballo despavorido me arrancase en el último instante del campo de batalla y depositara ante tu puerta lo que queda de mí, este cuerpo roto, este hilo de vida estrangulándome.

 

Entras y me das de beber algo caliente, té o manzanilla o algo de eso. Y te recuerdo de niña, de muy pequeña, cuando jugabas a las cocinitas y me traías una minúscula taza de plástico llena de arena. Ahora sé adónde era en realidad este viaje y también que he olvidado algo y sigo sin saber el qué, quizás algo que debí traerte, puede que solamente unas palabras, poco más. Acercas el vaso a mis labios y tus ojos de repente son aquellos de entonces. Tener una hermana es eso, ¿no es así?, que pueda aparecer una niña aunque sólo sea unos segundos y después se aleje de puntillas dejando en el aire un vapor en el que por fin es posible morir respirando algo parecido a la dulzura. El borde del vaso está quemando. Sé que no se bebe en realidad. Sólo hay que hacer el gesto y decir después que está muy rico. Aun así, no sé si podré ya, hermana, hermana mía, estrella en la ventana al fondo de la noche, punzón de miel, flor y alfiler, no sé si podré: pesan tanto los párpados esta tarde como nunca en el mundo ha pesado nada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

18 de enero de 2018

No sé si las confidencias de viaje son frecuentes o infrecuentes. Sí sé, en cambio, que antes nos cuenta sus penas un viajero anónimo que el vecino con el que coincidimos en el ascensor o la escalera, que los individuos con los que compartimos café a media mañana. También sé que, cuando tales confidencias se producen, las recibimos con cierto desagrado: porque no queremos ser elegidos para secretos insignificantes o desahogos anónimos. Y, aunque no cabe pensar que cada vez que subimos a un tren vayamos a ser destinatarios de una de esas confesiones de viaje, a mí parece que me persiguen. La última me sobrevino hace un par de semanas. Había llegado a la estación de Atocha con mucha antelación, porque me había cansado de callejear y había recorrido ya la cuesta de Moyano arriba y abajo un par de veces con la consiguiente adquisición de mercancía anticuaria, así que compré un periódico (confieso que maldije el cansino azar con que nos castiga casi a diario la prensa, la inclusión en este caso de un dvd, que compré sin mirar, por casi tres euros) y me senté en la terracita de una cafetería minúscula y discreta. Otras veces me he entretenido observando el ajetreo, adivinando historias recónditas en las prisas de la gente, advirtiendo hastío o desamparo en los paseantes solitarios, desventuras de amor en los ojos turbios o confusos o vidriosos de las despedidas. En esta ocasión, cansado tal vez de proyectar improbables tramas de ficción sobre figuras ajenas, me limité a consumir la espera ante un café solo y ante las páginas brumosas del periódico. Con todo, lo acabé pronto (la prensa aburre, rumia sin fin nuestras peores insignificancias) y fue entonces cuando el individuo que ocupaba la mesa contigua hizo un ademán hacia el periódico y pronunció apenas una palabra. Puedo…, dijo. Consentí, naturalmente, con otro ademán, y el hombre alargó la mano para cogerlo, aunque con tal fortuna que resbaló el dvd y cayó al suelo. Sólo entonces llegué a ver el título de la película, El año pasado en Marienbad, como lo vio mi vecino de mesa, que no sólo se apresuró a recogerlo sino que contempló durante unos segundos la carátula antes de dejarlo de nuevo, con cuidado (las mesas de estas terrazas suelen ser diminutas), junto a mi taza vacía. Perdón, dijo al soltarlo. Curiosamente, dejó también el periódico, sin siquiera hojearlo. Le indiqué con un gesto que la invitación seguía en pie, pero con otro quitó él importancia (o así lo entendí yo) al periódico o a lo que fuere que le hubiera movido a pedírmelo. Sospeché que se culpaba de la caída del dvd y no quise insistir, que extremar la cortesía produce a menudo agobio y malestar. Así lo dejamos, pues. Y ahora, un punto desconcertado, sí me entretuve con mi pasatiempo de estación (historias secretas, desventuras de amor, distancias y ausencias, desamparo y soledades), aunque liberé de mi afición al vecino de mesa, porque no me atrevía a mirarlo tan de cerca con ánimo fabulador. Tampoco lo hice cuando al cabo de un rato se levantó, recogió el equipaje, esbozó un gesto de adiós (correspondí) y se perdió entre la gente.

A la espera de que apareciera mi destino en los paneles electrónicos, también intenté otras distracciones. Examiné, por ejemplo, la funda del dvd, la carátula a imitación de las antiguas carteleras, los créditos, el título original, los nombres, la sinopsis, las iniciales de los personajes, la información suplementaria, L'annèe dernière à Marienbad, Alain Resnais y Alain Robbe-Grillet (aunque fuesen alanos, decía que eran podencos, bromeé in mente), y fue entonces cuando me propuse rescatar de la memoria y del pasado el argumento. No era tarea fácil. Ni interesante. Ni posible tal vez. Han pasado muchos años, más de treinta, de cuarenta quizás, desde que vi la película, probablemente (no lo recuerdo) en algún colegio mayor de la ciudad universitaria, en aquellas sesiones nocturnas de cine fórum más o menos clandestino en que el gesto más inocente revestía inquietudes revolucionarias, o, acaso, en alguno de los cines que exhibían películas de las llamadas de arte y ensayo, es decir, raras, subtituladas y sin porvenir comercial, categoría que sin duda le cuadraba a El año pasado en Marienbad más que a cualquier otro título pasado, presente o futuro. No conseguí, sin embargo, sacar nada en claro del esfuerzo, extraer mínimamente un esbozo de la trama, sólo imágenes en blanco y negro de un lugar lúgubre y suntuoso y glacial y una voz en off hablando con monótona y obstinada insistencia de corredores, pasillos, senderos, estatuas, puertas, galerías, un completo laberinto estático, inanimado, acorde, sin duda, con la quietud esquiva de la historia. Nada más. Hice entonces propósito de ver la película cuando llegara a casa, pronto al menos, antes de que se desvaneciera la ansiedad en que nos hunde a veces nuestra propia inconsistencia. Vano propósito, he de decir, pues, aunque todo tiene explicación, lo cierto es que no la he visto.

Apareció finalmente en los paneles el andén en que se iba a situar mi tren, de modo que recogí el equipaje (maleta de viaje, bolso, los libros de Moyano, el periódico) y abandoné la cafetería. Todavía me entretuve un rato deambulando de un lado a otro, tratando de distinguir a los viajeros de los sonámbulos, filósofos solitarios del tedio urbano que hacen de la estación de Atocha su centro de observación, pero, fatigado del viaje y de la espera, bajé pronto al andén, busqué el vagón que me correspondía, subí y me acomodé. Al sacar el billete, había tenido la precaución de elegir el asiento que más me gusta, en la dirección de la marcha, con ventanilla a la derecha, y en el centro, en el único lugar en que los trenes regionales tienen una mesita abatible (admito que esta ubicación tiene ventajas e inconvenientes: no viaja uno encogido, pero puede compartir viaje frente a frente con vecinos incómodos). Me senté, pues, dispuesto a armarme de paciencia regional, a la espera de que arrancáramos y nos fuéramos poco a poco, con demasiadas intermitencias secundarias (este tren para en todas las estaciones, el trayecto parece un viacrucis territorial), acercando a casa. Y en esto estaba, concentrado en las musarañas, pensando qué libro de Moyano se adecuaría más livianamente al recorrido, cuando ocupó su asiento frente a mí quien iba a ser mi compañero de viaje. Perdón, dijo sonriendo al tiempo que colocaba el equipaje en el maletero. No voy a decir que me asombrara, porque las casualidades se producen, pero no dejó por ello de parecerme singular casualidad que se tratara precisamente de quien me había pedido primero el periódico en la cafetería y lo había rechazado después sin aparente razón de peso. Me pregunto ahora en cualquier caso si se trataba, o no, de causalidad, esto es, si ocupó el asiento que le correspondía o si, en vista de que el vagón iba casi vacío, prefirió hacer caso omiso a la ordenanza ferroviaria y eligió a propósito mi compañía. No lo sé, ni se me ocurrió entonces, y ahora ya no voy a saberlo. Lo cierto es que se sentó frente a mí y que al pronto guardó silencio, guardamos silencio.

No obstante, al cabo del rato, como si la coincidencia en la ubicación ferroviaria tras el azar de la cafetería nos obligara a cierta cortesía, el dvd sirvió para romper el hielo. Me refiero al hielo de la confidencia, no de la conversación. Porque hubo primero un intercambio neutro de informaciones y opiniones, sobre la lentitud del tren regional y sus incomodidades, sobre el viaje, sobre la actualidad (los titulares del periódico), pero sólo el dvd dio pie a lo que sigue. Como he dicho, lo había dejado todo sobre la mesa abatible, el periódico, la bolsa con los libros de Moyano y el dvd, y fue señalando el dvd como me preguntó de pronto si había estado alguna vez en Marienbad. No, respondí. En realidad ni siquiera sabía dónde estaba Marienbad, que, para mí, formaba parte más de la remota cinematografía universitaria que de la geografía europea. Fue también entonces cuando, como en trance de ensoñación o de nostalgia, confesó que él estuvo a punto de ir a Marienbad en una ocasión, hacía bastantes años. Pude ignorar el comentario, ciertamente, pero me pareció poco considerado no preguntar cómo había sido y cómo fue que no fue (que no estuvo en Marienbad, digo), pese a que no tenía interés alguno en conocer la respuesta o, a tenor del resultado, los pormenores del relato. Así empezó una confesión de viaje, o de viajero, la confesión de alguien que no sé si desahogaba su pesadumbre o evocaba la aventura de su vida ante un desconocido por el puro deleite de evocarla, de ponerle palabras, texto oral, de modo que no sabría decidir si hablaba para mí o si yo era simplemente el instrumento que le permitía contarse a sí mismo en voz alta una vez más su propia historia. Diré también que al principio no presté mucha atención a sus palabras, porque no soy significativamente curioso ni me atraen en exceso las pesadumbres ajenas, pero, a medida que avanzaba en el relato, experimenté una sensación contradictoria, cosa, por lo demás, que me suele ocurrir en muchas tramas de relatos románticos, penas y desventuras de enamorados, pero en esta ocasión fui perdiendo el tino del entendimiento y seguí la peripecia complacido.

Al principio se demoró en consideraciones varias sobre Marienbad: que tampoco sabía mucho del sitio, que para él tuvo en su día las mismas resonancias austrohúngaras (eso dijo) que para mí, etcétera, pero luego contó que había conocido años atrás, en Italia, en una especie de congreso internacional, a una mujer, extranjera, y hermosa, dijo, pero no italiana (no me quedó clara la nacionalidad, aunque ahora, por deformación quizás, la sitúo en las proximidades del mar Negro), con la que entabló una amistad circunstancial, casi de huéspedes de hotel. Pensé entonces en la dama del perrito (de ahí quizás lo del mar Negro), pero no dije nada. Duraron las sesiones tres o cuatro días y, tras las horas comunes de trabajo, el programa contemplaba generosos periodos de esparcimiento y distracción que mi interlocutor compartió con la hermosa extranjera, en grupo algunas veces, otras a solas, en paseos, conversaciones, sesiones de cafetería e incluso, la última noche, en una prolongada diversión festiva. Se despidieron a la mañana siguiente e intercambiaron direcciones postales (eran tiempos predigitales), no sólo con la hermosa extranjera, también con otros asistentes al congreso, pero sólo a ella decidió enviarle al cabo de un par de semanas una breve carta protocolaria. Siempre he visto mal, dijo, intercambiar direcciones para luego no usarlas jamás y entonces, añadió, vivíamos en una era postal, todavía se escribían cartas (género, por cierto, que no sólo ha caído en desuso, sino en el más absoluto olvido). Por eso le escribió, aunque sin duda no sólo por eso. Fue una carta también circunstancial en la que se limitó a añorar la belleza de la ciudad, el sosiego del hotel, la bonanza de las pocas conversaciones que tuvieron en el comedor, en la cafetería y en los jardines, el enigma final de la noche postrera. Para su sorpresa, la mujer contestó con prontitud (a vuelta de correos, se decía entonces), y no fue un mero acuse de recibo, sino una carta que, sin proponerlo abiertamente, requería continuación. Se entabló así una asidua, continuada y creciente comunicación epistolar que, como era de esperar o de temer, desembocó en una forma extraña de amor. Tal vez amor no fuera la palabra adecuada, dijo, nunca, de hecho, escribieron ellos la palabra amor, pero ninguna otra serviría para hacer comprensible el relato, porque sólo en un sentimiento así conviven el ansia y la necesidad.

No alcancé a distinguir si el amor (o lo que fuere) que sintieron, o que sintió al menos mi interlocutor, fue un amor sublime y superior, un amor por encima de la carne e incluso por encima del espíritu, o si, más probablemente, fue un amor verbal e imaginario, sentimientos ambos que en modo alguno estoy en condiciones de juzgar, porque nunca me han sido concedidos. Creo que la mayoría de la gente no está determinada para la pasión, que está determinada sólo para sortear los requisitos de la especie de la forma más discreta y anodina, pero no para estar por encima de la necesidad y, a pesar de ella, convertir su vida en una cima activa de pasión. Pues bien, al parecer eso era lo que sucedía entre mi interlocutor y la hermosa extranjera: que les unía una pasión por encima de la necesidad o, en todo caso, sujeta a una necesidad más allá de toda comprensión. Sin embargo, era en principio lo único que les unía, porque les separaban miles de kilómetros, y no sé hasta qué punto no era precisamente esa distancia en el espacio la que alimentaba su pasión. Casi estoy por asegurar que era así. Por desgracia, o por fortuna, entonces, en la época en que se sitúa la historia, no había más tecnología de la comunicación que el servicio postal, de modo que, a fin de cuentas, se trataba de una pasión estrictamente epistolar y aun diría que caligráfica. Se escribían con la frecuencia que exigían los sentimientos y la soledad, miraban cada día el buzón con impaciencia, apenas conscientes de que la palabra escrita servía de acicate a la pasión. Utilizo el plural (escribían, miraban) porque mi interlocutor lo utilizaba (escribíamos, mirábamos), aunque ignoro si esa agitación del espíritu y esa ansiedad formaban parte del contenido de las cartas o si mi interlocutor extendía su conducta por inercia y como consuelo a la hermosa extranjera. Sea ello como fuere, lo cierto es que fue él quien, en algún arrebato imprevisto, y aprovechando las circunstancias estivales, propuso encontrarse en algún punto intermedio. No sugirió ningún lugar, serviría cualquiera que a ella le viniera bien, o apenas insinuó un regreso a Italia, para volver juntos sobre sus propios pasos. Nada le haría más feliz, dijo, que la presencia y la figura. De hecho, sólo de pensarlo le entraban unos temblores y unos estremecimientos que no sabía si se debían al miedo o, por el contrario, al vislumbre del éxtasis, pues no lograba adivinar el grado de ventura que sin duda habría de derivarse de ese encuentro que ya se había hasta tal punto producido en su imaginación que no faltaba sino que la realidad viniera a certificar que, en efecto, todavía podía aumentar la compenetración de tan asiduos y fervientes corresponsales. Como las cartas tardaban en llegar varias jornadas, porque el correo internacional era lento y caprichoso, él siguió dibujando en cartas sucesivas la escenografía del encuentro, proponiendo ahora sí ciudades propicias (exóticas, románticas, monumentales) y describiendo el entusiasmo que lo invadía a medida que daba cuenta de lo que habría de ocurrir. Pero, al mismo tiempo, las cartas que recibía eran respuesta a cartas anteriores, de modo que cuando llegó la primera respuesta a la proposición primera y fue ésta negativa (no por falta de pasión, ni de voluntad, todo hay que decirlo, sino de las circunstancias, que a menudo se empeñan en torcer los designios de los hombres), empezó a avergonzarse de las cartas siguientes que él mismo había escrito y que, tras el rechazo, no sólo carecían de sentido, sino que provocarían en la hermosa extranjera, eso pensaba y no estaba equivocado, un sentimiento profundo de dolor, porque no harían otra cosa que acentuar con su entusiasmo la catástrofe de la imposibilidad del encuentro. Sintió, pues, un intenso ridículo, extraño además, de muy confusa sincronía, porque las palabras que lo avergonzaban estaban todavía en terreno de nadie, en la travesía postal de las comunicaciones. Era el rubor presente de una vergüenza múltiple y sin presente, de una vergüenza retroactiva, por lo escrito, y de una vergüenza anticipada, por la lectura de las cartas cuando llegaran al destino. Empezó entonces a desdecirse, a disculparse, a arrepentirse, y disculpas y arrepentimientos sobrevolaron Europa durante semanas. Las palabras, sin duda, surtieron efecto. Y por algún atisbo de esperanza que entrevió en las respuestas, decidió no hablar más del encuentro frustrado y aplazó para el verano siguiente un nuevo intento. Al fin y al cabo, pensó, la circunstancia estival se producía cada año. Continuaron, pues, con su pasión epistolar: cinco, seis, siete meses. No pudo, sin embargo, cumplir su propósito escrupulosamente, pues, llevado nuevamente por sus arrebatos, se precipitó otra vez en la propuesta de encuentro, más dichoso y venturoso ahora sin duda de lo que hubiera podido ser el anterior, pues bien se sabe que las dilaciones del deseo y la ansiedad actúan como fermento de grandezas. De ahí que su entusiasmo se desbordara de nuevo y que escribiera cartas y más cartas configurando la dicha de que al fin, y al cabo de tanto tiempo, iban a poder verse, a estar juntos, a saber en qué consistiría la presencia después de tantas palabras, etcétera. He dicho antes que las circunstancias se empeñan a menudo en torcer los designios de los hombres, pero a veces son los designios de los hombres los que desprecian los beneficios de las circunstancias. Eso al menos fue lo que él pensó cuando, por segunda vez, una carta aciaga de la hermosa extranjera truncaba toda previsión. No habría encuentro, pues. Fue así como toda la bienaventuranza se tornó desdicha y como su corazón rebosó de dolor y angustia y como por caminos indirectos (inversamente proporcionales, podría decirse) supo qué grado de felicidad habría alcanzado en donde quiera que fuera que se hubieran encontrado: exactamente el polo opuesto de su sufrimiento ante los hechos. Y fue así también como aprendió otra cosa: el gozo del dolor. (Tal vez tampoco ahora sea adecuada la palabra gozo, como no lo era antes la palabra amor, pero no siempre las palabras acuden en nuestra ayuda.) Al fin y al cabo, se dijo, toda pasión es dolor. Y sin penas ni servidumbres tampoco cabe imaginar venturas y felicidades. Se dedicó, por tanto, a explorar su dolor, a examinar con minuciosa reflexión cada detalle de su sufrimiento, a buscar en cada aguijón el néctar y el veneno (algunas retóricas no caducan nunca). Pero tuvo la precaución de no exponer estas ideas en las cartas que siguió intercambiando con la hermosa extranjera. De modo que sentía que se había producido en él un desdoblamiento y que era, por una parte, el hombre apasionado que escribía cartas y que leía con entusiasmo y devoción las cartas que recibía y era, por otra, el hombre que se había empeñado en llegar hasta el fondo en la exploración del sufrimiento, esto es, el hombre solo y dolorido que a sí solo se bastaba y consigo solo hablaba. Y ambos hombres se complementaban, como si gracias al segundo pudiera mantenerse el primero y gracias al primero tuviera consistencia el segundo, una suerte de singularidad recíproca, de esquizofrenia sentimental tal vez. Y ambos se necesitaban, como necesitaban la correspondencia con la bella extranjera, uno para ser feliz y otro para ser infeliz.

Y al cabo de una larga y penosa travesía de meses de correspondencia ambigua (porque él ocultó siempre la mitad amarga, o eso había creído haste el momento) llegó una carta hermosa y entusiasta y apasionada en que era la hermosa extranjera la que proponía por fin un encuentro entre ambos aprovechando las circunstancias estivales y la que incluso indicaba el lugar propicio: Marienbad. Marienbad, repitió señalando el dvd. Que, desde luego, no era ninguno de los sitios que él había imaginado en años anteriores. Cabe decir que nunca había sufrido él tanto desconcierto como al ver esa propuesta y que no suponía que podría sumirle en tan honda amargura. Pues sólo entonces advirtió que habían pasado los meses y que ni siquiera había pasado por su imaginación la posibilidad de un nuevo encuentro ni siquiera de su sugerencia. Fue entonces cuando supo por qué, fue entonces cuando supo que había encontrado su camino y fue entonces, en fin, cuando dejó de escribir cartas.

En este punto estaba la conversación cuando el tren empezó a aminorar la marcha. Mi compañero de viaje se levantó y alcanzó su equipaje. Estamos llegando, dijo (un plural afectivo). En la despedida le pregunté si había visto El año pasado en Marienbad. Dijo que no. Y, no sé bien por qué, le tendí el dvd. Quédeselo, dije, le sacará más provecho que yo. Sonrió, bajó del tren y lo vi ir por el andén de espaldas. En el último momento se volvió y esbozó un gesto de despedida (correspondí). Enseguida, al quedarme solo, me arrepentí del regalo y deseé que no se le ocurriera ver la película. Surgieron entonces en mi imaginación numerosas preguntas: contradictorias, esquivas. Me pregunté, por ejemplo, por qué la hermosa extranjera habría propuesto precisamente Marienbad como lugar de encuentro, cómo contaría ella la historia en el caso que de que aún figurara en su memoria y si la elección de Marienbad no sería a fin de cuentas una fórmula cultural para declarar de antemano la imposibilidad de cualquier reencuentro. Me pregunté también si no habría actuado el dvd como un resorte en la cafetería y no sería todo una invención ad hoc de mi interlocutor, el rescate de alguna historia decimonónica ajena o el resumen de alguna ficción romántica. Y también, por último, me pregunté si, en el caso de que no fuera una invención, sino un episodio real de su biografía, acaso la única verdadera aventura sentimental que requería actualización narrativa, no habría cometido un error al regalarle un dvd que podría desvanecer su historia para siempre al hacerle entender que en Marienbad nunca hubiera encontrado a la hermosa extranjera, que, de encontrarla, no le habría reconocido y que de todo ello sólo le habría quedado, en definitiva, una suerte de ensoñación en off con corredores, pasillos, senderos, puertas, galerías y estatuas, las estatuas vivientes en que se congela para siempre la memoria.

Escrito en Lecturas Turia por Gonzalo Hidalgo Bayal

18 de enero de 2018

Nuestra casa en Lobito Bay estaba cubierta con tejas de barro. Otras viviendas tenían tejados de zinc y otras aún los tenían de paja, amplios y en pico como si fuesen sombreros. Intercaladas al azar, el tipo diferente de las casas no las distinguía en materia de orden a la orilla del mar. Sólo manifestaba el origen de sus habitantes, hablaba de su resistencia al calor y a la incidencia del sol sobre la arena y la superficie del agua. Algunos, como nosotros, habían venido de la zona norte del Atlántico y necesitaban sombra. Otros habían venido del Mediterráneo y necesitaban un patio. Otros habían venido del Índico y necesitaban esteras. Los naturales del país apenas necesitaban nada. Tenían el sol, el agua, la fruta y la oferta del mundo natural. Pero si había alguna diferencia entre los pescadores y sus mujeres, algunas de piel más oscura, otras de piel más clara, esta diferencia se diluía por completo en la banda indistinta que sus hijos formaban al caer la tarde. Lo recuerdo como si fuese hoy. En Lobito Bay, cuando el sol se iba poniendo y partían los barcos a la pesca, nosotros, los hijos de los pescadores, nos lanzábamos en dirección al baldío, y allí corríamos juntos, como si fuésemos hermanos, hijos indistintos de un único y primer hombre del mundo.

Contó el profesor, cuando nos sentamos a la mesa.

Como si fuésemos hijos indistintos del primer hombre del mundo, formábamos una bandada de hermanos en plena competición por nada, añadió el profesor. En esta especie de exigencia de velocidad, la causa que nos movía era más fuerte que el objetivo. Mejor dicho, entre nosotros, la causa se confundía con el objetivo, y causa y objetivo se realizaban a un tiempo y en conjunto. En conjunto tomábamos posesión del terreno, en conjunto nos preparábamos. Como si la carrera fuese un acto oficial y último, en el momento de la salida permanecíamos tensos, ajustando con desvelo milimétrico los talones desnudos a la línea dibujada en el suelo. Concentrados, serios, contenidos, en cuanto oíamos la señal de partida nos lanzábamos a una carrera enloquecida, viendo desaparecer ante nosotros las piernas de los más viejos, y viendo seguir sus huellas a los más ágiles de entre los más jóvenes, ganando distancia, mientras los menores y menos ágiles iban quedando atrás, cada vez más atrás, sin perder, no obstante, el sentimiento de alegría de sentirnos lanzados a una carrera en la que sólo podrían resultar vencedores los más altos y ágiles. Para los de menor edad nos bastaba sentirnos incluidos en el número de treinta corredores de fondo que recorrían la faja de baldío que se extendía a lo largo de la orilla. Con eso nos sentíamos orgullosos de nuestra vida.

Éramos inocentes de todo lo que se pudiese decir con relación a la terminología atlética. No conocíamos la palabra sprint, ni las palabras match o team formaban parte de nuestro escaso vocabulario, una especie de mínimo denominador construido por sustracción entre las hablas diversas de nuestros padres. Verdad es que por aquel entonces, Frank Shorter se había transformado en el rey de las carreras y la palabra jogging se había extendido por los cuatro rincones del mundo, pero entre nosotros, sin televisión, sin periódicos, ni siquiera la palabra atleta era un término utilizado. Lo he dicho ya, lo que queríamos nosotros sólo era correr. Como desde siempre, como desde el principio del mundo, deseábamos sólo ser únicos, y deseábamos pertenecer. Pertenecer a la bandada de chiquillos cuyos pies alzaban el vuelo sobre la arena, formar parte de aquellos que tenían alas en los pies, alas en los brazos, alas por todo el cuerpo, y ser alguien entre ellos. Eso era todo lo que queríamos. Al final de la carrera, podía ser uno el penúltimo o incluso el último, eso no importaba. Compréndase. Cuando yo era niño en Lobito Bay, uno no estaba vivo si no corría. Dijo el profesor. Correr, sólo correr por correr, superar la distancia en medio de los otros, formar parte de aquella prueba de velocidad colectiva, eso era todo lo que uno pretendía, independientemente de quien iba detrás o delante, de quien caía y quedaba atrás sangrando, o de quien alcanzaba la meta con los brazos al aire declarándose vencedor. En nuestro mundo, ni siquiera había vencedor. Sólo había corredor. Corredor de fondo. Ser y pertenecer, esa era la orden única implícita en el desorden que nos envolvía. Como si fuésemos una bandada de pájaros rebeldes, que en vez de hacer ejercicios en el cielo prefiriésemos  hacerlos en la tierra.

¿Por qué no decirlo? Dijo el profesor.

Verdad es que a veces oíamos detonaciones rondando por el espacio abierto de Lobito Bay, y teníamos noticia de que más allá de la vegetación rala, había unos libertadores que vendrían un día a darnos lo que no teníamos. Oíamos disparos unas veces más lejos y otras más cerca, pero nada de eso nos importaba. Que disparasen. Lo que nos inquietaba eran los movimientos inexplicables de las bandadas de aves que pasaban ante nosotros. ¿Por qué daban vueltas en conjunto, los pájaros, sin equivocarse nunca? ¿Cuál de ellos lideraba el grupo, y cómo era elegido? ¿Cómo se distinguían? ¿Por qué aquella V abierta si volaban bajo, y aquella V aguda cuando volaban alto? ¿Por qué aquel quiebro súbito en la ruta, cuando iban en línea recta? ¿Y qué especies eran aquellas que formaban las bandadas, y que no se distinguían a lo lejos? Mientras, volando bajo, al alcance de nuestra visión, pasaban pardales, cuervos, garzas. En los charcos revoloteaban pájaros-secretario, gaviotas y grandes zancudas, los ibis rojos, el flamenco rosado. Pero el pájaro más amado por el grupo de los chicos de la zona de frontera con la ciudad de Lobito, a la que llamábamos Lobito Bay, era otro.

Era un ave pequeña, huidiza, un pajarillo que iba y venía, que ahora estaba o no estaba. Era la golondrina. Dijo el profesor, mientras nos servían el primer plato.

Había razones para eso, añadió el profesor. El pájaro favorito de los chiquillos en Lobito Bay era la golondrina porque volaba bajo, porque parecía no pesar nada, porque se desplazaba de modo tan rápido que no paraba para alimentarse, porque volaba con el pico abierto, convertido en un embudo, para engullir los insectos en el aire, siguiendo viaje sin perder un instante. Desde hace tiempo se sabía que la golondrina era el rey de los corredores, y tanto era así que entre el grupo de los mayores se había propagado cierto secreto que no se contaba a nadie. Pero el muchacho más alto y más ágil, el que más alzaba el brazo junto a la meta, un día, estando algunos de nosotros sentados en un escollo, escuchando a lo lejos los tiros de los libertadores, se olvidó de que yo era uno de los menores y confesó el secreto. Era cierto y seguro. Corría el rumor de que quien comiese el corazón de una golondrina acabaría convirtiéndose en el corredor más rápido del mundo. Por eso, él, el más ágil, ya había intentado todo para cazar una golondrina viva. Nos encontrábamos sentados en la arena, de cara a la carretera, y todos tenían la misma certeza. Quien comiese el corazón de una golondrina. Quien lo comiese. La cuestión es que corría el mes de marzo y pronto las golondrinas desaparecerían. Se acercaba la primavera en Europa. Dentro de unos quince días, machos y hembras ya habrían abandonado los nidos.

Dijo el profesor, iniciando sólo entonces el segundo plato, cuando ya todos habíamos dejado los cuchillos y los tenedores. Habíamos invitado al profesor, queríamos aprender del profesor.

Sí, también yo soñaba con esta captura imposible. Dijo él. Era de los que permanecían inmóviles en el suelo, antes de alcanzar a los que corrían. Nada raro, las manos me sangraban, la barbilla estaba desollada,  corría sangre de las rodillas. Incluso así, me levantaba rápido, y tan pronto la carne entrase en calor, y si no sangrase demasiado, continuaba yo la carrera. Una vez terminada, no decía nada. Cuando volvía a casa, me sentaba bajo la gran tipuana que bordeaba nuestra casa, sin decir palabra. No obstante, nuestra madre sabía lo que pasaba. Silenciosa, se acercaba con una palangana de agua tibia y un paño blanco al hombro, se inclinaba sobre mis rodillas e iniciaba la operación de limpiar las heridas. Con una pinza aguzada, retiraba uno a uno los granos de arena, luego con una especie de pincel, pasaba sobre las heridas una tinta roja que alargaba el aparato visual de las escoriaciones, dándoles el terrible aspecto de llagas. Al fin, como testigo de mi bárbaro esfuerzo y de mi vano estoicismo, mi madre movía la cabeza –“Déjalo, chico, uno nace para lo que nace. Tú no naciste para corredor de fondo, eso se ve. Déjalo…” Pero yo no lo dejaba. Dijo el profesor. Y en uno de esos días que siguieron al desastre monumental  de un trompazo colectivo en la arena, con varios de mis compañeros saltando por encima de mi cuerpo, pero ellos heridos y yo no, ocurrió un milagro en Lobito Bay.

Ocurrió al caer la tarde, casi de noche.

Verdad es que, más o menos, a aquella hora, llegaba hasta nosotros el sonido de los estampidos secos, de los disparos de los libertadores, pero no había ningún peligro, pues los tiros partían no sólo de gente que deseaba libertar a alguien, sino que además, fuese como fuese, esa liberación ocurría a distancia. Entonces no era necesario pensarlo dos veces. Si en la cocina faltaban aceite y vinagre, y yo era el único hijo disponible sería yo quien fuese hasta la cantina, un almacén, casi una barraca, que quedaba en el último extremo de la carretera. Los tiros sonaban muy lejos. Yo fui hacia allá, en una carrera, y nada especial aconteció. Fue sólo al regresar cuando ocurrió lo extraordinario. Cuando caminaba ya al paso, con los pies enterrados en la arena, de pronto, un pequeño cuerpo alargado de color azul-golondrina, cayó a mis pies.

Incrédulo, miré al suelo, y vi que el pequeño cuerpo fusiforme que había caído ante mí era realmente una golondrina. Una golondrina maltrecha, con las piernas rotas, caída de lado, agitando sobre todo un ala, como queriendo en vano alzar la cabeza picuda. Se trataba de una golondrina azul que perneaba ahí en el suelo, mirándome. Tan verdadera era, que en aquella luz amarillenta del ocaso africano, parecía negra, negra como en las leyendas. Las alas negras, el vientre blanco, el pequeño pico amarillo, todo era real y verdadero. Miré a mi alrededor, estaba solo, el mar, ante mí,mostraba su conformidad, y, encima, la bóveda celeste, casi oscura, también. No había duda. La golondrina era mía, sólo mía, y había caído del cielo. Había caído, sin duda, como resultado de un impacto contra los hilos eléctricos que marcaban un trazo continuo a lo largo de la carretera y se perdían más allá, pero, para mí, aquel pájaro, había caído del cielo. Las botellas de vinagre y aceite, metidas en la bolsa, quedaron bajo mi brazo. La golondrina, lustrosa como seda, e inmóvil, quedó presa entre mis dedos.

Sosteniendo la golondrina contra el pecho, corrí hacia mi casa. Dijo el profesor cuando ya nos servían otra vez el vino y el segundo plato. ¿Por qué razón no quiso servirse el profesor?

Él dijo. Sí, corrí hacia la casa, entré en la cocina donde mi madre, preocupada por mi retraso, estaba esperándome, pero antes de que pudiera decirme nada, e incluso antes aún de entregarle las botellas, extendí mis manos sosteniendo la golondrina. Conté lo que había ocurrido, lo conté  conteniendo a duras penas  la respiración, le expliqué lo que deseaba hacer con aquella golondrina que me había enviado el azar. Le expliqué sobresaltado, loco de emoción y alegría, que yo tenía que comerme el corazón de aquel pájaro. Mi madre se sentó, me pidió que abriera las manos, que le mostrase el pájaro que había caído a mis pies. Cogió ella la golondrina en sus manos, observó las llagas, le pasó la mano por encima, y me preguntó qué quería hacer yo.

-Comerle el corazón –dije.

-¿Y cómo vas a hacerlo? –preguntó mi madre.

Fui directo y claro, triunfador. -Primero le corto el pescuezo, después le quito las plumas del pecho, después con nuestro cuchillo de trinchar le saco el corazón del pecho. Después, cojo el corazón y me lo como…

Yo repetía lo que le había oído decir a mi colega mayor.

-¿Qué le comes el corazón así, crudo, tal como está dentro de ella? –quiso saber mi madre.

-Sí –dije yo. –Quien come el corazón de una golondrina cogida viva será el corredor más rápido del mundo. Yo voy a ser el corredor más rápido del mundo, madre.

Mi madre mantenía al animal herido entre sus manos, y no se movía ni acababa de disponer la cena. Estábamos encerrados en la cocina, porque así lo había querido yo, para que el pájaro, con un súbito aliento de vida, no pudiera escaparse por cualquier espacio mal cerrado de una puerta o una ventana. Mientras tanto, yo ya había cogido el cuchillo. Un cuchillo corto y pesado, de los de trinchar. Lo agité en el aire y sí, yo podía con él. Podía manejarlo. Y fui hacia la golondrina.

Entonces, mi madre empezó a decir que me entendía muy bien, que mi plan estaba muy bien, que era un plan muy eficaz, pero que ya era muy tarde, que mi padre estaba a punto de llegar y también mis hermanos, cuyas voces ya se oían allá fuera, y que para que aquella ceremonia pudiese realizarse con tranquilidad, lo mejor sería dejarla para el día siguiente. Al día siguiente, cuando mi padre estuviera aún en lo mejor de sus sueños, y cuando mis hermanos no se hubieran despertado aún, entonces podría hacer lo que había previsto. Sí, con calma, yo podría matar la golondrina, sacarle el corazón del pecho, y  comerlo en paz, como estaba previsto. Entre tanto, dejaría la golondrina metida en una caja de zapatos hasta la mañana siguiente, y la caja quedaría bien cerrada dentro de mi cuarto.

-¿Y si se escapa? –pregunté yo, suspicaz, inquieto.

-¿Cómo va a huir si tú mismo la guardas?

-Madre, esta noche no quiero acostarme.

-¿Por qué no?

-Madre, esta noche no quiero cenar.

Y me encerré en mi cuarto, sin cenar, y no pude dormir. Miraba la caja de zapatos. En la tapa de la caja, mi madre había hecho unos pequeños agujeros para que el pájaro pudiera respirar, y la dejó en la mesita de noche, al alcance de mi mano. Pues no. Yo no iba a quedarme dormido aunque los párpados me pesaban como si fueran de plomo. Me pesaban tanto que se cerraron por un breve instante.  O un largo instante, yo, siempre vigilando. Pero a la mañana siguiente, cuando desperté, abrí  la caja y no estaba la golondrina.

Dijo el profesor, dejando el tenedor en el último plato.

Sí, la caja estaba vacía, la tapa levantada, y la golondrina había escapado. Mis gritos despertaron a toda la casa. ¿Quién me ha robado la golondrina? Y, si nadie la robó, entonces ¿cómo se ha escapado? ¿Si estaba moribunda y paralizada cuando mi madre y yo la vimos por última vez, antes de cerrar la caja? Y aunque se hubiese curado durante la noche ¿cómo había tenido el pájaro fuerza suficiente para levantar la tapa? ¿Para cerrar la tapa? ¿Y por dónde se había escapado, si la ventana estaba cerrada, y también la puerta del cuarto? Ante mi padre y mis seis hermanos, todos de pie, de madrugada, mirándome, mis preguntas eran lógicas pero la respuesta era sólo una con relación a la golondrina. Hiciese lo que hiciese, ya no podría cortar su pescuezo oscuro con un cuchillo, no arrancaría las plumas de su blanco pecho, no arrancaría el corazón de aquel pecho, no podría comer el corazón de la golondrina. El pájaro había desaparecido, había desaparecido también toda mi esperanza, sólo el cuchillo, el pesado cuchillo que yo la noche anterior había soñado manejar con golpes certeros, eso sí estaba sobre la piedra de la cocina. Mis lágrimas, al mirar el cuchillo, brotaban en cascada. Y, encima, todos mis hermanos conocían ahora mi secreto, guardado hasta entonces con tanto cuidado. Conocían ahora mi esperanza secreta de convertirme en un gran corredor, el mejor del mundo, y eran testigos aquella mañana de mi profundo descalabro. Mis hermanos. Y así estuve llorando varios días no sólo por la pérdida en sí, sino, sobre todo, por la incapacidad de descubrir la clave del misterio de la desaparición del corazón de mi golondrina. Hasta que cambió la vida en las sendas de Lobito Bay.

Dijo el profesor, cuando ya no había ningún plato en la mesa.

La vida cambió inesperadamente en Lobito Bay, repitió el profesor,  y ya todos habíamos comprendido que el profesor repetía las palabras que más le interesaban, como si fuese un poeta.

Mi madre empezó a escatimar la comida, mi padre ya no fue más a pescar. Nosotros, los chicos, aún nos encontrábamos y nos preparábamos para  volver a correr, pero apenas una semana después los corredores del descampado dejaron de reunirse. De pronto, los rostros, todos los rostros, hasta los de los chiquillos, se habían vuelto sospechosos. Sin que nada hubiese  ocurrido entre nosotros, nos habíamos convertido en enemigos. Dijo el profesor. Los tiros sonaban incesantemente a nuestro alrededor. Nuestra tipuana fue alcanzada por los disparos y la palmera también. Rantantam, rantantam, se oía en los arenales de Lobito Bay. No tardamos en entrar  en un barco de fugitivos sin nada nuestro más que la ropa pegada al cuerpo. Tomamos asiento en un barco que salía del puerto, sin destino seguro, cuando los dos grupos ya se dispersaban por las calles y arrastraban tras ellos a gente que hasta entonces había vivido en paz. Y así nos apartábamos del puerto que siete años antes nos había visto llegar, a mis seis hermanos, a mi padre, a mi madre, unidos, sin nada en las manos, cuando el barco dejó el muelle y se hizo a la mar. Pero el barco no rebasó la barra. Una embarcación ligera, pilotada por libertadores armados, obligó al barco a volver atrás, con el pretexto de que había infiltrados del grupo rival entre los pasajeros. Entonces, se oyó una sirena marcando el retorno, y fue todo muy rápido. Dijo el profesor.

Estábamos de nuevo en tierra ante el pontón, siguió diciendo.

La pasarela oscilaba, el pontón oscilaba, nos pasaron revista, pues constaba que entre los embarcados había libertadores del grupo rival, que por ahora era el derrotado. Libertadores cazando a libertadores. Descubrieron a dos libertadores rivales. Uno de ellos fue llevado a la amurada y no se oyó más que el disparo. Pero el segundo libertador estaba justo ante nosotros, todos vimos cómo ese libertador era abatido. Mi madre tuvo tiempo aún de gritar a los hijos -¡Cerrad los ojos! Con la mano izquierda intentó tapar los ojos de mi hermano menor, y con la derecha intentó tapar los ojos del penúltimo. El penúltimo era yo, dijo el profesor. Yo tenía nueve años, mi hermano tenía ocho. Estábamos todos en silencio absoluto, pegados a los tablones.

Pero mi madre no podía impedir que durante toda la vida la violencia nos rodeara. No podía. Habíamos visto morir un hombre ante nosotros y ella no podía impedir que hubiéramos visto la mirada de terror del libertador que iba a morir, su cuerpo estremecerse, saltar y después caer hacía adelante. Ella no podía impedir que viésemos cómo la espalda del libertador que  disparaba sobre el que iba a morir, se alzaba y volvía a la posición de quien se dispone a iniciar un bailoteo, pero era para tirar otros cinco tiros sobre el pecho del libertador que teníamos delante. No lo podía evitar. Ni ella ni mi padre podían impedir que de la belleza de Lobito Bay se desprendieran al mismo tiempo el mal y el bien. Pues ¿cómo iban a hacerlo si  ni siquiera ellos podían impedir que, en nuestro propio corazón, cohabitasen al mismo tiempo la esperanza más pura y la más bárbara brutalidad? Lo deseaban, pero no lo podían conseguir. Como tampoco pudieron evitar el viaje por la Costa Occidental de África hasta Luanda, sin nada nuestro en las manos. No pudieron evitar de la Historia lo que es Historia, ni lo que en nuestra especie es característico. Pero la verdad es que tampoco pudieron evitar la imagen fundadora de mi vida. Dijo el profesor. Aquella que yo imagino que ocurrió en la noche en que una familia entera se puso de acuerdo para evitar que el segundo hijo más joven, el segundo hermano menor, agarrase un cuchillo y abriese con su propia mano el cuerpo de una golondrina. Cuántos hombres condenados a morir en el futuro no habrán evitado la muerte a partir de esta noche de armisticio acontecida en Lobito Bay. Toda mi familia reunida, mientras yo dormía, llevado por sueños de victoria, en mi cuarto.

Sí, me siento culpable, dijo el profesor. Sólo en donde no hay amor no hay culpa. Dijo también, y nosotros nos levantamos y salimos de allí mudos, uno tras otro. Lo habíamos invitado para que nos hablase sólo de la belleza, pero el profesor nos había transformado, e íbamos ahora hacia la terraza, y no sabíamos quiénes éramos.

 

Lídia Jorge

 

 

           

           

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Lídia Jorge

12 de enero de 2018

            Desde que se había separado de su mujer —de su compañera, decía él—, iba ya para tres años, Francisco Javier Núñez Blesa, Paco o Paco Ja para los amigos, solía pasar algunos fines de semana fuera de la pequeña ciudad de provincia en la que tenía instalada su consulta de dentista. El sábado se levantaba temprano, preparaba la maletita de ruedines que había comprado al efecto y se iba sin pérdida de tiempo a coger un tren o un autobús —no le gustaba nada conducir— para alguna ciudad o pueblo no siempre de las proximidades. Visitaba allí algún museo, alguna exposición que hubiera, la catedral o las iglesias más notables, y se pasaba horas callejeando sin rumbo no sabía si buscando algo o saliendo al encuentro de algo o más bien sin buscar ni perseguir nada, sólo andando, mirando, tal vez discurriendo o dándole vueltas a algo si ello no fuera ya igual que decir sencillamente andando.

Tanto el sábado como el domingo, pero especialmente este último, comía en alguno de los restaurantes que le aconsejaba la guía que había adquirido también para el caso, y el sábado por la noche buscaba algún local con música en vivo o bien alguno de esos viejos cafés que todavía tienen algo —decía él como si los demás no tuvieran ya nada— y allí se pasaba el rato leyendo tranquilamente la prensa y mirando en derredor, tratando incluso de hablar o pegar la hebra con alguien aunque no fuera una mujer. ¡Estás chapado a la antigua!, le dijo la chica con la que entabló su última relación íntima duradera —no llegó a durarle un mes—; “un tipo que lee los periódicos durante horas, y encima de papel, y se puede pasar todo el santo día en un café o caminando sólo por caminar no va ya a ninguna parte por muy dentista que sea”.

Desde entonces, y nunca supo si también por llevarle la contraria, resolvió emprender sus pequeñas escapadas de fin de semana, una al mes como mínimo y casi siempre dos. Aquel fin de semana, el fin de semana que inauguraba oficialmente la primavera, había ido a la capital. Tras una agradable velada en un céntrico local —tan céntrico que se llamaba Café Central— con buena música de jazz y buen ambiente, había pasado la noche con una mujer entrada ya en años como él pero todavía hermosa o más bien todavía con un hermoso cuerpo, con un cuerpo envidiable a sus años, según había pensado en seguida, aunque él no lo envidió sino que realmente lo tuvo.

“Eso de que realmente lo tuvieras está realmente por ver”, estaba ya oyendo que le decía a la vuelta, cuando se lo contara, su amigo Rafael Sánchez Garcés —Sánchez Gasset para los amigos—, profesor de filosofía del instituto e incansable caminante, con el que se le pasaban las horas volando mientras platicaban caminando por las orillas del río o, durante las tardes más frías de los fines de semana que no se marchaba, en el viejo casino provinciano.

— Bueno, pues no te lo creas —le contestaría.

— No es que yo me lo crea o me lo deje de creer; no es eso —le diría seguramente como ya antes le había dicho muchas veces—. Es que las cosas que se cuentan no son cosas porque hayan podido existir (realmente, como dirías tú) sino que son cosas porque se cuentan. Es el cuento, la palabra, lo que las hace existir realmente, con un realmente que, aunque tenga que ver, es muy dueño y señor en relación a la realidad que las pudo originar o no. Anota eso: tiene que ver, tiene que ver algo con la realidad, tiene que vérselas con ella y comprenderla, dicho sea en todos los sentidos de la palabra y por lo tanto de la cosa.

— ¿Así que, según tú —se veía ya preguntándole por hacerle hablar tal vez más que por otra cosa—, yo no he estado realmente con ese cuerpo o, por así decir, con ella porque realmente estuve sino porque te lo cuento? O dicho de otra forma: si hubo allí un “ella” que valiera, un “ella” y un “yo” que no eras tú ni podrás serlo jamás sino que fui yo, si hubo algo y se hizo algo donde no había nada, no es tanto porque lo hubiera y se hiciera sino porque te lo cuento. Es decir que, si ésas tenemos, el hecho —el hecho real y corriente—, de la misma forma que el pecho real y, en este caso, te lo aseguro, nada corriente, no es real porque fuera sino que es porque te lo he dicho. O sea que si no se dicen las cosas a lo mejor han existido, pero desde luego ya no existen. No habría así realmente otro hecho más real que el dicho, que es lo que hace ser a las cosas lo que son o ser reales. La mentira, entonces, haría la realidad lo mismo que la verdad, primos gemelos.

—Así es. No “a lo hecho, pecho” —le había replicado ya otra vez ante un caso semejante al de su fin de semana en Madrid— sino “a lo pecho, dicho”, porque si no se cuenta, el pecho tocado o, dicho en otras palabras (¿hecho en otras palabras?), la materialidad originaria del pecho empírico corre el riesgo de desaparecer, de no haber sido tocado, que es como decir de no haber sido tout court —según decían los dos pronunciando a la española todas y cada una de las letras como para no dejar escapar nada de lo que esas letras dijeran.

— “A lo dicho, pecho”, “dicho y pecho” —elevaría seguramente la apuesta Sánchez Gasset como en veces anteriores—, toda vez que el pecho corresponde ya ahora, en el ahora de la eternidad futura, esencialmente a lo dicho. De modo que te callas para no darme envidia.

— ¡Ah, con que pesas tenemos! —le podría entonces rebatir—, ¡envidia de los hechos, envidia penis vamos a decir, la envidia que las palabras tienen a las cosas! La envidia de la palabra teta a la teta propiamente dicha. Bueno no, propiamente dicha no —tendría que corregirse— sino propiamente tocada por quien la tocó y no por otro ninguno.

Así se pasaban las horas más crudas del invierno, filosofando o, como decía Rafael Sánchez Gasset, filosofando que es gerundio, que era la modalidad provinciana, pero no por ello menos fecunda, de la filosofía contemporánea. Aquí en provincias hay tiempo, tiempo y asombro, decía. A lo que Núñez Blesa le solía responder: sí, y mala sombra, que también es importante para filosofar.

Ardía en ganas de llamarle nada más llegar para quedar al día siguiente y darle cuenta de todo. Pero ya era como si lo estuviera escuchando: de modo que, resumiendo, el pecho que viste y que tú dices que tocaste —monumental, le contaría él, como la Almudena (el pecho de la Almudena, le faltaría tiempo para subrayar, ya que no podía hacer otra cosa, a Sánchez Gasset)— existe sólo de hecho porque lo has dicho y me lo has contado, o bien en cuanto dicho y contado, y no tanto en cuanto tocado o palpado o quién sabe lo que habrás hecho con el dichoso pecho, dicho también en todos los sentidos; es decir, que es un decir el pecho y que su existencia estriba en su haber sido dicho y contado y no palpado o acariciado o besuqueado o lo que quiera que hayas hecho fuera del lenguaje (pero fuera del lenguaje, amigo mío, decía siempre Sánchez Gasset o, según los días, Sáncheztein, fuera del lenguaje hace mucho frío). Para que me entiendas mejor: dicho y hecho, y no hecho y dicho.  ¿Me sigues?, le diría.

Te sigo, le respondería él como le respondía siempre aunque no fuera verdad —¿pero qué era la verdad fuera del lenguaje?: frío, puro frío—. Sí, la silicona del lenguaje, le podía decir ahora según su experiencia en Madrid; a lo que Rafael Sánchez Gasset, que no en vano era profesor de filosofía y no dentista como él, seguro que le contestaría que no, que no era eso, o bien que, siéndolo también a lo mejor, era fundamentalmente otra cosa o bien la otra cosa en esencia, lo otro en esencia, que parecía una marca de perfume pero era mucho más, lo mucho más que lo que hay. Que el lenguaje te tenga en su gloria, Sáncheztein, le decía cuando ya no valía seguirle, pues no debe de haber otra gloria que no sea una gloria de palabras.

 

***

 

En todas esas cosas iba pensando ya de vuelta el domingo en tren —otras veces había recurrido al empaste como metáfora, el empaste del lenguaje, a lo que Sánchez Gasset le había refutado que el lenguaje, siendo verdad que puede obturar y muchas veces obtura una caries de la realidad, más bien abre ésta o debiera abrirla—, cuando subió al tren un tipo que, por sus trazas y su porte, le obligó a dejar de dar rienda suelta a su viaje verdadero, es decir, a sus conversaciones, todavía imaginarias, con Sánchez Gasset, para concentrarse por completo en mirarlo en realidad.

Alto, pero no excesivamente, bien trajeado y de buen parecer en general, subió al tren segundos antes del cierre de puertas. Fue subir él y cerrarse las puertas, según se dice y según fue, y una vez arriba pareció ir en derechura adonde estaba Núñez Blesa. Iba hablando con el teléfono móvil y, sin dejar de hacerlo —sin dejar de escuchar más bien y de responder con monosílabos—, le preguntó con la mirada si estaba libre el asiento frontero al suyo. Los otros dos asientos estaban ocupados por una señora mayor, al lado de Núñez Blesa, y un hombre de una edad semejante a la suya en diagonal a él.

Algo contrariado —se había hecho ya la ilusión de tener libre durante todo el viaje el sitio de enfrente para poder estirar las piernas a gusto—, le contestó también con la mirada que sí y retiró en seguida el bolso que había dejado en el asiento —su maletita la había dispuesto en el portaequipajes de arriba. Desde el primer momento, como si de un imán se tratara, aquel hombre le atrajo poderosamente la atención. Por alguna razón no podía apartar los ojos de él, hasta el punto de que no tardó en darse cuenta de que podía correr el riesgo de ser interpretado como un verdadero impertinente.

Mucho más joven que Núñez Blesa —a no dudar todavía en la treintena—, el hombre no dejaba de escuchar el móvil y de responder a él con una solvencia y una precisión rotundas que en seguida le parecieron a Núñez Blesa fuera de lo común. Todavía no se había sentado —todavía estaba de pie con su chaquetón y todo encima del traje en el escaso espacio que quedaba entre las rodillas de Núñez Blesa y el asiento que iba a ocupar—, cuando sacando de un modo inverosímil de su funda una tableta digital después de haber dejado en la repisilla de la ventana el gran vaso de plástico que llevaba en la otra mano con su pajita correspondiente en el centro geométrico de la tapa, dijo “en seguida le llamo; compruebo los datos y en seguida le llamo”. No dijo más, no se despidió ni tardó un solo segundo en colgar tras haber dicho esa frase. Sólo entonces, con las mismas precisión y solvencia con las que contestaba al teléfono y como si tuviera tantos brazos como una verdadera divinidad india, o bien tanta destreza como un extraño animal o, según pensaría luego, un impecable artilugio técnico, fue cuando se quitó por fin el chaquetón, se aflojó ligeramente el nudo de la corbata, se estiró el traje y, tras atusarse el cabello, largo y pulcro y con un corte de moda, en un gesto que luego repetiría cada cierto tiempo, se acomodó al fin en su sitio sin haber dado la menor muestra de perder mínimamente la concentración.

Segundos, todo ello ocurrió en segundos, o más bien en milésimas de segundo, hubiera estado seguramente por decir Núñez Blesa, aunque eso ya sólo fuera un decir por mucho que Sánchez Gasset o bien Garcés, Sánchez Garcés, hubiera dicho otra cosa de habérselo oído decir. El caso es que, en menos de lo que se tarda en contarlo y sin haber soltado aún, por inverosímil que parezca, la tableta de las manos —el móvil sí que lo había dejado un momento sobre la repisa de la ventanilla junto al vaso de plástico—, en cuestión de nada (cuestión de nada: esto se lo tengo que decir a Sáncheztein, se dijo Núñez Blesa nada más haberlo pensado) el hombre joven impecablemente vestido estaba ya tecleando en su tableta con una concentración rayana en lo impensable. No la abandonó un instante cuando echó en seguida mano del móvil —había sonado en la repisa con un ligero clin tan discreto que apenas si lo oyó Núñez Blesa—, dio un toquecito exacto con el índice de la mano con la que no estaba tecleando e, injertándoselo entre el hombro  izquierdo y su mejilla inclinada como si nunca hubiera hecho otra cosa en la vida, empezó a escuchar lo que le decían con una imperturbabilidad tan rayana en lo impensable como su concentración y respondiendo “sí” de tanto en tanto, “de acuerdo”, “sin duda es posible”, “perfecto”, “sí, perfecto, no hay ninguna duda”.

Se volvió a atusar el cabello por delante, primero por delante apartándoselo de la frente con los dedos abiertos a modo de púas de un peine imaginario, y luego a un lado y a otro —cada cierto tiempo incluso por atrás, por el cogote, con un gesto sólo ligeramente menos sosegado—, y tras haber colgado con lo que, por mucho que no fuera casi nada, todavía era un leve toquecito del índice sobre la superficie del teléfono, marcó otro número en el móvil después de haber leído algo en su tableta con una atención que hizo que se le sombrearan un poco más las ojeras que enmarcaban sus ojos tras las gafas. “Cerrado el acuerdo, ya está”, dijo con un tono que no trasparentaba el menor sentimiento, “sí”, “sí”, “eso es”, y colgó sin despedirse siquiera. En ningún momento dijo “creo” o “eso es lo que me parece”, “podría”, “podría ser” o “vamos a ver”, sino “es”, “eso es”, “no hay ninguna duda”. Por un tipo así le había dejado su mujer a Núñez Blesa ahora iba ya para tres años; es comprensible, le dijo su amigo Rafael Sánchez Garcés caminando juntos por el río, es la marcha de los tiempos, el espíritu del tiempo.

A Sánchez Garcés también le había abandonado ya por entonces su mujer porque, como hecho real, no le hacía caso. Luego sí; luego, igual que antes de irse a vivir juntos, se consagró a ella podía decirse que en cuerpo y alma o, como él decía, en realidad y lenguaje, que es todo uno y lo mismo. A todo aquel que quería escucharle le hablaba de los muchos ratos hermosos que habían pasado juntos, de su belleza —tan irreal que parecía verdad, decía— y del vacío que le había dejado al abandonarlo; un agujero, un verdadero descosido de la vida. Buena parte de los paseos por el río de los primeros tiempos tras la ruptura se podía decir, y así era, que los habían dado los dos con ella, que, como hecho real, nunca les había acompañado fuera del lenguaje, seguramente sería por el frío. De modo que a ambos les habían abandonado por el espíritu del tiempo, por la marcha de los tiempos, eso que seguramente tenía ahora Núñez Blesa ante sus narices y por eso no le quitaba ojo aun a riesgo de parecer desconsiderado.

 

 

 

Nota.- El texto que aquí se presenta comprende las dos primeras partes del relato del mismo nombre.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por J.A. González Sainz

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