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Configurar sentido descendente

6 de octubre de 2017

 

 

CAPÍTULO UNO

 

Podríais haber pasado un buen rato tratando de localizar esos serpenteantes caminos o tranquilos prados por los que más tarde Inglaterra sería célebre. En lugar de eso, lo que había entonces eran kilómetros de tierra desolada y sin cultivar; aquí y allá toscos senderos sobre escarpadas colinas o yermos páramos. La mayoría de las vías que dejaron los romanos ya estaban en aquel entonces destrozadas o en mal estado, en muchos casos devoradas por la naturaleza. Sobre los ríos y ciénagas se posaban neblinas heladas, que les eran propicias a los ogros que en aquel entonces todavía poblaban estas tierras. La gente que vivía en los alrededores —uno se pregunta qué tipo de desesperación les llevó a instalarse en unos parajes tan lúgubres— es muy probable que temiese a estas criaturas, cuya jadeante respiración se oía mucho antes de que sus deformes siluetas emergiesen entre la niebla. Pero esos monstruos no provocaban asombro. La gente entonces los veía como uno más de los peligros cotidianos, y en aquella época había otras muchas cosas de las que preocuparse. Cómo sacar comida de esa tierra árida; cómo no quedarse sin leña para el fuego; cómo detener la enfermedad que podía matar a una docena de cerdos en un solo día y provocar un sarpullido verdoso en las mejillas de los niños.

            En cualquier caso, los ogros no eran tan terribles, siempre que uno no les provocase. Aunque había que dar por hecho que de vez en cuando, tal vez como consecuencia de alguna trifulca de difícil comprensión, de pronto una de esas criaturas se adentraría erráticamente en una aldea, presa de una incontenible ira, y aunque se le recibiese a gritos y blandiendo ante ella armas, en su furia destructiva podía llegar a herir a cualquiera que no se apartase lo suficientemente rápido de su camino. O que cada cierto tiempo un ogro podía llevarse consigo a un niño y desaparecer entre la niebla. La gente de aquel entonces tenía que tomarse con filosofía estas atrocidades.

            En un lugar así, al borde de una enorme ciénaga, a la sombra de escarpadas colinas, vivía una pareja de ancianos, Axl y Beatrice. Tal vez esos no fuesen sus nombres exactos o completos, pero, para simplificar, así es como nos referiremos a ellos. Podría decir que esa pareja vivía aislada, pero en aquel entonces muy pocos vivían «aislados» en el sentido que nosotros le damos al término. Para garantizarse calor y protección, los aldeanos vivían en refugios, muchos de ellos excavados en las profundidades de la ladera de la colina, conectados unos con otros a través de pasajes subterráneos y pasadizos cubiertos. Nuestra pareja de ancianos vivía en una de esas madrigueras con ramificaciones —«edificio» sería una palabra demasiado grandilocuente— junto a aproximadamente otros sesenta aldeanos. Si uno salía de esas madrigueras y caminaba veinte minutos por la colina, llegaba al siguiente asentamiento, que a simple vista resultaba idéntico al primero. Pero a ojos de los propios habitantes habría un montón de detalles distintivos de los que sentirse orgullosos o avergonzados.

            No pretendo dar la impresión de que eso era lo único que había en la Inglaterra de aquel entonces; de que, en una época en la que florecían civilizaciones esplendorosas en otras muchas partes del mundo, aquí estábamos no mucho más allá de la Edad de Hierro. Si hubieseis podido deambular a voluntad por la campiña, habríais descubierto castillos rebosantes de música, buena comida y gente en perfecta forma física, y monasterios cuyos moradores dedicaban sus vidas al conocimiento. Pero desplazarse era arduo. Incluso a lomos de un caballo fuerte, con buen tiempo, hubierais podido cabalgar durante días sin vislumbrar ningún castillo o monasterio asomando entre la vegetación. Os habríais topado mayormente con comunidades como la que acabo de describir, y a menos que llevaseis encima obsequios en forma de comida o ropa, o fueseis armados hasta los dientes, no hubierais tenido garantizado un buen recibimiento. Siento pintar semejante cuadro de nuestro país en aquella época, pero así eran las cosas.

            Pero regresemos a Axl y Beatrice. Como decía, esta pareja de ancianos vivía en la zona más alejada de la red de madrigueras, donde su refugio estaba menos protegido de los elementos y apenas se beneficiaba del fuego de la Gran Estancia en la que todos se congregaban por la noche. Tal vez hubo un tiempo en que habían vivido más cerca del fuego, cuando vivían con sus hijos. De hecho, esta idea era la que le rondaba por la cabeza a Axl mientras permanecía tendido en el lecho durante las largas horas que precedían al amanecer con su esposa profundamente dormida a su lado, y entonces una sensación difusa de pérdida se adueñaba de su corazón, impidiéndole volver a conciliar el sueño.

             Tal vez ese fue el motivo por el cual, esa mañana en concreto, Axl se había levantado del lecho y se había deslizado sigilosamente hasta el exterior de la madriguera para sentarse en el torcido banco junto a la entrada, esperando allí los primeros atisbos del alba. Era primavera, pero el viento helado aún se hacía notar, incluso con la capa de Beatrice con la que se había envuelto. Sin embargo, estaba tan absorto en sus pensamientos que, para cuando se dio cuenta del frío que hacía, las estrellas ya habían desaparecido, por el horizonte se extendía un resplandor y de la penumbra emergían las primeras notas del canto de los pájaros.

            Se puso lentamente de pie, lamentado haber estado a la intemperie tanto rato. Gozaba de buena salud, pero le había llevado algún tiempo sacarse de encima su última fiebre y no quería volver a recaer. Ahora notaba la humedad en las piernas, pero mientras se daba la vuelta para volver adentro, se sentía francamente satisfecho: porque esa mañana había logrado recordar varias cosas que hacía ya tiempo que se habían desvanecido en su memoria. Además, le parecía que estaba a punto de llegar a algún tipo de decisión trascendental —una que llevaba mucho tiempo posponiendo— y sentía una exaltación interior que estaba ansioso por compartir con su esposa.

            Dentro, los pasadizos de la madriguera estaban todavía completamente a oscuras, y tuvo que avanzar por ellos guiándose por el tacto hasta dar con la puerta de su estancia. Muchas de las «puertas» de la madriguera eran simples arcadas que marcaban el umbral de una estancia. El carácter abierto de este arreglo no parecía incomodar a los aldeanos por la falta de privacidad, y en cambio permitía que las estancias se beneficiasen del calor que se extendía por los túneles desde la gran hoguera o las hogueras más pequeñas permitidas en la madriguera. La estancia de Axl y Beatrice, sin embargo, al estar demasiado alejada de cualquiera de los fuegos, sí tenía algo que podríamos denominar una puerta; un enorme marco de madera con pequeñas ramas, enredaderas y cardos entrelazados que quien salía o entraba tenía que apartar a un lado cada vez que cruzaba el umbral, pero que permitía mantener a raya las gélidas corrientes de aire. A Axl no le hubiera importado demasiado no contar con esa puerta, pero con el tiempo se había convertido en objeto de considerable orgullo para Beatrice. A menudo, cuando él regresaba, se encontraba a su mujer sacando las plantas marchitas de la estructura y sustituyéndolas por otras recién cortadas que había reunido durante el día.

            Esa mañana, Axl movió el parapeto justo lo suficiente para poder pasar, procurando hacer el menor ruido posible. Las primeras luces del alba se filtraban en la habitación a través de las pequeñas grietas de la pared exterior. Podía vislumbrar su propia mano débilmente iluminada ante él y, sobre el lecho de hierba, la silueta de Beatrice, que seguía profundamente dormida bajo las gruesas mantas.

            Estuvo tentado de despertar a su esposa. Porque una parte de él le decía que, si en ese momento ella estuviese despierta y hablase con él, cualquier última barrera que todavía se interpusiese entre él y su decisión acabaría por desmoronarse. Pero aún faltaba un poco para que la comunidad se levantase y diese comienzo un nuevo día de trabajo, de modo que se acomodó en la banqueta baja en la esquina de la estancia, todavía envuelto en la capa de Beatrice.

            Se preguntó si esa mañana la niebla sería muy espesa y si, a medida que la oscuridad se disipase, descubriría que se había ido filtrando en su estancia a través de las grietas. Pero de pronto sus pensamientos se alejaron de esos asuntos y regresaron a lo que llevaba un tiempo preocupándole. ¿Los dos habían vivido siempre así, en la periferia de la comunidad? ¿O en algún momento del pasado las cosas habían sido muy diferentes? Hacía un rato, en el exterior, habían vuelto a su mente algunos recuerdos fragmentarios: una fugaz imagen de sí mismo recorriendo el largo pasillo central de la madriguera rodeando con el brazo a uno de sus hijos, caminando un poco inclinado, no a causa de la edad como podía suceder ahora, sino simplemente porque quería evitar golpearse la cabeza con las vigas debido a la escasa luz. Probablemente el niño estaba hablando con él; acababa de contarle algo divertido y ambos se reían. Pero ahora, como hacía un rato en el exterior, no lograba que nada quedase fijado en su cabeza, y cuanto más se concentraba, más difusos parecían hacerse los recuerdos. Tal vez todo esto no fuesen más que imaginaciones de un viejo chiflado. Tal vez Dios nunca les hubiese dado hijos.

            Acaso os preguntéis por qué Axl no se dirigía a los otros aldeanos para que le ayudasen a recordar su pasado, pero no era tan sencillo como pueda parecer. Porque en esta comunidad raras veces se hablaba del pasado. No pretendo decir que fuese tabú. Quiero decir que en cierto modo se había diluido en una niebla tan densa como la que queda estancada sobre las zonas pantanosas. Simplemente a estos aldeanos no se les pasaba por la cabeza pensar en el pasado, ni tan siquiera en el más reciente.

            Por poner un ejemplo de algo que llevaba cierto tiempo preocupando a Axl: estaba seguro de que no hacía mucho tiempo había habitadoentre ellos una mujer con una larga melena pelirroja, una mujer considerada fundamental para la aldea. Cuando cualquiera se hacía una herida o enfermaba, era a esta mujer pelirroja, experta en sanar, a la que se recurría. Y sin embargo ahora ya no había ni rastro de ella, pero nadie parecía preguntarse qué había sido de aquella señora, ni se lamentaban de su ausencia. Cuando una mañana Axl mencionó el asunto a tres vecinos mientras trabajaban juntos rompiendo la capa de hielo que cubría un campo, su respuesta le dejó claro que no tenían ni idea de sobre qué les estaba hablando. Uno de ellos incluso había hecho una pausa momentánea en el trabajo en un esfuerzo por recordar, pero había acabado negando con la cabeza.

            —Tuvo que ser hace mucho tiempo —sentenció.

            —Yo tampoco recuerdo en absoluto a esa mujer —le había asegurado Beatrice cuando él le sacó el tema una noche—. Axl, tal vez la imaginaste en sueños porque te gustaría contar con alguien así, pese a que tienes una esposa que está a tu lado y que es capaz de mantener la espalda erguida mejor que tú.

            Eso había sucedido en algún momento del otoño pasado, y habían permanecido tumbados uno junto al otro en su lecho, completamente a oscuras, escuchando cómo la lluvia repiqueteaba contra su refugio.

            —Es cierto que en todos estos años apenas has envejecido, princesa —le había dicho Axl—. Pero esa mujer no era un sueño, y tú misma la recordarías si dedicases un momento a pensar en ella. Hace tan sólo un mes estaba ante nuestra puerta, un alma bondadosa preguntando si necesitábamos que nos trajera algo. Seguro que lo recuerdas.

            —¿Pero por qué deseaba traernos algo? ¿Tenía alguna relación de parentesco con nosotros?

            —-Creo que no, princesa. Sólo trataba de ser amable. Seguro que lo recuerdas. Aparecía a menudo ante la puerta preguntando si teníamos frío o hambre.

            —Lo que pregunto, Axl, es ¿por qué tenía con nosotros esas deferencias?

            —Yo también me lo preguntaba entonces, princesa. Recuerdo haber pensado: vaya, he aquí una mujer que se preocupa por atender a los enfermos, y sin embargo nosotros dos estamos tan sanos como el resto de la comunidad. ¿Tal vez se habla de alguna plaga inminente y ella ha venido para examinarnos? Pero resulta que no hay ninguna plaga y esa mujer simplemente está siendo amable. Ahora que hablamos de ella, me vienen más recuerdos a la cabeza. Se quedó allí de pie y nos dijo que no nos angustiásemos cuando los niños se mofaban de nosotros. Eso fue todo. Y no volvimos a verla.

            —Axl, no sólo esa mujer pelirroja es fruto de tu imaginación, sino que además resulta que es tan tonta como para preocuparse por unos cuantos niños y sus juegos.

            —Eso es lo que pensé entonces, princesa. Qué daño pueden hacernos unos niños que simplemente pasan el rato por aquí cuando fuera hace un tiempo de perros. Le dije que ni se nos había ocurrido pensar en eso, pero ella insistió amablemente. Y recuerdo que entonces dijo que era una pena que hubiéramos pasado tantas noches sin una simple vela.

            —Si a esa mujer le apenaba que no dispusiésemos de una vela —había dicho Beatrice—, al menos en algo tenía toda la razón. Es un insulto que se nos haya prohibido tener una vela en noches como esta, teniendo unas manos tan firmes como las de cualquiera de ellos. Mientras que hay otros que tienen velas en sus estancias, pese a que cada noche se les sube la sidra a la cabeza o incluso tienen niños que corretean como salvajes. Y sin embargo es a nosotros a quienes nos quitan la vela, y ahora, Axl, apenas puedo ver tu silueta pese a que estás pegado a mí.

            —No tienen ninguna voluntad de ofendernos, princesa. Simplemente es el modo en que siempre se han hecho las cosas, no hay más motivo que ése.

            —Bueno, tu mujer imaginaria no es la única que considera que es desconcertante que nos tengan que quitar la vela. Ayer, o tal vez fue anteayer, fui hasta el río y al pasar junto a las mujeres estoy segura de que les oí decir, cuando creían que ya no podía oírlas, la desgracia que era que una pareja que todavía camina perfectamente erguida como nosotros tuviera que pasar todas las noches a oscuras. De modo que esa mujer con la que has soñado no es la única que piensa de este modo.

            —No es fruto de mi imaginación. Te lo repito, princesa. Hace un mes aquí todo el mundo la conocía y tenía una palabra amable para ella. ¿Cuál puede ser la causa de que todos, incluida tú, os hayáis olvidado por completo de su existencia?

            Al recordar ahora, en esta mañana de primavera, la conversación, Axl se sintió casi preparado para admitir que había estado equivocado con respecto a la mujer pelirroja. Después de todo, era un hombre de edad avanzada, propenso a las confusiones ocasionales. Y sin embargo, este asunto de la mujer pelirroja era uno más de una sucesión de episodios desconcertantes. Resultaba frustrante que ahora no le vinieran a la cabeza algunos de los múltiples ejemplos, pero había muchos, de eso no había duda. Estaba, sin ir más lejos, el incidente relacionado con Marta.

            Era una niña de nueve o diez años que siempre había tenido reputación de no temerle a nada. Todas esas historias que ponían los pelos de punta sobre lo que les podía suceder a los niños que se iban por ahí solos no parecían hacer mella en su afición por la aventura. De modo que la tarde en que, cuando quedaba menos de una hora de luz diurna, con la niebla avanzando y los aullidos de los lobos audibles en la ladera de la colina, se corrió la voz de que Marta había desaparecido, todo el mundo dejó lo que estaba haciendo alarmado. Durante un rato, varias voces gritaron su nombre por toda la madriguera y se oyeron pasos corriendo arriba y abajo por los pasadizos mientras los aldeanos revisaban cada dormitorio, los huecos excavados como almacenes, las cavidades bajo los travesaños, cualquier escondrijo en el que una niña pudiese esconderse para divertirse.

            Y entonces, en pleno pánico, dos pastores que regresaban de su turno en las colinas entraron en la Gran Sala y empezaron a calentarse junto al fuego. Mientras lo hacían, uno de ellos comentó que el día anterior habían visto a un águila volando en círculo sobre sus cabezas, una, dos y hasta tres veces. No había duda, dijeron, de que era un águila. Sus palabras se propagaron rápidamente y al poco rato se congregó alrededor del fuego una multitud para escuchar a los pastores. Incluso Axl se apresuró a unirse a los demás, ya que la aparición de un águila en su país era desde luego una novedad. Entre los muchos poderes que se les atribuían a las águilas estaba la capacidad de ahuyentar a los lobos, y en otros lugares, se decía, los lobos habían desaparecido gracias a esos pájaros.

            Al principio los dos pastores fueron ávidamente interrogados y les hicieron repetir la historia que contaban una y otra vez. Progresivamente se empezó a extender el escepticismo entre sus oyentes. Se habían oído historias parecidas muchas veces, señaló alguien, y siempre habían acabado resultando infundadas. Otro de los presentes recordó que esos mismos pastores habían contado la misma historia la primavera pasada y después no se produjo ni un solo avistamiento. Los pastores negaron con indignación haber contado nada de eso en el pasado y la multitud no tardó en dividirse entre los que se pusieron del lado de los pastores y los que afirmaban recordar vagamente el supuesto episodio del pasado año.

            A medida que la trifulca se avivaba, Axl notó que le invadía esa sensación familiar y agobiante de que algo no cuadraba y, alejándose del griterío y los empellones, salió al exterior para contemplar el cielo del anochecer y la niebla que se deslizaba a ras de suelo. Y al cabo de un rato, las piezas empezaron a encajar en su cabeza: la desaparición de Marta, el peligro, cómo no hacía mucho todo el mundo la había estado buscando. Pero esos recuerdos ya se estaban haciendo confusos, de un modo parecido al de un sueño que se diluye durante los segundos posteriores al despertar , y fue sólo mediante un supremo acto de concentración que Axl logró retener la imagen de Marta mientras las voces a sus espaldas seguían discutiendo sobre el águila. Y entonces, mientras seguía allí plantado, oyó la voz de una niña canturreando para sí misma y vio emerger a Marta de entre la niebla ante él.

            —Eres muy rara, niña —le dijo Axl al verla venir brincando hacia él—. ¿No tienes miedo de la oscuridad? ¿De los lobos o de los ogros?

            —Oh, sí que les tengo miedo, señor —le respondió con una sonrisa—. Pero sé cómo esconderme de ellos. Espero que mis padres no hayan estado preguntando por mí. La semana pasada encontré un escondrijo perfecto.

            —¿Preguntando por ti? Por supuesto que han estado preguntando por ti. ¿Acaso no ha estado la aldea entera buscándote? Escucha el alboroto que hay ahí dentro. Eso es por ti, niña.

            Marta se rió y comentó:

            —¡Oh, déjelo ya, señor! Ya sé que no me han echado de menos. Y oigo perfectamente que ahí dentro no están hablando a gritos sobre mí.

            Cuando la niña dijo esto, Axl pensó que sin duda tenía razón: las voces que llegaban desde el interior no discutían sobre ella, sino sobre otro asunto completamente distinto. Se inclinó hacia la entrada para escuchar mejor y cuando cazó al vuelo una frase suelta entre los gritos empezó a recordar la historia de los pastores y el águila. Se estaba preguntando si debería explicarle algo de eso a Marta cuando de pronto ella pasó junto a él y se deslizó hacia el interior.

            La siguió, imaginando el alivio y la alegría que generaría la reaparición de la niña. Y sinceramente, se le pasó por la cabeza que al entrar con ella le atribuirían parte del mérito de su regreso. Pero cuando los dos se asomaron a la Gran Sala, los aldeanos seguían tan enfrascados en su trifulca con los pastores que sólo unos pocos se tomaron la molestia de volver la cabeza hacia él y la niña. La madre de Marta sí se apartó de la multitud lo suficiente para decirle a su hija: «¡De modo que aquí estás! ¡No se te ocurra volver a desaparecer así! ¿Cómo tengo que decírtelo?», antes de volver a dirigir su atención a la disputa alrededor del fuego. Al verlo, Marta sonrió a Axl como diciéndole: «¿Ves lo que te decía?» y desapareció entre las sombras en busca de sus amiguitos.

             

 

Escrito en Lecturas Turia por Kazuo Ishiguro

29 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Señor, sólo nos queda

una cuchara y un cuenco vacío

del que servirse

grandes sorbos de nada

 

y hacer creer que eso que come

es una sopa espesa, oscura,

un potaje humeante

en el cuenco vacío.

 

 

(Traducción de Jordi Doce)

Escrito en Lecturas Turia por Charles Simic

18 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

A bordo de un rompehielos

de seis mil toneladas y dieciocho mil caballos,

leo tu libro, querido amigo, y leo

que el tiempo se ensombrece

en la obsesión de huir, sobre todo

de ti mismo, acechado

por el hastío, esa partida

de luz morada, casi negra,

que tanto cansa, repetida

y última.

Pero de uno mismo no se huye;

uno se engaña

simplemente,

con el frío de las horas contadas

que nadie recuerda; y negocia 

un viaje hacia la primera aurora

en la lejanía

del horizonte, donde los fantasmas

son sólo el hielo que nos hace

y el aire nuevo limpia el pulmón

que apenas te sostiene.

Este barco nos lleva a los dos

mientras escribo,

con tu furia y mi sosiego,

hasta el lugar de los principios.

 

Escrito en Lecturas Turia por David Mayor

18 de septiembre de 2017

Un escritor, bien. Un contador de historias, también. Con tales definiciones se mostraba Heinrich Böll conforme; pero ocurre que sus contemporáneos se empeñaron en asignarle apelativos que él repetidamente rechazó.

No le hacía ninguna gracia que lo calificasen de escritor cristiano, por más que durante toda su vida profesara la fe con sostenido convencimiento. Mayor irritación le causaba el ser conceptuado de moralista. Fue, sí, un hombre de su tiempo, atento a las cuestiones sociales. Un hombre que a menudo alzó la voz, que participó en movimientos de protesta y expuso sus opiniones políticas en innumerables entrevistas, artículos, conferencias. Un entrevistador le preguntó en cierta ocasión cómo se explicaba que para un gran número de ciudadanos alemanes él representara algo así como la conciencia moral de Alemania. Respondió sin vacilar: “Porque hay muy poca conciencia.” Böll percibía que semejantes adscripciones a lo político y moral simplificaban su obra, si no es que la anulaban, convirtiéndola en un apéndice de sus opiniones.

Fue, a la manera de Antonio Machado, “en el buen sentido de la palabra”, un hombre bueno, propenso a la solidaridad y la compasión. Quienes lo conocieron de cerca destacan su sencillez en el trato, su sentido del humor, su autenticidad. Böll fue un hombre honrado a carta cabal. Un hombre que no establecía diferencias entre lo que pensaba y lo que decía en público, y que auxiliaba con naturalidad a unos y otros, no pocas veces afrontando riesgos. Dividida Europa en dos bloques inconciliables, ayudó a una ciudadana a huir de Checoslovaquia; la invitó a tomar asiento en su automóvil y le prestó el pasaporte de su mujer, sobre el cual pegó una foto de la fugitiva. Sabido es asimismo que Böll pasó a Occidente, al término de una visita a la Unión Soviética, manuscritos de Alexandr Solzhenitsyn a cambio de nada, simplemente porque se lo pidieron; manuscritos de un escritor con el que apenas se podía comunicar (ninguno hablaba la lengua del otro) y del que lo separaban notables diferencias ideológicas. Ninguna de estas circunstancias importó a Böll, para quien la ayuda al necesitado, y en esto se nota su profunda convicción cristiana, estaba por encima de cualesquiera otras consideraciones. Más adelante acogió a Solzhenitsyn en su casa.

Böll gozó en vida de una enorme popularidad. El crítico Marcel Reich-Ranicki cifra el éxito de sus libros en la naturaleza humana de sus protagonistas. Son individuos apenas heroicos, que no fueron nazis ni enemigos del nacionalsocialismo, sino simples soldados a quienes de buenas a primeras les cayó encima el peso de la Historia. En diversos libros de cuentos y novelas, Böll dio relevancia a un tipo de figura humana con la que muchos lectores alemanes pudieron identificarse, suscitando en ellos una intensa sensación de veracidad. He aquí un narrador, pensaron, que no miente, que cuenta las cosas sin glorificarlas ni tergiversarlas; antes bien, como fueron vividas (y padecidas) por un amplio sector de la población.

Heinrich Böll nació en Colonia el día 21 de diciembre de 1917. Corrían por entonces malos tiempos en Alemania, que se encontraba al borde de la derrota en la Primera Guerra Mundial. Se abría para el pueblo alemán una época de privaciones, inflación galopante e inestabilidad política. La familia de Böll afrontará dicho periodo de estrechez con cierta holgura, gracias al taller de ebanistería del cual era propietario el padre de familia. Böll creció en un ambiente de acendrado catolicismo, con un claro componente antiprusiano y antimilitarista que marcará de por vida su personalidad y también su literatura.

El triunfo de Hitler en las urnas, en enero de 1933, pilla a Böll suficientemente vacunado contra cualquier tentación totalitaria. Ni la exhibición de armamento, ni las banderas omnipresentes, ni los uniformes lograron nunca fascinarlo. En casa, al principio, sus familiares se mofan de los nazis. Pronto se percatan de que las burlas y la crítica en voz alta se han vuelto sobremanera peligrosas. No son desconocidos los campos de internamiento donde los nuevos amos del poder recluyen a los disidentes políticos, los homosexuales y los judíos.

A la edad de 15 años, Böll ha visto hordas de matones nazis campando por sus respetos en las calles de su ciudad natal. Se deja imaginar el rechazo que le inspiran, a él que ya es un denodado lector, las quemas públicas de libros. El concordato firmado por la Santa Sede con Hitler en el verano de 1933 supuso un duro golpe para su familia, cuyos miembros estudian la posibilidad de abandonar la iglesia católica. Este paso lo dará cuarenta y dos años después Heinrich Böll, sin renunciar por ello a la fe.

Al joven Böll le habría gustado estudiar. Incluso llegó a matricularse en la Universidad de Colonia con el fin de cursar Germanística y Filología Clásica. Pocas semanas después, la invasión alemana de Polonia determinó el comienzo de la Segunda Guerra Mundial e inmediatamente Böll fue incorporado a filas, lo que dará al traste con su sueño de hacer una carrera universitaria. Durante más de cinco años, hasta muy poco antes de la capitulación, Heinrich Böll combatirá en diversos frentes antes de ser hecho prisionero. Al respecto dejó escrito: “La guerra me enseñó qué ridícula es la virilidad y qué desamparado está el hombre en la guerra.” Una parte considerable de su literatura, la más testimonial, tendrá en cuenta ambas conclusiones. Podría incluso afirmarse que nacerá de ellas.

La guerra perjudicó seriamente la formación intelectual del escritor. Entre los años 1939 y 1945, aparte de cartas, Böll no escribió nada. Tras el cautiverio de varios meses, regresa a Colonia, destruida en más del 70% de su extensión urbana. Era un superviviente sin estudios, sin profesión, sin bienes de fortuna. Tardó obra de dos años en recobrar la salud. Para entonces ya está decidida su vocación literaria. Sus primeros textos consisten en relatos vinculados temáticamente a las privaciones y la miseria de la recién comenzada posguerra, en una ciudad cubierta de polvo y casas derruidas. Es la llamada “literatura de los escombros” (Trümmerliteratur), de la que Böll será uno de sus más destacados representantes. Escribe historias relacionadas con las triquiñuelas del mercado negro, sobre hurtos para subsistir, sobre el racionamiento y las penalidades de toda índole en una sociedad marcada por la derrota bélica, que se debate entre la desmoralización, el sentimiento de culpa y el deseo de olvidar y salir adelante como sea.

Su estilo literario, sencillo, directo, está inspirado en el de sus modelos, Balzac y Dickens principalmente, así como en el de otras célebres figuras del realismo decimonónico. A este periodo de Böll pertenecen numerosos relatos, la parte de su obra que, a mi juicio, mejor ha resistido el paso del tiempo, y su primera novela, El tren llegó puntual (1949). También en sus siguientes novelas, ¿Dónde estabas, Adam? (1951) y La casa sin amo (1954), Böll escribió sobre la experiencia de la guerra y sobre sus consecuencias y su sinsentido.

El nombre del escritor comenzó a sonar con fuerza en el año 1951, a raíz de su participación en el séptimo encuentro del Grupo 47, durante el cual fue galardonado. El premio le supuso, además de una respetable suma de dinero, un contrato de edición con la que será en adelante su editorial: Kiepenheuer & Witsch. Aunque ya había publicado con anterioridad algunas libros, es ahora cuando arranca con fuerte impulso la carrera literaria de Heinrich Böll, quien atraviesa a lo largo de la década de los cincuenta una fase especialmente productiva.

Sus tres novelas consideradas mayores están por llegar. La primera, en 1959, Billar a las nueve y media, contiene una sucesión de conversaciones y monólogos sobre los conflictos familiares y personales de tres generaciones de arquitectos alemanes. Siguió, cuatro años después, Opiniones de un payaso, cuyo protagonista, Hans Schnier, un payaso de profesión que ha sido abandonado por su mujer, hace un repaso desencantado de su vida, sin ahorrar críticas a la iglesia católica y a la sociedad alemana de su tiempo. Por último, Retrato de grupo con señora (1971) traza un complejo mosaico de las distintas capas sociales que sirven de marco a la vida de la protagonista, Leni, una mujer de clase acomodada que terminará perdiendo sus privilegios a cambio de preservar la libertad. Un año después de la publicación de esta última novela, en 1972, Heinrich Böll obtuvo el Premio Nobel.

Pero no todo fueron éxitos y parabienes en la vida de Heinrich Böll. En 1953 tuvo un primer roce con representantes de la iglesia católica, irritados por la emisión radiofónica de un cuento suyo. Este incidente llevó a Böll a instalarse durante una temporada en Irlanda, experiencia que le inspiró un célebre diario.

Sus críticas contra el partido demócrata-cristiano le acarrearán una creciente hostilidad por parte de los medios de prensa del consorcio Springer, con los periódicos Bild Zeitung y Die Welt a la cabeza. Böll goza de reconocimiento internacional, ha sido elegido presidente del PEN Club; así pues, sus opiniones tienen peso, traspasan la frontera alemana y escuecen. Aprovecha su fama creciente para hacerse oír. Protagoniza actos de protesta contra la guerra de Vietnam y contra la política agresiva del presidente Nixon. Secunda las reivindicaciones estudiantiles, reclama mayores emolumentos para los escritores, apoya abiertamente la candidatura a canciller del socialdemócrata Willy Brandt, en la década de los ochenta se acercará a Los Verdes. Es, en suma, un hombre público que no elude en ocasiones la provocación, como cuando felicitó con un ramo de flores a Beate Klarsfeld, la mujer que había abofeteado durante un congreso del partido CDU al canciller Kiesinger por su pasado nazi.

En diciembre de 1971, Böll se atrae las iras del Bild Zeitung al criticar a dicho periódico, mediante una carta abierta, por atribuir sin pruebas un atraco reciente a miembros de la Fracción del Ejército Rojo. En adelante, Böll será objeto de una campaña despiadada por parte de la prensa de Springer. El acoso al escritor no se limitará a los medios de comunicación. En junio de 1972, tras la detención de Andreas Baader, la policía registra su casa en busca de terroristas. Un diputado de la CDU lo acusa de cómplice de estos en el curso de una intervención parlamentaria. A Böll le llueven epítetos denigrativos de aquí y allá, y reacciona (¿se defiende?) publicando un libro de denuncia de los tejemanejes de la prensa sensacionalista de la época, El honor perdido de Katharina Blum, que lleva el significativo subtítulo de Cómo surge la violencia y adónde conduce.

La novela, de tamaño reducido, obtiene un éxito descomunal en Alemania. La protagonista, Katharina, traba relación amorosa con un desertor. El caso llega a conocimiento de un reportero, que lo aprovecha para difamar sin compasión a la joven mujer, inventándose toda suerte de pormenores y lances. Incapaz de protegerse del poder desmesurado del periódico ni, por tanto, de lavar su honor, la joven mujer opta por matar al periodista.

La crítica literaria alemana constata en Böll, avanzada la década de los setenta, una pérdida de sustancia creativa. Aún escribirá y publicará unos cuantos títulos, si bien menores en el conjunto de su obra. Y no es sólo que su dedicación a los asuntos sociales, con todo lo que ello implica de desplazamientos, intervenciones públicas, presencia en foros diversos y tareas ocasionales de toda índole, menoscaben su capacidad de trabajo, restando al escritor tiempo y energías para la creación literaria. No menos lo aparta del escritorio su delicado estado de salud, en parte ocasionado por su prolongada y excesiva adicción a los cigarrillos. Böll arrastra problemas vasculares debidos al tabaquismo y padece diabetes. La edad y los achaques, distintas operaciones quirúrgicas, la muerte de un hijo en 1982, dejan en él una huella que las fotografía de la época hacen evidente. El 16 de julio de 1985, poco después de haber sido dado de alta en el hospital, Heinrich Böll falleció en su casa. Días antes, el suplemento dominical del periódico El País había publicado la que probablemente fue la última entrevista de su vida. El entierro, multitudinario, se celebró según el rito católico, con nutrida presencia de personalidades políticas.

En el momento de fallecer, Böll tenía acabada una novela, Mujeres a la orilla del río, que se publicó póstumamente. Libro de conversaciones dispersas, sin una trama reconocible, los críticos coincidieron en calificarlo de fallido. Yo tengo la impresión de que hoy día, en Alemania, el legado literario de Heinrich Böll está envuelto en una niebla de olvido. No, desde luego, en una niebla impenetrable que oculte por completo sus obras, al menos las más relevantes, que aún siguen mereciendo un segmento de balda en numerosas librerías. Lo cual no evita que a veces este o el otro título haya que encargarlo.

Como es habitual en el caso de los escritores fallecidos, se han recuperado textos suyos inéditos; en concreto, algunas tentativas literarias de sus comienzos. Existe asimismo un llamado Archivo Heinrich Böll, dedicado a preservar la memoria del escritor, a difundir su obra y facilitar el estudio de la misma. Böll da asimismo nombre a varias escuelas públicas y a un premio literario que organiza anualmente la ciudad de Colonia. El partido político Los Verdes tuvo la deferencia de asignar el nombre del escritor a su fundación.

Con eso y todo, y a pesar de la general simpatía que despierta el novelista, se percibe en la actualidad una falta de presencia de sus obras en el debate general de las ideas y de los nuevos gustos estéticos en Alemania. Es posible y deseable que la celebración en 2015 del trigésimo aniversario de su fallecimiento brinde la oportunidad de reactualizar la figura de un escritor esencial de la posguerra alemana, así como de releer sus libros y darlos a conocer a las jóvenes generaciones, quitándoles la fina capa de polvo que hoy, a mi juicio, los cubre.

 

Escrito en Lecturas Turia por Fernando Aramburu

11 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

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