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Configurar sentido descendente

2 de noviembre de 2017

                      

Narrar es hacer mundo. La obra de un autor configura un universo que surge desde su voz. Una ruta con particularidades: modos de la prosa; imágenes; contextualizaciones históricas; voces; temas; peculiaridades de los personajes. Pero debo confesar que me apasionan los autores que se atreven a perturbar la coherencia de ese mundo propio, los que se atreven a seguir explorando más allá del territorio inicial que trazan sus palabras.

La década del setenta tiene un especial interés para los lectores de Vargas Llosa porque es el momento cuando el escritor peruano, ya enaltecido y aclamado por la crítica mundial, procura abandonar el ámbito de su propio universo literario.

“Totalidad”, “ambición infinita”,  “catedrales narrativas” podrían ser hasta ese momento definiciones útiles a la hora de resaltar la aspiración contenida en sus tres primeras novelas. De allí la perplejidad que despertaron los dos títulos de ficción que aparecieron en esos años: Pantaleón y las visitadoras (1973) y La tía Julia y el escribidor (1977), piezas que de inmediato fueron etiquetadas como literatura menor, como perdonables divertimentos.

En palabras de Armas Marcelo, para ciertos lectores y críticos era imposible que el autor de obras desmesuradas, excesivas, inabarcables, hubiese desembocado en esos tonos de la intimidad humana, en esos desarrollos anecdóticos que no dudaban en convocar la risa y el regodeo sentimental. Recordemos que hasta ese momento Vargas Llosa se había mostrado tajante al decir que el novelista era un competidor de Dios en tanto voluntad organizativa de mundos paralelos y que el humor convertía las ficciones en un sub-género de limitadas capacidades expresivas. Pero durante la década del setenta Vargas Llosa no escuchó el coro entusiasta de quienes comentaban su producción, ni tampoco la verbosidad de sus anteriores prejuicios estéticos. Por el contrario, hizo algo más cercano al ejercicio de la literatura: escuchó la propia voz que su relato iba modulando; escuchó el libro que estaba escribiendo en ese momento y detectó dentro de él esa fuerza inagotable de la risa, del humor, del desparpajo y  el exceso.

El escritor peruano comprendió que de poco servían sus conceptos sobre la novela si no se dejaba arrastrar por la deliciosa corriente que emanaba de aquel relato selvático y disparatado que iba apareciendo entre sus manos. Así, el humor se convirtió en la columna vertebral de Pantaleón y las visitadoras e hizo posible una de las piezas más brillantes de su autor. Un humor conseguido especialmente a través de la estrategia del contraste entre la ampulosidad, la rigidez de los informes redactados en el almidonado lenguaje militar, y las situaciones procaces que se van sucediendo en la novela. Explosiva combinación; especie de mundo rabelesiano reorganizado en los esquematismos castrenses. No olvidemos que Mark Twain, al  referirse a los tipos de cuentos que generaban la risa, resaltaba el “cuento humorístico” pues según su concpeto representaba una escala más elevada de la inteligencia y la estética. Categoría que podía alcanzarse mediante una estrategia que resumía en estos términos: “ El cuento humorístico se cuenta con un tono serio; el cuentista hace todo lo posible para ocultar que sospecha, siquiera vagamente de que sea de algún modo gracioso”. 

Por otro lado, necesario es reseñar los diversos los elementos que configuran Pantaleón y las visitadoras. Así lo que en un principio parece la dinámica constructiva del autor para exhibir la complejidad del mundo se transforma luego en la unidad que explica el sentido general de la novela. Las apariciones de un fanático, las tensiones de una familia en la que combaten dos mujeres, el vacío de un personaje que sólo sabe existir dentro del orden cuartelario, la aparición de una muchacha enloquecedora, un inescrupuloso locutor de radio, la mediocridad del mundo militar, avanzan a saltos, aparentemente dispersos, hasta que las páginas finales de esta obra los van anudando con feroz contundencia.

Desde luego nos encontramos frente a una novela donde la técnica resulta apasionante: mezcla de documentos oficiales, libretos de radio, formas dialogadas, vasos comunicantes, cartas. Las objeciones de lectores y críticos de aquella época no podían referirse a la “armazón” de la obra porque esta ofrece una jugosa complejidad; lo que había cambiado en relación a los títulos anteriores era su tratamiento: ya no se trataba de lanzar las grandes preguntas que explicasen la realidad y la violencia latinoamericana, sino de jugar con las pasiones humanas y mirarlas con gesto divertido, risueño, como ya había comenzado a hacer en esos mismos años otro narrador peruano: Alfredo Bryce Echenique, de quien un crítico como Donald Shaw destacaba: “ su comicidad deliciosa”.

Pero como adelantábamos, una vez transitado el camino del humor, Vargas Llosa iría todavía un poco más allá en su exploración de otro tipo de novela diferente al que había emprendido en sus inicios. Por eso La Tía Julia y el Escribidor es ni más ni menos que la escenificación folletinesca (y con juegos autoficcionales) de amores imposibles propios de la música o la ficción popular. Ya no sólo hay un distanciamiento de la novela que intenta explicar los grandes males de América Latina desde voces complejas y abarcantes, sino un regodeo en la mínima anécdota, en la pequeñez de personajes que sólo intentan explicarse y vivir la perplejidad de sus existencias.

Narración que trabaja el mundo marginal y decadente de las ficciones masivas, Vargas Llosa en esta otra novela desarrolla un tipo de discurso  que suele asociarse a las obras de Manuel Puig, autor que en palabras de Vivas Lacour se singulariza pues en sus relatos: “aparece constantemente lo masificado, lo artificial, siempre asociado al deleite del público común(…)” y se trabaja: “lo marginal, lo  estereotipado, incluso lo cursi”.

Gran salto expresivo el ofrecido por Vargas Llosa en esta pieza narrativa cuando podemos relacionar este texto con un autor tan divergente a su estética como fue Puig, y al que el propio peruano ha definido como escritor de poderosa imaginación pero sin grandes ideas. Porque independientemente de las opiniones que pueda ofrecer Vargas Llosa sobre la novela sostenida en segmentos de la cultura popular, muchos coinciden en señalar la filiación de este libro suyo con esa corriente narrativa.  No en vano Cabrera Infante dijo en el 2000: “ La Tía Julia y el escribidor no habría podido tener ese título sin la precedencia de Puig”.

Risibles, exagerados radioteatros llenos de incestos, amores contrariados, catástrofes,  movilizan una pieza en la que por una parte se desarrolla la ficción degradada y ramplona que brota de los dramones folletinescos, y por el otro, como en una suerte de espejo (distorsionador quizás, pero espejo al fin) la historia de un enamorado y casi adolescente Vargas Llosa. Recurso que no es la única referencia duplicada de este libro pues “Varguitas” y el escribidor aparecen en un principio como figuras antagónicas, uno anhelante de los grandes discursos de la literatura; el otro enfrascado en el trabajo incesante de sustituir la realidad gracias a una imaginación mediatizada por las ficciones populares. Pero la novela lentamente los va aproximando, va revelando las sutiles conexiones que se desarrollan entre uno y otro, y la corriente de simpatía que surge entre ambos revela cómo para la formación literaria del joven artista, será fundamental la pasión enfermiza de ese escribidor que de manera quijotesca desarrolla una fijación por el trabajo que lo hunde en la locura.

Es aquí, al ver en ambas novelas el despliegue de un desternillante humor y el acercamiento a la cultura popular y a materiales aparentemente degradados, cuando intuyo cómo Vargas Llosa con inteligencia y valentía se dedicó en la década del setenta a desviar la trayectoria de su propio trabajo. Un desvío que como lector yo sitúo en un terreno peculiar, pues pudiese evocar a Puig en su rescate de los materiales innobles de la ficción masificada, y  también pudiese aproximarnos a Alfredo Bryce Echenique, con sus desmesurados juegos de humor y sentimentalidad.

De alguna manera, uno de los autores fundamentales del Boom de la narrativa hispanoamericana, se atrevió en la década del setenta a participar de los nuevos registros que novelistas posteriores a él (los agrupados en los equívocos nombres del boom junior o el post boom) comenzaban a explorar. Hipótesis que me resulta perturbadora y fascinante. La literatura que se contiene a sí misma, pero que también contiene la pluralidad de otra literatura que comienza perfilar un futuro. El vigor de un Vargas Llosa capaz de redescubrir nuevas voces en su consolidada voz; su valentía al salir de sí mismo, de la seguridad de sus propios éxitos, para explorar la posibilidad de mundos novelescos que en sus tres primeras novelas no hubiese podido alcanzar.

Una manera de crecer desconociéndose; conociéndose en los otros.  

Bibliografía:

JJ. ARMAS MARCELO, Vargas Llosa: el vicio de escribir, Random House Mondadori, Barcelona, 2008.

Alfredo BRYCE ECHENIQUE, La suprema ironía cervantina,  Editorial complutense, Madrid, 2010.

Guillermo CABRERA INFANTE, “La última traición de Manuel Puig”, El País, 24 de julio de 1990.

Fernando IWASAKI, Mario Vargas Llosa: entre la libertad y el infierno, Estelar, Barcelona, 1992.

Mark  TWAIN,  Cómo contar un cuento,  Langre, San Lorenzo de El Escorial, 2010.

José María POZUELO YVANCOS,  Figuraciones del yo en la narrativa, Cátedra Miguel Delibes, Valladolid, 2010.

Donalld L. SHAW, Nueva narrativa hispanoamericana, Cátedra, Barcelona, 1992.

Mario VARGAS LLOSA,  Cartas a un joven novelista, Ariel/Planeta, Barcelona, 1997.                  

La tía Julia y el escribidor, Punto de lectura, Madrid, 2006.

Pantaleón y las visitadoras,  Bruguera, Barcelona, 1980.

Carmen Victoria VIVAS LACOUR, “Las estéticas rechazadas trasforman los espacios de legitimación: la reconciliación con el “gran público” de Manuel Puig”. Revista Lingüística y Literatura, Universidad de Antioquia, año 29, Número 53, enero-junio 2008, pp.37-49.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Méndez Guédez

            La presencia de Octavio Paz y Elena Garro en la Guerra Civil española, por una parte, y por otra la visita a Sevilla en el año 1927 del poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George, semanas antes de la mítica reunión de poetas que daría nombre a la generación literaria más importante del siglo XX, suponen puntos de partida sugerentes e interesantes sobre los que construir sendas novelas. Dos argumentos que el escritor Antonio Rivero Taravillo ha sabido aprovechar en sus únicas novelas hasta la fecha: Los huesos olvidados (Ed. Espuela de Plata, 2014) y Los fantasmas de Yeats (Ed. Espuela de Plata, 2017).

            Rivero Taravillo (1963), nacido en Melilla pero residente en Sevilla desde su más temprana niñez, ha publicado siete poemarios, el último de ellos El bosque sin regreso, de 2016; las biografías de Luis Cernuda y de Juan Eduardo Cirlot, premiada la primera con el premio Comillas, en 2007, y la segunda con el premio Antonio Domínguez Ortiz de Biografía, en 2016; cuatro libros de viaje, incluido En busca de la isla esmeralda, publicado recientemente; Vilanos por el aire, un libro que recoge sus aforismos, algunos ya conocidos por quien tenga la costumbre de seguir al autor en redes sociales; y muy numerosas traducciones del inglés, del irlandés y del gaélico escocés (han leído bien: Rivero Taravillo domina el gaélico; probablemente el único escritor en lengua española que puede presumir de este logro, Borges aparte).

            No sería justo que esta prolífica producción en otros géneros eclipsase su breve producción novelística. Vamos, por tanto, a analizar con detenimiento en este artículo ambas novelas.

 

Los huesos olvidados.

            Encarnación Expósito, una profesora jubilada de literatura española, visita en México a Octavio Paz y a Elena Garro, primera esposa del poeta. Trata de reconstruir la vida y, sobre todo, las circunstancias de la muerte de su padre, José Juan Bosch, hijo de emigrantes catalanes y amigo de juventud de Paz. Expulsado de México, Bosch regresó a España y durante la Guerra Civil luchó a favor de la República. Una primera versión de su muerte lo presenta como víctima de los combates en el frente de Aragón. Pero la realidad es más inquietante.

            En mayo de 1937, Paz y Garro se encontraban en Barcelona apoyando la causa republicana. El poeta asiste al Palau de la Música para recitar, entre otros poemas, su Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón. Pero Juan Bosch, el compañero muerto al que está dedicado el poema, en realidad se encuentra entre los asistentes al acto. Ante la estupefacción del poeta, Bosch le pide que acuda al día siguiente a una cita en la que le explicará el grave peligro al que se enfrenta por su activa militancia en el POUM. Paz se presenta en el lugar acordado, pero no Bosch. Nunca volverán a verse.

            Salvo la existencia de Encarnación Expósito, personaje ficticio, todo lo que se narra en la novela es real. También lo es la anécdota de la que parte la novela, la falsa muerte en el frente de Juan Bosch y su aparición en el recital del Palau; es el propio Paz quien la relata en el texto que acompaña a la Elegía en las Obras Completas del poeta. Reales son, por supuesto, los personajes, con Octavio Paz como presencia central a la que vemos en dos momentos de su vida muy alejados en el tiempo: su juventud entusiasta y pletórica del año 1937 y su vejez, con la enfermedad y la muerte al acecho, ya en los últimos años del siglo XX.

            La trama se desarrolla en tres momentos distintos que estructuran la novela: el año 1998 en la primera parte, con la llegada de Encarnación a México; 1937 en los seis capítulos siguientes, con la estancia en Barcelona de Paz y Elena Garro; y una tercera parte que recoge la visita de Octavio Paz a Sevilla en 1988 con motivo del homenaje a Cernuda y la vuelta al año 1998, con la resolución de las indagaciones de Encarnación Expósito.

Dos temas principales sustentan la novela: la necesidad de conocer el pasado y el poder que ostentan los sucesos históricos de zarandear la vida de los individuos y convertirla en la torpe danza de una marioneta. El primer tema está presente en toda la investigación de Encarnación, que ha convertido la búsqueda de su padre en el bálsamo con el que curar las heridas de una vida que pasa por un momento difícil (divorcio incluido). El segundo tema aparece en la novela desde el epígrafe, que reproduce unos versos del poema de Paz Elegía a un compañero muerto en el frente de Aragón:

                        Te imagino tirado en lodazales,

                        caído para siempre,

                        sin máscara, sonriente,

                        tocando, ya sin tacto,

                        las manos de otros muertos,

                        las manos camaradas que soñabas.

Has muerto entre los tuyos, por los tuyos.

 

Este último verso resume el misterio que encierra y esclarece la novela: la muerte de Juan Bosch. La ambivalencia de la preposición “por” convierte el significado obvio del verso, que sería “muerto en el acto de proteger y ayudar a los suyos”, en una posibilidad más siniestra: muerto, en realidad, a manos de los suyos (algo que se explica en el último capítulo de la novela, en palabras de la protagonista).

Conviene recordar aquí las circunstancias de la Barcelona de 1937, con una segunda guerra interna dentro de la barbarie de la Guerra Civil, que enfrentaba a los militantes trotskistas del POUM con los comunistas fieles a Stalin. Dentro de este enfrentamiento, el héroe de la República abatido en el frente de Aragón es en realidad una víctima más de la represión ejercida, entre otros, por agentes del NKVD, la poderosa policía secreta soviética. Esta es, así lo acabará descubriendo Encarnación, la explicación al misterio que envuelve la desaparición de su padre. Esta circunstancia histórica relaciona, como ya han señalado numerosos críticos, Los huesos olvidados con la (excelente) novela de Ignacio Martínez de Pisón Enterrar a los muertos; pero no solo con ésta, sino con novelas como Homenaje a Cataluña, de Orwell, La plaza del Diamante, de Mercè Rodoreda, o con la película Tierra y libertad, de Ken Loach (en la que, por cierto, participó como asesor Wilebaldo Solano, dirigente del POUM en el exilio después de la guerra).

Una novela como Los huesos olvidados, más cercana al devenir de la Historia que a la pura ficción, se ve favorecida por la escritura precisa, clara y atenta al detalle propia del biógrafo; pero el Rivero Taravillo poeta también aparece para dejar escenas y descripciones de potente plasticidad:

“A un rincón de la tela se habían trepado una hoz y un martillo que no se querían quedar quietos y, haciendo cada uno lo que le era propio, casi golpeaba este, el otro segaba el techo.” (pág. 100)

Una escritura fácil tan solo en apariencia (un buen escritor debe trabajar mucho para evitarle trabajo al lector) que permite una lectura ágil; agilidad a la que contribuye la breve extensión de la novela, apenas doscientas páginas. El autor comprime la trama y deja la historia en lo esencial, sin ceder a la tentación (tan común en otros escritores cuando se atreven con la novela histórica) de añadirle grasa innecesaria a su desarrollo. Ha respetado la verdad de los hechos: aquello que se afirma como verdad es verdad, quedando la ficción para rellenar las grietas que deja la realidad y dar vida, color y relieve a los hechos narrados.

 

Los fantasmas de Yeats.

Una lectura superficial nos lleva a encontrar similitudes evidentes entre Los huesos olvidados y esta segunda novela de Antonio Rivero Taravillo. Las más obvias: ambas están protagonizadas por famosos poetas que se relacionan con la realidad española en un momento determinado y parten de hechos reales a los que el autor es minuciosamente fiel. Ahondando más podemos encontrar otras similitudes. Por ejemplo, en las dos novelas encontramos parejas con una relación desigual: Paz (el poeta laureado que vive en un hotel de lujo) y Elena Garro (la intelectual repudiada que, después de la separación de Paz, sobrevive con escasos medios); o Yeats (mayor, enfermo, infiel, enamorado de otra mujer) y George (a la busca de medios, materiales o sobrenaturales, con los que acercarse al hombre con el que vive).

Pero el modo de afrontar cada historia muestra diferencias notables. En Los fantasmas de Yeats el autor dobla la apuesta: la estructura es más compleja, los personajes que pueblan la novela se tornan multitud, la historia viaja adelante y atrás en el tiempo, la voz narrativa oscila entre la primera y la tercera persona…

El argumento, con todo, resulta sencillo. Tres semanas antes del famoso homenaje a Luis de Góngora que habrá de considerarse, en el futuro, el nacimiento oficial de la Generación del 27, llegan a Sevilla el poeta irlandés William Butler Yeats y su esposa George. Buscan un clima templado que resulte favorable a la quebradiza salud del poeta pero encuentran un otoño sevillano particularmente frío. En el refugio de la habitación Yeats y su esposa practican la escritura automática y el espiritismo, prácticas de las que son devotos seguidores; también lo es Fernando Villalón, poeta y ganadero, uno de los varios personajes excéntricos que pueblan la novela; y, junto a ellos, unos presentes en sus paseos por la ciudad y otros evocados en el recuerdo, aparecen Lorca y Cernuda, Aleister Crowley, Pessoa y Mme. Blavatsky, el torero Ignacio Sanchez Mejías y el activista irlandés John MacBride, Rogelio Buendía (médico especialista del pulmón y primer traductor de Pessoa al castellano) y, por encima de todos, la presencia constante de Maud Gonne, esposa de McBride y amor imposible y eterno de Yeats.

La estructura, en cambio, según se ha mencionado, es compleja, aunque la destreza narrativa de Rivero Taravillo mantiene la perfecta cohesión de las piezas que componen la trama. Merece la pena dedicar una líneas a ordenar el tiempo y escenario en que se desarrolla cada capítulo de la novela.

Capítulo 1: viaje en barco de Inglaterra a España, año 1927.

Capítulo 2: Yeats sueña con el Levantamiento de Pascua en Dublín, que nos lleva a 1916.

Capítulos 3 y 4: de nuevo el viaje en barco y la llegada a Gibraltar.

Capítulo 5: entrevista de Martínez Sierra a John MacBride y Maud Gonne, de viaje en España: retrocedemos al año 1903.

Capítulo 6: estancia de Yeats y George en Algeciras, de nuevo 1927.

Capítulos 7 al 17: estancia de Yeats en Sevilla en 1927 (que podemos considerar el tiempo presente de la novela).

Capítulo 18: MacBride y Maud Gonne en Algeciras, 1903.

Capítulos 19 a 25: Sevilla, 1927.

Capítulos 26 y 27: 1889, año en que se conocen Yeats y Maud Gonne, y 1891.

Capítulos 28 a 32: Sevilla, 1927.

Capítulo 33: 1916, ejecución de MacBride.

Capítulos 34 y 35: Sevilla, 1927.

Capítulo 36: 1916, Yeats e Iseult (hija de MacBride y Maud) en Normandía.

Capítulos 37: Yeats y George recién casados.

Capítulos 38 a 42: Sevilla, 1927.

Capítulos 43, 44 y 45: múltiple desplazamiento temporal.

Capítulo 46: Sevilla, 1927.

Capítulos 47 y 48: 1934, Sánchez Mejías anuncia a su amigo Federico García Lorca su vuelta a los ruedos.

Capítulos 49 a 53: Sevilla, 1927.

Capítulo 54: 1905, Fernando Pessoa abandona Sudáfrica para instalarse definitivamente en Lisboa.

Capítulos 55 y 56: Sevilla, 1927.

Capítulo 57: año 2001.

Capítulos 58 y 59: Sevilla, 1927.

La novela está narrada en su mayor parte en tiempo pasado pero cambia al presente cuando se sigue la vida de Maud Gonne (capítulos 5, 18 y 36) y cuando se describen los preparativos del congreso gongorino de 1927 (capítulos 12 y 34):

“Luego, hechas las fotografías, comienzan los discursos y las lecturas de poemas. Será la primera de dos jornadas celebratorias. En esta primera José Bergamín, que parece un esqueleto ilustrado, culto y enteco, aún tiene la voz intacta: en la segunda, a causa de trasnochar y trasegar vino y relente parecerá un cadáver y, ronco, otro habrá de leer su intervención como si se tratara de un médium por el que se manifiesta un espíritu.” (páginas 76-77)

            Este cambio en el tiempo verbal sirve para destacar aquellos capítulos en los que Yeats no está presente como protagonista; en estos, la narración se acerca a la crónica periodística y abandona el tono que predomina en el resto de la novela, marcado por los recuerdos y por un ambiente frecuentemente onírico.

            Ejemplo de las conexiones que tejen la novela son los capítulos 43, 44 y 45, en los que la red se vuelve más tupida y fascinante. Un país, Méjico, sirve de hilo conductor entre distintos personajes: Sánchez Mejías y George, la esposa de Yeats, coinciden en una tienda a la que el torero ha entrado a interesarse por un sombrero mejicano, que le recuerda sus éxitos en las plazas de aquel país; Yeats evoca el viaje a Méjico del mago negro Aleister Crowley y las experiencia con las drogas que vivirá a su lado; y por fin es Cernuda quien, en la casa mejicana de Concha Méndez, rodeado de los hijos de su amigo (y editor) Manuel Altolaguirre, escribe un ensayo sobre Yeats, con el que se ha cruzado, sin reconocerlo, tres décadas antes, en el lejano año 1927, una imagen que cierra el círculo de relaciones.

            El esoterismo está presente en toda la novela, poniendo en contacto a los vivos y a los ausentes a través de las séance espiritistas y de los sueños (pesadillas) de un Yeats enfermo y permanentemente febril. Presente está tambíen la vida irlandesa, con comparaciones cercanas a la parodia, como si el Nobel irlandés y su esposa fuesen tan extraterrestres como el Gurb de la novela de Eduardo Mendoza; así, cuando confunden la calle Güines con la más cervecera y dublinesa Guiness; o en la identificación de los aficionados verdiblancos del Betis con los jugadores de hurling del condado de Limerick.

            Y más Irlanda. La mitología celta se relaciona con la tauromaquia española a través del héroe Cuchulain y el Toro Colorado de Cuailgne, mito que Yeats relata a su esposa. De un lado, el folklore irlandés; del otro, la figura extravagante de Fernando Villalón y la trágica de Sánchez Mejías.

            Los fantasmas de Yeats está surcada por vidas paralelas que no llegan a cruzarse pero que parecen movidas por hilos que están siempre a punto de hacerlas confluir. Como reflexiona George Yeats en el último capítulo de la novela:

“Cuántas veces nos cruzamos con personas que no sabemos quiénes son, cuáles son las historias de sus vidas, meditó George. Un minuto casi rozándose, y luego lejos. Cada cual recorre, sumido en su propia pérdida, un laberinto compartido.” (página 270)                           

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Herranz Farelo

EL NUEVO NÚMERO DE LA REVISTA DA A CONOCER TEXTOS DE ANTONIO TABUCCHI, RICHARD FORD Y ALFRED BRENDEL

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá el próximo mes de noviembre en España y otros países, un sumario repleto de interesantes textos inéditos de grandes autores internacionales. Así, TURIA da a conocer un relato original del escritor italiano Antonio Tabucchi, uno de los nombres propios más relevantes de la literatura europea de nuestra época. Titulado “Un curandeiro en la ciudad del agua”, se trata de un texto que apareció originalmente en portugués en el catálogo de una exposición del pintor Júlio Pomar, uno de los artistas más singulares de nuestro país vecino.

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

19 de octubre de 2017

Lezama Lima se nos aparece en las sombras poderosas de los sueños, porque en su mágico y trascendente destino, Lezama vuelve, incitando a la Cuba soñada y la que aún está por despertar.

    Lezama juega con las palabras como si fuesen jeroglíficos que él dota de sentido, porque así vive la vida, imaginando, reconstruyendo imágenes, pintando la realidad en novelas que sucumben ante la experiencia del surrealismo que Lezama tiene en las entrañas.

   Un  breve repaso a su biografía resulta necesario, antes de adentrarse en las honduras de su estilo narrativo y de su forma de ver el mundo.

  Lezama nació el 19 de diciembre de 1910, con el nombre de José María Andrés Fernando Lezama Lima en el campamento militar de Columbia, la Habana. Hijo de José María Lezama, coronel de artillería y de Rosa Lima, hija de emigrados revolucionarios.

    La muerte de su padre, el 19 de enero de 1919 en Pensacola (Estados Unidos), ya le familiariza con la imagen de la tragedia, con su fatum terrible hacia la vida, porque el escritor cubano vive muchas veces desde el dolor, lo expulsa en el lenguaje de sus novelas, de su poesía.

   El asma hacen mella en Lezama, vuelve a Cuba, allí en 1929 comenzó la carrera de Derecho en la Universidad de la Habana. En 1930 ya participa en contra de la tiranía del presidente Gerardo Machado. Fue en 1937 cuando entabla amistad con el poeta moguereño Juan Ramón Jiménez, se edita entonces la revista universitaria Verbum y Lezama se convierte en secretario de redacción, publica allí el poema Muerte de Narciso.

  Comienza en 1939 la amistad con el célebre poeta cubano Gastón Baquero, también con Cintio Vitier y Eliseo Diego. En el año 1941 publica Enemigo rumor y en 1944 inicia la revista Orígenes, que dirige junto a José Rodríguez Feo.

   En el año 1959, al triunfar la revolución castrista, pasa a ser Director de Literatura y Publicaciones de la Dirección General de Cultura. En el año 1966 publicó su célebre novela Paradiso.

   En 1968 se le nombró Delegado al Congreso Cultural de la Habana. La Biblioteca Nacional José Martí le brinda un homenaje.

   Muere el 9 de agosto de 1976 en la Habana.

   Esta trayectoria sería insuficiente, sino viniese enriquecida por múltiples experiencias, amistades, etc.

    Anton Arrufat cuenta en el número 118 de la prestigiosa revista República de las Letras de la Asociación Colegial de Escritores de España, en el número dedicado a Lezama Lima, en octubre de 2010, su amistad con el escritor cubano, cómo conoció primero a Eloísa, la hermana menor de Lezama. Fue en 1947 cuando conoció a Eloísa y, gracias a ella, entabló contacto con el escritor cubano.

   Toda la familia de Lezama hablaba de él como el poeta, el hombre singular que construía un lenguaje misterioso, el intelectual que, después, abrazaría la revolución castrista, sin darse cuenta de que ésta iba a restringir de manera muy acentuada los derechos de los cubanos.

   Arrufat cuenta en este artículo la imagen que se tenía de Lezama, le llamaban el “gordo”, debido a su voluminoso físico, amigos y admiradores le invitaban a comer en sitios lujosos para oírlo disertar. Se hablaba de él, se vertían diferentes rumores sobre su homosexualidad, para alimentar la malsana curiosidad de la sociedad.

    Pero Lezama era un hombre de gran vanidad, tanto fue así (pese a ser afable y atento con sus invitados), que quería constituir un Estado poético donde él fuese el presidente. Por ello, como nos dice Arrufat, se volvió radical en cuanto a otra forma de entender la poesía que no fuese la suya, esta actitud le distanció de Vintier, de Arrufat, de Piñeira y de otros amigos.

    Pero el escritor cubano era un hombre de una enorme capacidad intelectual, como nos recuerda Arrufat, cuando, después de varios años de separación, reinician su relación amistosa y literaria, se ponían a hablar y el escritor cubano, presa de su talento innato, iba de un tema a otro, porque su mundo estaba lleno de imágenes, de luces que alumbraban la palabra, la significaban, la daban una solidez que se puede ver en libros como Paradiso, hechos con la fuerza de la poesía que hay dentro de ellos:

“Su hablar estaba vinculado a su forma de escribir. Sus grandes diálogos verbales tenían cierta semejanza con su escritura. En su plática se podía reconocer la imaginería, el don metafórico, la capacidad de asociación, el culto al artificio y el tono reflexivo de su prosa” (p. 43).

    No sólo Arrufat reconoce en Lezama un artífice del lenguaje oral y escrito, sino que Reynaldo González, otro de sus amigos de los años anteriores a la Revolución, dice que Lezama es pura imagen, su forma de entender el mundo está lleno de lo visual, late en él el sentido de la mirada, que se plasma en todo, que circula por cada espacio para hacer de la palabra pura metáfora, puro símbolo:

“Piensa que el mundo existe o se vitaliza sólo a través de las imágenes que le provoca su decursar por una “mirada” peculiar; a saltos y en búsqueda de esencias ya premonitorias, ya conclusivas” (p. 46).

    Esa idea de lo premonitorio está en sus novelas, como si los sucesos ya se intuyen antes de ocurrir, la desgracia de la familia de José Cemí en Paradiso se intuye, porque todos son símbolos que nos oprimen, nuestras vidas están dirigidas a la sombra de la muerte, que rodea a los personajes, lo que nos recuerda a la vida de Lezama, la pasión por su madre, Rosa Lima, el dolor terrible que sintió al morir, como si se le desgajase una parte de su cuerpo, la muerte de su padre, cuando él era un niño, imagen que se repite para perpetuar el dolor y la magnificencia de las imágenes en su poesía y en su prosa.

    Lo conclusivo nos remite a la muerte, único desenlace, sin olvidar el erotismo, la fuerza de los personajes, recordemos a Fronesis y Foción, el deseo que pervive, latente en su mundo de censura homosexual.

    Julio Cortázar también nos habla de Lezama, su amistad, los lazos que los unieron, porque Cortázar, escritor prodigioso que nos dejó cuentos y novelas inolvidables (¿quién no sintió en la magistral Rayuela que la Maga era un personaje real, impactante e inolvidable?), dice sobre Paradiso, la mejor novela de Lezama (en mi opinión) lo que sigue:

Paradiso es como el mar. Sorprendido en un comienzo, comprendo el gesto de mi mano cuando toma el grueso volumen para hojearlo una vez más;  esto no es un libro para leer como se leen los libros, es un objeto con anverso y reverso, peso y densidad, olor y gusto, un centro de vibración que no se deja alcanzar en su coto más entrañable si no se va a él con algo que participe del tacto, que busque el ingreso por ósmosis y magia simpática” (p. 88).

   Cortázar habla de dos grandes escritores cubanos, esencialmente barrocos, el gran Alejo Carpentier (recordemos su inolvidable La consagración de la primavera, entre otras muchas de este hombre de talento prodigioso) y Lezama Lima, poeta de lo onírico, capaz de dotar al lenguaje de una música interior incomparable.

   Pese a su adhesión a la revolución cubana (Lezama considera que con Castro llega el héroe que entró en la ciudad donde todos los conjuros negativos habían sido decapitados), fruto de un entusiasmo primero que irá, con el tiempo, perdiendo, como todo aquello que promete más que cumple, Lezama sí va a ser un gran promotor de la cultura, lo es porque tiene cargos importantes y ayuda a la edición de obras tales como la Antología de la poesía cubana, en tres volúmenes, la edición crítica de la obra de Julián de Casal, entre otros esfuerzos editoriales que promovió el escritor cubano.

   Si parte de la familia de Lezama se va al comenzar la Revolución, él permanece en Cuba, pero él sigue apegado a su madre, Rosa Lima, la mujer de su vida, su verdadero apego a la vida.

   María Zambrano, la ilustre pensadora, lo llamó “árbol único”, sin duda, Lezama lo fue, como si de ese árbol sólo brotasen las raíces de la verdadera literatura, la fuente del saber. Concluyo con las palabras de Lezama, acerca de la muerte de su madre, las que iluminan una prosa prodigiosa, que debe releerse para saborear el idioma en toda su extensión, lejos de libros fáciles, de usar y tirar de nuestros días:

“Fui, acompañado de mi madre al centro de la tierra. Después, comprendí que ella quería, como en La Odisea, que yo ascendiese de nuevo a la luz. Hijo, ve a otra luz. Todavía éste no es tu reino, aunque bien sé que tú para estar conmigo serías capaz de escaparte de la pradera donde pace el antílope y el águila traza círculos dentro de la Naturaleza” (p. 104, recogido de la revista República de las Letras, nº 118).

   Su madre, como una mujer del Antiguo Testamento (así la califica Lezama) le dio el don de la sabiduría, la pertenencia al mundo de los sueños, la posibilidad de hacer de la literatura una sabia combinación de imágenes llenas de múltiples significados.

  Hay que leer a Lezama para entender la importancia del lenguaje, de la luz que irradia un escritor único en las letras cubanas, de dimensión universal.

 

 

  

  

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

    1

 

     En el mes de junio de 1966 –es decir, casi exactamente un año antes de que comenzase el autoexilio de Ángel Crespo  y cuando éste llevaba veinte participando de una manera muy activa en la vida literaria española cuyo negro aislamiento de la posguerra había contribuido a oxigenar no solamente con su poesía sino también con su crítica de arte y literatura, sus traducciones y las revistas que había dirigido o codirigido- se publicaba en ABC una entrevista con él (anónima aunque dentro de la conocida sección de “El escritor y su espejo” ) a la que pertenece el siguiente fragmento:

    

     “-Usted es un gran defensor de la vanguardia artística y desde la Revista de Cultura brasileña que dirige está ofreciendo al público español ejemplos de la avanzada poesía de vanguardia. Su Docena florentina ¿será un libro de este tipo? 

    “-No, no es eso exactamente. España es un país de presupuestos culturales distintos de los del Brasil (aunque entre unos y otros haya puntos de contacto interesantes ) y no se puede hacer ahora aquí lo que se hace allí. Por otra parte, creo que una obra debe renovarse partiendo de elementos que ella misma lleve en germen que fructifiquen en contacto con aportaciones exteriores, claro está. Mi poesía ha estado siempre dentro de una línea en la que he tratado de conjugar un modo de hacer muy acendrado en la tradición lírica española con mis experiencias personales, tanto vitales como literarias. Quiero decir que, en una forma que he trabajado mucho y he contrastado con poetas españoles, tanto los medievales como los pre-renacentistas –por ejemplo- he querido integrar procedimientos modernos tales como la libertad de imágenes aportada a la poesía mundial por el surrealismo y las de los demás ismos. Todo ello, como es lógico, partiendo de mi experiencia vital, de mis vivencias del campo manchego, tanto como de las que me ha proporcionado mi actividad de crítico de artes plásticas, y mi contacto con la realidad española en general (…) Yo nunca me he sentido tentado a abandonar la parte de artesano de la palabra que todo poeta debe tener. No creo en una poesía en la que se descuida el lenguaje como no creo en una pintura en la que se descuida la técnica y no creería en una arquitectura en la que el arquitecto descuidase el material con que trabaja.”

 

     En aquel momento, y precisamente con Docena florentina, libro que aparecería poco después, Ángel estaba a punto de concluir lo que se convertiría en la primera extensa etapa  de su obra poética, comenzada en 1950 con Una lengua emerge[1] y continuada con la serie de otros ocho libros[2]  que jalonarían su vida desde Claro: oscuro (1975)   hasta Iniciación a la sombra , aparecido en 1996, año siguiente al de su muerte.

     En 1966 estaba, pues, “en medio del camino” de su vida, título que en 1971 daría –en homenaje a Dante, a quien estaba traduciendo entonces, pero también en alusión al momento de su obra propia- al volumen que recogió su primera época y que apareció en Barcelona cuando nosotros vivíamos ya en Puerto Rico y él hacía unos años que se había alejado de la escena literaria española.

     Los años 60 habían sido los de la lucha por el realismo en que se embarcó una buena parte de los poetas españoles que se contaban entre  los opositores a la dictadura franquista y Ángel había participado de una manera a la vez intensa y peculiar en esta batalla por el realismo –en pleno auge cuando nosotros nos conocimos- comulgando con los ideales de su generación en cuanto a la necesidad de apoyar la denuncia  de la falta de libertad y de la injusticia social que se vivía en España pero condenando a la vez la utilización en poesía del lenguaje prosaico que había impuesto el realismo marxista. Es a esta peculiaridad a la que se refería, sin duda Rafael Soto Vergés cuando, al hacer una reseña de Suma y sigue –el libro que apareció dentro de la Colección Colliure en 1962- señala el “naturalismo latente, que no llega a serlo porque está animado por el soplo del símbolo” de los libros anteriores y, a propósito del reseñado indica “la función mediadora –técnica y temática- de su poesía entre el prosaísmo neoilustrativo de ciertas tendencias actuales justificado por ideas ético-sociales, y el vigor expresivo y estilístico abandonado por muchos poetas a tenor de una mayor eficacia ideológica”.

      La complejidad de la posición –a la vez realista y visionaria- en la que Ángel se había colocado entonces (que le habría de valer la separación de sus compañeros de la generación realista) era absolutamente coherente con lo que había sido su poesía desde 1950: es decir, la época que Leopoldo de Luis calificaría en 1960 de mágico-realista al hacer una crítica de la Antología que le publicó José Albi (también en 1960)[3] y señalar que su realismo-mágico  no adultera la realidad sino que la desentraña y que su misterio brota de las cosas. Ahondando más en el problema y tomando posición en la cuestión de la generación realista, el hispanista italiano Mario Di Pinto publicó, en 1964, un extenso estudio sobre la poesía de Crespo [4]  en el cual llega a la conclusión de que éste es un poeta “de actitud realista” ya que su primera formación y la primeras etapas coinciden con la crónica literaria de los últimos veinte años y participan de las convicciones y las polémicas del grupo al que está ligado ideológicamente , pero que “en seguida se distingue , aun dentro de la temática realista, por una preocupación estilística más puntual, una perseguida y alcanzada personalidad expresiva que sus mismos compañeros de generación reconocen. Se advierte en su poesía , más abierta y consciente que en otras, la voluntad de conciliar el lenguaje lírico con el narrativo” Y añade: “Caballero Bonald ha puesto en evidencia el carácter personal –y original en la poesía actual- de esta fusión de técnicas expresivas: ‘Acaso como ningún otro español de hoy Crespo gusta de yuxtaponer cualquier derivación de tipo simbólico a una premeditada apoyatura en el lenguaje de coloquio común’”.

 

    

    2

 

Todas estas informaciones querría que sirviesen para situar, en medio de su curso, la trayectoria de un poeta que (como observaba Oreste Macrí en la reseña que en su momento dedicó al libro de Di Pinto) a pesar del aparente realismo de entonces se manifestaba como uno de los herederos del simbolismo europeo, y para explicar el por qué la crítica lo califica de “independiente”, cosa que realmente fue pues si entró en las cuestiones más palpitantes de su momento histórico lo hizo con espíritu crítico y sin alejarse de su concepción inicial de la poesía como palabra salvadora, asunto para entrar en el cual quiero empezar citando -como he hecho en otras ocasiones- las declaraciones con que se presentaba la revista Deucalión[5], que él fundó en 1951 y que fue su primera gran empresa cultural.

    Haciendo referencia al héroe griego que daba nombre a la revista y que según los antiguos mitos había repoblado la tierra después de que ésta hubiera sido castigada por los dioses con un diluvio, se lee en las palabras liminares de su número 1: “Venimos, como Deucalión, tirando piedras a nuestras espaldas; pretendemos, también, salvarnos del diluvio inevitable. Consultamos, asimismo a los dioses y, como él, esperamos que nos acompañen.// El arte toma palabras y elementos heridos de muerte por la inanición y el cansancio y los trueca en cosas pimpantes, vivas y vivificadoras. E imprime al color sentido de música o da a la palabra temblor de víscera. El arte y la poesía son, en su actuar, deucaliones eternos.// Reunimos aquí los deucaliónicos frutos. Queremos dar a luz en estos cuadernos todo lo que trascienda sentido salvador”.

    Encubiertas por las referencias mitológicas, estas declaraciones –que Ángel redactó junto con su juvenil compañero de aventuras literarias en Ciudad Real Fernando Calatayud- aludían a las circunstancias de la España de la inmediata posguerra en la que todo debía ser reconstruido y de ellas quiero destacar la fe en el poder vivificador del arte, la condición de seres vivos con que se conciben las palabras, y la voluntad de ejercer una misión salvadora a través del arte. En estas ideas y propósitos se advierte ya el núcleo de la poética propia de Ángel Crespo, que entonces había realizado –a través del postismo- el aprendizaje de las vanguardias  y lo había incorporado a su comprensión de la función de la poesía  de la manera siguiente: “Si la poesía no sirviese para liberarnos no serviría para nada. Tal vez esa liberación siga caminos ocultos, como se dice de los de Dios, pero los resultados son innegables: única liberación sin concesiones y sin estériles derramamientos de sangre”[6].

               Salvación por el arte, liberación a través de la poesía: ¿Cómo entender estas definiciones poniéndolas en relación con la obra de Ángel Crespo? Para contestar a la pregunta tenemos que tener en cuenta que el desarrollo de su obra, unido al de su vida, se divide en las grandes etapas mencionadas antes que, a su vez, pueden subdividirse en otras dos. Si las dos más extensas están separadas por la fecha de su salida de España, dentro de la primera  se pueden señalar con claridad  dos momentos diferentes que se corresponden con el cambio de década, mientras que en la segunda se marca  una diferencia entre la poesía de los años 70 y 80, en la que se trasluce la relación con los distintos países en los que vivió, y la de los 90, más abstracta y hermética[7].             

               Empezando por la primera de todas ellas hay que decir que cuando aparecen Una lengua emerge y Deucalión el poeta y sus compañeros de aventura-entre quienes se contaban artistas plásticos como Gregorio Prieto, Francisco Nieva, Ángel Ferrant, Antonio Saura,  Santiago Lagunas, Agustín Redondela y Agustín Úbeda, y poetas como Carlos Edmundo de Ory, Gabriel Celaya, Carlos de la Rica, Miguel Labordeta, José Albi, Ricardo Gullón, Manuel Álvarez Ortega, Camilo José Cela, Gabino-Alejandro Carriedo, Antonio Fernández Molina, José Manuel Caballero Bonald, Miguel Pinillos, Antonio Murciano, Gloria Fuertes…- estaban dominados por el optimismo y el  deseo de “querer tener fé” en el resultado de sus esfuerzos que alentó a muchos intelectuales y artistas de la inmediata posguerra en la tarea de reconstrucción de la vida del país y de recuperación de la brillante cultura española anterior a la guerra.

              Tras su participación en el postismo, el aprendizaje (autodidacta) de su adolescencia  y la aparición de su primer libro, Ángel sabía muy bien lo que quería y –como explica en su “Autolectura en Parma”[8], la idea de la salvación supuso entonces  para él la busca y la afirmación de su propia personalidad mediante la comprensión del mundo que le rodeaba (que  se le aparecía lleno de misterios) y de su situación respecto a él, a través de una palabra poética que sólo podría iluminarlo si era nueva y propia, surgida de  la circunstancia vital única del poeta en su mundo. Y si era capaz de enlazar la herencia del pasado con la apertura hacia el futuro, que es en lo que residiría su función curativa, liberadora.

              Ambas cosas juntas podríamos decir que definen la utilidad personal y la función social del arte que Ángel buscó en aquel momento y desde el punto de vista formal están muy ligadas a las ambiciones de la pintura moderna (cuya crítica ejercía) que concebía la obra de arte como un objeto autónomo, capaz de contener su propio significado gracias a su forma. Sería interesante incluir aquí ejemplos de lo que digo pero, por no salirme de los límites de este artículo, remito al lector a poemas como“El heredero” de La cesta y el río (1957) o “El lobo” y “Junio feliz” de Junio feliz (1959), en los que resulta muy patente esa libertad surrealista de las imágenes, ese mundo visionario a que se refiere el mismo autor, y esa aura mágica de que hablan los críticos que he citado al principio con las que el poeta se enfrenta a las experiencias de su adolescencia descubriéndose a si mismo y a sus reacciones al escuchar el aullido nocturno del lobo desde la casa familiar en el campo, descubrir el incomprensible sentimiento de culpa que le invade en el piso ciudadano y solitario, o encontrarse con los abuelos ya desaparecidos en las tierras que fueron suyas.

               La misma calidad de pieza artística y autónoma que buscaba para la expresión de sus propias emociones la exigía Ángel Crespo en la poesía comprometida y, con el propósito de reunir y estimular a quien pudiese estar de acuerdo con é,l fundó en 1960, con Gabino-Alejandro Carriedo, la nueva revista Poesía de España que jugó un papel en la unificación de un lenguaje generacional que no ha sido aún estudiado y que –cansados de la presión a favor de las tesis marxistas de sus compañeros de lucha política- sus fundadores dejaron de publicar tres años después de su aparición . Para entonces, Ángel ya había tomado nuevas posiciones en la defensa de la salvación colectiva por el arte en la Revista de Cultura Brasileña que había fundado con la complicidad de João Cabral de Melo Neto[9] ,correligionario de lucha política y estética, y que dirigió en solitario hasta 1970 cuando, viviendo ya nosotros en Puerto Rico, renunció a ocuparse de ella.

     Desde la Revista de Cultura Brasileña –que por ser editada por la Embajada del Brasil en Madrid no pasaba la censura franquista- pudimos difundir a nuestro gusto (pues yo también participé en la tarea) entre los intelectuales y artistas españoles un tipo de poesía experimental de intención revolucionaria, tanto en la intención como en la forma, que estaba en estrecha relación con las vanguardias europeas y, así, apoyar el propósito que Ángel explica claramente en las declaraciones a Leopoldo de Luis para su Antología de la poesía social de 1965 donde se lamenta de que  la social española del momento esté más cerca del tremendismo –que considera una supervivencia romántica- que del realismo porque “se ha tenido en cuenta lo que se dice pero no la manera de expresarlo” y con ello “se ha empobrecido el lenguaje y, así, se ha producido esa crisis de expresión que ha conducido a la no menos triste de valores, que también padecemos” porque “¿cómo puede facilitarse un cambio de circunstancias sociales con una técnica conformista?”.

     Como he mencionado al principio, en aquel año de 1965 Ángel había escrito ya los poemas de Docena florentina que se publicaron en la colección “Poesía para todos” -que fue otro de los lugares de encuentro de la generación realista junto con la Colección Colliure, la recién citada Antología de De Luis y Poesía de España- pero, como he escrito en otro lugar, en este librito de título a la vez minimalista y culto, “a cuya génesis formal no fue ajeno sin duda el concretismo brasileño ni el collage de  culturas e imágenes de las lecturas recientes de Ezra Pound a que le había llevado el estudio del concretismo, emergen los temas de la libertad personal en la elección de patria y de compañía (“Una patria se elige”), el rechazo a la sociedad capitalista (“Cambios”,“Ponte Vecchio”,…), la crítica a la opresión nacionalcatólica (“Savonarola”, Galileo Galilei”)…) así como también el tema del exilio propio, casi augurado por la figura de Dante (“Dante Alighieri”) a quien –después de haber leído en la adolescencia como viajero por los infiernos y encontrado en la juventud como ‘il miglior fabro’ con la ayuda de Eduardo Chicharro, contempla ahora como el hombre político y exiliado que cumplió lejos de la patria su destino de poeta”[10]. Se trata, pues, de un libro fronterizo entre la primera época y la segunda de su obra y de su vida y de una despedida de la inmersión en las luchas del tiempo histórico de la España en que le había tocado nacer y vivir su juventud. En agosto de 1967, cuando los dos nos fuimos a Puerto Rico, en cuya Universidad nos habían ofrecido trabajo, Ángel tenía cuarenta y un años y dejaba en Madrid una buena posición como abogado y un puesto destacado en el mundo literario para emprender una nueva vida.

     El alejamiento de las luchas españolas –políticas y literarias-, la adaptación a un país de diferente clima y cultura y la dedicación a los trabajos que le imponía la vida académica iban a determinar de una manera muy directa el cambio de rumbo de su obra pues ahora se encontraba enfrentado de nuevo a su soledad, y a la necesidad de encontrarse otra vez a si mismo como en los tiempos adolescentes pero era poseedor de una experiencia que no iba a desperdiciar y  su poesía que es la parte más íntima de su obra, va a conducirle hacia la exploración de la propia conciencia y de sus relaciones con el mundo ya no de manera ingenua e intuitiva como en su juventud  sino conscientemente de modo “más metafísico que espiritualista y quizás un tanto enlazado, mucho más que con el platonismo, con las interpretaciones actuales y [suyas] personales del esoterismo eterno, es decir, poético” como  explicaba en la “Autolectura” ya mencionada que pronunció en la Universidad de Parma en 1982. Esa busca de la salvación,(de la liberación) por caminos esotéricos y espiritualistas  es paralela a la que emprendieron otros poetas no realistas de su generación (algunos unidos ocasionalmente a las revistas del realismo mágico) como Juan Eduardo Cirlot, Carlos Edmundo de Ory, Miguel Labordeta y José Ángel Valente quienes –como Ángel-  tiene como antecedentes famosos dentro de la poesía española moderna a autores comoJuan Ramón Jiménez y  Valle- Inclán,  A ellos les convienen las palabras del crítico rumano Alejandro Busuiceanu quien , al hablar en la España de la posguerra de una poesía del conocimiento del tipo que Ángel buscaba afirmaba: “ Toda actividad de orden creador se caracteriza por el esfuerzo del espíritu de escaparse a la realidad inmediata y de la tiranía de la lógica racional para alcanzar la libertad reveladora de lo irreal, lo irracional o, si se quiere, de aquella presencia abstracta y absconsa que presentimos pero que queda inaccesible al conocimiento lógico, racional (…) Toda la poesía moderna empezando por Baudelaire y llegando hasta los más inquietos poetas actuales, es el reflejo de este esfuerzo, a veces feliz, a veces desesperado, de penetrar por el pensamiento o por la visión reveladora en lo trascendental. El logro o el fracaso de este atrevido intento definen la posición del poeta y su actitud ante  el sentido del mundo”[11].

   

  3

 

   Esta aventura del conocimiento superior, entendida como la salvación del espíritu,  y emprendida con todo el rigor y  la pasión de una prueba iniciática empieza a reflejarse en la poesía de Ángel a partir de Claro: oscuro (1978) donde aparecen las figuras de sus dioses sin nombre que encarnan las fuerzas de lo desconocido y que continúan presentes en El aire es de los dioses (1982) y la mayor parte de los libros recogidos en El bosque transparente ( 1983), libro de libros en el que, sin embargo, se incluye uno,  Donde no corre el aire (1981) donde el lenguaje mitológico cede terreno al alquímico –es decir, el de las referencias directas a los diferentes estados de una materia que se transforma- que va a expandirse en los dos últimos libros: Ocupación del fuego(1990) e Iniciación a la sombra (1996) y que refleja el último grado de un proceso de purificación , a la vez místico y alquímico que había comenzado con la búsqueda de lo misterioso en las realidades terrestres de su adolescencia y, después de atravesar las luchas de la vida ciudadana y las creaciones humanas del arte, se sublima en la materia elemental del el aire, el fuego, la luz y las sombras[12].

     Como en diferentes estudios y escritos sobre otros autores Ángel se ha referido a la alquimia como transformación espiritual y a la poesía como alquimia es posible usar esta palabra –que aparece por primera vez en sus trabajos sobre Dante - para entender su propia poesía y aplicarla a la transformación que va experimentando  su propia obra. Así, al referirse al poeta portugués Jorge de Sena, en una ponencia titulada “Una lectura alquímica de las Metamorfoses de Jorge de Sena” que presentó en un Simposio sobre el portugués celebrado en la Universidad de California en 1981[13], y refiriéndose a la posibilidad de experimentar una metamorfosis personal a través de las actividades del espíritu, trae a colación un párrafo del libro hermético La luz que surge por si misma de las tinieblas donde se afirma que “la materia de la que se obtiene la piedra [filosofal] es única y, sin embargo, la poseen tanto los pobres como los ricos. En su craso error, el vulgo la desecha como si fuera cieno, o la vende frecuentemente a precios ridículos, cuando es materia inapreciable para los filósofos avisados”, y lo comenta del modo siguiente: “¿No será esta materia el espíritu? ¿Única base pensable de la inmortalidad, único agente realmente transmutador, metamorfoseador, al alcance del hombre, de todos los hombres? (…) Me atrevo a glosar que la piedra filosofal, según Jorge de Sena, o bien es el espíritu del poeta que, en principio, es libre y a él solo pertenece, o bien es la palabra poética –precipitado único, piedra filosofal del espíritu”.

     Por mi parte, no puedo por menos de citar aquí, como colofón de estas palabras introductorias a los textos sobre Ángel Crespo que publica la revista Turia  los versos finales del poema titulado “Mi palabra” que aparecen en Una lengua emerge , como sabemos primer libro del poeta:

……

¿A dónde irás, vendrás?

Tú, suspensa en el aire

-y nacida de mi-,

cómo será posible que no quedes

y que te vayas para siempre ya?

¿Toda tu fuerza acaba

en esa vibración que hace que el aire

se conmueva, una pizca

de polvo haga caer

en una hoja?

 

Pero tú, mi palabra,

no te puedes perder.

la sangre de mi espíritu

no se puede perder, no nos podemos

perder, palabra mía.

¿A dónde irás, iremos?

 

    A sus veinticuatro años Ángel Crespo había encontrado ya intuitivamente que su salvación dependía de la palabra y andando el tiempo identificaría la palabra poética con “el precipitado único, la piedra filosofal del espíritu”.

     Toda su larga y variada travesía estuvo guiada por aquel hallazgo sin que  ello le hiciese renunciar a lo que a él le gustaría llamar su vertiente exotérica: es decir, a su primer compromiso con la apertura de la cultura española al mundo pues su aportación directa  a ella después de su exilio no iba a ser solamente la poesía que continuaría escribiendo y publicando sino también los estudios y grandes traducciones que emprendió desde su establecimiento en Puerto Rico y continuó durante los años en que, tras su regreso a España, vivió en Barcelona y en Calaceite, empezando con la Comedia de Dante y terminando con la obra de Fernando Pessoa y los poetas italianos del siglo XX, sin olvidar a la poesía brasileña y la portuguesa, la francesa medieval o un terreno tan desconocido como la retorromana, ni las colaboraciones en la prensa cultural que emprendió a principios de los años 80 y continuaría hasta su muerte.

 



[1] Entre Una lengua emerge y Docena florentina Ángel Crespo publicó Quedan señales, La Pintura, Todo está vivo, La cesta y el río, Oda a Nanda Papiri, Puerta clavada, Suma y sigue, Cartas desde un pozo y No sé cómo decirlo.

[2] Entre Claro:oscuro e Iniciación a la sombra aparecieron Colección de climas, Donde no corre el aire, El aire es de los dioses, Parnaso confidencial, El ave en su aire y Ocupación del fuego.

[3] Ángel Crespo, Antología poética, selección de Ángel Crespo y José Albi. Ediciones de la revista Verbo, 1960.

[4] Este estudio de Di Pinto es el Prefacio a Ángel Crespo, Poesie. A cura di Mario Di Pinto, Salvadores Sciacia Editore, Caltanissetta-Roma, 1964.

[5] Diputación de Ciudad Real, departamento Provincial de Seminarios, marzo de 1951-septiembre de 1953. Existe una edición facsímil de 1986, editada por la Diputación Provincial de Ciudad Real.

[6] Cf Ángel Crespo, Antología poética. Selección de Ángel Crespo y José Albi, cit.

[7]Al pensar en la poesía de los años 90 me refiero, sobre todo, a Ocupación del fuego´e Iniciación a la sombra.

[8] Esta Autolectura fue pronunciada en la Universidad de Parma, en 1982, a invitación del prof. Gaetano Chiappini.

[9] El poeta brasileño Joao Cabral de Melo, que era entonces Cónsul de su país en Sevilla, había estado antes destinado en los Consulados de Barcelona y Madrid, donde entabló una estrecha amistad con Ángel Crespo.

[10]Cf. Pilar Gómez Bedate, “Para situar la obra de Ángel Crespo”, en la revista Ínsula, 670, p. 3.

[11] Cf.  Ínsula, 39, 15 de marzo de 1949, p.8.

[12] Un tratamiento más detallado de este asunto lo he hecho en Ínsula,.670 cit. y en “Una aproximación a los dioses de Ángel Crespo: de Claro:oscuro a Ocupación del fuego”, en VVAA, En Florencia, para Ángel Crespo y su poesía, Atti della Giornata di Studi, 1999, Florencia, Alinea Editore, 2000.

[13] Este estudio se publicó por primera vez en VVAA, Studies on Jorge de Sena, Santa Barbara, Universidad de California, 1981. Posteriormente en A.Crespo, Por los siglos, Valencia, Pre-Textos, 2001.

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Gómez Bedate

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