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En la historia de la poesía en lengua española hay un antes y después de la publicación en 1954 de Poemas y antipoemas, de Nicanor Parra. Entró de golpe en la poesía el habla de las calles, desalojando la predominancia del canto y de la imagen, el reinado de Neruda y la Generación del 27, y entró a la vez ese humor áspero y subversivo que se ha convertido en una marca indeleble de la obra de Parra. “Advertencia al lector”, el primero de los antipoemas –es decir, de los textos reunidos en la última de las tres secciones de ese libro–, ya intuía las protestas que provocaría, escenificándolas en la boca de lectores imaginarios: “‘¡las risas de este libro son falsas!’, argumentarán mis detractores, / ‘sus lágrimas, ¡artificiales!’ / ‘En vez de suspirar, en estas páginas se bosteza.’ / ‘Se patalea como un niño de pecho.’ / ‘El autor se da a entender a estornudos’”. Curiosamente, Parra se equivocaba. En algún momento, es cierto, hubo voces de protesta contra la antipoesía, como el padre capuchino Prudencio Salvatierra, que preguntaba, indignado: “¿Puede admitirse que se lance al público una obra como esa, sin pies ni cabeza, que destila veneno y podredumbre, demencia y satanismo? Me han preguntado si este librito es inmoral. Un tarro de basura no es inmoral, por muchas vueltas que le demos para examinar su contenido”. Lo cierto, no obstante, es que Poemas y antipoemas tuvo una recepción bastante positiva. El mismo Neruda escribió un párrafo elogioso para la contraportada y hasta el crítico oficial de El Mercurio, “Alone”, celebraría la modernidad de Parra y su talante “impetuosamente libre”. Durante los años siguientes, y sobre todo en la década de los sesenta, la antipoesía sería leída en todo el continente americano (incluso en Estados Unidos, donde Allen Ginsberg y Lawrence Ferlinghetti fueron amigos y traductores de Parra) y se convirtió en un modelo para una generación de jóvenes que intentaban adaptarse en su verso a tiempos revolucionarios, haciendo suyas sin duda las palabras de Julio Cortázar, según las cuales en América Latina hacían falta “los Che Guevaras del lenguaje, los revolucionarios de la literatura más que los literatos de la revolución”.

            El primer hallazgo de ese libro de 1954 fue su título. Parra es un poeta que siempre ha paladeado sus títulos y a comienzos de los cincuenta barajaba varias posibilidades para el poemario. Si hubiese escogido de otra manera podríamos estar hablando aquí del “célebre autor de Oxford 1950” o “de Entre las nubes silba la serpiente”, pero no, eligió bien: Poemas y antipoemas tuvo tanto éxito, como título, que se fijó en la memoria de críticos y lectores y se ha hablado desde entonces de Parra como “antipoeta” y de su obra como “antipoesía”. No es poco. Los demás son poetas, los demás escriben poemas; con su prefijo “anti” Parra, en cambio, es único, y como tal figura en las historias de la literatura.

            Para entender a Parra, creo que habría que pensar en tres aspectos fundacionales de su obra: su trabajo como profesor universitario de Ciencias, las raíces populares de su poesía y su intenso contacto con la cultura anglosajona.

 

Poesía + Ciencia = Antipoesía

Parra se ganó la vida, durante décadas, como profesor de Matemáticas y Física en la Universidad de Chile. Se estrenó en la docencia en un liceo de la ciudad de su infancia, Chillán, en 1938; entre 1943 y 1945 fue becado para estudiar un postgrado en Física y Mecánica Avanzada en la Universidad de Brown, en Estados Unidos; a su regreso a Chile, fue nombrado profesor titular de Mecánica Racional en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile; entre 1949 y 1951, becado por el British Council, estudió Cosmología en la Universidad de Oxford con el prestigioso astrofísico Edward Arthur Milne. En una entrevista de 1990, Parra reflexionaría sobre la importancia de la investigación científica en su visión del mundo y, concretamente, en su obra (anti)poética: “El Principio de Relatividad y el Principio de Indeterminación, que son centrales de la Física de este siglo, a mí me llamaron mucho la atención desde el comienzo. Creo que sin esos principios yo no me hubiera atrevido a relativizar, ni tampoco a indeterminar. Relativizar, porque la ironía es un método de distanciamiento”; la Física le enseñó que “es muy difícil hacer aseveraciones tajantes, que el terreno que pisamos es muy débil”, y él –como ciudadano, poeta y antipoeta– no ha hecho más que trasladar los principios de relatividad e indeterminación “al campo de la política, de la cultura, de la literatura y de la sociología”.

            Me parece curioso que Parra tenía, ya en la época en que escribía sus primeros antipoemas, una aguda conciencia respecto a estos vínculos con la ciencia. En una poética escrita para la antología 13 poetas chilenos, de 1948, afirmó que se sentía “más cerca del hombre de ciencia que es el novelista que del poeta en su acepción restringida”, y que “el lenguaje periodístico de un Dostoievski, de un Kafka o de un Sartre, cuadran mejor con mi temperamento que las acrobacias verbales de un Góngora o de un ‘modernista’ tomado al azar”. La idea del novelista como un hombre de ciencia es reveladora, porque es claro que Parra se identificaba con la indagación del hombre y la sociedad contemporáneos emprendida por los narradores mencionados. Por otra parte, declaraba su interés, como poeta-científico, no tanto por la angustia, la desesperación y la nostalgia –“aspectos parciales del alma humana”– como por “la frustración y la histeria, factores determinantes de la vida moderna”.

  ¿En qué sentido podríamos ver en un texto como “Los vicios del mundo moderno”, tal vez el más conocido de Poemas y antipoemas, ese trabajo de investigación y análisis cuasi-científico? En primer lugar, habría que decir que se trata, como casi todos los antipoemas, de un texto situado en la gran ciudad, que percibe en la vida urbana la experiencia arquetípica de la modernidad, pero que habla no solo sobre esa experiencia sino a partir de ella. La voz que habla no ofrece una denuncia fríamente razonada y organizada de los vicios modernos; más bien, accedemos como lectores al proceso de razonamiento de alguien que se esfuerza por aclarar y argumentar sus ideas sobre la modernidad pero es incapaz de hacerlo: se distrae, se confunde, se deja llevar obsesivamente por extrañas imágenes oníricas (“El mundo moderno es una gran cloaca: / los restoranes de lujo están atestados de cadáveres / digestivos y de pájaros que vuelan peligrosamente a escasa altura”), y cuando se pone a enumerar los vicios su discurso acelera vertiginosamente y empieza a incluir elementos disparatados que son cualquier cosa menos un vicio. Por último, nuestra sensación –como lectores– de estar leyendo o escuchando a alguien que delira, que no sabe construir un argumento racional, nos lleva a pensar que el “autor” no puede estar de acuerdo con lo que dice, y que se trata en realidad de un personaje. Los profesores y estudiosos de la poesía repiten siempre que no es el autor biográfico quien habla en el poema, que hay que distinguir el “hablante” del “autor”; en la práctica, sin embargo, estamos acostumbrados a sentir, si no una identificación entre hablante y autor, sí una especie de respaldo por parte de este, una aceptación y no cuestionamiento de lo que se dice en el poema.

No es así en Parra. En una carta enviada desde Oxford, a su amigo Tomás Lago, en noviembre de 1949, volvió a vincular poesía y ciencia: “es necesario mirar a mis últimas poesías como hacia una ciencia literaria nueva”. Había que abandonar la “poesía egocéntrica de nuestros antepasados” en busca de una “reproducción objetiva de una realidad psicológica”, la cual no se conseguía “tratando de mostrar solo aquello que se considera revestido de cierta dignidad. Un poema debe ser una especie de corte practicado en la totalidad del ser humano, en el cual se vean todos los hilos y todos los nervios, las fibras musculares y los huesos, las arterias, las venas, los pensamientos, las imágenes, las asociaciones, etc., etc.”. En fin: el poeta “debe ser un ojo que mira a través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana”. El sujeto delirante que habla en “Los vicios del mundo moderno” y en casi toda la antipoesía es, precisamente, eso: fauna microbiana, un objeto de análisis e investigación, y como “hombre moderno” un caso ejemplar de histeria y frustración para el poeta-científico, que elabora –con el frío, y a menudo irónico, distanciamiento de rigor– su discurso sobre el caso.

En libros posteriores, como Versos de salón (1962) y Obra gruesa (1969), Parra seguiría trabajando con técnicas narrativas y dramáticas sobre personajes antipoéticos literalmente fuera de sí, con los cuales pretendía encarnar de algún modo la precariedad psíquica –enajenación, sobresaturación de estímulos y siempre la frustración y la histeria– de los habitantes de nuestras masificadas urbes modernas. En esos nuevos libros, como el propio Parra ha señalado en entrevistas, el personaje se convertía en una especie de energúmeno que iba vociferando sus mensajes inconexos –a veces agresivos, otras veces patéticos– a interlocutores que no respondían, no le hacían caso o procuraban evitarlo.

Quizá la culminación de este trabajo de análisis e investigación haya sido la recreación del personaje histórico, Domingo Zárate Vega (El “Cristo de Elqui”), como personaje de sus libros Sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1977) y Nuevos sermones y prédicas del Cristo de Elqui (1979). Parra había conocido en su juventud a este predicador ambulante, que vendía sus folletos y declamaba sus sermones en los parques de Santiago, y lo escogió como un alter ego apto para los años más oscuros de la dictadura de Augusto Pinochet (1973-1990). Escudarse tras la identidad y la voz de un Cristo de Elqui tan delirante como lúcido permitía al antipoeta resaltar la naturaleza “ficcional” de su obra y tratar temas –el abusos de los derechos humanos, los campos de concentración y tortura, la falta de libertad de expresión– que de otro modo habrían sido simplemente imposibles, y quizás incluso suicidas, en el enrarecido clima de miedo, censura y autocensura.

 

Poesía popular + poesía culta = Antipoesía

Nicanor Parra se crió en la ciudad de Chillán, situada en el valle central de Chile a unos 400 kilómetros al sur de Santiago. Al igual que sus numerosos hermanos –entre ellos los notables músicos y cantautores Violeta y Roberto–, se nutrió desde la infancia de la música y la poesía populares, y en alguna ocasión señaló que allí, en los suburbios de Chillán, nació la antipoesía, cuando él y sus amigos jugaban con la estrofa de una copla –“En una mesa te puse / un ramillete de flores, / María no seas ingrata, / regálame tus amores”–, haciendo una versión propia cargada de picardía infantil o preadolescente: “En una mesa te puse / un plato de chicharrones, / María no seas ingrata, / y abájate los calzones”.

            Parra se estrenó como poeta a finales de los años treinta. Impresionado, como tantos escritores de la época, por la noticia del fusilamiento de Federico García Lorca, intentó adaptar el Romancero gitano a un contexto chileno en Cancionero sin nombre, una obra que arrastraba muchos tics del granadino pero ganó el importante Premio Municipal de Poesía de Santiago en 1938. En ella estaban el léxico decorativo de la albahaca, el jazmín, las luciérnagas y el nácar y también una reformulación sui generis de las repeticiones lorquianas (“mira, mira”, “luna, luna”): “Pero hablando en serio serio / que nadie me niega niega / que cuando subo a caballo / me pongo mis dos espuelas”. Ahora bien, ya están los primeros indicios del antipoeta en ese primer libro: en las formas narrativas y dramáticas de Lorca trasladadas al mundo popular chileno, en los personajes comunes despojados de toda estilización y dignidad, en un lenguaje a veces brutalmente coloquial y en las altas dosis de humor. El tono desafiante y agresivo habitual en la antipoesía se hacía presente, además, desde los primeros versos del libro:

 

Déjeme pasar, señora,

que voy a comerme un ángel,

con una rama de bronce

yo lo mataré en la calle.

             

No se asuste usted, señora,

que yo no he matado a nadie.

 

La lección más importante que aportó Lorca a Parra fue la conciencia de que era posible franquear el abismo que había separado, de manera aún más nítida en Chile que en España, la tradición de la poesía culta de la poesía popular de raigambre oral. No existían clásicos chilenos como Quevedo, Góngora o Sor Juana Inés de la Cruz que se hubiesen explayado con destreza en ambas tradiciones. Esa lección lorquiana llevó a Parra, en obras posteriores, a un diálogo fructífero no con el romance español, sino con la tradición de estirpe hispana pero libremente desarrolladas en Chile de la “Lira popular”, las coplas y las cuecas, donde los elementos narrativos y dramáticos convivirían con mucho humor, con un lenguaje coloquial y con personajes y historias de la vida cotidiana. En gran medida, la antipoesía constituye una puesta al día de estos elementos dentro del molde culto y “moderno” del versolibrismo y del endecasílabo, que Parra maneja con insospechada maestría.

A lo largo de su vida, no obstante, Parra ha vuelto periódicamente a la poesía popular de octosílabos y rima asonante. Hay textos populares en las dos primeras secciones de Poemas y antipoemas; en 1958 publicó La cueca larga, un breve libro de cuatro poemas, dos de los cuales fueron musicalizados por su hermana Violeta; más tarde, en 1983, publicaría Coplas de navidad (antivillancico), y hay poemas populares también en el libro Hojas de Parra de 1985. En octubre de 2004, un “Especial Parra” publicado por la revista chilena The Clinic para festejar los noventa años del antipoeta, incluyó una selección inédita de las “Coplas de San Fabián”, muchas de ellas –se afirmaba– recopiladas en 1997 durante un viaje de Parra a su pueblo natal de San Fabián de Alico. Son coplas, se diría, del Chile más profundo: “Un cura se puso a miar / debajo de un limón verde / pasó una monja y le dijo / perro que ladra no muerde”; “Un cura se puso a miar / arriba una sepoltura / salió el difunto y le dijo / cuidao con la pintura”.

 

Poesía chilena + poesía anglosajona = Antipoesía

Los dos años que vivió Parra en Oxford (1949-1951) lo afianzaron en sus búsquedas antipoéticas. Carlos Bousoño, cuya Teoría de la expresión poética se publicó por primera vez en 1952 y sería durante décadas el libro más prestigioso de teoría poética en lengua española, planteaba una oposición central entre lo poético y lo cómico. Habría sido impensable en el mundo anglosajón. No es extraño, entonces, que Parra haya llegado en sus lecturas inglesas a las figuras canónicas de T.S. Eliot y W.H. Auden, dos poetas fríos, analíticos, y con notables momentos de comicidad en su obra; a Ezra Pound, cuya poesía estaba llena de “personae” y voces y que también había planteado, en un poema titulado “Salutation the Second”, las quejas y protestas de lectores imaginarios; a William Carlos Williams, que buscaba como Parra una poesía que respirara con los ritmos del habla; y también –Oxford, a fin de cuentas, es la cuna de los estudios clásicos– a Aristófanes, el fundador de la Comedia en Occidente, y a quien Parra mencionaría al final de ese antipoema inaugural “Advertencia al lector”:

 

Los pájaros de Aristófanes

Enterraban en sus propias cabezas

Los cadáveres de sus padres.

(Cada pájaro era un verdadero cementerio volante).

A mi modo de ver

Ha llegado la hora de modernizar esta ceremonia

¡Y yo entierro mis plumas en la cabeza de los señores lectores!

 

            Si el Romancero gitano significó para Parra la dignificación de la poesía popular, sus lecturas inglesas constituían una dignificación del humor en la poesía. Hay lectores en España, fieles a la tradición de Bousoño, que han visto en la comicidad de la antipoesía una marca de superficialidad, pero el humor y la ironía del chileno están directamente relacionados al espíritu crítico, a esa mirada analítica y distanciada, esa grieta establecida entre el “autor” y su hablante. Por eso, en “La montaña rusa”, una breve poética que forma parte de Versos de salón, Parra rechazaba la figura del “tonto solemne” que había acaparado la poesía “durante medio siglo”; y en ese mismo año de 1962, en medio del discurso que impartió cuando Neruda se recibió como doctor “honoris causa” en la Universidad de Chile, Parra perfiló la más iluminadora –a mi juicio– de sus artes poéticas. Comenzaba así:

 

La seriedad con el ceño fruncido

(Se lee en uno de los antipoemas)

Es una seriedad de solterona

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de juez de letras

La seriedad con el ceño fruncido

Es una seriedad de cura párroco

La verdadera seriedad es otra:

La seriedad de Kafka

La seriedad de Carlitos Chaplin

La seriedad de Chejov

La seriedad del autor del Quijote

La seriedad del hombre de gafas

(Érase un hombre a una nariz pegado

Érase una nariz superlativa)

 

Habría que imaginar, en la primera fila del auditorio, la incomodidad del homenajeado y muy narigudo Neruda.

 

Artefactos y trabajos prácticos

La trayectoria de Nicanor Parra como poeta visual se inició con “El Quebrantahuesos”, un diario mural hecho a base de un collage de recortes periodísticos que preparó en 1952 junto con Enrique Lihn y Alejandro Jodorowsky, y que se exponía en un escaparate del centro de Santiago.

            A mediados de los años sesenta, a raíz de su conocimiento en Estados Unidos de la contracultura y la escritura mural, Parra se embarcó en la creación de breves y afilados textos epigramáticos, pensando en un primer momento unirlos en un libro bajo el título de W.C. Poems, pero decidiendo al final bautizarlos como “artefactos”. Fascinaron a numerosos escritores y críticos de la época. El poeta y crítico venezolano Guillermo Sucre comparaba al chileno con Samuel Beckett en su ruptura del hilo discursivo y su “reducción total de los medios expresivos”; el crítico uruguayo Emir Rodríguez Monegal hablaba de una “poesía que opera sobre el filo mismo de la nada poética”, mientras que el narrador chileno Antonio Skármeta celebraba esas “últimas composiciones, los epigramáticos artefactos, alados puñetazos, más desbordantes en su parquedad que un romance”, como “la más incisiva vanguardia de Latinoamérica”. En 1972, se publicó Artefactos, no en forma de libro sino como una caja de tarjetas postales, en la que los textos dialogaban con ilustraciones de Guillermo Tejeda. La obra suscitó una encendida polémica. En el ambiente ideológicamente crispado de la época, Parra –un “francotirador” que disparaba sus ironías a diestra y siniestra– se había convertido en persona non grata en grandes sectores de la izquierda chilena e hispanoamericana, y el humor de sus artefactos –por ejemplo: “Donde cantan y bailan los poetas / no te metas Allende / no te metas”; “Cuba sí / yankees también”; “La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas”– cayó particularmente mal en el contexto de la guerra de Vietnam y de la crisis cada vez más marcada que vivía el gobierno chileno de la Unidad Popular.

 

Parra siguió en Chile después del golpe militar de septiembre de 1973, y formaría parte de ese “exilio interior” de intelectuales que poco a poco superaron el miedo y el estupor para articular una voz opositora a la dictadura. En 1975, en la revista Manuscritos, se publicaron los ejemplares sobrevivientes del diario mural “El Quebrantahuesos”, y una serie de poemas visuales titulados “news from nowhere”, entre los cuales destacaba el texto “Filosofía natural” incluido arriba. A partir de comienzos de los ochenta, Parra se convirtió al ecologismo y tanto en el folleto Ecopoemas de 1982 como la antología Poesía política de 1983 volvió a reivindicar una superación de la oposición izquierda-derecha, pero desde una perspectiva ahora verde: “Socialistas y capitalistas del mundo uníos / antes que sea demasiado tarde”. En ese mismo año de 1983, Parra publicó una nueva caja de 250 tarjetas postales, Chistes parra desorientar a la policía poesía, con textos de contenido metapoético, ecológico y de oposición a la dictadura, dialogando esta vez con la obra de cuarenta artistas visuales.

Durante los años siguientes, Parra empezó a experimentar con lo que llamaba sus “trabajos prácticos”, objetos de desecho que intervenía con espíritu dadaísta –o neodadaísta–, sacándolos de sus contextos habituales y agregando un breve texto, escrito a mano, que sirviese como título. Así, una botella de Coca-Cola recibía como título “Mensaje en una botella”; un crucifijo vacío: “Voy y vuelvo”; un crucifijo con Cristo clavado: “El que pierde gana”; una bombilla rota: “El insecto de Edison”. Los trabajos prácticos se expusieron por primera vez en 1992, en Valencia y Chicago, en una muestra conjunta de obras de Parra y de Joan Brossa. A partir de ese año, el chileno empezó a experimentar con un personaje –un “corazón con patas” llamado inicialmente “El hablante lírico” y más tarde “Mr. Nobody”–, dibujándolo habitualmente sobre las bandejitas de cartón que se utilizan en las pastelerías, con una mano levantada señalando el texto de turno: “Respuesta del oráculo / hagas lo que hagas te arrepentirás”; “Muchos los problemas / una la solución: / economía mapuche de subsistencia”; “Yankee go home / & take me with you”.

            En 2001, se celebró una imponente exponente de los trabajos prácticos, rebautizados ahora como “Artefactos visuales”, en la Fundación Telefónica primero de Madrid y luego de Santiago. Cinco años después, en el Centro Cultural Palacio de la Moneda de Santiago, hubo una nueva y muy polémica macroexposición de “Obras públicas”.

 

Parra desde los años noventa

Hay escritores renombrados que a partir de cierta edad caen en la complacencia y en la reiteración ad infinitum de códigos ya conocidos de sobra. El caso de Parra ha sido excepcional. A partir del regreso de la Democracia, en 1990, ha desarrollado la impresionante trayectoria de su poesía visual que acabo de mencionar, pero se ha dedicado a la vez a otros dos proyectos literarios de alto voltaje.

            En 1990, se le encargó a Parra una versión de El rey Lear de Shakespeare para un montaje de la Escuela de Teatro de la Universidad Católica. El encargo lo fascinó, y Parra se dedicó en cuerpo y alma al estudio y traducción de la obra, que sería estrenada con gran éxito en abril de 1992; siguió revisando el texto durante más de dos décadas, hasta su publicación en Chile, con el título Lear Rey & Mendigo, en 2004. Se trata de una versión escrupulosamente leal al texto de Shakespeare pero a la vez libre y desafiante en su pertinencia lingüística a Chile y al siglo XXI.

            En noviembre de 1991, durante su recepción en Guadalajara, México, del Premio Juan Rulfo, Parra leyó el primero de sus “Discursos de sobremesa”, un nuevo género poético que inventó para lidiar con las obligaciones a las que se vería sometido cada vez con mayor frecuencia, como homenajeado, premiado o invitado de honor. Son textos que juegan con las fórmulas protocolarias de cualquier discurso formal –los agradecimientos de rigor, la falsa modestia, etc.–, y en los que Parra se autorretrata a sí mismo como personaje, problematizando de nuevo la identificación entre hablante y autor. El ser grotescamente vanidoso que habla en estos discursos es y no es Parra. Los resultados son deslumbrantes y han significado, desde luego, una forma dignísima de evitar los discursos soporíferos, plagados de tópicos, que hasta los grandes intelectuales se ven obligados muchas veces a reiterar.

            No puede haber, me parece, mejor forma de celebrar los cien años de Nicanor Parra que con una muestra de versos tomados de algunos de sus discursos de sobremesa.

 

            “Agradezco los narco-dólares / Harta falta que me venían haciendo / Pero mi gran trofeo es Pedro Páramo / No sé qué decir / A los 77 años de edad / he visto la luz / + que la luz he visto las tinieblas”

 

            “No me explico Señor Rector / las razones que pudo tener el jurado / para asignarme a mí / que soy el último de la lista / una medalla de tantos quilates”

 

            “Hay una sola explicación posible / El estado precario de salud / en que se debate el anciano decrépito: / Primaron las razones humanitarias / sobre las académicas & científicas / Éste es un premio a la longevidad / Acabo de salir / de mi tercera operación a la próstata / To P or not to P / that is the question”

 

            “Qué me propongo hacer con tanta plata? / Lo primero de todo la salud / En segundo lugar / reconstruir la Torre de Marfil / que se vino abajo con el terremoto. // Ponerme al día con impuestos internos // Y una silla de ruedas X si las moscas...”

 

            “Gracias Señor Rector / por este premio / tan contundente como inmerecido / Soy un monstruo insaciable / no puedo rechazarlo / Todas las flores me parecen pocas: / Es un honor muy grande para mí”.

Escrito en Lecturas Turia por Niall Binns

 Silencio, son noches estrelladas pirenaicas…, cordilleras y valles sin contaminación…, contemplando luminosos espacios; repaso los apodos de las constelaciones preferidas…, recibo los mensajes inconclusos de dragones azules mientras dan otro premio a José Antonio —amigo, hermano, malherido por ráfagas de tantos homenajes, pero lúcido, lúdico, hasta el fin...— y te vislumbro y sigo:

 

Ya ves, Miguel, que el cielo modifica sus bártulos casi todas las noches. Aquí también, pero con poca contundencia. La OPI está muy vieja.

 

Debe ser lo normal, pues los recuerdos —aun siendo procesados en altas horas de la madrugada— reflotan empapados, semihundidos, en este ordenador de mis infartos. Hay que escurrirlos…, gota a gota. Escurro, rasgo…, exprimo los olvidos.

 

Te mando intermitencias con troyanos para el cosmos-debate de tu cincuenta y tantos no sé qué. Las gotas caen al Turia…, y yo sigo mirando firmamentos.

 

No consigo ver Cáncer, el signo donde te hallas (como la barca de oro). Pero sigo inhalando fascinaciones del zodiaco con musas sondormidas y legañosas…, torno a evocar tus antipreceptivas políticas, sociales, insoportables o poéticas…, desde mi Capricornio surrealista, motaraz y de cola de sirena.

 

Las cenas de los gordos culturales están de moda por aquí. No se permite entrar en los corrillos a los no acreditados como voceras imperantes, si no llevan disfraz de intelectuales que denote que son considerados leídos…, “mu leídos”. Nuestros antiguos colilleros —y nuestro búho y nuestro gordo auténticos— eran más tolerantes. Cierto que en esa época también se recriaban radicales instigados por Santiago Lagunas o por ti, o por Buñuel y Luis García-Abrines, o por Pinillos y Perico Marín… Había recuas de borrachos, sin adicciones conocidas a la tortilla de patata, que ponían algún impedimento. Pero entrar en la OPI era muy fácil: todo podía depender de nuestro signo zodiacal dominante, en los momentos iniciáticos de nuestra aparición por Niké…, o de si caías en la gracia divina del chungón Gordo-Antonio, o del mirón maledicente Búho, para que no te hicieran imposible la vida y el café.

 

Tú viniste a nacer por el año 21 de nuestro siglo 20 patafísico, pero yo aterricé en el 35 junto a tu hermano José Antonio; unas generaciones más o menos denotan pocas diferencias en las secuencias de las espirales y de las teorías de las brañas y cuerdas. Pero tuvimos ocasiones de sufrir al unísono y de poner a prueba nuestras risas con la mandíbula batiente…, batiente y combatiente.

 

Mis primeros recuerdos, algo nubepensantes, sobre ti, son de cuando contaba trece años: tú ya eras el poeta incomprendido, pero también “el peladilla” para tus malvados discípulos. Te rememoro recomendándonos literatura junto a Pedro Dicenta. Nos dejabáis pillar muy libérrimamente…, cuantos libros queríamos de la biblioteca de la vela (hasta los incluidos en el índice consagrado por otros). Tú, Miguel, nos decías: para ser unos buenos transgresores lo mejor es San Juan de la Cruz (a pesar de ser santo), Homero, Gila..., y yo mismo.

 

Y una profunda voz de los espacios del rapsoda Pío Fernández Cueto…, ratificaba: “los mejores poetas del mundo, de todos los tiempos, son: Homero, Shakespeare, Labordeta y Pinillos” (risas).

 

Sí, amigo ciudadano, tú ya recomendabas que tanto tú como nosotros, debíamos tragarnos la podredumbre de la vida en broma; menos mal…, poemando. Pero nunca sabíamos cuándo hablabas en serio porque eras un somarda. Recordamos cuando nos explicabas la historia paradoxiana de las luchas de las clases sociales. Tenías un humor surrealista aragonés que se metía con el resto del mundo, pero con absoluta seriedad.

 

Se oye una voz, en off de los espacios, que sorpresivamente nos inquiere: —¿Y cómo era Miguel en las tertulias?

 

Pues Miguel se reía de sí mismo cuando hablaba o rugía, no practicaba la gravedad profesoral, no hacía frases largas ni preparadas, ni solemnes; era irónico, divertido, burlón…, por el contrario…, su poesía era larga y muy ancha, con versos casi interminables, de los que no acababan nunca ni deberían acabar aún. Nunca leyó ninguno en la tertulia.

 

Voz insistente y preguntona en off: imagino que tú no te das por aludido con su verso “Doy clases de Historia a cretinos simpáticos”.

 

No, o mejor, sí y no, porque éramos cómplices. Buscábamos el humor inteligente del huevo de Colón y del “otro huevo de Colón”. Él tenía que reírse de nosotros como se reía de su “cara de cura…”, o de su “pepino putrefacto y feliz”. Ello nos permitía a los alumnos la insubordinación improvisada frente al programa educativo del nacional catolicismo y las esferas de influencias.

 

Ya D. Miguel abuelo, el director del cole a quien llamábamos “el patas” porque tenía las piernas gordas y pisaba muy fuerte, también manejaba la ironía frente a aquella España violenta que ignoraba la posible lucidez del absurdo. Buscábamos que la triste existencia nos provocase risa. A Miguel hijo creo que le hubiera gustado ser como otros opositores guapos que tenían mucho éxito con las mujeres. Miguel no era un joven elegante, era descuidado o más bien, desastrado; pero sobre todo era un sarcástico muy tierno que amaba y se reía de sus alumnas favoritas, o “añoraba una cita en bicicleta en el florido Parque de San Jorge con la mocosuela enemiga más bonita del mundo”.

 

Ahora sopla el frío con el viento a estas horas duras de noche pirenaica y es que…, cuando se empieza a hablar de la relación entre Miguel y las mujeres..., se nublan las estrellas…, como en aquel susurro…, de “Galaxia mía, amada mía inexistente e inmortal…”. Estuvo enamorado de varias mujeres, las más hermosas de cada curso, pero además eran guapas de mente: Pilar, Encarnación, Paulina, Laura… Quizás a Berlingtonia la incluyó por reírse de la calle de Velintonia de Madrid donde vivía Aleixandre, a quien consideraba un cursi y aflautado poeta interesante. De todas formas si nos acercamos a su “Oficina Horizonte” estaremos muy cerca de sus vivencias y sentimientos amorosos.

 

Nuevamente interrumpe la voz en off de los espacios acusatorios: no supo enfrentarse a la realidad y decidió el abandono: “Destrui definitivamente / mi obtuso despertador cardíaco” (como si se propusiera dejar de enamorarse.) Se lo buscaba.

 

Ah, no…! También parecía enamorarse de algunas pseudonovias de los amigos o poetas, Esperanza, Gloria, Beatriz, Linnette, Silvia,… Incluso siguió enamorado de mujeres lejanas y familiares…, era muy cariñoso, con su madre, con sus cuñadas…, a Juana de Grandes la quería tremendamente.

 

---La pelma voz en off sigue dando la lata: ¿y habías detectado diferencias entre el Miguel más joven y el último?

 

Nunca hubo diferencia alguna, Miguel siempre fue joven, hasta cuando murió. Jamás estuvo aislado o, mejor dicho, siempre estuvo aislado, pero consigo mismo y con sus amigotes elegidos, y entre ellos, tuvimos mucha suerte los de OPI, lo recordamos siempre joven, con la cara de torta, la calva prematura…, pero su alegría interior de chico malo se le escapaba siempre cuando se ponía estupendo.

 

(Música de cine y bulla de tasca, olor a cigarros “Ideales”)

 

Voz preguntona en off: ¿y tú recuerdas cuando se fue a Madrid “con una escoba espiritual en la maleta”?

 

No coincidí. Pude vivir su mundo de Madrid pero sin él, con sus amigos y sobre todo con Dicenta. Yo solía frecuentar Madrid con mi padre, como Abogados con causas en el T. S. y quedábamos con Pedro Dicenta (amigo de ambos), con Novais (director de Le Monde en Madrid)…, e íbamos de tabernas, diletantes…, en el Ateneo nos juntábamos con toda la retahíla de jóvenes poetas, pero ya carcamales muchos de ellos, y empezábamos los primeros vinos por la zona de Echegaray, calle Príncipe, Cuevas de Sésamo, donde Dicenta tenía otra tertulia, el bar de la Abuela, bares de toreros y de tapeo… Dicenta había sido un gran guía de Miguel en Madrid y de Madrid sin Miguel. Sé más o menos lo que sabemos todos por sus poemas.

 

Pero hoy, en el Pirineo, siguen brillando las estrellas como lo hacían en Canfranc cuando las miraba Miguel; hoy conectamos como Ciudadanos del Universo y el firmamento nos transporta con emoción-luz-panorámica hasta los cineclubs que él frecuentaba: Losey, la Nouvelle Vague, Murnau, Einsenstein, Manolo Rotellar, Buster Keaton… Terminábamos recitando a este último con efluvios exiliados de Rafael Alberti y Pío Fernández Cueto, y con aquella novia Georgina que era su verdadera vaca. Pero en lugar de correr por los campos se iba al fútbol los domingos con aquella “Ululante muchedumbre de energúmenos en flor”. Miguel iba al fútbol, le encantaban los estallidos sociales: provocar, protestar, hacer el muermo y molestar a los espectadores: esto va mal…, ¡muy mal! (y llevábamos tres goles de ventaja)..., esto se va a poner peor, era un cenizo, siempre llegaba tarde para poder hacer preguntas intempestivas: ¿cómo van, cómo van?, ¿seguro?..., seguro que la vamos a palmar… Y luego componía sus poemas a esas muchedumbres que llenaban los graderíos: “espléndida cosecha de calaveras para el año 2.000”. Con el fútbol, se quejaba de todo, de los periodistas, de los jugadores…; a él le hubiera gustado ser un buen futbolista, grandes negocios, decía…, de compraventa…, de traspasos y cambios fenomenales…, y los árbitros tienen toda la culpa…, y cuánto habrán cobrado por los fichajes…, sobre todo el linier.

 

Miguel era muy tímido, como sus hermanos José Antonio y Donato, pero les gustaba salir de la timidez con ingeniosas chorradas socarronas. ¡Cuánto le gustaba hacer el gamberro a Miguel!, nos hacía faenas, salíamos del cine y tocaba un pito tremendo de árbitro…, y como era de noche venían los serenos: él ponía cara de serio director de colegio y nos dejaba a los demás con el culo al aire. Noctabulábamos por las callejas del Boterón y de La Seo, cantábamos al Deán bajo el Arco mudéjar…, procazmente Miguel las repetía…, todos nos esmerábamos para decir las máximas tontadas. Seguíamos de bares…, pero Miguel no bebía vino, le gustaba el agua mineral con gas y con tapas, muchas tapas; las banderillas las cogía de las caras, de güevo duro, de gambas… entrábamos en un bar y comenzaba su cosecha de tapas, comiéndolas deprisa para que no lo viese el barman…, los demás comíamos alguna pero nos daba vergüenza; era muy generoso e iba a invitar pero hacía sufrir algo a los del mostrador, y al final preguntaba: ¿se debe algo?, ¿lleváis dinero alguno de vosotros? Luego, casi siempre pagaba él.

 

Miguel elevaba a sagrado lo cotidiano sin sentido…, se inventaba entes divinos especiales para cada caso…, le encantaban los chistes de apóstoles, de Cristo, de Abraham, tenía un toque humano de humor irreverente, una cultura que nacía en los clásicos: Homero, Sófocles, Aristófanes y se perdía en el mundo esotérico remoto, porque leía de todo…, incluso a los físicos relativistas, a los alquimistas y a muchos esotéricos... Conocía a Confucio y a Zoroastro a través de Nietzsche. Miguel había leído a Dante, Milton, profundamente la Divina Comedia…, y todo ello le influyó y le reveló muchísimo…, y el existencialismo interior y el absurdo extensivo, Kafka, Ionesco, Sartre, Camus, Kierkegaard, Beckett… No era fácil “existenciar la vida en esos tiempos”…, y menos en España, pero intentábamos hacerlo.

 

Vivió, con fundamento su gusanera zaragozana..., era una esponja con agujeros negros y predispuesta a estímulos y luces de todas las vanguardias; también vivió, aunque poco, Madrid, París, Londres…, pero fue en Zaragoza, entre San Cayetano y el Mercado, donde supo encontrar un todo planetario de gentes —desde Luis García Abrines hasta Vicente Cazcarra— que comprendían desde lo más disparatado hasta lo más responsable, para contradecir ideas y vivencias, e incluso muertes provisionales o conclusas, pues de Luis García Abrines se han ido publicando sucesivas esquelas necrológicas, y aún colea (creemos). Sea por muchos años.

 

Compartí con Miguel y los Jounakos y Opicilos vida de merendolas —y de cafés y bares bastante intermitentes, en los que combinábamos la marginalidad cultural con la poesía y la risa, con predominio de esta última. Tragos amargos como la censura, o como tal amigo se muere, o tal se ha ido del pueblo para siempre, o a tal podemos verlo en la cárcel…, o la mano de hostias o torturas que le han pegado a tal…, íbamos superándolos con nuestras nubes de humor negro (bien cuidadas y bien estercoladas, como dijera aquel otro Miguel..., y Gila, Chummy, Mingote las codornices, los poetas absurdos, los ultraístas y los atragantados por los sorbos amargos de la vida…, nos ayudábamos a encontrar evasiones, como eran los libreros Víctor Bailo y Pepe Alcrudo, que dio nombre al “Grupo Pórtico”. Ellos ayudaron mucho a los vanguardistas…, ¡¡¡vaya pintores-planetas que eran Santiago Lagunas, Aguayo, Orús, Laguardia, Vera…!!!

 

Miguel fue el elemento aglutinante de aquel “gazpacho literario” (retruécano creado por el Búho y referido a la revista que publicaba el mismo Miguel, Despacho literario) de poetas y absurdos. Los opicilos iban y venían.

 

Voz espacial en off: yo me imagino a Miguel como un faro curioseando Zaragoza; me sorprende cómo atraía y aprovechaba todo; a unos los contrataba para el colegio y..., que Eduardo Cirlot e Ibarrola hacen la mili en Zaragoza… “¡pues que vengan al Niké!”. Y los que pasan unos días, también otros frecuentes visitantes como Cirlot, Gabriel Celaya o Blas de Otero o Fernández Molina…, seguían viniendo a saltos… Fernández Molina se instaló definitivamente en Zaragoza justo cuando murió Miguel.

 

Cerremos los ojos y pidamos un deseo, unas imágenes de los primeros decorados de Oficina de horizonte pintados por Ibarrola. Sugerían espelungas marinas de colores faubistas con andamios simuladores de una escala de faro abandonado, con cuevas y lucernarios para otear diversos horizontes…, y allí aparece Ángel, vociferando poemas surrealistas con gestos teatrales, contagiando sus amores locos a los espectadores: la obra se estrenó en el Teatro Argensola y la acción transcurría subiendo y bajando a lo alto del faro; recuerdo a Pío Fernández Cueto cuando lo interpretó, vestido de arlequín totalmente amarillo de plexiglas, con botas altas negras y brillantes, el director fue Pedro Dicenta; también había un departamento telegráfico para conectar con otros planetas, una especie de laboratorio telefónico-telepático, teledirigido, teletodo…, en línea directa con los dragones. Las dos actrices (musas contrapuestas) se repartían los despojos de Ángel hasta su aniquilación final por las fuerzas del orden. La voz en off de Saturno era emitida, con reverberaciones e intermitencias por José Antonio Labordeta,

 

Voz preguntona en off: ¿Fue muy grande la influencia de Miguel en Niké?

 

E.- En la OPI, que no en Niké, todos influían en todos y procuraban no influir en nadie, porque casi todos querían romper con casi todo y ser creadores por sí mismos. Miguel se dirigía siempre a las vanguardias y a la juventud. Le dolían las épocas que le había tocado vivir creyendo en los mayores. Tenía una gracia loca, lo pasábamos en grande con él…, compartíamos algunas trayectorias poéticas y artísticas, de las más rompedoras.

 

Algunos de los símbolos labordetianos nos causaron impactos duraderos; uno de ellos fue aquel de Valdemargris, habitante de 30 años de edad cuando lanza su mensaje de primavera a todos los jóvenes del mundo, una contraposición a los carcas, a los indiferentes, a los dogmáticos… Miguel en su poeta se lanzaba de manera profética para lo bueno y para lo malo, buscaba oxímoros y contrastes tremendos, le gustaban localmente y además todos hemos sido oximoronianos en el sentido mejor de las palabras, es decir, en poético lo que de otra forma sería maniqueísmo. Te permitía hacer los contrastes enormes y confundirlos y fundirlos, y tanto un significado como el otro te podían causar un impacto-amor como el que desprendía la poesía de Miguel y como creemos que él sentía o al menos nos hacía sentir a sus alumnos, discípulos, compañeros más jóvenes…

 

Mirando al este parece oírse a Labordeta discutiendo con Celaya…, o quizá es sólo el gran poema con el que Gabriel le escribió a su amigo Miguel. Se descubre a través del gran poema una visión crítica del libertario mundo labordetiano, plasmada desde moldes de un mundo comunista… Miguel ya mantenía sus diatribas agudas con Otero, Celaya, Dicenta y otros varios, entre los que contaba su querido discípulo Vicente Cazcarra, el jovencísimo Rey del Corral, Gómez de Pablos o el sociólogo Mario Gaviria, a quien consideraba comunista-yeyé.

 

Voz preguntona en off: ¿y sentía mucho las injusticias del mundo?

 

Totalmente en su piel y en sus poros, las trasladaba a sí mismo y en su mundo retrataba las profesiones elegidas: funcionarios, notarios…, salvando amigos como Ramón Laguna, gente que ganaba mucho dinero…, y sin embargo hablaba del obrero con cariño… Él denunciaba la injusticia pero la elevaba al absoluto, el mundo era injusto porque los dioses seguían siendo injustos, como dice aún Rafael Sánchez Ferlosio y como decían mucho antes el anciano de las manos traslúcidas de Lorca…, y el dios que estaba enfermo…, grave…, de Vallejo. Miguel, tanto o más que un creador lírico, fue un poeta social, lleno de innovaciones que no fueron reconocidas por las mediócratas antologías sociales. Pero hacía poemas a la sociedad de consumo mucho antes de que le asignaran tal nombre. Estaba cotidianamente al día de lo verdaderamente social, y cualquier transformación o alteración le interesaba, crítica y poéticamente, aunque se mostrara escéptico y pasota en alguno de sus poemas.

 

Hace bastante frío en las intermitencias de nuestra conexión pirenaico-astral y me llega un mensaje que dice Tao, tao, Yoga… Lo interpreto y lo siento relacionado con aquella misiva de hace tiempo: “Buenos Tauros, amigos, y hasta la quimera otoñal de Sagitario. Tao Tao”. Final del texto: “Jounakos, inventor”.

 

         La misiva ha llegado desde la Constelación zodiacal de Cáncer para un Capricornio de Zaragoza camino del otoño de 2010.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emilio Gastón

18 de enero de 2018

(Habla Ascensión. Farmaceútica. 2 de la tarde)

 

 

Despacho píldoras para el dolor del alma.

Puedo mirar a los ojos de un agonía

y determinar los días en que habrá sol dentro del pecho.

Mi horario es flexible,

mi humor variable,

como un termómetro de piel de melocotón.

Estoy acostumbrada

al ruido aséptico,

al nacimiento

de balanzas renqueantes,

a la tos de las aceras

y al gemido insomne de un madre recién muerta.

Mi color preferido es el blanco que se ensucia.

Detesto el goteo de las palomas

sobre el alféizar

y estoy aprendiendo

a dejar de fumarme el humo de las fábricas.

Un secreto:

            Suelo acomodarme en la barra de un bar los domingos

            y beberme el tiempo silencioso.

Tengo un novio sin sangre

que le lleva flores a la tumba de mi femineidad.

Y aunque apenas hago el amor,

siempre hay guerra en el canto de mi pubis.

Por eso bailo

            y bailo en mitad de las instrucciones.

Soy bárbara

y pequeña

y a menudo siento espanto de lo que fui.

Por eso invento un mal apócrifo

en las esquinas de mi carne

y en casa,

a salvo de las matemáticas, 

me tomo el pulso de un televisor.

No hay diferencia entre vestir un caramelo ansioso

o un corsé impregnado de mordiscos.

Y sé que la lluvia es roja

y que la espera es azul.

Alguien me contó que la felicidad

tenía cierto parecido

a la sangre adulterada de un viejo

pidiendo un cupón de descuento sobre la boca del mostrador.

Despacho vidas (de 8 a 3).

Entierro la pus de cualquier sueño.

Escrito en Lecturas Turia por Angélica Morales

18 de enero de 2018

A mi abuelo Antonio le dejo

mi nombre y mi miopía,

a mi padre un gesto que yo sé

y el amor desmedido por mi madre,

dueña entera

de esta nariz que le transmito.

A una rama de su familia,

la pasión por la música y las artes.

A mi tía Carmela,

cierta forma de mística.

A mi tatarabuelo Enrique, un sable,

o el gusto por los sables, no mellado

por la leva que lo puso en territorios

que yo sólo he pisado por turismo.

A mi abuela María, la mirada

y a ciertos tíos la melancolía,

que me privó de primos y de juegos

en jardines estériles.

A todo mi linaje, mi deseo

de cuerpos, que condujo hasta mi hoy,

pues crecieron y se multiplicaron

no como mis raíces, sino ramas

de esta luz que da sentido

a sus fúnebres sombras.

 

A vosotros, alocados, mi experiencia,

y a vosotros, sensatos, mi locura

que hizo que saltaseis los obstáculos.

Os lego mis sillares, mis orígenes,

y fundo vuestra estirpe en mi persona.

Cómo os moldeo, desvaídos.

Seréis como yo soy, desfigurados

vagamente por un tiempo que huye.

 

Reparto, distribuyo, dejo, doy.

Pero a ese del espejo, un parecido

que nada tiene que ver con la realidad.

 

 

                                  

Escrito en Lecturas Turia por Antonio Rivero Taravillo

18 de enero de 2018

1

 

Si llamé fue porque mi hermano estaba el pobre como que se hundía, y yo estaba como que me hundía también sólo de verlo. Cada uno rodando por una pendiente distinta pero los dos hacia abajo a toda velocidad y no nos quedaban ya fuerzas ni palabras que decir. Por eso lo hice, no soy ninguna chivata. Creo que una hermana debe hacer eso, por más que se le haya repetido desde el principio, por activa y por pasiva, que en ese piso de estudiantes es la última mona y que a alguien que llega allí de nuevas a cursar su primer año de carrera lo que le conviene por encima de todo es tener muy clarito que callada está más guapa. No era el simple hecho de que mi hermano hubiese vuelto a consumir, dicho así, como si se tratara de un dato aislado del que simplemente se dispone o no se dispone, sino que había llegado a un punto en que se pasaba las horas tirado en la cama, a veces temblando mucho y otras sólo un poco, pero siempre temblando. Y cuando aparecía por el salón o la cocina caminaba como arrastrando los pies y con nada que le dijeras o te mandaba a la mierda de un grito o se le saltaban las lágrimas y te pedía un abrazo para esconder en tu cuello su cabeza, y quedarse allí todo el tiempo posible, hasta que al final había que hacer bastante fuerza si querías arrancártelo de encima y entonces se quedaba de golpe como solo en el mundo, sin cuerpo sobre el que vencerse y deslumbrado por la luz. Hacía llamadas que casi nunca le contestaban, escribía mensajes de texto a toda velocidad y luego arrojaba el móvil sobre la mesa. Miraba el reloj cada tres minutos, bebía a morro largos tragos de ginebra o de lo que hubiera por casa, culos de botella, los restos de las fiestas. Si le decía que no bebiera respondía que el terapeuta le había dicho que sí, que podía un poco si se notaba muy tenso. Un poco. ¿Y qué es un poco cuando ya los nervios están deshechos y toda la carne le tiembla como un pastel de gelatina? Sin decir nada, se volvía a encerrar a oscuras en su cuarto. Algunas veces echaba el pestillo y otras no, según prefiriera soledad a lo bestia o dejar abierta la posibilidad de que pudiesen entrar unos pasos que, con cuidado de no pisar nada de lo que había en el suelo (lleno siempre de todo tipo de ropas y trastos, las deportivas, los pañuelos de papel usados y todo aquel el lío de cables) se acercaran a tientas a la cabecera de la cama y luego escuchar la voz que esos pasos hubiesen traído, la pregunta por cómo se encuentra o el reproche casi dulce que se parece tanto a un consuelo algunas veces, y hacerse el dormido para oír esas mismas pisadas alejándose de puntillas camino de la puerta, sorteando de nuevo el ordenador portátil, el cenicero repleto, el cargador del teléfono, los calzoncillos usados. Y yo no puedo verlo así. No puedo estar entrando a su habitación cada poco rato para comprobar por mis propios ojos si todavía respira, si sigo teniendo hermano o ya no tengo hermano.

 

No puedo verlo así porque es un niño a fin de cuentas, aunque él no lo sepa, a pesar de la voz ronca, de la serpiente feroz de su tatuaje, de la chupa de cuero desgastado y de su piercing de punta saliendo del labio de abajo, como una lanza dirigida al mundo que quiere decir algo así como estoy bien jodido pero intenta tú acercarte y hacerme más daño si tienes cojones o simplemente tú que miras o me importa una mierda lo que pienses de mí. Pero luego lo ves llorar ahí, bocabajo, quedarse dormido y despertar de golpe, y sus ojos son los de hace poco tiempo, en casa de mamá, cuando se asustaba viendo los videos de películas de terror como si de alguna manera supiese que iban a ser de verdad, andando el tiempo, todos aquellos monstruos, las arañas gigantes y la sangre tiñendo las paredes; que llegaría para él una noche peor que la de aquellos cementerios de la pantalla, llenos de aullidos y sombras, una noche en la que el corazón pudiera reventarle en el pecho de tanto latir. Y yo veo ese niño en él. No quisiera verlo pero ahí está todavía, regresa sin avisar. Aparece y desaparece de sus ojos, ese niño. Cuando dirías que se ha evaporado para siempre, dejas pasar un momento y ahí lo tienes de nuevo, dando vueltas a un tazón de leche con Cola Cao. No pasa de un instante el tiempo en que se muestra en su mirada pero para cuando quiere volver a esconderse tu corazón ya es otro, más amargo y más grande. Yo creo que tener un hermano es en parte eso: poder ver un niño donde ya no está. Y también saber que no va a lograr comerse ningún mundo por más que a veces lo parezca; al revés, que la primera tormenta verdaderamente fuerte lo derribará.

 

Acabó en dos días con una caja de calmantes que tenía que haberle durado toda la semana y parte de la siguiente. No sabíamos qué más hacer. Y su novia, que se pega aquí el día entero, tampoco tenía ni idea de qué hacer, aparte de mirar la tele y estar pendiente por si la llamaba un rato a su cuarto o la mandaba a la farmacia o a casa de alguien con el que hubiera apalabrado por teléfono una bolsita de hierba. Y lo mismo sus amigas, que todas las tardes acudían a engrosar el retén y que formaban una especie de gabinete de crisis que en lugar de repartirse jarras de café americano y poner en marcha tormentas de ideas se limitaba a arreglárselas para que no faltasen nunca un par de litros de calimocho en la olla Express que ocupaba todo el estante bajo de la nevera, y liaban sus cigarrillos sentadas en el suelo y ponían sin parar esa clase de discos que hacen que por momentos parezca que todo va bien.

 

Y llamé. Pero no di, por así decirlo, una voz de alarma oficial. No llamé a mamá, ni mucho menos a mi padre. Si llamo a mi padre siempre pregunta sobresaltado qué ha ocurrido, y una vez que averigua que ningún camión ha aplastado a nadie su pavor pasa a estar relacionado con que se le pida dinero. Nunca sé a ciencia cierta dónde para, siempre lo imagino al otro lado del hilo en la habitación de un hotel con el torso desnudo y una toalla anudada en la cintura mientras una arpía de pelo enmarañado, cegada por la luz, pregunta desde la cama qué hora es, quién coño molesta ahora por teléfono y dónde cojones está el ibuprofeno. Puede que exista esa puta o puede que no, pero yo no puedo evitar sentir su presencia al otro lado cada vez que llamo a papá, sus cremas pringando las sábanas, su mala hostia, las tetazas salpicadas de gotas de perfume. No recurrí a ninguno de los dos. Llamé al tío Julio, que era una forma de avisar y al mismo tiempo no avisar, de poder compartir la losa que me había caído encima sin provocar un cataclismo ni sentirme del todo una traidora.

 

Yo había imaginado de otra manera la llegada del tío Julio. Supuse que vendría enérgico y resolutivo: qué está pasando aquí. Que cogería a mi hermano por banda y hablaría con el durante horas, quizá pasándole el brazo por el hombro, con una mezcla de ternura y firmeza: yo lo entiendo todo, que me vas a contar, te quiero mucho y todo eso pero esta vez vas a hacer lo que yo te diga. Que lo arrastraría a la ducha, que se lo llevaría después a alguna de las terrazas del parque de abajo y le haría beber enormes vasos de zumo de naranja natural mientras le obligaba a escuchar los pájaros al atardecer, que es algo así como el ruido de la vida cuando alguien se ha perdido, sobre todo si cierras un poco los ojos, porque trae a la cabeza, sin tú quererlo, los jardines medio olvidados de la infancia y también los que vendrán, pinares llenos de nieve, palmeras junto al mar y cielos de película con sus nubes veloces, parajes lejos de todo esto, de los trozos de papel de plata sobre la mesa y las sábanas revueltas y el chándal y la diarrea. Lejos de esta pesadilla de barrio, cada día más sucio con los montones de basura sacada a destiempo y dejada al borde de la acera, cociéndose al sol, junto a muebles inservibles y colchones llenos de manchas de orines y sangre puestos en pie contra los plátanos o los semáforos de la calle; y las ambulancias todo el día de aquí para allá y los mendigos que te abordan cada pocos metros cerrándote el paso mientras hacen sonar las monedas en sus vasos de plástico y te insultan y se te ríen con sus dientes verdosos. Lejos de los camellos y la sed, del olor a fritanga que sale de los bares, del suelo pegajoso de las aceras, de las coderas del jersey siempre manchadas de cerveza seca.

 

Yo supuse que el tío Julio podría poner al menos algo de poesía en todo esto. Al fin y al cabo, él pasó antes por algo parecido. Habla muy poco, y todavía menos de aquello, pero mamá nos lo ha contado como quien no quiere la cosa, en plan no me gustaría que le juzgarais por ello pero mirad los peligros que acechan ahí fuera, justo donde la libertad parece más jugosa y más deslumbrante. Tiene además unos cuadernos negros que suele llevar a todas partes en los que apunta cosas, llenos de borrones y abreviaturas. Pone cosas sobre el miedo y sobre amores que él tiene y no debiera tener, y culpas que arrastra y todo eso. Y a veces, en esos cuadernos de caligrafía endemoniada de los que yo había podido leer algunas páginas a escondidas, nombraba ese tiempo en el que fue un sonámbulo y pasaba días enteros en la cama, como ahora mi hermano, entre sudores y náuseas y paseos al cuarto de baño agarrado a los muebles y a los marcos de las puertas. Y había hojas enteras que hablaban del temblor. Y le llamé por eso, a pesar de que sabía que con mamá ya ni se hablan. Por eso le llamé.

 

2

 

Julio recibió la llamada de su sobrina a la hora de la siesta, cuando dormitaba en el sofá leyendo como de costumbre un periódico del día anterior. Recorrer desganadamente las hojas de un diario pasado de fecha era para él una especie de término medio entre no enterarse de nada en absoluto y la pulsión del hombre moderno, por sentirse informado al minuto, afán que consideraba tan fingido como enfermizo e inútil. No puede decirse que fuera precisamente invencible su curiosidad por cuanto pudiera estar ocurriendo ventanas afuera, en un mundo que, cada vez más decididamente a medida que pasaba el tiempo, pertenecía sobre todo a los demás. Desde su condición de prejubilado convaleciente, el tiempo era un animal monstruoso y lento que avanzaba dificultosamente hacia distintos ocasos yuxtapuestos: la caída de la tarde, la hora de las pastillas, el momento de ir pensando en ponerse el pijama y, al final, como al fondo de un pasillo oscuro igual que el que conducía en su casa a las habitaciones en desuso, el impreciso instante de empezar a morir. Había vivido estos últimos años repartido entre el miedo de que ocurriera algo, cualquier cosa, y el miedo a que no le pasara nunca nada más. Sobre la misma mesa baja en la que solía yacer medio olvidado el teléfono inalámbrico que sonó esa tarde demostrando de ese modo no llevar semanas estropeado, había también un plato con restos de ensalada, una botella de agua, un cenicero repleto de colillas, el mando a distancia de la tele y un café recalentado que había vuelto a enfriarse.

 

Cuando su sobrina le pidió que acudiera de inmediato, superada la reacción inicial de pereza y fastidio, en lo primero que pensó Julio fue en si él tenía una maleta y en qué demonios de armario podría estar. Y en que quizá debería afeitarse. Y se preguntó también si sería capaz de sacar un billete de tren por internet y, en general, si podría desplazarse sin mayores sobresaltos como hace todo el mundo cada fin de semana. El viaje que se le acababa de proponer iba mucho más allá de un simple cambio de ciudad: debía llegar hasta su antiguo barrio, al piso donde vivió de joven con sus padres y que ahora utilizaban los hijos de su hermana mientras estudiaban sus carreras en la capital. Tendría que sentarse otra vez en el mismo sofá frente al televisor y ver los cuadros de siempre atornillados en las paredes, las fachadas de enfrente a través de la ventana, los toldos verdes, el mismo cielo de entonces, el bar de abajo. Se preguntó si todavía estaría en el mueble del salón la colección de los premios Planeta encuadernada en rojo o las figuritas de adorno de bailarinas y payasos, y si el cuarto de baño conservaría aún aquel olor penetrante del after shave de color azul que usaba su padre, aroma a madrugón y a hombre como Dios manda y a la España que trabaja. Y si seguirían chillando desde sus jaulas en el patio de luces pájaros tropicales descendientes de aquellos que a él le destrozaban los nervios a la hora de la siesta. Eso sí iba a ser un viaje de verdad, y no esos otros que son cuestión solamente de kilómetros y paisaje. En ningún momento la enorme pereza que le daba todo eso le hizo dudar de ponerse en camino, independientemente de lo que su hermana, la madre de los chicos, pensará de él, de si le llamaba o no le llamaba de un tiempo a esta parte, de si le importaba algo. Se sentía responsable y hasta creyó notar, al oír cómo se quebraba la voz de la chica, eso a lo que otros se refieren como la llamada de la sangre. Por primera vez en muchos años tenía algo parecido a una misión.

 

Al poco rato ya iba en un taxi camino de la estación, recién duchado y con un tranquilizante disolviéndose despacio debajo de su lengua. Además de la ropa limpia incluyó en el equipaje algunos de los enseres de la lista mental de cosas que, en la época en que viajaba con cierta frecuencia, tenía como imprescindibles: un cortaúñas, el transistor, pilas de repuesto, sus cuadernos negros. Sabía que debía de haber algo más pero con los nervios no era capaz de recordar el qué. Alguna cosa se dejaba, eso era seguro, alguna cosa muy importante que su cabeza no era capaz de determinar por ahora cuya falta lamentaría llegado el momento. Con esa sensación había cerrado tras de sí la puerta dejando completamente a oscuras, allá adentro, un desorden de libros y retratos que eran en realidad el fondo casi perpetuo de su figura, la polvorienta enmarcación de sí mismo. A pesar de que daba paseos cada tarde, hacía su compra una vez a la semana y a veces hasta se sentaba un buen rato en algún banco del parque, esta vez, al atravesar el umbral de su casa, se sintió desnudo y extraño, fue como si saliese de una caverna en la que hubiera estado oculto durante un invierno larguísimo, aletargado en la penumbra. Sale de la oscuridad a la luz pero durante un tiempo tiene la sensación de que esa oscuridad gotea todavía de su cuerpo y ensucia un poco la calle, como si aportara cenizas o telarañas o polvo a una tarde que hasta hace un momento estaba limpia. Un viaje es como meter un cucharón en la densidad pegajosa de la mente y removerlo todo despacio y a conciencia, hacer que emerjan a la superficie recuerdos y palabras que estaban como muertos, agarrados al fondo de la olla. Durante el trayecto, mientras contemplaba por la ventanilla campos y barrancos, pensó en la clase de cosas que podría decirle a su sobrino. Cosas como no seas idiota, chaval. Cosas como que la vida es hermosa y valía la pena, palabras que en el acto habrían sido rotundamente negadas por su propio tono y su expresión de derrota, sus ojos hundidos, la piel de su rostro, a veces amarillenta o incluso verdosa según la luz que en cada momento la ilumine. Calculó que si iba por ese camino fácilmente podría darles a los dos, ahí mismo, donde quiera que estuvieran, un ataque de risa bastante amarga.

 

Han pasado unos treinta años desde que dejó el barrio y aún siente un miedo absurdo de ser reconocido al recorrer las calles donde fue humillado. La vez que vomitó en aquel portal, la vez que le echaron de ese otro bar, el callejón por el que regresaba a casa noche, las cosas que pensaba entonces, todo lo que llevaba en la cabeza, el miedo de su cuerpo, los nervios como cables despellejados. Se daba cuenta de que volvía, al caminar, una vergüenza antigua y un sobrecogimiento ya olvidado, y era como si tuviese que pedir permiso para pisar las aceras que en su día recorrió aterrado. 

 

 3

 

Estoy tumbado en esta cama y casi no me sale la voz cuando quiero pedir agua o que se acerque alguien porque noto que me voy, que ya me acabo, que me escurro al vacío, y no deseo estar solo cuando eso ocurra. Cuando llamo no acude nadie. Acude cuando ella quiere, mi hermana. Sé que estoy en su casa y eso quiere decir que si agonizo no lo haré como un perro. Lo sé porque reconozco algunos muebles y también adornos y libros que antes estaban en casa de papá y mamá, los álbumes de Tintín, las aventuras de Los Cinco y el mismo reloj despertador con un dibujo del ratón Mickey que convierte el silencio en una especie de tren camino del matadero. Todo es borroso ahora. Sé que viajé hasta Madrid porque me dijeron que el hijo de mi hermana estaba en peligro, y sé también que no lo salvé. Me pasó como les ocurre a veces a los que se lanzan sin pensar a rescatar de los remolinos de un río a alguien que se está ahogando.  No tengo una idea clara de qué ha pasado exactamente porque los recuerdos regresan tan apenas como figuras de un carrusel que gira demasiado deprisa al otro lado de una muralla de humo que se aclara y se adensa cuando ella quiere: un frutero lleno de cubitos de hielo, unos muslos tatuados, la música trepando desde el abismo, mis ojos cocidos en sus propias lágrimas. Noto que el embozo de la sábana huele al suavizante que se usó en casa toda la vida. Oigo voces al otro lado de la puerta entornada, la voz de mi hermana que se convierte en un murmullo para informar a alguien de que me muero, creo, y habla de una ambulancia y de los días que estuve en coma, cuenta a no sé quién entre susurros cómo me trajeron, los trámites, la fiebre, la tez amarillenta, y también las veces que me lo advirtió, una vez y otra vez, las mil formas en que me lo dijo. Y es verdad, hermana, tú misma me lo contabas hace tiempo para sacarme del mal camino, cuando yo corría a oscuras tras todos los venenos y era infinita la sed, que acabaría expulsando el hígado por la boca, acartonado y enorme, mientras  arañas y lagartos se paseaban por mi piel. Y ahora, herido en el combate, vuelvo así, como tú decías, vuelvo aquí, y es como si un caballo despavorido me arrancase en el último instante del campo de batalla y depositara ante tu puerta lo que queda de mí, este cuerpo roto, este hilo de vida estrangulándome.

 

Entras y me das de beber algo caliente, té o manzanilla o algo de eso. Y te recuerdo de niña, de muy pequeña, cuando jugabas a las cocinitas y me traías una minúscula taza de plástico llena de arena. Ahora sé adónde era en realidad este viaje y también que he olvidado algo y sigo sin saber el qué, quizás algo que debí traerte, puede que solamente unas palabras, poco más. Acercas el vaso a mis labios y tus ojos de repente son aquellos de entonces. Tener una hermana es eso, ¿no es así?, que pueda aparecer una niña aunque sólo sea unos segundos y después se aleje de puntillas dejando en el aire un vapor en el que por fin es posible morir respirando algo parecido a la dulzura. El borde del vaso está quemando. Sé que no se bebe en realidad. Sólo hay que hacer el gesto y decir después que está muy rico. Aun así, no sé si podré ya, hermana, hermana mía, estrella en la ventana al fondo de la noche, punzón de miel, flor y alfiler, no sé si podré: pesan tanto los párpados esta tarde como nunca en el mundo ha pesado nada.

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Carlos Castán

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