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8 de febrero de 2018

El primer recuerdo que me viene a la cabeza es el de un despacho en la Casa de la Panadería, y un balcón que daba a la Plaza Mayor. Debía ser diciembre y fui a hacerle una visita con mi hijo Julio, que entonces tenía siete u ocho años. Y digo que debía ser diciembre porque tras los saludos, cordiales, algo protocolarios delante del niño, tal vez intimidado con tanto ujier uniformado, de mangas entorchadas y ribetes, nos condujo por una serie de pasillos y dependencias llenas de archivadores y de cajas, para él supongo familiares, para nosotros laberínticos y umbríos, hasta un salón grande, vacío, con paredes desnudas y una enorme, descomunal, alfombra azul que cubría el suelo por completo y que daba al lugar una solemnidad un tanto empalagosa.

 

Lo recuerdo allí, alto, con una voz templada que rebotaba en la pared y el techo; un locutor de aquilatados adjetivos y adverbios y sustantivos limpios y notariales. Nos contaba que allí, tras de la cabalgata, cumpliendo un riguroso y regio protocolo, era donde los Reyes Magos recuperaban el resuello, el tacto de sus piernas ateridas, los colores del frío en las mejillas, antes de salir al balcón a saludar junto al alcalde: las manos enguantadas, los anillos de piedras preciosas, ostentosas y grandes como lápidas, y brillantes de un rojo, de un naranja, de un verde deslumbrante.

 

Y recuerdo la cara fascinada de mi hijo, su mano apretándome la mía, que desde entonces y durante años llamó a Luis Mateo Díez “tu amigo el de los Reyes”, que tampoco es mal mote.

 

Conductor imaginario

Allí, en aquella plaza donde siempre da el sol, cuadrangular, castiza, llena de ecos remotos, ancestrales, de circos y autos de fe, nos hemos encontrado alguna vez que otra. Hemos charlado, allí, entre el bullicio crónico de las sombrererías, los corros de turistas, con cara de despiste, de guía oficial y foto, y las terrazas con sillas de aluminio alineadas como guardiamarinas. Y allí, en La escalinata, una cafetería con asientos de terciopelo rojo y apliques de similor, hemos tomado alguna vez café, tras llegar caminando a buen paso (leonés) desde Sol.

 

E insisto, caminando, porque nunca ha sabido conducir. Y es motivo de pasmo cuando lo cuenta, más aún sabiendo que de niño pasó horas entre los conductores de autobuses y camiones que paraban entre León y Villablino, en La Magdalena, el pueblo de sus padres,  donde unos familiares regentaban el bar en el que paraban los coches de línea, y donde los conductores, que entonces eran chóferes, se tomaban un chato y un bocadillo de lomo.

 

Y en aquel tráfago de maletas de madera, bultos, paquetes, cajas aseguradas con atillos, y billetes que el conductor invalidaba por el sencillo, expeditivo método de cortarlos en dos, el pequeño Mateo jugaba con la cartera de cuero del cobrador, y se asomaba con experta curiosidad a los capós que cubrían, como caparazones, manguitos polvorientos, tubos y cables sujetos con cinta aislante, y misteriosos depósitos metálicos que echaban humo como una cafetera.

 

Y tanto trajinó con los volantes, grandes como paelleras, y las cajas de cambio, tantas curvas tomó subido a la cabina -el parabrisas que limitaba el mundo, imitando el sonido del motor con la boca-, que luego no aprendió a conducir más que de una manera imaginaria, soñada o recreada: imaginarias llaves de contacto, imaginarias manos que salían por las imaginarias ventanillas; pedales que chirriaban, despertando recónditos engranajes dentados, bielas, tornillos, ejes y tuercas también imaginarias. 

Así que es un andariego peligroso. Rápido y distraído, de piernas largas, articuladas con la aparente fragilidad de las zancudas, y una conversación ordenada y precisa que pareciera traer escrita de casa.

 

Infancia de río y desván

 En alguno de esos paseos por la plaza, abrigo largo y manos en los bolsillos, como una estatua, me habló de ese niño que vivía en la casa consistorial de Villablino, donde su padre era secretario del Ayuntamiento. Un caserón sobrio, plomizo, utilizado durante la guerra como hospital de sangre y que guardaba, allí en el desván, en ese orden incierto del pasado impreciso: cajas de libros prohibidos y salvados de la hoguera, ropa, camillas, autoclaves, y algún camastro de loza desportillada, llena de telarañas y de polvo. Allí, jugaba con sus amigos a las guerras; incursiones, emboscadas, desplomes… Y era motivo de acaloradas discusiones saber si alguno de los contendientes, aquellos niños nacidos en el eco pesado de la guerra, silenciada, estaba herido, o muerto. Los primeros eran conducidos en camilla, tras las líneas, a la cálida y protectora retaguardia de los héroes; los otros, arrinconados, las manos cruzadas sobre el pecho, los ojos cerrados, en un rincón. Sin pompa, sin honores, sin gritos ni salvas de ordenanza, ni armón, como los muertos de verdad.

 

Los muertos de los que todavía se hablaba a escondidas a mediados de los años cuarenta: gestos alertados de silencio, palabras recelosas bajo el eco remoto, fatal, de la tragedia: disparos en el monte, camionetas cargadas de guardias, largos fusiles, capotes, y leyendas de huidos…

 

Algo de aquel mundo legendario, de alacenas y sábanas, orfandad y misterio ha quedado después en sus historias. Un mundo imaginario de silencios, ancestral y remoto, como la nieve, el frío.

 

Y allí andaba aquel niño, un tanto atribulado, no especialmente simpático y algo llorón –confiesa-, que sin embargo tenía una cierta predilección por fabular. Una facilidad para inventar historias, contarlas y, a partir de un momento, hacia los doce años, escribirlas.

Su hermano Antón las editaba, y las vendía por el pueblo cobrando en caramelos, o en bolitas de anís.

 

Así que aquel niño escritor –entrañable, patética figura- vivió ya desde entonces las glorias del triunfo: la vanidad, el halago, la crítica, las opiniones, no siempre complacientes, de los lectores… Y ya entonces  algo de esa pasión extrema por el lenguaje. Un exquisito celo de alquimista con el que elige cada palabra, selecta y expresiva, como se seleccionan albaricoques en una frutería.

 

Palabras que desvelan, en aquello que nombran, con pasmosa naturalidad, el hallazgo secreto, inadvertido pero al tiempo certero de que eso se ha llamado así siempre.

 

Rulfo y El llano en llamas

 Y cuenta que fue Rulfo, El llano en llamas. Estudiaba Derecho en Oviedo y en la biblioteca Feijoo alguien le habló, o se topo con Rulfo, y fue un deslumbramiento, una impresión feliz y extraordinaria. Tanto que se resistió a devolver el libro, acumulando sellos rojos en la ficha, amenazas, miradas incendiarias de la bibliotecaria, hasta que compró un ejemplar para él. Rulfo que abrió la espita, tras las lecturas en la biblioteca paterna, de la literatura. Una literatura, durante años, de tarde y temporada, vacaciones y fines de semana. Un trabajo de escritor a tiempo parcial que ha ido compaginando con esa doble vida de funcionario, de despacho y reuniones y un balcón a la plaza.

 

Hace tiempo me regaló su primer libro, Memorial de hierbas. Ganó con él, en 1973, el Premio Novelas y Cuentos. Y en él hay una foto suya, espigado, con un jersey oscuro y gafas negras de concha, en blanco y negro, en su casa de entonces. Con paredes sin cuadros y al fondo una velada biblioteca. 

 

Recuerdo su recepción como académico. El calor insufrible, las alfombras allí en la docta casa, las escaleras como las del palacio de Sisí, su figura lejana, con el traje de gala, también en blanco y negro.  En su discurso habló de la imaginación y la memoria, y de cómo a veces se reponen en la ficción las carencias de la realidad. Pero también los sueños y obsesiones. La nostalgia, el fulgor, las preguntas. Todas esas historias que podrían haber sido y no fueron y que son porque alguien las idea: la de Ezequiel, el del labio leporino; la de Cecilio, el cazador; la de la familia Villar, que llegó al pueblo dos meses antes de que llegara el agua, o la de Belarmino Estrada, que murió de unas fiebres de malta…

 

No sé los libros que ha publicado Mateo, y de ellos no sé los que he leído exactamente, muchos.  Guardo de ellos un recuerdo difuso -siempre he sido un lector olvidadizo-, una mezcla sutil de escenas y personajes, títulos y cubiertas, diálogos y palabras, que perfilan ese universo suyo, legendario, remoto, marcado por la obsesión y el desamparo, los viajes hacia ninguna parte, las pensiones donde resuena el eco lejano de una televisión prendida, viejos cines de techos desconchados, orfandad y trastorno … Habrá voces más autorizadas que la mía que hablen de las cualidades de su literatura cuyo valor a estas alturas no es necesario que nadie se encargue de glosar. A mí gustaría hablar de las veces que tomamos café. De su conversación apasionada y sugestiva. De su sensatez y generosidad. Y de su magisterio.

 

Guardo firmados muchos de sus libros, con su letra menuda, concisa y temeraria, siempre escrita con un rotulador de punta fina. El mismo con el que trabaja ante el ordenador, con un folio doblado para anotar y esos cuadernos de tapas duras donde nacen sus libros: notas, secuencias, nombres y el título, que es siempre lo primero: Las fuentes de la edad, Las Estaciones provinciales, El expediente del náufrago, Fantasmas del invierno, La gloria de los niños, Príncipes del olvido, Los frutos de la niebla o el mencionado Memorial de hierbas… Lo sopeso en la mano,  aquí sobre la mesa, lo hojeo, lo abro y leo lo escrito en la primera página:

 

       Para Jesús

       estas hierbas que no

       acaban de agostarse

 

Y me parece bien. Y hasta ajustado, de algún modo profético, esa dedicatoria de mi amigo Mateo, el de la letra lacia, las palabras precisas, el de los Reyes Magos. 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Marchamalo

No sé por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia. Los espectros que antes daban miedo se han congelado, jadeas para respirar -no a la inversa-. De lo cocido a lo crudo. Brillamos dentro de la Vía Láctea. Para qué hemos levantado ese túnel bajo el agua, ¿quién lo sostiene, qué Zeppelin nos lleva? El oficio de carpintero fue inventado por necesidad, los árboles incubaban la retórica de los ataúdes -qué raro ver a tanta gente reunida sin un objetivo-. Si América fue descubierta para no tener fondo, Europa fue fundada para alcanzarlo demasiado pronto, el reloj está pensando, su tictac nos ha abandonado. La lluvia de las Highlands pone a prueba un diamante de barro -llámale euro-. Lo dijo Sir Walter Raleigh (1552-1618):

desde entonces nuestra especie es insensible, resistente al dolor y al cuidado,

y prueba que nuestro cuerpo es de naturaleza rocosa.

Revolver cajones ya no es un hábito poético sino químico. Objetos de neceser: pequeña ciudad helada. Sólo las máquinas no descansan. Esta noche cayó un rayo, un rayo común, sencillo, pero simultáneamente junto a ese rayo caía un 2º rayo que -como si fuera un proyector, una radiografía, no sé- carbonizó en la pared la silueta del 1º, y ya que estaba despierto me puse a pensar en ese experimento sentimental que es el Brexit. 

 

Los ríos son flores gigantes, vistos desde el cielo toman

un aspecto nervado, imposible escapar

de la meteorología. El aire se llena de cerraduras,

vagan sin puertas. Cuando el lavavajillas parece haberse agotado

aún quedan tantas gotas como en el Mar del Norte pero ordenadas

de otra manera. Carecemos de instrumentos para medir

la costa de U.K., la legendaria fractalidad que nos separa.

No nos aburríamos, había dos soles y uno

parecía muerto. ¿No ha sido siempre U.K.

una roca desprendida, un elemento por ubicar

en la tabla periódica? La Tierra no tiene razas, sino escollos.

¿No es el bacon una hoja seca, y el roast beef 

un paquete de piedras muertas?

Tratados de comercio inesperadamente abruptos, campos

minados de comas, paréntesis, corchetes,

acotaciones al margen y pies

de un mercado crepuscular: el reposo nunca es completo, 

ciega obediencia

a la rotación de la Tierra, detalles sin importancia

de una liturgia griega.

Entre la lengua hablada y escrita hay un agujero

más profundo que aquel verso de Keats que nos hizo llorar

de miedo, por ahí se va

toda tu luz interpuesta. Una estrella puede leerse

astrofísica o económicamente. Las mismas cuestiones

que nos turbaban aún no han ocurrido, y alguien mira los confines

de un continente en el que sólo de noche ha penetrado el viento.

Asombran los milagros que se han obrado. Las huellas

están al llegar. Lo anticipó Sir David Bowie (1947-2016):

 

Mira los ratones y su plaga de millones,

desde Ibiza hasta Norfolk Broads.

Rule Britannia está prohibida para mi madre,

para mi perro y los payasos.

Pero la película aburre y entristece
porque la he escrito más de diez veces,
y está a punto de ser dictada de nuevo.

 

Sale el sol por duplicado, dos horizontes aguardan

con la boca abierta. Partes en 2 una piedra

y aparece un cuerpo,

la partes en 3 y es sangre, la partes

en 4 y ves los glóbulos blancos y negros de todo un pueblo.

El eco nada repite: es fuente original.

Con la última marea del Canal llegaron los cuerpos,

parecían trapos embalados, “pueden contener trazas

de algo que fue llamado Europa”, decía la etiqueta,

y un queso tan duro que era el hueso de la leche,

o de las ubres, no sé 

por qué nos asusta la oscuridad si es una ausencia.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Agustín Fernández Mallo

5 de febrero de 2018

 

 

 

Si no he de conocerte nunca,

haz al menos que te extrañe

James Jones

 

 

 

 

 

 

 

Llegué al balneario por un doble motivo: el anuncio para la provisión de la plaza de médico-director de los baños y la enfermedad de mi hermano Darío. Acababa de terminar los estudios de Medicina y esperaba suplir la falta de experiencia con la carta de recomendación de un tío de mi madre, Don Matías, que había hecho fortuna introduciendo el pan de Viena en la península ibérica. Sentado en la sala de espera intentaba alisar mi único traje, algo maltrecho tras un infernal viaje en tren y

diligencia. El diploma enmarcado de la Exposición de Amsterdam, que le acreditaba como la mejor instalación hidroterápica de España, presidía la sala. Me asomé a la

ventana. Hacía una mañana luminosa y el viento rizaba el mar Cantábrico, arrojando destellos a los cuatro puntos cardinales. Se abrió la puerta y un hombre obeso y taciturno, de cuidada barba entrecana, me dio una mano de cal fría y, sin mirarme a los ojos, me invitó a pasar. Parecía acostumbrado a manosear criadas y extender pagarés.

 

-Doctor Pío Baroja. Vascongado.

-Así es, nací en San Sebastián. Pero el trabajo como ingeniero de minas de mi padre nos llevó a Madrid.

-Madrid…Demasiado ruidosa para mí. Recién doctorado, por lo que puedo ver. ¿Sobre qué versaba su tesis?

-Sobre el dolor. Presenté un estudio de psicofísica, una aproximación literaria al padecimiento humano.

-Como sabrá, Señor Baroja, la inesperada defunción del Doctor Pastor nos obliga a cubrir su plaza. ¿Dónde leyó el anuncio del puesto que ofertamos?

-En La voz de Guipuzcoa, a la que mis padres están suscritos desde hace años.

 

Llamaron a la puerta. Requerían su presencia en otra sala. Me quedé curioseando los objetos del despacho. Tras un biombo japonés se ocultaba la sombra de un diván, donde lo imaginé haciendo la digestión con un orujo de hierbas apoyado en el pecho. En un mueble de caoba descubrí una edición en piel de La Eneida, probablemente del siglo XVI o XVII, soldados de plomo, miniaturas de porcelana italiana, un cráneo de un oso adulto, cinco monedas romanas enmarcadas y cosas rescatadas del mar. De las paredes colgaban una serie de óleos antiguos con motivos cortesanos y los retratos de los socios fundadores. Las cortinas eran gruesas como muros de carga; al descorrerlas, la luz se apoderó de cada objeto con una violencia de tropas de ocupación.

 

Al regresar, pidió disculpas.

 

-Era importante: el marqués de Comillas ha confirmado su estancia la semana próxima. ¿Por dónde íbamos, Señor Baroja? Sí, ahora recuerdo. ¿Qué conoce de nuestro

balneario?

-Conozco la fama de la Fuente del Hígado. Los beneficios higiénicos y curativos de estas aguas son su mejor publicidad.

-En realidad, buscamos pregoneros de esa fama y de ahí la importancia del puesto que ofrecemos. Contamos con algunos clientes que regresan desde hace más de veinte años a tomar las aguas, la cura de reposo y los baños de olas. Y la gente satisfecha corre la voz. Veo que su hermano Darío está enfermo.

-Así es. Enfermó hace dos meses: tos crónica con esputo sanguinolento, fiebre, sudores nocturnos, pérdida de peso…Los síntomas de la tuberculosis.

-Nos visitan más de ochocientos enfermos de tuberculosis al año. Pero también epilépticos, enfermos de sífilis, parejas con problemas de fertilidad o personas que sufren accidentes nerviosos. Incluso tuvimos a un industrial astillero que vino a tratarse su mal genio, como si el mal genio pudiese despacharse tomando vasos de agua. Pero sobre todo, contamos con gente adinerada que quiere y puede descansar. La salud también es un estado mental. ¿Cuándo llegaron?

-Ayer, a última hora de la tarde –Y dejé escapar un suspiro, sin poder evitar acordarme de las horas de tren y estación, de los chasquidos del látigo y la voz del

mayoral animando a los caballos y guiando la diligencia, de la respiración entrecortada de mi hermano y de su palidez, de la belleza de la playa desierta y del sol adentrándose en las aguas, de la algazara de curiosos que se asomaban por las ventanas y de la gloriosa sensación de dejarme caer en la cama del hotel y desmayarme. Diez horas después me encontraba en una entrevista de trabajo.

 

-Su tío es benefactor del balneario. Y eso es bueno para usted. ¿Qué cree que es la Medicina, Señor Baroja?

-Yo diría que es la ciencia o el arte de curar.

-Una visión muy utópica. Discrepo, más bien sería el arte de mentir al paciente. Y la mentira es un placebo inmejorable. Someteré al consejo de administración su candidatura y en el plazo de seis semanas recibirá nuestra contestación. Muchas gracias, Señor Baroja. Que su estancia en nuestro balneario sea inolvidable y que su hermano se recupere pronto.

 

Nos dimos un apretón de manos y salí del despacho. Me sentía eufórico, convencido de haber conseguido la plaza, el inicio de mi carrera como médico.

 

Dejé a mi hermano en una bañera de cobre estañado. Le habían prescrito un tratamiento intensivo de inhalaciones y debía seguirlo a rajatabla. Al cerrar la puerta, en el preciso instante que conectaban la estufa de desinfección, me pareció que Darío miraba al otro mundo. Recuerdo haber leído algo inquietante al respecto: para el doctor

Charkovsky, el agua desarrollaba la clarividencia y la telepatía. Me dirigí al café, donde un ejército aburrido mataba el tiempo bebiendo vino cosechero. Se lo escuché a un poeta borracho: hay tantas maravillas en un vaso de vino como en el fondo del mar. Los parroquianos bostezaban una y otra vez, en una epidemia no declarada, contemplando las pajareras de jilguero que colgaban de las vigas o asomándose a los recuerdos. El camarero, adivinando mis pensamientos, me contó que los propietarios planeaban

construir un Casino para llenar las horas muertas.

 

-Una buena táctica -le contesté-. Por la mañana sanarán los nervios que el juego ha destrozado por la tarde.

-La gente quiere sentir la adrenalina de ganar y el vértigo de perder, señor -sentenció con gravedad mientras frotaba las copas con un paño.

 

Me senté al fondo del local, junto a los ventanales, en una mesa de mármol de Carrara, y le pedí prestado El Imparcial a un notario riojano. Es una basura, una sarta de mentiras y modernidades, me dijo al entregármelo, escandalizado, estrecho de miras como un católico ferviente. Los notarios tienen las caderas anchas y la mirada hueca de escriturar cada mañana su decadencia ante el espejo, apunté en mi dietario. Atentado en Madrid contra Alfonso XIII el día de su boda con Victoria Eugenia de Battenberg. Al parecer, el anarquista Mateo Morral había arrojado un ramo de flores con una bomba hacia la carroza real, matando a tres oficiales, cinco soldados y tres civiles que contemplaban el cortejo desde los balcones. Pude leer una nueva excentricidad de la actriz Sarah Bernhardt. Se acababa de retratar en el interior de un féretro, con un vestido de raso blanco, las manos cruzadas, cerrados los ojos como si estuviese muerta. Y tan encantada había quedado con el retrato, que inmediatamente había dispuesto en su testamento que si muriese joven la enterrasen de esta manera. El resto no era más que palabrería comprada por el Gobierno, asaltos de bandolero narrados sin ningún talento literario y anuncios de Zarzaparrilla Bristol -lo mejor para la corrupción de la sangre- o Perlas Vitales -para enfermedades incurables-.

 

Aire y sólo aire.

 

A nuestra llegada, el recepcionista del hotel nos había explicado las normas y horarios del complejo. A las ocho, el desayuno. De nueve a once, inhalaciones, baños y

tómas de agua. Después de la comida, paseo por la playa o pequeñas excursiones por la arboleda. Y de siete a ocho de la tarde, la llegada del correo y de los nuevos bañistas. A las nueve, la cena de bienvenida que inauguraba la temporada. La noche se reservaba para el descanso o el amor.

 

Salí a pasear. Permanecer allí, en invierno, cuando la galerna se apoderase de tu ánimo y el cielo se cerrase sobre sí mismo, atrapado entre pensamientos y días tristes, podría resultar algo claustrofóbico. Pero el trabajo me permitiría sacar el tiempo necesario para encarar la escritura de una novela que no dejaba de acosarme; dejar salir, de una vez, a la abeja laboriosa que llevaba dentro. Pasar a la posteridad. O preparar el final perfecto de todo escritor secreto: el seudónimo en la lápida.

 

Dos estudiantes de la Escuela Naval para Oficiales se batían en una carrera a nado hasta una boya de madera. El vencedor donaría las 1.000 pesetas del premio a los huérfanos acogidos en el balneario. Los huérfanos, niños de cabeza rapada incubando el bacilo de Koch o la mala suerte, contemplaban a los nadadores con la apatía de los gatos caseros. Los nadadores alcanzaron la boya y regresaron al punto de partida; uno de ellos empezó a distanciarse brazada a brazada, para terminar rebasando a su contrincante por varios cuerpos de distancia. El ganador alzó los brazos y miró abiertamente a las mujeres, que no dejaban de aplaudirle, antes de besar la mejilla tísica de un huérfano. Si uno adaptaba las pupilas a la luz, se podía adivinar las infidelidades encubiertas en los pequeños gestos de las damas y los caballeros. Un cura agrupaba a los huérfanos con silbidos de cabrero. Me alejé para escapar de la muchedumbre y sumergirme en Historia de dos ciudades, de Charles Dickens.

 

Recuerdo que Darío no se encontraba bien y que no bajó a la cena de gala; se quedó, arropado entre almohadones, escribiendo en su diario. En ese tipo de actos sociales me sentía como Jonás en el interior de la ballena, pero me pareció descortés saltarme el protocolo. Componían la mesa central el afamado oculista Doctor Rovirosa, el niño Losada, prodigioso violinista cántabro, el actor catalán León Fontova, el cónsul de España en Kingston, Señor Valls, Américo Núñez, conocido por sus ácidas caricaturas de la clase política, y el mago y escapista Mr. Laffitte, capaz de hacer desaparecer, según proclamaba la propaganda de su espectáculo, cualquier objeto y cualquier recuerdo.

 

Diluidas entre conversaciones, murmullos y risas, un pianista tocaba sonatas de Mozart. El salón era un hervidero de grillos, un baile de máscaras no declarado.

Decenas de cabezas de ciervos colgaban de las paredes. Me instalaron en una mesa de cinco comensales, junto a un hombre de aspecto apagado que se apellidaba Bérges y la

mujer más hermosa que había visto en mi vida. De inmediato, sentí un deseo marino sazonado de vulgaridad. Se presentó como Nora Orlova. Su belleza cosmopolita, iluminada por las lámparas de queroseno, hacía daño; una mujer así podía influir en mareas y terremotos. Debía de tener mi edad, pero yo me estaba quedando calvo, era melancólico y poco agraciado, y por mucho que lavase mi cara en el manantial de la belleza, nada se podía hacer. La imaginé dirigiendo un circo ecuestre o una academia de sordomudos. Un matrimonio francés de mediana edad, señor y señora Feuilette, corresponsal de prensa él, poeta ella, completaba el círculo. La señora Feuilette sufría en la piel leucorreas, también llamadas flores blancas.

 

Tras el discurso de bienvenida –los políticos hablaban lento para mentir rápido-, nos sirvieron una rica ensalada de queso de cabra y pasas y un estofado de jabalí bañado con un vino de la tierra que me resultó desconcertante y delicioso. El universo tiene que ser la distancia entre el paladar y el cerebro, dijo Nora Orlova. Y yo me asomé a sus ojos verde clorofila para verla charlar, en un perfecto francés, con el matrimonio, gesticulando cuando había que gesticular, sonriendo cuando había que sonreír, tan inalcanzable como el centro del sol.

 

Supongo que mi juventud, mi condición de médico y el exceso de vino le dio al hombre apagado la confianza necesaria para entablar conversación. Me relató que había trabajado toda su vida en el Instituto Anatómico de Córdoba, en Argentina, como profesor de Higiene. Ante la pérdida de Danella, su única hija, decidió que no podía vivir sin volver a verla y donó su cuerpo a la Universidad. Varias generaciones de estudiantes de Medicina habían realizado sus prácticas con ella, ganándose el sobrenombre de La Bella Durmiente. Me lo contó con los ojos iluminados, con orgullo de padre y una tristeza congénita, y yo le sonreí entre el pavor y la lástima; sin duda, algún día regresaría sobre mis pasos para escribir aquella historia. Crucé algunas miradas tímidas con Nora Orlova, pero nada más. Me retiré a mis aposentos en el preciso instante que le pedían al niño prodigio Losada que tocase su violín.

 

No se pudo negar.

 

La fiebre alta de Darío me tuvo dos días al lado de su cama, leyendo a ratos Arroz y tartana, de Blasco Ibáñez, tomándole la temperatura casi todo el tiempo.

 

Una tarde encontré a Nora Orlova en la pequeña sala que servía de biblioteca. Consultaba unas cartas de navegación con la intensidad en la mirada de una viuda

enterrando a su único hijo. Sentí el vértigo en las entrañas, el desajuste entre lo imposible y lo improbable, un enamoramiento a escala de Dios. Carraspeé para no

asustarla y me acerqué, quitándome el sombrero. Me dio la mano con delicadeza y se la besé. A una mujer así uno no le besa la piel, le besa el destino y las vidas anteriores.

Desde niña me obsesiona la historia de un barco perdido: el Elsken -me relató.- Partió de la Isla de Luzón, cargado de oro y seda, el 6 de diciembre de 1784, con once cañones y la mar en calma, pero nunca llegó a puerto. Me gusta especular con las posibles rutas que pudo tomar. Sin duda lo reclamó el océano, me dijo cerrando el tomo de golpe y levantando una nube de polvo en suspensión. Quiso devolverlo a la estantería, pero pesaba lo suyo y me ofrecí a ayudarla. Después, olvidando el motivo que me había llevado hasta allí, supongo que envalentonado o borracho de alegría, le propuse dar un paseo. Para un melancólico, el rechazo de una mujer bella es algo con lo que ya se cuenta. Si declinaba mi invitación, llovería sobre mojado. Pero el mundo pertenece a los valientes y, como decía un buen amigo, sucede menos veces de las que esperas, pero sucede.

 

Sorprendentemente, aceptó.

 

Se descalzó en la arena, abrió una sombrilla china y caminamos por la playa. El olor de la cena preparándose volvía locos a los perros que aullaban a las corrientes de aire. Una niña volaba una cometa bajo la atenta supervisión de su institutriz; los huérfanos la miraban con las manos en los bolsillos de sus pantalones cortos, con ojos tristes de los que no han visto nada, pero lo han sentido todo.

Nos sentamos en un banco del paseo marítimo. Un manco dibujaba a carboncillo un navío bautizado como Sventure. Un pescador amenazaba al mar con el puño por cada gusano robado y arrojaba el sedal tan lejos del rompeolas como le era posible.

 

Nora Orlova me contó que había vivido en todas partes, atravesado los desiertos de Persia oriental, Turquestán, Afganistán y Beluchistán. Contrajo la malaria al este del

Caspio y se estaba recuperando camino de su siguiente aventura. Por sus venas corría sangre tártara y francesa y se había criado con una condesa sajona sin descendencia que

le había convertido en su heredera. No creía en las religiones, pero sí en la inteligencia y en el mundo interior. No tenía residencia fija y no quería perder el tiempo con maridos y maternidades. El amor se estropea como la fruta, sentenció. Me dijo todas estas cosas con los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable. La besé bajo un cielo plomizo de tormenta. Me llevó a su habitación y me enseñó las reglas de la inmortalidad: el arte de desnudar a una mujer y la tristitia post coitum.

 

Al día siguiente se marchó sin despedirse, sin dejar una nota o una carta de navegación.

 

Al regresar a Madrid, descubrí que mis posibilidades para la plaza de médico-director de los baños y aguas minerales eran inexistentes. El marqués de Colldecarrera, algo más que un benefactor, accionista mayoritario de la sociedad, había pactado la llegada de su sobrino.

 

Y el dinero manda.

 

La enfermedad se llevó a mi hermano Darío a los pocos meses. Acababa de cumplir veintitrés primaveras. Pude llegar a tiempo desde Cestona, Guipuzcoa, donde ejercía como médico, y desearle buen viaje. Le prometí leer y luego destruir los diez grandes paquetes de cuartillas que componían su diario. Todavía no he podido abrirlos.

 

Veinte años después volví a encontrar a Nora Orlova en la fotografía de un periódico: la habían detenido por su implicación en el atentado de Sarajevo que terminó con la vida del archiduque Francisco Fernando de Austria y de su esposa, la condesa Sofía Chotek.

 

Fue fusilada al amanecer, los ojos sin miedo, la sonrisa torcida, el espíritu indomable.

Escrito en Lecturas Turia por Óscar Sipán

2 de febrero de 2018

Tulia,  fiel acompañante de mis últimos años, será la encargada de entregarte este pliego. Así se lo he pedido y así lo hará. Se lo entregará tras de mi  fallecimiento a mi heredera, a la nueva dueña de esta casa y de cuanto contiene. A ti, Yolanda. Dedícale o no unos instantes de atención, como gustes, ya ahora, al comenzar a redactarlo, sé que será largo; largo y tal vez arduo, de difícil comprensión. No me refiero ya a su contenido, a aquello que en estas páginas expreso o narro, sino a una caligrafía que unas precarias condiciones de salud  y unas manos destrozadas por la artrosis han convertido en poco menos que ilegible. Puedo imaginarte torciendo el gesto al recibirlo, nunca fuiste amiga de formalidades ni demasiado aficionada a la lectura; sobre este último punto no te recatabas en manifestarlo, no dejabas lugar a  duda alguna… “A mí nunca me pillarán perdiendo el tiempo con libros”, ¿recuerdas? Nada te decía entonces, nada te dije nunca, pero me dolían tus palabras. Todos desearíamos que quienes nos rodean compartieran nuestras mismas aficiones, amaran cuanto hemos amado nosotros mismos.

            Comencemos pues, de Tulia en primer lugar quiero hablarte. Se ha portado bien conmigo, tenerla a mi lado durante este tiempo ha sido un consuelo; y los ancianos estamos tan necesitados de consuelo, agradecemos tanto una palabra de afecto… A mí me ha venido de una extraña, una inmigrante, una mujer llegada de esos países andinos que, hoy por hoy, se ven obligados a enviar a sus hijos más allá de sus fronteras, más allá del mar, en busca de una vida mejor y más digna. Tulia, una de ellos, una entre tantos. El destino la trajo aquí, a mi casa; poco a poco nos fuimos conociendo, tratábamos de infundirnos ánimos, de confortarnos la una a la otra. Ambas lo necesitábamos. Ella me hablaba de su tierra, de su ciudad, rodeada de montañas, moles imponentes que parecían celarla, guardarla. “Ustedes los europeos muchas veces no resisten allí, les es difícil aclimatarse; el soroche; mal de altura ya sabe, nosotros estamos acostumbrados”. Nostalgia, añoranza de lo suyo. Me hablaba de la familia que había dejado atrás, del marido muerto y la madre ya vieja, de los hijos. Acaso en algún momento, observando cuanto la rodeaba aquí, en casa, recorriendo mis estancias, me haya envidiado al pensar que yo de nada carecía. No sabía que a mi vez le envidiaba esos hijos, los que nunca tuve, y así se lo dije en más de una ocasión, le dije que el que así fuera, el no haber sido madre, me condenaba ahora a la soledad. Se reía entonces. “Tiene a su sobrina señora, tiene a Yolanda y a los suyos, aunque… Bien, yo no me meto, eso no es asunto mío. De todas maneras no se preocupe, me tiene también a mí, y yo no he de dejarla; me recuerda usted demasiado a mi mamá”.

            Tulia, sí. Jamás imaginé, allá en los lejanos tiempos de mi juventud, que alguien como ella sería mi último apoyo. Y que llegaría a tomarle afecto, verdadero cariño. Por eso he querido que conservara un recuerdo mío, ayudarla tal vez. No con dinero, no soy rica y lo sabes, pese a que alguna vez parezcas haber creído lo contrario. Tengo lo suficiente para vivir con modesta dignidad y para pagarle su sueldo a esa muchacha, nada más. Mi  testamento está en orden, tú eres la heredera; tú, la hija de mi hermana menor. La nuestra fue siempre una familia conservadora y por tanto es justo que así sea. Observarás sin embargo ciertos cambios en la casa, algunas cosas no están ya donde estaban ni como estaban.

            En primer lugar la biblioteca de mi marido, tu tío Santiago. Bien, de Santiago y mía. Vas a encontrarte con un rimero de estantes vacíos Yolanda, no te extrañe. Esos libros eran para mí un tesoro. Nuestra relación, la que mantuvimos Santiago y yo, era la de dos buenos camaradas, dos amigos que comparten un montón de cosas que a ambos causan placer, no sólo la cama. Una de ellas, quizá la más importante, el amor a la lectura; no era raro que cualquiera de los dos, de regreso a casa una vez cumplidas las obligaciones del día, llegara con un bolsón de libros, ya fueran las últimas novedades ya los hallazgos  en un comercio de viejo. Los leíamos juntos, los comentábamos, cotejábamos nuestros puntos de vista. Los disfrutábamos, en suma. No, no tuerzas el gesto ni me compadezcas, imagino lo que piensas; fui feliz con Santiago, una felicidad mesurada, adulta. Apacible. Lejos de los ardores y arrebatos de la juventud, pero felicidad al fin. Aunque también yo fui joven, todos lo hemos sido, no lo olvides.

            Los libros  los legué a una biblioteca y allí están ahora, donde alguien sepa apreciarlos y pueda disfrutarlos. Duele, no creas, apena ver cómo se los llevan, separarse de esos compañeros, contemplar el vacío que han dejado, pero tú nada hubieras hecho con ellos, bien lo sabes. O tal vez sí, tal vez te hubieras apresurado a venderlos, ¿me equivoco? No lamentes demasiado no haber podido hacerlo, permíteme informarte, para tu conocimiento, que las más de las veces los libros usados se pagan poquísimo, precios de miseria para aquello que para mí no tiene precio, ya ves. Como sea, bien están  en su nuevo destino.

            Vamos ahora a otros detalles que para ti revestirán mayor gravedad, algo que sin duda ha de contrariarte. Mis joyas. Siempre las admiraste. No son las de la corona británica ni  las de la difunta Liz Taylor, pero alcanzan un cierto valor, a qué negarlo. A tu tío le agradaba hacerme buenos regalos, aunque a mí aquello no me interesaba demasiado, siempre la sencillez fue mi norma, sobre todo en la edad adulta, pero él era feliz así y a mí no me costaba nada complacerle.

Permíteme sobrina, te conozco, conozco tu sarcasmo, estarás diciéndote ahora mismo que nada cuesta complacer a quienes, con su prodigalidad, obran en nuestro beneficio, pero yo, y hablo en serio, hubiera preferido que tu tío invirtiera ese dinero en otras cosas, no en alhajas. En viajes por ejemplo, es tan hermoso conocer el mundo,  cuanto nos rodea… pero ahí  topaba y topé siempre con una muralla, una negativa obstinada. Santiago, y ése para mí fue uno de sus defectos, era terriblemente sedentario; su casa, su sillón junto al fuego, la compañía de uno o varios perros y su pipa, eso que no se lo quitaran. Inútilmente trataba yo de arrancarle a semejante apatía, casi te diría cachaza, de ilusionarle con la posibilidad de visitar aquellos países que conocíamos a través de nuestras lecturas o de documentales televisivos. “¿Para qué? ya está bien así, a veces la realidad decepciona”, esas eran sus palabras. Sólo en un par de ocasiones conseguí salirme con la mía. Sin traspasar, desde luego, los límites de nuestra vieja Europa. Londres y Roma, hasta ahí llegó. Roma, tan llena para mí de recuerdos.

            Pero no nos anticipemos Yolanda, volvamos a mis joyas. Observarás que faltan algunas de las piezas de más valor. Valor sentimental sobre todo; aunque no la alianza, ese  aro mínimo y sencillo con el cual he dispuesto ser enterrada. Falta, sí, mi sortija de pedida, aquella esmeralda que parecía deslumbrarte, y los pendientes de perlas. Santiago me obsequió con ellos cuando se malogró nuestro hijo, el que esperábamos con  ilusión indescriptible. Por unos instantes habíamos acariciado la posibilidad de ser padres, de vivir la continuidad. En vano; demasiado tarde, así nos lo dijeron, mi edad era avanzada en exceso. Se imponía la resignación.

            Las dos piezas, sortija y pendientes, están hoy en poder de Tulia, se las he entregado. Es mi voluntad, así lo he querido y así será. No, no te indignes, te queda el resto, que no está mal en absoluto, no me lo negarás. Es tuyo y bien tuyo, pero esas joyas serán para ella. Ha sido buena conmigo, generosa, me ha dedicado tiempo y desvelos y bien merece que la compense. ¿Que es una extraña y que esas alhajas pertenecen a la familia, que acaso no tarde en venderlas para aliviar su situación? es muy dueña. Sí, probablemente antes o después se deshará de ellas. Qué  le vamos a hacer, entristece comprobar la poca o ninguna importancia que tiene para los otros cuanto ha conformado nuestra propia vida, objetos que nos han acompañado en este breve peregrinar por la tierra y a los cuales nos sentimos unidos por lazos muchas veces inexplicables. Después de nuestra muerte pierden su valor sentimental, se convierten en pura y simple mercancía cuando no en desecho. Y a veces no hace falta ni esperar a nuestra muerte.

            Dime sobrina, recuerda ahora y dime: ¿qué otra cosa hiciste tú conmigo? ¿Qué hiciste con aquel vestido verde y plata que te obsequié? Era mío, bien lo sabes, lo había lucido en mi juventud. En una única ocasión, a los veinticuatro años. Fue un instante de debilidad por mi parte, se avecinaban para ti momentos muy especiales y pensé que quizá te causaría placer ir ataviada con aquellas telas ligeras, vaporosas. Y ricas. Te lo entregué sin condiciones, entregándote con él una parte de mí misma, de mis recuerdos más queridos. Sonreíste al recibirlo pero apenas me escuchaste, otras minucias ocupaban tu mente, parecías molesta al comprobar que mi talle, con veinticuatro años, había sido tan esbelto como el tuyo a los veinte; o acaso más. “Habrá que arreglar esto, ensancharlo un poco…” eran tus palabras, tu única preocupación en aquellos momentos. Cuál pudiera haber sido la historia de aquel traje de gala, mi historia, poco o nada te importaba.

            Mi vestido, mi hermoso vestido plateado…

            Evoco hoy las horas en que lo lucí, tan lejanas. Evocarlas tal vez sea revivirlas un poco, escuchar de nuevo una melodía suave, adormecida, pero no olvidada. Veinticuatro, esa era mi edad entonces, toda una mujer. Y no fea, permíteme esa pequeña vanidad. Eran otros los tiempos, otras las expectativas para las jóvenes, vivíamos una espera ilusionada. Una falacia, tal vez un engaño, pero era así. No se había impuesto todavía la feroz competitividad, la inhumana eficacia que parece imperar actualmente. O se iniciaba tan sólo. No había rastro en mis facciones de ese rictus de dureza que bien pronto se marcó en las tuyas. Cuando naciste, alguien, siguiendo esa inveterada costumbre de escrutar  posibles parecidos familiares, dijo que eras mi vivo retrato. Me sentí complacida. Complacida, pero también incrédula, escéptica; eras la hija de mi hermana, habíamos convenido en que yo te llevaría a la pila bautismal, y me hubiera halagado que así fuera, que algo mío heredaras, máxime cuando todo parecía indicar que mis propios hijos acaso no llegarían.

            En aquel instante,  el de tu nacimiento, hacía  mucho que yo había dejado atrás mis veinticuatro años. Mucho que, cuanto ahora voy a narrarte, no era ya más que un recuerdo.

            Tiempos distintos Yolanda,  te lo he dicho. Trabajaba yo entonces como enfermera; y me gustaba mi trabajo, aunque te confieso ahora que mi deseo hubiera sido cursar estudios de medicina. Todavía recuerdo la pugna sostenida en casa hablando de mi futuro. “Médico, eso es lo que voy a ser, médico”, “Enfermera pequeña, para una mujer es más adecuado y más que suficiente”. Así lo decidieron por mí y así se hizo, no hubo opción. La voluntad de los hijos no contaba como cuenta ahora, sus decisiones o proyectos a menudo no eran respetados; o no demasiado. Aquellos eran días en que una mujer médico podía ser considerada aun una rareza. O una extravagancia. Me resigné.

            Mi vida pues era ésta. Mi trabajo en el hospital, el hogar, con mis padres, las salidas con amigos y compañeros… Debo decir que nunca nos aburríamos, la ciudad, mi ciudad, nos ofrecía innúmeras posibilidades. El hecho de ganar un sueldo me permitía una cierta independencia en el aspecto económico; o como mínimo el poder satisfacer mis pequeños caprichos. No deber nada a nadie, en suma.

            Aquel año Emma y yo habíamos decidido tomar juntas nuestras vacaciones. Emma, una antigua compañera de colegio, casi una hermana para mí. Por aquel entonces éramos inseparables, luego la vida nos alejó, después de su matrimonio ella y su marido marcharon a Santander. Durante algún tiempo menudearon cartas y llamadas que poco a poco, de forma casi insensible, se fueron espaciando hasta cesar por completo. Hoy no sé tan siquiera si vive todavía. Muchas veces me propuse averiguarlo, incluso en una ocasión la llamé, marqué un número anotado de antiguo en mi agenda, casi olvidado… “Se equivoca, aquí no vive nadie con ese nombre”. Desistí de intentos ulteriores y opté por dejar las cosas como estaban. Hubiera sido doloroso saber que mi amiga había fallecido, pero quizá más todavía constatar que ya nada teníamos que decirnos.

            Muchos años han transcurrido, muchos. En aquella ocasión Emma y yo estudiábamos, felices, los folletos recogidos al azar en varias agencias de viajes. Aquellas iban a ser unas vacaciones distintas, se imponía algo grande. Sonaban diferentes nombres, barajábamos posibilidades. Yo me inclinaba por Egipto, lo recuerdo muy bien, unas lecturas a las que ya entonces dedicaba buena parte de mi tiempo habían despertado mi curiosidad, una fuerte atracción hacia la tierra de los faraones, pero la perspectiva no parecía entusiasmar a Emma. “Qué quieres, no voy a engañarte, no me interesa, quiero sentirme rodeada por seres de carne y hueso, quiero conocer países vivos, no muertos”. Opinión de todo punto rebatible, pero se trataba también de sus vacaciones. Cedí. Y finalmente llegamos a un acuerdo, un breve crucero por el Mediterráneo.

            Un crucero. Aquello, no me lo negarás, sonaba magnífico. Hoy los viajes de ese tipo se han masificado. No así entonces, entonces los rodeaba todavía un aura de sofisticación, casi de misterio. Las dos, un poco petulantes, disfrutábamos observando la mal encubierta envidia de nuestras amigas; o tal vez lo que creíamos tal. Y ambas preparábamos con todo esmero nuestro equipaje. Ropas ligeras, frescas, bañadores. La última noche se celebraría un baile de despedida, una fiesta de gala, la cena del capitán. Algo para mí inimaginable. Pensando en esos momentos tan especiales adquirí un hermoso vestido verde y plata. Mi primer traje de noche.

            Te aburro, ¿no es cierto, Yolanda? Consuélate, piensa que es por última vez. Y que no voy a ser muy prolija, no voy a detallarte los puertos en que hicimos escala ni a hablarte tampoco de las diversiones a bordo. En realidad no fue mucho lo que vimos, un crucero no permite profundizar en el conocimiento de los lugares visitados. Nunca volví a viajar de semejante manera, aunque reconozco que aquellos días fueron magníficos. Para dos muchachas una experiencia casi irreal, un sueño. Italia especialmente me fascinó. Encierra tanta belleza Florencia, es tan majestuosa Roma… No obstante, las impresiones más imborrables las viví en la nave. Imágenes muy queridas que me han acompañado hasta el fin, la añoranza de lo que un día fue; y de lo que pudo ser.

            Recuerdo el embarque, recuerdo nuestra instalación en el camarote. Y la salida del puerto. El buque no había alcanzado todavía la bocana cuando ya nosotras estábamos en cubierta. Viajar por mar, qué maravilla. El sol lucía espléndido, los pasajeros parecíamos andar explorando nuestros nuevos dominios, la que, por unos pocos días, iba a ser nuestra casa flotante. Cerca de nosotras, apoyados en la borda, dos jóvenes oficiales. De blanco, estábamos en verano. Recuerdo nuestras sonrisas, nuestra excitación y cuchicheos. “No están mal, no están nada mal”, “Te cedo al más alto, yo me quedo con el rubio”.

            Palabras, palabras lanzadas sin pensar. Poco podía imaginar que, aquella misma noche, tras la cena de bienvenida, en el salón, durante el baile, aquel rubio y atractivo desconocido se convertiría en mi pareja. Correctísimamente ataviado, en los galones de la bocamanga, en los hombros, lucía la cruz de Malta. Yo era enfermera no lo olvides, sabía lo que aquello significaba. Se trataba del médico de a bordo.

            ¿Para qué entrar ahora en detalles que poco o nada te interesan? La condición de médico de Vicente (ese era su nombre) le otorgaba una mayor libertad de acción que a sus compañeros, los oficiales. Siempre y cuando, claro está, no hubiera enfermos entre el pasaje o la tripulación. Así pues, no era infrecuente que nos acompañara en visitas y excursiones. Incluso creo recordar que el capitán, o tal vez el sobrecargo, insistía en la conveniencia de que desembarcara con nosotros. En cualquier momento y de la forma más impensada podía producirse un accidente y ser entonces deseable la presencia del médico.

            Baleares, Túnez, Malta, Sicília, pocas son las impresiones que todavía retengo de aquellos lugares. Acaso lo que puedo contemplar en las viejas fotografías de mi álbum. Tal vez la más vívida sea la de la catedral de Monreale, sé que me deslumbraron su belleza y grandiosidad, el brillo de oro de unos mosaicos increíbles. Finalmente, la Italia continental, Florencia, Roma. Ahí Vicente y yo logramos escabullirnos, dejar atrás al resto del pasaje. No ya entonces monumentos y museos, no ya el continuo trasiego, el apearse una y otra vez del autocar en los lugares más frecuentados por la marea turística, sino el paseo sin prisas y a nuestro aire por antiguas callejuelas, el almuerzo  en una  trattoria diminuta… Muy tópico si quieres, pero nos sentíamos felices, en aquellos momentos nos habíamos convertido ya en dos buenos amigos, en camaradas, aunque, no voy a negártelo ahora, por mi parte  sentía despertar en mí sentimientos  más profundos hacia Vicente. Y creía adivinar que lo mismo le sucedía a él.

            El tiempo pasa aprisa, muy aprisa, llegó la última noche, la despedida, y con ella la fiesta del capitán. Puedes imaginarlo, el comedor como un ascua, una cena exquisita, trajes de etiqueta, uniformes de gala. Esas formalidades se observaban entonces en forma muy estricta, y resultaba sugerente, agradable que así fuera. Vicente, como de costumbre, vino a buscarme en cuanto se inició el baile. “Menuda suerte has tenido, es todo un ejemplar, está fenomenal, tú si que has aprovechado el crucero…” Aun me parece oír a Emma. Yo lucía mi vestido de plata; verde y plata; reservado para aquella ocasión, para aquella mágica noche.

            Porque fue mágica, no encuentro otra palabra más adecuada para definirla. Al sonar las doce, como en un cuento,  Vicente me sonrió. “Tengo una sorpresa para ti, quiero que conozcas un lugar muy especial. Ven”. Escaleras, pasadizos que me parecían interminables, no sabía adónde me conducía mi compañero. Por fin, me aclaró el enigma. “Pedro entra de guardia a medianoche. Le he hablado y no pone ninguna objeción. Conocerás el puente de mando”.

            El puente de mando, una zona vetada entonces al pasaje. Pedro, el mejor amigo de Vicente entre los oficiales, nos aguardaba allí, en la oscuridad, una oscuridad punteada tan sólo por las luces de los paneles. Ya no de blanco, ya no con su uniforme de gala, sino con ropas oscuras, de abrigo, protegido contra el relente de la noche, siempre fría en alta mar. Un marinero le acompañaba, ambos permanecían atentos a su labor, velar en todo instante por la seguridad de la nave. Apenas sí cruzamos unas palabras,  parecía un sacrilegio romper el silencio en torno. Vicente y yo salimos a cubierta; allí, ante nosotros, la proa; altiva, audaz, hendiendo incansable las aguas, levantando una y otra vez blancas espumas marinas bajo un firmamento tachonado de estrellas. Unas estrellas como jamás las viera antes, como jamás volví a verlas.

            Ignoro el tiempo que permanecimos allí, no lo sabré nunca; ni me importa. Acaso fueran tan sólo unos instantes; unos instantes con un mucho de eternidad. Vicente me había hecho un regalo increíble. Vicente, quien, en un momento dado, rodeó mis hombros con su brazo. “Estás helada, no puedes estar aquí de esta manera, será mejor que volvamos dentro”. Nos despedimos de Pedro, le di las gracias por habernos recibido. Mi compañero me propuso entonces volver a la fiesta, pero me negué. Después de lo que acababa de vivir el bullicio no me apetecía ya.

            Al día siguiente, de mañana, llegábamos a nuestro destino, desembarcábamos. De manera impensada, sin que yo supiera a qué atribuirlo, Emma se mostraba ahora extrañamente impaciente por encontrarse en su casa; impaciente y malhumorada, apenas sí me dirigió la palabra. ¿Celos tal vez? yo había desaparecido del salón la noche anterior  y no había regresado; como había desaparecido con Vicente durante nuestra breve visita a Roma. ¿Reprobaba quizá mi conducta? Nunca se aclaró aquello entre nosotras,  ninguna de las dos volvió a hacer alusión a aquel viaje. Sí recuerdo que fuimos las primeras en abandonar la nave, que quedaba ahora allí, atracada al muelle. Ni siquiera  me despedí de Vicente. Un error, lo sé.

            Me dolía y mucho Yolanda, no creas, no era insensible. Pero tampoco supe en aquellos momentos imponerle mi voluntad a Emma. Forjaba ya mis propios proyectos de futuro; aquel barco realizaba cruceros durante el verano, sí, pero en los meses invernales cubría las líneas regulares con Sudamérica. Eran los tiempos en que los reactores no habían impuesto aun su primacía. En la consignataria me haría con la información deseada; y la primera vez que el buque hiciera escala en mi ciudad yo estaría aguardándolo; aguardándole. No lo sabía entonces, no sabía que la vida raramente nos ofrece una segunda oportunidad.

            Cuando, unos meses más tarde, aquel día llegó, me dirigí al puerto. No se me permitió subir a bordo, pero solicité ver al médico, el doctor… Me di cuenta de súbito de que ni tan sólo conocía su apellido, para mí aquel hombre era Vicente, nada más. “Bien, no importa, si pudieran avisarle…”

            Me miraron, dudando, pero finalmente accedieron. Yo me debatía entre la ilusión y una leve sensación de ridículo que comenzaba a incomodarme. El mismo Vicente, ¿cómo me juzgaría, cómo interpretaría aquello? Pronto sin embargo, casi de inmediato, todo se vino abajo, ante mi apareció un hombre de mediana edad, moreno, con gafas de gruesos cristales, un desconocido que, a poco, me sonreía comprensivo. “No es a mí a quien usted buscaba, ya lo veo, es a mi predecesor. Apenas sí le conozco, nos presentaron el día en que le tomé el relevo. Me pareció un buen muchacho. Es todo lo que sé de él, creo que ya no trabaja en la compañía”.

            Era pues el fin de mis ilusiones, nada podía hacer ya. ¿Investigar, tratar como fuera de hallarle?  Absurdo. Fue en aquel momento cuando me di cuenta de que bien poco, nada en realidad, sabía de Vicente, nada de sus aspiraciones, de su forma de ser y de pensar, de su vida toda. Durante unos días fue un amable compañero, un perfecto camarada y, ya al final, me regaló toda la magia de una noche en el mar. Suficiente, podía considerarme afortunada. Eso, el recuerdo de aquellos momentos, de aquella última noche, me acompañaría  para siempre.

            Guardé mi vestido, única prueba  de que todo había sido real. Jamás volvería a usarlo, lo sabía; lo guardé como una reliquia en una cómoda, envuelto en  papeles de seda. Allí permaneció durante largo tiempo; de vez en cuando lo recuperaba, acariciaba  aquella tela suave, me envolvía, nostálgica, en el ayer.

            Los años pasaron, la vida a mi alrededor no se detenía. Alcanzada la madurez, pasados ya los cuarenta, conocí a tu tío Santiago, el compañero perfecto. Con el llegó la serenidad. Fuimos felices Yolanda,  pero el recuerdo de Vicente me acompañará hasta el fin.

            Y llegó un día en que tú, la hija de mi hermana, me hablaste de tus proyectos, de tus expectativas e ilusiones. Se acercaban momentos muy especiales para ti, te veía radiante. Eras ya una mujer. Quise entonces, para tales momentos, hacerte un obsequio muy especial, ropa de gala, mi traje de una noche. Me creía  capaz de desprenderme del pasado.

            Fue un instante de debilidad por mi parte, pensé que tal vez tú fueras tan dichosa con aquel atavío como lo había sido yo. “Lo lucí en horas mágicas, en una ocasión inolvidable. Nunca volví a usarlo”.

            Inmediatamente comprendí que me había equivocado, recibiste el regalo sin concederle importancia, sin el menor entusiasmo, lo examinaste con ojo crítico. “Habrá que cambiarlo, reformarlo un poco, habrá que ensancharlo”. Eres brusca Yolanda, eres dura, poco atenta a los sentimientos de quienes te rodean, permíteme ahora este  reproche. Tú acaso hayas olvidado aquello, yo no. Estaba ya arrepintiéndome de haberte entregado mi vestido, pero más habría de arrepentirme luego. Un día, tiempo después, viniste a casa con un montón de fotografías. Hablabas y no acababas, la fiesta de fin de año había sido todo un éxito. José Luís  y tú, ese José Luís a quien mencionabas a cada instante y que aquel día te pidió en matrimonio, no os habíais separado en toda la noche y… sí, sí, aquí podía verle, en esa fotografía en que aparecíais los dos. Se os veía alegres, felices, bailando, tocados con absurdos gorritos de papel. Pero tú, contrariamente a lo que yo esperaba, aparecías ataviada en color fucsia.

            Te interrogué con la mirada.

            -¿Qué te pasa? Ah sí, claro, el vestido. Es bonito, ¿verdad? Mamá me lo compró, yo no hubiera podido, con la miseria que gano no tengo para nada. Me diste el tuyo, lo recuerdo. Estaba muy viejo, no resistió la lavadora, quedó hecho trizas. Lo tiré.

            A buen seguro has olvidado, aquello carecía para ti de importancia. Yo no, yo nunca pude olvidar. Me equivoqué al entregarte el vestido,  cierto; al dártelo era ya tuyo y podías hacer con él lo que mejor te pareciera. Pero no te perdonaré nunca que lo destrozaras, eso no. Sin duda te sorprenderá leerlo, si es que has tenido la paciencia de llegar a este punto. Sin duda me estarás calificando de… imagino lo que piensas: “Exageras tía, total por un  vestido viejo…” Para mí era mucho más que eso Yolanda,  era la única prueba tangible que conservaba de que un día ya muy lejano viví, en el mar, momentos inolvidables junto al hombre amado, sentí la plenitud.

Escrito en Sólo Digital Turia por Neus Pallarés

2 de febrero de 2018

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La gloria es la imagen de una vida sublime.

Esta definición de la gloria se compone de dos elementos que conviene analizar por separado: “lo sublime” y la “imagen de una vida”.

            La gloria escapa a una conceptualización rigurosa, pero, aun sin saber definirla con exactitud, todo el mundo la reconoce cuando se la encuentra delante. El pueblo aclama a caudillos, héroes o artistas y les tributa público homenaje. Y para hacerlo no necesita de una prueba oficial que acredite los méritos de estas personas. Porque la hazaña que dichas personas han protagonizado exhibe una grandeza tan indiscutible que se impone por sí misma sin mayor demostración. Ante tal evidencia de lo grandioso de nada sirven las reservas de un espíritu escrupuloso: sólo es posible el reconocimiento hacia esa superioridad arrolladora.

            La gloria se manifiesta como un esplendor que irradia quien ha realizado la gran gesta. En general, la idea de la gloria se asocia a la luminosidad. En pintura, por ejemplo, “rompimiento de gloria” designa esa apertura de los cielos que permite la visión de las divinas personas y que suele ir acompañada de un gran aparato lumínico.

Como es sabido, la “luz” es una de las dos definiciones de la belleza. Al principio, la belleza fue entendida sobre todo como “forma”, aquella symmetria que pone en consonancia las diversas partes que constituyen una cosa compuesta y la hacen placentera a la vista. Pero cuando Plotino quiso describir la belleza del Uno –es decir, de lo simple y sin partes situado más allá de las formas- hubo de recurrir a una belleza distinta de la que es peculiar a las cosas compuestas y dijo entonces que la belleza es “luz” incorpórea. Un tiempo después Pseudo-Dionisio dio la fórmula definitiva para toda la Edad Media: la belleza es forma y luz, consonantia y claritas.

            Hay una belleza del límite y de la armonía que se asocia al ideal clásico de la forma. En cambio, las metáforas de la luz describen mejor ese resplandor que emana lo grandioso, esa belleza excesiva que rebasa las proporciones naturales y las somete a tensión. Esta segunda belleza suele calificarse de “sublime”.

Desde Burke y Kant, lo sublime se contrapone a lo bello y esta contraposición ha tenido nefastas consecuencias para las dos categorías porque la modernidad ha pensado cada una con propiedades antagónicas. La belleza, opuesta a lo sublime, es para Burke una sensación sociable, de placer o amor, que suscita la visión de determinados cuerpos pequeños, graciosos y delicados. Belleza natural, seca, simétrica y ornamental, muy al gusto rococó de la época. En contraste, lo sublime conecta con la fuerza estética de las cosas salvajes, indómitas, de proporciones infinitas y de extrema intensidad que, aunque feas o incluso monstruosas, producen un horror delicioso (pleasing horror). Como dice Remo Bodei, “el redescubrimiento de lo sublime en la Edad Moderna marca el comienzo del esfuerzo por recuperar aquella «fealdad» que lo bello oficial –al convertirse en gracioso y ya no turbador- ha terminado por eliminar de sí. Mediante ello, obtienen pleno derecho de ciudadanía lo amorfo, lo disarmónico, lo asimétrico y lo indefinido”.

Lo sublime, durante la modernidad, pierde el resplandor luminoso de cierta belleza y se adentra en una oscuridad muchas veces siniestra.

En la Antigüedad no ocurría eso. Lo bello y lo sublime conviven en una tensión mutuamente fecunda. Por decirlo con mayor propiedad, lo sublime es una variedad de la belleza porque ésta se entiende en un sentido amplio que comprende el éxtasis, el hechizo y el entusiasmo que suscita lo sublime. “En el mundo antiguo –continúa Remo Bodei-, el elemento de respetuoso y religioso temor, lo numinosum, atribuido a lo sublime, había sido prerrogativa de lo bello”. Tanto el Ión de Platón como Sobre lo sublime de Longino corroboran esta visión griega de una “belleza sublime”. Sublime es aquella belleza que destaca por una elevación tan extraordinaria que se ofrece como paradigma digno de imitación y de perduración en la posteridad. Y como tal belleza sublime, participa tanto de la consonantia de la forma como sobre todo de la claritas de la luz.

De las consideraciones anteriores se deduce una primera aproximación a la idea de la gloria. La gloria es la luz que proyecta lo sublime.

Sucede que la categoría de lo sublime se ha aplicado mayoritariamente a los hechos de la naturaleza o al arte pero muy rara vez a la acción humana. Se dice, por ejemplo, que una noche estrellada, una tempestad desatada en el océano o un volcán en erupción conforman un espectáculo sublime de la naturaleza. También que las pirámides del antiguo Egipto, las Odas de Píndaro, la Capilla Sixtina, la novena sinfonía de Beethoven o una elegía de Rilke son obras artísticas sublimes.

Una manera de dotar de alguna mayor precisión técnica al concepto de gloria, por lo general muy evasivo, sería extender la categoría originalmente estética de lo sublime al ámbito de la praxis moral. Tenemos noticia de gestas, incluso de vidas enteras, que destacan sobre las demás por una superioridad tan notoria que, aun sin proponérselo, sirven de guía a su generación como expresión ejemplar de lo humano y andando el tiempo imprimen su sello original (proto-typos) en las generaciones siguientes. Al calificar dichas gestas humanas de “sublimes”, justificamos ese particular resplandor que desprenden.

Teniendo en cuenta estas reflexiones, se puede avanzar un paso más en la determinación del concepto y añadir: gloria es el resplandor que emana específicamente la acción humana sublime.  

 

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La gloria se transmite a través de “aladas palabras” (en expresión de Homero) y así en la iconografía con frecuencia se representa a la Fama como una mujer que pregona las vidas ajenas sirviéndose de una trompa. Con todo, nada más efectivo para la transmisión de la gloria que la elevación de un monumento en su honor.

Un monumento es una obra pública y patente levantada en memoria de una acción sumamente ejemplar. Puede asumir la forma arquitectónica o artística de una columna que (como la de Trajano) narra las victorias militares del emperador que ordena alzarla, la de un sepulcro de colosales dimensiones que testimonia la grandeza del cadáver que ahora alberga, o la de un retrato “de aparato” en el que el ilustre modelo posa ante el pintor investido de los símbolos impresionantes de la maiestas. También puede adoptar la forma de un monumento literario, como esas epopeyas narradas por cronistas y celebradas por poetas que perpetúan por los siglos el excelso nombre de su héroe.

Acaso en el punto más alto se encuentra el monumento musical, como el que Verdi compuso a la memoria del ilustre Manzoni, gloria de las letras italianas. A los pocos días de morir éste, Verdi escribió a su amiga, la condesa Maffei, estas palabras: “Con él se va la más pura, la más sagrada, la mayor de las nuestras glorias”. Y para conmemorarla creó ese hermosísimo Réquiem, estrenado en 1874, primer aniversario del fallecimiento de su amigo. “Fue un impulso –escribirá Verdi en otra carta­­- o, para expresarlo mejor, una necesidad de mi corazón el honrar lo mejor que sé a este gran hombre al cual tengo en tan alta estima como escritor, al que tanto venero como hombre y como modelo de virtud y de patriotismo”.

Gracias a su maestría artística, el Réquiem consigue mantener vivo el recuerdo luminoso de Manzoni y proyecta hasta nuestros días el resplandor de la imagen de su vida.

 

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La definición inicial decía: “La gloria es la imagen de una vida sublime”. La gloria aureola una vida humana cuya grandeza es tan fehaciente que no puede ser negada por nadie. Por eso la gloria remite a la plasticidad de la imagen, poseedora de una verdad autoevidente no mediada por el signo lingüístico, que es siempre de naturaleza arbitraria y abstracta. Así lo debió de pensar Séneca cuando, en la última hora antes de quitarse la vida, quiso dejar a la posteridad un testimonio de su vida ejemplar.

Cuenta Tácito en los Anales que en el año 65 de nuestra era Cayo Pisón conspiró contra Nerón y tramó una conjura para asesinarlo. Descubierto el plan, el emperador, además de ejecutar al cabecilla, ordenó represalias indiscriminadas destinadas a provocar pánico en el pueblo y mediante el terror disuadirlo de futuras acciones contra él. Su cruel venganza alcanzó a quien había sido su maestro y educador, Séneca, aunque no había sido demostrada su participación en la intriga.

Llega un centurión a la casa del campo del filósofo, a cuatro millas de Roma, cuando éste se halla sentado a la mesa con su esposa y dos amigos. Le transmite la decisión del emperador, que exige su muerte inmediata, aunque le permite elegir el modo de llevarla a cabo. Sin inmutarse, escribe Tácito, pide las tablillas de su testamento. Como consumado retórico, la primera reacción de Séneca es producir un discurso escrito que compendiase con breves y hermosas palabras lo esencial de su paso por el mundo. Pero el centurión no le deja hacerlo. Entonces Séneca, añade el historiador romano, “se vuelve a sus amigos y les declara que, dado que se le prohíbe agradecerles su afecto, les lega lo único, pero más hermoso, que posee: la imagen de su vida (imaginem vitae suae)”.       

¿Qué es la imagen de una vida?

La modernidad, por influencia del romanticismo, nos ha acostumbrado a pensar en la vida como una fuente incesante y casi infinita de posibilidades. La realidad es, en cambio, que el mundo nos ofrece a cada uno un surtido escaso y previsible de opciones vitales. En el camino de la vida atravesamos cuatro etapas bien definidas: infancia, adolescencia, madurez y ancianidad. Cada una de estas etapas enmarca un número tipificado de las experiencias humanas posibles en ella. Y, por otro lado, las situaciones existenciales que conoce una persona en el curso de la vida están predeterminadas y son las mismas para todos: amor, miedo, esperanza, frustración, dicha, dolor.

La imagen de nuestra vida resulta de una combinación de estos elementos pautados y tasados bajo una forma individual. Así como averiguar el número secreto de una caja fuerte permite abrir la puerta acorazada y descubrir el secreto que custodia, de igual manera conocer esa combinación de elementos existenciales nos desvela los contornos esenciales de la imagen de la vida de una persona.

 

4

Ahora bien, esa imagen no se completa hasta la muerte de dicha persona. Un viejo adagio de la sabiduría griega dice que no puede formularse un juicio sobre la vida de un hombre hasta que éste haya muerto. En Ética a Nicómaco Aristóteles cita en dos ocasiones la sentencia de Solón, uno de los siete sabios de Grecia, según la cual no debemos llamar feliz a un hombre en tanto que vive, lo cual no quiere decir que sólo alcance la felicidad una vez muerto, sino que la proposición que atribuye a un hombre el predicado de feliz  puede ser formulada únicamente en el momento de su muerte, es decir, en imperfecto.

Pierre Aubenque, en El problema del ser en Aristóteles, establece una conexión muy clarividente entre este adagio de la sabiduría antigua y el concepto aristotélico de esencia. Aristóteles se sirve de dos expresiones para designar la esencia de una cosa: “to ti esti” y “to ti en einai”. La primera, más general, se refiere a la esencia como género abstracto, mientras que la segunda, que usa la forma imperfecta del verbo “ser”, la prefiere cuando la esencia contiene atributos materiales-concretos y encierra accidentes individuales, lo cual conviene en particular a la esencia de las personas.

La esencia de una mesa puede residir en su género (la idea de mesa), pero la esencia de una persona no se agota en participar de la genérica y abstracta humanidad sino que se extiende a los rasgos idiosincrásicos unidos a su corporalidad material. Sócrates ‒con sus peculiaridades físicas y psicológicas-no es sólo un caso del género “hombre”, un ejemplo de humanidad, sino una entidad individual en formación mientras vive. Por eso la esencia de una mesa responde a la pregunta de qué es el ser, mientras que la esencia de Sócrates responde a la pregunta de qué era el ser. Aristóteles no pregunta qué es Sócrates sino qué era para Sócrates ser hombre, quién fue Sócrates. La muerte de Sócrates da forma a la esencia de Sócrates y la completa. Para los griegos sólo había atribución esencial en imperfecto, sobre el pasado concluido, una vez que la muerte ha detenido el curso imprevisible de la vida y transmutado su contingencia en necesidad retrospectiva.

            Mientras vivimos, la imagen de nuestra vida es todavía incompleta y en ella lo esencial se mezcla con lo accidental. Siempre es inseguro el conocimiento que tenemos de una persona, pues su imagen, mezclada con el ritmo del diario devenir, es percibida sólo confusamente. Entonces esa persona muere. Y al morir, entrega su esencia, despojada de los elementos azarosos que antes estorbaban la comprensión. Cesa la elaboración de su ejemplo y contemplamos por primera vez la imagen de su vida, íntegra pero también detenida en el tiempo para siempre. El conocimiento de esta clase de esencia es póstumo. El propio término de “meta-física” sugiere que el objeto de esta ciencia  sobre el ser se sitúa en un más allá (meta) de la experiencia del mundo (física).

            Se dice de quien abandona este mundo: “Ha muerto pero nos queda su ejemplo”. ¿Qué es, pues, la vida del hombre? Esto: la lenta elaboración de un ejemplo póstumo. Así la vida de Séneca fue una demorada preparación del ejemplo que entregó a quienes le sobrevivieron y que la posteridad aún recuerda.

Con frecuencia se ha notado que la voz griega para “verdad” (aletheia­) significa no-olvido (a-lethos), esto es, recuerdo. El precio de la verdad es la muerte, que desvela la esencia de las cosas sólo cuando éstas ya no existen. Al rememorar el ejemplo de alguien que ha salido de este mundo, se le concede realidad, se le confiere ser. Olvidarlo, por el contrario, equivale a negarle sustancia y permitir que sea devorado por la nada.

Estas reflexiones ofrecen un nuevo ángulo de aproximación al concepto estudiado. La gloria, conforme a lo expuesto, sería el recuerdo de un ejemplo difunto y memorable.

 

5

Se trata ahora de encontrar un ejemplo difunto y memorable que, a causa de su ejemplaridad extraordinaria, se haya hecho acreedor de una imagen de vida gloriosa.

            Para Homero el “mejor de los aqueos” ‒lo que equivale al “mejor de los griegos” y, por extensión, al “mejor de los hombres”‒ es Aquiles, hijo de la diosa Tetis, protagonista de la Ilíada. Personifica la ejemplaridad perfecta, el prototipo excelente por antonomasia. La excelencia de Aquiles consiste en reunir en su persona todas las virtudes –virtudes en sentido griego: capacidades, posesiones, fortuna- que en los demás héroes se hallan dispersas. La epopeya le atribuye en grado eminente valentía, belleza, rapidez, fuerza, juventud. Destaca en las dos esferas públicas del hombre antiguo: la batalla y la asamblea, esto es, con las armas y con la palabra.

            Como hijo de diosa, Aquiles es inmortal por nacimiento, pero el hado ha establecido que sólo alcanzará la gloria si participa en la guerra de Troya; ahora bien, si participa, los griegos ganarán la guerra a los troyanos pero Aquiles perderá su condición divina, se convertirá en mortal y además morirá todavía joven en el mismo campo de batalla. Se enfrenta, pues, a un dilema trágico: vida larga pero destinada al olvido, o bien breve pero con gran gloria, dilema a cuyo estudio he dedicado el libro titulado Aquiles en el gineceo, o aprender a ser mortal (2007).

La pregunta que el libro formula es la siguiente: ¿Por qué Aquiles decidió participar en la guerra de Troya si eso implicaba rebajar su rango, asumir una condición mortal y morir joven?

            El tema de la Ilíada es la cólera de Aquiles, no el dilema. Homero no ignora pero suprime todo vestigio de esa otra más antigua tradición mitológica que presenta a Aquiles inmortal como un dios, invulnerable salvo en el talón. En la epopeya, aunque no narra la muerte que le está destinada, Aquiles no sólo comparte la misma condición mortal que el resto de los héroes sino que es llamado reiteradamente “el de más temprano hado” o el “de vida corta o efímera” (minunthadios). El dilema planea por toda la obra, pero cuando se inicia la narración de los hechos la decisión ya está tomada.

A veces Aquiles amaga con volver a su patria y despierta en su pecho una duda entre regreso o gloria (nostos ó kleos). Pero estas vacilaciones interiores del héroe, a impulsos de la cólera hacia Agamenón, no deben confundirse con las alternativas del auténtico dilema, el cual es de naturaleza no psicológica sino ontológica porque se refiere al tipo de ser –ser divino o ser mortal- que Aquiles tiene la posibilidad de elegir. Si elige ser eterno como un dios, llevará una existencia oscura, indefinida como una sombra, encerrada en sí misma, sin ejemplaridad ni individualidad. Si en cambio elige ser hombre, sacrificará su vida pero lo hará en un acto de máxima virtud al servicio de los intereses superiores de los griegos y, a consecuencia de ello, será reconocido por todos como el mejor de los hombres. Otros héroes arriesgan su vida en beneficio de los demás hombres, Aquiles la entrega con plena consciencia.

Al optar por la común mortalidad en una decisión de insuperable grandeza, otorga a su vida una significatividad que de otra manera no tendría y consigue a cambio tener un destino ejemplar. Se diría que Aquiles se dijo a sí mismo los versos que Juvenal escribió en sus Sátiras: que “es suma injusticia preferir la vida al honor/ y por amor a la vida perder lo que la hace digna de ser vivida”.

Para conocer la genealogía del dilema hay, pues, que acudir a una tradición paralela a la troyana y tan antigua como ella, de gran belleza y fuerza simbólica, que cuenta su adolescencia. Es la tradición de Esciros, que no ha tenido un aedo como Homero y que nos ha llegado dispersa en testimonios indirectos y parciales.

            De niño Aquiles fue educado por el centauro Quirón, que lo instruyó en las virtudes heroicas, pero llegada cierta edad su madre, Tetis, para burlar el hado, escondió a su hijo donde pensó que nadie iría a buscarlo: el gineceo de Licomedes, rey de Esciros, donde Aquiles, vestido de mujer, convivió con las hijas del monarca y otras doncellas de la corte. Pasó los años adolescentes entre delicadas muchachas dedicado a sus juegos femeninos y a pasatiempos como trabajar la lana o recoger flores. Para su madre, lo primero es que su hijo viva para siempre, inmortal como un dios, aunque sea convertido en un travestido andrógino, y prefiero eso a verlo morir en la flor de la edad, por mucho que así gane gloria eterna.

La estancia de Aquiles en el gineceo simboliza la adolescencia humana, caracterizada por la ambigüedad y la indeterminación, una estancia que, cuando se prolonga más allá de los límites naturales, supone una alteración anómala en el desarrollo del héroe, una detención en la formación de su personalidad. Inmortal sí, pero privado de nombre y de identidad propia, semejante a la sombra de un sueño. 

           

6

El gineceo contenía la semilla de su propia superación. En esa situación de inacción ociosa va madurando en el joven Aquiles su decisión heroica. Por una doble vía: el amor a una mujer y la llamada de la comunidad que lo necesita para la victoria.

Por un lado, la inicial ambigüedad sexual del Aquiles adolescente entre las muchachas del gineceo evoluciona en una pasión violenta hacia una de ellas, Deidamía, hija del rey y madre de su único hijo, Neoptólemo, de quien se acordaría con ternura después en Troya en los momentos previos a la pelea definitiva contra Héctor. Si Aquiles, en lugar de entretenerse con todas las mujeres de la corte, es capaz de amar a una única mujer, vulnerable y mortal, destinada a morir algún día, está más cerca de elegir morir él mismo. Al enamorarse de Deidamía se decidió por una sola de las mujeres del gineceo y renunció a las demás. El amor es también un entrenamiento que le sirve al joven para ejercitarse gozosamente en la decisión y la renuncia. De modo que cuando llega la armada griega a las riberas de Esciros para recordarle sus deberes públicos, Aquiles ya se ha iniciado a través del amor en el aprendizaje de la decisión heroica.

            Porque, por otro lado, los griegos necesitan a Aquiles para tomar Troya, según el segundo de los oráculos. Seguir en el gineceo no sólo le condena a una vida sin publicidad y sin virtud, a una existencia anónima, estéril y alejada de la experiencia humana fundamental al amparo de una madre que lo protege tanto como lo castra. Seguir en el gineceo también condena a los suyos, los griegos, a un total fracaso político-militar. Por eso éstos mandan a Esciros al astuto Odiseo para tratar de persuadirlo.

Cuenta el mito que Odiseo, siempre fértil en recursos, logró que se le autorizara el paso al gineceo disfrazado de comerciante y que, una vez dentro, extendió sobre una manta sus relucientes mercancías delante de las muchachas, y confundido entre ellas acudió también Aquiles. Aprovechando su presencia, Odiseo sopló la flauta guerrera y el hijo de Tetis sintió cómo en su pecho renacía el ardor guerrero. En ese instante, quitándose sus ropas femeninas, en un gesto sublime pidió la espada.

La decisión está tomada: participaría en la guerra de Troya para asegurar la victoria griega. Mejor vida corta pero con gloria. Emprenderá un viaje sin regreso y dejará atrás su patria, su casa, su madre, su infancia, su ambigüedad, su inmortalidad.        

 

7

Ahora es el momento de recuperar la pregunta esencial antes mencionada: ¿Por qué Aquiles fue a Troya si sabía que iba a morir y prefirió la vida breve antes que permanecer divinamente ocioso en el gineceo disfrutando de sus placeres? ¿En qué consiste esa gloria que Aquiles antepuso a la inmortalidad?

El mito conmueve por su capacidad de presentar de forma narrativa, como una parábola, el camino de la vida del hombre. Este camino comprende dos estadios: el estético y el ético. El gineceo de Esciros representa el estadio estético de la vida, que se corresponde con la infancia y la adolescencia, cuando el menor de edad se beneficia de una ociosidad subvencionada -por la familia o la sociedad- y se siente inmortal como un dios. A cambio, sin responsabilidad, sin hazañas, sin destino, sin experiencia de la vida, está privado de una historia digna de ser cantada. El yo se recrea en la contemplación de la pluralidad de sus posibilidades humanas sin definirse por ninguna y se posee a sí mismo sin darse.

            El paso del estadio estético al ético en el camino de la vida se produce a través de la doble especialización: la especialización del oficio y la especialización del corazón, producción (mercancías) y reproducción (hijos). En el caso de Aquiles, ya se ha visto, la unión con Deidamía y el nacimiento de Neoptólemo, por un lado, y la participación en la expedición contra Troya, por otro. Llega una hora en que ese yo adolescente, ensimismado y narcisista, se enamora de otra persona y desea fundar una casa con ella. Y para el sostenimiento de la casa necesita escoger una profesión con la que ser productivo y ganarse la vida. Por medio de esta doble elección el yo se socializa y asume una posición en el mundo. Al socializarse, experimenta una suerte de nuevo nacimiento: nace a la individualidad.

En efecto, sólo cuando abandona el gineceo y se integra en la polis, el yo adquiere un nombre, una identidad reconocible por los demás y una individualidad propia. Paradójicamente, uno encuentra la forma de su individualidad precisamente en el proceso de socializarse y abrirse a la generalidad de una polis. Contra lo que pensó la misantropía del romanticismo moderno, toda auténtica individualidad es política.

Pero es que, además, al socializarse el yo entra por primera vez en el tiempo y experimenta con toda intensidad, dramatismo y fuerza su condición mortal. Progresar del estadio estético al ético conlleva el descentramiento de un yo que antes se autopertenecía y que ahora ha de generalizarse y poner su particularidad al servicio de un interés trascendente. Quien se sentía único en el estadio estético se experimenta ahora como esencialmente sustituible, semejante a todas las otras mercancías intercambiables, finitas y reemplazables de este mundo. Pero esta condición mortal no la vive como una pérdida sino al contrario como una ganancia. Género y especie son eternos, como le ocurre a una idea abstracta; sólo lo individual es mortal. De manera que la mortalidad constituye el privilegio de las entidades verdaderamente individuales.  

Dignidad y precio a la vez: he aquí el enigma del hombre. En el estadio estético el yo descubre su dignidad infinita, como aquellas entidades que son fin en sí mismas y nunca medio de otras. Al  entrar en el estadio ético la experiencia de la vida enseña al hombre que, pese a toda su dignidad, puede ser y de hecho es siempre sustituido en la polis en condiciones semejantes a que aquellas otras cosas que sólo tienen precio y son medio de un fin superior. La experiencia de la vida, en efecto, proporciona a quien la posee un saber sobre el propio dilema existencial de tener al mismo tiempo dignidad y precio; de ser, en consecuencia, y con igual legitimidad, único y sustituible, único como individuo estéticamente absoluto y pleno, y sustituible como miembro prescindible y relativo de una comunidad. La tensión entre el momento estético y ético del dilema, sin resolverse nunca en una síntesis o una imposible concordantia oppositorum, pertenece a la forma de la vida humana y persigue a donde vaya a toda figura humana viviente.

Estudiando el mito con cuidado se observa que ir a Troya significó para Aquiles muchas cosas al mismo tiempo: salir de la oscuridad del anonimato entrando en la esfera pública, ganarse la vida con su esfuerzo, prestar un servicio a los intereses de los griegos (a los que, con su participación, garantizaba la victoria militar), hacerse acreedor al título de “el mejor de los aqueos”, que le proporcionaba una identidad social, y así ser simplemente Aquiles, un hombre, un ejemplo sublime de lo humano. Muestra el mito que Aquiles –él, el descendiente de Zeus, hijo de la diosa Tetis- debió renunciar a su condición divina, rebajar su rango y aprender a ser mortal, no desear morir pero sí nacer a la mortalidad social como requisito previo imprescindible para llegar a ser el héroe que es.

Porque, aunque suene extraño, la mortalidad debe elegirse y ser objeto de personal apropiación, no es algo que esté dado o puede uno disponer de ello sin esfuerzo ni aprendizaje. Más aún, es la tarea de toda una vida que no termina nunca de completarse. Nuestra vida es una novela de educación o Bildungsroman sobre ese viaje interminable desde el gineceo al campo de batalla troyano.

La respuesta a la pregunta de por qué Aquiles decidió salir del gineceo rumbo a Troya es, al final, la siguiente: esa decisión significaba aceptar su mortalidad y esta aceptación era la única manera posible de ser individual y, como tal, tener experiencia, tener historia y un destino propio entre los hombres. Ser individual es superior a ser eterno como una divinidad griega, superior incluso a ser feliz como un adolescente en un gineceo.

            En Aquiles se confirma esa ecuación anteriormente establecida entre ejemplaridad memorable, muerte, imagen de la vida sublime, verdad póstuma, recuerdo y gloria. La gloria es el recuerdo del ejemplo virtuoso. Como Aquiles había de ser el mejor de los hombres, debía consumar una acción máximamente ejemplar: ninguna hazaña más grandiosa que la de renunciar a su condición divina y aprender a ser mortal. Poco después de su gran gesta el héroe muere y entrega la imagen de su vida a los supervivientes que recuerdan la verdad de su “ser” ahora revelada y la conmemoran.

La polis, además de teatro de la finitud, es también el lugar de la celebración edificante. El héroe perece y nunca regresa a la inmortalidad ni a la vida mortal, pero la polis, consciente de la inmensa fuerza integradora del ejemplo, organiza póstumamente su recuerdo glorioso y levanta un monumento conmemorativo destinado a animar a los ciudadanos a imitarlo: a dejar el gineceo como él lo hizo y a encontrar su peculiar camino hacia Troya.

El monumento, en el caso de Aquiles, fue la Ilíada, poema fundador de la literatura occidental.

           

8

Como se dijo antes, la Antigüedad vio en lo sublime una modalidad de lo bello y entonces pudo hablarse con propiedad de una “belleza sublime”. Fue más tarde, durante la Ilustración (Burke y Kant), cuando se estableció un antagonismo radical entre lo bello y lo sublime. Este antagonismo dio lugar a una noción antisublime de la belleza y a una paralela noción antibella de lo sublime resultando de ello una sublimidad no sólo sin forma (informe, deforme, fea) sino también sin luz, esto es, privada de claritas y, en consecuencia, tendente a lo oscuro, lo siniestro, lo mórbido y aun lo demoníaco.

La etimología latina de “sublime” (sublimis) señala lo muy alto y “sublimar” significó al principio levantar o elevar: sublime, en definitiva, remite a lo grande por su altura moral y estética. La modernidad se desentendió del concepto originario de la grandeza como altura y lo sustituyó por otro que lo asimila a la intensidad del sentimiento o al gigantismo de los grandes números (espectaculares obras de la arquitectura, número impensable de estrellas y galaxias en el universo). Ese cambio de una grandiosidad cualitativa por otra meramente cuantitativa dejó a un lado aquella ejemplaridad que, por su carácter extraordinario, se hace especialmente digna de generalización social por imitación y de perduración en el tiempo.

Ahora bien, una modernidad sin grandeza ejemplar es una modernidad sin gloria.

            ¿Podemos sentir, pensar y representar lo sublime en la actual época de la cultura? Muchos responderían que no. La simple mención de lo sublime suscita un mohín de escepticismo, cuando no una palabra de sarcasmo. El cinismo dominante habría desterrado del mundo contemporáneo la mera hipótesis de lo grandioso. El igualitarismo democrático habría impuesto una nivelación general que lo excluye. Al homo democraticus le sería dado disfrutar de las cosas sublimes producidas por los clásicos de nuestra tradición cultural –en una relación arqueológica o anticuaria con ellas- pero ya no crearlas. ¿Es esto cierto?

Longino ya se preguntaba por qué en su época escaseaban los poetas sublimes. Se daba dos razones. La primera, la ausencia durante el imperio romano de libertades democráticas: “La democracia es una excelente nodriza de genios  y sólo con ella florecen los grandes hombres de letras”. La segunda, el desmedido afán de riquezas ­y de placeres de sus coetáneos, quienes, dominados por la indiferencia, ya no miraban hacia arriba ni emprendían jamás nada digno de emulación y honor.

¿Qué diríamos de nuestra época? En este comenzado siglo XXI la democracia se halla sólidamente asentada en Occidente, pero reina por todas partes la indiferencia ante lo sublime. ¿Por qué? ¿Sólo por el afán de riqueza y placeres?

            Sin un anhelo de elevación hacia lo óptimo las culturas se empobrecen sin remedio. Cada época propone un ideal –griego, romano, medieval, renacentista, ilustrado, romántico– que, como expresión suprema de lo humano, seduce por su perfección, ilumina la experiencia individual y moviliza el entusiasmo latente haciendo avanzar al grupo en una dirección. Una sociedad sin ideal –y lo sublime es una forma de ideal- está condenada fatalmente a no progresar, a repetirse y a la postre a retroceder.

Nada prueba la incompatibilidad esencial entre la democracia y un ideal sublime. Sólo existe dicha incompatibilidad con la visión distorsionada que de ese ideal nos ha legado la modernidad. Se hallaría pendiente ahora la tarea de restauración del concepto, que empezaría por recuperar la noción de una “belleza sublime”, de esa luminosa belleza que es propia de lo grande y lo ejemplar, si bien se trataría de una grandeza y una ejemplaridad apropiadas para nuestra época democrática de la cultura.

            Mi libro Ejemplaridad pública (2009; en trad. italiana 2011) propone una teoría de la ejemplaridad igualitaria, alternativa a la ejemplaridad aristocrática que, de forma implícita, ha sido hegemónica durante milenios en la cultura. De este libro interesa ahora destacar sólo uno de sus corolarios antropológicos. El ideal de la ejemplaridad se halla desterrado en la concepción moderna de la individualidad, porque la modernidad se imagina al yo autónomo, libre de la imitación y de la guía de otros. Por otro lado, en esta concepción moderna cada yo tiene conciencia de su unicidad irrepetible y en consecuencia falta absolutamente ese elemento común entre las personas que fundamenta la imitación del modelo ejemplar.

En efecto, desde Herder nos hemos acostumbrado a hallar lo individual de la individualidad humana sólo en lo diferente, lo especial, lo peculiar de cada uno de nosotros: ser individual es ser distinto, único; tener experiencia es experimentar la propia singularidad irrepetible. La representación moderna de la subjetividad toma prestadas las propiedades que Kant atribuye en exclusiva al genio artístico: situarse por encima de las reglas comunes, ser creador y autolegislador. Esta misma repugnancia hacia lo común se observa también en Sobre la libertad  de Stuart Mill, quien cree que la originalidad del individuo es “la sal de la tierra”. Enaltece la riqueza, variedad y pluralidad de formas de ser del yo y menosprecia a quienes obran conforme a las costumbres colectivas, para lo cual sólo se requiere “la facultad de imitación de los simios”. Para él las costumbres –ese imprescindible elemento socializador y civilizador- son patrimonio de la masa, esa “esa mediocridad colectiva”. Frente a ella, recomienda al individuo que practique la “excentricidad”.

El ideal de la ejemplaridad exige buscar una  representación de la subjetividad que, en lugar de poner el acento en la excentricidad que nos separa, tenga en cuenta positivamente, por el contrario, aquello que es común y todos compartimos en cuanto hombres.

En realidad, nada nos obliga a fijarnos en los aspectos excéntricos de nuestra biografía, que no son generalizables porque sólo nos conciernen a nosotros y nos separan de los demás. Porque, bien mirado, hay algo que, siendo radicalmente individual, es al mismo tiempo universal y nos iguala a todos los hombres frente a todas las aparentes diferencias. Algo íntimamente subjetivo que, sin embargo, se relaciona con lo típico-paradigmático de la condición humana. Algo que, siendo irrenunciablemente mío, comparto con todos los hombres.

Y ese algo es que todos participamos de una experiencia humana común, general, objetiva, que se resume en el universal “vivir y envejecer” de los hombres; una experiencia fundamental que, siendo mi experiencia, es también una experiencia general. Todos somos igualmente mortales y ese ser mortal nos es esencial. Todos los que, sobre la tierra, vivimos y envejecemos, formamos parte por igual del “común de los mortales”, y frente a esta experiencia decisiva cualquier diferencia se nos antoja irrelevante o secundaria.

La condición igualitaria y universalista del “común de los mortales” crea los presupuestos antropológicos de la ejemplaridad. Sólo si existe un substrato común que une a los hombres asemejándolos entre sí, la imitación de un modelo vuelve a ser posible, y esto es así porque lo ejemplar contiene por su propia naturaleza una llamada a la repetición y sólo repite el ejemplo de otro quien tiene o puede llegar a tener algo en común con él.

Y esto acontece también con Aquiles, el héroe del mito anteriormente analizado. Su experiencia fundamental -la de aprender a ser mortal- es también la nuestra. Aquiles no sólo protagoniza un bello mito antiguo, una amena fábula de entretenimiento literario. Aquiles encierra el paradigma permanente de lo humano. Su gloria es también la nuestra.

 

9

Cada uno de nosotros, los hombres y mujeres de aquí y ahora, los reunidos en esta Piazza Grande, abandonamos como Aquiles el gineceo de nuestra adolescencia y nos embarcamos en las naves griegas con los demás héroes en dirección hacia Troya, donde moriremos en la pelea a la vez que ganaremos un nombre, el de nuestra individualidad personal formada en el elemento de la mortalidad compartida. Esa travesía marítima simboliza la empresa, común a todos los hombres en todos los tiempos y lugares del mundo, empresa permanente y nunca totalmente acabada, del aprendizaje de la condición mortal del ser humano.

            La sublime grandeza de Aquiles se repite, pues, en tonos más cotidianos pero igualmente heroicos, en la vida de cada uno de nosotros. Ese yo que progresa en el camino y pasa del gineceo a Troya, es el nuevo Aquiles, la actualización contemporánea del héroe ejemplar, la reiteración del mejor de los hombres.

El estadio ético deja atrás el universo del estadio anterior pero retiene de éste un momento estético que, al conjugarse con la eticidad, alumbra la individualidad humana. Ésta, la individualidad, obra maestra del estadio ético, conforma la experiencia común, general y normal del hombre en cuanto hombre. Montaigne replica anticipadamente a Mill y a su doctrina de un yo excéntrico cuando, en la última página de sus extensos Ensayos, registra una de sus convicciones más profundas: “Las vidas más hermosas son, a mi juicio, aquellas que se acomodan al modelo común y humano, con orden pero sin milagro, sin extravagancia”.

En efecto, cada hombre que nace, trabaja, funda una casa y muere, participa de la intensidad y el dramatismo del dilema aquileo. Contemplamos a ese yo cotidiano -cabeza de familia responsable y profesional competente- que envejece cumpliendo con su deber sin extravagancias y retorna cada día a su casa al final de una jornada monótona y previsible, sí, pero útil para la comunidad, y en ese yo del montón, de una ejemplaridad sin relieve, resplandece la gloria del antiguo héroe.

Porque en ese yo se ha de admirar, en justicia, el acto heroico de asumir la propia mortalidad, aunque esa heroicidad quede en la mayor parte de los casos velada por el sereno cumplimiento del deber y la ausencia de manierismo propios del estadio ético. Y aunque el romanticismo, que hizo del genio artístico el patrón de la individualidad moderna, nos ha dejado ciegos para percibir la noble sencillez y la serena grandeza de la normalidad ética, la más alta misión del hombre consiste en merecer dicha normalidad. Lejos de no estar a la altura del hombre, no existe en el mundo otra mayor y más digna de él, y constituye una tarea tan vasta que requiere todo una vida.

 

10

¿Qué es la gloria? El final confirma lo afirmado al principio: la gloria es la imagen de una vida sublime. Pero ahora, tras el rodeo de esta conferencia, podemos añadir: vida sublime es también la nuestra, la de nuestra medianía sin relieve, que discurre discretamente en las masificadas sociedades democráticas.

Las necrológicas que hoy leemos en los periódicos –un género literario de primerísimo orden, quizá la única auténtica ontología posible- encuentra su antecedente en las laudationes funebres que los romanos pronunciaban en los funerales solemnes ensalzando el ejemplo que había dejado el difunto en su paso por la tierra. Ahora, mientras vivimos, permanece abierto el contenido de nuestra futura laudatio.

Y pregunto a los reunidos aquí, en esta hermosa Piazza Grande: Tú que me estás escuchando, ¿qué renglones escribirías en tu elogio póstumo si estuviera en tu mano hacerlo? ¿Qué querrías que dijeran de ti? ¿Cómo te gustaría ser recordado? No se trata de narcisismo. No. Es la pregunta griega por la esencia: ¿qué clase de hombre fuiste tú? ¿Cómo se combinaron al final en ti los elementos pautados y qué tipo de destino fue el tuyo?

La muerte es el momento de la verdad, en el que ésta queda fijada para siempre. Mientras llega, oh gentes de Módena, cuidad de vuestra imagen.   

  

                                                                                             

Escrito en Lecturas Turia por Javier Gomá Lanzón

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