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Configurar sentido descendente

11 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Lo que quedaba era mi casa vacía,

el espacio claro que dejan las cosas

que se tuvieron que ir

de un día para otro en el furgón de la mudanza.

El rastro del detergente y su limpieza meticulosa

adornada con la rabia de los minúsculos desaciertos.

 

La casa que nunca fue mía,

la que no me dio tiempo a colonizar con mi desorden.

Mi identidad de pelusas, mi síndrome de Diógenes

de mujer vieja guardando papeles

de palabras transparentes,

hojas muertas de mi propio otoño.

 

El embalaje de la vida

cuando cruzas el umbral de los cuarenta

y haces cajas con documentos que ya no valen nada,

pero quieres conservarlos

porque el vacío da más vértigo

que esa acumulación, que esa muralla

de bloques de cartón y vida densa,

de muebles desgastados y alfombras enrolladas.

 

El almacén, el guardamuebles, la pequeña cueva

donde el indio Joe se alimentó de murciélagos.

La locura circular de las mudanzas precipitadas,

la huida de las llanuras, la enfermedad de los sin tierra

que envejecemos demasiado lejos

y nos arrepentimos cada día de ser nómadas,

de guardar la vida entera en cuadernos y agendas,

de sentirnos extranjeros en todos los países.

 

Tanta transformación, tanta capacidad para adaptarme,

para mezclarme con el hielo sin derretirlo,

para cambiar la voz y modular los tonos.

Tanta tenacidad, tanto esfuerzo

para ser parecida a la extrañeza.

Escrito en Lecturas Turia por Ana Merino

11 de septiembre de 2017

 



Skeleton in the cupboard (North America: skeleton in the closet): A discreditable or embarrasing fact that someone wishes to keep secret.

(Un hecho deshonroso o comprometedor que alguien desea mantener en secreto)

Oxford English Dictionary

 

 

 

 

La madre de mi padre –la lejanía me traba el uso de la palabra abuela—se suicidó cuando mi padre no llevaba dos semanas en este mundo. Seguramente una depresión post-parto, aunque el caso dio lugar a que circulara sobre la mujer una historia novelesca: un noviazgo apasionado que se rompió por razones ignoradas y una boda de compromiso con el que fue mi abuelo; tuvo un primer hijo varón –el tío mío del que heredé el nombre de pila y que murió de una tuberculosis contraída durante la guerra civil--; el nacimiento del segundo hijo, mi padre, coincidió con el regreso al pueblo del hombre al que todavía quería, y esa presencia redobló la atroz sensación de estar atrapada en un matrimonio sin amor y con dos criaturas a su cargo. Sólo vio una salida: tirarse al canal. Todo esto ocurría en 1914, en un pueblo de Aragón donde yo nunca vi un canal, pero quizá lo hubiera, no existe otra versión del suicidio. Al parecer mi abuela dejó una carta que estuvo en posesión de otro hijo que mi abuelo engendró en segundas nupcias; a mi madre se la ofreció su cuñada, la mujer de mi tío, pero mi madre no quiso leerla y pidió que nunca le comunicaran su existencia a mi padre, estaba segura de que lo haría sufrir inútilmente, con lo que no sabremos las razones que en ella se esgrimían para justificar una decisión tan truculenta y disponemos de campo libre para la especulación. Es difícil juzgar estas cosas; a veces creo que mi madre se equivocó privándole a su marido de alguna certeza sobre su orfandad precoz que no dejó de atormentarle hasta la muerte; por otro lado, quién sabe si entre los motivos del suicidio se incluían en el mensaje rasgos de la conducta de mi abuelo que a mi padre, que adoraba al suyo, lo habrían perturbado más que la ignorancia. A su manera, mi padre indagó qué podría pasar por la cabeza de una mujer que abandona así a dos niños, uno de ellos recién nacido, y se aferró a la idea de la locura por un doble consuelo. A su yerno siquiatra le interrogó por los trastornos síquicos tras el parto y el yerno lo tranquilizó explicándole los síntomas de la psicosis post-puerperal, posibilidad que, a su vez, mi padre trasladó a su confesor y a varios curas de su confianza porque a la tristeza de no haber sido querido por quien acababa de darle vida, se sumaba la inquietud mayor de que el alma de su madre ardiera en el infierno para la eternidad. De una religiosidad ingenua, que no había superado la piedad y creencias que acompañan la primera comunión, mi padre preguntaba a los expertos en materia de moral y de conciencia si era posible cometer un pecado mortal de necesidad como el suicidio y sin embargo ir al paraíso en caso de que la mente del suicida hubiera estado obnubilada. Esta historia nos llegó indirectamente a través de nuestra madre, incapaz de guardar un secreto y de una indiscreción ejemplar, ya que mi padre jamás mencionó a sus hijos aquel trauma primordial, era pudoroso y además no deseaba que nosotros cargásemos con lo que a él le parecía un estigma y una pesadumbre indelebles: el suicidio de nuestra abuela.

Los esqueletos del lado materno no permanecieron encerrados, como le hubiera gustado a parte de la familia, pues mi madre nos fue revelando su confusa historia apenas intuyó que la entenderíamos. Yo vivía durante el curso con mi abuela y mi tía maternas que propendían al cuchicheo, la ropa tendida y hay que ahorrarles a los niños los cantos del obsceno pájaro de la noche –ellas emplearían otros términos--, sin saber que en verano mi madre aprovechaba un paseo por el monte en busca de moras o la sala de espera de la seguridad social para sacar a la luz algunas tinieblas domésticas. Que mi abuela se hubiera casado con un hombre once años más joven que ella no constituía un secreto, todo lo más una rareza de la que se podría incluso presumir, pero que mi abuelo padecía una sífilis ya avanzada cuando contrajo matrimonio, que la enfermedad lo fue enloqueciendo de forma acelerada y que el trastorno se manifestó públicamente cuando en una función del teatro Principal de Zaragoza se enfrentó por una tontería a un acomodador, y al guardia que intervino para que la bronca no fuera a mayores mi abuelo le sacó un ojo de un bastonazo, eso ya formaría parte  de la crónica oscura que mi abuela y mi tía ocultaban y mi madre relataba no sé si por liberarse por su cuenta de un peso o por lo que en Aragón llamamos desustanciadez. Mi abuelo murió sin cumplir los treinta años tras una estancia en un manicomio de Tarragona, creo --o de una ciudad lejos de la murmuración colectiva, en cualquier caso—; al quejarse el interno de que le daban palizas, fue devuelto por fin a la custodia de su madre (no de su esposa) que me pregunto cómo se las arreglaría con un enfermo terminal y por lo visto con accesos de violencia. Al parecer, no contagió a su mujer de milagro, pese a que la suya no fue una unión blanca: tuvieron tres hijos, la última, mi tía, era un bebé de pocos meses cuando el padre falleció, lo que indica que en el periodo en que las consecuencias de la sífilis ya debían de ser más que notorias, la pareja continuaba teniendo relaciones sexuales --sólo hay que recordar que el abuelo se casó con veintidós años, es decir, en plena efervescencia erótica--. Aprecio un cierto paralelismo entre los esqueletos de los armarios paternos y maternos: en los dos casos los protagonistas desaparecen en fecha muy temprana, cuando no habrían olvidado aún las fantasías de las adolescencias respectivas; también les unen las connotaciones socialmente vergonzosas de sus muertes, una por propia mano, y como desenlace de una enfermedad venérea la otra. Ella estaba sin duda marcada por un temperamento trágico y él por unos orígenes ilegítimos; en efecto, la preñez de su madre se produjo mientras el marido combatía en la guerra de Cuba, lo que, como era de esperar, destrozó el matrimonio, aunque el chico, supongo que para evitar mayor escándalo, recibió el apellido del cornudo. Que todo el entorno conocía la relación de la madre con un hombre casado y de un círculo burgués con prestigio local, lo prueba el esmero con que en casa se evitaba la alusión a la “otra” familia, de manera que cuando yo coincidí en el colegio con un alumno que descendía del verdadero y casquivano bisabuelo y pronuncié su patronímico durante una comida, mi abuela y mi tía cruzaron una mirada de alarma, que yo percibí, y mostraron por él una curiosidad mal disimulada que me costaba comprender: se trataba de un chaval pijo, como tantos de mis compañeros, que destacaba en el fútbol y no en lengua o matemáticas. Más tarde mi madre me reveló el apellido que, de haber sido reconocido el niño por su verdadero progenitor, habría identificado al abuelo sifilítico –y a mí mismo, tras el apellido de mi padre—, y comprendí que entre el muchacho rico, atlético y obtuso y yo existía un parentesco remoto y enrevesado, quién me lo iba a decir. Mi “primo” nunca lo llegó ni a sospechar. Imagino que entre los esqueletos de su armario genealógico, que los habría y abundantes, apenas unos huesecillos testimoniarían la historia de aquel hijo natural que probablemente no sería el único. 

Aunque los esqueletos se arrumban en armarios familiares o personales,  cada país guarda los suyos por mucho que sean históricamente fehacientes. Recuerdo cuánto me sorprendieron las dificultades con las que tropezó una exposición del Smithsonian de Washington sobre los indios aborígenes norteamericanos en la que no se pasaba por alto el genocidio meticuloso del que fueron víctimas. O la ardua reapertura de las cloacas nazis en los juicios de Frankfurt entre 1963 y 1965 contra los funcionarios de Auschwitz. Por no mencionar, sin ir más lejos, los esqueletos, éstos bajo tierra, que conserva el campo español mientras los políticos debaten sobre la oportunidad de airearlos. No quiero creer en las culpas colectivas, bastante hemos padecido en la tradición judeocristiana con las consecuencias del dogma miserable de pecado original que nos privaba de la inocencia desde el momento mismo de nuestra concepción. No: los restos humanos sin identificar bajo las cunetas de carreteras secundarias andaluzas o extremeñas, o los cadáveres maniáticamente clasificados en los campos de concentración de la Gestapo o en el gulag soviético, se ocultan también en las conciencias individuales de sus asesinos y allí han perdido su camuflaje de metáfora; los esqueletos de esos armarios esconden huesos de verdad que alguna vez sostuvieron cuerpos que pisaron esta tierra y mordieron sus frutas y escrutaron los ojos de los verdugos. Pero yo prefiero ahora regresar a los estrictamente metafóricos.

Decía Malraux que el hombre es un mezquino montoncito de secretos. Hay muchos motivos por los que un secreto se ha convertido en secreto y algunos son más razonables de lo que pretende la despectiva definición de Malraux. Pienso en la familia de la escritora mexicana Angelina Muñiz-Hüberman que durante siglos mantuvo un judaísmo clandestino en una España que la habría enviado a la hoguera de haber descubierto la religión que verdaderamente profesaba; la evolución del país les permitió manifestar su identidad sin riesgos inquisitoriales, pero su adscripción republicana les envió al exilio y a otro tipo de peligro una vez que Hitler ocupó Francia e impuso allí las abominables leyes raciales. Angelina sólo conoció sus auténticas raíces cuando sus padres llevaban varios años de seguridad en tierras americanas. La homofobia que ha manchado nuestras sociedades justifica que miles de personas encerraran en armarios profundos –incluso en un respetable guardarropas conyugal—su orientación sexual heterodoxa, hasta el punto de que “salir del armario” traduce actualmente la declaración sin disimulos de la propia homosexualidad, como si el esqueleto que allí se albergaba abarcase la íntegra personalidad del individuo, y en cierto modo así es. Sin duda una mayor prudencia respecto a su “mezquino montoncito” le habría ahorrado a Oscar Wilde el desenlace trágico de su trayectoria de escritor de éxito, aunque ese despiadado arrancarle en juicio público un esqueleto no tan bien escondido nos lo ha aproximado como ser humano y ha hecho de él un símbolo –un mártir-- de las reivindicaciones gay.  En literatura los esqueletos de los autores dejan asomar por los resquicios del mueble de su prosa alguna tibia suelta o un húmero mohoso; la ambigüedad que transpiran obras como Muerte en Venecia o Doctor Faustus, y que multiplica su fascinación, nace de la osamenta que Thomas Mann había clausurado tras siete cerraduras de su llavero de prócer oficial de la cultura europea. En otras ocasiones la obra surge a borbotones si el escritor rompe candados y tabiques que durante décadas han aprisionado un secreto; Henry Roth terminó un bloqueo de sesenta años cuando decidió ventilar un armario que no abría desde su juventud, de forma que el incesto con su hermana protagonizara los cuatro volúmenes de Mercy of a rude stream con los que Roth se despidió de la literatura y de la vida. Angelica Garnett excava en el osario de su infancia, marcada por los disimulos parentales, en su autobiografía Deceived with kindness, que Martínez-Lage tradujo libremente y con acierto como Una mentira piadosa. Angelica era hija de Vanessa Bell –la hermana de Virginia Woolf, aclaro para algún lector despistado--; Vanessa estaba casada con el crítico de arte Clive Bell con el que había tenido dos hijos, Julian y Quentin, pero hacía tiempo que la pareja, que nunca se separó oficialmente, mantenía otras relaciones sentimentales cuando Vanessa volvió a quedarse embarazada, ahora del pintor bisexual Duncan Grant, amante a su vez del escritor David Garnett. Clive aceptó dar su apellido a Angelica, la hija de Vanessa y Duncan, y constituyó una figura intermitente, amable y distante a lo largo de la niñez y adolescencia de la muchacha. Cuando Angelica, cumplidos los veinte años, se enamoró de David, el amante de su padre verdadero, Vanessa le reveló una parte del complejo entramado afectivo de la familia, lo que, coherente con la línea del grupo Bloomsbury, no impidió la boda de  Angelica y David. Una breve adenda: que Angelica debía de ser mujer de curiosas fijaciones lo demuestra el que, tras la ruptura con su marido, estableciese una relación amorosa, si bien poco duradera, con George Bergen, otro amante de su padre; no hay que sorprenderse de que Henrietta, la segunda hija de Angelica, le pusiera a su  opera prima el título de Family Skeletons.

He comenzado estas páginas sacando precisamente del armario esqueletos familiares que nunca me han obsesionado, y tal vez sea ésa la razón de que los haya venteado sin mayores escrúpulos. Es cierto que mis padres y todos los miembros de su generación a los que pudiera afectar mi texto han muerto. Creo que la garrulería materna rebajó los tintes melodramáticos que impregnan esta clase de oscuras historias y yo me he enfrentado a ellas sin mucho morbo y no excesiva curiosidad. ¿O mi rechazo al folletín se vincula con cierta clase de represión y de ahí las digresiones histórico-literarias que han ocupado los párrafos anteriores? No lo sé. Mi aversión al sicoanálisis, aparte de considerarlo una herencia fenicia del confesonario católico, procede de mi sospecha de que, en su rastreo de muy sepultados esqueletos en el inconsciente personal, acaba por inventarse otros que nunca estuvieron allí y en definitiva no explora las vivencias reales del individuo sino la fabulación que el proceso fuerza a inventar, y no digo que eso esté privado de interés pero para novelistas ya bastan con los que escribimos libros. A veces creo que los esqueletos más irrecuperables de cada uno carecen del brillo siniestro de los dramones y se asocian más a pequeñas vilezas cometidas contra personas amadas, las deslealtades que el tiempo ha ido sembrando, todo aquello que fuimos, profesamos y juramos y a lo que aplicamos los mejores esfuerzos de nuestra voluntad para que siga en un misericordioso olvido.

Mi padre llamaba madre a la segunda mujer de su padre. A nosotros nos confesó que su madre había muerto cuando él era muy pequeño pero que debíamos querer a su madrastra –qué palabra de cuento infantil—como si fuera nuestra abuela, algo en lo que era imposible obedecerle. Ya he dicho al principio que gracias a nuestra madre sabíamos lo poco que se podía saber sobre la abuela auténtica y callábamos para no perturbarlo. ¿Le habría aliviado contarnos él mismo la verdad? Supongo que no, guardaba su esqueleto en el armario de su intimidad por no causarnos trastorno pero también por un respeto, un amor que no había encontrado su cauce legítimo hacia la madre que se suicidó. Cuando ya era muy viejo, se consolaba de la proximidad de la muerte, que no deseaba, pensando que por fin en la otra vida iba a conocer a su madre. Esa fe abrumadora y candorosa me conmueve todavía. Yo, que no creo en la vida perdurable ni en la resurrección de la carne, y la insistencia en semejante inverosimilitud me irrita más que otra cosa, sólo he deseado que al menos como un espejismo póstumo la mente de mi padre condensara en sus últimos segundos ciertas imágenes fantásticas en las que, en un valle que se parecería a un huerto de verano de su pueblo, él se encontrara con la mujer que lo llamaría hijo, lo abrazaría y lo acogería en su seno para siempre.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

4 de septiembre de 2017

 

 

 

 

 

 

 

 

Hay viento, y el silencio
Lo acuna:
Es algo que quiere ser nacido.

Pues no puedes dormir
Abandona la cama.
Asómate al cristal:
La habitación y el mundo a oscuras.

Arriba, en el mural del cielo ,

Se desborda el osario
Y nada allá , ni aquí, palpita.

El Niño ha sollozado.

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Brines

4 de septiembre de 2017

                              I

Hará cosa de cincuenta años, por la parte de la provincia de Orense que hace linde con Portugal, en torno de Celanova y sus parroquias, creo que se llegó a hacer muy popular una insólita orquesta que, a pique de las fiestas del verano, llegaba para amenizar las verbenas bajo los farolillos del atardecer; tan insólita que estaba compuesta por un solo individuo. Pocas veces, pues, se puede hablar más propiamente de un hombre-orquesta, de uno, por tanto, que era capaz de constituirse en su misma individualidad como una sociedad completa, o sea, en la pura contradicción del modelo según el que reconocemos a las orquestas como tales. Para redundar en esa condición paradójica, este hombre, además, se presentaba cargando a cuestas con un bombo, que llevaba pintado en el derredor de la tripa este nombre: “Orquesta O Solo”. Algunas veces pregunté al historiador Feliciano Novoa, que me contaba de estas andanzas, sobre el aspecto físico de aquel individuo, y hoy me ha quedado que O Solo debía ser un hombre pequeño, delgado, muy moreno, con bigote fino y lacio, con el pelo negro pegado al cuero de la cabeza, por lo normal vestido con una camisa blanca y un pantalón negro bastante rozado del polvo y el uso, todo lo cual le caracterizaba como lo que por allí se llamaba un “lechugino portugués”. Probablemente, al otro lado de la sierra del Laboreiro y a ojos vista de portugueses, entre los que también actuaba, O Solo se convertiría justamente en un “lechugino español”, pero en todo caso, unos y otros, portugueses y españoles, lo verían por igual como a un extraño, alguien que solitariamente llegaba desde afuera. Mientras ellos hacían con su fiesta celebración de su comunidad de usos, costumbres y memorias, y lo hacían juntos y bien orquestados, O Solo llegaba entre ellos como solamente un hombre, es decir, en la desligación de quien no es miembro de ninguna comunidad, de manera que, al contrario de los paisanos que hacían en su fiesta el cuento de sus vidas, la del músico errante no podía contar para nadie, ni en realidad nosotros podemos contarla hoy, de tan poco como sabemos de ella[1] .

Aquellos paisanos metidos en fiestas y arropados aún bajo sus cuentos colectivos, es muy posible que por aquel entonces todavía creyeran escapar con ellos a la labilidad y fugacidad existencial de las vidas, puramente fortuitas, de los individuos errantes. La desnudez de estos venía a consistir, pues, en una desposesión de lo que Kierkegaard, en sus cavilaciones sobre la diferencia entre la tragedia antigua y la moderna, llamaba “determinaciones sustanciales” —Estado, familia y destino—, constitutivas de las viejas comunidades tradicionales como mundos enteros en cuya plenitud de significación las vidas particulares se abrevaban de sentido, salvándose así de lo desligado de las existencias… desorquestadas. Tal como parecía pensar Aristóteles, el cometido de los personajes de la tragedia y la epopeya era hacer avanzar una acción mediante su inserción en una trama, es decir, en “una acción entera y completa”, con sus hechos concatenados a sus consecuencias, de ahí que se pueda decir que la trama tiene un gran interés en ellos. Pero lo que no tiene trama, en radical distinción de las tragedias, Aristóteles nos dice que es aquel arcaico realismo burlesco y carnavalesco en que se manifestaban las sátiras viejas al albur de caminos, en el errabundaje propio de las borracherías festivas dionisianas. Estas comparsas no actuaban en las ciudades, sino en los komos o aldeas, de cuyos extramuros procedería en fin la comedia y sus acciones ni completas ni conexas, sin argumentos ni tramas y —lo que importa más todavía— sin imitación de los héroes serios, sino en toda caso de alguna persona real, tan irrepetible como cualquier mortal individuo existente.

                                                           II

Cuando el tiempo es únicamente entendido como una trama, un argumento que la lógica causal encauza a un desenlace (lo que modernamente llamaríamos un proceso), ya decía Hannah Arendt que lo normal es que los individuos no signifiquen demasiado —que no cuenten, que la narración no tenga interés en ellos— salvo precisamente como elementos combustibles para empujar el movimiento de la acción, insignificantes, diríamos que cómicos, en su propia entidad. ¿No daría risa la aparición de O Solo con sus bártulos en la plaza del pueblo en fiestas? Este hombre no tomaba parte en la fiesta, solamente la amenizaba, y yo he pensado a veces en él. Me acuerdo de él cuando pienso en la soledad; también cuando las criaturas individuales se me presentan bajo la amenaza de las universalizaciones especulativas, los planes históricos, las teorías sociales y las aniquilaciones gnósticas o nihilistas que por lo visto exige la implantación de otro mundo más perfecto… Me acuerdo también de O Solo cuando pienso en la identidad de una persona o una comunidad construida sobre un antagonismo con las otras. Igual que para O Solo, aquella marca divisoria entre España y Portugal tenía para Unamuno una desde luego que natural (aunque no oficial) permeabilidad cuando desde 1908 o 1909 hizo la crónica de sus viajes a un lado y otro de la frontera ibérica que luego fueron publicadas en el libro Por tierras de Portugal y España en 1911. Pienso en O Solo y pienso en Unamuno al pensar en Portugal y España como si fueran en la realidad lo que todavía pueden ser en la metáfora, esto es, tierras últimas, pasos últimos antes del definitivo Abenland o último confín postrimero tras el que, según la imagen mítica, todo desaparece, es decir, toda expectativa de desenlace favorable, fracasa. Y también pienso en el tipo de fijeza, igualmente mítica, que tuvo la imagen caracteriológica de “lo portugués”, versión casera de “lo trágico”, en la que la postrimería geográfica contagiaba su desvanecimiento frente el abismo a un tipo humano que se reproducía, incluso, en conocidas personalidades egregias (la del desdeñoso Diego Velázquez o la del taciturno Antonio Machado, del que Juan Ramón Jiménez decía que era un “que más da” y un “medio portugués”), como portavoces del lema que viene a decir que nada merece la pena dado que todos los sueños, esfuerzos y promesas de futuro se han de perder en la negra indiferenciación del mar y del olvido. Unamuno mismo dejó escrito en sus crónicas viajeras que “la vida no tiene para él (para el pueblo portugués) un sentido trascendente”, esto es, ningún destino —desenlace— en ningún sentido. Pero sintió una preferencia por Portugal creo que inseparable de la querencia trágica de su espíritu. Por aquellos años de la primera década del siglo XX, visitaba el país al menos una vez al año. Viajaba a Coimbra en busca del poeta Eugénio de Castro o a Amarante en busca de Teixeira de Pascoaes, desde cuya casa solariega quería ver la caída de la comarca de Traz-Os-Montes sobre las laderas que recogen al Miño, es decir, bastante cerca de la parte por donde O Solo cosechaba sus triunfos orquestales. Estos últimos “hombres trágicos” todavía se duelen o, por decirlo más unamunianamente, a ellos todavía les duele esa muerte o final de mundo con el que desapareció un universo de creencias en gran medida tejido —tramado— en forma de relatos comunitarios, pero también la muerte o derogación de las modernas expectativas históricas. Son trágicos, pues, a la antigua y a la moderna, si seguimos a Kierkegaard. Lo que muere ante ellos es en todo caso un relato o historia argumental en el que de una manera u otra quedaba articulada la unidad de lo pensado y lo existente.

A poco contacto que hayamos tenido con Unamuno, sabremos que la esperanza de perduración —el futuro por antonomasia favorable de todos los relatos— es el asunto propiamente suyo, y es con este asunto con el que la tragicidad de los que consideró cuasi hermanos portugueses debió venir a él como el afluente al río que lo recoge. Por de pronto, el Unamuno de los viajes a Portugal es el inmediatamente posterior a la acuñación de sus ideas definitivas acerca de la Historia, a partir, sobre todo, de la publicación de Paz en la guerra, en 1897. No se trata ya del joven Unamuno de fe socialista, progresista o historicista —el que creía en el cumplimiento de un relato—, sino el posterior a lo que los críticos llamaron “crisis religiosa”, de la que dio testimonio en los cuadernos que sólo los editores, muchos años después, llamaron Diario íntimo. Nada seremos capaces de desentrañar de su pensamiento acerca de la Historia —acerca del Tiempo específicamente argumental y narrativo— si no es en recuerdo de aquella novela, a cuya segunda edición (veintiséis años después, en 1923) puso un importantísimo prólogo; pero tampoco entenderíamos nada si no es vinculando la ya defraudada esperanza histórica en la emancipación humana, con la desesperada y trágica esperanza religiosa que cuando comienza el siglo es ya la proa de su pensamiento. Religión e Historia, es decir, “verdad en misterio” y “verdad sin misterio”, aparecen en todo caso como los elementos en liza, con sus dos tramas respectivas. Mientras la Historia, y por antonomasia la idea liberal, hegeliana y socialista de la Historia aparece orientada a su final favorable tras vencer (“superar”, diría la semántica ideológica apropiada) toda resistencia en la pugna antagonista, la Religión, parece pensar Unamuno, hace poner ojos en una eternidad a la que precisamente el éxito mundano o histórico hace resistencia, es decir, una eternidad que no se podrá deducir jamás de la luz o relumbrón o éxito obtenidos en el mundo; y de ahí su querencia hacia lo que aquí resulta invisible, secreto o escondido: la intrahistoria. Es por entonces cuando visita con cierta frecuencia a sus amigos portugueses, a los que considera tan pesimistas como al historiador Oliveira Martins, el autor de la Historia de la civilización ibérica, del que dice que era “un pesimista, es decir, un portugués. El portugués es constitucionalmente pesimista”, etc.

 

                                                           III

Que no haya Naturaleza sino sólo Historia, viene a ser, en pocas palabras, el trágico y dialéctico propósito moderno —la modalidad específica de tragedia, diríamos— que se le presentará a Unamuno bajo el horror de una idea del Tiempo en el que el pasado ha de ser tomado por pasado (“el muerto al hoyo…”, se dice en castellano): “Lo pasado, pasado (…) ¡Frases terribles —escribirá—. Sí, para los que viven en el tiempo fugitivo, para los que pasan por su carrera como un móvil por su trayectoria, como la tierra por su órbita, perdiendo la pasada posición a cada posición nueva. Hay que vivir recogiendo el pasado, guardando la serie del tiempo, recibiendo el presente sobre el atesorado pasado, en verdadero progreso, no en mero proceso”. Porque, ¿qué pasa entonces —pensamos, invitados por Unamuno— con los otros, los amortizados, los que no interesan al argumento que es contado y ven cómo su peripecia vuelve siempre al olvido y a la nada de la indiferenciación de lo real? Ninguna luz de mundo alumbrará su condición, ni podrán invocar en su ayuda justicia alguna, que no sea, claro está, la de Quien, precisamente y como se dice en el Evangelio, “ve en lo escondido”, en lo oculto al relumbrón de gloria y desapercibido al tejido de la historia.

Al pasar un día por la pequeña Guarda, sobre la línea de Beira, en lo que no era sino ciudad a trasmano o dejada de la mano de las guías de viaje, Unamuno se hace su pregunta: “¿Qué tendrá este Portugal —pienso— para así atraerme? ¿Qué tendrá esta tierra, por defuera riente y blanda, por dentro atormentada y trágica? Yo no sé; pero, cuanto más voy a él —dice—, más deseo volver. He llegado a creer si no será que estos extremos occidentales se han dado de manos espirituales con los extremos orientales, los de la India, y han llegado al triste meollo de la sabiduría, a la comprensión de la vanidad de todo esfuerzo…” Y eso era sin duda, dicho en un solo pasaje, lo que Unamuno ya llevaba previsto desde adentro de sus ojos al acercarse a Portugal. “Representárame Portugal —dice— como una hermosa y dulce muchacha campesina que da espaldas a Europa, sentada a orillas del mar, con los descalzos pies en el borde mismo donde la espuma, etc. (…). Porque para Portugal el sol no nace nunca; muere siempre en el mar que fue teatro de sus hazañas y cuna y sepulcro de sus glorias.” No será esta la única figura literaria bajo la que cree ver a los seres sin salvación narrativas, los que no pueden esperar nada de ningún progreso ni proceso; los reconocerá en Constança de Eugénio de Castro o en la igualmente pobrísima Mariana del Amor de perdiçao, de Camilo Castelo Branco; así que ya podemos saber que es en esta literatura romántica y moderna portuguesa, habitada por los seres en desdicha a los que no espera ninguna redención argumental, en la que concreta su aprecio Unamuno, en simetría con el desprecio que le merecía la heroica, platónica o renacentista a la que como cualquier otro país Portugal se había afiliado en su Siglo de Oro. “El culto del dolor —escribió, tras decirnos en unas líneas de esos seres especiales— parece ser uno de los sentimientos más característicos de este melancólico y saudoso Portugal”. Porque el Unamuno de aquellos años 1907 o 1908 es el pensador en quien ha hecho crisis la confianza en el optimismo progresivo de la razón liberal y su esquema repleto de conceptos sin actos o, lo que es lo mismo, de ideas sin cosas, desencarnadas, esenciales: “mi idealismo, mi socialismo, mi anarquismo, mi fenomenismo…”. Y es, además, no un huido de la religión tradicional, sino un exilado, que supo, como sus hermanos mayores Agustín, Pascal, Kierkegaard…, que el retorno intelectual a la confianza cordial (a la sencillez lenta, escondida, de la vida intrahistórica) es imposible, que el jarrón roto no podrá ser recompuesto, que no podremos simular no saber lo que sabemos y que en la reflexión no seremos nunca capaces de rescatar –ése es el loco sueño de las restauraciones— lo que la propia imaginación reflexiva nos presenta como perdido con la acción ingenua o tácita. Y ésa es la tragedia: “¡Santa sencillez, una vez perdida no se recobra!”, exclama en el Diario. Así que la tan reiterada alusión, en Paz en la guerra, novela del sitio carlista del Bilbao de 1874, a la “trama lenta de la vida” o a “la marcha del telar de la vida ordinaria”, apunta a quienes no tienen historia ni significan nada en ella (pese a que, como el muchacho protagonista, Ignacio, todo lo midan en la comparación con esos personajes de la mitología, la leyenda y la historia épica que significan, en efecto, mucho o todo en una historia: Sansón, Fierabrás, Oliveros, Roldán, Simbad, El Cid, Cabrera, o el bandido José María mismo, tanto le da), pero por eso mismo son eternos, es decir, viven en esa eternidad de la vida trágicamente perdida para el que la piensa desde la historia. Si el lector recuerda la novela, también recordará la fiesta, la verbena, la broma continua —la comedia— en que vive la gente anónima del Bilbao sitiado mientras la historia corre, allá en el monte, de mano de la guerra. Las filosofías dialécticas, tanto como las propulsiones restauradoras, representan igualmente acciones puestas en marcha por la lanzadera de un conflicto de base, de alguna guerra; si tomamos como paradigma la operación hegeliana básica, veremos al modelo estampar su patrón sobre todas las réplicas posteriores que pretendieron entender la realidad como un proceso argumental orientado a la reposición sintética de la totalidad, al rescate de algo perdido. Por el contrario, la novela de Unamuno quiere serlo de la paz, aunque —esto es lo trágico— quien reflexiona en ella esté tan lejos de la paz oscura y lenta de “los silenciosos, la sal de la tierra, los que no gustan en la historia…”.

En los trágicos poetas y escritores portugueses a los que toma, como a Kierkegaard, por hermanos (los suicidas Antero de Quental o Camilo Castelo Branco, los desesperados o desesperanzados Eugénio de Castro o Teixeira de Pascoaes, en fin, en ese “pueblo suicida”), Unamuno pareció encontrar a los últimos hombres dolientes, desgarrados, anteriores a los nuevos hombres adaptados (“el hombre ideal del racionalismo es el hombre autómata —dice—, perfectamente adaptado al ambiente [todos cuyos] actos son reflejos, y como no hay roce alguno entre su proceso interior psíquico y el proceso exterior o cósmico, [tampoco] hay conciencia). Es decir, que creyó encontrar a los últimos hombres anteriores al paso de la socialización por Europa y al labrado que sobre Europa estaba haciendo la historia acelerada hacia un sintético e inmanente final feliz. “El saber de la tragedia rebasa cualquier didáctica”, decía Paul Ricoeur, “pero sin embargo enseña algo”. Ese algo quizá no consista, sin embargo, en un saber, al modo de algún conocimiento, sino en saber, sencillamente, de manera tal que, en la reflexión retrospectiva, la felicidad o la plenitud toman imagen de ignorancia. El suicida de la moderna literatura de la desesperación se nos presenta como el descubridor, a través de la razón crítica —su saber— de una verdad, por supuesto inexistente, a la que no obstante ha atribuido las notas de la Unidad perdida y las de una Justicia que tras inculpar al mundo de imperfecciones es capaz de condenarlo a la aniquilación en aras de la implantación de la plenitud. Fiat iustitia et pereat mundus es así el inevitable lema nihilista y conclusivo de todas las acciones revolucionarias o restauradoras de la historia en el siglo XX; se puede escuchar en las propias palabras de Antero de Quental o en las de quien Unamuno llamaba “el gran Camilo” —insignes suicidas—, o en las continuas invocaciones de Teixeira, bastante nietzscheanas, a la fusión en el Uno originario, y también en las de “la muerte libertadora” de la que hablaba a Unamuno su fraterno corresponsal don Manuel Laranjeira.

 

                                                                       IV

La famosísima frase del trágico Macbeth acerca de la vida como “un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que nada significa”, nos habla, sin embargo, de una modalidad del Tiempo rebelde a ese destino pre-escrito y por lo general dorado de las narraciones argumentales, tal como se presentaba a la imaginación anticipatoria de Lady Macbeth la coronación de su esposo, tan envuelta en resplandores que era capaz de atraer la acción hasta su plenitud realizada, pero más exacta y elocuentemente se dice allí que “hasta la sílaba final del tiempo escrito”. Y está bien dicho: “la sílaba final del tiempo escrito”; porque ese es el tiempo trágico y épico, el de lo predicho y prefigurado en las historias, el opuesto a aquel otro tiempo vivo, libre, sin trama ni argumento que en efecto se parece más a “un cuento contado por un bobo, lleno de ruido y de furia”.

Además del plantel de poetas y novelistas desesperados y suicidas, está entre los dilectos de Unamuno aquel ilustre historiador-artista que decíamos, Oliveira Martins. Oliveira fue muy amigo de Antero de Quental, pero la predilección unamuniana no se debe, claro, a la cercanía del poeta, sino al descubrimiento en el historiador, por decirlo así, de alguna especie de resistencia al optimismo narrativo que los historiadores europeos de la época parecieron hacer suyo comanditariamente. Esto exige una cierta exploración. Don Marcelino Menéndez Pelayo, según recuerda el propio Unamuno, puso al historiador portugués entre los que él llamaba “historiadores artistas” y así, bajo ese tipo o clase, es como primeramente lo menciona dando por bueno el ojo de don Marcelino. ¿Quiénes son estos “historiadores artistas”? En un artículo o breve ensayo que tituló El pedestal, decía Unamuno: “Oliveira (…), uno de los más grandes historiadores artistas del pasado siglo, tan grande como Michelet o Taine, Macaulay, o Carlyle…”. Lo primero para el encomio fue, pues, situarlo entre aquellos que practicaron el “arte” de componer la historia  al modo de una trama argumental, “escrita” —como se decía en Macbeth— a manera de un relato consecuente. (Así pues, lo que es Historia para Hegel podría ser, en mucho, lo que era Poesía para Aristóteles). No hacemos sin embargo más que pasar unas poquísimas páginas y vemos que el todavía algo joven catedrático de Salamanca se lo ha vuelto a pensar, para negar, finalmente, la calificación de Menéndez Pelayo. Su admirado Oliveira Martins no podía ser, en fin, uno de aquellos artífices en cuya composición literaria aparece la vida purificada de carne y hueso y sacrificada, en suma, a un desenlace o a la gloria especulativa de un tiempo escrito, tal y como parecía esperar, por ejemplo, Michelet que sucedería cuando fuera zanjado el combate entre Cristianismo y Revolución. (Es precisamente contra la poesía teleológica, episódica y romántica de aquella narrativa contra la que conspiraron después, durante el siglo XX, todos los realismos historiográficos o literarios o cinematográficos que llegaron a su apogeo hacia la mitad de la centuria. Los historiadores anti-románticos y anti-micheletianos de Annales, los narradores de la nouvelle vague, los pintores informalistas, surgieron en reacción descriptiva a los modos narrativos de las historia concatenadas según acciones progresivas y amortizantes)[2]. Y en 1923, fecha del prólogo decisivo, Unamuno ya se ve capaz de echar los ojos hacia atrás lo bastante como para ver que aquella de la novela bilbaína fue para él la primera pero también la última ocasión en que lo descriptivo (es decir, lo realista, lo cómico) y lo narrativo (lo idealista, lo que  mueve la acción) compartieron páginas de novela, porque a partir de entonces las tomará como cosas de distinto género; por un lado irán los libros de andar y ver, y por otro los de contar las historias: “En esta novela —escribió en aquel crucial prólogo que decíamos— hay pinturas de paisaje, y dibujo y colorido de tiempo y de lugar. Porque después he abandonado este proceder forjando novelas fuera de lugar y tiempo determinados, en esqueleto, a modo de dramas íntimos, y dejando para otras obras la contemplación de paisaje y celajes y marinas”. Y además de darnos cuenta del deslinde de géneros, también dice allí cuál es el concreto precedente de sus meditaciones narratológicas: “… al entregar de nuevo al público, o mejor a la nación (…) este relato del más grande y fecundo episodio nacional…”. Así que sería verdaderamente inútil intentar escapar a la indicación que exactamente localiza en los Episodios así llamados “Nacionales” por don Benito Pérez Galdós el modelo o peralte del otro episodio que Unamuno mismo dice haber escrito con Paz en la guerra, lo cual nos informa de su índole irónica o paródica (y eso por si los propios episodios galdosianos no hubieran tenido un carácter ya irónico con respecto a las crónicas de las gestas y los reyes, asimismo concatenadas, causales y, finalmente,… episódicas). No hace falta, por lo demás, rebuscar mucho para dar con uno al menos de los precisos loci en los que, tras la Primera Serie (la más romántica, es decir, la más narrativamente “artística”), don Benito va modificando su perspectiva hasta dar cabo a la Segunda con una declarada voluntad realista, es decir, descriptiva, proclive a fijarse, sobre todo, en aquella otra “vida lenta oscura y profunda” de quienes no significan apenas nada para la Historia: unos veinte años antes de que don Miguel escriba su novela, en cierta página de El equipaje del rey José y más o menos a la llegada de los franceses en huida a la Puebla de Arganzón cuando la batalla de Vitoria, leemos que uno de los personajes dice: “¡Si en la historia no hubiera más que batallas; si sus únicos actores fueran las celebridades personales, cuán pequeña sería! Está en el vivir lento y casi siempre doloroso de la sociedad, en lo que hacen todos y en lo que hace cada uno. En ella nada es indigno de la narración, así como en la naturaleza no es menos digno de estudio el olvidado insecto que la inconmensurable arquitectura de los mundos (…). Sabemos por los libros las acciones culminantes, que siempre son batallas, carnicerías, horrendas, o empalagosos cuentos de reyes y dinastías, que preocupan al mundo con sus riñas o con sus casamientos; y entretanto la vida interna permanece oscura, olvidada, sepultada”. Y sigue: “Pero la posteridad quiere registrarlo todo; excava, revuelve, escudriña, interroga los olvidados huesos sin nombre (…); y deseando ahondar lo pasado quiere hacer revivir ante sí a otros grandes actores del drama de la vida, a aquellos para quienes todas las lenguas tienen un vago nombre, y la nuestra llama Fulano y Mengano…”. Y a Fulano y Mengano a la fuerza es por lo demás que los veamos aquí, no ya como de la misma familia de aquel O Solo que tocaba en la verbenas de Celanova y sus parroquias, excluido de la historia del lugar, sino a los tres como entre “los incontables” en cuya tumba sin gloria están llamados a descansar igualmente Constança y Mariana, el Ignacio de Paz en la guerra y el propio Salvadorillo Monsalud que tan se siente expulsado de su bando como para acabar militando a favor de franceses. “Era aquello —dice el mismo Salvador en el episodio siguiente, La segunda casaca— como el despertar un sainete después de haber soñado tragedias”. Así que comedia es, pues, y bien trágica, por dolorosa y sangrienta, la historia moderna, sólo presta a la descripción realista, estática y puramente matérica (como se decía de las pinturas de los años 50 en las que no había nada que contar y todo por describir), tras que todos los relatos “artísticos” hayan resultado gangrenados por la sospecha.                                   

                                                   *  *  *

Ramón Gómez de la Serna vio en su Automoribundia a Portugal como “una ventana hacia un sitio con más luz, hacia un más allá más pletórico”. Pero en el prólogo escrito para presentar una edición de Por tierras de Portugal y España recordó haber visto, desde el autobús que partía de la plaza de la catedral de Salamanca al despunte del alba, a los mendigos que quedaban atrás, al sol de las piedras, convertidos en encarnaciones personales de la eternidad. Aquellos mendigos, me hago yo idea que pensaba Ramón, son la eternidad porque no significan nada en ninguna disposición argumental del tiempo; así que resulta bastante inocuo y absurdo hacerles, cuando el autobús arranca, un gesto de despedida; ellos no ocupan ningún puesto en una línea de cifras dispuestas según la distribución sucesiva de las fechas y ante ellos no puede haber adiós o bienvenida porque no los dejamos atrás cuando partimos, ni podemos esperar hallarlos, allá adelante, cuando el viaje llegué al final.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1]          “Los incontables” se titula un parágrafo del libro de José Luis Pardo La intimidad, (Pre-Textos, 1996, p. 208), en el que exploró, con tino admirable, la condición de quienes, precisamente y a fuerza de no pintar nada en historia ninguna, no tienen nada que contar y de ellos apenas se puede contar nada, excepción hecha, claro, de esa misma carencia de papel propio en ningún argumento. Pero eso ya no sería contar o narrar, de ahí que “los incontables” resulten únicamente accesibles a la descripción —lo que no se cuenta—, es decir, a esa relación de caracteres que conforma lo que en español llamamos su “pinta”.

 

[2]           Aunque, en realidad, la descripción se había hecho reina de la literatura ya en el mismo siglo anterior. La educación sentimental puede muy bien ser leída como la novela paradigmática de los objetos y su acumulación fortuita sobre las consolas de 1840, con tantísimas páginas que parecen apuntar a aquella “enumeración infinita “ en la que para Albert Camus habría de acabar un realismo que fuera llevado a su colmo; de hecho, a ese álgido extremo de la descripción acumulativa llegó, me parece a mí, esa nueva tradición, en La vida instrucciones de uso, de Georges Perec (útil también para comprobar que realismo y realidad no siempre son términos mutuamente condicionados). Para señalar algún apogeo de lo descriptivo —que es el de lo fortuito— frente a las acciones narrativas y concatenadas en las letras en español, quiero acordarme de dos ejemplos: el de los poemas así construidos como enumeraciones por Jorge Luis Borges y el de la peripecia familiar, por lo demás sin trama ninguna, que José Emilio Burucúa, también argentino, fue desgranando al escribir La enciclopedia B-S. (Periférica, 2011).

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Para un clásico de la novela española contemporánea como Juan Marsé, cada año que pasa deviene en conmemoración. Si en el 2016 celebramos con una reedición el medio siglo de Últimas tardes con Teresa, el capítulo de efemérides se completaría con los cuarenta años de la publicación en España de Si te dicen que caí. Ambos títulos, capitales en la obra de Marsé, sufrieron el acecho de la censura franquista. Saltarse el lápiz rojo del censor de turno era mucho más duro que la tarea de escribir. Pese a las lecturas del marxismo, que pretendía ver en el Pijoaparte la encarnación de la conciencia de clase, era el sexo lo que realmente perturbaba a los censores, mucho más que el antifranquismo. Más que las connotaciones políticas, al Director General de Información, Carlos Robles Piquer, le preocupaba sobre todo que Marsé cambiara la palabra “muslo” por “antepierna”.

Y otro reconocimiento. Nuestro premio Cervantes 2009 recibió el pasado 13 de octubre el Premio Liber 2016 al autor hispanoamericano más destacado como reconocimiento a su "trayectoria con proyección universal vinculada a sus raíces barcelonesas".

El escritor recuerda cuando el periodista Manuel del Arco le comunicó que Últimas tardes con Teresa había ganado el premio Biblioteca Breve y la prensa le esperaba en el museo Marés. Marés… Marsé. Personajes de novela como Manolo el Pijoaparte, intentando cambiar la barraca del Carmelo por una torre burguesa de Sarrià. El murciano, ese epígono bronceado y suburbial del Julien Sorel stendhaliano; o la rubia Teresa, a la que presenta “con un pañuelo rojo asomando por el bolsillo de su gabardina blanca y con una temblorosa disposición musical en las piernas”.

Cuando Seix Barral reeditó Últimas tardes con Teresa -ahora se ha vuelto a reeditar en su cincuentenario con una nueva portada- Arturo Pérez Reverte elogió en el prólogo el carácter inmarcesible de la novela: “Sigue tan fresca como cuando fue escrita. Ni siquiera los imbéciles que entonces perdonaron a regañadientes la vida a su autor, los resentidos o los parásitos que viven de explicar cómo escribirían ellos -si quisieran- los libros que escriben otros, se atreven ya a discutir que Manolo Reyes, alias Pijoaparte, es uno de los personajes mejor trazados en la literatura española de la segunda mitad del siglo XX”.

Si los encontronazos con el lápiz rojo se saldaron favorablemente en Últimas tardes con Teresa –ganadora del Biblioteca Breve del 65 y publicada en el 66 por Seix Barral-, no sucedió lo mismo con Si te dicen que caí. La novela hubo de ver la luz en México y no se editó en España hasta 1976. De todo ello heos conversado con el escritor.

 

Si te dicen que caí significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas”

 

- ¿Qué representaron Últimas tardes con Teresa y Si te dicen que caí en su producción literaria?

-Ultimas tardes con Teresa significa para mí, entre muchas otras cosas relacionadas con su primordial impulso narrativo, una manera de agradecer y homenajear la gran novela del siglo XIX, la que en mis lecturas adolescentes me abrió el camino hacia le verdadera literatura. En cuanto a Si te dicen que caí, se trata de una novela que, más allá de sus primeros buceos en la memoria personal, más allá del deseo de recuperar la libertad y los sueños mediante las voces infantiles que recreaban la derrota cotidiana de la España infausta de los años cuarenta, significó una búsqueda de nuevas formas y estructuras narrativas, apoyándome en las aventis, un juego que los chavales de mi barrio convirtieron en arte. Las aventis, relatos inventados que contenían hechos reales o casi, están ahí al servicio del asunto nuclear de la novela: la imaginación infantil reelaborando, mediante mentiras, la triste realidad de la dictadura franquista. 

-Si te dicen que caí vio la luz en México, al no poder pasar la censura franquista. ¿Cómo surgió esa posibilidad editorial?

-En 1973, un amigo me dio a leer en un periódico la convocatoria del Premio Internacional de Novela México convocado por vez primera por Editorial Novaro. Yo tenía la novela terminada y la total convicción de que la censura franquista no permitiría su publicación en España, así que, de acuerdo con mi agente Carmen Balcells, decidí probar y la envié a México.

 

“Conocí personalmente a Buñuel en México, ¡que tío más listo!”

 

- ¿Qué sintió al ganar el Premio Internacional de Novela de México?

- Significó la posibilidad de ver publicada una novela que en España no vería la luz hasta 1976, después de la muerte de Franco. Significó un premio de 10.000 dólares, visitar México por vez primera y conocer personalmente a Juan Rulfo y a Luis Buñuel.

- ¿Cómo recuerda aquellos encuentros?

-Fui invitado a la proyección privada de un documental y en la entrada me presentaron a Buñuel. Le comenté que en mi viaje a México hice escala en Paris y en un cine del barrio latino había visto su última película, El discreto encanto de la burguesía, que fue aplaudida. “¿Sí?”, me dijo Buñuel muy interesado, “¿y había mucha gente?” “Bueno, el cine estaba lleno”, le respondí. “Ya”, repuso él, “pero esos cines del Barrio Latino son tan pequeños...” comentó con una sonrisa escéptica. Poco después, iniciada la proyección del documental, bastante plasta y dedicado a la mayor gloria del pintor Gironella, amigo de Buñuel y también en la sala, el cineasta aragonés, sentado en la fila de butacas delante de la mía, se levantó encorvado y apretándose el estómago con la mano y exclamó con ronco y teatral vozarrón: “Me duele mucho la barriga”, y se despidió de aquella encerrona y se largó. Y yo me dije: ¡Qué tío más listo!

 

Juan Rulfo, un genio

 

- ¿Y Juan Rulfo?

-Le conocí durante una cena a la que me invitó un amigo suyo, y en la que, nunca lo olvidaré, el autor de Pedro Páramo se presentó con su ejemplar de Últimas tardes con Teresa para que se lo dedicara. Nos contó que había dejado de beber y pidió una coca-cola, la única que había en la casa, pero durante la cena se las apañó para simular que su codo tropezaba accidentalmente con la botella y la hacía caer al suelo, por lo que pidió disculpas y un vasito de vino, ya que no había otra cosa… Un genio.

- ¿Qué conserva en la memoria del México de los primeros años setenta?

-La cortesía de la gente y ciertos resabios machistas.

-Si te dicen que caí padeció un via crucis censor y, digamos, algunos problemas tipográficos. ¿Se puede considerar la más accidentada de sus novelas?

-Sin duda. Con Carlos Robles Piquer, el máximo responsable de la censura en los años sesenta, había ya entablado relación para levantar la prohibición de Ultimas tardes con Teresa, y lo conseguí, pero con Ricardo de la Cierva, su sucesor en el cargo en la década siguiente, todos mis intentos para que autorizara la publicación en España de Si te dicen que caí fueron inútiles. Me mintió. Me dijo que estaba haciendo lo imposible para conseguir el visto bueno de altas instancias, cuando, lo supe años después, no hizo absolutamente nada. La novela no se publicaría en España hasta tres años después de la primera edición mexicana, es decir, en 1976. Como he dicho, un año después de la muerte de Franco.

-En 1997 recogió el premio que lleva el nombre del autor de Pedro Páramo. ¿Era la culminación de su larga relación con México?

-Ese premio fue una gratísima sorpresa y una alegría muy íntima y personal, pues llevaba el nombre de mi admirado maestro Juan Rulfo. Después he visto que el nombre del Premio Juan Rulfo ha sido sustituido por el Premio Feria del Libro de Guadalajara, y no conozco la razón de ese cambio, que lamento. Yo me quedo con el Premio Rulfo, que significó tanto para mí.

-Además de Juan Rulfo, ¿qué autores le han interesado más de la literatura mexicana?

-No estoy al corriente de muchos autores actuales. He conocido y admirado a José Emilio Pacheco, a Sergio Pitol, a Federico Campbell, a Jorge Ibargüengoitia, a Monterroso.

- ¿Qué recepción ha tenido su obra en Hispanoamérica?

-No tengo ni idea. Sé que ha interesado a algunas personas.

Y seguimos con las conmemoraciones. En 2017 se cumplirán sesenta años del primer artículo de Marsé. Lo publicó en la revista Arcinema. Era el kilómetro cero de una faceta periodística que culminó en los años setenta en revistas como Don, Bocaccio -cabecera de la gauche divine que comandaba Oriol Regàs- y en los turbulentos años de la Transición en la revista Por Favor –permanentemente acosada por expedientes y multas administrativas- con dos secciones memorables: Confidencias de un chorizo y Señoras y señores. En la última entrega de la sección -retomada en los años ochenta en el diario El País- Marsé esboza su autorretrato: “No ha tenido mucho gusto de haberse conocido, habría preferido pasar de largo de sí mismo… El tipo es bajo, desmañado poco hablador, taciturno y burlón. No se considera un intelectual, y soporta mal que lo traten como si lo fuera. Ama las tabernas y las papelerías de barrio y los flancos luminosos de los quioscos que exhiben tebeos y novelas baratas de aventuras. Las banderas le producen auténtico terror. Come ensaladas y escribe a mano”.

El escritor se confesaba en el documental de Xavier Robles Un jardín con ranas de cartón más deudor del cine que de la literatura y recordaba su condición de hijo adoptivo “una historia que sería novela aparte que no voy a escribir nunca”. Una historia que reconstruyó con todo detalle Josep Maria Cuenca en la biografía Mientras llega la felicidad, de 2015. El título alude a la afirmación de un escritor que imprime carácter a cada novela: “Los momentos más felices de la vida se dan cuando uno consigue dejar de pensar en sí mismo”.  En el citado documental de Robles, Marsé ya avanzaba unas cuartillas de lo que iba a ser su próxima novela. Con una foto de Robert-Louis Stevenson en la estantería y el lema que preside su despacho –“El esmero es la única convicción moral del escritor”- leía un fragmento de carga autobiográfica que reflejaba a las claras sus encontronazos con los responsables de la mala fortuna de sus novelas en la gran pantalla... esos que él llama “peliculeros”. Los directores de cine han provocado serios desperfectos en la adaptación de sus novelas: Jordi Cadena, Gonzalo Herralde, Vicente Aranda, Fernando Trueba... Pero de todos los que engloba bajo el epígrafe de “peliculeros”, el que más daño le hizo fue el productor Andrés Vicente Gómez cuando se cargó el guión de “el embrujo de Shanghai” de Víctor Erice que acabó rodando Trueba con los resultados -malos- de todos conocidos.

En el verano del 82, el narrador de la novela se encuentra con un productor “prepotente y mercachifle” y el director Juan Antonio Bertrán, “distinguida gloria del cine español de los años cincuenta”. Ambos “peliculeros” se proponen llevar a la pantalla un guion basado en un hecho real acaecido en 1949: una prostituta estrangulada en la cabina de proyección del cine Delicias. La descripción no deja dudas sobre la identidad del director que inspira el personaje: “Autor de una filmografía muy crítica con la Dictadura, valiente y bien intencionada pero, lamento decirlo, bastante plasta. Las orejeras ideológicas de este director constriñeron su indudable talento y todas sus películas de denuncia, tan celebradas antaño, adolecen de una fastidiosa monserga ideológica y política. Han envejecido mal debido a su didactismo maniqueo y hoy lucen unos resabios panfletarios marca PCE que dan grima”. Marsé nos presenta a Bertrán (Bardem) “muy a gusto bordeando el panfleto y, según pude comprobar en nuestra primera entrevista, seguía empeñado en ello”.

Finalmente, la primera novela que Marsé publicó desde la concesión del premio Cervantes –Caligrafía de los sueños (2011)- no se refería a los “peliculeros” sino a los personajes de posguerra que seguían transitando por el Carmelo y las empinadas calles de adoquín del barrio de Gracia y el parque Güell. Ringo se llama el adolescente quinceañero que nos remite al propio Marsé y esos padres adoptivos de esa historia personal que nunca iba a ser una novela pero que atraviesa todas sus ficciones.

 

“Yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad”

 

- ¿Caligrafía de los sueños es su novela más autobiográfica? Esa evocación del anticlericalismo paterno, de la madre enfermera, del taller de joyería y el tostadero donde trabaja Ringo...

-Me gustaría afirmar que todo es inventado. Me gustaría jurarlo. Porque tendría más mérito, y a menudo, más solvencia. Porque en este país, después de lo visto y oído –y lo que nos queda por ver y oír, me temo-, yo sigo dando más crédito a la ficción que a eso que llamamos realidad. Pero sí, algo de eso que todos hemos convenido en llamar realidad testimonial está en algunos episodios de la novela. Algunas situaciones retocadas, reinventadas, otras tan verídicas y asombrosamente vividas que a mí mismo me cuesta creer que ocurrieran.

-Obsesionado por las “ratas azules” que infestan los cines de barrio en la posguerra, el padre de Ringo se adscribe al bando de los vencidos pero su hijo no comparte esa asunción de la derrota e intenta buscar su propio futuro. En sus novelas anteriores la figura del padre no aparecía con tanto detalle introspectivo.

-Mi padre constituye en varias de mis novelas un cierto subtema: el de una ausencia, una no presencia que de algún modo se nota. El padre ausente está siempre ahí, es una constante, pero nunca el tema central. En Caligrafía de los sueños está más presente y activo, pero sigue siendo un personaje del que no hay que fiarse mucho, aunque es un hombre de palabra. En realidad, sigue siendo un fantasma, pero se deja ver más, y sus actos son menos de fiar que sus palabras.

 

“Me entiendo bien con los perdedores”


- ¿De entre sus personajes novelescos, ¿con cuál de ellas se siente más identificado?

-Me entiendo bien con los perdedores. Con la desdichada Montse, con el exboxeador Jan Julivert Mon, con el pirado capitán Blay, con la prostituta Balbina, con el Pijoaparte y con la criada Maruja, con Sarnita y con todos aquellos chavales de cabeza rapada que contaban historias sentados en las aceras del barrio en Si te dicen que caí.

-Después de Caligrafía de los sueños llegó el relato Noticias felices en aviones de papel. ¿Cómo nació esa historia?

-De la fotografía en portada de un libro sobre el gueto de Varsovia, editado por Wydawnictwo Parma Press, con textos y fotos del Instituto Judío de Historia. Me impresionó la mirada de unos chavales descalzos y harapientos sentados en el bordillo de la acera, me trajo recuerdos de la posguerra en Barcelona. Yo había visitado Varsovia años atrás y estuve en la única calle que se conservaba del gueto, muy parecida a la calle Nowolipie que aparecía en la foto. Además de evocar la calle mediante una invención, quería contar algo sobre una anciana de vida supuestamente frívola que evoca dolorosos fantasmas y un muchacho solitario que debe aprender a ser una persona solidaria y tolerante.

-De nuevo los trazos del Marsé adolescente. Sueños, tebeos, padre huidizo... ¿La adolescencia permite más sinceridad a la hora de narrar?

-Tengo mis dudas acerca de cómo narrar desde el punto de vista de un adolescente. ¿Esta novelita ostenta ese punto de vista? No estoy seguro. Me manejo muy mal con las teorías. El protagonista es un chaval de quince años, de acuerdo, pero no es ese chaval el que cuenta lo que pasa. Si fuera así, según yo lo entiendo, se deberían haber respetado ciertas normas... Pero salgamos de la cocina del escritor, que siempre está llena de humo y de olores a refritos diversos.

-La anciana polaca quiere hacer aviones de papel con buenas noticias... Al final califica este país de “gritón y malhablado” ¿Es una alusión al periodismo de trinchera que de los tertulianos?

-La señora se queja de que en los periódicos no hay muchas noticias felices para los niños, ni para los adultos, podía haber añadido; dice que este es un país gritón y malhablado y acusa a la prensa escrita de lo mismo, cuando en realidad esa descalificación la merece mucho más la radio y la televisión con sus chillonas, vacuas, carroñeras e incívicas tertulias.

-Uno de sus personajes afirma que “la memoria es una abeja muerta que nos acaba picando”. ¿A qué se refiere?

-Proviene de una frase del viejo Walter Brennan en una película de Howard Hawks: “¿A usted nunca le ha picado una abeja muerta?” Pero no me pregunte qué significa...

 

“Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje”

 

- ¿Qué papel ha de asumir el escritor en estos tiempos de comercialismo a la desesperada y piratería digital rampante?

-La imagen del escritor comprometido hoy se considera poco menos que una reliquia, y lo que en todo caso priva es el intelectual al servicio del poder, el figurón pesebrero, un monigote bien relacionado para captar prebendas. El verdadero intelectual pinta poco, y con gobiernos mercachifles que desprecian la cultura, aún pinta menos... Mi estampa predilecta de un escritor sigue siendo la de siempre, la de una foto de Balzac que tenía cuando era chaval, un Balzac en camisón escribiendo a la luz de una vela, es decir, la imagen de un hombre solitario batiéndose con el lenguaje.

Corría 2014 y la que hasta el momento es la última novela de Marsé andaba por los cien folios. El título original se modificó levemente –de Una puta muy querida a Esa puta tan distinguida-, o la novela sobre la desmemoria que, también, nos acaba picando cual abeja muerta. La reconstrucción del crimen de una prostituta –a cargo del hombre que la mató, trasunto del asesino de aquella Carmen Broto que inspiró Si te dicen que caí- ha de nutrir el guión de una película que acabará siendo otra cosa para desesperación del guionista. El ajuste de cuentas con los “peliculeros” sirve a Marsé para abordar “las añagazas y las trampas que nos tiende la memoria, sea esta histórica o personal”. En un principio, Esa puta tan distinguida debía formar parte de Caligrafía de los sueños pero tomó tanto vuelo que el autor decidió que sería otra novela. Reaparecen personajes, como el falangista y la señora Mir con la cabeza sobre los raíles del tranvía en la calle Torrente Flores. La realidad como semillero de la ficción. En Esa puta tan distinguida, apunta Marsé, podría pesar más la realidad que la ficción pero solo en apariencia: “Hay algunos toques a lo real bastante evidentes, todos en clave de humor, pero yo considero mucho más solvente la parte inventada, porque es la que afecta al nervio central de la novela”.

-Su valoración, tan negativa, de las adaptaciones de sus obras al cine y de su experiencia en el trabajo cinematográfico se deja notar...

-Pero no es el asunto central de la novela. Cualquiera que haya escrito para el cine sabe eso: no pocas expectativas se pueden frustrar, por falta de entendimiento o por intereses ajenos, por motivos comerciales o por desidia.

-El juicio sobre el cine español que se desprende de la novela es demoledor.

-El cine español me ha planteado siempre, incluso sus mejores películas, un problema de credibilidad. No sé exactamente a qué se debe. Se trata de un antiguo desencuentro con lo más creíble y cercano, lo que las personas solemos hacer todos los días en la realidad, que puede se increíble y absurda, por supuesto, pero “increíblemente creíble”. Hay excepciones como las películas de Berlanga, Erice, Gutiérrez Aragón, José Luis Borau, José Luis Cuerda y, sobre todo, las de Luis Buñuel, incluidas las mexicanas, donde los actores suelen ser increíbles, pero las películas son perfectamente creíbles.

 

“Escribo porque estoy en descuerdo con un mundo que no está bien parido”

 

- ¿Qué escritores le han ayudado más a reinventarse a sí mismo?

-Baroja, Galdós, Stevenson, Dickens, Cervantes, Rodoreda, Stendhal, Tolstoi, Chéjov, Hemingway, Cheever, Faulkner, Chesterton, Rulfo, Onetti, Margarit, Mendoza, Gil de Biedma, Ferrater, Simenon, Coetzee... Y Proust, Flaubert, Kafka, Pla, Scott Fitzgerald, Nabokov, Carver, Vila Matas, Lowry, Machado (Antonio), Capote, Cernuda, Pàmies, Melville, Borges y Flannery O’Connor.

- ¿Y cómo contempla la literatura española actual?

- Quizá necesite menos adjetivos y más sustantivos, pero en mi opinión goza de buena salud.

Después de publicar Esa puta tan distinguida, Juan Marsé ya trabaja en otros proyectos novelescos que, por supuesto, no nos va a desvelar: “El porqué escribe uno tiene cincuenta mil respuestas. Yo, porque no sé hacer otra cosa... O porque estoy en desacuerdo con un mundo que no está bien parido: la ficción ofrece alternativas a esa realidad que no gusta”.

 

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Sergi Doria

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