Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 691 a 695 de 1374 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

Jacobo Siruela  es un rastreador de libros exquisitos  cuya más cualificada  labor ha sido la creación y dirección de varias editoriales. Es diseñador gráfico y además escribe. Pasa gran parte de sus trabajos y sus días en Mas Pou. Lleva una vida  casi bucólica en esta masía del Alto Ampudán que no le impide desplegar una actividad viajera y global. Fundador de la editorial Siruela hace cuarenta años, en 2005 se reinventó  a sí mismo y alumbró Atalanta. En ambas, los libros  son el reflejo de  sus inquietudes. Ha publicado relatos del ciclo artúrico, autores olvidados, textos ignorados por nuestra cultura, obras de la literatura fantástica y de pensamiento no convencional. También creó y dirigió durante 15 años la mítica revista cultural El Paseante. En el haber de sus éxitos es legendaria la edición de El mundo de Sofía, aquella novelesca aproximación a la filosofía del  noruego Jostein Gaarder.

   Jacobo Fitz-James Stuart y Martínez de Irujo, de la Casa de Alba, Conde de Siruela, prefiere que le consideren, por encima de todo, un artesano multidisciplinar. Teniendo ante sí todas las opciones, desde siempre, ha preferido dedicarse  a  tareas intelectuales.

    Como la Princesa Turandot, de la Ópera de Puccini,  la veloz Atalanta pone precio a su conquista a riesgo de que quienes la pretendan lleguen a morir en el intento. Jacobo Siruela, siete años después de haber fundado su segunda editorial, parece haber conjurado los malos augurios  y ha puesto la suerte a su favor. Junto a Inka Martí, ha sorteado numerosos obstáculos y  ha convertido en triunfo esta editorial de pequeño tamaño pero de gran prestigio por sus obras, sus lectores y su diseño.  

    - Suponemos que nuestro interlocutor suscribirá gran parte de los textos que publica.  A lo largo de esta conversación nos sumergimos en un párrafo de una de las obras de Atalanta que nos parece representativo de su línea editorial.  Richard Tarnas en La pasión de la mente occidental escribe: “creo que el incansable desarrollo interior de occidente y el incesante ordenamiento masculino de la realidad, ha ido llevando poco a poco en un movimiento dialéctico de inmensa longitud, hacia un matrimonio profundo de  muchos niveles de lo masculino y lo femenino. Una reunión triunfal y restauradora. A mí me parece que gran parte del conflicto de la confusión en esos tiempos es reflejo del hecho de que este drama evolutivo se esta aproximando a sus fases culminantes”.  Después de leer el texto del profesor norteamericano, le señalo a Jacobo Siruela que Tarnas parece  reflejar en su libro el momento exacto que estamos viviendo.

 

“Estamos avocados a cambiar”

  - Es la línea de pensamiento de Atalanta. La modernidad ha llegado, a partir de la postmodernidad, a poner en cuestión sus fundamentos totalizadores y su tendencia al materialismo. Cada vez existen más evidencias de que la explicación científica cartesiana es claramente insuficiente. La descripción puramente material del universo y de la vida es demasiado parcial. Es solo la mitad. ¿Qué pasa con la otra mitad?

     - Jacobo Siruela continúa su cuestionamiento del paradigma de nuestra civilización  con otra pregunta que él mismo lanza, abriendo enseguida la respuesta.

   - ¿Cómo debemos  reaccionar si todo aquello que la Ilustración tachó de falso e inútil no lo fuera del todo si es contemplado desde otra perspectiva?  Nos encontramos frente a una crisis de la economía, de la política y la ecología, y como nuestro sistema no es sostenible ni política, ni económica, ni ecológicamente, hemos de cambiar. Si lo pensamos, todas estas líneas caminan al colapso. Estamos avocados a cambiar. Hemos llegado a un punto de evolución histórica en el que ya se pueden conciliar los opuestos y debemos recuperar lo que la modernidad reprimió y rechazó como fábulas: la mitología, los sueños, lo mágico, lo anímico, lo bello; en fin, los tesoros de la memoria y la imaginación. Debemos  recuperar toda la experiencia humana para ser completos. 

    - Sus inquietudes, sus libros, su pensamiento están marcados por la misma inclinación que le llevó a estudiar, hace cuatro décadas,  la carrera de Filosofía y Letras en la Universidad Autónoma de Madrid. Celoso de su vida privada, hace ya muchos años que Jacobo Siruela es poco dado a las vanidades de la vida social. Sin embargo es generoso y fluido en su discurso, cuando nos adentramos en su mundo intelectual. Su porte esbelto le da una  apariencia de caballero postmoderno. En el momento del encuentro para dar cuerpo a esta conversación estamos en plena Feria del libro de Madrid. Nos acoge el salón de un hotel madrileño  cerca del parque del Retiro, donde se celebra la Feria. Atalanta tiene allí  caseta propia. Como cada año, él la visita para, desde esta atalaya, conocer con libreros y otros editores la marcha del negocio del libro. Quiero saber si a una editorial de prestigio como la que él dirige le afecta la profunda crisis que estamos viviendo.

    - El consumo ha bajado más de un veinte por ciento. Creo que esto es lo más preocupante. Aunque los editores somos los que arriesgamos, últimamente algunas librerías han cerrado y aún pueden desaparecer algunas más. Ellos dependen totalmente de la oferta y la demanda. Los editores no al cien por cien. Nosotros somos una especie de tahúres y nuestra suerte depende de nuestras apuestas. En Atalanta este año el libro de Edward Gibbon nos ha ido muy bien.

    - Se refiere a Decadencia y caída del Imperio romano. La reedición en dos volúmenes de esta obra del historiador británico. Enseguida volveremos sobre ella por su significado en el momento actual. Seguimos hablando del mercado de los libros desde el punto de vista de un editor.

    - Aunque el consumo en general haya bajado, algunos temas, como el que aborda Conciencia más allá de la vida de Pim  van Lommel, se han aceptado muy bien. El mundo en el que vivo de Helen Keller, va lento pero también se está vendiendo. No deja de ser sorprendente que vaya teniendo salida este libro. Los editores dependemos de nuestra iniciativa. En cambio los libreros están mucho más sujetos al comportamiento general del mercado.

  

La importancia de la literatura fantástica

    - En 2004 Jacobo Siruela recibió el Premio a la mejor labor editorial que concede el Ministerio de Cultura, una carrera de galardones que comenzó en 1980 con el reconocimiento al mejor libro editado tras la publicación de La muerte del Rey Arturo, un texto anónimo francés del siglo XIII. La pregunta parece obligada ¿Cómo descubre los libros que decide publicar?

    - Yo siempre digo que los libros nos los sacamos de la manga. No tenemos coach, ni vamos a agencias literarias. Generalmente hacemos investigación y, cuando viajamos, rastreamos. Por mi parte, ahora estoy muy ilusionado preparando una gran antología de literatura fantástica de mil y pico páginas, cincuenta autores, múltiples lenguas: inglesa, francesa, húngara, alemana, japonesa. Incluirá al menos diez cuentos del mundo anglosajón, creo que desconocidos para el lector español. ¡Me lo estoy pasando en grande!  Hace unos años quería publicar la antología de Roger Caillois. En Gallimard me dijeron que no me podían facilitar los derechos. Ya no disponían de la información. Entonces, frustrado por esta negativa, decidí hacer la mía. Al fin y al cabo llevo toda la vida leyendo literatura fantástica.

    - Al parecer y por la complejidad del trabajo aún tardará un tiempo en publicarse esta antología: “Es muy complicado -asegura-. Tienes que contratar cincuenta traducciones, veintitantos traductores,  negociar los derechos de dieciocho cuentos”. Como ya está preparando la antología le pedimos a Jacobo Siruela  que nos adelante algo de los relatos y de los escritores que aparecerán en el índice.

   - Son muchos los autores y los cuentos. Y todos de alto estilo. Mi tesis es la contraria a lo que se creía en los años 60 en el mundo intelectual. Se consideraba lo fantástico como una literatura de género, de segundo orden. Yo pienso todo lo contrario, y lo quiero demostrar con esta antología. Casi podríamos decir que los mejores cuentos del XIX y XX son fantásticos.

  - Y ahora la opinión de lector experto: ¿cuales considera que son los mejores relatos de los últimos dos siglos?

   - Sin duda, del diecinueve, “Otra vuelta de tuerca” de Henry James. ¿Cuál es el relato mejor del siglo XX? Pues “La metamorfosis” de Kafka, o los cuentos de Borges, o de Cortázar.

    - Confirmamos así que Jacobo Siruela no duda en situar al  cuento fantástico en el primer orden de la creación literaria y no en el ámbito de los géneros.

    - Los cuentos de fantasmas son de lo mejor que se escribe en el siglo XIX   porque dan ese juego  formidable de la ambigüedad.  El cuento fantástico nace de la duda racional. Es decir, el hombre cree en un mundo solamente material y, de pronto, hay algo que lo rompe. Entonces duda y su reacción es el terror. Anteriormente la gente aceptaba lo sobrenatural. No le daba ningún miedo, formaba parte de su  mundo. A  partir de la Ilustración, en el siglo XVIII  la racionalidad moderna acaba con ello. Todo el bagaje de lo sobrenatural se refugia en el inconsciente. En el plano consciente la razón ha acabado con todo lo extraño, pero en el inconsciente siguen palpitando los viejos miedos y los símbolos siguen vivos. La literatura nace más de ese lugar incierto. A partir de ese momento la novela o el cuento de fantasmas se acerca a la poesía. La poesía incorpora lo que está fuera del mundo real y prosaico. Acepta la metáfora.

 

“Apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual”

     A esta altura de la conversación escapamos de la fantasía para volver  a la realidad. Apunto cómo el momento actual puede ser preocupante para libreros y editores. Todos ellos se enfrentan a la competencia de otros medios, como Internet o los libros electrónicos. Atalanta no tiene nada que ver con ese mundo.

    - Nosotros apostamos por el libro de papel, por el objeto sensual. Ahora bien, yo no estoy en contra de los e-books. Seguramente, acabaremos editándolos, sobre todo por Latinoamérica. Nuestros libros son muy caros en ese mercado, aunque por otra parte sean muy codiciados. Me parece que la edición de libros digitales puede ser una buena alternativa para lectores de bajo presupuesto. De todas formas creo que es una moda pasajera. Las navidades pasadas todo el mundo compró e-readers. Tal vez ya se hayan cansado. Hay gente que piensa que es como el barco de vapor que sustituyó al barco de vela. Yo no lo creo en absoluto. El libro electrónico es más perecedero a la larga  que el libro de papel, aunque soy de los pocos que  piensan de esta manera. Creo que la actualidad es plural y el futuro también lo va a ser. La radio no acabó con el periódico, ni la televisión con la radio. Es posible que los periódicos desaparezcan, y las enciclopedias y los libros escolares. Hay que reconocer que el e-reader es un utensilio muy cómodo. Si uno va de viaje se puede llevar dentro de esa herramienta un montón de libros. Si  quiero un texto que está editado en el extranjero, lo pido por Internet y lo tengo inmediatamente. Yo creo que todo esto tiene un sentido funcional, pero estoy convencido de que la alta cultura va a seguir vinculada al libro de papel. El libro es un arquetipo y los arquetipos nunca perecen.

      - En contra del uso y manejo de los libros electrónicos, le planteo la dificultad de volver sobre una página anterior para echar un vistazo de nuevo a un párrafo. No es cómodo  ir hacia atrás o hacia delante, revisar algo que se ha quedado atrás y que cobra otro sentido veinte páginas adelante. Jacobo corrobora.

   - Me lo dijo un joven: con el e-book no se tiene la sensación de poseer un libro, de que el libro es mío. Al verdadero amante de los libros, al lector, le gusta  poseer el libro y tener una biblioteca, que en el fondo es la biografía de su alma.

 

La historia de Genji  y Gibbon, nuestros best sellers

   - La biografía del alma de Atalanta trazó su primera huella con La historia de Genji, aquella monumental obra de Murasaki Shikibu que  inauguró la colección Memoria mundi.

   - La historia de Genji, increíblemente, ha sido nuestro best seller. Ni me acuerdo de cuantas ediciones llevamos, pero hemos vendido más de doce mil ejemplares del primer volumen; el segundo no ha ido tan bien.

    - Parece sorprendente el éxito de La historia de Genji, pero le recuerdo que estamos en un momento en el que la literatura nipona despierta una gran curiosidad en ambientes universitarios. No faltan las tertulias, seminarios y tesis sobre los autores de Japón. El libro de Murasaki Shikibu es El Quijote de esa literatura.

    - Es el libro fundacional de esta cultura. Toda la estética japonesa que conocemos parte también de esa época. Hay que leerlo pausadamente porque es un libro medieval que realmente nos introduce en un mundo muy lejano y vaporoso. La época Heian tuvo una de las cortes más refinadas que jamás haya habido en la historia. Prácticamente destituían a un ministro si tenía mala caligrafía o si vestía con mal gusto. Era una corte donde la estética era muy importante. Cada vez que mandaban una carta, escribían unos versos. También hemos publicado El mundo del príncipe resplandeciente, de Ivan Morris, que es  la obra que introduce en su contexto todo el mundo en el que floreció Genji. Curiosamente, el libro que mejor se ha vendido de nuestro fondo es La historia de Genji y el peor el de Ivan Morris.

  - ¿Cómo explicaríamos que El mundo del príncipe resplandeciente haya supuesto un cierto fracaso?

    - No hay explicación. Y eso, en parte, es lo bueno de este oficio. Hay gente que parece saberlo todo. Yo creo que en la edición cuanto más sabes, menos sabes. Evidentemente hay unas pautas, pero caminas por intuición o por convicción. Yo jamás hubiera pensado que el Genji fuera a tener tanto éxito, porque es una novela totalmente extemporánea. Y, sin embargo, es un libro que hechiza. Sobre todo a las mujeres porque es un modelo para ellas. Lo interesante es que la primera novela de la literatura universal la haya escrito una mujer y precisamente gracias a una prohibición. Es todo lo contrario de lo que pasa ahora con la cultura de la queja, como la llamó Robert Hugues. A las mujeres se les prohibía la instrucción de las letras. Había una serie de tópicos que provenían de la cultura china a la que obedecían los hombres en esa época y que hoy no tiene ningún interés para nosotros. En cambio las mujeres, y en este caso la dama Murasaki Shikibu, empezó a narrar la vida de la corte. Su relato estaba destinado solamente a la emperatriz y a las cincuenta o cien cortesanas que vivían alrededor de ella. Hoy es inimaginable escribir una obra de casi dos mil páginas para menos de cien personas.

  - No es ajena al éxito de sus editoriales la cuidada presentación gráfica, su diseño, del que es responsable. Jacobo Siruela ha cosechado algunos galardones en este terreno que domina, entre ellos el Premio Daniel Gil: “No buscar nada nuevo ni 'original' en el diseño, sino algo auténtico y perdurable. Lo nuevo es lo que antes envejece. Tratar de buscar belleza –es decir, armonía de formas y colores- frente al relativismo (un poco gregario) de las estéticas instantáneas. Y ¡Guerra al plástico!” Son los criterios varias veces definidos por él y que  siguen siendo una lección de buen hacer en la presentación de libros. Le invito a comentarlos.

    - Los dos primeros los sigo suscribiendo. Quitaría lo de gregario que, obviamente, era una provocación. Por desgracia no he podido cumplir completamente con el tercero, porque los libros de tapa dura no pueden tener una cubierta de papel, que siempre sería mucho más agradable al tacto que el plástico, al cual te obligan las encuadernaciones. Aunque debo decir que la encuadernación en tapa dura plastificada en mate sin sobrecubierta, como hacemos ahora, fui el primero en hacerlo. Luego, me copiaron. Pero ¡qué importa!, el diseño es artesanía y no hay copyright. Lo cual lo hace más digno, más por amor al arte.

    - Damos un nuevo giro a nuestra conversación para hablar del último de la colección “Memoria Mundi”. No hablamos ahora de diseño sino de contenido. Volvemos al texto que habíamos mencionado antes: Decadencia y caída Imperio romano,  una obra histórica publicada hace más de doscientos años en Inglaterra y que hoy nos resulta muy clarificadora.

     - Esa ha sido uno de las claves de su éxito extraordinario. Se ha agotado la primera edición de tres mil  ejemplares en tres meses. Según Harold Bloom, existe un paralelismo enorme con la decadencia del Imperio norteamericano. Gibbon vio una similitud con el Imperio británico, que en aquella época  perdió una de las colonias más importantes, el actual Estados Unidos. Además el estilo es un prodigio. Nuestra edición en castellano  se le acerca. Pero, aparte del estilo, lo increíble es que gran parte de este libro, escrito en el siglo XVIII, sigue vigente, especialmente toda la primera parte. En la segunda, cuando habla del Imperio bizantino, es muy crítico con el cristianismo. Gibbon provenía de una familia protestante y se convirtió al catolicismo de una manera muy ferviente, para luego renegar de esta confesión y volverse un protestante ilustrado. Toda su magistral ironía va en contra del cristianismo. Creo, sin embargo, que se equivoca al meterse con Bizancio porque gracias a este Imperio conocemos, entre otros filósofos, a Aristóteles y a Platón. Bizancio depositó toda la sabiduría clásica que heredó del Imperio romano.

 

Abrir la mente: la vida entendida como sueño

      - Además de dirigir Atalanta y editar libros esclarecedores como el de Gibbon, Jacobo Siruela también escribe. En su propia editorial hace ya  dos años publicó El mundo bajo los párpados. En este ensayo  indaga en el mundo de los sueños. Coincidiendo con la aparición del primer volumen, tuvimos la oportunidad de escucharle  en la Fundación Juan March de Madrid hablando del mundo onírico. Fueron dos conferencias, ambas con el salón a rebosar. La primera venía a resumir el contenido de El mundo bajo los párpados.

  - Sí, la segunda conferencia era inédita. La primera que di me basaba en el capítulo primero del libro, pero la segunda fue absolutamente inédita. Pretendo escribir un segundo volumen, pero no tengo tiempo para hacer todo lo que me propongo. El mundo bajo los párpados es un ensayo fenomenológico. Trata del sueño como fenómeno histórico, sagrado, psicológico e incluso metafísico. Me metí en temas difíciles, pero es un libro literario, narrativo, y creo que nada aburrido. Pretende hacer contemplar el sueño desde otras perspectivas, racionales, pero no racionalistas, y abrir la mente. Pienso que la sustancia de la realidad es amplísima y misteriosa. El segundo volumen tratará sobre las distintas metáforas del sueño, sobre sus distintos simbolismos. La conferencia de la Fundación Juan March desarrollaba esa antiquísima idea sobre la vida entendida como sueño, su última y más radical metáfora. Desgraciadamente no se puede sintetizar porque se trata de algo muy sutil imposible de entender literalmente y que se presta fácilmente a una comprensión errada.

      - Para no traicionar su sentido, desistimos en nuestro intento de sintetizar aquella conferencia que, por otra parte, puede escucharse íntegra en la página web de la Fundación Juan March. Volvemos al mundo de la edición. En su búsqueda de joyas para editar, Jacobo Siruela visita archivos, rebusca manuscritos,  revisando catálogos y textos con la lupa del buscador de tesoros.

    - Cada libro que publico lo trabajamos mucho. Repetirme me aburre, entonces investigo. Tres son las vías de investigación del proyecto Atalanta. Vindicar la brevedad. Recuperar la memoria, lo que hemos perdido. Y también el gozo de la imaginación. Pero no la imaginación como escapismo, sino como vía de conocimiento. Quiero decir, que si publicamos mitos, sueños, alegorías espirituales o cuentos fantásticos, es porque todo ello está rebosante de verdades internas, psicológicas y espirituales. 

    - Coherente con estos mismos principios, en junio de 2012 intervino en la Biblioteca Nacional de Madrid. Ante un público entregado, dio una conferencia sobre los libros secretos, unos textos que aún no ha publicado pero que nuestro interlocutor ha rastreado por el interés personal en su contenido.

     - Sí, hablé sobre libros que siempre permanecen fieles a su secreto. Por ejemplo, el manuscrito Voynich, que es un manuscrito precioso, cuya  escritura tiene unos caracteres que nadie sabe lo que significan. Está escrito en una caligrafía indescifrable. Hablé también allí de el Libro mudo, el Mutus Liber, una obra de alquimia sin texto, sólo con imágenes. Los alquimistas decían que era el libro que más revelaba sobre el proceso alquímico. Es una obra fascinante, las imágenes son su significado. Otra de esas piezas secretas es  el Finnegans Wake de Joyce, un libro inexplicable, incluso para los ingleses. Se dice que esta escrito en finenganés.

     - De hecho casi nadie ha podido leer entero este libro. Es intraducible, ininteligible, pero nuestro interlocutor lo tiene en la mesilla de noche y de vez en cuando lo hojea.

    - Está escrito en un inglés con toques gaélicos y de otros cuarenta idiomas.  Es una broma continua y magistral sobre el lenguaje. Pero es un laberinto verbal inextricable. Incluso para los ingleses es difícil. Y, claro,  para los que no somos ingleses mucho más. Otro texto secreto es La arquitectura natural. Es un libro esotérico que se hizo en 1940 sobre el pitagorismo. Explica cómo todos los templos antiguos se basaban en el número. Lo redactó un grupo de matemáticos, físicos y esotéricos de París. Es también inextricable, un libro muy poco conocido.

        - Debido al éxito que tuvieron en el público, esta conferencia en la Biblioteca Nacional y otra sobre Valentine Penrose en la Fundación Botín de Santander, Jacobo Siruela ha decidido publicarlas en Atalanta con todas sus ilustraciones. Habrá que esperar. Le pregunto si, con el tiempo, veremos estos textos secretos editados en España. 

   - Quizá publique algunos de estos libros más adelante en Atalanta. Pero no es fácil. Más bien todo lo contrario. El  Finnegans Wake es literalmente intraducible. El manuscrito Voynich ilegible. Quizá sea viable la edición del Libro Mudo de Eugène Canseliet, pero la alquimia es lo más oscuro y opaco que se puede uno encontrar. Lo veo difícil. Son libros o impenetrables o arduos de entender y traducir. La gracia del último sobre el que he investigado está en haber inspirado secretamente a Kandinsky y el proceso de creación del arte abstracto.

     - Se refiere a Formas de pensamiento, un libro que hicieron dos teósofos, Charles W. Leadbeater y  Annie Besant. 

    - Sí, éste libro es fácil de entender, incluso resulta cándido. Trata sobre cómo se generan los pensamientos y las emociones en formas y colores en otra dimensión puramente psíquica que los videntes perciben como auras. Lo interesante de Formas de pensamiento es que influyó sobre Kandinsky, es decir, en el arte abstracto.

            - Defiende Jacobo Siruela que Kandinsky tuvo que tener en sus manos este libro en 1905, cuando salió. Y explica por qué lo cree así: “En varias ocasiones elogia la teosofía y su base teórica, De lo espiritual en el arte es muy similar. El arte abstracto surge a partir de 1910”. ¿Sospecha de una captura “intertextual”, por parte de Kandinsky, de Formas de pensamiento?

     - No es que copiara, pero le inspiró. Es muy curioso, pero una de sus láminas es un Kandinsky. Es el libro en el que se basa el arte abstracto porque, tanto Mondrian como Kandinsky, fueron devotos seguidores de la teosofía. Además, no se ha estudiado suficientemente la relación del arte moderno con el esoterismo. Se considera que es un asunto de mal gusto. Los académicos rechazan abordar esta relación. Pero Mondrian se adhirió a una rama de la teosofía y Kandinsky lo mismo. Y esto  no sucede solamente con el arte abstracto. Casi todos los surrealistas  estuvieron fascinados con el ocultismo. Más tarde, en la Escuela de Nueva York, Barnett Newman lo estuvo con la cábala, y Rothko con el misticismo y la tragedia griega. Esto me lleva a concluir que en el centro del movimiento moderno hay un ingrediente antimoderno, el mismo que alumbró al romanticismo. La historia de la modernidad debe reinterpretarse integrando esa aparente contradicción.

 

Indagar y divulgar el pensamiento esotérico

    - Nuestro interlocutor lleva tiempo interesado en indagar y divulgar lo más rescatable del pensamiento esotérico. Recuerdo que hace unos diez años llegó  a mis manos  Del cielo y del infierno, el libro de Emanuel Swedenborg que publicó bajo su supervisión en Siruela. Le pido al editor que comente la importancia de esta obra, escrita originalmente por el teólogo sueco en latín.

    - Es un libro importante por declarar que el Cielo y el Infierno no son penas ni castigos sino meros estados anímicos, puramente psíquicos. La vida y la muerte del ser humano es una interminable cadena de estados psíquicos. Sus tesis son increíblemente claras y fascinantes. Ha tenido una influencia enorme, por ejemplo en Balzac y también en Mallarmé, con la teoría de las correspondencias, y en Baudelaire. Sobre todo en Francia tuvo bastante predicamento. Y encandiló a Borges.

     - Muchos de los libros de la colección “Imaginatio Vera” reflejan la misma inquietud. El último es la biografía de Rudolf Steiner, personaje  extraño y muy vinculado a la teosofía que, entre otros movimientos y disciplinas, fundó la antroposofía.

    - Con la antroposofía ocurre lo mismo. Por ejemplo, Paul Klee se carteaba con Rudolf Steiner, un personaje muy interesante. Tiene un libro fabuloso que critica la filosofía del siglo XIX. Pero sus mejores obras, desde mi punto de vista, son las que investigan el pensamiento de  Goethe. Construyó el “Goetheanum”, un edifico expresionista que puede estar perfectamente dentro del arte moderno de su época. Luego inventa la agricultura biodinámica. Algo que empieza a cuajar en la agricultura del siglo XXI. Es muy curioso, pero he podido comprobar cómo muchas  bodegas francesas -¡el país más racionalista de Europa¡- utilizan el método steineriano. He visto en una bodega de Cataluña cómo dinamizaban el agua y sembraban atendiendo a los ciclos de la luna y los astros. Steiner, aúna lo antiguo con lo ultramoderno. Luego están las escuelas Waldorf, que siguen funcionando. Su método de enseñanza es muy interesante. Steiner, junto a su mujer, inventó la euritmia que son una serie de movimientos armónicos de baile. Es un hombre para redescubrir. Hace poco hicieron en Suiza una exposición estupenda sobre él, sus ideas y todas las influencias que ha tenido en el arte.

    - Escuchando a Jacobo Siruela uno se pregunta por el momento en el que surge su vocación como editor. Alguna vez ha contado que los jardines del Palacio de Liria  fueron el paraíso de su infancia. Allí  abrió sus ojos a la realidad de los adultos y le surgieron algunas dudas sobre la manera de explicar el mundo. Esas dudas hicieron brotar su trayectoria intelectual. Hace siete años, un grupo de periodistas escogidos asistimos en ese mismo  edificio, ubicado en el corazón de Madrid,  al nacimiento de Atalanta. Alumbró la nueva editorial la misma idea que transmite en nuestra conversación: “hay una serie de pensadores que debemos  sacar del oscurantismo,  salvarlos de los prejuicios, y estudiarlos a fondo”. Y añade: “Por lo visto, lo despreciable me interesa. Yo también escribí ese  libro sobre los sueños y mucha gente desprecia los sueños”.  Como ejemplo de lo que dice, hablamos de Conciencia más allá de la vida, uno de los últimos de “Imaginatio Vera”. Le señalo que ya existen una serie de libros que indagan en las experiencias próximas a la muerte.

   - Si, pero suelen ser bastante endebles. En cambio éste fue hecho por primera vez por un equipo de cuarenta médicos, de una forma sistemática. Pim Van Lommel empezó a ver casos.  Es un libro interesantísimo. No es ninguna demostración de la inmortalidad, pero, realmente, cambia absolutamente el paradigma al enfrentarnos a la paradoja de que cuando el cerebro está muerto, es decir, con encefalograma plano, el sujeto puede tener experiencias extrasensoriales y  visiones de su cuerpo desde varios metros de altura. Pensamos que  la mente, el espíritu, se circunscribe al cerebro, pero, en realidad, no sabemos nada. Es como si dijéramos que las imágenes de la televisión salen del aparato, dado que aparentemente así lo parece. Pero entonces, ¿de donde salen los pensamientos? Hay gente fascinada por esta obra y otra que la repudia. Y como casi siempre ocurre, cada uno sigue sin moverse de su fe. Nunca convences a nadie con argumentos. La gente discute y lee para reforzarse, para conocer otras cosas o abrirse. Vivimos esclavos de los patrones que nos inculca nuestra sociedad y cultura. Van Lommel, en este libro, cuestiona  dónde empieza y dónde acaba la consciencia. El autor asegura  que  todos estos fenómenos encajan  en el paradigma de la física cuántica. 

   - A lo que cuenta sobre esta obra, Jacobo añade una confidencia: “uno de nuestros lectores me habló por Internet de este libro y, a partir de ahí, decidí publicarlo”. Creo que en Holanda y en EE.UU ha llegado a ser un best seller. ¿Qué tal se ha acogido en España?

  - Aquí va muy bien. Evidentemente, a la prensa le cuesta atreverse. Es muy conservadora. Creo, sin embargo, que estamos saliendo de ese tosco materialismo del siglo XIX, dogmático, fanático. Aunque estos patrones siguen muy pegados a la mente occidental, ahora se empieza a abrir una perspectiva más amplia. No se trata de acabar con la Ilustración sino de ampliar su paradigma. No podemos, en el siglo XXI, pensar de la misma manera que nuestros antepasados en el XVIII o XIX.

    - En esa misma línea estarían  El fuego secreto de los filósofos o En los oscuros lugares del saber. Este último lo reseñamos en Turia cuando lo publicó Atalanta.

   - Digamos que estos libros son una manera de enseñar lo que fueron las sabidurías antiguas, esas formas de entender el mundo, pero explicadas con un lenguaje de hoy. Es decir, reactualizadas. En este mundo que se hunde, cada vez más perdido, necesitamos recuperar ese saber espiritual.

 

“El cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura”

- En otra línea convergente, pero más inclinada hacia lo literario, hace ya casi treinta años que Jacobo Siruela creó  la "Biblioteca de Babel", dirigida y prologada por Jorge Luis Borges. Más tarde sacó adelante "El Ojo sin Párpado”, una colección de  literatura fantástica. Dentro de Atalanta, en “Ars Brevis”, encontramos textos de autores como Alejo Carpentier: Viaje a la semilla y Concierto barroco; de Turguéniev,  La reliquia viviente, u otros textos de escritores, para mi totalmente desconocidos hasta que salieron en Atalanta, como Sin mañana de Vivant Denon o La noche de Francisco Tario.

    - En el último viaje a México,  me compré su narrativa completa. Tario me parece un autor notable, y desconocido en Europa, aunque en su país goce de cierto renombre. Compré las obras completas e hice una selección de los que yo creo que son sus mejores cuentos.

   - ¿Con qué criterios ha elegido durante todos estos años a los autores que publica?

   - Cuando empezamos Atalanta me dijeron: ¡ya no hay espacio en el mercado para nada! Entonces pensé, si queremos publicar diez libros muy selectivos, no vamos a hacer lo que  todo el mundo, hagamos aquello que no hace nadie. Si todo el mundo publica novelas, nosotros no publicamos novelas. Publicamos cuentos. Nos advirtieron: “el cuento no se vende”. Y hay una parte de verdad, el cuento no se vende tanto. No lo entiendo, porque el cuento es una de las formas más refinadas y gozosas de la literatura. La perfección siempre se logra en el cuento. No hay ninguna novela perfecta. La novela es más profunda, más ambiciosa, pero la perfección se logra en el chispazo del cuento y el poema. Y apostamos por el cuento. Y no sólo por el cuento, también por los aforismos, y por los cuentos un poco largos, lo que en Francia se llama nouvelle. Y sobre esto nos hemos basado. Uno de los primeros títulos fue Sin mañana de Vivant Denon. Me pareció muy paradigmático. En toda su vida Denon solo escribió este cuento y es magistral. Milan Kundera lo encumbra  en uno de sus libros, en La lentitud.

   - Viajamos con nuestra memoria desde este hotel en el barrio de Salamanca de Madrid hasta Vilaür donde está su casa y donde nos hemos visto en anteriores ocasiones. Algunos veranos, bajo su espléndido porche, con vistas a unos atardeceres plenos de matices, hemos compartido charlas y buenos caldos. Esta masía es también un hospedaje de escritores. Recuerdo algún año en el que apareció por ahí Bryce Echenique. ¿Creo que, sin embargo, a su pesar, Álvaro Mutis nunca llegó a estar en su casa de Girona?

    - No. A Álvaro Mutis le he visto con García Márquez en mi último viaje a México.

    - Personalmente  descubrí la obra del escritor colombiano hace 20 años, cuando Siruela publicó Empresas y tribulaciones de Maqroll el Gaviero. Me fascinó ese libro. Recuerdo que alguna vez hablamos en Mas Pou del escritor afincado desde hace lustros en México. ¿Qué ha pasado con él? Aquí en España es como si se hubiera evaporado.

    - Es ya muy mayor, tiene ochenta y tantos años. Ahora está graciosísimo, tiene un sentido del humor fantástico. Sigue siendo una persona estupenda, aunque muy abatido por la muerte de su hija. Los autores también tienen sus momentos de olvido. Pero creo que Mutis permanecerá.

    - Le comento que Álvaro Mutis, como poeta sí, pero como narrador no estaría dentro de la literatura fantástica, pero se acerca a ella a través de la poesía. El personaje de Maqroll nace de la poesía.

   - Exacto. Decía Borges que no perduran las novelas, perduran los personajes. Si  logras crear un personaje potente, un personaje vivo, entonces perdura, y yo creo que Maqroll, alter ego del propio Álvaro es, realmente, un personaje inolvidable

    - Y a García Márquez ¿como le ha visto en su último viaje a México? 

   - Bien. Allí estaban los dos, García Márquez y Mutis. Tienen muy buena relación entre ellos, Son muy amigos, son íntimos amigos. Dos colombianos, casi exiliados. El otro colombiano importante es Nicolás Gómez Dávila. Un personaje también muy particular, como suelen ser todos mis autores. De él publicamos un libro que se llama “Escolios para un texto implícito” que consta de alrededor de 8000 aforismos muy inteligentes y divertidísimos. Es una especie de tradicionalista heterodoxo, muy polémico porque realiza un ataque feroz a la modernidad.

   - Como Álvaro Mutis, que también es un tradicionalista.

   - Sí, en eso coinciden. De hecho, Mutis escribió sobre este autor. Incluso García Márquez y Savater lo elogiaron por su estilo y su inteligencia. Gómez Dávila leía griego, latín alemán, ingles, francés. Era un hombre rico que dedicó toda su vida a cultivarse, y escribió ese libro, que es una de las obras de pensamiento más interesantes de America Latina. Él dice que cuando no hay nada que conservar, uno se vuelve reaccionario y reacciona contra todo. Él reacciona contra todas las falacias de su época. Es un hombre con mucho humor, y también sensualidad. Digamos que era el latinoamericano que faltaba.

   - Lo descubriré como a tantos autores gracias a la labor editorial de Jacobo Siruela. Por ejemplo, a través del libro Imagen del mito de Joseph Campbell, que acaba de publicar Atalanta este otoño.

    -  Joseph Campbell es junto a Mircea Eliade el gran mitólogo de la segunda mitad del siglo XX. Escribe varios libros muy importantes, entre ellos “El héroe de las mil caras”. Pero éste es uno de sus tres libros fundamentales. Era un gran comunicador y gozó de mucho éxito en su tiempo, incluso George Lucas le consultó cuando estaba elaborando el proyecto de “Guerra de las Galaxias”, porque el argumento de esta serie está basada en una estructura literaria medieval, mítica. Lo interesante de él es que todo lo que toca está vivo y nos hace entender la mitología. Creemos que los mitos son simples fábulas, pero los mitos son fábulas sólo desde el punto de vista exterior. Desde una perspectiva simbólica, el mito es una realidad interna. Por ejemplo, los dioses griegos hablan de todas las situaciones que pueden sucederles a los hombres. Los griegos se comprendieron a sí mismos a través de los dioses. La psicología analítica ha tratado esto con gran penetración.

     - Entiendo que, desde el mito, la psicología nos introduce en una realidad interna como son los sueños.

     - Mito y sueño son lo mismo. Campbell decía: “El mito es un sueño colectivo y el sueño es un mito privado”. Aunque Campbell se refiere a Freud en su libro, sobre todo sigue la senda de Jung. Freud y Jung estudiaron mitología, simbología y ejercieron con pacientes muchos años, pero se salieron del canon científico de la época y eso, sobre todo a Jung, nunca se lo han perdonado. Eso no quiere decir que sus teorías sean endebles. Estoy convencido de que su visión de la psicología abre una puerta enorme al siglo XXI.

      Abrir las puertas de la mente contemporánea es el empeño de Jacobo Siruela. Este verano nos hemos visto e intercambiado correos electrónicos para construir juntos esta conversación. También este verano Zygmunt Bauman, de visita en España, ha desentrañado los secretos de lo que el pensador polaco denomina modernidad líquida. Como el Segismundo de Calderón de la Barca, el reconocimiento de lo efímero en la civilización occidental lleva a Jacobo Siruela a mirar al fondo menos explorado de la cultura, para encontrar un nuevo sentido  a nuestro mundo “líquido”. Las obras que publica, las que escribe, las que diseña  nacen con la ambición de sortear el juego de lo pasajero y alcanzar el sueño de lo perdurable.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

25 de enero de 2018

 

Fuiste Derrida y yo Paul de Man.

Y el abismo se abrió en el vértice de la palabra.

Hoy cumples una edad adolescente.

Yo, anteayer, un certificado de tránsito.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Éramos caballeros que montan el mismo caballo,

cristos podridos, diría el pianista canadiense,

formas y sonidos / geometría y música (Tommy Lasorda).

Por las rutas reales hervíamos en aceite

los cuatro pedazos del ajusticiado para que duraran más tiempo                                                                                                      

y depilábamos cadáveres (tú lo reclamaste),

ese oficio poco remunerado.

Zapadores de largas piernas,

más que podridos

crispados, eso sí con heridas purulentas; ¡oh, Grünewald!

¡oh, Braque, patrón!

 

Al llegar,

qué regreso,

bebimos té negro sujetando terrones de azúcar entre los dientes

como las tías abuelas italo-rumanas,

permanecimos al lado del asno

frente al perro rojizo que dormía; ese refugio, el universo,

ante el viento de superficie. El mar,

según el excelente señor Auger,

fue licor de vida para los cuerpos de la ciudad (los billetes

del Waqf

estaban en francés). El mar

predecía

el final del desatino.

Y sí, me olvidaba,

me olvido casi siempre,

en Turquía se camina

con zapatos de cuero. La cualidad,

que perdura en el arte,

es la visión propia del mundo:

laystall.

  

------

 

Edward Hopper, Escritos, Elba, Barcelona, 2012.

Stefano Faravelli, Istanbul, Confluencias, Almería, 2011.

Francisco Arago, Historia de mi juventud, Austral, Buenos Aires, 1946.

Jean Paulhan, Braque le patron, Gallimard, París, 1952.

Claude Roy, Arts fantastiques, Delpire, París, 1960.

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Ferrer Lerín

25 de enero de 2018











PRIMERA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la literatura universal a su alumno aventajado del Máster de “Escritura Creativa” de la Universidad de Oxford.

MAIRENA: ¿quién es mejor escritor Bukowski o Faulkner?

ALUMNO: Ni Bukowski era tan malo ni Faulkner era tan bueno.

MAIRENA: Excelente, excelente.

ALUMNO: Gracias, maestro.

MAIRENA: Aplique ahora ese juicio a algún caso de la literatura española contemporánea.

ALUMNO: No puedo, es imposible.

MAIRENA: Tiene usted matrícula de honor.

 

SEGUNDA CONVERSACIÓN

Juan de Mairena pregunta sobre historia de la música Pop a un alumno aventajado del Máster de “Dirección y tecnología mediática de empresas discográficas”.

MAIRENA: ¿Quién fue mejor cantante popular americano Johnny Cash o Bob Dylan?

ALUMNO: Con todos mis respetos, maestro, creo que es una pregunta si no poco adecuada, al menos injusta.

MAIRENA: Está usted arrogante esta espléndida mañana universitaria.

ALUMNO: Sí, brilla el sol, como en las viejas canciones de los años sesenta de los Beatles.

MAIRENA: Pero dígame dónde está la injusticia de mi pregunta.

ALUMNO: Es una cuestión fenomenológica: Johnny Cash murió en el año 2003 y Bob Dylan está vivo. Además, eran amigos. No me parece justa la pregunta.

MAIRENA: Le diré una cosa sobre la muerte de Johnny Cash, querido discípulo. No la olvide nunca.

ALUMNO: Tiene usted, maestro mío, toda mi atención.

MAIRENA: Es verdad que Johnny Cash está muerto, completamente muerto; de hecho si  exhumara usted su cadáver, no hallaría usted más que polvo, humedad y podredumbre, absolutamente nada, suciedad y despojo. Y sin embargo yo creo que no está muerto. No es que me guste su música, que por supuesto me gusta y mucho, es que creo que no está muerto.

ALUMNO: Me ha emocionado usted (rompe a llorar).

MAIRENA: ¿No estará usted enamorado?

ALUMNO: Sí, de lo que acaba de decir.

MAIRENA: Lloremos juntos entonces. Lloremos toda la hora que resta de clase. Lloremos juntos. Somos los bien enamorados.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Vilas

Desde finales del siglo XIX, la construcción de la historia de la literatura española contemporánea se ha edificado en gran medida bajo el patrón rígido y alicorto de las generaciones, de tal manera que ha llegado a convertirse en una especie de doxa indiscutible la idea ampliamente extendida de que no hay pulso literario más allá de las estrechas fronteras que delimitan dichas generaciones. Ese modelo taxonómico de carácter selectivo y excluyente ha generado un escenario en el que no han encontrado ubicación poetas de muy distinto signo que —por no haber militado en su respectivo batallón generacional, por haber defendido unas poéticas à rebours de las consignas oficiales de su momento y/o por haber desarrollado trayectorias anómalas marcadas por la disidencia estética— no han sido convenientemente atendidos por una crítica literaria narcotizada por la inercia y la comodidad. Si dejamos ahora al margen a Antonio Gamoneda (reconocido en estos últimos años con los más importantes premios literarios), serían, entre otros muchos, los casos de Juan Larrea, Francisco Pino, Juan Eduardo Cirlot, Miguel Labordeta, José María Fonollosa, Carlos Edmundo de Ory, Alfonso Canales, César Simón, José Antonio Rey del Corral, Aníbal Núñez e Ignacio Prat. En mi opinión, Julio Antonio Gómez también se encontraría entre ellos.

Julio Antonio Gómez Fraile nace en Zaragoza el sábado 27 de mayo de 1933. Es, pues, géminis, una circunstancia que puede explicar, en opinión del propio poeta, una compleja y “doble personalidad” que le llevó a crearse multitud de máscaras con las que se desdoblaba en sucesivas e interminables identidades y tras las que se ocultaba un carácter lúdico, inconformista, vulnerable y al mismo tiempo nunca satisfecho de sí mismo, una personalidad que, como cualquier otra, comenzó a fraguarse en la infancia, en un momento en que el joven Julio Antonio se vio obligado a reaccionar con gestos de rechazo y repulsa hacia unos congéneres cuyos comportamientos estaban en gran medida orientados por la fuerza, la violencia y la hombría mal entendida.

Julio Antonio Gómez tuvo dos domicilios en Zaragoza. Con sus padres (Arturo Gómez Moreno y Luisa Fraile) y sus dos hermanos (Arturo Isidro Sebastián, que falleció muy pronto, y Luis) vivió en el barrio de San José (Calle del Doce de octubre, 42); posteriormente se trasladaría, ya solo, a Tenor Fleta, 115-117, domicilio que pude visitar a comienzos de los noventa gracias a la amabilidad de María Crespo (fue Antón Castro quien me facilitó el contacto), ama de llaves del poeta, y donde tuve oportunidad de consultar la documentación personal del poeta allí conservada —cartas, pasaportes, manuscritos de sus obras, contratos de edición, recortes de prensa, etc.— y la modesta pero interesante y variada biblioteca que reunió en su domicilio zaragozano, en donde encontré obras sobre música, cine, filosofía, homosexualidad y, entre otras muchas, títulos de Léo Ferré (a quien pudo escuchar en París y cuya poesía le marcó intensamente), Rimbaud, Verlaine (los tres en francés), Quevedo, Santa Teresa, Unamuno, Freud, Aleixandre, J. Guillén, Quasimodo, Camus, Lezama Lima y Raymond Queneau (no sabemos, debido a la vida itinerante que llevó durante gran parte de su vida, cuántos libros se quedarían por el camino en París, Tánger, Las Palmas de Gran Canaria). La personalidad exageradamente extravertida, dicharachera, desprendida y noble de J. A. Gómez (en esto coinciden los testimonios de todos aquellos que le conocieron) hizo que su casa fuera durante muchos domingos centro de reunión e improvisada tertulia generosamente abastecida de comida y bebida por la que pasaron numerosos amigos y compañeros en diversos proyectos literarios (R. Salas, G. Gúdel, I. Ciordia, M. Rotellar, R. Tello, etc.). Pero junto a esa cara luminosa y radiante, había otro rostro umbroso, caldeado por una cierta perversidad, una voz tocada en ocasiones por la crueldad y la maledicencia.

Tras haber superado, en sus propias palabras, “un bachillerato muy accidentado”, J. A. Gómez —gracias a la situación económica relativamente desahogada de su familia y al entusiasmo por aprender (solo aquello que más le interesaba, habría sin embargo que añadir)— tuvo la oportunidad —sin realizar estudios universitarios— de adquirir una considerable formación cultural de tipo autodidacta en ciertas áreas de las humanidades: literatura contemporánea, música, cine, fotografía, dibujo, idiomas (francés, alemán, inglés; por una carta a José María Aguirre —apud Gómez, 1989—, sabemos incluso que intentó, en 1962, una traducción de The Waste Land, de Thomas Stearns Eliot).

Aunque pasó los últimos años de su vida en Las Palmas de Gran Canaria, donde es muy probable que desarrollara cierta actividad poética, desconocida en cualquier caso hasta el momento, la vida de J. A. Gómez, al igual que ocurrirá con su poesía, está ligada principalmente a tres ciudades: Zaragoza, París y Tánger (Saldaña, 1993). En esas tres ciudades experimentó momentos de plenitud y de una intensa desolación, y esa vida itinerante condicionó de una manera decisiva su poesía, que se presenta, a partir de cierto momento, como el testimonio de un sujeto errante condenado a vagar sin tregua por escenarios urbanos en busca de su alma gemela. Llega un momento en que Zaragoza —que había representado hasta ese instante la alegría existencial, la aventura cómplice de la amistad y la ejecución de proyectos literarios— se vuelve irrespirable, convirtiéndose en el comadreo, la amargura, la canalla infame y la mezquindad, el confinamiento y la cárcel, la ciudad donde la muerte llegó a imperar a sus anchas con su negación hipócrita de la vida, la ruina y la miseria de un panorama desolador con el que el poeta quiso romper definitivamente. “Zaragoza amarilla”, poema incluido en Acerca de las trampas, muestra con claridad meridiana la distancia con que J. A. Gómez dibuja los ritos y los rasgos característicos de una ciudad que ya no siente como suya y la desazón que su memoria le provoca:

 

Hay edades como penínsulas de sombra,

tiempos lejanos con sienes inquietantes y colmillos dispuestos,

órbitas habitadas por fantasmas, catedrales construidas

con un sudor-silencio gris, amontonando piedras

que huelen siempre a muerte…

así eras tú, ciudad como mujer acostada sin tersura

ni anillos,

sucia de luces pardas que salpicaba el santo ebro avaricioso,

[…]

bajo el montón harapiento de tus vestidos cenizosos,

ausente

de todo cuanto tenga el poder de la vida:

[…]

una tremenda oscuridad

cayó de pronto agrietando las murallas

y el coso se enramó de procesiones

como venas urgentes,

soterradas algarabías triunfalistas

con los ojos pintarrajeados de un violento violeta

escandalosamente funerario.

todo lejos.

 

Aunque ya había cruzado la frontera con anterioridad en varias ocasiones, será en 1967 cuando París se convierta en un revulsivo importante en su vida y en su obra (allí compartió momentos decisivos con amigos íntimos como José María Alfonso o Joaquín Alcón y allí fue donde, probablemente por primera vez en su vida, conoció el sabor amargo de la soledad y la penuria económica). A la estancia en la capital francesa debemos algunos de los más extraños y sugerentes poemas que escribiera (“La vida no se repite nunca”, “Drugstore”). A pesar de llevar en el bolsillo cartas de recomendación de Vicente Aleixandre, Gabriel Celaya o Antonio Buero Vallejo, su vida allí no resultó nada fácil. Trabajó en el servicio de limpieza del Banco de Indochina, situado en el Boulevard Haussmann, de contable en La Candelaria, un restaurante español enclavado en el Barrio Latino. En fin, como el gran vitalista que siempre supo ser, y al decir de ese otro gran poeta contemporáneo, J. A. Gómez también vino a llevarse la vida por delante, y así no reparó gastos ni esfuerzos y tan pronto se ganaba el pan fregando escaleras como derrochaba mil francos nuevos en solo una noche. En todo caso, París representó una victoria vital sobre la “zaragozana gusanera”, supuso una especie de renacimiento espiritual, tal como se desprende de la relación epistolar que cruzó con su amigo Luciano Gracia, uno de los poquísimos contactos que mantuvo con su ciudad natal.

La orientación de sus viajes cambia a partir de los setenta. Su presencia en Zaragoza, después de dos detenciones con sus consiguientes estancias en la prisión de Torrero, resultaba más que complicada. Su brújula particular señala ahora el Sur, Marruecos, una tierra en la que ya había pasado varias temporadas y que recordaba con agrado. En la primavera de 1973 —después de recibir su parte de la herencia familiar— se ausenta definitivamente de Zaragoza y se instala en Tánger (adquiere una casa en el número 9 de la Rue Chorfa D´Ouazzan), desde donde lleva a cabo constantes viajes por la geografía marroquí. Allí pudo conocer y tratar al escritor Mohammed Choukri (el autor de El pan desnudo), preparar una antología de poesía española contemporánea vertida al árabe (adquirió conocimientos de dariya), traducir algunas canciones de José Antonio Labordeta e interesarse muy vivamente por la cultura y la historia islámicas (como podemos comprobar, son evidentes los paralelismos entre los itinerarios seguidos por J. A. Gómez y por Juan Goytisolo). Allí continuó con su labor editorial y escribió un libro de poesía, El fuego de la historia, con el que ganó en 1977 el Premio Marruecos convocado por el diario homónimo para libros en español. Todo parece indicar que en ese lugar encontró, si no la felicidad, por lo menos la paz, la calma y la tranquilidad que en Zaragoza no había disfrutado.

Sin embargo, 1977 marca un punto de inflexión en su vida; es el comienzo de una despedida anunciada desde hace tiempo. Los pocos lazos que mantenía con Zaragoza se rompen casi definitivamente. Por otra parte, algún hecho grave y penoso debió de ocurrir en su vida como para abandonar el paraíso marroquí en el que parecía haber encontrado su locus amoenus en este mundo y trasladarse, a finales de 1979, a Las Palmas de Gran Canaria, donde de nuevo volvió a llevar una vida marcada por la inestabilidad económica y la precariedad emocional y afectiva (trabajó de contable en un local de prostitución denominado Flamingo, donde asimismo disponía de una pequeña habitación que acogía sus noches aletargadas por el frío, la soledad y el desamor). La isla adonde fue a buscar puerto iba ya solo a reservarle la trampa definitiva.  J. A. Gómez falleció de un paro cardíaco en la capital canaria poco antes de cumplir los cincuenta y cinco años de edad, el 20 de abril de 1988. Tras su muerte, Antón Castro, uno de sus grandes valedores, editó parte de la correspondencia epistolar (apud Gómez, 1989), Antonio Pérez Lasheras (1992) dedicó una intensa atención a su obra, yo mismo publiqué un ensayo sobre su poesía (Saldaña, 1994) y, recientemente, la revista El Alambique (en su núm. 3, mayo-octubre 2011, coordinado por Ángel Guinda) ha dedicado un homenaje colectivo al autor de Acerca de las trampas.

Julio Antonio Gómez mantuvo a lo largo de unos cuantos años una considerable actividad editorial. Al margen de otras aventuras menores, sacó adelante dos importantes proyectos literarios: una revista de nombre mozartiano, Papageno (recuperada en edición facsimilar en 1991 por A. Pérez Lasheras), y una colección de poesía que tuvo una presencia significativa en el panorama editorial de finales de los sesenta y comienzos de los setenta, Fuendetodos. Aunque contó con la ayuda de unos pocos y entusiastas amigos (G. Gúdel, L. Gracia, J. Alcón, E. Valdivia), lo cierto es que ambos proyectos (revista y colección poética) fueron consecuencia de la tenacidad y el esfuerzo de nuestro autor, quien se entregó a estos trabajos con una generosidad y una dedicación infinitas. El primer número de la revista, misceláneo, ve la luz en la primavera de 1958 y en él pueden leerse, entre otras, colaboraciones de D. Alonso, G. Diego, A. Buero Vallejo, L. de Luis, M. Pinillos, M. Labordeta, A. Fernández Molina, Á. Crespo, J. A. Labordeta y J. A. Bardem (con el guion de la secuencia 29 de su película La venganza, todavía no estrenada en aquel momento). El segundo, y último, número apareció en el invierno de 1960 y en él se publicó exclusivamente Oficina de horizonte, esa suerte de representación dramatizada con que Miguel Labordeta dio forma a su poética. Como sucede con muchas otras revistas literarias aparecidas durante esos años, hay en Papageno una ausencia de programa teórico y editorial definido, una independencia económica del poder institucional y un resultado artístico complejo y desigual.

Fuendetodos fue la niña de sus ojos, la colección de poesía en la que J. A. Gómez se volcó hasta vaciarse, de una manera impresionante. Cansado de ver aparecer y desaparecer aventuras editoriales caracterizadas por el amiguismo y la limitación de miras, se propuso una empresa de más alto vuelo, con mayores pretensiones, un considerable nivel técnico y tipográfico, apoyada en una línea editorial de calidad y una buena distribución tanto en España como en el extranjero, donde insistentemente andaba buscando suscripciones entre estudiantes, profesores e intelectuales. La colección encontró acomodo en la editorial Javalambre, fundada por Eduardo Valdivia en 1967, y en el lapso de cinco años publicó dieciocho libros, algunos magistrales, todos ellos resultado de un trabajo de composición, maquetación, impresión y encuadernación merecedor de los mayores elogios (hay que ver los volúmenes, apreciar al tacto el gramaje del papel empleado, disfrutar de la inteligencia y la sensibilidad con que se redactaron los colofones, olisquear todavía hoy el rastro de las tintas utilizadas, etc., si se quiere valorar los logros de una colección única en el conjunto de la edición poética española contemporánea).

La primera entrega, Los soliloquios, de M. Labordeta, apareció en 1969, poco antes de la muerte del autor de Sumido 25; la última, Función de Uno, Equis, Ene. F (1.X.N), de Gabriel Celaya, en 1973. Entre ambos libros, títulos de L. Gracia (Hablan los días, 1969), R. de Garciasol (Los que viven por sus manos), J. A. Gómez (Acerca de las trampas), V. Aleixandre (Mundo a solas), L. de Luis (Con los cinco sentidos), B. de Otero (Mientras), con quien mantuvo algunas diferencias derivadas del proceso editorial, todos ellos en 1970. Cantar y callar, de J. A. Labordeta, La mano en el sol, de M. de Codes, y Campos semánticos, de G. Celaya, en 1971. En 1972 vieron la luz otros cinco libros: Obras completas, de M. Labordeta, La soledad distinta, de J. Giménez Arnau, Luz sonreída, Goya, amarga luz, de I. M. Gil, Segundo abril, de L. Rosales, y A flor de labio, de A. Gastón. Por último, de 1973 son Sola en la sala, de G. Fuertes, y Tribulatorio, de J. A. Labordeta. Estos fueron los dieciocho libros que finalmente se publicaron. Hubo otros proyectos que no cuajaron, entre los que se encuentran títulos de C. E. de Ory, Jorge Urrutia, Carmen Conde, Salvador Espriu, Félix Grande, Luis Jiménez Martos, José María Aguirre, Jacinto Luis Guereña, etc. Son numerosos los testimonios que indican la importancia que tuvo la colección en la vida de J. A. Gómez, quien se revela en todo momento —incluso en los más delicados, como los que pudo pasar en la cárcel— como un editor pulcro, riguroso y exigente, obsesionado por alcanzar el mejor resultado posible, a pesar de los obstáculos que con frecuencia imponían la censura o las dificultades económicas, atento a los más mínimos detalles de edición. Su entrega es absoluta y sin reservas desde el comienzo y son constantes sus desvelos por airear la colección en los ambientes académicos (de ahí sus contactos con F. Ynduráin, J. M. Aguirre, J. M. Blecua, R. Gullón, J. O. Jiménez). En todo caso, y atendiendo a la nómina de autores que publicaron en la colección, cabe decir que J. A. Gómez corrió pocos riesgos y procuró jugar siempre sobre seguro, tratando de integrar la poesía aragonesa (los Labordeta, L. Gracia, él mismo) en el conjunto de la española, seleccionando en la mayor parte de las ocasiones a autores que ya contaban con un prestigio adquirido y una posición más o menos consolidada en el canon poético del momento (y cuando apostó por autores más o menos jóvenes, poco conocidos —los casos de M. de Codes o J. Giménez Arnau—, lo cierto es que esa apuesta no tuvo continuidad por parte de los propios poetas).

La obra poética de J. A. Gómez consta de los siguientes títulos: Los negros (escrito en torno a 1955, presentado al Premio Doncel de Oro en 1959, publicado post mortem), Las islas y los puertos (en realidad, una plaquette con tan solo cuatro sonetos aparecida a finales de 1958 en edición limitada a cargo del autor), El Cantar de los Cantares (1959), Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (1960), Acerca de las trampas (1970), en rigor, la única obra con entidad de libro que publicó en vida, y El fuego de la historia, Premio Marruecos 1977, texto del que solo conocemos los nueve poemas que editó A. Castro en el volumen que recoge parte de la correspondencia epistolar de J. A. Gómez (1989). Además de estos libros, es autor de una obra teatral titulada La edad definitiva, escrita hacia 1957, programada para estrenarse el sábado 5 de diciembre de 1959 (en el último momento, la censura retiró el permiso para la representación), se publicó por primera vez en las “Galeradas” de Andalán (núm. 371, 1-15 de enero de 1983), una obra que guarda alguna relación con Oficina de horizonte, el drama de M. Labordeta que se había estrenado dos años antes, en 1955. Con título procedente del poema “Visitación a Gabriel Miró”, de Gerardo Diego, se trata de una pieza de teatro breve que reúne como fondo los temas del suicidio y la voluntad. Próxima en su concepción del fenómeno dramático al teatro del absurdo, presenta la paradoja de encontrar en la muerte la salida que la vida niega al protagonista, de hallar en la renuncia la respuesta de todos los interrogantes.

Aunque con proyecciones en otros ámbitos y con implicaciones de escritores y artistas de procedencia muy diversa, J. A. Gómez desarrolló una trayectoria literaria —como autor, editor o impulsor de diferentes iniciativas— vinculada a su ciudad natal a lo largo de, aproximadamente, veinte años, desde 1955 hasta 1975, y, a pesar de la diferencia de edad que le separaba de Manuel Pinillos (1914-1989) y M. Labordeta (1921-1969), asumió con ellos una cierta labor de animación y liderazgo en muchas de las actividades desarrolladas en el entorno de lo que representó el café Niké. Nuestro poeta sentía devoción y admiración por M. Labordeta, con quien mantuvo una relación marcada por la complicidad y la auténtica camaradería, de quien también pudo aprender esa tendencia hacia la maledicencia, el retorcimiento expresivo y la perversión lingüística y de quien sin duda tomó el gusto por la crítica áspera y la sátira mordaz.

La poesía de J. A. Gómez, a contracorriente de las tendencias más aplaudidas por la crítica en cada momento, alcanzó ese difícil punto de equilibrio entre lo que habitualmente conocemos como fondo y forma, contenido y expresión, mensaje y elaboración artística, qué y cómo, una poesía que, sin renunciar a expresar ese lastre existencial complejo que fue siempre característico del poeta moderno, se presenta como una escritura sombría, condicionada en gran parte por la clase de amor que revela (de tipo homoerótico), difícil y poco gratificante en primeras y superficiales lecturas, reflejo de una personalidad que nunca encajó entre los modelos sociales más o menos admitidos. Perdido el que habría de ser su primer libro (y del que solo conservamos su título, Privilegio de lo grave), Los negros muestra los primeros hallazgos de un poeta escasamente comprometido con su trabajo, preocupado más por la denuncia de la perversidad del mundo y por redimir a la humanidad de las injusticias que la golpean que por alcanzar una voz poética personal, un registro propio. Mal entendida la consigna aleixandrina (formulada y difundida luego por Bousoño) sobre la comunicación poética, todo parece indicar que J. A. Gómez se vio a sí mismo en sus inicios más cerca del docere que del delectare, como una especie de voz de los sin voz, alguien llamado a reinstaurar a través de la poesía un determinado y perdido orden de justicia social. Sin embargo, esto no duró mucho tiempo pues enseguida cobró importancia en su obra la idea de la poesía como exploración de diferentes realidades, la poesía como posibilidad de generar otro tipo de conocimiento.

Sin duda alguna, su primer gran libro literario, escrito con la conciencia de un escritor enfrentado a la tradición (según la consigna eliotiana), es El Cantar de los Cantares, en donde sigue el conocido poema atribuido a Salomón, con los personajes del libro bíblico, situados ahora en escenarios actuales. Se trata de un texto del que se han hecho numerosas versiones; en la tradición literaria del español, además de la poesía epitalámica y las continuadas paráfrasis que algunos autores de la mística hicieron del texto original (sobre todo, San Juan de la Cruz en el Cántico espiritual), las más relevantes son las de Fray Luis de León y Benito Arias Montano. Este libro introduce dos notas que aparecerán con frecuencia en su obra poética posterior: la primera, de naturaleza temática, alude al amor y al erotismo como contenidos esenciales del discurso poético; la segunda es la utilización del superlativo como un rasgo destacado de expresividad, ya desde el mismo título, El Cantar de los Cantares, es decir, el canto por antonomasia. Esboza tópicos temáticos (la pasión amorosa, la humanización de una naturaleza fuertemente sensualizada, la inevitabilidad de la muerte) que desarrollará en libros posteriores; introduce símbolos y temas simbólicos (el vino, el mar, el sueño) que han adquirido cierta continuidad en su poesía, rasgos que proporcionan al libro un aire de familia en el conjunto de su producción. Sin embargo, al presentarse dividido en cantos en los que intervienen distintos personajes (la amada, el amado, el coro), ensaya una estructura de poema dramático que no volverá a utilizar en el resto de su obra, y, sobre todo, dada la intensa sensualidad que envuelve al poema (en realidad, de eso se trata, de un único poema dividido en cantos), supone la manifestación más contundente de imaginería verbal y plasticidad lírica de entre toda la poesía que publicó su autor.

Con una tirada de tan solo doscientos ejemplares, en 1960 se publicó el primer, y único, número de la colección Papageno, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (el libro que mayor fortuna ha tenido pues se ha reeditado en dos ocasiones: en 1993, en la Institución Fernando el Católico, y en 2011, en Los libros del Señor James, en ambos casos con introducción de A. Pérez Lasheras). Dividido en cuatro libros formado cada uno de ellos por un solo poema, Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas (repárese, de nuevo, en el superlativo) presenta la particularidad de ser la única obra publicada por J. A. Gómez que ofrece sus páginas numeradas. Si desde un punto de vista espacial o geográfico, Los negros y El Cantar de los Cantares eran libros ligados a la naturaleza (la selva, el jardín), con esta obra —que representa en cierto sentido la plenitud de un ciclo poético, la depuración y perfección de una técnica expresiva ensayada en sus entregas anteriores— inaugura su gran poesía de la ciudad, que culminará en Acerca de las trampas. Poesía urbana dotada de una inquietante belleza es, a pesar de la nota de humor introducida en el título, una composición amarga que sume al lector en una honda pesadumbre. Y con la entrada de la ciudad se produce también la incorporación de un nuevo personaje poemático con una amplia presencia en la poesía desde los inicios de la modernidad: la masa, la muchedumbre, la multitud, situación que hará que el protagonista del discurso poético, sin llegar a desaparecer, se disuelva en un complejo escenario en el que el yo lírico ha perdido algo de entidad en favor de ese otro personaje sin rostro que es el personaje colectivo. Así, la presencia de los gorilas ha de interpretarse como un síntoma deshumanizador y está íntimamente ligada a la de la masa (el público, la gente) como elemento característico de la vida urbana. Muy probablemente, se trata de un rasgo heredado de M. Labordeta, quien ya había utilizado los gorilas (u otros animales pertenecientes a su tronco común: monos, chimpancés, orangutanes) en diversas ocasiones y con parecidos propósitos: criticar procesos de deshumanización y despersonalización, reprobar modelos de adocenamiento colectivo.

Con Acerca de las trampas (1970) alcanza el volumen más compacto y consistente de su obra. Recapitulación y síntesis de su producción literaria entre 1960 y 1970, es su gran libro de madurez existencial y expresiva, materializado en una expresión al mismo tiempo compleja y depurada gracias, en buena medida, al enorme revulsivo que supusieron sus diversas estancias parisinas, tanto en los aspectos relacionados con la canalización de sus afectos y emociones como en los vinculados con la destilación de su técnica poética. Voz de voces, aquí encontramos los temas que siempre le interesaron (el amor, a menudo insatisfecho, el desarraigo existencial de quien no pudo encontrar jamás su locus, el odio cainita del perseguido y la coacción de la multitud, el anhelo de una vida plena y la presencia serena y raras veces amenazante de la muerte), tratados sin ningún pudor, con una honestidad y una valentía radicales (en ocasiones también con una visceralidad no suficientemente filtrada por el tamiz de la escritura) y configurando así un universo poético poliédrico y polifónico. El libro se abre con un durísimo y desolador poema que cumple las funciones de poética, “Prólogo para un silencio interminable”, título en el que aparece una de las palabras clave en la escritura de J. A. Gómez: “silencio”. En 1970, cuando aparece esta obra, habían transcurrido diez años desde la anterior, y —con la excepción de una parte de El fuego de la historia (publicada en el diario Marruecos en 1977)— pasarían otros dieciocho, hasta su muerte en 1988, de igual forma. Esto quiere decir que en veintiocho años solo publicó este libro, hecho que lleva a concluir que ese silencio, como indica el título del poema, fue en efecto interminable, la plasmación de una realidad. El silencio, un campo semántico recurrente a lo largo de toda su escritura, funciona aquí como un balance de resultados poéticos, metáfora final de una palabra enterrada en el desierto de la afonía. Quien al principio del poema (vv. 1-3) ignora no solo la identidad de los destinatarios sino también la razón de la existencia de su poesía,

 

Con humildad escribo

la delirante arquitectura en reposo de mi poesía,

para qué, para quién,

al final del mismo (vv. 41-43), pertrechado de sabiduría y experiencia, se dará cumplida respuesta:

Tal pudo ser para nada ni nadie

al preguntarme ahora por los límites hondos de la pena

en el ruedo insensato de esta insultante eternidad baldía.

 

Este poema adelanta algunos temas que reaparecerán posteriormente: la ciudad (Zaragoza, París), el país (España), el amor, critica la pasión española por el juego (“en un país con alma de naipe”, v. 9), la incansable persecución a que es sometido por los guardianes de la moral y el orden público (“la desesperación nocturna del asfalto que espía/irrevocables sufrimientos, agónico-girar-molino-corazón”, vv. 14-15), la hipocresía y la caridad mal entendidas (“casas y cartapacios hartos de sopas y de misas”, v. 22), la crueldad y la ignominia, en fin, de un sistema social que primero tortura a sus disidentes y luego los bendice (“tapias de adobe civil a quienes a tiros arrancaron las camisas/para cubrirlas luego con casullas de sangre”, vv. 25-26).

Zaragoza, ya ha sido anotado, es un motivo central en esta poesía, en este libro y en otros lugares. Aparece, por ejemplo, en “Geografía”, poema recogido en un folleto titulado Seminario de Poesía y publicado en 1970 por el Departamento de Literatura Española de la Universidad de Zaragoza (la publicación es reflejo de una sesión poética celebrada en la Facultad de Filosofía y Letras de Zaragoza el 17 de abril de 1970 en la que se leyeron poemas de M. Labordeta —en esa fecha ya fallecido—, L. Gracia y J. A. Gómez). En esta ocasión, la ciudad es descrita con una inusitada crueldad (explicable probablemente a partir de ciertas experiencias personales), contemplada como símbolo de la desesperación, el confinamiento, la muerte, la venganza y la miseria moral, con una mirada muy próxima a esa otra con la que Cernuda contempla España desde el destierro, y ello a pesar de que el zaragozano no sintiera especial predilección por el autor de Ocnos, tal como se desprende de la lectura del ensayo España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60 (Gómez, 1968). El dolor ha dejado paso al rencor:

 

Zaragoza limita al Norte con la Desesperación

asomada a los crujientes secanos que buscan grandes puertas

para escapar al insulto de los Paradores de Turismo.

[…]

Zaragoza limita al Sur con las arpilleras rotas de los Presidios

balanceadas por el aliento de los castigados a celdas,

[…]

Zaragoza limita al Este con la ira del viento

que aún no ha conseguido borrar los nidos de ametralladoras,

[…]

Zaragoza limita al Oeste con la indiferencia de los campanarios,

[…]

Zaragoza limita con toda limitación, con el frío y las voces

de las esquinas custodiadas por los tercos vendedores de Iguales,

únicas voces permitidas, únicos gritos

golpeando las calles, únicos

y ciegos.

Ciegos.

Abrid los ojos.

 

Ahondando en la línea inaugurada en Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, la poesía de Acerca de las trampas, íntimamente ligada al palpitar de la ciudad, contempla el alcohol como un elemento revelador y característico de ese escenario, un escenario que es dinámico y cambiante, donde se suceden el día y la noche, la alegría y la tristeza, el placer y el dolor, la abundancia y la pobreza, el sueño y la vigilia, el contacto y la ausencia, un escenario por el que circulan variopintos y singulares personajes que protagonizan diferentes acciones. Así, el alcohol alcanzará un significado u otro en función del estado de zozobra, plenitud, gracia, insatisfacción, alegría, etc., que se refleje en el poema-

Probablemente sea el amoroso el registro expresivo en el que J. A. Gómez alcanzó mayor solvencia y calidad literarias (Saldaña, 1998). Su poesía, en este campo semántico, raras veces se resuelve en un punto de equilibrio; sometida a un acusado estado de ansiedad casi siempre insatisfecho, la tensión en la que se encuentran amante y amado —víctima y verdugo de una misma representación dialéctica— es una de sus características peculiares. En la mayoría de las ocasiones, la voz del protagonista del enunciado (a quien identificamos inevitablemente con J. A. Gómez) es la del enamorado abandonado que trata de consolarse de la pérdida de su amante. En todo caso, una lectura atenta del libro nos muestra que las dos grandes unidades temáticas que lo conforman, el ser social y el ser amoroso, difícilmente se dan aisladas, sino que elementos procedentes de la poesía cívica tiñen la poesía amorosa y, al contrario, elementos tomados de la poesía amorosa entran a formar parte de poemas sociales; por otro lado, la retórica amorosa aparece frecuentemente salpicada de elementos propios de la arquitectura urbana (murallas, puertos, playas, faros, evacuatorios, estatuas, muros, túneles, etc.) y elementos cívicos, aunque presentados con un considerable ropaje metafórico, como “libertad del firmamento”, “tierra sufriente”, “torrentes secos”, “polvorientos olivos de plata”, etc.

Julio Antonio Gómez es un caso aparte en la historia de la poesía española de su tiempo. Aunque aragonés de nacimiento, sus lecturas y amistades foráneas, su educación y formación cosmopolitas, sus cada vez más frecuentes, prolongadas y hasta definitivas estancias en otros lugares, su despegue de lo que podríamos presentar como rasgos característicos de un cierto imaginario poético aragonés contemporáneo (parquedad expresiva, primacía del contenido, déficit de recursos plásticos, desatención formal) y su elaboración de una poesía del color y del sonido, pletórica de imágenes, metáforas y símbolos, sensual y apasionada hasta la extenuación, vibrante y musical, todos esos elementos hacen de él un poeta en clara progresión ascendente que culmina su trayectoria con la redacción de un libro singular, Acerca de las trampas, condensación y cenit de su poética, un libro repleto de aciertos expresivos que, sin embargo, fue escandalosamente silenciado por el establishment de la crítica literaria en el momento de su aparición, preocupado más en aquel instante por consolidar otro tipo de poética. Sin embargo, nuestro poeta parece que aprendió la lección: sin renunciar jamás a la carga dramática, el humanismo, la sinceridad, el componente vital, la experiencia y la autenticidad (elementos que solo pueden conducir al patetismo, dirían otros) como fuentes de una poesía desigual y discontinua, supo dotarla en ocasiones de un armazón retórico bien construido, consistente, con una renovada y a veces compleja y retorcida sintaxis, unas técnicas expresivas cercanas unas veces al surrealismo, otras al expresionismo, y configurando con todo ello un escenario discursivo muy condensado de signos, significados y significaciones. Julio Antonio Gómez aprendió la lección y al final se convirtió en un jugador que hizo de las trampas de la vida la materia con la que pudo tejer los hilos de unos cuantos poemas memorables.

 

Referencias bibliográficas

Gómez, Julio Antonio (s. f.). Los negros, ejemplar mecanografiado [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

_____(1959). El Cantar de los Cantares, Zaragoza, ed. del autor.

_____(1960). Al oeste del lago Kivú los gorilas se suicidaban en manadas numerosísimas, Zaragoza, col. Papageno, 1.

_____(1968). España: Poesía y Teatro contemporáneos, 1936-60, ejemplar manuscrito [puede consultarse en A. Pérez Lasheras (1992)].

­_____(1970). Acerca de las trampas, Zaragoza, Ediciones Javalambre, col. Fuendetodos, 4.

_____(1989). El corazón desbordado (epistolario), ed. de A. Castro, Zaragoza, Olifante.

Pérez Lasheras, Antonio (1992). Una pasión sombría: vida y obra de Julio Antonio Gómez, 2 vols, Zaragoza, Diputación de Zaragoza.

Saldaña, Alfredo (1993). “Zaragoza, París, Tánger: notas para una geografía poética de Julio Antonio Gómez”, Alazet, 5, 151-163. 

_____(1994). Con esa oscura intuición. Ensayo sobre la poesía de Julio Antonio Gómez, Zaragoza, Prensas Universitarias de Zaragoza.

_____(1998). “En la hora secreta de la dicha: la poesía amorosa de Julio Antonio Gómez”, A. Pérez Lasheras y A. Saldaña, eds., El desierto sacudido (Actas del Curso Poesía aragonesa contemporánea), Zaragoza, Diputación General de Aragón, 181-196.

Escrito en Lecturas Turia por Alfredo Saldaña

25 de enero de 2018

Ahora que, para decirlo como lo dijo en el generoso comentario a unos versos míos hace casi veinte años Luis Alberto de Cuenca, todo parece ser en torno nuestro “conforme y según”, por fuerza ha de resultar natural que cualquier fervor, cualquier muestra de convicción adherida a alguna idea o sentimiento de tal modo absoluto como para dar forma a una acción de vida, se hagan extraños, puede que a duras penas tolerables, únicamente accesibles a la imaginación de épocas o de culturas ajenas. Y esto debe ser cosa de nuestro tiempo —o sea, cosa histórica—, pero seguramente también será cosa de siempre, o sea, cosa de la edad.

Porque no tendrá nada de raro que una vez pasada y bien pasada la juventud (en el caso de aquellos versos míos, ya postrera, aunque sostenida en pie creo que sobre un voluntarismo literario aferrado a cierta verdad, para entendernos, del corazón), nuestra representación imaginaria nos la ofrezca en yunta con el fervor aquel, hasta dar por hecho que con la pérdida de la juventud ha de llegar siempre, necesariamente, la de cualquier evidencia no ya apoteósica, sino sencillamente afirmativa de la realidad y de nuestro sitio en ella, y sobre todo de la realidad de la que hablan nuestros poemas, como ocurría, pensamos, antes de que todo fuera mordido por la duda.

No me cuesta ningún esfuerzo llamar ahora a aquellos versos míos fabulosos, románticos, surrealizantes, y también cirlotianos —mi generoso amigo profesaba como yo esa devoción, y creo que la seguirá profesando—. Iba con ellos desde luego un afán mitográfico; llevaban consigo el empeño proclamativo de un mundo esencial, que, únicamente hecho de verdad poética, parecía sin embargo resistir al otro, circunstante, al que, no obstante, aquel puramente poético no anulaba, sino al que transfiguraba o transustanciaba en una especie de materia o de geografía espiritual. “La vivencia lírica”, como se titulaba uno de los artículos publicados por Cirlot en los años cuarenta en la revista Entregas de poesía de Juan Ramón Masoliver, “tiende a una proyección recíproca —amorosa— de los dos mundos”, decía el poeta. Así que en esos momentos de lirismo privilegiado, se venía a hacer posible lo imposible: que de las esencias imaginarias —y de su tiempo sin tiempo— tuviéramos alguna experiencia real. A la inversa, también sucedía que las imágenes de la naturaleza exterior que tenemos por más nuestra, por más auténtica (y yo tenía una muy interiorizada conciencia de la propiedad de unos paisajes, a los que concedía, pues, un valor metafísico) ganaran rango analógico de elementos imperecederos, no ya del reino de la existencia, sino del reino del ser, una vez cristalizados en el atanor del arte que habría suprimido de ellos —como decía Cirlot en el artículo aquel— “todo lo superfluo, todo lo inútilmente repetido de nuestra existencia”.

Henchida de pasión y casi guiada por ella, aquella idea la poesía parecía muy capaz de hacer valer los superiores derechos de la verdad imaginaria por sobre la verdad objetiva y común del mundo existente y, desde luego, por encima de los de la otra verdad política o consensuada del mundo histórico. Pero el tiempo pasa. El voluntarismo acaba siendo abandonado al darnos cuenta, en fin, de la indiferencia de lo real con respecto a nuestros deseos. La edad. Y también de la injusticia selectiva que significa imponer aquello esencial y, por tanto, imaginario, por sobre lo carnal, lo real, lo sensible —así pues, “lo superfluo”, que diría Cirlot— en lo cual vivimos y amamos para nuestra dicha y nuestro dolor. Y vemos también que los momentos alumbrados en la susodicha “vivencia” son precisamente eso, momentos, como si dijéramos puntos acotados de una  plenitud discontinua, como lo son los milagros y las experiencias estéticas, pese a que el poeta, y sobre todo el poeta o el artista surrealista o visionario, actúa en la sugestión de que el orden simbólico ocupa la vida práctica a tiempo completo.

Un día, por decirlo así, nos parece que todo eso viene a ser lo mismo que ocultar la verdad. Y que, en efecto, más bien se canta en el gozo y la pena de las experiencias sensibles, en la conciencia de su discontinuidad. Pero el caso es que esto no me exige, ni mucho menos, emprender el repudio de aquel poeta y renunciar a su aprecio, para mí asociado al recuerdo de la juventud. Sería muy desagradecido. Y, sobre desagradecido, injusto, con el tipo de injusticia que se cometería si aquella juventud y sus fervores fuesen ahora enjuiciados por un tribunal senescente en aplicación de leyes de un régimen derrocado. Pero para entender del todo la naturaleza de la injusticia que podríamos cometer con Cirlot es importante retener aquella frase, en la que él llamaba precisamente “amorosa” a la comunicación entre esos mundos que ahora nos parecen antagónicos, el de las esencias imaginarias y el de la existencia superflua y real, el del sueño de la plenitud y el de la intermitencia de sus instantes en la vida. Porque esa consideración da cuenta, precisamente, de la conciencia reflexiva con la que el propio Cirlot acometió la dualidad y su tragedia. Y porque es exactamente en esa calidad “amorosa” como la experiencia que cura de la dualidad misma de los mundos —“la vivencia lírica”— declara su pertenencia a una tradición literaria y filosófica antigua y venerable como pocas, que finalmente brota, creo yo, de manadero platónico. Pero vayamos por partes.

Mi primera intención en este recuerdo de Juan-Eduardo Cirlot cuando se cumplen cien años de su nacimiento, era evocar al menos tres encuentros no expresivos precisamente de su admiración (que ya he expresado otras veces) sino enfilados a su crítica, a las razones por las que Cirlot pudo ir alejándose de las sintonías de un poeta, ya no joven, que viajaba ahora, digámoslo así, más bien sobre el otro caballo de los que arrastran al auriga platónico, el que, en vez de entregarse al fervor, se refrena. Yo creo que Cirlot fue, desde luego, un poeta de raza romántica y profética, y que lo fue —esto es decisivo— sin sombra de ironía, sin distancia, es decir, en el anhelo de que la “vivencia lírica” no fuera esporádica, sino vislumbre real de una temporalidad continua, de una vida verdadera, de la vida que, heideggerianamente, llamaríamos “auténtica”. Y el poeta-profeta, completamente persuadido de su convicción, no podrá conceder nunca que la verdad de su canto se circunscribe a su subjetividad, o sea, que consiste en un fragmento más del mundo de fragmentos innumerables entre los que, en nuestro régimen cultural, la verdad yace —política, institucionalmente— diseminada; nunca dudaría, por decirlo así, de la verdad de su poesía, incluso extramuros del poema.

Por lo demás, nadie podrá decir de Cirlot como de alguien particularmente irreflexivo; no hay que olvidar su ingente obra en la crítica de arte o en el comentario literario, que su congruencia intelectual tiñe, eso sí, del mismo y unitario profetismo de su poesía. Ninguno de los filósofos de la tradición, venía a decir Leo Strauss en cierta página sobre Spinoza, pensó que la verdad de su proposición pudiera ser punto menos que absoluta, aunque hoy cueste, por lo visto, entenderlo. Pero también podríamos decir que la operación poética propiamente moderna, antes que consistir en la renuncia a esa verdad absoluta, viene determinada por el acotamiento de las condiciones en las que su expresión puede resultar objetivamente eficiente, entre los linderos de un espacio específico y cerrado de experiencia al que llamamos, justamente, poema; lo otro, la eficiencia de esa verdad a las afueras de ese objeto, será más bien un asunto especulativo. Pero esto quiere decir, en el fondo, que ya no hablamos de la verdad, sino de la verosimilitud, que es lo propio de los realismos y de todas las estéticas históricas sustentadas sobre una congruencia puramente interna. Por ejemplo, la que venía a proponer Robert Langbaum en su libro célebre, con él que tiene que ver la primera de las tres circunstancias, una personal y otras dos estrictamente literarias, con las que me proponía inicialmente ilustrar el alejamiento que creí sentir de Cirlot a medida que cobraba conciencia de la juventud perdida y me iba alineando con otras poéticas, más propias de los que llamaremos “los hombres sensatos”.

El nueve de diciembre de 1988 mi cabezonería me hacía creer aún que la subjetiva verdad de lo vivido como sentimiento podía manifestarse poéticamente como una razón objetiva. En aquella fecha, que recuerdo al verla impresa en un libro, pregunté con más o menos impertinencia por Cirlot —ya sabía yo a grandes rasgos su opinión y la de sus amigos— a Jaime Gil de Biedma, quien leía por última vez sus poemas en la Residencia de Estudiantes. Y le pregunté incluso por Julio Garcés, el amigo de Cirlot de quien yo iba a publicar, precisamente por intercesión de Luis Alberto, la poesía completa. Fue muy amable, muy gentil, muy lejano, los recordó a los dos —“sí, el que se fue a América…; mándamelo…”—; pasó por alto mi otra ingenua y descarada pregunta pública sobre sus imitadores y su gusto o no gusto por la música de acordeón… Yo sentía mi admiración por JGB de manera tan totalmente incompatible con la de Cirlot como sin duda era, pero debía ocultármelo, si es quería —como, de hecho, quería— seguir a resguardo de la metafísica mitográfica de mis poemas.

Cirlot venía, dicho con prisa, del surrealismo revivido en la pronta posguerra (pensemos en la exposición española de los collages de Max Ernst de 1936) como una especie de neo-romanticismo; concretamente, en la Zaragoza de su servicio militar (y de Alfonso Buñuel, que practicaba con tenaz dedicación el collage ernstiano). Y pasó luego por diversas etapas en las que al bagaje cultural se fueron incorporando el surrealismo francés, el Dau al Set barcelonés, la simbología musical de Schneider, la antropología, la magia, el cine…, hasta articular una poética cuyo sistema de producción no se explica sin el recuerdo de ciertos mecanismos estéticos no ya modernos, sino muy característicamente conformadores de esa subjetividad moderna que en su versión más radical Nietzsche vio como si fuera un baile de disfraces, en el que los hombres dispersos nos defendemos de la verdad tras una máscara que, según los momentos, puede ser neolítica, sumeria, egipcia, romana, frisia, gótica, etc., etc.. Sólo hay que recordar la inventiva a la que Cirlot apelaba para forjar una especie de ficción apócrifa aprovechando las posibilidades alusivas de las modernas ampliaciones fotográficas de objetos arqueológicos, por ejemplo. Pues bien, de todo esto era él muy dolorosamente consciente; no lo vivía, digamos, enajenadamente, con ironía. Ni lo experimentaba en sesiones de duración convenida, sino con la pretensión de vivir así la vida en su plenitud entera y continua, la vida de verdad. El desgarro entre los dos mundos que atraviesa toda su poesía es la que dicen estos versos célebres del poema-prólogo a Diariamente, de 1949: “Voy vestido de gris. A veces llevo / una corbata rosa”, de un modo luego repetido, más o menos, en muchos otros libros, hasta la reaparición exacta y final en Bronwyn Z, veinte años después: “Ando entre peatones y automóviles / … / Voy vestido de gris y mi corbata / es rosa. / … / Y en esta vida me rodean / seres a los que quiero y que me quieren / más en lo humano siempre, sin poder / entrar en el castillo no visible / de aquellos ´más allá` que me dirigen / sonambúlicamente. // Siempre supe que no era de este mundo, / con todo he sido fiel a su presencia / y me adhiero con fuerza lo que real / se dice, se figura”.

Todos los exteriores, por decirlo cinematográficamente, de Cirlot, todos los decorados de su poesía, todos sus egiptos, sus cartagos, sus países célticos o medievales, reflejan o traducen el paisaje de su subjetividad en condiciones que en nada lo asemejan a un paisaje épico, objetivo, sino que declaran lo que es, un paisaje lírico, como él mismo llamó a su “vivencia”, fraguado como reflejo simbólico de una conciencia de existir partida y doliente. Más o menos iluminado, Cirlot ve, pero también se ve viendo, y entre ambas visiones hay un hiato que es fuente de dolor, tal como sucede en la experiencia —germen del famoso ciclo poético— de contemplar el rostro de Bronwyn, la protagonista de El señor de la guerra, y al mismo tiempo el de la actriz Rosemary Forsyth, eventualmente asimilados en el tiempo de la ficción narrativa. Ese dolor nacía, sin duda, de la ansiedad con la que el poeta anhela conferir a su experiencia imaginaria una universalidad esencial; y es la herida que cerrarían —aunque sólo teóricamente— los, por así decir, “realistas” aislando de la vida el terreno de su experiencia estética, como en una especie de operación anestésica.

Unos años después, cuando yo ya no creía ni vivía tan genuinamente los poemas que escribía —pero aún los escribía— di con un retrato de Cirlot en el segundo volumen de las memorias de Carlos Barral, el más próximo correligionario, quizá, de Gil de Biedma en los años en los que ambos se relacionaron con aquel personaje para ellos sin duda pintoresco, estrambótico, el poeta-profeta tocado, no obstante, con un borsalino de ambigua pulcritud surrealista. Esas páginas de Barral, estupendas, que recuerdan a Cirlot en Los años sin escusa (1977), hablan del coleccionista de espadas cuya fotografía tomada por Català Roca tantas veces ha sido reproducida… Por lo visto, Cirlot, “una de las personalidades más ricas en sorpresas y contradicciones del mundillo cultural barcelonés de aquellos años”, hacia mitad de los cincuenta se presentaba de continuo en casa de Barral (por lo demás, vecino entonces de Tàpies) a fin de dar captura, en intercambio de otras piezas, a una daga francesa del siglo XV propiedad del poeta de Calafell. Al fin la consiguió mediante una apuesta, para perderla de nuevo años después a favor de su antiguo dueño en la negociación para la edición de un libro, precisamente, sobre Tàpies. “La fe surrealista —dice el memorialista— había movilizado en él unas zonas disparatadas de irracionalidad que una inteligencia nada despreciable fundía en forma de filosofía monstruosa y, naturalmente, dogmática”. Y esta es la cuestión: más que lo real y lo fabuloso, más que una divergencia estilística, la incompatibilidad entre Cirlot y las inteligencias poéticas de lo que el mismo Barral llamaría “operación realismo”, se encuentra en lo que vendría a ser una disputa acerca de la especialización poética, de la circunscripción de esa experiencia a un territorio específico, de la amplitud de la verdad en relación con la poesía. Cirlot habría arrostrado la escisión de su subjetividad tras atisbar, entre mundos, el sueño de una plenitud continua, mientras los otros habrían acotado de partida el terreno poético hasta encajarlo en el espacio cerrado de unas experiencias eventuales. Para estos, el punto de vista de quien concede a la poesía el campo de expansión completo de la vida, sólo puede ser considerado monstruoso, como asimismo “dogmáticas” las excursiones estéticas del según los días medieval o mesopotámico Cirlot a los mundos perdidos de la historia del alma.

Finalmente, la tercera mención que en desapego de Cirlot me proponía sacar a la palestra, es un fragmento de carta de Gabriel Ferrater a Gil de Biedma de 1959, en el que sin hablar, en concreto, nada de él, se dice mucho, casi todo, del meollo de la diferencia; en la cita de Ferrater es, además, donde aquel viejísimo asunto amoroso que da cuerpo a una historia entera de la poesía, cobra de pronto una reviviscencia llena de resonancias. “Creo que ese conjunto de poemas centrales en tu libro expresa muy bien —dice Ferrater a la publicación de Compañeros de viaje — algo que, para decirlo en jerga sacristánica, es uno de los rasgos definitorios del ser ético de los hombres de nuestro tiempo. Se trata de que somos sensatos —los que lo somos— sin tener razones para serlo. Lo somos porque ´nos lo son`, porque la vida lo es, y al irnos conformando a la vida y con la vida, nos lo volvemos; y de pronto nos damos cuenta de que lo somos, y nos coge de sorpresa. Vivimos en tiempos en que sólo los locos disponen de justificaciones de alto calado, de teorías bien redondas y de eficacia patentada: los locos inocentes son existencialistas o superrealistas o pintores abstractos, y los locos marrajos son católicos o comunistas, posturas todas ellas de alto prestigio. En cambio, el camino hacia la aceptación de la vida como es —el ´viaje` de tu libro— lo recorre uno sin músicas y más bien furtivamente”.

La cita incluye cosas importantes; una de ellas, claro, consiste en el quizá rudo realismo con el que Ferrater habla de “la vida como es”, pasando por alto lo que el mismísimo Juan de Mairena, patrono titular de los hombres sensatos, pensaba de esa pre-existente realidad objetiva: “es el milagro que obra el espíritu humano y el tomarla en vilo hazaña de gigantes”. O sea, que se trata con ella de una ficción (pese a que sea la ficción o mentira sobre la que se asienta la vida política en el régimen vigente del tiempo) y por tanto de un tiempo “real” que es, después de todo, una completa producción cultural. Pero sobre todo es que no ya la verdad, sino la objetividad de esta “vida como es”, descansa, en fin, sobre su condición funcionalmente necesaria a un antagonismo táctico, según el cual queda dibujado con claridad, frente al realismo que se postula, todo lo fabuloso, disparatado, inexistente, cosa, pues, de los locos, ya sean inocentes o marrajos. Los otros mundos. Pero es así, también, como ese acotamiento de la poesía a la experiencia del hombre común (lo que en definitiva sería el hombre en su estricta condición política) se parece mucho a lo que Eric Voegelin observaba que había hecho Hegel como providencia previa a la construcción de su ajustado, cerrado y perfecto sistema comprensible: “suprimir la pregunta”.

Ambos tipos de poeta, el loco y el cuerdo, el poseído y el sensato, tienen, como decíamos, una antiquísima historia. Y el final de la remonta se encuentra, creo yo, en la misteriosa manera con la que el Fedro platónico parece ser a la vez (aunque no al mismo tiempo, sino más bien primero una cosa y luego la otra) un diálogo sobre el amor y un diálogo sobre la poesía —y sobre la retórica, el discurso y la escritura—. Pues bien, aquí es donde la frase antes retenida de Cirlot acerca de la proyección que, según él, comunicaba los mundos esencial y existencial, imaginario y real, sensato e insensato, recobra toda su densidad. Que sea amorosa, propiamente erótica, determinada por el deseo, la comunicación capaz de suturar en una continuidad existencial el abismo que desgarra los paisajes del alma y los de la vida práctica en una dialéctica irresoluble, convierte sin remisión al poeta en amante. (El amor es creador, ya lo sabemos). Pero nada diríamos con ello acerca de nuestra disputa si no concretásemos de qué amor hablamos, más exactamente de cuál de los dos amores a los que el Fedro se refiere. Hay que tener en cuenta que, mientras uno de ellos —el del primer discurso del diálogo— se correspondía con la ceguera irreflexiva de una posesión entusiasmada, al otro más bien le cuadraría lo que el propio texto llama “sensatez” o buen sentido creciente a lo mejor. Pero el caso es que en lo que puede parecer una especie de palinodia, el diálogo emprende luego el elogio de la manía por encima del buen pensamiento y su territorio acotado. “Aquel que sin la locura de las musas —dice Sócrates aunque lo atribuya a Estesícoro— acuda a las puertas de la poesía, persuadido de que, como arte, va hacerse verdadero poeta, lo será imperfecto, y la obra que sea capaz de hacer, estando en su sano juicio, quedará eclipsada por la de los inspirados y posesos”. Y también: “tanto es más bella la manía que la sensatez, pues una nos la envían los dioses y la otra es cosa de los hombres.” ¿En qué quedamos? Todo se aclara un poco si pensamos que, más que una contradicción inexplicable, lo que el texto platónico nos muestra es la compatibilidad que para el griego existía entre la sinrazón poética y la inspiración religiosa. En concreto para Platón, cuyo desvelo podríamos resumir en el afán de rescatar le eficiencia del lenguaje sagrado por vía racional. Algo sin duda imposible, porque en ese espacio también específico y acotado —el religioso—, la mentira podía igualmente dejar de serlo, pero volvía a ser mentira contemplada desde afuera, racionalmente; también ahí lo insensato tenía su función, que perdía en el desdoblamiento.

Lo que estuvo vedado a Cirlot, en suma, fue, la construcción de ese paréntesis dentro del cual la integridad de lo real queda garantizada (para la razón) aunque interinamente suspendida (por la imaginación). Cirlot sentía la imposibilidad de esa suspensión, y por tanto lo irresoluble de la dialéctica de la que mana el dolor. El muy filosófico Cirlot, el nada inconsciente ni irreflexivo Cirlot, el platónico, el casi siempre heideggeriano Cirlot, acaba siendo el poeta contemporáneo que actualiza la relación del amor y la poesía con rasgos más atentos a sus raíces. Su mera consideración de la dualidad significa ya hacerse cargo de la división de los mundos, que sólo a través del amor, según él, se comunican. Y junto a ese arrostramiento, es como si la ficción antigua y la suspensión moderna respondieran, en efecto, a una verdad, pero mediante lo que antes hemos llamado con Voegelin “la supresión de la pregunta”.

Aun así, verba non res; las teorías tienen una claridad que la realidad desbarata. Ni siquiera nuestros poetas sensatos, políticos e históricos, ignoraron lo suprimido ni acotaron la verdad en “lo que inútilmente se repite”, como la teoría experiencial proponía. En “Pandémica y celeste”, sin ir más lejos, el poema quizá más alto de Jaime Gil, aparecen explícitamente los dos amores, el de Urania y el de Pandemos, el celeste y el terrestre, el divino y el humano, como en el discurso de Pausanias; ahí, al lado de toda la eventualidad promiscua del sexo, también se dice del “verdadero amor”. Y está también la observación de Ferrater acerca, precisamente, del “balanceo de la emoción (…) que carga alternativamente sobre el platillo de los apetitos fantásticos —por así decir— y sobre el de la objetividad…”. Ocurre, pues, que suprimir la pregunta no significa, naturalmente, suprimir el dolor, acabar con el sentimiento de la disociación, con la lástima de la discontinuidad. Ya lo sabe quien, incluso mucho después de despertar, recuerda el amor vivido en un sueño.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Andrés Ruiz

Artículos 691 a 695 de 1374 en total

|

por página
Configurar sentido descendente