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  1. De vuelta a casa.

 

El 8 de septiembre de 1945 Isaiah Berlin viajaba con destino a Moscú. En el ambiente de la Europa que sobrevolaba todavía resonaban los ecos de la guerra mundial. Hacía tan sólo un mes que las hostilidades habían cesado en el Pacífico. La foto de la capitulación japonesa sobre la cubierta del acorazado Missouri y las imágenes de los hongos atómicos que habían arrasado Hiroshima y Nagasaki estaban grabadas en la retina de la gente. El mundo recobraba la paz pero no la ilusión. Se había perdido tanto que era imposible recuperar el optimismo. Ya nada volvería a ser igual y en el horizonte se presentían nuevas tensiones y dificultades.

 

Un día antes nuestro protagonista había aterrizado en Berlín. Entre las ruinas de la antigua capital del Reich de los Mil años había tenido la oportunidad de ver cómo los vencedores se miraban con recelo. Una especie de telón de odio se iba interponiendo entre los antiguos aliados según transcurrían los meses. ¿Qué se hizo de la camaradería vivida durante aquellos años de lucha contra el nazismo? Berlin había regresado a Inglaterra en la primavera después de pasar la guerra en Washington. Al otro lado del Atlántico desempeñó labores de información para el Foreign Office, ganándose una excelente reputación ya que los memorandos que firmaba habían sido altamente valorados por el ministro Eden y por Winston Churchill. De hecho éste había dicho que estaban tan bien escritos que cuando los leía tenía la impresión de disfrutar de un apasionante cuadro de los asuntos norteamericanos[1].

 

Prueba de la buena impresión causada fue el nuevo destino que se le había confiado en Moscú. Isaiah Berlin tenía la misión de sondear el estado de la disidencia rusa. Los británicos sospechaban que su situación estaba a punto de empeorar. Stalin había aunado durante la guerra los esfuerzos de todos los rusos para arrojar a los alemanes del país. Tras obtener la victoria el panorama había cambiado. La Guerra Fría que se entreveía en el horizonte no iba a ser una guerra patriótica sino ideológica. Eso significaba que aquellos que no estuviesen al lado del régimen soviético pasarían a ser sospechosos de estar en su contra. La URSS se sabía mucho más poderosa que antes de la invasión nazi y se aprestaba a proyectar su fuerza después de que los acuerdos de Yalta le hubiesen atribuido el control de media Europa.

 

Isaiah Berlin intuía todo esto y le fascinaba el panorama que se abría ante él. Viajaba a las entrañas de un Leviatán revolucionario que estaba decidido a disputar a las democracias liberales el liderazgo del planeta. Con todo, la sensación de vértigo que le producía el viaje no sólo se debía a las circunstancias históricas y políticas que acabamos de describir. Para Berlin aquel destino suponía psicológicamente regresar al país en el que había nacido treinta y seis años antes. En realidad, si algo le atraía de todo aquello era afrontar la experiencia de reencontrarse con su pasado. Algo que le seducía pero que a la vez le inquietaba ya que no estaba exento de ciertos peligros, pues, a pesar del tiempo transcurrido seguía siendo básicamente un exiliado político.

 

Sumido en un amasijo de emociones confuso y desafiante, Berlin pisó por fin suelo soviético después de veinticinco años de ausencia. Lo hizo llevando una maleta repleta de ropa de invierno, puritos suizos con boquilla y unas botas para Boris Pasternak que las hermanas de éste le mandaban desde Inglaterra. Ya hemos dicho que tenía 36 años, a lo que hay que añadir que estaba soltero, tenía aspecto bonachón, veía las cosas con ojos de miope y lucía en la solapa de su biografía la brillante escarapela que le proporcionaba ser un profesor de Oxford que disfrutaba de poderosos protectores en el gobierno británico. Con esta aureola que envolvía la desnudez de su condición de judío nacido en Letonia antes de la revolución, Isaiah Berlin cruzó el control de pasaportes sin levantar sospechas entre los agentes de la NKVD. De hecho, como cuenta Ignatieff en su biografía sobre Berlin, lo hizo tan rápido y todo fue tan bien que “con su habitual buena suerte, llegó a Moscú a tiempo de asistir a una fiesta en la embajada, en la que hizo contactos que le abrirían las puertas de la comunidad artística rusa durante su estancia”[2].

 

Precisamente aquel primer encuentro con la intelectualidad le reveló nada más llegar lo que sospechaba: que detrás de la máscara amable del todavía aliado soviético se escondía el rostro de una tiranía amenazante. De hecho, a las pocas horas de aterrizar ya había sentido los latidos del miedo en el pulso de las conservaciones que intercambió con los invitados. Entre ellos estaban el director de teatro Alexander Tairov, el escritor Korney Chukovsky y Serguei Eisenstein. En todos había percibido lo mismo: una mueca disimulada de sufrimiento que los meses posteriores confirmarían. Pero no adelantemos acontecimientos. Dejemos a nuestro personaje sumergido en la penumbra del pesimismo que le transmitieron aquellos primeros testimonios de las víctimas de una dictadura que se había propuesto sojuzgarlo todo, empezando por la espontánea creatividad de los artistas. 

 

  1. Viaje a los confines de la Noche Cerrada.

 

Para Berlin aquello que había vivido en la embajada no era nuevo ya que suponía reabrir viejas heridas alojadas en la memoria. No hay que olvidar que había nacido en Riga, el 6 de junio de 1909, en el seno de una familia judía perteneciente a la secta heterodoxa de los hasidi. Su padre había sido un rico comerciante de mentalidad anglófila y de ideas liberales. La Primera Guerra Mundial hizo que la familia se estableciera en 1915 en la antigua San Petersburgo, viviendo en esta ciudad tanto la revolución como el derrumbe del gobierno de Kerensky y la toma del poder por los bolcheviques. De hecho, fue por aquel entonces cuando, siendo todavía un niño, tuvo la oportunidad de presenciar el primer ejercicio consciente de un acto de disidencia. Lo protagonizó el periódico liberal Día, que utilizó su cabecera para denunciar la creciente arbitrariedad del régimen leninista. Así fue rebautizándose con los nombres sucesivos de Tarde, Noche, Medianoche y Noche Cerrada, hasta que al cabo de cinco días de utilizar este último nombre fue cerrado definitivamente[3].

 

Y aunque en 1921 abandonó el país con su familia, lo cierto es que el ambiente de opresión y arbitrariedad que había vivido hasta ese momento permaneció en el recuerdo, incluso después de instalarse en Inglaterra y adaptar completamente su mentalidad a la atmósfera de seguridad típica de la clase media británica. Producto de ella y de la formación recibida en Oxford mientras estudiaba Ciencias Clásicas e Historia Moderna, Berlin llegó a ser el primer judío que accedió a la condición de fellow en el elitista colegio de All Souls. Con estos antecedentes biográficos a sus espaldas, no es de extrañar que después de aquel primer contacto con el Moscú de Stalin, Berlin volviese a revivir la experiencia de aquella Noche Cerrada que tuvo la oportunidad de experimentar cuando el comunismo comenzaba a dar sus primeros pasos. Es cierto que aquellas impresiones de su juventud se habían relajado con el trato que había mantenido con sus colegas de Oxford, muchos de ellos comunistas. Al lado de ellos había mantenido largas conservaciones en el Pink Lunch Club mientras preparaba su estudio sobre Marx. ¿No había escuchado a Maurice Bowra y a Stephen Spender afirmar con ardor que la URSS era un faro de esperanza para las clases trabajadoras frente al capitalismo y las degradadas democracias burguesas?

 

Sin embargo, había bastado una sola noche en la Rusia soviética para desterrar cualquier atisbo de admiración hacia ella. Los días posteriores le convencieron de ello. Es más, estaba seguro de que si sus amigos hubieran podido acompañarlo por las calles de Moscú hubieran compartido también esta impresión. ¿Acaso no habrían experimentado la misma repugnancia intelectual que él mismo había sentido cuando vio en la “Biblioteca Lenin” cómo los estudiantes de doctorado tan sólo podían citar los libros que no habían sido previamente censurados?[4]. En aquellas circunstancias era evidente que la URSS no podía ser tenida como guía para nadie. Se había convertido en la patria de un dogma cuyos confines eran los de aquella Noche Cerrada que Isaiah Berlin había vivido cuando era niño.

 

Por delante tenía una estancia de varios meses y una misión que cumplir. Se sentía vigilado y percibía a sus espaldas el movimiento de figuras con gabardina que aparecían y desaparecían sin dejar rastro. Aquello era incómodo pero por el momento no pasaba de ahí. Tenía que ser capaz de fotografiar con la misma habilidad que había mostrado en Washington la atmósfera de miedo que se palpaba a su alrededor. Sabía que era cuestión de tiempo, aunque lejos estaba de sospechar que lo haría provisto del rostro inesperado que ofrece el amor.    

 

3. Relatos de Moscú.

 

Durante las semanas siguientes Isaiah Berlin no sólo hizo su trabajo cotidiano en la cancillería, sino que visitó a su tío Leo, un hermano de su padre que era profesor de Dietética en la Universidad de Moscú, así como a otros parientes que vivían en la ciudad. Con ellos compartió noticias y disfrutó de algún que otro momento entrañable a su lado. Pero no fue hasta principios de otoño cuando pudo por fin cumplir el  encargo que le habían hecho las hermanas de Boris Pasternak. Lo hizo una tarde luminosa y de temperatura inusualmente cálida. Se desplazó en tren hasta la dacha en la que residía el novelista a las afueras de Moscú. El ambiente en el que se desarrolló el encuentro parece sacado de una obra de teatro de Chéjov. Tuvo lugar en el porche del jardín y propició las confidencias de los protagonistas. De hecho, al poco de hacerle entrega de las botas que le mandaban sus hermanas, Pasternak recordó que no las veía desde hacía diez años, cuando viajó a París para asistir al Congreso Internacional de Escritores en Defensa de la Cultura que había organizado André Malraux. De repente, y como si pensara que no tenía mucho tiempo antes de que el profesor inglés que había ido a verle se fuera, evocó aquellos días del mes de junio de 1935:

 

-         Ilya Ehrenburg me entregó el discurso que tenía que leer, dijo Pasternak, y yo me negué a hacerlo.

 

Después siguió hablando. Describió la sala donde se celebrada el Congreso y cómo sus palabras habían caído como un jarro de agua fría sobre la ardiente militancia comunista de la mayoría de los asistentes.

 

- No organicéis ninguna resistencia al fascismo, les había dicho. Los escritores debemos mantenernos al margen de la política…  

 

Berlin se imaginaba al novelista pronunciando aquellas palabras. Su voz sombría y melancólica tenía que haber conmocionado al auditorio. De hecho, había en su tono una nota de dolor y distancia que daba aún más fuerza expresiva a sus recuerdos.

 

-         Nadie parecía entender nada. Pero lo más desgarrador fue el momento en el que decidí no seguir hablando y permanecer en silencio.

 

En aquella actitud estaba dicho todo. El compromiso de Pasternak había sido personal. Colocaba a cada uno de los que le habían escuchado ante el reto de interpretar el porqué de todo aquello. Para Isaiah Berlin el testimonio de Pasternak demostraba que la historia no era algo inevitable. Incluso bajo la más férrea y opresiva de las circunstancias el hombre seguía conservando un papel decisivo en la formación del mundo histórico. Podía elegir sus propias metas y asumir las consecuencias de ello. ¿Por qué Pasternak había hecho lo contrario de lo que se esperaba de él? ¿Por qué había sido capaz de expresar de aquel modo su disidencia y de enfrentarse abiertamente con el estalinismo? La respuesta era clara. Porque quería ser Boris Pasternak y desarrollar una identidad propia que estuviera atrapada dentro de sus particulares fines y metas. Frente a lo que pensaba Marx, la vida humana no se sustentaba en una estructura de necesidad económica que, removida por la revolución, habría de traer una sociedad perfecta. Berlin había estudiado el marxismo y sabía muy bien que, como todos los monismos, fallaba también por su base: en creer que existían unos valores objetivos, universales, verdaderos e inalterables que podían ser sistematizados en un todo ordenado y coherente capaz de gobernar la vida de los hombres individual y colectivamente[5].

 

Pasternak demostraba con su conducta que no era cierta la tesis del materialismo histórico por la cual “la verdadera libertad sería inalcanzable mientras la sociedad no se tornase racional, esto es, mientras no superase las contradicciones que dan lugar a ilusiones que distorsionan la comprensión” del mundo y de su estructura, que para Marx y sus seguidores en la URSS estaba regida fundamentalmente por la necesidad económica[6]. En la actitud de Pasternak se plasmaba lo contrario. Se veía a un hombre que se resistía a ser un objeto natural casualmente determinado. Marx había transmutado la necesidad histórica en autoridad moral y Pasternak impugnaba esta lógica de raíz, pues, en la observación de su conducta se podía apreciar que la libertad no sólo seguía siendo posible sino que era antropológicamente inevitable. De hecho, el individuo nunca podía renunciar a tener que elegir. Precisamente en esta necesidad estaba el fundamento de su propia libertad, pues era una libertad agónica que estaba indisolublemente ligada a la conducta.

 

Con los años Berlin iría decantando esta visión de la libertad y dándole una nota cada vez más antropológica y agonista, especialmente a partir de sus lecturas de Vico y Herder. Con todo, en la actitud que había mostrado Pasternak en París ya se plasmaba a su entender el ejercicio de una libertad que estaba básicamente condicionada por unas raíces psicológicas tan profundas que escapaban a la lógica de cualquier carácter prescriptivo de tipo racional y monista. Los fines y las metas de Pasternak habían sido suyas. Tan suyas que después de desafiar al régimen soviético, había vuelto a Moscú para afrontar el desenlace que acarreaba su disidencia. ¿Se podía explicar aquello? Berlin pensaba que sí. Bastaba con asomarse al rostro de aquel hombre que tenía delante para comprenderlo. En su cara se refleja la identidad de un ser autocreativo. Alguien de cuya conducta no podía descubrirse ninguna estructura axiológica que fuese absolutamente intercambiable, por ejemplo, con la suya o con la que cualquier otra persona.

Berlin y Pasternak compartían ideas y valores, pero los fines que regían sus respectivas vidas eran un producto de sus conciencias particulares. Así pasaba con todos los hombres, que hacían esto o aquello de acuerdo con sus elecciones particulares. Las consecuencias que se desprendían eran inmediatas: se generaba un pluralismo valorativo que minaba la solidez de cualquier cosmovisión monista. Si cada hombre defendía internamente sus creencias por ser suyas, entonces, desaparecía un patrón superior que determinase objetivamente si eran correctas o incorrectas. De este modo, el monismo marxista que actuaba como el patrón metafísico que jerarquizaba el bien y el mal sufría también un cuestionamiento directo a través de la conducta que había mostrado Pasternak y, con él, aquellos disidentes que se habían enfrentado con el régimen soviético y que seguían haciéndolo.

 

De poco servían las férreas prescripciones que imponía el comunismo auxiliado por la violencia y la propaganda. Podía restringir la capacidad de elegir pero no impedía que la libertad siguiera su curso psicológicamente, y hasta desplegar sus efectos de forma secreta, tal y como tuvo la oportunidad de vivir el propio Berlin ese mismo día cuando, tras despedirse de Pasternak, emprendió el camino de vuelta a Moscú. Y así mientras esperaba el tren, una pareja de jóvenes trabaron conversación con él de forma inesperada. Había empezado a llover y los tres se refugiaron en una marquesina apartada. Allí hablaron de literatura y Berlin percibió que sus interlocutores mostraban un indisimulado entusiasmo por los literatos prerrevolucionarios. Cuando les preguntó si les gustaba la literatura soviética la respuesta no se hizo esperar: “¿Y a usted?”. Luego, comenzaron las confidencias y hasta las críticas al sistema. Finalmente cuando llegó el tren decidieron separarse. Hicieron el viaje en silencio como si nunca hubieran hablado entre ellos[7]. Sin embargo, para Berlin aquel incidente volvió a poner de manifiesto lo que había pensado durante su conversación con Pasternak. Que la disidencia estaba en cualquier sitio, oculta detrás de un ejercicio secreto de la libertad, pues como escribiría muchos años después: “Si la creencia en la libertad –que se basa en el supuesto de que los seres humanos tienen a veces la capacidad de elegir y que esto no se explica por completo mediante las explicaciones causales del tipo de las que se aceptan, digamos en Física o en Biología- es una ilusión necesaria, ésta es tan profunda y está tan adentro que no se la considera como tal ilusión. Sin duda podemos intentar convencernos a nosotros mismos de que estamos sistemáticamente engañados, pero a no ser que intentemos aclarar las implicaciones que lleva consigo esta posibilidad y cambiemos nuestros modelo de pensar y de hablar para tenerla en cuenta constantemente, esta hipótesis sigue siendo falsa; es decir, veremos que es impracticable incluso mantenerla seriamente si hay que tomar nuestra conducta como prueba de lo que podemos resignarnos a creer o a suponer, no sólo en teoría, sino también en la práctica”[8].

 

 

 

4. Destino Leningrado.

 

Los días posteriores a la visita que hizo a Pasternak estuvieron marcados por la monotonía de su trabajo en la embajada. Sus encuentros con él continuaron, aunque también frecuentó el trato con otros intelectuales, alguno de ellos miembro de la intelligentsia que era afín al partido comunista. Con todo, las numerosas tareas que le confiaban y las salidas nocturnas -iba al ballet, al teatro y a la ópera todas las noches- hacían que aplazase lo que para él suponía un destino apetecido desde que había llegado a Moscú: Leningrado, la ciudad de su niñez y de la que tan sólo le separaban unas pocas horas de tren. Finalmente la noticia de que las mejores librerías de viejo de todo el país se encontraban allí fue lo que hizo que removiese todos los obstáculos cotidianos que hasta entonces habían entorpecido su escapada.

 

El 12 de noviembre cogió el Flecha Roja que comunicaba ambas ciudades. El tren cubría el trayecto de noche y viajó en coche cama junto a una compañera del British Council, Brenda Tripp[9]. Tras tomar habitaciones en un hotel del centro, decidieron deambular por las calles de una ciudad que todavía mostraba las huellas del durísimo asedio al que había sido sometida durante la Segunda Guerra Mundial. Según cuenta la que fue su acompañante durante aquellos días, nada más llegar a Leningrado Isaiah Berlin fue presa de un ataque de nostalgia. Se trasladaron hasta la casa de su niñez y allí, de pie en medio del patio, absorbió la atmósfera fría y húmeda del lugar, rebrotando el pasado y las imágenes de unos años que nunca fueron del todo olvidados[10]. De hecho, como muchas décadas después reconocería, los ecos de los disparos que escuchó durante la revolución nunca se extinguieron en su memoria, ni el fragor de las huelgas, ni sobre todo los gritos que acompañaron al asesinato de un antiguo policía zarista que fue golpeado hasta su muerte por una turba que lo había reconocido por la calle[11].

 

Berlin había vuelto a Leningrado, y eso significaba explorar el abismo de su identidad. Por lo pronto suponía asomarse al que había sido muchos años atrás y, de paso, asumir la experiencia de tener que palpar la sustancia de un tiempo que había modelado su personalidad después de veinticinco años de acción. Desde que había vuelto a Rusia esta reflexión le había acompañado, pero al encontrarse de nuevo en la ciudad de su infancia resurgió con toda su viveza. Esto tenía una trascendencia especial en su caso ya que, como luego estudiaría de la mano de Vico, los hombres desarrollan sus particulares horizontes valorativos en contacto con un condicionante cultural que mediatiza la percepción que cada uno tiene de las cosas[12]. En su caso esto no era tan simple. No hay que olvidar que tras el exilio de su familia, Berlin había elegido una plataforma cultural distinta a la de su niñez, pues, nació ruso y se hizo inglés, aunque conservando su lengua materna ya que siguió leyéndola y, sobre todo, hablándola con otro niño ruso en el colegio[13]. Todo ello tuvo su reflejo en la compleja y poliédrica psicología de Berlin. Hasta el punto de afirmar éste -cuando ya era un anciano- que su compromiso personal nunca había sido con un concreto horizonte valorativo sino con varias constelaciones de valores que había seleccionado personalmente mediante el ejercicio de un voluntarismo que, en ocasiones, había sido radical[14].

 

Para el liberal que ya era Berlin por aquellas fechas en las que visitó Leningrado, aquel viaje fue una dura experiencia de introspección. Básicamente supuso la tarea de hurgar en los entresijos inconscientes de su personalidad con el propósito de explicarse a sí mismo o, si se prefiere, de analizar cómo había ido forjando su ser en función de una serie de elecciones radicales que le habían obligado a decidir entre inconmensurables. Quizá  por eso dijera dos décadas después cuando reflexionaba sobre la figura de John Stuart Mill que: “Para él, el hombre se diferencia de los animales no tanto por ser poseedor de entendimiento o inventor de instrumentos como por tener capacidad de elección; por elegir y no ser elegido; por ser jinete y no cabalgadura; por ser buscador de fines, fines que cada uno persigue a su manera, y no únicamente de medios. Con el corolario de que cuanto más variadas sean esas formas tanto más ricas serán las vidas de esos hombres; cuanto más amplio sea el campo de intersección entre los individuos, tanto mayores serán las oportunidades de cosas nuevas e inesperadas; cuanto más numerosas sean las posibilidades de alterar su propio carácter hacia una dirección nueva o inexplorada, tanto mayor será el número de caminos que se abrirán ante cada individuo y tanto más amplia será su libertad de acción y de pensamiento”[15].

 

De ahí que al volver a uno de los lugares en los que precisamente se evidenciaban más trágicamente las intersecciones que él mismo había experimentado a lo largo de su corta pero ya compleja biografía, no fuera de extrañar que tuviera la sensación de hallarse “suspendido entre el mundo tremendamente real del pasado y el irreal del presente”[16]. Leningrado suponía para Isaiah Berlin volver a los orígenes de sí mismo y confrontarse con aquel que había llegado a ser. La impresión debió de ser fuerte, pero no tanto como la experiencia que llegó a vivir unas pocas horas más tarde, cuando de repente el amor irrumpió en su vida a lomos de una pasión que vivió con tintes adolescentes.

 

5. Breve encuentro.

 

Al día siguiente de su llegada a Leningrado, Brenda Tripp e Isaiah Berlin decidieron iniciar su ruta por las librerías de viejo más afamadas. Casi al final de la perspectiva Nevsky descubrieron una que no figuraba en su lista y que estaba repleta de libros prerrevolucionarios. Su nombre era “Librería de Escritores” y la regentaba un judío que nada más entrar les invitó a pasar hasta el fondo del local, a una especie de habitación separada por un cortinón en la que se custodiaban los libros más preciados. Allí, entre primeras ediciones de Tolstoi, Dostoievski, Turguéniev y Gogol trabaron conservación con un crítico literario e historiador, Vladimir Orlov, que pronto les puso al día de cómo estaban las cosas del mundo artístico en la ciudad. Berlin preguntó por casualidad que había sido de los escritores más conocidos de Leningrado. Concretamente mencionó a Mijaíl Zoshchenko y Anna Ajmátova. La sorpresa vino a continuación. Zoshchenko estaba allí mismo, leyendo en un butacón medio desvencijado, pero el estado de salud del escritor era tan lamentable que sólo fue posible un simple apretón de manos. Más suerte parecía augurarle el nombre de la famosa poeta. Orlov le dijo que vivía muy cerca y que si quería podían hacerle una visita. Berlin se mostró encantado, pues aunque no había leído nada de ella, sin embargo, sabía por Maurice Bowra que era una de las voces más importantes de la poesía rusa y una mujer de leyenda, tanto por su talento como por su belleza, había sido amante de pintores y literatos, y amiga de Modigliani y de Ossip Mandelstam[17].

 

Una simple llamada telefónica franqueó el paso hasta ella. Brenda Tripp decidió volverse al hotel mientras que Berlin y Orlov iniciaron su paseo hasta el piso de Ajmátova. La tarde era gris y fría. Había empezado a nevar cuando llegaron a un antiguo palacio rococó situado a la vera del canal Fontanka. Allí, en el tercer piso vivía Anna Ajmátova con su ex marido, la mujer de éste y su hijo. Los esperaba en su habitación, que estaba desnuda de casi todo. Tres sillas, una mesa, un arcón y, junto a la cama, un boceto que le había hecho Modigliani durante su visita a París en 1911. Al verlos entrar se levantó majestuosa. Berlin se acercó y se inclinó como en los viejos tiempos ante aquella mujer que tenía veinte años más que él y que mostraba en el rostro y en sus gestos la desnudez del sufrimiento infligido por la tiranía a millones de víctimas.

 

Para Berlin esta relación trabada por casualidad fue “el acontecimiento más importante de su vida” porque a partir de él “concibió un odio hacia la tiranía soviética que iba a informar prácticamente todo lo que escribió en defensa del liberalismo occidental y las libertades políticas a partir de entonces”[18]. Lo que había estado buscando desde su llegada a la URSS había cobrado forma ante él. Anna Ajmátova era la expresión plástica de las penurias físicas e intelectuales de una sociedad que soportaba con estoicismo los efectos de una revolución que, sin embargo, había sido hecha para redimirla del pasado y sus injusticias. Por eso al escuchar su voz quedó atrapado por la fascinación que le transmitió alguien que lo había perdido todo pero que había sido capaz de sobrevivir en medio de todas las dificultades imaginables[19]. Ajmátova era, en realidad, la otra cara de sí mismo, pues, cuando él abandonaba Rusia en 1921, comenzaba para la poeta el itinerario de dolor que desde entonces nunca había dejado de acompañarla. De hecho, ese mismo año su primer marido, Nikolai Gumilyov, había sido ejecutado por conspirar contra Lenin. A partir de ese momento no pudo publicar y tuvo que ganarse la vida con traducciones y trabajando como bibliotecaria en un instituto agrario. Las sucesivas purgas ordenadas por Stalin fueron reduciendo el círculo de sus amigos e, incluso, su hijo desapareció durante un año para luego aparecer recluido en las profundidades del gulag siberiano.

 

Si Berlin hubiera permanecido en Rusia en vez de exiliarse probablemente hubiera compartido un destino semejante. Esta circunstancia fue lo que estimuló la empatía que desde el principio sintió hacia aquella mujer que no ocultaba sus heridas. En aquel primer encuentro, Berlin y Ajmátova hablaron de la guerra y de algunos poemas de ella. Fue una visita breve, que se interrumpió antes de tiempo por culpa de un amigo de Berlin que acudió a buscarlo desde el hotel en el que se alojaban[20]. Con todo, esta circunstancia no impidió que al día siguiente volvieran a verse y que esta vez el encuentro se prolongara hasta la madrugada. Fue entonces cuando la complicidad que había surgido el día anterior se transformó en algo más.

 

Mucho se ha hablado y discutido sobre la semana que compartieron Isaiah Berlin y Anna Ajmátova en Leningrado[21]. Baste citar ahora el poema que evoca uno de los momentos que compartieron juntos y que Ajmátova tituló En la realidad: “Y se fue el tiempo y el espacio se fue, / y de la noche blanca vi todo a través: / los narcisos en cristal en tu mesa, / y el humo azul del cigarrillo, / y aquel espejo, donde como en agua tersa, / ahora te reflejarías en su brillo. / Y se fue el tiempo y el espacio se fue… / Y que tú ya me ayudes tampoco puede ser”[22]. Más allá de la historia de amor que surgió al comienzo de la Guerra Fría entre un profesor de Oxford y una poeta perseguida por las autoridades comunistas, lo relevante de su encuentro reside en las consecuencias intelectuales que tuvo, especialmente para Berlin, ya que atribuyó a su pensamiento una beligerancia ideológica que hasta entonces se había mantenido latente o, si se prefiere, en un segundo plano. De hecho, esto se puso de manifiesto un mes después, a la vuelta de su estancia en Leningrado y tras enfrascarse nuestro protagonista en la composición de un memorando que reprodujo con precisión el estado en el que se encontraba la disidencia literaria e intelectual al comunismo.

 

6. Algo más que un memorando.

 

Isaiah Berlin ocupó el mes de diciembre en la redacción de un texto que remitió al Foreign Office. Llevaba tres meses en la URSS y su entorno de relaciones superaba con creces lo que se esperaba de él. A sus espaldas tenía ya una serie de experiencias e informaciones que le permitían emitir un análisis lo suficientemente documentado sobre cuál era el estado en el que se encontraba la intelectualidad rusa a finales de 1945. Su relación con Ajmátova había acelerado las conclusiones que hasta entonces venía madurando. Después de despedirse de ella y regresar a Moscú, se dedicó a escribir el informe. Quería ser concluyente y mostrar una imagen lo más precisa posible de la situación. No cabe duda de que consiguió este objetivo. Como señala Ignatieff al describir A Note on Literature and the Arts in the RSFSR in the Closing Months of 1945, el texto de Berlin logró transmitir a los lectores de Whitehall la sensación de que los únicos portavoces aceptables de la cultura rusa seguían siendo los miembros de una intelectualidad prerrevolucionaria envejecida, pero elocuente, “profundamente civilizada, sensible y exigente que no se dejaba engañar” por el régimen. En realidad, Berlin elaboró un memorando extraordinariamente ambicioso: una “historia de la cultura rusa en la primera mitad del siglo XX, una crónica de la malhadada generación de Ajmátova. Era probablemente la primera exposición occidental sobre la guerra de Stalin contra la cultura rusa”. De hecho, en cada una de sus páginas se advertía “la huella de lo que Ajmátova –y también Chukovsky y Pasternak- le dijeron sobre sus experiencias en los años de persecución”[23].

 

Para Isaiah Berlin, la URSS que conoció durante aquellos meses era una tiranía que proscribía la creación y toda manifestación de la libertad espiritual o personal. De hecho, la crítica al régimen o la disidencia tan sólo podían desenvolverse secretamente. La lógica totalitaria imponía una violencia homogeneizadora que estaba al servicio de una estructura social planificada donde los rasgos individuales no tenían cabida. La sociedad soviética no exteriorizaba ninguna pluralidad. Bajo sus leyes no había margen para poder elegir, ni siquiera a los amigos. Todo estaba férreamente administrado. La complejidad se laminaba a todos los niveles y no había margen de maniobra para esa diferencia que identifica naturalmente a los hombres. En la URSS no operaba la dinámica del pluralismo. Se gobernaba por un monismo que había decretado por la fuerza una cosmovisión total que daba respuesta a todas las preguntas, constituyendo un todo coherente que desterraba cualquier posibilidad de conflicto. Como le había reconocido Ajmátova durante una de sus conversaciones: “Usted viene de una sociedad de seres humanos, mientras que nosotros aquí estamos divididos entre personas y [verdugos]”[24].

 

En la URSS las metas eran colectivas y nada por debajo de ellas era tolerado. Bajo una estructura así, la indecencia institucional tenía sus consecuencias: la vulneración constante de una escala axiológica de valores fundamentales que llegaba incluso a la negación de la idea misma de humanidad. Al igual que había sucedido en la Alemania hitleriana, el comunismo había logrado introducir un sistema que proscribía sistemáticamente los derechos humanos. El objeto de sus instituciones no era otro que humillar a las personas e imponerles un espacio público dentro del que no pudiera darse nunca una coexistencia de valores que fueran dispares entre sí[25]. Desprovisto de un entorno de justicia razonable, el determinismo ideológico en el que se fundaba el marxismo había fijado un monismo que unificaba la existencia del conjunto de la sociedad. De este modo, en la URSS operaba una visión antropológicamente materialista que despreciaba todo aquello que no estuviera al servicio último del triunfo de la revolución. En realidad, era un formidable Leviatán que había sido capaz de edificar su poder sobre la base de un sufrimiento colectivo infligido a un pueblo al que se unificaba a la fuerza, o si se prefiere, a golpes de violencia, mentira y manipulación utópica.

 

Hasta aquí nada nuevo. En el fondo, Isaiah Berlin ya sabía todo esto después de haber estudiado durante casi seis años el pensamiento de Marx. Con todo, el paréntesis temporal que pudo vivir en la Rusia de Stalin a finales de 1945 y, particularmente, la relación que entabló con Anna Ajmátova, le descubrieron toda la crudeza que encerraba la práctica totalitaria en el que incurría el comunismo. De hecho, en Pasternak y, sobre todo, en Ajmátova, encontró cristalizado el testimonio de aquellos que padecían cotidianamente un régimen que no admitía discrepancias ni disidencias a la verdad oficializada mediante el terror y la propaganda. Gracias a la experiencia personal que cosechó de primera mano durante su estancia al otro lado del Telón de Acero, Berlin extrajo una conclusión que al cabo de los años llegaría a demostrar toda su certeza: que la batalla que la sociedad rusa libraba todos los días con su resistencia al comunismo impedía que éste fuese inevitable. ¿No le habían dicho Pasternak y Ajmátova que durante la guerra los soldados rusos se transmitían de memoria sus versos a pesar de que estaban prohibidos? Es más, ¿acaso los prisioneros del gulag no habían sido capaces de coser “los poemas de Ajmátova encuadernados con corteza de tronco de abedul” y llevarlos “consigo entre sus harapos”?. En todos estos hechos, pensaba Berlin, se ponía de manifiesto el deseo de mucha gente de hacer el esfuerzo de seguir viviendo de pie, esto es, manteniendo la orgullosa verticalidad que, según su amigo el poeta Auden, identificaba la esencia de la dignidad del hombre. Y es que detrás de cada uno de esos hechos estaba el deseo de elegir por sí mismo, de fijar unas metas que colisionaban frontalmente con las establecidas por el poder. Por eso, pensaba Berlin, “la cultura rusa” tarde o temprano “rompería algún día sus grilletes soviéticos” y sería libre[26].

 

Y es que para el que luego llegaría a ser un aventajado discípulo de Herder, el ideal de una sociedad perfecta estaba abocado al fracaso. Era, como explicaría después en Vico y el ideal de la Ilustración: “un intento de soldar atributos incompatibles: características, ideales, talentos, propiedades, valores que pertenecen a normas diferentes de pensamiento, acción, vida, y por lo tanto no pueden ser desprendidos y unidos en un todo”[27]. Su relación con Ajmátova lo había demostrado y el tiempo evidenciaría también la imposibilidad de que pudiera mantenerse la estructura monista sobre la que se sustentaba el comunismo. Quizá por eso mismo Anna Ajmátova escribió refiriéndose a sus encuentros con Berlin que: “No será un amante esposo para mí / pero lo que nosotros, él y yo, logramos / inquietará al Siglo Veinte”[28].

 

7. Despedida en forma de addenda.    

 

La tarde del 4 de enero de 1946 se vieron por última vez. Berlin había llegado de Moscú e iba camino de Helsinki. Volvía a Inglaterra y tomaba la ruta que siguió con su familia cuando se fueron al exilio. Había entregado ya su memorando y antes de abandonar el país quería despedirse de la mujer que había sido su primer amor. El encuentro fue breve, un intercambio de regalos y unas pocas palabras. Él le entregó un ejemplar en inglés de El castillo de Kafka y una antología de poemas de los hermanos Edith, Osbert y Sacheverell Sitwell que había sido publicada en 1930. Ella, a su vez, le regaló varios ejemplares de su poesía, todos ellos dedicados. Uno de los libros tenía incluso un poema que había compuesto expresamente para él. Su historia de amor quedó sellada con una despedida escrita en la que Ajmátova le decía a Berlin: “Sabes muy bien que no voy a celebrar / el día más amargo de nuestro encuentro. / ¿Qué dejarte en recuerdo? / ¿Mi sombra? ¿De qué puede servirte un fantasma? /”[29].

 

De este modo concluyó una relación que para ambos fue uno de esos sucesos inesperados que generan consecuencias que perduran toda la vida. Cabe preguntarse si cuando se despidieron no quedó prendida del ambiente la promesa de algo más. Es posible. Mario Vargas Llosa cree que hubo incluso algún proyecto a largo plazo que podía haberles unido de manera permanente[30]. Si fue así, el tiempo enfrió aquella vivencia y acabó alojándola en el recuerdo. Ajmátova mantuvo viva la llama de aquella relación durante mucho tiempo. Berlin no tanto. Poco a poco fue envolviéndose en un silencio que tan sólo rompió muchos años después, cuando en 1965 logró que la Universidad de Oxford homenajeara a la poeta rusa con el doctorado honoris causa. Fue entonces cuando se produjo el reencuentro entre ambos, pero no tuvo ninguna consecuencia salvo la alegría de volver a verse después de dos décadas. Con todo, la influencia que ejerció Ajmátova sobre Berlin fue enorme en términos intelectuales. A partir de su vuelta definitiva a la Universidad en abril en 1946, la mayor parte de su actividad académica se localizó en combatir con la fuerza de las ideas al totalitarismo. De hecho el objetivo principal de su pensamiento fue desde entonces estudiar cuáles eran los fundamentos y la proyección de la libertad en la historia[31]. La influencia que sobre esta decisión tuvo su relación con Ajmátova es evidente. Sobre todo porque a su lado aprendió aquello sobre lo que luego él se pasó el resto de su vida teorizando: que “la historia podía verse obligada a ceder ante el puro tesón de la conciencia humana”[32].



[1] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, Taurus, Madrid, 1999, p. 74.

[2] Ibíd., p. 87.

[3] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1993, pp. 19-20.

[4] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., 191.

[5] I. Berlin, El fuste torcido de la humanidad. Capítulo de historia de las ideas, Península, Madrid, 1992, pp. 42-43.

[6] I. Berlin, Karl Marx, Alianza Editorial, Madrid, 2000, pp. 158.

[7] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 201.

[8] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, Alianza Editorial, Madrid, 1993, pp. 138-139.

[9] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 205.

[10] Ibíd., pp. 205-206.

[11] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 20.

[12] I. Berlin, Vico y Herder. Dos estudios en la historia de las ideas, Cátedra, Madrid, 2000, pp. 99-104.

[13] R. Jahanbegloo, Isaiah Berlin en conversación con Ramin Jahanbegloo, cit., p. 21.

[14] I. Berlin, Between Philosophy and the History of Ideas: a Conversation with Stephen Lukes, multicopiado, p. 38, citado por J. Gray, Isaiah Berlin, Novatores, Valencia, 1996, p. 204, nota 17.

[15] I. Berlin, Cuatro ensayos sobre la libertad, cit., p. 249.

[16] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 206.

[17] Ibíd., pp. 207-208.

[18] Ibíd., p. 230.

[19] I. Berlin, Personal Impressions, Hogarth Press, London, 1980, pp. 233.

[20] Ibíd.., pp. 238-239.

[21] G. Dalos, The Guest From the Future: Anna Akhmatova and Isaiah Berlin, Murray, London, 1998, pp. 25-27.

[22] A. Ajmátova, Réquiem y otros poemas, Alfar, Sevilla, 1993, p. 164.

[23] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[24] I. Berlin, Personal Impressions, cit., p. 237.

[25] A. Margalit, The Decent Society, Harvard University Press, Cambridge, 1996, p. 1.

[26] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 222.

[27] I. Berlin, Contra la corriente. Ensayo sobre historia de las ideas, FCE, México D. F.,  1992, p. 198.

[28] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

[29] Ibíd.., pp. 224-225.

[30] M. Vargas Llosa, “El huesped del futuro”, en El País, 18-diciembre-2005.

[31] R. P. Hanley, “Berlin and History”, en G. Crowder y H. Hardy (eds.), The One and the Many. Reading Berlin, Prometheus Books, N. York, 2007, pp. 159-180.

[32] M. Ignatieff, Isaiah Berlin. Su vida, cit., p. 230.

Escrito en Lecturas Turia por José María Lassalle

19 de enero de 2017

Llegué tarde al convite de la primera boda a la que me invitaron ese año y no comí nada. Algunos amigos nos pusimos de acuerdo para hacer un bote y comprar un regalo realmente útil, por ejemplo un jamón ibérico de bellota. Los novios no tenían necesidades económicas y no hicieron lista de boda en El Corte Inglés. Les daba asimismo igual que pagaras el cubierto. El grupo de amigos que íbamos a regalarles a los novios algo realmente útil pasamos tanto tiempo intercambiando correos y definiendo qué es la utilidad que al final no les regalamos nada. Puesto que, como ya he dicho, los novios no tenían necesidades económicas, no me sentí culpable. La segunda boda del año se celebró en la terraza del Ada Palace de Madrid. Hacía calor y sirvieron infinitos canapés. Fue una boda de alta alcurnia. Comí hasta verme obligada a desabrocharme el vestido y apenas bailé, pues unos zapatos de tiras me martirizaban los pies. Ello no impidió que volviera a mi casa andando; era incapaz de meterme en la cama con todos esos canapés diluyéndose en mis jugos gástricos. Para el regalo, acordé con la ex mujer de un amigo comprar a medias un set de coctelería. Nuestra idea era esperar a que los novios volvieran de su luna de miel y presentarnos en su casa con el set para estrenarlo en una cena. La ex mujer de mi amigo y yo manteníamos una relación superficial, y a las dos nos costaba encontrar un día libre para llevarles el juego de cóctel juntas. Siempre teníamos cosas mejores que hacer. Pasaron los meses, luego un año. En ese tiempo no hubo más bodas; por separado nos excusábamos ante la pareja por no haberles entregado el obsequio. Los recién casados al principio también se excusaban; tras la boda y el viaje, habían hecho varias estancias en el extranjero (ella estaba terminando su doctorado en París), y tampoco encontraban tiempo para las reuniones sociales. Más tarde dejaron de excusarse, y nosotras de hablar del regalo. Los veíamos cada vez menos; el marido llevaba su anillo, la esposa se lo había quitado porque no le gustaba que la consideraran una mujer casada. Me sentí culpable no por no haberles regalado todavía nada (aunque yo había pagado mi regalo, es decir, ese regalo existía), sino por pensar que ellos opinarían que me importaban muy poco si, habiendo comprado el regalo, no era capaz de quedar con la ex mujer de mi amigo para llevárselo. Supongo que la ex mujer de mi amigo, que tenía el set de coctelería en su casa, se sentía aún peor que yo.

Cuando ya me había olvidado de esa boda me invitaron a otras. Se casó una prima con la que me llevo mal y que no nada en la abundancia. No le hice ningún regalo porque no hacía falta: mi padre le había soltado una cantidad considerable de dinero, y yo le había dejado el anillo de diamantes de mi madre, muerta poco antes. Lo hice enfadada porque sabía que esta prima, que culpaba a la parte paterna de su familia de no haber impedido que su padre dejara a su madre y creía merecérselo todo por considerarse una víctima, no iba ni siquiera a darme las gracias por haberle prestado un anillo que ya no era de mi madre, sino mío. En la boda no se acercó a la mesa donde estábamos sentados quienes pertenecíamos a la rama de su familia paterna. Ella pasaba delante de nosotros una y otra vez, bella porque es realmente hermosa, y ridícula porque caminaba imitando el paso de las modelos, con la cabeza alta y el gesto desdeñoso, luciendo sus atuendos gracias al dinero que le habían dado la parte de la familia a la que odiaba y a la que no se dignó a saludar, y gracias también a mi anillo de diamantes, que lucía como si no fuese yo la que se lo había prestado, sino el fantasma de mi madre. La agradable noche estival se llenó de ruindad y dolores antiguos. En silencio contemplamos la selección de fotos de la novia, que comenzaba cuando su familia no era disfuncional y su hermano aún vivía. No estaba claro si esa selección de imágenes del pasado nos invitaba a reconciliarnos o servía para acentuar su condición de víctima, lo que nos hacía a nosotros, su familia paterna, aún más verdugos. Quizá no era ni una cosa ni otra, quizá ese álbum estaba ahí como mero testigo, pues lo cierto es que no se podía impugnar la selección de fotos ni acusarla a ella de manipuladora. De veras eran hechos felices y cotidianos acaecidos cuando las familias no estaban peleadas ni asoladas por la muerte de los dos únicos miembros capaces de mediar entre nosotros: el hermano de mi prima y mi madre. El convite se celebraba en el patio de un cortijo. Era un sitio bien elegido, bello y modesto, rodeado de olivos entre los que caminé de madrugada con los primos de esta prima, con quienes yo solía alternar en las vacaciones estivales. Nos habíamos ido de la fiesta porque no soportábamos la música hortera que siguió al baile nupcial. Llegué a las cinco de la madrugada y dormí mal, con el estómago revuelto por las mezquindades de las dos familias. Eso incluía de manera preeminente las mías. Me levanté a las siete de la madrugada para vomitar. Me dije que aquella iba a ser la última vez que yo me relacionara con aquella prima y con su madre, y no por rencor o incomodidad, sino por el asco que me producía contemplar mi bajeza. Antes de la boda, estuve convencida de que mi prima y su madre serían capaces de simular que habían perdido el anillo de diamantes de mi madre para quedarse con él. Este pensamiento me avergonzaba, pues sabía que la posibilidad era remota, pero no podía evitarlo. Había sentido durante demasiado tiempo el rencor de mi prima y de su madre, y no podía sino suponerles una vileza que era el espejo de lo que yo era capaz de imaginar sobre ellas desde mi vileza y mi rencor.

Tras esa horrible boda vino la de uno de mis mejores amigos de la infancia. Se casaba en Manzanares. Hasta ese momento, yo había podido sortear casi todas los enlaces que se celebraban fuera de Madrid, donde vivo, porque ninguno de mis mejores amigos, actuales o antiguos, se había casado. Si no tengo una relación muy estrecha con alguno de los contrayentes o un compromiso familiar ineludible, como el de la prima con la que no me hablo, jamás me desplazo a otra localidad para ir a este tipo de celebraciones. Ésta era una boda tradicional, por la Iglesia, con muchos invitados y lista de regalos en El Corte Inglés. No tenía amigos comunes a los que unirme para comprar algo de la lista (la única persona que también fue amiga de este amigo que ahora se casaba era mi primo, el hermano de la prima con la que no me hablo, y que murió). Lo más barato eran unas maletas de 200 euros. Yo no estaba bien de dinero. Le pregunté a una amiga, casada y con tres niños, cuánto era el mínimo para no quedar mal. Siempre supongo que una casada con hijos sabe más sobre bodas que una soltera sin hijos, como yo. Mi amiga me dijo que ella era una rata y que no daba más de 50 euros. Hice mis cálculos a partir de la información que me había facilitado la que se acusaba de rata. Yo no quería quedar como una rata, y puse 100 euros en la lista de El Corte Inglés. Era razonable pensar que el doble de 50 te excluía de que te considerasen avara. Además, tenía que pagarme el alojamiento en Manzanares y el viaje; esperaba que mi mejor amigo de la infancia fuera comprensivo. Ocurría no obstante que yo ya no solía hablar a menudo con mi amigo, y cuando lo hacía no le mencionaba mi situación económica. Tampoco sabía mucho sobre la suya y sólo podía hacer suposiciones tales como que se había comprado un piso cuando casi nadie de mi generación puede permitirse adquirir una vivienda, si bien esta vivienda estaba en una zona modesta de una ciudad de provincias. Mi amigo trabajaba, junto con unos cuantos empleados más, en un negocio familiar. Yo podía pensar que si el negocio le daba para varios sueldos, una casa y una boda, no tenía una mala situación, lo que no significaba que fuera buena. Podía ser normal, o regular, y en todo caso ya era significativo que hubiese una lista de boda en El Corte Inglés. Mi amigo, además, había llegado a mencionarme que estaban tratando de no despedir a nadie. Me presenté en la boda con el mismo vestido que había lucido en dos convites anteriores. La iglesia era blanca, con un altar barroco de pan de oro; no recuerdo qué dijo el cura porque doy por hecho que los curas sólo dicen variaciones de lo mismo y no les escucho. El banquete tuvo lugar en un castillo convertido en restaurante. Se trataba de un sitio discretamente lujoso, como un parador sin parafernalia. Estaba segura de haber cubierto con mis 100 euros lo que costaría una cena en Manzanares, y de que incluso sobraría algo para que los novios pudieran tomarse un pisco sour en Lima –se iban a Perú de luna de miel-. Cuando empezaron a pasar bandejas de un exquisito jamón comenzaron unas dudas que la cena empeoró. Los entrantes y el pescado eran de calidad; de carne sirvieron un ternísimo lechón ibérico asado. El regalo de los novios consistió en botellas de aceite de oliva virgen extra y vino de Valdepeñas. Aunque el aceite y el vino no fueran caros, se trataba de un buen obsequio, a diferencia de las necesarias pero famélicas pulseras de plástico contra el cáncer que había repartido la prima que me caía mal (su hermano había fallecido a causa de un cáncer de estómago). Comí jamón, comí pescado, comí cerdo. No sobró nada de mis platos y sólo renuncié al postre. Durante la cena, la hermana de mi amigo me preguntó sobre la boda de mi prima, de la que se rumoreaba que había sido tensa. Le contesté que en efecto en la boda había cuchillos debajo de las mesas. Pensé asimismo, aunque esto no se lo dije, que en muchas bodas lo de menos es celebrar la unión, y que lo que más cuenta es lo que los contrayentes y sus familias quieren demostrar a los invitados. Cuanto más acomplejados o rencorosos son los novios, más sirven las bodas como mecanismos de resarcimiento e incluso de escarnio. Me escabullí tras el baile nupcial, y cuando me acosté sólo conseguí marear la cama, que a oscuras se confundía con mi buche, donde la comida se revolcaba, y con mis pensamientos sobre lo que costaban los tres ricos platos y los entrantes. Estaba ya convencida de que mis 100 euros ni siquiera habían bastado para costear mi cubierto. Mi amigo comprobaría que en la lista de El Corte Inglés mi nombre iba seguido de una cantidad miserable. Para torturarme más, al día siguiente, ya en Madrid, me dediqué a averiguar en foros de Internet cuánto era el mínimo que se debía dar en las bodas para no quedar como la rata de mi amiga. Concluí que eran 150 euros. Tenía los párpados llenos de petequias, pues en mitad de la noche había vomitado el lechón, el pescado, el jamón y el vino.

La siguiente boda se celebró en el Museo del Traje, en Madrid. El novio se casaba por segunda vez; ella por primera. Se preparó un acto a la americana, en el que el novio, la novia, el hermano del novio y la hermana de la novia soltaron unos breves, simpáticos, tópicos y emotivos discursos. A la novia se le rompió la cremallera del vestido y tuvo que llamar a la modista; la ceremonia se retrasó una hora, en la que los invitados esperamos en los jardines bebiendo vino. Cuando llegaron los novios, ya estábamos un poco borrachos. Los novios no tenían necesidades económicas, así que podía regalarles cualquier cosa que se ajustara a mi presupuesto. No me resultó pesado esperar a la novia porque había muchos amigos con los que hablar. Yo llevaba unas sandalias cómodas, unos pantalones negros, una camisa de seda cruda heredada de mi madre; quienes se me acercaban me decían que había escogido un look oriental, y yo les explicaba que lo único que tenía para ponerme era un vestido que ya lucí ante ellos en una boda anterior, razón por la cual había tenido que improvisar esa facha de jarrón japonés, o chino. Lo que secretamente deseo cuando me invitan a una boda es vestirme como un señor, con un traje de chaqueta y una corbata, el pelo recogido en una cola prieta. Las bodas son el único sitio donde podría satisfacer mi deseo de ir de etiqueta a la manera de un hombre. Ese mismo día, a primera hora de la tarde, había comprado un set de coctelería que entregué poco después del convite; en mi rapidez había un deseo de reparar la desidia que había tenido a la hora de darles el otro set de coctelería a los otros novios (de hecho, a día de hoy creo que ese set aún sigue en casa de la ex mujer de, precisamente, este amigo al que le entregué el segundo set). La boda transcurrió tranquila, y cenamos canapés en los jardines. La comida no fue muy abundante; por primera vez tras una boda, llegué a mi casa sin ganas de vomitar. Incluso tenía hambre.

Para la siguiente boda tuve que desplazarme a Jaén. Cuando se acercó la fecha, la novia escribió dos e-mails con profusas indicaciones para los invitados. Los e-mails estaban llenos de signos con los que la contrayente expresaba pequeños ataques de entusiasmo. Por ejemplo, a “¡Qué fotos más estupendas van a salir…!” le seguía un :D; “¿con qué os identificáis más, con la armonía, los acordes y los grupos de instrumentos, o con las melodías y el ritmo?” y “¡y bienvenidas pamelas, sombreros y tocados…!” iban seguidos de ;), mientras que a “DJ’Nono” y “¡Antes muertas que sencillas…!” le acompañaba un ^^ que me hizo guiñar los ojos. Los novios habían preparado una ceremonia repleta de “sorpresas y momentazos”, y confiaban en que iba a ser un día “pleno de emociones”. Las emociones consistían en varios cánticos no religiosos que salpicaban la ceremonia, en actores que se levantaban en mitad de la función para declamar textos de Chéjov y de Lope de Vega y en sendos discursos de los novios sobre el amor. El novio fue discreto: dijo que cuando alguien le preguntaba si había encontrado a su media naranja contestaba que se había topado con una fruta completamente distinta. La novia, mi amiga, se había preparado unos cuantos folios, y cuando iba por la mitad de su sermón empecé a desear que se hubiera casado por la Iglesia, pues al menos no tendría la tentación de criticarla a ella por la homilía, sino al párroco. Se había propuesto darnos a todos unas cuantas lecciones. Dijo que el amor consiste en elegir a personas completamente distintas a ti, pues sólo alguien diferente va a ponerte a prueba (¿y qué es el amor sin pruebas?) y te va a permitir aprender lo que necesitas. Quienes eligen a sus iguales, señaló, son personas cómodas que no asumen riesgos, y puesto que el amor es un riesgo, queda claro que esas personas son incapaces de amar. Por otra parte, continuó, tampoco hay amor en esas parejas que llevan toda la vida casadas y que se limitan a criar hijos, traer dinero a casa y ver la televisión por las noches: esa gente son muertos en vida que han renunciado por comodidad y estupidez a la Gran Tarea del Amor (la boda estaba llena de familiares del novio y de la novia cuyo aspecto no hacía pensar en grandes gestas, y sí en sudor, piaras de hijos y tedio consensuado en el mejor de los casos; no pude evitar el pensamiento de que el amor estaba más bien del lado de esas manos callosas y resignadas). El amor, siguió diciendo mi amiga, tampoco es sinónimo de enamoramiento, y quien lo busca en los chisporrotazos del principio de una relación está condenado a quedarse en la superficialidad, en bobas pasiones que conducen no al amor, sino a la inmadurez emocional, la neurosis y el autoengaño. El amor, finalizó, es la construcción de dos personas para llegar a ser mejores de lo que eran cuando estaban solas. A ella además le gustaba decir que había conocido al que iba a ser su marido cuando estaba preparada para amarle, porque sabía que ese iba a ser el reto más difícil y estimulante de su vida. Ese día vomité incluso antes de llegar a la pensión donde pernoctaba. Me tuve que ir al hotel de en frente para que ningún invitado me viera salir congestionada y con el rímel corrido del váter.

No es que este recuento de bodas, más bien escaso, me convierta en una experta. Sin embargo, creo que puedo sacar algunas conclusiones a modo de recapitulación. La primera es que las bodas no cambian tu relación con la persona que te ha invitado. No vas a pensar mejor de ella ni de su boda aunque se haya esforzado por hacer una celebración apoteósica y por facilitárselo todo a los invitados. Tampoco vas a pensar peor. Las bodas son el reflejo de las aspiraciones de quienes se casan, tanto materialmente (no he ido a ninguna boda en la que los novios hayan desistido de toda pompa, si bien creo que pocos reconocerían la importancia que le dan), como en lo que se escenifica (las novias quieren estar tópicamente guapas; los novios dan menos juego, y lo que puede observarse en ellos es su grado de aceptación de las convenciones). Por otra parte las bodas rara vez están relacionadas solo con el amor. Asimismo, se puede señalar que hay una queja general de lo mucho que se come en un convite nupcial, y también cuando la comida no cumple con la abundancia que todo enlace promete, sobre todo para aquellos que están a régimen y han decidido saltárselo. Esas personas se van decepcionadas a casa y a su nevera, llena de lechugas y yogures desnatados. En relación a lo anterior, cabe añadir aquello por lo que mucha gente reniega cuando son invitados a una boda: que son pesadas y poco saludables. Los gruñidos se multiplican cuando el evento sale por un ojo de la cara y encima no hay compensación por acudir, sea porque no conoces a casi nadie (o sí pero no te cae bien, o te resulta indiferente), sea porque te viene fatal (llegaste al convite con estrés porque apenas descansaste el último fin de semana, y saliste de la boda peor de lo que llegaste y con 400 kilómetros encima), sea porque perteneces a la parte de la familia que alguno de los novios odia (y en consecuencia te odian buena parte de los invitados). La conclusión más importante es que suele ser mentira que estés invitado en el sentido más cotidiano de la palabra, que es el de que te conviden, ya que, por lo menos, debes pagarte el cubierto.

Habida cuenta del horror con el que suelen acogerse las bodas, propongo que las invitaciones se planteen de otra manera. Por ejemplo:

Queridos familiares y amigos:

Hemos decidido casarnos y nos gustaría celebrar una boda tradicional, con un banquete en un sitio agradable y sin tener que comprar un vestido de novia de segunda mano ni alquilar un esmoquin. Los tiempos están difíciles, y por ello apelamos a vuestra ayuda para poder promover el evento. Vamos a poner toda nuestra ilusión en organizarlo de la mejor manera para que vuestras aportaciones hagan de este día algo inolvidable para todos.

Os rogamos que no os sintáis culpables si no podéis contribuir. Será una pena que no nos acompañéis, aunque al mismo tiempo estaremos felices por no haberos obligado a afrontar gastos extra.

Podéis hacer vuestra aportación en este número de cuenta XXXX (hemos fijado un mínimo de X euros para cubrir el cubierto).

Os rogamos que pongáis vuestro nombre en el ingreso para poder confirmar vuestra asistencia.

 ¿Acaso no se movilizarían con mejor humor los invitados si considerasen la boda como una empresa suya?

Sin embargo, es probable que este tipo de invitación complicase aún más el problema. Y es que, ¿no ocurre que, si se plantea la cuestión con honestidad, crea mayores obligaciones?

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Elvira Navarro

19 de enero de 2017

Escribir es una forma de huida: un escritor, dado que tiene (que se sepa) una sola vida, se ve obligado a inventar otras: otras historias, que son siempre la misma. Una vida no es suficiente: un tópico, y como todos ellos, verdad. A veces hace falta, por la razón que sea (hábito del idioma, exceso de imaginación, curiosidad, libido, rechazo a la idea de finalidad) multiplicar las posibilidades. Difícil pensar en un escritor que haya multiplicado sus posibilidades más veces que el autor que nos ocupa; en su multi-narrativa, infinitamente divergente, la superposición de mundos ficticios, muchos de los cuales involucran a su alter ego, Emilio Renzi, privilegia los repentinos puntos de vista, hasta el infinito.

Ricardo Piglia (Adrogué, 1940 - Buenos Aires, 2017) es uno de esos escritores singulares, perturbadores, que van contra la corriente, contra el flujo de la cultura de su tiempo, y para el cual los precursores son tan difíciles de encontrar como los sucesores. Los ensayos y diarios que aquí analizamos representan sólo una parte de los logros del autor argentino, que incluye cuentos y novelas, la mayoría, breves, así como convincentes, a menudo lacerantes, traducciones de obras extranjeras. Su literatura ha abierto una ventana a un mundo, mucho más plural y democrático, durante todos estos años de oscuridades.

Su literatura despliega una predilección por los misterios irresolubles y los mitos literarios, con los que gusta de envolverse a sí mismo. Pero lo más increíble de esos mitos es que, en las páginas de su obra, acaban por volverse reales. Es difícil no leer sus libros, cuyas dimensiones interiores parecen duplicarlos, sin reparar en que han sido escritos por un hombre que trata de escapar del silencio. No hay principio ni fin a su trabajo; que es, por así decirlo, ilimitado.

 

La forma inicial

 

Impulsa la obra ensayística de Piglia la negativa a seguir las reglas o las expectativas sobre lo que debe ser un ensayo. Sus preceptos son más bien es el esfuerzo radical de alguien que se ha aislado a fin de aferrarse a las cosas en sí mismas, alguien que solo se deja guiar por el afán de originalidad. “Las pulsiones (…) hacen que un escritor funcione (…) claro que un escritor es mucho más que eso”. Los aspirantes a autor de ficción somos los destinatarios, en última instancia, de la colección de ensayos, conversaciones y entrevistas La forma inicial (Sexto Piso, 2015), donde el autor de Plata quemada (1997), uno de los más grandes novelistas argentinos del siglo XX y lo que va del XXI, divulga los secretos del oficio, es decir, los métodos de los narradores más importantes de todos los tiempos.

En La forma, se expresan opiniones controvertidas, pero siempre educadas, sobre los méritos de los rivales: “A mí me interesó siempre algo que Borges hace muy bien (…) la ficción del nombre (…) Alguien que dice que se llama de un modo que no es como se llama (…) la lógica de la falsificación”. Este libro sobre crítica literaria obedece más a los caprichos del ritmo (“la velocidad (…) la marcha, es esencial. La clave para mí es el tono, cierta música de la prosa, que hace avanzar la historia y la define”) que a la inflexibilidad de un patrón establecido. De esa forma, el argentino allana el camino para explorar cuestiones estéticas y biográficas, tanto propias como ajenas.

Se suceden las reflexiones del autor sobre el amor, la clase y la cultura, el pánico y el vacío, la prosa y la poesía, la conexión y la desconexión, pero sobre todo la forma (inicial y final) en que se mira a la condición humana. Aunque el autor de Respiración artificial (1980) admira el estilo de la prosa de otros autores, su humanismo y su elegancia moral, de ninguna manera es un admirador acrítico: “Sabemos que Onetti usa demasiados gerundios, que la conclusión de las frases por momentos es incierta, que los pronombres no siempre están bien definidos (…) pero esa suma de imperfecciones (…) convierten su escritura en algo único (…) un gran acontecimiento de la lengua”.

La forma supone, en definitiva, una vasta mirada a la cultura occidental. Con gran autoridad, se coloca a cada autor en el contexto artístico de su época. Su experiencia sugiere que la inspiración deriva de una creatividad esencialmente intermitente: “Las grandes poéticas contemporáneas insisten mucho en la necesidad de interrupción. En el sentido de ir a la vida”. La literatura consiste en una serie de descubrimientos intermitentes y sus interrelaciones. La novela debe ceder a “las interrupciones de la pasión, la sexualidad, la política”, medios por los cuales se convierte en un artefacto complejo y apasionado.

Complicación y pasión son cualidades a admirar en el arte como en la vida, según el autor de Los diarios de Emilio Renzi (2015), hasta que tiene lugar “la irrupción de ese final inesperado”. Se tiene una clara y certera comprensión de la teoría literaria; se escribe extensa y llanamente sobre cada aspecto; se posee una amplia experiencia literaria y un oído en sintonía con su carácter académico. Aunque La forma no es un libro demasiado extenso, es rico en matices, es sugerente y está escrito con serena autoridad. Cualquier persona interesada en todos los aspectos de la ficción (culturales, temáticos, formales y técnicos) lo encontrará maravillosamente estimulante y consecuente.

 

Diarios de Emilio Renzi

 

La forma en que están escritos estos diarios se encuentra más cerca de las variaciones musicales, desplegadas en imágenes, escenas o personajes, que adoptan diferentes formas cada vez, así que de su conjunto se desprende que está fuera de los patrones de asociación idiosincrásica. El progreso, el clímax y el desenlace se resisten a cada paso. A veces la narración da lugar a fragmentos inconexos, que aluden a citas fallidas, irrecuperables.

Un diario puede ser una compleja obra de arte, a pesar de que utiliza una lógica narrativa muy básica: el transcurrir de los acontecimientos. Dentro de esa estructura sencilla, puede pasar cualquier cosa, ya que las conexiones entre las distintas entradas no solo se basan en la estructura mental de su autor, sino en el paso del tiempo. Piglia comenzó a escribir a diario sus impresiones en 1957, con apenas 17 años, y lo ha seguido haciendo hasta nuestros días. Durante estos años, se ha convertido en un novelista y crítico de éxito.

Sin embargo, se atribuyen sus diarios a su alter ego, un tal Emilio Renzi, con el que se comparte escritura, “desorden de los sentimientos (…) una poética personal”, y vida. En otras palabras, escribir, para ambos, es un oficio que tienen que aprender, y una vez aprendido, sostener, con esfuerzo. La literatura se presenta en Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2015) como una forma de tomar el control de una existencia que escapa a la propia comprensión. No una manera de desaparecer, de evadirse, sino una afirmación positiva, “que permite reconstruir una historia que se desplaza a lo largo del tiempo”.

Los escritos de Piglia están protagonizados por una figura contemplativa que asiste a los eventos, que están fuera de él. Sus novelas más conocidas (Respiración artificial (1980), Plata quemada (1997)), presentan invariablemente un doppelgänger en quien el autor delega, alguien externo que participa de la acción. Lo mismo sucede en estos diarios. Alguien vive las experiencias de Piglia, para “ver desde el futuro (…) para poder soportar el presente, comprender que ya no es posible la ilusión” ya que “en todo se agazapa la destrucción, nadie tiene asegurado el dominio de sí mismo”.

La casa familiar se encuentra en Adrogué, un pueblo a las afueras de Buenos Aires. Al mudarse a la capital, Renzi/Piglia empieza a atribuir valores excluyentes para los dos territorios: Buenos Aires es el dominio de la modernidad, del intelectualismo sofisticado; Adrogúe es el lugar de una realidad física irracional y sin compromisos. El deseo de que ambos mundos se reconcilien o se superpongan tiende a quebrarse bajo la convicción de que siempre se está condenado a elegir entre formas de vida contrapuestas.

En la universidad, Piglia entra en contacto con la obra de clásicos y contemporáneos que influirán en su obra, no solo extranjeros (Dostoievski, Kafka, Proust, Fitzgerald, Faulkner, Hemingway), sino argentinos (Borges y Cortázar, Rodolfo Walsh, Haroldo Conti y Edgardo Cozarinsky), escritores cuya expansión, optimismo y compromiso intenso con la vida son polos opuestos del taciturno Renzi, a menudo en estado contemplativo. Así comienza su etapa como activista, convencido de que la literatura es “un presente narrativo … de pura acción” que amenaza cualquier régimen totalitario.

Ocupan estas 360 páginas los intentos de su autor por definir la relación entre el arte y la realidad y establecer la naturaleza de la propia psicología. Los lectores de Los diarios de Emilio Renzi, primera parte del proyecto de publicación de sus dietarios en tres tomos, encontrarán en ellos no solo “figuras, escenas, fragmentos de diálogos, restos perdidos que renacen cada vez”, sino un relato de las controvertidas circunstancias históricas y sociales del escritor argentino.

 

Los años felices

 

Entre otras cosas, un diario es un vasto archivo de ansiedades y ambiciones frustradas. Más de 40 años después de haber sido escritas, las entradas de la segunda entrega de Los diarios de Emilio Renzi (Anagrama, 2016) nos siguen pareciendo subversivas, cuando no amenazantes. El escalofrío que uno siente al leer esa “sucesión de aventuras” de alguien “que envejece y no aprende”, es dolorosamente real. Este libro de libros, donde “la forma y los procedimientos se hacen visibles por medio de la violación de las normas”, se ríe de nosotros, de nuestro conformismo pequeñoburgués, mimados como seguimos por las comodidades modernas.

“La historia literaria es siempre una condena para el que escribe en el presente, allí todos los libros están terminados y funcionan como monumentos”. En este segundo volumen de sus diarios, Los años felices, asistimos al viaje de Piglia/Renzi hacia el auto-conocimiento. Se decide el protagonista a seguir sus deseos a expensas de pareja y fortuna; huye de la sociedad convencional y del trabajo intelectual para dedicarse a sus fantasías, este “relato de no ficción” que tiene “la tensión de un juicio abierto en el que hay decidir quién es el responsable de la derrota”. El Diario se convierte así en un catálogo de males y esperanzas frustradas: la dura lucha contra el anonimato, las indignidades de la crítica, la falta de ventas, la perfidia de los colaboradores, el éxito inmerecido de los amigos.

“¿Un diario (…) repite esta técnica medieval?: dispersión, copia, libro para ser leído después de la muerte”. Lo que se podría aplicar a la obra de Kafka (“no entender lo que está pasando”) es clave en la obra de Renzi, centrada “en el anhelo de una trascendencia que fracasa”. Su héroe, al igual que el de El proceso, “busca el sentido y no transige ni concilia”. Piglia nos vuelve a hacer conscientes de nuestros límites, mientras nos pide que dibujemos de nuevo el mapa de nuestras prioridades. “A partir del diario, escribir una novela de educación (sentimental)”. No es sólo que las ideas sean impactantes. Es que el interlocutor trata de seducir y convencernos, al mismo tiempo que se justifica a sí mismo, a través de ese “narrador que siempre he buscado: furioso, irónico, desesperado, elíptico”.

El proceso de convertirse en escritor es el tema de estos Diarios: sus imperfecciones e indiscreciones, su falta de organización artística y temática, todo aquello que convierte su lectura en un placer. El hábito de la transcripción diaria informa la historia íntima, el recuento de visitas, observaciones incidentales y reflexiones. El chisme alcanza aquí la significación epigramática de la poesía. A diferencia de las fotografías, las imágenes verbales se desarrollan y cambian con el tiempo, de acuerdo con las fluctuaciones de la fortuna de las personas afectadas y sus cambiantes relaciones con el autor. En lo personal, la lectura de este volumen supone, al igual que sucede con el primero de la serie, una bofetada en el rostro, una que nos recuerda que no se trata de un libro más, sino un compendio de literatura universal.

 

Infinitud

 

La obra de Piglia es el registro hermético de la lucha de un escritor consigo mismo y con las formas literarias, un escritor que está dispuesto a perseguir tenazmente la inutilidad en lugar de tener éxito en términos establecidos, que trata de luchar contra las dimensiones desconocidas tanto como consigo mismo. Más que universo, agujero negro, más que ebullición, colapso de las literaturas, revelación inusual, con cualidades impredecibles. Sus Diarios señalan el camino a seguir, proporcionando a su autor una inmensa cantera para su futuro trabajo, al abordar toda una serie de temas y, tal vez inseparable de ellos, una nueva forma. En ellos, se aúna poesía, narrativa e imagen.  A menudo dos conceptos se constelan o fusionan, que rigen el progreso de la entrada. Al fondo reside, normalmente, una percepción sensorial.

            La geometría irregular de las cláusulas de sus ensayos y conferencias arriba mencionadas, tiende a oponer las reflexiones en ángulos extraños las unas de las otras, hasta que al final la frase las resuelve o al menos las vuelve a alinear. Mucho depende también de la resonancia de sus líneas finales, que a menudo reinscriben la trayectoria de todo el ensayo, evitando hábilmente lo epigramático. El autor argentino es la representación de un fracaso, aunque como prueba de resistencia, valor y lealtad a la propia originalidad.

Aunque en sus escritos se opone obstinadamente a toda forma de totalitarismo, no es un escritor político. Su dura visión inclusiva, así como su negativa a apartarse de la miseria humana, dan a sus escritos un, casi documental, valor adicional. Sus narrativas se reflejan de manera deliberada, se refractan unas a otras (todas ellos son, de alguna manera, sobre escritores, pero no descartan la violencia, el sexo), muestran su fe en la literatura como la única forma de yuxtaponer muchas narrativas en un solo libro, en una sola vida, donde unas tramas conducen a otras. La ilusión de infinitud sólo se ve reforzada por el hecho de que manuscritos inacabados sigan apareciendo.  

 

Sevilla 2017

Escrito en Sólo Digital Turia por José de María Romero Barea

19 de enero de 2017

Tradución de Carlos Vitale

 

Benito La Mantia nació en Palermo en 1940 y reside en Mezzano (Rávena).
Entre otros libros, ha publicado: Lindos, Knossos y Taccuino.

 

 

 

 

 

 

 

 



HAZ DE MODO...

Haz de modo que yo

nunca sea celebrado

ni se me asignen

premios de ninguna clase

no dejes que escriban sobre mí

porque serán todos modos

de liquidarme

cuando ya no te sirva

llévame a mi tierra

y quémame

de manera que permanezca en el aire

para cualquier eventualidad. 

 

LAS GRANDES IDEAS...

Las grandes ideas
los grandes temas
los grandes movimientos
la caída
desgraciada
del trampolín
y el trasero en el agua
ni siquiera tibia.
 

 

ES CURIOSO... 

Es curioso

que en el colmo de la desesperación

en estas ruinas

tú percibas

todas las posibilidades de la revuelta.

 


TONTERÍAS...

Tonterías por tonterías:
si pudieses volver
del reino de los muertos
diciendo
hijos
aquí no hay un carajo
bueno, no te creerían.
La imbecilidad es ya
una institución.

 

LA POLICÍA...

La policía

ya se sabe

dispara siempre al aire

nunca tira al blanco.

La culpa 

fue de aquel estúpido marroquí

que se había puesto a volar.

 


CUANDO ACEPTES...

Cuando aceptes
que te endosen un uniforme
y que te coloquen
una bandera al pecho
ya no tendrás batallas que ganar
las habrás perdido todas.



ALDEBARÁN…

Aldebarán es el ojo candente del toro
que recorre los oscuros meandros de la mente
y cada acto escapa a la razón
por el delirio de las ideas imperfectas
así lo posible se ha reducido
y próximo se anuncia el fin de los acontecimientos.



A LOS BURGUESES...

A los burgueses a los burgueses
que su dios
los conserve en la gloria
y no los suelte:
quisiera evitar al menos
tenerlos en mi infierno.


CUANDO...

Cuando le anuncié
enfático
a mi hijo
que le dejaría
en herencia el mundo
me dijo
que impugnará
el testamento.


BEBO...

Bebo en la copa del tiempo
sólo tu vida
y la caída irremediable del mundo.
Inútilmente
el cerezo me seduce.
Es tanta la tristeza
tanta.



HOY HA SIDO…

Hoy ha sido un día
tan límpido
que casi me he
avergonzado de existir
observando la oscuridad
que se debatía
como la actual
incapacidad de la razón.

 

PERO, ¿NO ENTIENDES…?

Pero, ¿no entiendes que seremos los últimos?
Nosotros desordenados embrollones
pendencieros como gallitos pic pic
y ellos metódicos como nazis
nosotros en el gueto
afuera
la pura raza necia.

 

Y ENTONCES…

Y entonces llegaron los ingleses
me cuenta el nigeriano en el Beaubourg
y sostenían alta una cruz en la mano
y nos dijeron: mirad al cielo.
Y nosotros miramos.
Pero cuando volvimos
los ojos al suelo
el oro ya no estaba.



¿Y QUÉ DIJO...?

¿Y qué dijo Periandro
al embajador de Mileto
cuando le preguntó
por la mejor manera de ejercer el poder?
Nada dijo.
No dijo nada.
Llevó al tipo a un campo
y con golpes secos de bastón
segó las espigas más altas de trigo.
 


MÁS ALLÁ...

Más allá del punto
para verificar tu fracaso
para escapar incesantemente de la muerte.
Pasajes, pues, no arribos.
En las verdades se ocultan
las más pérfidas mentiras.
Las ideas
encuentran decencia
sólo en estado fluido.



CARGAD...

Cargad.
Apuntad.
Fuego.
Y el anarquista Masetti
disparó
pero a su comandante.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Benito La Mantia

13 de enero de 2017

Afirmar que Wislawa Szymborska es uno de los grandes referentes de la poesía actual no sorprende a nadie, es más, en cualquiera de las listas que pudiéramos hacer de los poetas más trascendentes del s. XX y principio del s. XXI, la Nobel polaca siempre debería estar presente. Pero la afirmación contiene un segundo sentido ya que a partir de ella pueden entenderse algunas poéticas o, incluso, podríamos llegar a decir que se ha convertido en un icono para las nuevas generaciones poéticas europeas (y españolas, por supuesto). Su impacto y asimilación en los círculos poéticos jóvenes y femeninos (y feministas)  es de tal calado que sería imposible explicar las poéticas de algunos de sus referentes, como Elena Medel, Sofía Castañón o Sara Herrera Peralta, sin la precisión “médica” de Szymborska con la que desgrana cada imagen. No hay posibilidades a estas alturas de producción crítica sobre la autora polaca de aportar algo que no se haya dicho al respecto, pero sí existe la posibilidad de trazar lo significativo de su poética en la de los demás.

Metódica en el uso del lenguaje, circular en la concepción del poema y sagaz en el uso y el abuso de las palabras y sus sentidos, Wislawa Szymborska ha fascinado del mismo modo a los jóvenes poetas como pudieran haberlo hecho en un momento determinado el aullido de Ginsberg, el fascinante territorio de T.S.Eliot o la rítmica y atronadora poética de Leopoldo María Panero. Estamos, pues, ante una de las grandes figuras de la poesía europea, convertida ya en icono de una generación que anhela su capacidad metapoética, su visión terrenal y espacial y sus saltos en el tiempo y en el vacío en busca del secreto de la identidad y de aquello que fuimos un día y no sabemos ya dónde ha quedado o cómo encontrarlo de nuevo.

Hasta aquí es el libro que recoge los últimos trece poemas escritos por la poeta y una interesantísima entrevista realizada por Javier Rodríguez Marcos a los dos traductores del libro, Abel Murcia y Gerardo Beltrán. Ellos dos, junto a Xavier Farré, son los responsables del auge de la poesía polaca en España. Su pulcra manera de traducir a la que suman su atinado sentido del ritmo, como buenos poetas que son, han hecho de la literatura polaca, de su poesía, el lugar al que todos los lectores de este género acudimos en busca tanto de las voces más conocidas (Rózewicz, Zagajewski, Herbert, Krynicky…) como a los nuevos nombres (recogidos en esa monumental antología editada por PUZ, Poesía a contragolpe. Antología de poesía polaca contemporánea y que desde estas líneas etiquetamos como obligatoria y necesaria).

Hasta aquí plantea las claves y constantes de la poesía de Wislawa Szymborska, su juego continuo con las palabras y sus significados (que tan bien se aprecia en el poema titulado “Reciprocidad”: “Hay catálogos de catálogos. / Hay poemas sobre poemas. / Hay obras sobre actores representadas por actores. / Cartas motivadas por cartas. / Palabras que sirven para explicar palabras”) y la belleza de una manera de decir que huye de la grandilocuencia y encuentra en lo sencillo y en las palabras justas, en la esencia del propio lenguaje (como siempre señalan los grandes poetas –Gamoneda y Saldaña entre ellos hablan de este compromiso con la palabra), el secreto de la comunicación más intensa (como bien podemos observar en el poema titulado “Mapa”: “Me gustan los mapas porque mienten. / Porque no dejan paso a la cruda verdad. / Porque magnánimos y con humor bonachón / me despliegan en la mesa un mundo / no de este mundo”).

Este es un poemario que completa el anteriormente editado por Bartleby Editores, Aquí (2009) y  que fue traducido por los mismos traductores del libro que aquí tratamos. A Pepo Paz, editor del sello, corresponde agradecerle la apuesta por estos dos volúmenes que han completado la edición de la poesía de esta autora que nos ha hecho tan felices.

 

Wislawa Szymborska, Hasta aquí, traducción de Abel Murcia y Gerardo Beltrán, Madrid, Bartleby Editores, 2014.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ignacio Escuín Borao

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