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22 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Son una ventana abierta al mundo. 

 

El racimo de una región. Un cielo diletante.

La mandíbula del horizonte llenándose como un vaso.

 

Las nuestras antes estaban

hechas de madera vieja;

responso tonto del bosque,

ajuar poroso y podrido, una

rutina de corteza seca día a día perdiendo centro.

 

¿Te acuerdas de cómo se las podía horadar con la uña del dedo meñique?

Mira que te he hablado veces de la conciencia.

 

Cáscara del castaño, quillas de nuestro asombro.

 

Este es el cristalino de la casa ungido por la transparencia.

Pulguitas de luz repican en los marcos.

 

A veces teníamos que poner un tope

improvisado para mantenerlas abiertas.

O no cerraban bien,

y el viento entraba silbante y violador por una grieta

hasta el puro hogar de nuestras casas.

 

¿Cómo prescindir de ellas? ¿Cómo estar sin estar?

 

Por eso ahora sonreímos felices, satisfechos,

emprendimos reformas e instalamos por fin las radiantes, las inteligentes

nuevas ventanas.

Como pájaros oscilobatientes encajan, reverencian.

 

Se abren para dentro.

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

22 de diciembre de 2016

Llegué tardíamente a la obra de Benjamín Jarnés. De joven rechacé sus textos por el sambenito de deshumanizados que, no siempre con justicia, pendía de ellos. Era un momento en el que yo buscaba la voz comprometida, como se decía entonces, de los exiliados republicanos y no alardes de intelectualismo exquisito. Gracias al préstamo de un amigo bibliófilo había intentado disfrutar con Viviana y Merlín, pero tras conocer la traición de Mosén Millán a Paco el del Molino y la angustia del Campo de los Almendros no vi en el juguete artúrico de Jarnés la defensa de la pasión amorosa que allí subyace sino un ejercicio vacuo de cultura elitista. Intenté con más éxito –y mayor madurez—la comprensión del escritor durante  mis años en Nueva York. Con fiebre obsesiva de coleccionista, que recordada hoy me llena de cierta extrañeza, adquiría yo libros con la pretensión de crear una gran biblioteca hispánica en el Instituto Cervantes de esa ciudad. Había descubierto los fondos sin fondo de la librería de Eliseo Torres que, como un trasatlántico encallado en el Bronx y tripulado solo por papel, parecía el escenario de un sueño de Borges: la cueva de Ali Babá de todos los tesoros literarios de nuestra lengua. El gallego Eliseo marcaba su mercancía con precios que respondían a un criterio más caprichoso que comercial, de forma que una novela de Baroja en Alianza costaba veinte dólares y solo cinco la primera edición de esa misma obra. Así que por muy poco desembolso de las arcas del Instituto gran parte de la producción jarnesiana  anterior a la guerra civil pasó de las cavernas del Bronx a unas estanterías que en esos años se extendían en el octavo piso de un rascacielos de la calle 42 de Manhattan. Y en aquellas ediciones de Espasa-Calpe, la Revista de Occidente, la Gaceta Literaria, me reconcilié con mi paisano Jarnés.

            Acabo de releer las dos novelas—El convidado de papel, Lo rojo y lo azul—que más huella me dejaron. No es fortuito que sobre ambas se cierna la sombra amistosa de Stendhal, el escritor decimonónico que Jarnés más admiraba. El título de la segunda alude al pensamiento revolucionario y al color del uniforme de paseo del ejército español, pero también, obviamente, a Rojo y negro y, si la novela del aragonés especifica desde la portada su Homenaje a Stendhal, habría que añadir que la fuente de inspiración, o de identificación, no es cualquier personaje sino esencialmente Julián Sorel. En el prólogo a una reedición moderna de esta novela, Francisco Ayala asegura que Jarnés no se identificaba con la personalidad de Sorel sino con sus circunstancias. Con ello podía referirse a los cursos de Jarnés en el seminario y a su breve experiencia como tutor de niños de padres acomodados; con Henri Beyle le unía la carrera militar (no es sorprendente, pues, que en el epílogo de El hombre de los medios abrazos, de 1932, donde Samuel Ros reúne en la celebración de una boda grotesca a toda la plana mayor y menor de la cultura de la época, se mencione a Benjamín Jarnés como “gloriosamente anclado en la literatura después de las fugas del seminario y el cuartel”). Pero hay otros elementos sorelianos menos evidentes.

            Como recordará el lector de El convidado de papel, el sintagma titular se refiere a las lecturas non sanctas que los seminaristas realizan a escondidas de sus profesores, entre ellas Rojo y negro que los dos protagonistas se intercambian con recomendación de gran interés a pesar de su “sequedad de estilo”. También Sorel en el libro de Stendhal ocultaba un convidado de papel que en su caso se traducía en un retrato de Napoleón, símbolo para su propietario de los valores opuestos al clericalismo reaccionario de la Restauración que padecía en carne propia. El miedo a que un registro descubriera las piezas prohibidas es similar en los personajes de ambas novelas. Que se ven obligados a otros teatros, otros disimulos. El desparpajo con que Julio Aznar (alter ego de Jarnés pero solo a medias en este libro, como veremos) se desenvuelve en medio de la opresión del seminario, contrasta con el apocamiento y temores de su amigo Adolfo. Es sabido que Aznar, como el Antoine Doinel de Truffaut, crecerá y protagonizará varias novelas posteriores de Jarnés e incluso firmará la última de ellas, Constelación de Friné. Pero creo que es un error considerar que encarna por completo la personalidad y vivencias del escritor en El Convidado sin tener en cuenta al mucho más acobardado Adolfo, décimo séptimo hijo de una familia numerosa (exactamente igual que Jarnés) y, si no doble especular de Julio, sí con toda certeza su complementario. Es posible rastrear otras semejanzas del autor, no solo de sus criaturas de ficción, con el héroe, o antihéroe, de Stendhal. Sorel es un infiltrado en un mundo al que no pertenece y sospecho que alguna vez Jarnés se sintió, ya que no infiltrado social, algo así como un arribista intelectual. Este chico de pueblo que se educó en un seminario donde, como era muy inteligente, aprovechó una formación humanística clásica, pasó de escribir una hagiografía de su hermano cura –Mosén Pedro—a la publicación más rigurosa y à la page del momento, Revista de Occidente, y del compañerismo con los muchachos a los que la pobreza, más que la vocación, había encarrilado hacia el sacerdocio, a codearse con Ortega y Gasset y los grandes de las letras españolas. Pero le quedó un resentimiento de desclasado O al menos cierto resentimiento discierno en la descalificación generacional de los poetas del 27, con quienes más de un rasgo tenía en común y a los que sin embargo llamó hijos de familias bien, que era como rebajarlos al papel de señoritos con pruritos líricos (y algo señoritos eran, para ser justos, pero su obra trascendía la adscripción pequeñoburguesa o burguesa a secas).

            Mención aparte merece el tratamiento de lo amoroso. Julián Sorel planifica la conquista de Madame Renal con el propósito de demostrarse su superioridad y sangre fría, pero en el desarrollo de su proyecto acaba enamorándose de la madre de sus tutelados. Adolfo --¿una referencia a la novela del tocayo Constant?—mantiene una relación con su cuñada Eulalia a la que hace pasar por hermana suya para facilitar las visitas al internado. Adolfo se siente culpable, a diferencia de Sorel y de Julio, a quien la perspectiva futura de la sotana no impide los amores mercenarios. En la novela siguiente Julio recordará de su periodo seminarista que “la mujer era para mí un tema de retórica escolar. O un aborto del infierno”. No es esa la impresión que transmite El convidado de papel; la culpa no ha sido obstáculo para que Adolfo goce de su amante y Julio se nos presenta liberado desde el principio de todo escrúpulo represivo en materia erótica. Si el amor es motor de las acciones en la obra de Stendhal, para Jarnés es el equivalente de la plena realización humana y, quizá por las torturas que podemos imaginar en el adolescente que estudiaba para cantar misa, la eliminación de la pacata moral católica se manifiesta en un tono reivindicativo de afirmación del cuerpo que, mal que le pese, lo aproxima a ciertos poetas contemporáneos suyos por los que no experimentaba simpatía. En Lo rojo y lo azul afirma que ”no se comienza a amar a la humanidad mientras no se logra ver desnuda, en soledad, a una linda mujer”, maximalismo ingenuo pero de apabullante sinceridad de ex-seminarista.

            Lo rojo y lo azul, que comienza y termina en la capital de provincia Augusta, es probablemente la novela menos deshumanizada, por seguir utilizando la contaminante terminología orteguiana, de las que escribió Jarnés. Aunque el autor no se resite a la tentación de los fuegos artificiales del ingenio, como en la descripción de las notas musicales a base de metáforas, asociaciones culturalistas y ensayos de greguerías (a cuyo inventor tampoco apreciaba Jarnés demasiado), encontramos alguna declaración de principios, con ciertos ecos freudianos, que mal se compagina con la asepsia de la pureza artística: “De sobra conocemos todos que la más bella construcción mental descansa en la premisa inflamada de un ímpetu carnal, en una pasión, en un vicio, en un vil contacto con la tierra”. De hecho, Julio Aznar descubre en estas páginas la capacidad de indignarse con la injusticia y la voluntad para involucrarse en la lucha social violenta, bien que se detendrá antes de dar los pasos definitivos. Inspirada en el fallido levantamiento anarquista del Cuartel del Carmen de Zaragoza en enero de 1920, el relato entrevera varias historias de amor igualmente fracasadas con la progresiva toma de conciencia política del protagonista. Si hacemos caso a su autor cuando afirma que ”suele ser la novela una biografía embozada, cuando no una desnuda autobiografía”, Lo rojo y lo azul refleja el debate interno de Jarnés en relación a los acontecimientos de la vida española, puesto que damos por descontado que no participó, ni siquiera durante sus preparativos, en el intento de sublevación cuartelera. El planteamiento moral en torno a la legitimidad de la violencia, aun cuando mueran inocentes, no queda resuelto por el mensaje de las palabras finales –“que aquel que no pueda gozar de una libre e intensa vida se encadene odiando”--, que sin duda irritarían, cuando menos, a quienes vivían en circunstancias que imposibilitaban de raíz esa vida intensa y libre. Igual que Fabrizio del Dongo –hemos cambiado de héroe stendhaliano—no llega a saber qué es una verdadera batalla a pesar de su presencia en Waterloo, Julio reacciona con un desmayo ante la propia impotencia para detonar la rebelión de cuyo desastre no será testigo.

            “Sé que el dolor está detrás de todo”, declara Julio Aznar en alguna página de la novela, y enseguida añade que solo siente “aquella parte del dolor que da a la armonía”. Esa determinación optimista choca con un momento anterior en el que el narrador acepta que el hambre, “el hambre verdadero, no reconoce más fascinación que el pan”. Creo que la dialéctica entre la aspiración a la armonía y la aplastante realidad del “hambre” –de las desigualdades, de la miseria de los oprimidos—obtiene en Jarnés la resignada síntesis que Arturo, otro desdoblamiento de Aznar, le aconseja a su amigo: que se conforme con hacer feliz a alguien ya que es imposible hacer felices a todos. Pero no quiero abandonar estas novelas en esa nota conformista. Jarnés es uno de los primeros narradores españoles en mencionar la inserción de las salas de cine en el paisaje urbano –dedicó al cine un espléndido volumen de ensayos, Cita de ensueños (1936)--, la novedad de las bandas de jazz y el derecho de la mujer a una sexualidad libre y satisfactoria, tan apartada de las ñoñeces de las clases conservadoras como de la caricatura de los relatos sicalípticos, de tanto éxito en su tiempo.  Por eso quiero terminar evocando el final de El convidado de papel: Julio  ha huido del seminario y su estimulante recorrido por el centro de la ciudad –“lejos de todos los museos de espíritus, lejos de los yertos laboratorios de almas”--, el encuentro con una mujer sobre el puente del río y una especie de alucinación erótica confirman el vitalismo que todavía nos engancha a la obra de Jarnés. Nadie ignora que esa ciudad moderna, Augusta, es Zaragoza y sabemos qué río observa Julio Aznar cuando conoce a la mujer soñada. Julián Sorel había llegado al Ebro.

Escrito en Lecturas Turia por José María Conget

   Drama Patrio apareció por primera vez en la colección Marginales en 1977, este interesante libro de Gil-Albert nos envuelve en el conflicto más grave de la historia de España: la Guerra Civil.

   El escritor nos describe el proceso que comienza a finales del siglo XIX con la llegada a la monarquía de Alfonso XIII, hasta el estallido de la Guerra Civil española, pero no lo hará como un ensayo cualquiera, comparando opiniones y extrayendo conclusiones, sino reflexionando sobre algunos acontecimientos que conoció de primera mano y que son tristemente conocidos por todos.

   Comienza ofreciendo una afirmación que sirve de base para explicar el desenlace del siglo XX y la Guerra Civil en sí. Se trata de las “instituciones” que empiezan a surgir en el siglo XIX y que condicionarán (ya sin posibilidad de cambio) la vida española en los primeros años del siglo XX: “Desde el fondo del siglo XIX nos llegan dos “instituciones” sin las cuales no puede entenderse bien el fundamento de la vida española: los caciques y el anarquismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 216).

   Esta existencia, el caciquismo, paraliza al país a la vez que desmoraliza a la sociedad y el anarquismo, va a traer al pueblo español la ruptura del orden público que se agudizará en la República Española.

   Es significativo, antes de seguir con el libro de Gil-Albert, revisar el gran estudio de Gerald Brenan El laberinto español donde el escritor británico, afincado en Málaga, afirma: “La época de mayor florecimiento del caciquismo hay que situarla entre 1840 y 1917; a partir de esta fecha, la aparición y consolidación de una verdadera opinión pública y un auténtico cuerpo de votantes empezaron a desposeerlos de su influencia” (Gerald Brenan, 1994: 36).

 

   Como señala Brenan, esta presencia va a constituir, sin duda, una merma para un sistema democrático que sólo a partir de 1917 encuentra su lugar.

   El escritor afirma en su famoso libro que las causas de la Guerra Civil se fueron gestando por el clima cada vez más enrarecido y excesivo (de violencia) que se desarrolló en la Segunda República. Pero el problema de fondo viene de antes: una monarquía indigna (según Brenan), los pronunciamientos militares del siglo anterior que podrían albergar esa misma posibilidad en el siglo XX, la Iglesia y su poder ya antiguo en España y el problema económico, la pobreza de gran parte del país.

   Dicho todo esto, se sitúa mejor el grado de intensidad del conflicto. Gil-Albert, en Drama Patrio, dice, coincidiendo curiosamente con las opiniones de Brenan, que la pobreza es inherente al país, y cita un artículo de Azorín, escrito en 1913 para un diario de La Habana donde el insigne escritor señala lo siguiente:“Ahora, sobre las calamidades tradicionales, centenarias, de la rutina, la ignorancia, la pobreza se añade la guerra”.

   Se refiere Azorín a la Guerra de Marruecos. Es interesante señalar lo que Gil-Albert dice sobre el conflicto: “No hay nada más triste que la historia de este protectorado, triste y anodino, cuyas escenas se podían contemplar, a diario, en las viejas revistas gráficas”. (220), y hará también mención del desastre de vidas que aquella guerra supuso: “Sangría impopular por lo sangrienta y por lo inútil” (Juan Gil-Albert, 2004: 220).

   Pasará luego a hablar del dictador Primo de Rivera, el cual ya apareció en un episodio de su Crónica General. Nos comenta Gil-Albert que la dictadura de Primo de Rivera fue bastante distinta a la del General Franco, el talante del dictador así lo demostró: “Fue éste  un  ensayo, endeble, del franquismo. El  dictador, gran señor andaluz de feria

y sarao, no era cruel y ni siquiera serio” (Juan Gil-Albert, 2004: 222).

   Dista mucho esta imagen benevolente de la que el escritor trazará de Franco, como luego veremos.

   El escritor alicantino nos cuenta que Ortega y Gasset había hablado bastante claro sobre la dictadura del General Primo de Rivera y, sin embargo, Don Miguel de Unamuno, en aquellos momentos, mantenía su pulso con el rey, más que con la dictadura, pese a que ésta le llevó al exilio.

   Unamuno es un hombre que, a lo largo de muchos artículos, va a criticar, al igual que Joaquín Costa, la clase dominante. Pero hay diferencias entre ellos, Unamuno cree en el pueblo, Costa no. Unamuno tiene una viva conciencia de religiosidad, Costa, sin dejar de ser creyente, no es practicante. Pero ambos desarrollarán en su obra una búsqueda de lo tradicional en el pueblo y no en sus dirigentes.

   Esta digresión es necesaria para entender cómo pensaban algunos de nuestros intelectuales a principios del siglo XX.

   Siguiendo con el libro de Gil-Albert, llegamos a lo más interesante, la descripción que supuso la aparición de la II República en España: “En un corto lapso de tiempo, el país experimenta, en lo más hondo de su fibra sensible, el paso de una ráfaga disonante que va de alegría esperanzada al encono vengador” (Juan Gil-Albert, 2004: 229).

   ¿Qué va a ocurrir en España para que se produzca el paso de una situación de alegría a un temor creciente y a una realidad que, como se verá poco después, será desesperada?

    La respuesta a este panorama viene muy bien descrita por Gerald Brenan en El laberinto español  cuando  nos  sitúa  en  la   época  del  Frente  Popular,  dice  así: “ La

Primavera y principios del verano se pasaron en una continua efervescencia: Solamente

en el norte y en Cataluña había una relativa tranquilidad. Huelgas relámpago de la CNT, terribles tiroteos entre socialistas y falangistas en Madrid, una iglesia quemada de vez en cuando por la F.A.I., era la regla diaria por doquier” (Gerald Brenan, 1994: 329).

   Como podemos suponer, en este clima tan violento la Guerra Civil se hacía casi inevitable y además, como muy bien señala Gil-Albert en su libro, un acontecimiento funciona como desencadenante de todo lo ya descrito por Brenan: “Cuando la República trata de meter en cintura a los dos poderes, la nobleza y el clero, comienzan a ocurrir, por la actitud intransigente de los denunciados de una parte, y de otra, por la explosión retardada de la hostilidad popular, los hechos consecuentes en cualquier lugar de la tierra, pero que adoptan entre nosotros una tradición genuina: invasiones de fincas, incendios de iglesias” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Vemos que Gil-Albert  sí encuentra en la Iglesia una responsabilidad en el conflicto que se desencadena en España, si bien el escritor alicantino va a condenar semejante violencia, la considera fruto de un carácter anárquico, el del español, que no encuentra medida en las cosas y no sabe gobernarse (para él se trata de un pueblo extremado en todo, desde tiempos medievales).

    Ataca en el libro a esa anarquía, pero también a sus causantes, culpables de esa situación injusta que estalla por doquier: “Pero olvidándose (el conservadurismo atacado) de que, con sus premisas endurecidas, es precisamente ese conservadurismo la clase, y la culpa, de la situación” (Juan Gil-Albert, 2004: 235).

   Señala el escritor muy acertadamente que ese poder de la clase dirigente, que podría haber creado un país próspero económicamente y equilibrado intelectualmente, no ha conseguido, en siglos, ese objetivo. Por ello se ha generado una pobreza y una injusticia que será la causa del gran desastre de la Guerra Civil española.

 

   Merece la pena mencionar cómo un dirigente, concretamente Azaña, no supo sopesar el clima terrible que se avecinaba, en un interesante libro sobre el famoso político español, titulado Entre el mito y la leyenda, su autora, M.ª Ángeles Egido León dice lo siguiente: “Pensaba que podía dominarlo todo desde el gobierno, que bastaría con actuar con firmeza y decisión y que los socialistas, a través de sus centrales sindicales, debían ser capaces de controlar a sus afiliados” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 341).

   Azaña no imaginaba una situación terrible para su país, confiaba (equivocadamente, según se vio) en su palabra. Ángeles Egido dice algo muy interesante sobre el político republicano: “Estaba acostumbrado a conseguirlo todo con la fuerza de su palabra o, lo que en Azaña era lo mismo, con la fuerza arrolladora de su razonamiento, siempre lúcido y  exacto, expresado a  través de la palabra” (M.ª Ángeles Egido León, 1998: 342).

   El conflicto bélico demostró que la palabra no servía, no era suficiente para parar a la izquierda y a la derecha en su sed de sangre. El resultado será, como señala Gil-Albert en Drama Patrio “un millón de muertos” (241). El escritor insiste en la responsabilidad de los dirigentes en su libro, no ya causantes del desastre, sino como responsables de una situación que no supieron detener.

   En su estudio nivelará Gil-Albert a los dos bandos, conociendo que la condición humana está hecha de crueldad y que, una vez abierto el baúl de los desmanes, ya no hay forma de parar la violencia: “Se mataron unos a otros con saña cainita”  (242).

   Además, señala que Europa entera tiene una responsabilidad sobre la Guerra Civil, por no haber hecho todo lo posible para detener semejante atrocidad: “La guerra  civil española quedará en los fastos contemporáneos como un caso rotundo de fracaso europeo” (Juan Gil-Albert, 2004: 243).

 

   Afirma Gil-Albert que Inglaterra y Francia, debido a los propios temores de la guerra mundial que se avecinaba, no intervinieron lo suficiente y prefirieron ser “habilidosas a honradas” (Juan Gil-Albert, 2004: 243-244).

   Pasará a contarnos la desigualdad de los ejércitos durante la Guerra Civil y no duda el escritor alicantino que el teniente coronel Rojo fue uno de los artífices de los mayores éxitos del bando republicano durante la citada guerra.

   Muy interesante es su opinión sobre el  papel del comunismo en la contienda. Su idea incide en que el comunismo atroz que intervino en la guerra para masacrar curas y gentes de derecha fue creado tras el levantamiento militar y no antes: “El comunismo había sido, hasta ese momento de la sublevación militar, un partido minoritario que contaba como afiliados a los obreros en primer lugar y que comenzaba a ser foco de atracción entre la clase intelectual…” (Juan Gil-Albert, 2004: 248).

   Ofrece Gil-Albert su opinión sobre las consecuencias nefastas del golpe militar: “Fue como resultas del levantamiento que las filas del comunismo se nutrieron del golpe. Y lo mismo ocurrió, en el campo nacional, con el falangismo” (Juan Gil-Albert, 2004: 249).

   No parece que piense así Pío Moa en su libro Los mitos de la Guerra Civil, cuando abre una brecha en esa categoría intelectual que Gil-Albert dota a los comunistas antes de la guerra. Pío Moa manifiesta que la violencia ya estaba presente antes del levantamiento militar: “Atacando a la república burguesa y  tachando al  PSOE de “socialfascista”, el PCE participó, no obstante, en la revolución de octubre del 34, hasta se distinguió en Asturias, en los últimos días de la revuelta, si bien en conjunto su papel fue auxiliar…” (Pío Moa, 2004: 108).

 

 

   Como vemos, no fue tan pacífica la actitud comunista antes de la guerra, como tampoco lo fue la que llevó a cabo los militantes de la Falange, sabemos que estos últimos cometieron graves asesinatos y actos de violencia callejera antes del estallido de la Guerra Civil.

   Aunque Pío Moa, debido a su ideología, considera que José Antonio y su grupo sufrieron graves atentados y tuvieron, por tanto, que responder, hay unas líneas donde delata que la Falange sí era una organización violenta en su fuero interno, nacida con el objetivo de dominar un amplio estrato de la sociedad española: “Resulta instructivo el paralelismo entre la Falange y el PCE. La ampliación explosiva de ambos en el curso de la guerra tiene, en parte, una explicación fácil: estaban mejor preparados, por su mística, disciplina y organización, para una situación bélica” (Pío Moa, 2004: 133).

   Merece la pena también dedicar unas líneas de reflexión hacia el movimiento anarquista. Los miembros de la F.A.I. hicieron graves actos de violencia en la guerra. Gerald Brenan, en El laberinto español, reflexiona sobre el anarquismo: “A nadie le puede quedar la menor duda de que si los anarquistas hubieran ganado la guerra, hubieran impuesto su voluntad no sólo sobre la burguesía sino sobre los campesinos y los obreros sin la menor compasión” (Gerald Brenan, 1984: 222).

   La historia está plagada de hechos parecidos, el comunismo soviético de Stalin fue una gran masacre y una ofensa, por su violación de derechos humanos, para el mundo civilizado, y el pueblo que se rebeló a los reyes en La Revolución Francesa estaba dotado de una crueldad no menor que la de sus enemigos.

   Gil-Albert nos cuenta en su libro que ambos bandos estaban preparados para la barbarie, y señala un acontecimiento muy importante que hoy ha despertado gran interés por   la   aparición  del   impactante   libro  de  César  Vidal   Checas  de  Madrid:   “Los comunistas, racionalistas extremos a quienes toda acción desorbitada irrita, montaron el rigor legal, por decirlo así, de las checas, de cuyo funcionamiento subterráneo estaba excluida toda debilidad” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Sobre este acontecimiento terrible de las checas (las cárceles que se organizaron para fusilar gente de derechas por parte de socialistas, comunistas o anarquistas), cuenta César Vidal en el libro que se escogieron conventos o lugares de culto católico para organizar las famosas checas, por ejemplo, el convento de las Salesas Reales de la calle de San Bernardo, número 72,  se convirtió en una célebre checa.

   Es necesario recoger, por escalofriantes y necesarios para el conocimiento de una época terrible, los métodos de tortura que se aplicaban en estas checas de Madrid : “Así, en la checa comunista de la Guindalera, sita en la calle Alonso Heredia número 9, en el interior de un chalet conocido como “El Castillo”, se recurría además de a las palizas a la aplicación de hierros al rojo y a arrancar las uñas de los dedos de las manos y los pies” (César Vidal, 2003: 91).

   Como podemos observar, la violencia no tenía límites, el sadismo de los torturadores prueba la crueldad inherente a la condición humana. Vidal nos cuenta también que los torturadores, jactándose de sus “actos heroicos”, llamaban “corridas de toros” a las sesiones de tortura.

   Todo ello se hizo con la connivencia del Frente Popular  y  de  sus   dirigentes, lo que

resulta desolador,  como señala de forma muy documentada el libro. Al final del mismo, viene una relación de asesinados en Madrid y su provincia bajo el gobierno del Frente Popular (desde julio de 1936 a marzo de 1939). La lista abarca 11.705 personas, es  estremecedor, porque muestra el salvajismo y la  crueldad  que se llevó a cabo, por parte

 

de unos y de otros, en esos terribles años.

   Gil-Albert, sentencia claramente que la brutalidad era patrimonio de ambos bandos: “En la guerra civil nadie escapaba a su poder (de la justicia militar nacionalista). Tomadas las ciudades, la caza del republicano, o del obrero, se organizaba con la misma avidez de represalia que, en el campo contendiente, la del fascista o del cura” (Juan Gil-Albert, 2004: 251).

   Dejando a un lado todo este horror, me detengo en otro suceso relevante, la actitud de los intelectuales ante la barbarie que se estaba cometiendo. El escritor alicantino, en Drama Patrio, nos señala que el exilio o el silencio ante esta oscura época fue el resultado principal en la posguerra: “Ortega y Gasset consideró los desmanes y, abochornado, se expatrió. Otros, como Azorín y Baroja, los repudiaron con su silencio aunque justo es añadir, también, que durante los años franquistas no dedicaron una sola palabra de loa al vencedor” (Juan Gil-Albert, 2004: 252).

   Cuenta en el libro otros casos de repulsa de intelectuales como el ya conocido caso de Antonio Machado que murió muy pronto en Colliure (Francia) o el de Juan Ramón Jiménez que se exilió a Puerto Rico.

Acerca de este interesante tema, hay que tener en cuenta un libro que ha aparecido recientemente, escrito por Jordi Gracia y titulado La resistencia silenciosa. Dicho libro examina el comportamiento de intelectuales  durante el  franquismo  y    nos ofrece datos y páginas muy curiosas para conocer actitudes y comportamientos ante la  notoria

barbarie acaecida en España: “Debieron de ser todos muy cobardes, sin duda, pero reconstruyendo lo que pensó y lo que hizo Baroja en plena guerra, escribiendo en París, publicando en Buenos Aires y suspirando por Itzea, aparece como el menos cobarde de todos” (Jordi Gracia, 2004: 94).

 

   Se refiere Jordi Gracia a intelectuales tan importantes como Ortega, Marañón o Azorín. El escritor ofrece claves importantes para descubrir cómo algunos ya habían adulado al régimen (caso claro de Marañón o el falangista Dionisio Ridruejo) y otros callaron ante injusticias graves que se cometieron como en el caso de   Ortega y   Gasset

(Antes de la Guerra Civil muchos creyeron que la derecha era mejor garantía de orden que el avance comunista).

   Jordi Gracia escribe sobre algunos de ellos: “El mundo al que se refiere Baroja (en el libro Ayer y hoy), que es el  París de la guerra, muy probablemente se tiene en la cabeza a él mismo, a Azorín, a Marañón, a Pérez de Ayala y quizá unos cuantos más a quienes el “miedo y la prudencia” les ha borrado las ganas de “vanidad y exhibicionismo” para hacerlos “gente tímida y asustadiza” y hasta algo más” (Jordi Gracia, 2004: 95).

   Se refiere el escritor catalán a la no aparición de un manifiesto claro de repulsa de todos ellos para que existiese un mínimo de humanidad en el trato de detenidos y heridos en la Guerra Civil.

   Como podemos ver, Pío Baroja (para Gracia) fue el que mostró una repulsa más clara en multitud de artículos escritos durante mucho tiempo condenando a fascistas y comunistas por igual.

   Baroja reeditó en Santiago de Chile los artículos publicados en forma de libro antes de 1938, llamado Ayer y hoy donde se explicitan las condenas a todos ellos y al nuevo poder en España, es decir, al régimen de Franco.

   Hay páginas muy interesantes en el libro de Gracia, críticas muy duras al doctor Marañón o a falangistas como Pedro Laín Entralgo o Eugenio D´Ors. Para el escritor catalán es la figura de Juan Ramón Jiménez, una de las más sinceras y valientes, junto a Baroja, a la hora de condenar la Guerra Civil y el  régimen de Franco.

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   Volviendo al libro de Gil-Albert, sus últimas páginas están dedicadas al resultado de toda esta contienda, una época que no le gusta al escritor alicantino porque considera que está basada en la falta de libertad y en la mentira.

   Recojo unas líneas de Drama Patrio en su apartado final que merecen nuestro interés: “Una inmoralidad general, no de superficie sino de fondo, y que tiene como base la mentira masticada por todos, gobernantes y gobernados, ha convertido a las clases burguesas, y a un gran sector popular, en una nación de apolíticos, de arribistas y de descreídos, cuyo afán es el medro, la diversión y la comodidad: panem et circenses” (Juan Gil-Albert, 2004: 257).

   Para el escritor, atendiendo a su ética de hombre libre, que desea la libertad para todos, la dictadura ha provocado una gran mascarada, donde la mediocridad inunda todo. Un país con censura, sin verdaderos derechos, presidido por un sistema donde el culto a la Iglesia católica y al Ejército lo son, lamentablemente, todo.

   Naturalmente, en este ámbito de desolación, la figura del Caudillo tiene mucho que ver y a él le dedica las últimas páginas de este  interesante estudio de una época sesgada por el conflicto bélico.

   Los comentarios que Gil-Albert dedica a la figura de Franco  nos  demuestran que el escritor considera al dictador como un personaje del siglo XIX, de aquellos que llevaban a cabo pronunciamientos militares, de esos generales escasos de cultura que, haciendo uso de la fuerza, tomaron el poder en España.

   Cito esta impresión: “El Caudillo es hoy, más que nada, un ídolo aureolado por el miedo y la superstición. No se le quiere, más que por los suyos” (Juan Gil-Albert, 2004: 258). Considera  al  dictador  como  un  hombre poseído por una “gracia de Dios” que  le   llevaba   en   sus   discursos   a   citar   comentarios    sobre   la  Cruzada  española  y

 

desmanes semejantes.

   Considera también  al Caudillo como un hombre aislado, incapaz de abrir sus horizontes y, por ende, los de España, envuelto siempre en una retórica beata y retrógrada: “Inmovilizado dentro de su red de premisas arcaicas, Franco ha sucumbido, inevitablemente, no importa que se disfrace de paisano, a la parálisis” (Juan Gil-Albert, 2004: 258).

   Le acusa de no postrarse ante el Papa, de no viajar al otro Continente, es decir, de no ejercer como líder, sino como lo que realmente fue, un poso de tiempos arcaicos, recluido como Felipe II en su Escorial para vergüenza de los tiempos.

    Termino este interesante estudio de esta obra clave (por su temática y su visión cronológica brillante sobre los antecedentes de la guerra y sus consecuencias) con las opiniones de Paul Preston sobre el comportamiento del Caudillo ante la corrupción: “Franco nunca mostró el menor interés en detener los sobornos, sino que se valía de su conocimiento de ellos para aumentar su poder sobre los implicados” (Paul Preston, 2001: 46).

   Y cuenta también Preston que no recomendaba a los que le informaban de la corrupción, sino que éstos eran delatados por  el Caudillo a los culpables (los corruptos)

de dicha acusación.

   Hay muchos detalles interesantes, pero sería muy extenso y nos saldríamos de nuestro objetivo, la visión que Gil-Albert tiene del personaje, la desconfianza del escritor a una España que progrese en semejantes circunstancias. En su libro Drama Patrio ya nos revela que la mentira y la vulgaridad han fundamentado el sistema franquista.

   Aún así, sí quiero señalar un último apunte del libro de Preston para que podamos comprender  que  lo  que  más odia el  escritor alicantino en Franco es su incompetencia

 

para abrir un proyecto de España. Cito una última línea del  libro de Preston donde escribe sobre la escasa cultura del Caudillo: “Desde el comienzo de sus años en el poder, raramente leía libros, miraba por encima los periódicos y se interesaba poco por la cultura o por el arte” (Paul Preston, 2001: 57). Lo dice muy bien el escritor, cuando indica que no parecía el hombre preparado para mejorar España, como también señaló muy bien Gil-Albert en su libro.

   Hemos podido ver que el escritor alicantino mostró una sinceridad tanto en el exilio, como a su vuelta a España en 1947. Fue un hombre incapaz de hacer cualquier acercamiento a un régimen que detestaba y su falta de prisa y su decencia le llevaron a esperar un mejor momento para que algunas de sus obras más polémicas pudiesen publicarse.

  El caso de Gil-Albert en su crítica a la dictadura es semejante al que Gracia citaba en Baroja o Juan Ramón Jiménez. Pero hay otro caso admirable, el de Pedro Salinas, el cual no cesó de manifestar su odio a los fascistas en cartas y artículos. En sus cartas a Katherine Whitmore le declarará la repugnancia que siente hacia el comportamiento de algunos intelectuales como Ortega o Salvador de Madariaga y en 1941 escribió: “Ortega, franquista; Ramón (Gómez de la Serna), franquista. Y Pérez de Ayala. ¡Marañón en París, colaborando con los alemanes!” (estas líneas están extraídas del estudio de Jordi Gracia ya comentado, 2004:177).

   Termino este repaso a Drama Patrio que, si bien se escribió en 1964, no vio la luz hasta 1977. Nos preguntamos por qué este período de oscuridad en un libro tan interesante. Podemos imaginar que en un país donde la censura franquista ponía cortapisas a muchos libros, este testimonio fuera censurado y no pudiera vivir en libertad como muchos hubieran deseado.

 

   Como hombre arraigado a su país y como hombre sensible que deseaba un mundo más libre, podemos entender el exilio inevitable ante la demencia de la Guerra Civil. Al volver a España, se centró en su afán de conocer todos los aspectos de la historia de su país, al igual que mostró su interés por el arte en general. Su ética le llevó a denunciar en esta obra un mundo regido por la mediocridad, haciendo del libro un gran testimonio de su sentido ético de la vida. Hoy nos parece mucho más valioso porque nos sirve para reflexionar en la distancia y no olvidar lo que cuenta tan brillantemente en sus páginas.

 

CONCLUSIÓN: DRAMA PATRIO, UNA CRÍTICA DEMOLEDORA CONTRA TODA IDEOLOGÍA

 

   El libro de Gil-Albert no sólo constituye un repaso a los antecedentes de la Guerra Civil española, sino que es una crítica demoledora contra toda ideología.

   El escritor alicantino pertenece, por su origen, a un mundo conservador, pero las circunstancias que se manifestaron a partir del año 1936 le llevan a expresar sus ideas republicanas. Es consciente de los graves errores de los políticos dirigentes, pero no por ello puede apoyar la rebelión de los militares. Su contribución a la revista Hora de España y su alianza con los intelectuales antifascistas prueba su compromiso ético con la República.

   El libro es, también, una dura crítica contra los excesos de ambos bandos, ya que tanto la izquierda como la derecha cometieron atrocidades en la Guerra Civil. Para Gil-Albert, las promesas del comunismo como un sistema justo para el mundo entran en grave crisis, tanto por los múltiples asesinatos que se cometen en los años de la Guerra, como por el fracaso del comunismo en el mundo. La figura de Franco, su incompetencia, es otra de las críticas claves del libro. La falta de libertad, la presencia omnipotente de la Iglesia, demuestran que el país abunda en la mediocridad y en la ignorancia.

 

 Por ello, el libro es muy interesante, demuestra que el escritor alicantino no tiene ningún reparo en manifestar su discrepancia con un régimen que ha abolido la libertad como principio básico.

  Los comentarios de Gil-Albert me han servido para profundizar en algunos de los problemas que España vivió en el siglo XX. Por ello, he considerado oportuno citar las opiniones de diferentes escritores sobre la Guerra Civil, sus orígenes y sus consecuencias.

   Considero un apartado interesante el dedicado a la posición de los intelectuales en la posguerra española. La decisión de algunos de adherirse al régimen y de otros de criticarlo con dureza, muestran la diversidad ideológica de España. Algunos de los intelectuales citados en el estudio no mostraron su discrepancia con el régimen, por no perder su posición en el mismo.

   Termino insistiendo en la talla de un hombre como Gil-Albert que pudo, debido a su situación económica privilegiada, adherirse al bando de los vencedores de la Guerra Civil, pero que, por compromiso ético, mostró siempre su disconformidad con el régimen de Franco.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

16 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Me piden de la revista Turia que les envíe algún escrito inédito, e imagino que seguramente querrán un capítulo de una novela que se esté horneando, un cuento, lo que se dice un trabajo de creación, pero el horno de casa sigue apagado y la masa fría. Defraudando seguramente las expectativas de los editores, busco en los cuadernos en los que, con escasa disciplina, vengo anotando opiniones y recuerdos desde mediados de los años ochenta, y selecciono algunas notas que tienen como banda sonora común un fondo de violencia. Me parece que pueden cobrar algún sentido en estos tiempos en los que, cien años después de la Primera Gran Guerra, se sigue cavando en la inmensa trinchera que va desde Estonia hasta Afganistán. 

  

26 de febrero 2006

Colocando los libros, aparece un tomito minúsculo cuya existencia no recordaba: Textos sobre el poder negro. Me pongo a leerme algunos de Malcom X, duros, violentos, con una claridad de ideas cegadora, textos que sólo puede escribir alguien que está muy seguro de quién es su sujeto histórico y social, el que él define como el negro campesino (el que quiere la tierra), el negro nacionalista (el que aspira a la nación negra) y el negro que desea hacer su revolución, la revolución negra, y sabe que tendrá que hacerla con sangre (la revolución es la tierra, el poder; y nadie cede la tierra y el poder sin sangre). Malcom X no quiere una revolución de negros, sino la revolución negra. En estos tiempos en los que la violencia del islamismo ha pasado a primer plano, sorprende encontrar un texto de Malcom X escrito en el 63 en el que reclama El Corán como religión de venganza. Imagino que este texto que yo no he vuelto a leer desde hace treinta y cinco años, actualmente debe ser de enseñanza obligatoria de jóvenes islamistas en las madrasas de los suburbios estadounidenses. Admira su potencia verbal, su lógica, su definición implacable del mecanismo social. Al leerlo, qué blandos y falaces parecen tantos y tantos textos de política y sociología difundidos en los últimos decenios. Pienso en lo que, desde el poder occidental, han tenido que hacer para liquidar cabezas como ésa, con un mensaje tan claro y poderoso, tan bien armado (en todos los sentidos): corrompieron, asesinaron, infiltraron, hundieron a tres generaciones en un basurero de drogas adulteradas, delación y miseria. Aún están ahí en ese oscuro batiburrillo de sangre de Oriente Medio.

 

El texto (con la historia de la niña china matando a su padre, un chino-Tom) resulta escalofriante, insoportable para nuestra moral, pero nadie puede negarle la lucidez. El poder no se toma por las buenas. Leo a Malcom X y en su cortante prosa resuena Maquiavelo, a quien leí días atrás (por cierto, en uno de los textos Malcom se refiere a los bombardeos a las iglesias de los negros; treinta o cuarenta años después, los periódicos de estos días informan de numerosos incendios en iglesias baptistas del sur de los Estados Unidos: nuevos capítulos para añadir a los discursos del activista de los Black Panters).

 

Algunos ejemplos de la potencia verbal de Malcom X:

“si fueras norteamericano no vivirías en un infierno. Vives en un infierno porque eres negro. Tú vives en un infierno y todos nosotros vivimos en un infierno por la misma razón.

Así que todos somos gente negra, eso que llaman “los negros”, ciudadanos de segunda, exesclavos. Ustedes no son más que exesclavos. A ustedes no les gusta que se lo digan. Pero, ¿qué otra cosa son? Son esclavos. No vinieron en el Mayflower. Vinieron en un barco de esclavos. Encadenados como un caballo, o una vaca, o una gallina. Y los trajeron los que vinieron en el Mayflower, a ustedes los trajeron los llamados Peregrinos o Padres Fundadores de la Patria. Ellos fueron quienes los trajeron aquí”.

 

En otro discurso (éste del 64), dice: “¿quién es el que se opone a la aplicación de la ley? El propio departamento de policía. Con perros policías y con garrotes. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación, ya se trate de la enseñanza segregada, de la vivienda segregada o de cualquier otra cosa, la ley estará de parte suya y el que se les ponga en el camino deja de ser la ley. Está violando la ley, no es representativo de la ley. Siempre que ustedes se estén manifestando contra la segregación y un hombre tenga la osadía de echarles encima un perro policía, maten a ese perro, mátenlo, les digo que maten a ese perro. Se lo digo aunque mañana me cueste la cárcel: maten a ese perro”. Poco tiene que ver esa violencia que sacudió nuestra juventud con lo que estos días muestran las televisiones, las radios, aprovechando el treinta aniversario de la muerte de Franco: Beatles, hippies, Mary Quant, canciones de Joan Baez y Dylan, florecitas trenzadas en los cabellos, velas. Eso estaba más bien como contrapunto de la verdadera discusión acerca de cómo desalojar del poder al dictador, una discusión violenta, terrible, que era ponzoña, porque nadie está fuera de su tiempo, y ése fue nuestro tiempo. La gran discusión: Ballots o bullets. Todo nuestro idealismo adolescente no conseguía convertir ese malestar en cosa de broma. Pero no sólo era –Malcom X como prueba- un tema español. Era la vigilia de la revolución mundial. No parecía tan lejos. Al capitalismo se le había ido de las manos el poder en medio mundo, y en la otra mitad lo defendía sin parar en mientes. Napalm, guerra química, y degollina. Luego ha restablecido más o menos sus modales corteses, pero, al menos desde la revolución rusa, no había sido así (¿y antes? ¿y esa criminal acumulación de capital en las fábricas de Mánchester, en los campos de algodón de las colonias?, ¿en los de caña, en los de café?, ¿en los latifundios andaluces y extremeños?: A Delibes aún le dio tiempo de escribir Los santos inocentes): a mediados de los sesenta y principios de los setenta, se mataba en Vietnam, en Camboya, en Indonesia. El sudeste asiático se bañaba en sangre. Y también buena parte de África; y América Latina: Bolivia, Perú, Colombia; aún estaba por llegar lo peor en América Latina: las dictaduras de Chile, de Argentina, de Uruguay, las matanzas en Nicaragua, en El Salvador… Era la sangrienta lucha final. A vida o muerte. Veíamos estallar los conflictos cada vez más cerca: la tentación de la muerte se había instalado en Europa: los Baader-Meinhof en Alemania; las Brigate rosse, en Italia; Eta, Frap y Grapo entre nosotros. En aquellos años violentos, se permitió todo. Se fomentaron los golpes de Estado, las guerras sucias, los grupos armados fascistas; se emponzoñó el movimiento izquierdista europeo –infiltrado por los servicios de información, encanallado, encauzado hacia la violencia ciega- y se persiguió de todas las maneras posibles a los Panteras Negras hasta eliminarlos: los reventaron a balazos y a chutes de heroína. Malcom X cuenta las maniobras de los Kennedy para inventarse la figura de Martin Luther King como forma de encauzar el por entonces incontrolable movimiento negro. Malcom X odia a Luther King, al que considera un miserable tío Tom. Lo de I had a dream le parece un eslogan propagandístico inventado y puesto en circulación por los servicios secretos, para dividir un movimiento negro activo, virulento, que no toleraba componendas. Así –y no como hoy nos cuenta la tele- fueron los últimos sesenta, los primeros setenta. Hoy, los vencedores –el pegajoso conglomerado- han restablecido la historia única y algodonosa, lectura unidireccional. No triunfaron los demócratas, ni los republicanos: triunfó la máquina. Los socialdemócratas presumen todavía de que, con ellos, los bancos pueden exhibir paz social y, al mismo tiempo presentarles a sus accionistas mejores resultados económicos (nos lo repiten estos días aquí en España). Nuestro socialdemócrata Zapatero se muestra orgulloso de que las multinacionales y la banca repartan mejores dividendos que cuando gobernaba el PP. Además, se supone que nuestro Bambi es más simpático que aquel ceñudo Aznar.

Malcom X señala la conferencia de Bandung como el lugar en que se escenificó la aparición de contrapoderes. El grupo de países allí representado se convirtió en el gran objetivo a batir. Basta leer en los libros de historia la evolución posterior de cada uno de ellos para calibrar la cantidad de sufrimiento que supuso esa guerra del capitalismo para recuperar su estatus de modelo único, perdido desde la Revolución rusa, reconquistar parcela a parcela los países perdidos en Asia y en África. Hay que leer lo que cuenta Malcom de la Marcha sobre Washington y comparar su versión con lo que los reportajes de la televisión y las películas que hemos visto nos cuentan: comparar las versiones es una lección de historia, que debería proponérseles a los escolares. Martin Luther King no sale nada bien parado. Y ni siquiera a él fueron capaces de tragárselo, ni a los que Malcom X supone que se lo inventaron: Luther King, los Kennedy, Malcom X, todos asesinados.

 

 2 de julio 2006

Antes de acostarme, me pongo El triunfo de la voluntad, de Leni Riffenstal en un dvd que ayer me compré en Valencia, y que incluye también Olimpia. Hitler convirtió a toda esa gente que llena la pantalla en intérprete de un espectáculo total, con momentos de casi insoportable sobrecarga escénica: por ejemplo, ése en que las brigadas de trabajadores empiezan a preguntarse unos a otros en voz alta: ¿Tú de dónde vienes? Y  responden: Yo de tal sitio, y de nuevo la pregunta, Tú, ¿de dónde?, y la respuesta: yo vengo de tal otro, y, en todas las ocasiones, acompañan su respuesta con una frase corta de extrema artificiosidad, que define el lugar nombrado con una característica. Visto ahora, resulta casi imposible creer que esos hombres fueran capaces de decir cosas como que el sitio del que proceden está en los sombríos bosques, u –otros- en los húmedos pantanos. Leen un guión aprendido, pero se han prestado a hacerlo y se supone que no sienten pudor, o vergüenza. El poder del teatro para meterte en su código, aquello que decía La Capria del Huis clos de Sartre, que convierte en estupenda obra de teatro elementos que, fuera de esa trama, serían ridículos. Si te dejas llevar, el teatro te introduce en un mundo que tiene reglas diferentes. Me digo que debería ponerme la película en otra ocasión para reproducir en este cuaderno la secuencia, con los diálogos completos. Hitler y la Riffenstal han invitado a esos hombretones a participar en una obra de teatro colegial, de guión dudosamente creíble, y ellos cumplen con docilidad, ilusionados con su papel. Influye en esa impresión el tono de voz en el que se les pregunta, que es a gritos, y con qué orgullo responden ellos, que se negarían a decir cosas así en cualquier otro lugar, porque se sentirían ridículos. Sin embargo, en este caso se sienten fascinados por el lenguaje que suponen propio de la cultura, un lenguaje elevado, y aceptan el juego que creen que los levanta por arriba de su prosaica existencia cotidiana. Ése es el hechizo de la cultura que en tan peligrosos convierte a los brujos que manipulan la combinación de los ingredientes del bebedizo y gradúan la dosis. Me deprime terriblemente esa sensación humillante. Uno ve la película setenta años más tarde y sabe a lo que llevó todo ese ajetreo, las banderas, lítores, pendones, tambores, uniformes, gritos, tirones de brazo y paso de la oca. El teatrillo infantil. Ves desfilar a esos jóvenes sabiendo que se convirtieron en carniceros antes de cumplir el papel de ovejas en el inmenso matadero. Mataron y se dejaron matar. Gimieron, lloriquearon y ensuciaron los pantalones antes de morir. Ves la película, miles y miles de ojos espléndidamente fotografiados, bocas, manos, caras, músculos, y te preguntas cuántos de ellos llegaron con vida a la primavera de 1945: sólo diez años después de que el documental se rodara, ya era carroña la mayor parte de la carne humana fotografiada por Riffenstal. Y la que quedaba con vida se había convertido en deshecho. Durante la hora y media que dura la película, no consigo apartar de mí una telaraña, un pesar que me encoge el ánimo.

 

En los desfiles que aparecen en la película consiguen ponerme especialmente nervioso los momentos en los que los participantes se ponen a marcar el paso de la oca: me desazona la forma en que levantan al unísono la pierna a cada paso. La precisión y la velocidad a la que lo hacen convierte a esos hombres en una especie de figuras mecánicas movidas por un resorte, sin que, por ello, las figuras dejen de ser sospechosamente humanas, un ser humano al que le hubieran puesto un motor ajeno, le hubieran cambiado desde dentro el juego de sus articulaciones. Los miras marcar el paso de la oca y tienen algo de animalito agresivo (la velocidad con que levantan y bajan las piernas; la rapidez con la que avanzan, el modo cómo yerguen la cabeza, transmiten esa impresión de agresividad animal, pollos o patos furiosos que quieren picotear a un intruso que se ha metido en el corral), pero también de juguete mecánico, aunque todo eso no anula la visión de que se trata de seres racionales que aplican ese forcejeo sobre el propio cuerpo como metáfora del retorcido esfuerzo al que deberá someterse la sociedad que ellos moldeen, la que formen, deformen o conquisten. El complejo juego de símbolos me llega cada vez que veo pasar por la pantalla a un batallón marcando ese paso. Si los que aparecen marcando el paso de la oca son los dos o tres oficiales que preceden al grupo, y la cámara los muestra así, aislados, aunque sigue predominando en su manera de avanzar lo animal -aves zancudas en ejercicio de un juego de coquetería-, hay también una afectación ridícula en sus movimientos: viejas damas pintarrajeadas que se pavonearan ante un grupo de jovenzuelos, convencidas de su capacidad de seducción. Yo le encuentro muchos rasgos femeninos al pavoneo castrense, me ha ocurrido presenciando otros desfiles: como si la marcialidad, así ordenada, milimetrada, codificada en toda una serie de llamativos movimientos, limitase con el ballet, con las contorsiones de las coristas en una revista musical, lo cual, además, no tiene nada de extraño ya que el orden de los ballets de revista se ha inspirado no poco en la quincalla bélica: no me refiero ahora a los amoríos entre oficial y corista, Millán Astray-Celia Gámez, ni a la asiduidad con que la milicia llenaba los teatros de variedades. Cuántas veces no hemos visto en los teatros de varietés a las chicas desfilando con pícara marcialidad y cargando sobre el hombro con un fusil o con algo que lo representa o sustituye. La supervedette, encabeza el desfile o se pone en el centro cuando las chicas se abren en abanico sobre el escenario, y, a veces, lleva una gorra de plato.

 

También resulta muy femenina la forma en que Hitler extiende y recoge el brazo para hacer el saludo a la romana, en él se trata de un gesto más coqueto que marcial, casi un guiño para entendidos (entre los gays se dice, ése entiende, cuando se reconoce a alguien afín) en una fiesta multitudinaria, coquetería que se prolonga en el recogimiento con que recibe los aplausos y vítores de la multitud (obsérvenlo: una quinceañera a la que su novio le dice al oído algo turbador, escabroso. Chaplin lo descifró muy bien en su película: esos mohines). Aunque, a medida que sus discursos avanzan, los gestos se vuelven más explícitos, más teatrales, el movimiento de ojos, brazos y manos se acerca a lo convulso, se escapan del espacio femenino, se descontrolan, y remiten más bien a los catálogos de síntomas que se explican en los tratados de psiquiatría.


15 de diciembre de 2007

Viaje relámpago a San Sebastián. La playa de la Concha desde una habitación del Hotel Londres y desde la cristalera de la cafetería. La mañana, muy fría, despliega un cielo purísimo, una luz que fluctúa entre el acero y el oro. Todo se recorta con nitidez, sobresale, reluce: el barrio de pescadores al pie del Urgull, las torres doradas del Ayuntamiento, un pretencioso juguete. El mar es una lámina, espejo sobre el que se reflejan las edificaciones como en una acuarela impresionista: colores levemente desvaídos, finísimos. En esa calma, sorprende el borde de espuma de las olas al romper en la playa, formando un impecable arco de circunferencia: entre las boyas dispersas en la bahía se ven las cabezas cubiertas con gorro y los brazos que se levantan rítmicamente por encima del agua: son las nadadoras del Club Atlético, mujeres maduras –algunas, ya ancianas- que ni siquiera esta gélida mañana de diciembre renuncian a su baño diario. El termómetro que hay a pocos metros del hotel marca dos grados por encima de cero.

 

A las once de la mañana ya estamos tomando riojas y unos pinchos –mis añoradas gambas con gabardina, crujientes y esponjosas, como hace años que no las tomo, una delicada tortilla- en una tasca que se llama Paco Bueno, en el barrio viejo. Mientras damos cuenta de nuestra consumición, el propietario cierra las puertas metálicas porque hay convocada una huelga general de dos horas en protesta por la ilegalización de Batasuna. Permanecemos en el interior del local, en compañía de unos cuantos hombres con aspecto de jubilados, varios de ellos tocados con txapelas y con ese aspecto tan característico de la tierra: tipos humanos polisémicos, porque parece que concentran en su físico rasgos campesinos, arrantxales y urbanos, como si para tallar sus caras hubieran trabajado en equipo el mar, la tierra y la ciudad, también su pausada manera de caminar, el tono de su voz es extraña mezcla de mar y montaña, de lo rústico y lo urbano. Cuando salimos, las calles que media hora antes bullían de actividad, se han quedado desiertas, reina un ambiente como de mañana de domingo. La ciudad está acostumbrada a estas peculiares ceremonias cívicas que todo el mundo cumple con la misma mezcla de devoción e indiferencia que en los años cincuenta se tenía en las ciudades castellanas por la liturgia religiosa: cumplimiento del deber de conciencia en unos, y en otros un variable temor a perder la consideración por parte de la sociedad; en muchos, una confusa mezcla de ambas cosas. Ser un buen católico te colocaba en una escala de valores que te amparaba más como ciudadano que como persona, salvaba tu día a día más que tu aspiración a la eternidad.

 

En el apacible callejeo, mis acompañantes saludan a buena parte de la gente con la que nos cruzamos, al estilo de quien es alguien en una pequeña ciudad; la gente viste bien, con ropa de calidad y marca, y muchas de las señoras que pasean en pequeños grupos o que caminan a solas, se enfundan en caros y elegantes abrigos de pieles que entonan con la calidad de la arquitectura, el buen gusto de lo que exhiben los escaparates, o la excelencia de los productos que se exponen en la barra de la taberna que hemos abandonado hace un rato: el conjunto transmite la imagen de una sociedad refinada y opulenta lo que, para quien viene de fuera, convierte en bastante inexplicable que, por debajo, exista ese violento enfrentamiento entre españolistas y nacionalistas, y sea uno de los puntos del mundo en que se libra una guerra. No cabe en la cabeza que por detrás de las ostentosas joyerías (consagración de lo eterno) o tiendas gourmet (celebración de lo efímero), por debajo de las elegantes instalaciones de este hotel con sus pretensiones decorativas de vieja aristocracia british, se muevan fabricantes de explosivos, pistoleros que le aprietan a alguien la bocacha de un arma en la sien o en la nuca, confidentes con las manos manchadas de sangre, policías torturadores, pistoleros y matones. Me esfuerzo por armonizar esa doble imagen, por superponer los dos planos ajustando los perfiles de una y otra para que formen una sola figura, pero me cuesta, no lo consigo, más aún cuando por la noche ceno con los organizadores del acto en el que he intervenido, en un saloncito privado del Kursaal. El camino hasta allí: la arquitectura del Victoria Eugenia y el Casino, los globos luminosos del elegante puente del Kursaal, todo tan belle époque, tan hecho para gustar, y esta gente afectuosa, amigable, tan civilizada, tan acostumbrada a comer y beber bien, tan amiga de cocineros y artistas, atravesada por esa latente pulsión de violencia: cuadra todo muy mal, el hedor de la sangre, los miembros esparcidos en mitad de esta calle que pisan zapatos elegantes. El centro en el que he dado la charla se llama Ernest Lluch en memoria del socialista asesinado por Eta. Las luces de Navidad componen consignas políticas –ASKATUT, leo- como si pudiera existir una lucha que compaginara la sangre con el buen gusto. Sí, ya lo sé, el nacionalismo, Franco lo exacerbó, claro que sí, yo estuve en Carabanchel por apoyar a los vascos en el siniestro consejo de guerra que se conoció como Proceso de Burgos, conviví en Carabanchel con Sabino Arana Bilbao, uno de los condenados en el proceso (evidentemente, no el ideólogo decimonónico Sabino Arana Goiri), inteligente y generoso, y con un muchacho bueno y noble que se llamaba Iñaki Aizpuru Zubitu, los recuerdo con afecto, claro que sí, era el franquismo, había que enfrentarse a él, pero Franco se murió hace más de treinta años, y antes de Franco fue lo de Isabel II, fueron las guerras carlistas, el clericalismo y antirrepublicanismo de una gente que luchaba contra esa frágil flor que fue la I República, los siniestros vaticanistas de El intruso de Blasco Ibáñez, los curas montaraces, el oscuro mugido de violencia del que nos habla en sus novelas Baroja y, con una lucidez hiriente, Sánchez Ostiz.

 

A la mañana siguiente, antes de abandonar el hotel, otra vez el cielo cristalino y frío, el arco perfecto que forma la puntilla de espuma sobre la arena, los que caminan por la playa, los bracitos que salen intermitentemente del agua y los flotantes gorros multicolores de las mujeres que se bañan a pesar de los dos grados bajo cero de hoy, la sensación de una ciudad hermosa, provinciana y serena, tan lejos del turismo chabacano del Mediterráneo, donde sin embargo nadie tiene la impresión de tener que luchar por nada, ni de que le estén quitando nada, cuando allí sí que les han quitado la historia, la arquitectura, el paisaje, los han despojado de todo, arruinado: a esos sí que los entendería volando con explosivos de dinamita kilómetros de edificaciones, devorando las tripas de las rapaces que se los han estado comiendo a ellos. Y justo esos, se están quietos. Ni pían.

De vuelta, me pongo en el coche la cinta de Mikel Laboa que me acaban de regalar, Xoriak. Escucho esa voz desgarrada, melancólica, tristísima, y me entran ganas de llorar; el acompañamiento musical es a ratos jazz, en otros momentos se vuelve una sonata clásica, o te estremece con la txalaparta: fondo musical trabajadísimo, refinado, complejo, incluso sobrecargado de referencias al jazz, al blues, al soul, pero la voz de Mikel Laboa se impone, posee una hondura extraña, prehistórica, es a ratos voz de la tribu, y en otros momentos grito de animal herido –ese pájaro ciego, al que se refiere en la más hermosa canción del disco, y en la que Laboa le pone música a un poema de Ungaretti. Entre los campesinos era costumbre pincharles los ojos a los jilgueros para que cantaran mejor. Hay una trama sonora culta en el disco, de raíces profundamente urbanas, cosmopolitas, a través de la que se abre paso la voz de Laboa, que parece proceder de la oscuridad de los bosques, o de una herida abierta en el animal humano, lugares auditivos del dolor, topos ante los que uno se arruga temeroso. “Difícilmente deja su lugar natal / quien allá tiene sus raíces. / Difícilmente deja su tierra el árbol; / sólo cuando lo abaten y lo hacen tablas”, dice la traducción de un poema de Bernardo Atxaga que aparece en el libreto que acompaña al cd. Y también canta Laboa esa otra: “El pájaro / si le hubiera cortado las alas / habría sido mío, / no habría escapado, / pero, /así / habría dejado de ser pájaro/ y era un pájaro lo que yo quería”.

 

Cada uno de estos viajes dejo en casa la novela de Balzac. Me llevo otras lecturas. No quiero leer Splendeurs a salto de mata, y, sobre todo, no quisiera por nada del mundo perder el libro. ¿Cómo volver a encontrar un ejemplar en francés en pocos días? No me resignaría a interrumpirlo a la fuerza: no es un libro salón, es un libro ciudad, un libro mundo. Es París entero, incluso me atrevo a decir que es Francia entera. Sí, el mundo. En Balzac, no hay paisaje: hay economía, clases sociales. El paisaje es un espacio económico. Si habla de un bosque, enseguida lo mide en arpentas de tierra, e inmediatamente le pone el precio y la renta que puede dejar al año, y nombra al propietario que lo tiene escriturado a su nombre. También la vida social –incluido, cómo no, el matrimonio, núcleo financiero- es cuestión de rentas y dotes. La pasión situada fuera de la economía circula por el lado peligroso, y hay que controlarla, poniéndole algún piso, comprando unos muebles y dejando caer un poco de dinero para atarla al circuito de la economía. No es difícil.

 

18 de diciembre

Me cambian la dirección del correo electrónico y, a pesar de que cumplo las instrucciones y compruebo con ayuda telefónica del proveedor de internet que está todo en orden, resulta que ya no puedo entrar como lo hacía antes, ahora todo es más difícil e infinitamente más lento. En esos quehaceres (o quebraderos de cabeza) estúpidos, e intentando responder a las preguntas que me envían para una entrevista, se me va medio día. La otra mitad –la mañana- la he pasado en Denia. De camino, a la ida, a la vuelta, oigo el disco de Laboa que me regaló Hasier Etxeberria. Se me saltan las lágrimas oyendo esa voz desolada que chapurrea o se inventa letras en francés o en inglés, haciendo que Ne me quittes pas pierda la mínima partícula que pudiera quedarle de cursilería al texto de Brel, y se convierta en algo así como el mugido de un buey al que arrastran al matadero y huele la sangre de sus congéneres recién sacrificados; esa voz dolorida que recita historias de pájaros que mueren durante el invierno en los bosques y cuyos esqueletos no encontramos cuando llega el buen tiempo (Atxaga), la que, con palabras de Ungaretti canta: morir como las alondras sedientas; o como la codorniz que, tras cruzar el mar, se rinde junto a las primeras matas de la recién alcanzada costa, porque ya no tiene ganas de volar. Mejor esas muertes que vivir lamentándose como un jilguero al que han cegado. También están los versos que incluí en Crematorio: “si le hubiera cortado las alas al pájaro…” O esos otros: “Les abrís las manos, las ventanas de vuestras casas y vuestros ojos. Alabáis a los pájaros, les dedicáis halagos líricos… Pero los pájaros os rehúyen…“. Todo esto es muy hermoso y muy triste, me eleva y me hace sufrir.

 

Por la noche, me paso un buen rato contemplando un espléndido libraco de fotografía titulado Berlín, que ha publicado Taschen. Un siglo de la vida de la ciudad en imágenes, muchas de ellas tomadas por artistas que tenían una mirada que aún hoy nos sorprende por su originalidad, aunque, desde la perspectiva actual, nos admira, sobre todo, la belleza convulsa, violenta e incluso trágica, de un mundo que se ha ido; hablo de esa gente que construyó la ciudad y luego la vio destruida, que hoy ya no está, pero cuyos cuerpos, sus caras, sus miradas, sus sonrisas o sus gestos de alegría o de preocupación podemos ver, aunque sólo sea en estas reproducciones en papel: eran niños y jugaban, eran jóvenes y bailaban, eran lecheros, eran carpinteros, transportaban cubas de agua en las que se mantenían vivas las truchas destinadas al mercado; remaban junto con otros miles de aficionados una tarde de domingo en aguas del Spree: el hechizo de toda esa gente que no está y de la que las fotografías nos entregan algo de su cuerpo, de su vida; en una sola imagen, nos parece capturar incluso su carácter (como piensan muchos pueblos primitivos: el retrato te roba el alma). El gesto, la pose en los que han sido sorprendidos y que han quedado fijados para siempre, los convierte en ellos mismos y, a la vez, en símbolos: del buen humor, de la felicidad, de la energía, de la laboriosidad, de la crueldad, de la diferencia de clases, de la brutalidad: la fotografía nos devuelve la realidad de entonces, pero sobrecargada de significado: esos personajes que sonríen se nos convierten en la alegría de la juventud; los que beben juntos representan la camaradería; y esos otros son el mundo del trabajo, o la altiva burguesía, o la riqueza, o el poder, o la prostitución callejera: todo lo recogido en las instantáneas del álbum de fotos nos llega sobrecargado, lo particular como metonimia, materialización o concreción de ciertas ideas abstractas. La fotografía las ha convertido en signo, lo particular vuelto universal; el rasgo individual, materia de algo colectivo. La colección de fotografías clasifica el universo urbano (¡el álbum es Berlín a lo largo de un siglo!), lo ordena, lo fija en una edad, en una actitud ante la vida, en una pertenencia: al fijar un momento de verdad, se convierte en una verdad de orden superior: instruye sobre lo general a partir de un rasgo, de un movimiento, de un primer plano o de un plano de detalle.


10 de febrero de 2008

Hacía años que no leía a Walt Whitman. Anoche volví a caer entre sus brazos. Esa tremenda energía. Cogí sus Obras completas porque quería extraer una cita para lo de Leipzig, y ya no pude dejarlo: escribir una novela como el poema de Whitman que se titula Manahatta: en realidad, en esos versos está toda la narrativa sobre la ciudad del siglo XX. Dos Passos y Döblin, desde luego. Pero incluso Selby, con su Última salida para Brooklyn. O las novelas de Henry Roth. Seducido por los versos de Whitman, vuelvo a ponerme la película de Rutmann, Berlín. Sinfonía de una ciudad. Pienso que toda esa gente que va de acá para allá, que trabaja, pasea, camina apresurada, o se divierte, e incluso buena parte de los paisajes urbanos que aparecen en la película, han desaparecido para siempre, ya no están, o sólo están en esas sombras en blanco y negro que muestra la pantalla, como los carreteros y marineros de Whitman están sólo en sus versos. La extraña fuerza de la palabra, de las imágenes (se entiende: del arte), los personajes de los cuadros holandeses, sus habitaciones y despachos, las elegantes ropas. En realidad, Hojas de hierba tiene algo de gran novela lírica, narración en verso. Ni siquiera me atrevería a decir que le falta acción. Todo el poema está marcado por un gran movimiento, a la vez colectivo e íntimo: el nacimiento de una nación y la creación de un yo que crece con ella, que se siente parte de ella, y pone su palabra como material de construcción del edificio patriótico, que es el pórtico de entrada a esa inmensa koiné en la que se agitan los hombres de todas las razas, de todos los oficios, de todas las lenguas: Salut au monde!  

 

Beniarbeig, 12 de septiembre de 2014. El aire trae ceniza en suspensión y huele a resina quemada.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Chirbes

José Manuel Caballero Bonald es una zona baja del Guadalquivir que transcurre parte del año por el centro de la península. Su piel sanluqueña, su rostro, son el mapa a mano alzada de un tesoro escondido en las páginas de su literatura, mezcla perfecta de vida escrita, leída, pensada, intuida y vivida. Las líneas que siguen son el atisbo posible de una prosopografía.

- Hace tres años conversamos en torno a la figura de Ángel Crespo para otra entrevista en Turia. Entonces manifestó no disponer de ganas suficientes para escribir el tercer volumen de sus memorias, ese que, partiendo de la muerte de Franco, contendría el desengaño de la transición y llegaría a nuestros días. ¿Puede que alguno de los movimientos en que está dividido Entreguerras – 2012 - contribuya a paliar ese vacío?

- No, no exactamente. Entreguerras es más bien un recuento de hechos vividos, libros escritos, experiencias que se me habían quedado como traspapeladas en la memoria y que ahora recupero o reconstruyo en este largo poema fluvial. Más que de una prolongación de mis Memorias, habría que hablar de un sondeo complementario, de una revisión selectiva, vista desde otro ángulo, de mi historia personal.

La poesía todo lo puede: historia – La Iliada -, autobiografía – Espacio -, ficción discursiva – Divina comedia -, filosofía moral – De la naturaleza de las cosas -, epístola – Bécquer -. Caballero Bonald acaba de fusionar todos los géneros en uno, el único, aquel que abraza “la máxima temperatura que puede alcanzarse con el manejo de la lengua”: la poesía. Este compendio de vida y literatura pretende ser, con los matices que veremos, el punto final de una carrera con la que ha logrado casi todo el prestigio que pueden otorgar las letras. La hipótesis de que, con él, haya terminado no solamente la literatura, sino la vida, es superada gracias a la sensación de plenitud que produce el trabajo cumplido. Más de tres mil versos: una catarata que aúna, intensa, deshielos del siglo XX y primeros del XXI; una salmodia que bajo la membrana de la ausencia proyecta insegura, pero casi feliz, un monólogo interior que, al final, resulta un tú a tú mantenido con algo parecido a la eternidad.

- El prefacio de Entreguerras salió publicado como fragmento de un libro inédito al final de Ruido de muchas aguas -2010-, la antología sustanciosa que Aurora Luque preparó sobre usted. Hay pocos pero evidentes cambios entre aquella versión y la definitiva. ¿Hasta qué punto modifica la corrección la esencia del impulso primero?

- De todos mis libros, este es, junto con Ágata ojo de gato, el que he escrito con mayor exaltación y el que más trabajo me ha costado. Ha tenido hasta cuatro borradores en los que anduve suprimiendo, añadiendo, variando. Es cierto que toda corrección desvirtúa el sentido primordial de la experiencia que motivó un poema, pero, a fin de cuentas, a mí lo que de veras me importa es el hecho literario consumado, no la fidelidad a las experiencias vividas. La poesía también es un género de ficción.

- Reconoce que Entreguerras posee algo de última voluntad. ¿El autor puede actuar sobre su inspiración, negándola el paso? Antonio Gamoneda planeó el final con Arden las pérdidas y luego nació su nieta y escribió Cecilia.

- Lo que no pienso hacer es plantearme un libro a largo plazo. Ya no me tienta para nada emprender un trabajo así, tampoco me queda ya tiempo y además me flaquea el ánimo. Pero poemas aislados sí que haré, supongo. Un poema, el presunto arranque de un poema, se cruza de repente por la cabeza y no voy a evitar esa tentación. Claro que también puede ocurrir que ya no tenga ninguna necesidad de escribir poesía y me dedique, como quien dice, a la vida contemplativa, que tampoco es mala elección.

- La plana mayor de la crítica ha dedicado una opinión inmejorable a Entreguerras. Debido a la ambición de géneros que ampara, ¿puede que sea su libro de poesía menos poético?

         - Pues yo creo que es un libro eminentemente poético. Aunque las fronteras de los géneros estén más o menos difuminadas, entrelazadas, la poesía constituye claramente el fundamento. O eso es lo que yo he querido hacer. Sin embargo, es posible que el propio torrente reflexivo, el largo proceso acumulativo de la memoria, tienda en algún momento a la narratividad, pero eso sólo ocurre de modo pasajero, lo que domina en todo el libro es el torrente poético.

 

“Intento explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía”

     - Las  primeras  páginas  de  este  poema-río  dejan  claro  que  la memoria tiene

mucho de desmemoria. Usted se presenta ignorante, incrédulo, perdido, equivocado, errático: “cuando ya nada es cierto sino aquello que incluye el rango de duda”. El paso del tiempo otorga distancia con lo sucedido. ¿Favorece el juicio o lo nubla?

- No lo sé, o quizá no me interese mucho saberlo. Me aturde un poco andar metiéndome en esos atolladeros mentales… El paso del tiempo oscurece los recuerdos, qué duda cabe, pero también ordena el caos general de la memoria. Y lo que yo he pretendido es eso: bucear en mi memoria, organizar el desorden, intentar explicarme mejor a mí mismo por medio de la poesía.

- El pasado como incertidumbre, dolor y cementerio. Sin embargo, la nostalgia “en todos los pretéritos / hay un jirón impuro que te acompaña igual que una / insidiosa cicatriz”; “el tiempo tiene algo de exequias de la credulidad”; “allí donde también se han ido amontonando los desperdicios de la historia / hasta formar un insepulto estorbo de afrentas malandanzas desmanes”. El pasado siempre tiene algo de dudoso, de inseguro. Todo el que recuerda se equivoca de algún modo porque es prácticamente imposible reconstruir a ciencia cierta los hechos vividos, y más si esos hechos datan de hace cuarenta, cincuenta años. Uno actúa siempre por aproximaciones, con la debida incertidumbre. Para mí, la incertidumbre es un estímulo. No deseo llegar a ninguna verdad, sino valerme de la poesía para arrojar un poco de luz sobre esa incertidumbre, sobre las nieblas de la memoria sin disiparlas del todo.

- Escribiendo Tiempo de guerras perdidas decía que 1939 le parece un tiempo inverosímil. ¿El futuro es más o menos inverosímil que ese pasado lejano?

- A mi edad el pasado se va haciendo cada vez más extenso, más inabarcable, mientras que al futuro le ocurre todo lo contrario: cada vez es más angosto, más exiguo. Y además, el pasado y el futuro pueden ser igualmente inverosímiles y también se pueden alterar en la memoria, se pueden adaptar a los propios deseos.

- Su estilo ha virado del barroco a cierta austeridad, siempre en busca de lo oculto por medio de un lenguaje no exento de hermetismo y complicación –“el hermetismo no es más que el resultado de demasiada lucidez”-. ¿Usted parte del irracionalismo por vocación o por necesidad?: ¿puede que se debiera a que faltaba experiencia y, por tanto, memoria, la misma que después ha sido la base de su creación?

- Verá, yo siempre he entendido el irracionalismo como una vía de conocimiento. Por lo común, he usado las herramientas irracionalistas para sacar conclusiones racionales. Además, pienso que el hermetismo, la presunta oscuridad del poema, no es más que una consecuencia de la propia oscuridad de la experiencia que se pretende sacar a flote. Al fin y al cabo mi experiencia poética también tiene algo que ver con mi manera de ser, con mi modo de vivir, que también pueden ser bastante contradictorios.

- “Al menos entendí lo más palmario: que la literatura se parece a una carta que el escritor se manda sin cesar a sí mismo”. Túa Blesa, en la crítica a su último libro –que califica el mejor de su carrera-, recuerda que escribir es escribirse desde Montaigne; él es quien pone “las piedras fundadoras de la modernidad al instalar en el centro de la conciencia la conciencia de sí”. Y cita a Machado: “Converso con el hombre que siempre va conmigo”. Hay, sin embargo, quienes ven en el yo excesivo precio de uno, ensimismamiento, egotismo.

- Bueno, ya que ha citado a Montaigne, también yo recojo en mi libro una conocida frase suya: “Je suis moi même la matière de mon livre”. Por ahí podría encontrarse uno de los hilos conductores del pensamiento poético de Entreguerras, que es un largo soliloquio, una larga conversación conmigo mismo, donde se hilvana una serie de preguntas que a lo mejor no tienen respuesta. “Yo soy la materia de mi libro” viene a ser como el enunciado de lo que tiene mi poesía de ensimismada, de tentativa para entenderme mejor ahondando en mi experiencia…

La indagación en el yo es, tal vez, la línea más recta para universalizar la experiencia. A esa tarea han dedicado esfuerzo, además de Montaigne, autores insignes tales como Gustave Flaubert –“Madame Bovary c´est moi”-, Charles Dickens -“Si al final resultaré ser el protagonista de mi propia vida”, comienza David Copperfield-, Marcel Proust –En busca del tiempo perdido no trata sino de las recordaciones del narrador-, y hasta Pérez Galdós –fijémonos en la primera persona de Fortunata y Jacinta-. Esa es la tradición literaria en la que se debe enmarcar el uso que realiza Caballero Bonald, entrecortándolo de una sensibilidad enriquecida por la fusión de lo vivido y lo imaginado.

 

“Mi trabajo creador encauza poéticamente tentativas para ver lo invisible”

A Entreguerras le precedieron La noche no tiene paredes -2009- y Manual de

infractores -2005-. Juntos componen la terna que perfecciona su poética. Esos títulos no le hicieron  falta para obtener el Reina Sofía de Poesía y en tres ocasiones el Premio de la Crítica. Después vinieron el Nacional de las Letras y el Nacional de Poesía. Ha puesto de acuerdo en la alabanza a José Carlos Mainer, a Túa Blesa, a José María Pozuelo Yvancos, a Javier Lostalé, a García Posada, a García Jambrina, a Jenaro Talens. Según Armas Marcelo es “el escritor más importante de España” y según Luis María Anson, “no se puede escribir mejor”.

Por supuesto, está incluido en el proyecto antológico-poético en español más ambicioso que la luz ha visto: Las ínsulas extrañas -2002-, reunión de las mejores voces de la segunda mitad del siglo veinte a ambos lados del Atlántico firmada por Eduardo Milán, Andrés Sánchez Robayna, José Ángel Valente y Blanca Varela. No siempre el tópico anula la elocuencia del motivo al que se refiere: resulta difícil sustraerse de la tentación de citar a: Claudio Rodríguez, Carlos Barral, Ángel González, José Ángel Valente, Gil de Biedma, García Hortelano, Blas de Otero, José María Valverde, José Agustín Goytisolo, Eladio Cabañero. Todos cayeron. De la Generación del Cincuenta quedan Brines, Gamoneda y él. Hablamos de una persona en la cima de la cima, consciente de que el que se salva de un naufragio “siempre arrastrará el fantasma persecutorio del mar defraudado”. Él, que se ha salvado de varios, alimenta los peces más profundos con la palabra. En ese tratamiento abisal radica la clave segunda de su obra, que abarca más volúmenes antológicos que originales exentos en verso y consta de memorias, novelas – Ágata ojo de gata es su favorita -, adaptaciones teatrales – Tirso, Lope, Rojas Zorrilla - y miscelánea - el baile andaluz, Góngora, Espronceda, Cuba -. “El tema de Caballero Bonald (…) no es en última instancia otro que el propio idiolecto poético, en el que por definición se contiene la propia moral”. Aquí tenemos un nuevo refuerzo del yo. El entrecomillado pertenece al prólogo que Pere Gimferrer escribió para Doble vida -1989-. El autor de Arde el mar -1966- añade: “Maneja un vocabulario con frecuencia abstracto (…) pero se sirve de él conforme a leyes cercanas a las de la coloquialidad (…) Extremo en densidad, en rigor, llama la atención de esta poesía, por encima quizá de cualquier otro rasgo estilístico, la capacidad autogenésica que en ella posee el lenguaje (…) Se suscita a sí mismo, se nutre a sí mismo, se propaga a sí mismo, se destruye a sí mismo, se redescubre a sí mismo: la palabra, aquí, vive de la palabra, jamás del palabreo o de la palabrería”. Como consecuencia, “pone en movimiento el habla, la tarea primigenia del poeta”.

El yo fertiliza la relación entre obra y vida. En el prólogo de Summa vitae -2007- asume: “Hay en mi poesía un protagonista que (…) suele compartir mis observancias y transgresiones en asuntos de la vida cotidiana”. En Descrédito del héroe -1997- consiente: “Cuántos días baldíos / haciéndome pasar por el que soy”. ¿La máscara es el agua que mancha la cara o aquella que la lava? ¿Es posible desprender sus costuras? Por un lado, se pone de parte de Rilke –quien consideraba necesario un número de vivencias antes de escribir el primer verso de un poema- y titula la primera reunión completa de su poesía Vivir para contarlo –1969-. Por otra, se distancia de las prácticas unívocas de lo sentido por medio de la antología Doble vida. El título procede del decimoctavo poema de Laberinto de fortuna -1984-, cuyos versos finales verifican: “Mi memoria equidista de un espacio / donde no estuve nunca: / ya no me queda sitio sino tiempo”. Al enunciado lo apoyan conclusiones más recientes: “No hace falta que sean experiencias vividas de verdad, sino imaginadas”. Al fin y al cabo, ¿no levantó pasarelas Jacques Lacan entre lingüística y psicología al establecer: “La verdad tiene estructura de ficción”?

-¿Cómo entrelaza el juego de ser y no ser en los poemas y en la vida?

-Esa es una cuestión bastante compleja, por ahí se puede llegar a uno de los soportes conceptuales del trabajo creador. Ya he recordado que la poesía también es un género de ficción, aparte de que para mí sea fundamentalmente un hecho lingüístico, un acto de lenguaje. Lo que yo quiero encauzar poéticamente son sobre todo imágenes, visiones de la parte oculta de la realidad, digamos que tentativas para ver lo invisible.

El estilo es el sostén. Y gracias a él la literatura se aleja de la crónica periodística. Miguel García Posada explicó en La palabra suficiente -2000- que Caballero Bonald desarrolla “una poesía de lenguaje centrípeto –Northrop Frye-, voluntariamente opaca (…) porque el discurso verbal es al cabo su gran protagonista: (…) para extraer de su propia densidad las fuerzas de la revelación, el dictum oracular que instaura la verdad o la ausencia de toda verdad frente a los discursos falaces”.

-Llegamos a algo importante: se declara partidario de la articulación artística como fundamento del texto literario. ¿Cree que los autores reflexionan sobre el sentido y las características generales del arte, sobre su mismo fundamento?

-Por lo que yo sé, o por lo que yo leo, la literatura tiende hoy a la simplificación, al esquematismo. En general, casi todos los escritores cuentan la vida tal como es, cultivan un realismo sin relieve, que copia la realidad, no la interpreta. Ofrecen una visión plana del mundo y no una interpretación del mundo. Se desdeña la preocupación estilística, se escribe como se habla y todo eso… Cada vez me siento más desentendido de ese tipo de literatura.

 

“Es muy alarmante la idea de que el compromiso está pasado de moda”

La política es otra manera de combatir la realidad. En su último libro habla de cómo comenzó “a activar una apremiante provisión de desobediencias”; y no duda en indicar en las entrevistas la existencia de un franquismo “latente”. Tampoco rehúye las obligaciones: “Hay una sensación de frivolidad, de neutralidad, de derechización, la idea de que el compromiso está pasado de moda, que eso tenía sentido en la época de la dictadura y que ahora ya no hace falta ningún tipo de intervención crítica. Eso es muy alarmante”.

- Usted, con periodos de quebranto, parece vital y a su generación se la llamó De la Felicidad: al franquismo se le combatió hasta desde la cantina –“fue entonces cuando el lento el lívido alacrán de la ginebra / mediaba en la liturgia de todos los adictos residuales a la indocilidad”-. ¿Hasta qué punto la vivencia es importante para escribir? Estima que Onetti es el autor más importante de la segunda mitad del siglo XX y se pasó media vida en la cama.

         - Yo he sido bastante enfermizo y bastante depresivo. Hace tiempo me pasé más de un año en la cama y mis experiencias en esa larga cura de reposo pudieron ser tan aprovechables como las vividas por ahí viajando, trasnochando… Ya le dije antes: a efectos literarios, da igual que la vida contada sea real o ficticia, si se consigue que el lenguaje, que las palabras, generen un mundo artísticamente válido.

 

“La imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega”

      En el volcado de la experiencia en la literatura funde los géneros y convierte sus

libros de remembranza – Tiempo de guerras perdidas (1995) y La costumbre de vivir (2001) - en una especie de aventura protagonizada por él mismo: La novela de la memoria - 2010 -. Dice que se propone narrar las cosas “sin ningún tipo de tapujos, recovecos o pistas falsas”, o sea, conforme fueron vividas, lo cual nos devuelve al yo real. En cambio, hay hechos que prueban el recuerdo como una suerte de fantasía. La ficción entrampada con la realidad ¡surge hasta del propio árbol genealógico heredado de la familia!, a cuyo pie figura el príncipe Prisco Lavinio. Caballero no le da importancia: “Una conjetura fantasiosa o un simple delirio especulativo”. Puede que literalmente sea cierto; su apellido identificativo remite, por vía materna, al vizconde y filósofo racionalista francés Bonald.

- En su caso, la memoria se interviene por la imaginación. ¿La segunda no pervierte la primera? ¿Hay algún caso en que no puedan, o deban, unirse?

- Se sabe que el funcionamiento de los recuerdos es muy complicado, muy arbitrario. Hay recuerdos deformados por la distancia, recuerdos falsos, recuerdos ajenos de los que uno se apropia, y así… La imaginación puede sustituir a la memoria si el trabajo creador lo requiere. O sea, que en términos literarios lo que no se recuerda, se inventa.

A la hora de relatar un hecho empírico vuelve la duda. Se acuerda de cuando, en plena guerra civil, se escapó del colegio y filmó con la mirada una secuencia áspera: niños harapientos cazando un gato, una anciana temblorosa masticando gramíneas silvestres, un hombre envuelto en una manta cuartelera. Y a continuación se pregunta: “¿Vi todo eso realmente o me imagino ahora que lo vi?”. Incluso presenta dudas aquello fidedigno, pongamos una vivienda archisabida de Villamartín, en Jerez, que revisitada ofrece un aspecto distinto: “La visión desde el zaguán coincidía muy defectuosamente con la de mi memoria”.

- En el debate entre ficción y realidad, ¿la memoria es la primera posible infiel, más que la imaginación?

- Ya le digo, la imaginación puede llegar hasta donde la memoria no llega. Algo que también se podría aplicar a los conceptos de realidad y ficción. Detrás de la realidad hay siempre un enigma, y detrás de la memoria un mundo imaginario, quizá inverosímil. Recuerdo que hace muchos años, la primera vez que fui a París, me ocurrió algo misterioso. Llegué una mañana a la estación de Saint Lazare. Iba solo y pregunté a un mozo si podía indicarme un hotel económico por allí cerca. Me señaló uno en una calle aledaña, en la rue Amsterdam, y allí me dirigí. La señora que me atendió me condujo a una habitación diciéndome que fuera deshaciendo la maleta, que ya iría luego a inscribirme. Y en eso estaba cuando llamaron a mi puerta y oí que me llamaban: “Monsieur Cabalego Bonald, au téléphone”. Yo me quedé estupefacto. Nadie podía saber que estaba allí, tampoco me había inscrito todavía. La señora me ratificó que era a mí a quien llamaban. Así que acudí al teléfono y oí unas palabras más o menos ininteligibles. Eso fue todo. Uno de los enigmas que me ha acompañado hasta hoy mismo. Algo muy ligado a lo que se entiende por enigmas de la realidad.

 

“La memoria es un ajuste de cuentas contra uno mismo”

- En sus memorias desacraliza algunas vacas: Almodóvar -“modelo de la grosería nacional”-, Hemingway, Baroja,... Sabemos que después de su publicación dos personas le retiraron la palabra. Además de contra otros y contra la realidad misma, ¿la memoria, en poesía, en prosa, es un ajuste de cuentas contra uno mismo?

- Sí, eso de ajustar cuentas con uno mismo puede ser uno de los soportes dialécticos de las memorias. Es una especie de recapitulación crítica de lo vivido o de lo que uno imagina que ha vivido. Y si hablo de cosas mías con las que a lo mejor estoy en desacuerdo, ¿por qué no iba a referirme a personas que me producen algún tipo de rechazo? Además, el hecho de desmontar ciertos pedestales que considero falsos, es una ocupación que te deja de lo más satisfecho…

Quien esto firma piensa que la Real Academia Española no cumplió con lo que se debe al hurtarse de un creador mayúsculo. El desprecio de Caballero Bonald por el estereotipo, su afán por la exploración, la derivación, los prefijos, el neologismo y, sobre todo, su clara voluntad de ampliar el significado de las palabras a partir de las conexiones que con ellas establece resulta un paralelismo con el viejo “nuevo aspecto de las cosas” que anunciaba Lucrecio. “queriendo ansiosamente atribuir a la palabra la condición de fundadora / rehacerla según su más impredecible capacidad reproductiva / su condición de inexistente antes del momento mismo de haber sido usada”.

El mundo no empieza ni termina en la institución sobre la que recae la directriz lingüística en nuestro idioma: a Francisco Umbral le parecía más importante tener una silla en las tertulias del Café Gijón que un sillón en ella. Pero choca que el autor solvente con dos palabras el tema. Francisco Ayala, Carlos Bousoño y Alonso Zamora Vicente propusieron tres veces su candidatura y “fue tres veces negada”, tal y como reza premonitoriamente el primer verso de su poema ‘El amor es como un círculo’, de 1954. Era 1999. Para más inri, poco después se daba el visto bueno a Arturo Pérez Reverte. Nieva habló de “fatalidad”, Rico lo sintió “en el alma” y Muñoz Molina estableció mejor que nadie: “Ha perdido la institución”.

- En 2004 le pregunté y zanjó: “Cosas que pasan”. En 2008 me dijo: “No tiene importancia”. ¿De verdad siente tanta indiferencia?

- Confieso que a mí me hacía cierta ilusión ser académico. Presentaron mi nombre y no me admitieron. Eso es lo que pasó y lo que acabó desilusionándome. Ahora ya no quiero ni oír hablar de ese asunto. La Academia me trae sin cuidado. Punto.

- En Prefiguraciones, Anna Caballé deja caer que Camilo José Cela[1] pudo ejercer presión en contra…

- No sé…, es posible. No lo supe entonces y ya no me importa en absoluto saberlo.

- La figura Cela parece haberse difuminado después de muerto. ¿Motivos literarios o personales?

- Cela fue una persona muy contradictoria, de trato difícil. Pasaba de ser muy tratable, muy bien educado, a ser un grosero, un insolente. Pero también fue un verdadero maestro del lenguaje, eso es indiscutible. Lo que ocurre es que entró en una especie de decadencia literaria casi a continuación de que le dieran el premio Nobel. Se copió a sí mismo de manera desafortunada y ya no había quien lo leyese. Pero ahí están algunos libros suyos ejemplares: Mrs. Caldwell habla con su hijo, Oficio de tinieblas…

- Su particular y reconocible poesía, lo ha dicho, indaga en la precisión, que ignoro cuánto tiene ver con la de, por ejemplo, Juan Ramón, autor al que admira. Más que precisión, ¿se puede decir que usted aspira a la palabra insustituible?

- Algo de eso he intentado, sí… Pero hablar de palabras insustituibles es un poco petulante, ¿no? Ya se sabe que un poema es, por definición, un artefacto que admite un infinito número de correcciones. ¿Hasta dónde hay que corregir para llegar a lo insustituible? Una pregunta tramposa. Porque pensar que algo es insustituible es como pensar en la perfección. Y esa meta, naturalmente, no existe. A lo más que puede llegarse es a dar por buena una versión entre otras varias.

- Sostiene que el barroquismo “nunca ha sido una complicación sintáctica ni léxica ni una acumulación de bellos términos para llenar un vacío, sino una aproximación a la realidad a través de palabras nunca usadas para definir esa realidad”. Debido a la interpretación que admite y a lo intrincado que se refiere, el hermetismo en poesía, ¿es un límite o un punto de partida?

- Será en todo caso un límite, una situación límite. Las experiencias intrincadas generan reglas poéticas intrincadas. Sería absurdo hablar de ese hermetismo como un punto de partida. El poeta no se propone ser hermético, dificultoso, sino que lo es a medida que escribe, sin ningún propósito previo. Sin duda, hay una poesía clara, explícita, directa, pero no es desde luego la que yo practico.

 

“Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista”

 

- Usted afirma no escribir como si le vigilara un jefe de negociado, sino cuando se siente absolutamente necesitado de hacerlo. “Si me sale bien, sigo adelante, y, si no, lo dejo y en paz”. Eso se suele entender en poesía, pero usted ha escrito también novela y memoria atravesada de ensayo. ¿Aborda la escritura, al margen del género, desde una óptica exclusivamente poética, digamos, tocada por la inspiración?, contra la opinión casi generalizada de que esta debe pillar al autor trabajando.

- Aparte de que la inspiración sea una especie de consecuencia del buen funcionamiento de la imaginación, también se pueden cruzar por la cabeza otros estímulos creadores, casi siempre derivados de la intuición. Creo en la revelación, en la iluminación repentina, soy así de iluso. Quizá eso me venga de mi gusto por ciertos componentes del romanticismo. Siempre me he sentido mitad romántico, mitad surrealista.

        Evocamos entonces sus versos: “(…) un repliegue de indicios que me dejaron entender quién fui quién era / quién puedo seguir siendo antes que el tiempo acabe / antes que la memoria tal vez se angoste se consuma en puras descubiertas / por las bifurcaciones menos figurativas de la veracidad / palabras que se juntan como bocas como centellas en mitad de la noche”.

Hablando de inspiración y de misterio. Cuando era niño le enseñaron que los receptores de galena atraen el sonido por medio del azufre. Se ha referido a las señales audibles flotando por las ondas de un modo que recuerda a los enigmas de las ideas. Para su profesor de Ciencias Naturales, don Marcelo, era “una prueba más de la presencia divina en la naturaleza”. Incluso, el escritor y poeta reunió prontuarios con la intención de huir de compuestos conocidos y ensayó combinaciones en busca de propiedades aún ignoradas de un modo que después llevaría a la palabra. “No sé si esa ambición me había llegado por vía genética de las sabidurías químicas de abuelo o bien se me había transmitido espontáneamente a través de las inducciones quiméricas de la voluntad”.

Entre un experimento y otro, llegó a incendiar habitaciones y, por medio de la intuición, alumbró fabricaciones disímiles, entre ellas, la pólvora. Fue una etapa de formación “por los atajos vertiginosos de una sabiduría con trazas de clarividente”. La literatura se lo agradecería años después. Prueban la instrucción en adivinaciones[2] cuanto oyó a través de minerales y los explosivos que fabricaba con las manos, pero también sus ojos, sometidos a leyes de una imprecisa procedencia. Se acuerda de un mendigo que barría el jardín de su casa y suministraba tierra vegetal a cambio de un plato de comida que preparaba su madre. Años después el suceso conscientemente olvidado emergió: “Se conoce que fui anotando todo en algún subalterno resquicio de la memoria”. Y traspasó al menesteroso a uno de sus primeros poemas. Estando tan rodeado por el misterio desde niño no extraña que atendiese a la súplica de la poesía.

- ¿Dónde hallamos el límite en los enigmas del arte? Para usted los poemas son una alianza de cálculo y melodía: “las músicas que con las matemáticas conforman la poesía”, exactamente. ¿La ciencia puede albergar magia?

- El misterio está agazapado detrás de la realidad, lo estamos viendo a cada paso. Vas andando por la calle, viajas por ahí, te despiertas por la noche, y de pronto ocurre algo que no entiendes, algo que no tiene explicación lógica. La lógica es siempre una mala compañía poética. Ya le he contado esa experiencia de mi llegada a París. Podría hablar de otras por el estilo… Existe en la ciencia, en la física, el llamado principio de incertidumbre que puede aplicarse perfectamente a la indeterminación de la vida cotidiana.

- Entre los temas bonaldianos tenemos la noche, el mar, la infancia y el mito. ¿Es este una realidad superior? ¿Corre peligro?

- Soy un simbolista, en el sentido más estricto de ese término. Ya se sabe que el simbolismo, como tal concepto estético, rechaza la copia fiel de la realidad y busca equivalencias entre lo oculto y lo perceptible. Todo eso de la sinestesia usada digamos que para dar visibilidad a lo invisible. Lo que se ha llamado con mucho tino “matemática tiniebla”.

- Tomó el habla, se ha dicho, en el punto en que fue legado por los poetas del veintisiete. ¿Está al cabo de los derroteros actuales de la poesía? ¿Cree que hay continuidad intergeneracional?

- Quizá mis antecedentes poéticos más evidentes vengan de Góngora y luego de Juan Ramón y de Cernuda y de Lorca y de los simbolistas franceses… Yo soy el poeta que soy porque antes leí a esos poetas, que son los que me dejaron una huella más emocionante. Siempre ocurre así. En cuanto a la poesía actual, procuro estar al tanto. Me identifico muy bien con algunos jóvenes que pretenden ramificaciones nuevas dentro del simbolismo, que es en lo que yo también he andado trabajando.

Mañana parte hacia Sanlúcar. Apagamos la grabadora y enciende las maletas. Le espera el aliento del mar. “La verdad es que nunca se ha vivido lo suficiente si no se ha naufragado un poco”, expone en el prólogo a Mar adentro -2001-. En ese libro, el mar “es como si ocupara una habitación sin paredes”. Y al invocar esas palabras cae la noche. El mar también está lleno de memoria, como la sombra. Y de palabras -“cuya naturaleza nadie conoce sino después de haber sido escritas”-.

En la oscuridad, como en el poema, no queda sitio, pero sí tiempo, que es mejor. La luz más prestidigitadora nace de la oscuridad y el misterio de lo inexplicable ofrece como resultado su misma presencia siempre sigilosa. Recuerda Caballero que si perdiera la memoria no escribiría. En sus palabras hay coral: “Suenan rastros de luz por dentro de la noche / (…) / Imagen ya de mi exterminio, / se realiza de nuevo cuanto ha muerto. / Mi propia profecía es mi memoria. / Mi esperanza de ser lo que ya he sido”[3].

 



[1]                Caballero Bonald fue secretario de redacción en la revista Papeles de Son Armadans, dirigida por Cela. En La costumbre de vivir refiere los más que menos que mantuvo con Rosario Conde, esposa del Nobel. “Fue una decisión que incluía de antemano la prórroga de sus propias y furtivas implicaciones morales. La experiencia tuvo sus lógicos desvíos traumáticos y las mismas circunstancias en que se produjo, o se fue produciendo, acabaron afectándome seriamente y con muy contradictorios daños sicológicos”. Duda metódica: “¿Me reconozco de veras en el que ahora creo que fui, en ese personaje secreto del que nunca hablé y que sólo coincide con el que se ha ido adecuando a lo que podrían ser los círculos externos de mi personalidad? (…) A lo mejor todo eso no era sino el resultado de una difusa inseguridad, un intermitente reclamo de la razón para que me defendiera del tiempo venidero renunciando de antemano a todo aquello que no iba a poder alcanzar o que me iba a conducir hacia donde yo no quería. Es una idea bastante pretenciosa, amén de extravagante, pero en ningún caso me parece infundada”.

[2]              Las adivinaciones es su primer libro de poesía, de 1952.

[3]              Memorias de poco tiempo, 1954.

Escrito en Lecturas Turia por Fernando del Val

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