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1. El traductor Francisco J. Uriz (con una coda para aragoneses)

 

Apostaría algo importante a que el currículum vítae de Francisco J. Uriz es casi tan voluminoso como este tomo de Turia que, agazapado lector, tienes en las manos. Y, en todo caso, estoy seguro de que tomando exclusivamente su labor literaria, listando la bibliografía primaria de sus poemas, obras de teatro, artículos, prólogos, columnas, reportajes o, sobre todo, traducciones, obtendríamos un nuevo libro que alcanzaría al menos esas mismas doscientas páginas que comprenden sus entretenidísimas memorias, Pasó lo que recuerdas (Zaragoza, Biblioteca Aragonesa de Cultura, 2006), y que podría servir de anejo perfecto para las mismas (y para esos Accesorios y complementos, también muy personales pero más misceláneos y centrados en asuntos suecos, que publicó en 2008 en Zaragoza, Libros del Innombrable).

 

Aparte de sus tareas como profesor, intérprete contratado por el Ministerio de Asuntos Exteriores de Suecia (responsabilidad que, entre otras cosas, le llevó a acompañar a su admirado Olof Palme en sus visitas oficiales a Hispanoamérica), informal consejero de la Academia Sueca o promotor, fundador y director de la Casa del Traductor de Tarazona, detrás de su impagable aportación a la literatura hay un hombre tenaz, ilusionado y algo zumbón que tiene mucho de artesano pero también un poco de jornalero. Como si hubiera hecho suyo el lema de su ilustre amigo Artur Lundkvist ("Hay que evitar el escepticismo paralizante y actuar como si se pudiese cambiar el mundo y mejorar la Humanidad": Pasó lo que recuerdas, p. 158), Uriz se ha movido desde el principio hasta hoy mismo con un impulso constructor que es mezcla de pasión y cabezonería, de amor por las letras y de afán de ofrecer a su prójimo las cosas que a él le han hecho disfrutar, de compartir con nosotros textos extraordinariamente valiosos a los que difícilmente podríamos haber accedido sin su intermediación. De ese modo Uriz es, a sus ochenta y dos años, mucho más joven que la mayoría de personas que conozco, si por juventud entendemos las ganas de aprender y enseñar, el apetito por descubrir, la vocación de explorador en la jungla de palabras y la conservación de cierta ingenuidad, e incluso candor (que para mí son, por supuesto, sustantivos elogiosos), que le hacen perseverar en esa búsqueda, en ese rastreo que se hace sin impaciencia, sin prisa, sin ansiedad, casi siempre con una actitud que, por sabia, inteligente y veterana, se muestra sonriente, bienhumorada, teñida de una alegría elemental. Si se me admite la pequeña paradoja, el suyo es un trabajo muy serio y consciente que, sin embargo, se lleva a cabo con cierta despreocupación de fondo, pero ese desenfado lo enriquece. Responsable, constante y cumplidor en lo profesional, sereno y ligero de equipaje en lo vital, Uriz lleva en sí una mezcla de virtudes y talentos que explican sus resultados y credenciales. Él, además, se lo pasa bien, y eso se nota y se contagia.

 

            Unas pocas líneas arriba he escrito "vocación", y sobre eso escribió también en su libro de recuerdos, al considerar que la vocación verdadera implica "férrea voluntad y mucho trabajo", y que, emparentada por tanto con el azar, "depende de genes o de una predisposición natural que nadie sabe quién ha metido allí donde esté" (p. 67). No hay duda de que no hay modo de escapar a esa suerte de fatum, pues, aunque las citadas memorias terminan con un amago de despedida de Uriz como traductor, asegurando que "voy a terminar lo que tengo muy avanzado [...] y ya" (p. 187), lo cierto es que casi diez años después Uriz sigue felizmente activo, sin que su ritmo de publicaciones se haya visto reducido en absoluto. De hecho, uno de los mejores y más sorprendentes libros de poesía que se ha publicado en España en 2014 ha llegado hasta nosotros gracias a él: me refiero al deslumbrante Alfabeto de la danesa Inger Christensen (publicado en Madrid por Sexto Piso), a quien Uriz ya tuvo en cuenta en su monumental antología Poesía nórdica (Madrid, Ediciones de la Torre, 1995), titánico trabajo que le llevó a merecer el Premio Nacional a la Mejor Traducción de ese año (galardón al que en 2012, por fin, se unió el Premio Nacional a la Obra de un Traductor).

 

            La tardía publicación en España de ese magistral libro de Christensen (de la que ahora, en marzo de 2015, se publica Eso, también en Sexto Piso y por supuesto traído de nuevo a nuestro idioma por Uriz) es sólo el hito más reciente de un listado de centenares de traducciones de textos de sobrecogedora calidad entre las que cabe destacar un puñado de libros necesarios (que en parte acabo de recordar apresuradamente en el artículo "Algo de lo que debemos a Uriz", publicado en el número 6 de la revista zaragozana Crisis, dedicado monográficamente a Suecia). Si algo querría saber expresar en estas primeras notas que ando garabateando es que esos miles de páginas de literatura sueca que Uriz nos ha acercado son sencillamente imprescindibles para entender determinados detalles y tal vez también tendencias de la poesía española de los últimos veinte años, perceptibles especialmente en la obra de los nacidos en la década de los setenta. Autores principales de esa generación como Carlos Pardo, Abraham Gragera o Martín López-Vega han dejado reconocida por escrito su deuda con esas lecturas (más o menos visible en sus propios versos), y no hace falta ser especialmente perspicaz para adivinar en muchos otros poetas jóvenes actitudes y melodías que eran desconocidas entre nosotros antes de la recepción en español de la obra de los suecos Harry Martinson, Gunnar Ekelöf o Tomas Tranströmer, del danés Henrik Nordbrandt o de los finlandeses Claes Andersson y Marta Tikkannen. Con un poco de tiempo se podría documentar y demostrar esa influencia, cotejando versos españoles de las últimas promociones con el tono de la poesía escandinava (que no es el modo personal como Uriz traduce, según han pensado algunos, sino realmente un estilo más o menos común que, con variantes naturales junto a heterodoxias y desobediencias de todo signo, caracteriza e ilumina buena parte de la poesía de aquellos fríos lugares, y muy específicamente la que procede de Suecia, país que oficialmente ha reconocido, agradecido y premiado la larga y profunda dedicación de Uriz a difundir su cultura), y concluiríamos que una porción muy considerable de lo mejor de nuestras últimas cosechas nacionales (o al menos lo más celebrado y prestigioso) tiene mucho menos que ver con la tradición hispánica que con la del Norte de Europa.

            Y por ello, por la determinante huella que el trabajo como traductor de Uriz ha dejado en la nueva literatura española, por el modo en que ha inspirado y ha contribuido a articular la voz de los penúltimos poetas españoles -que a su vez influyen indisimuladamente a los últimos...-, por su propia calidad y por su inesperada trascendencia..., considero indiscutible su importancia en el ámbito de las letras y, así, me parece incomprensible y casi aberrante que hasta hoy los sucesivos jurados del Premio de las Letras Aragonesas hayan ido dejando pasar el nombre del zaragozano por juzgar que no es pertinente tener en cuenta a traductores, por buenos que sean o por consagrados que estén. Uriz no es sólo, cualitativa y cuantitativamente, un grandísimo y sobresaliente traductor, internacionalmente aplaudido (pues también ha publicado con mucha frecuencia en América Latina), sino alguien que, para decirlo simplemente, ha cambiado y mejorado las cosas como muy pocos de nuestros paisanos. Y además cuenta, como autor, con una obra poética, dramática, crítica y testimonial más que notable, digna de gran estima y de la mayor atención.

 

 

2. El poeta Francisco J. Uriz.

 

Apartadas de mi mesa de trabajo las memorias de Francisco J. Uriz y las inestables pilas de sus traducciones, me quedo con un solo volumen ante mí. Se trata de la Poesía reunida, publicada por Libros de Innombrable en diciembre de 2012, cuando su autor llegaba a los ochenta años de vida.

            En estas seiscientas cincuenta páginas de versos se recopilan en realidad pocos libros, los únicos seis que Uriz ha publicado exentos a lo largo de las décadas, a los que habría que sumar los poemas dispersos que el poeta ha ido colocando aquí y allá, en revistas, antologías, catálogos o libros monográficos, textos a veces de circunstancias o de encargo que van desde sus primeros tientos líricos en la década de los sesenta hasta "Poderosa Afrodita", el paródico y ripioso poema que ha entregado recientemente para acompañar a una de las subversivas acuarelas que "SEM", seudónimo tras el que tal vez se ocultaban Valeriano y Gustavo Adolfo Bécquer, dibujó bajo el osado título de Los Borbones en pelota (Zaragoza, Olifante, 2014).

            Como testimonio retrospectivo de hasta qué punto la trayectoria vital y literaria de Uriz ha estado unida a Suecia, sus dos primeros libros de poemas se publicaron no sólo en sellos de allá sino traducidos al sueco por su mujer, Marina Torres, y por Artur Lundkvist, junto al texto original. Son Ett skri är ett skri är ett / Un grito es un grito es un grito es un grito (Estocolmo, Raben & Sjögren, 1969) y Janus' ansikten / Las caras de Jano (Estocolmo, Arbetarkultur, 1983). Los otros cuatro fueron publicados en Zaragoza por Libros del Innombrable: Un rectángulo de hierba (2002), Mi palacio de invierno  y Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones (en un solo volumen de 2005) y, finalmente, Cuaderno de bitácora (2009).

            En Pasó lo que recuerdas (p. 67 y ss.) Uriz ha evocado cómo fue gestándose Un grito es un grito es un grito es un grito, poemario monográfico sobre la guerra de Vietnam: "No pretendía cambiar el mundo ni frenar la guerra sino mostrar mi rechazo personal, manifestar mi repulsa a una política imperialista" (pág. 68). Es, pues, poesía social y comprometida en su variante más cruda y descarnada, y lo que urge y palpita en ella es la información, la denuncia, el "yo acuso"..., pero que lo fundamental sea lo que se dice no implica que no se cuide el cómo se dice, aunque Uriz, como es habitual en ese tipo de poesía combativa, somete al lenguaje a las necesidades del mensaje, prescindiendo incluso de puntuación, mayúsculas y desestructurando la sintaxis para obtener una comunicación más eficaz. De ese modo, en este debut poético leemos muchos "titulares" a los que se les da la vuelta, buscando y exponiendo sus trampas; estructuras paralelísticas que desnudan la falaz lógica aristotélica de otros discursos; interrogaciones retóricas; datos expuestos con prosaísmo que dan pie a una conclusión hermosamente literaria... Un poema sobre los bombardeos titulado "escalada" que comienza así: "la sombra / es luz / interrumpida en su camino / luz / que no llega / a su destino / -si la luz tiene destino-", se cierra con dolorosa belleza: "si la ley de la gravedad no tiene patria / el único lugar seguro es el cielo" (en Poesía reunida, p. 159).

            Artur Lunkvist creó por aquellas fechas una cierta controversia en el seno de la muy politizada poesía sueca de la época al afirmar que "el compromiso literario del escritor es comprometerse con la literatura misma y luego, aparte, está su compromiso o militancia política" (Pasó lo que recuerdas, p. 71). Pero el tono de la ópera prima del poeta zaragozano no es incoherente ni incompatible con esa apreciación cuando lo que realmente más te preocupa, ocupa e indigna en tu día a día es esa guerra, la injusticia, la violencia contra los inocentes. Es difícil escribir sobre cualquier otra cosa en tiempos como aquéllos, especialmente cuando el autor dedicaba buena parte de su tiempo a asambleas, debates y publicaciones políticas, multiplicadas desde su ingreso en 1963 en el Partido Comunista. Pero los buenos poetas encuentran caminos originales y sublimes para transmitir esas cosas, y Uriz hace bien en reproducir íntegramente en sus memorias los catorce preciosos y sencillos versos de "belleza de Estocolmo", uno de los mejores poemas que ha escrito nunca, en el que, según él mismo, "polemizaba con aquellos que nos exigían saber todo de Vietnam, su historia, la de Estados Unidos, las características del napalm, la velocidad de los bombarderos, los acuerdos de paz de Indochina, etcétera, para poder criticar la agresión norteamericana" (Pasó lo que recuerdas, pág. 68). El poema es éste (lo copio de Poesía reunida, pág. 82, donde encuentro tres variantes poco significativas con respecto al que se volvió a publicar en Mi palacio de invierno: ver pág. 287):

 

agua nórdica

bella azul metálica

lago Melgar

 

nunca he visto una gota de agua

a través del microscopio

 

desde el puente observo

la belleza

el hielo separa sus muslos

para dar a luz

el agua de primavera

 

¿microscopio?

 

me basta

ver el azul metálico del lago Melar

para tomar partido

 

 

 

            Catorce años transcurrieron antes de que Uriz publicase un segundo libro de poemas, pero cuando lo hizo, en 1983 (y de nuevo en edición bilingüe, con versión al sueco de Torres y Lundkvist), el poeta insistía en una poética muy deliberadamente ideologizada. En el "Prólogo" a Poesía reunida Uriz ha explicado que quiso titular el libro "Relaciones de producción" (un sintagma que se lee muchas veces en su interior), pero Lundkvist le disuadió y la balanza terminó cediendo hacia el lado del menos explícito Las caras de Jano, al que se añadió el subtítulo aclarador Diario de una década -1960-1970- de esperanzas y frustraciones. El libro, pues, se había ido escribiendo mucho antes de su aparición y a lo largo de bastante tiempo. "Más que un poemario -ha explicado su autor en esa misma introducción- es una autobiografía externa, es decir, mis reacciones a acontecimientos políticos de esos años" (pág. XII). El epígrafe de la primera sección del libro, de Attila József, dice: "Anda, poesía, participa en la lucha de clases" (pág. 101), toda una declaración de intenciones a la que Uriz se abalanza con gusto para hablar del Che Guevara, Cuba, la "Primavera de Praga" o el Tercer Mundo, aparte de las situaciones en España (en la sección "Mi país 1") y Suecia (en "Mi país 2"), en una ensalada de acontecimientos, personajes y anécdotas que recuerda a los poemarios de su amigo Manuel Vázquez Montalbán.

            En el libro hay cabida para todo, pero en general prosigue con el tono de Un grito es un grito es un grito es un grito, prolongando su lenguaje directo, poco artificioso y a menudo aforístico, su humor algo desengañado o su protesta dolorida, pero dejando también lugar para una cierta esperanza (como en el poema "la cuña": p. 175, que volverá a figurar en Mi palacio de invierno: pág. 309), que se mezcla con un punto de pesimismo ya un tanto otoñal con respecto a las utopías. En el mejor poema de Las caras de Jano, "sentido de la proporción", dedicado a su hijo Juan Uriz Torres, se diría que el poeta, acaso sin darse cuenta, pasa al niño el testigo de las ilusiones (Poesía reunida, 120; y de nuevo en Mi palacio de invierno: p. 315):

 

 

Alguien le había dicho en la guardería:

"Si te llevas al oído una caracola

oirás el oleaje del mar".

Pasó el tiempo y él seguía fascinado

por el insondable misterio.

Siempre anheló oír el oleaje del mar en una caracola.

 

Mi hijo se llevó al oído una concha minúscula

y estalló en alegría: "¡Papá, ya oigo el oleaje!"

mientras paseábamos por una playa

azotada por un clamoroso viento, en Túnez.

 

 

            Casi completamente distinto, al menos en cuanto a lo temático, fue el tercer libro de Uriz, Un rectángulo de hierba, en el que se abordaba monográficamente el mundo del fútbol, otra de las grandes pasiones de este poeta (de la que ha recopilado dos simpáticas antologías: Poesía a patadas. Antología de poesía futbolera, pequeño volumen no venal que se publicó en 2009 en Córdoba bajo el sello del festival de poesía Cosmopoética, y la mucho más amplia El gol nuestro de cada día. Poemas sobre fútbol, publicada en Madrid por Vaso Roto en 2010, con un prólogo soberbio de Miguel Pardeza). Este libro, como todos los de poemas de Uriz, es irregular y más voluminoso de lo que suelen serlo los de versos. En él el humor adquiere otro matiz, menos herido que aquel al que se recurría en los libros anteriores para soportar y compensar los horrores de la Historia a los que se aludía. Pero aquí, a través del balompié, también se encuentran pretextos para la expresión ideológica, así como una gran excusa para echar la vista atrás y recuperar cosas ancladas en la propia memoria, de modo que el libro tiene sus zonas íntimas y aun confesionales, que se cuentan en poemas de notable narratividad como éste, titulado "Auxilio Social" (Poesía reunida, p. 220):

 

 

Un domingo

puse con tembloroso apremio

-el partido lo exigía-

en la desgastada taquilla

el dinero justo para la entrada

que llevaba apretado en la mano.

Como era día de Auxilio Social

y no me quedaban ni los céntimos del emblema

no pude entrar.

Me quedé en los desmontes a oír el clamor de Torrero.

Sí, era un sucedáneo,

pero también me sabía bien el café con leche

-la achicoria- del desayuno.

 

 

            Hay varios poemas más sobre la propia infancia en Zaragoza, una infancia que, como tan bien expresa el poema anterior, tenía tantas carencias como ilusiones, una mezcla de privación y magia. Esos fragmentos de recuerdos quedan ubicados al comienzo del libro, y después se pasa a las reflexiones generales sobre ese deporte, a los retratos de determinados futbolistas, a la reflexión sobre el alcance de algunas gestas, a la tristeza por su progresiva y ya imparable mercantilización.

            Mi palacio de invierno, como he dejado apuntado arriba, contiene dos libros que se publicaron originalmente en tiradas muy reducidas, casi secretas, que el propio autor coordinaba en la muy cuidada serie "Papeles de Tarazona" (ver Poesía reunida, págs. XII-XIII): los poemas del que responde a ese título son, según cuenta su autor en su prólogo más reciente, "los que trataban de mi relación con el comunismo, [...] textos y notas dispersas que comentan acontecimientos políticos, tomadas d emanera discontinua desde 1969. Se fueron convirtiendo en una especie de diario, compuesto de imágenes, frases leídas en periódicos o en pancartas, oídas en la radio o en la calle, que ya no recuerdo de dónde proceden" (ibídem, pp. 271-272). Todo ello hará suponer que en estos textos Uriz vuelve al lenguaje desnudo, a la tendencia al apotegma informativo y conciso, que en este libro (y sobre todo en el adjunto Cuaderno de cuadraturas) da lugar a una serie de poemas más breves, con algo de sabor clásico, en su línea burlona, carnavalesca y epigramática, como en estas "Confidencias a Bruno" (p. 327):

 

Muchos sapos hemos tenido que tragar

Sobre todo palabras vomitadas por otros

- esas palabras hoy enterradas

para que no nos sepulte la vergüenza

Te observo comer satisfecho tu vómito

y te envidio

Al menos es el tuyo.

 

 

            En cuanto a Cuaderno de cuadraturas y otras incorrecciones, publicado en el mismo volumen, pretendía recoger "los que comentaban la transición -española, claro- vivida desde Estocolmo" (p. 271). Lleva una impactante cita general de Wolf Biermann que Uriz ha repetido numerosas veces, asumiéndola como propia: "Sólo el que cambia es fiel a sí mismo": p. 391), y en ese sentido es destacar su "brechtiano" poema de rectificación con respecto a ETA, en el que se expía una culpa común de la militancia antifranquista ("Silencios": p. 420):

 

En el principio fue la opresión.

Empezaron matando policías

y los apoyé.

Mataron al político de lo bien atado.

Fueron perseguidos y me solidaricé con ellos.

Condenados a muerte

pasé hambre por ellos.

Transcurrió el tiempo y algo cambió.

Pero siguieron matando

y me callé.

Mataron generales, policías, políticos

de uno y otro partido, mataron

a gente que pasaba por allí

y me callé.

Me callé

y hoy mi apatía en la repulsa

me avergüenza.

Por los muchos silencios junto al mío.

 

 

            Por último, Cuaderno de bitácora es el libro de Uriz que menos generalizaciones admite. Es en sus primeros poemas donde encontramos, si se me permite esta boba forma de decirlo, al Uriz "más poeta", en el que la contemplación es más importante que la meditación. Hay paisajes y poemas de amor antes de que llegue de nuevo la sorna (como en una respuesta a Ángel González: p. 497), los homenajes a amigos (Julio Cortázar, Natalio Bayo), las anécdotas de las que se extraen símbolos. En la segunda sección del libro se recogen poemas sobre animales (otra veta insólita en Uriz), aunque éstos son más bien un medio para hablar de otras cosas, o con intenciones que podían ir de lo didáctico a lo corrosivo, como también hacían los poetas antiguos. En "Evolución" (p. 514), leemos:

 

Dicen que con el tiempo

todo chimpancé acaba en hombre.

Pero uno se negó.

Se había enterado de que

un diamante imperfecto vale más

que una piedra perfecta.

Y por miedo

retrocedió del hombre.

 

            En las dos siguientes secciones, vuelve el repaso a la situación internacional, la denuncia de la macroeconomía, la reivindicación de la solidaridad. Basta con ver algunos títulos ("Vietnam", "Ejercicio con ejércitos", "Un beduino en el hemiciclo", "¿Progreso?", "Supermercado", "Refundación del capitalismo"...) para saber por dónde van los versos, pero en la quinta y última sección, antes de un poema epilogal que es el mismo "Striptease final" que remataba Pasó lo que recuerdas, aquí titulado "Punto final": p. 627), llega algo que el propio Uriz tiene como "más personal, [...] una breve seleección de los poemas que ilustraban unos álbumes de fotos de viajes que mi mujer, marina, y yo hicimos por Francia, en la década de 1990" (p. 479). Y dentro de ella, este "Despertar en Orthez" (p. 613):

 

En el cálido silencio sabánico

un pálpito

atado aún a la columna del sueño.

¿Qué palpita? ¿Es él?

¿Es la boca?

¿Son los dedos -una amorosa prisión de dedos-

lo que palpita?

¿O son alas

que lo llevan a tu cueva a ofrendar la esencia de los sueños

como un pálpito?

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

16 de diciembre de 2016

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Nunca la vi llorar. A mi abuela.

Se le salió la matriz por la vagina

y ella se la curó con limón

porque mi abuela lo trataba todo con limón. Y con saliva.

Barro, humedad y fuego.

La punta babeada de los pañuelos que llevaba en el batín.

Las medias de algodón. Agujeros en su faldagrís de abuela.

Y las capas de tela desdibujada

tras la que ocultaba el calor enchufado a la trampa

que colgaba del techo.

 

No preguntar. No saber.

Metió el pulgar en la tierra y lo sacó negro.

Barro seco y disperso. Pedazos de ladrillo bajo las plantas.

Restos pegados a las púas del tenedor.

 

Elevaba el cuchillo por encima de la cabeza.

Lo bajaba y lo hundía en la madera.

Cortaba las uñas a las niñas recién nacidas

para que cantaran bien. Bien como ella.

Voz de ofrenda, voz de Pascua.

Mas conmigo no lo hizo.

Yo era de rodillas arañadas, picaduras de avispa.

Huida de insectos y huida de juegos.

Apoyada la cara entre las manos, al tanto de mi situación.

Con las cejas sobre las piernas, las manos alrededor,

y luego cruzada de brazos

caminando hacia el puente.

Botas altas sobre el borde de los charcos.

Sin admitir el abandono ni la pauta.

La cólera de la herencia.

El bálsamo del humo lejano. La calidez y el resguardo

de la casa. Camino arriba.

Un ser orgánico que mudaba y crecía.

La incertidumbre y el temblor.

Por si nadie volvía a buscarme.

Las burriagas del bocadillo. Las lágrimas tras el coche

que arrancaba y desaparecía.

 

Tanta traición. Tanta reverencia.

Sus papeles con tersura de piedra, base en los cajones.

Paños de cuadros quemados. Vasos sucios.

 

Perdió un hijo y un marido.

Se quedó ciega. Y la atamos a una silla

para evitar que se tirara al suelo y reptara hasta su casa

lejos de ancianos tendidos sobre falsas mesas,

unidos por su calidad de ancianos.

Derribados sobre falsos sofás.

Envueltos en falsas mantas y en sonrisas postizas.

Con las uñas crecidas y los labios prietos,

entre voces conocidas que arropan en tonos azules

y por la mañana entregan desayunos.

 

La piel, cápsula gris, respondiendo al pliegue de cada dedo.

En medio del orín y el desinfectante.

 

La niña se llamará Julia.

¿No ves una moto ahí fuera?

 

Siempre quiso estar en su casa, mi abuela.

Y ahora la van a vender por 30.000 euros.

 

Escrito en Lecturas Turia por Pilar Adón

 Los encuentros con Mauricio Wiesenthal siempre tienen algo de luminoso. Será porque a su cabellera pelirroja le acompaña una sonrisa amable, distinguida, que anuncia una inteligente conversación. Un diálogo siempre rico en matices, generoso en saberes y salpicado de anécdotas cultas. Nos hemos citado hoy en el viejo salón del Colegio de Periodistas de Barcelona, afortunadamente tranquilo esta mañana, para recorrer el espacio y tiempo de su obra, sueños y  vida.

 

Dicen de él, no sin razón, que este escritor,  enólogo  y fotógrafo español de origen alemán  se ha convertido en un admirable maestro del memorialismo,   como atestigua su inolvidable Libro de Réquiems, o en el original novelista   que apreciamos los lectores de Luz de Vísperas. Su intensa, versátil y prolífica     peripecia vital nutre sus textos de unos perfiles de gozosa erudición y extrema sensibilidad que lo convierten en auténtico heterodoxo de nuestro tiempo. Un personaje cuya elegante rareza y originalidad apreciamos sobremanera en                esta época en que la cultura occidental aparece lastrada de mediocridades y ortodoxias nada recomendables.

 

Recuerdo ahora, aquí sentados y conversando plácidamente, aquella primera tertulia de hace dos años. Ya entonces le sentí como un marino. Creo que usted empuña un timón literario, y aferrado a él con los músculos doloridos de soportar la tensión de una difícil navegación, a veces en mares de sargazos,  sigue el rumbo de sus sueños. Pese a todo. Siempre.

 

- Tal vez porque en una época, cuando era niño, quise ser marino. Y algo de ese sueño queda en mí, pues como los marinos tengo mis mares y mis puertos preferidos. Además he navegado mucho, incluso entre tormentas de hielo en el Atlántico Norte y doblado el Cabo de Hornos.  He escrito abundantemente en la mar durante los viajes largos, y todavía cuando voy a América prefiero hace el trayecto de ida en barco y volver en avión; eso me permite preparar las clases, las conferencias, lo que vaya a impartir. El barco es mi vida, aún lo siento así. Creo que sigo teniendo algo de marino.

 

- ¿Cuándo surgió esa vocación que más tarde abandonaría por la de escribir?. Una aptitud que, tal y como demuestran los excelentes libros nacidos de la mar, tan cercana es a la buena literatura

 

- Mi padre me llevaba a pasear por el puerto de Cádiz para que conociese, no los grandes trasatlánticos, esos buques gigantescos y lujosos en los que me imaginaba al mando o bailando un vals en la noche del capitán con la pasajera más guapa del buque. No, mi padre me enseñaba los barcos carboneros donde los capitanes iban con una boina y sucios hasta las narices.  Y también los barcos fruteros que venían haciendo cabotaje desde Barcelona, Alicante, Cartagena... Porque en aquella época te educaban así, querían que conocieses los oficios desde abajo. Pero con los años se me fue la vocación.

 

- Los puertos son lugares singulares y, en otras épocas, tenían algo de mágico, Excitaban la imaginación y los deseos de conocer otros mundos por ese trasiego continuo de mercancías y bajeles.

 

- Sí, recuerdo aquel maravilloso puerto de Cádiz en que se cargaban las botas de vino de Jerez de la Frontera que iban para América. Donde se desembarcaba el café y otras mercancías que arribaban en los barcos. Era un mundo aromático, de especias… Un mundo maravilloso el de aquel puerto.

 

- Es curioso que, en vez de convertirse en un capitán de barco dedicado a surcar los mares profesionalmente, haya recorrido por vía terrestre los ríos. Las orillas de los ríos, como narra en El esnobismo de las golondrinas. Y que, como si fueran un afluente menor de un gran sueño, haya seguido su rastro hasta que, como todos lo sueños, desembocan al final en la mar.

 

- ¡Es verdad!. No había pensado que el río tenía un elemento iniciático en este sentido. Soy un hombre de andar, de caminos. A mí me escandaliza la gente inmóvil. Un día marqué una entrevista capotica, como las preguntas aquellas que se hacía Truman Capote y que él respondía más o menos literariamente. A dónde viviría decía yo que lo tenía claro: Lo haría en una frontera porque así siempre podría asomarme al extranjero y tenerlo cerca. Me ahogo en los mundos cerrados, no puedo soportarlos. Cuando estoy mucho tiempo en Barcelona me voy a un hotel, el que sea, y me tomo allí un café. Y lo hago  porque necesito sentir que se hablan otras lenguas, que hay gentes de otros países, de otras razas.

 

- Usted dejó de plantearse muy pronto aquella pregunta de la vieja canción de Bob Dylan: ¿dónde van los trenes, los barcos y los aviones que yo no abordo? Eso le habrá alejado de posibles afectos y cobijos.

 

- No he podido nunca en la vida pensar que encontraría una novia en una vecina. Me horripila, parece como si fuera a acostarme con mi hermana. Cuanta más lejana sea la figura que encuentre resulta más sano, más higiénico y más bello. Tengo ese concepto del mundo, no puedo evitarlo.

 

Algo que está inherente en su obra, al menos hasta donde mis luces alcanzan,  es la mujer. Y lo femenino, que es diferente. Y los distintos lenguajes. Y también las ciudades. Cuando escribe sobre Rusia, por ejemplo, hay ciertas palabras que son hermosas porque, además, son definitorias del oficio al que nombra y usted dice que son en femenino. También, cuando habla de Yahvé asegura que igualmente es femenino.

 

- Sí, del espíritu. Del espíritu sobre todo. Eso me interesa mucho, es un tema que me engolfa enseguida. A ver, cuando se lee al poeta Serguéi Esénin que dice que “el abedul es un hada de los cabellos de seda” hay que darse cuenta que la diosa, el abedul, es femenino en ruso. Cuando llega la primavera, que siempre llega tardía, sobre todo encima de Moskowia, en abril y mayo, los campesinos más primitivos se abrazan al abedul y sienten la savia del abedul femenino. Le cantan como si fuera su amada y se emocionan.

 

- Lo femenino entonces, también puede ser la luminosidad con la que un escritor puede seguir escribiendo al atardecer.

 

- Exacto. Tú puedes buscar la mar. Has puesto el género, la mar, en femenino. Pues, en este sentido a mí me gusta ese mundo de equilibrios que considero tan importante. Y veo que, a veces, en las malas traducciones se pierden los sentidos. Has citado antes la palabra espíritu en hebreo: Yahvé, que es femenino, la espíritu. Es por eso que se representa como una paloma, una forma femenina. Todo eso se pierde, esas ambigüedades, esas sutilezas, cuando se quiere crear un lenguaje puramente viril en que no aparecen las figuras femeninas.

 

- En su literatura muestra lo mejor de la mujer como ser humano y de su condición femenina. Es el caso de Anna Ajmátova, por la que siente predilección.  Sobre todo, intuyo, por su desgarrada y terrible vida, aparte de por su extraordinaria obra como poetisa. Y también, por un personaje como Ana Karenina, ese ejemplo de amor tan desgraciado. Pero hay varias más.

 

- Sí, así es. Existencias reales y literarias que son de una atracción y excelencia extraordinarias. ¿Quién no puede amar la figura de Ana Karenina, tan sublime y desgarradora en toda su proyección?.

 

- En el trasfondo de su obra se percibe indefectiblemente el peso de la emoción, un sentimiento que la impregna y distingue sobremanera. Transciende de la mera escritura y alienta como un auténtico sentido de la vida.

 

- Pienso esa emotividad y, cuando escribo mucho (sobre el ritmo, sobre el aliento) y la pierdo dejo de escribir.

 

- Eso debe tremendamente duro, porque la emoción llega un momento determinado que duele y hay que detenerse.

 

- Tienes que parar y te hace daño. Y te das cuenta que casi enfermas. Pero me acostumbré a escribir así. No sé escribir de otra forma. Tengo en cierta manera un temperamento musical y necesito emocionarme y dejarme llevar por el ritmo para que me salga esa comunicación que es mi comunicación interior.

 

- A mi entender, usted compone. Se guía por una literatura que es una partitura musical.

 

- Sí, lo hago mucho. Es porque mi bisabuelo era músico y, a veces, he pensado si no será que heredé una manera de trabajar que es muy sui generis y que la reconozco en algún otro escritor, como Stefan Zweig, que tiene esa musicalidad que sale de su oído musical. Es como tocar el violín. Hay en eso algo de gitano. El gitano que toca el violín se deja transportar.

 

- Eso me recuerda al viejo gitano serbio (y judío) de Luz de vísperas, tan patético y tierno como maravilloso. Con él creó usted una de las figuras más potentes y fundamentales, a pesar de la brevedad de su aparición, de la novela. Aún me parece oír el rasgueo de su viejo violín, tal es la impresión que me causó.

 

- Está hecho con puro sentimiento, lo trabajé así. Lo escribí con el corazón. Y además, todo corresponde a la realidad. Hay gitanos, personajes por mí conocidos, trasplantados de otro lugar, de otras experiencias de mi vida y que han creado al gitano de la novela.

 

- Otra de las consideraciones que percibo en todos sus libros, es una persistencia indomable en pro de una buena educación humanística, un intento desde la literatura de ayudar a  que el mundo sea mejor.

 

- Esa ha sido siempre mi idea. Hace dos años di una conferencia en la Universidad Menéndez Pelayo que a Castilla del Pino le gustó mucho. Me decía lo que para mí está claro: que el fundamento de la memoria es la emotividad. Uno de los problemas que sufrimos en el mundo es que vamos eliminando la emotividad y eso produce tantos desvaríos y vacíos de memoria. De ahí que el cultivo de la emotividad, de referencias como la música, el color o los aromas puedan ser una terapia fundamental para quienes padecen la pérdida de memoria.

 

- Usted se aleja de cualquier discurso racionalista que no despierte o intente hacer desaparecer la emotividad, y los considera prosa, en ningún caso “música”.

 

- Si la memoria está basada en la emotividad yo la recupero en el momento en que recurro a ella. Con eso recobro el tiempo perdido en el sentido proustiano. Me emociono con un tema cualquiera y de ahí sale todo. Recuerdo una noche en Roma, siendo yo muy joven, en que iba a encontrarme con unos amigos para disfrutar de la velada. Era una noche de bruma y llovizna y a mí debía embargarme cierta emoción especial por algún motivo. Caminaba abstraído y, de improviso, ví surgir una mano. Una mano que era la de una mendiga que suplicaba ayuda. Le di cuanto llevaba para la fiesta de esa noche, y recuerdo que me dijo “gracias hijo” y que detrás estaba una niña. ¡A esa niña la he vuelto a encontrar varias veces en mi vida!

 

- La mujer, el personaje femenino sale de cualquier esquina de su obra, en cualquier capítulo. Por ejemplo, cuando usted busca a su amigo Fiódor Mijáilovich Dostoievski y recuerda en ese recorrido por San Petersburgo a Natalia Fonviziane, la mujer que le había regalado una Biblia en el camino a Siberia y de la cual le pidió a su esposa Anna Grigórievna, en su lecho de muerte, que le leyese “al azar un fragmento”. O cuando, tal y como explica en el Libro de Réquiems,  le pregunta por el escritor a una joven prostituta rubia y pálida y la trata en su descripción como el ser maravilloso que debió ser o es, a pesar de esa circunstancia horrible.

 

- Respondo a eso con una palabra rilkeana.  De ese mundo en el que mi padre me introdujo leyéndome en alemán sus poemas en Ronda, lugar donde había vivido, yo también comparto algunas cosas. Respondo, pues, a esa apreciación, de manera rilkeana: hay mendigos que nos piden, y a los cuales si quieres les das o no. Y hay advertidores. He encontrado a veces en la vida esas apariciones que se disfrazan de mendigo o de lo que tú quieras, pero son advertidores. En la librería Shakespeare and Company de París, adonde iba cuando vivía allí, hay todavía hoy un cartel sobre la puerta que dice: “No seas inhospitalario con los extranjeros porque pueden ser ángeles disfrazados”.

 

- Creo recordar que también Rilke ha escrito que, ¡cuidado con los ángeles, puesto que cada ángel puede ser terrible!

 

- En efecto, terrible. Por eso les llamo advertidores, por todo lo que la palabra tiene en sí.

 

- Me pregunto si usted que sabe fijar personajes, lugares y ciudades se convirtió en fotógrafo durante una época de su vida precisamente por eso, por la maestría en captar el detalle. Y presiento igualmente que no era partidario de utilizar el flash en sus trabajos, y que abría todo lo que podía el objetivo.

 

- Eso es. Nunca me ha importado la profundidad de campo, porque siempre he querido meter el modelo dentro, sobre todo cuando era un rostro humano. De todas formas nunca pude, por decirlo así, hacer una fotografía tan plenamente como me hubiera gustado, dedicándome a ella. Siempre me iba hacia la literatura y, al cabo de un tiempo, terminaba pensando en que lo que hacía me iba a servir para ilustrar un artículo, con lo que acababa desvirtuando mi trabajo de fotógrafo.

 

Entonces viajaba mucho por África y siempre les pedía a mis modelos permiso para fotografiarles. Procuraba aprender algo del idioma del país y me detenía a charlar con la gente en los mercados o donde fuera. Regresaba con pocas fotos, por lo que pensé que mis viajes nunca serían rentables.

 

- Las fotos se escriben o se disparan, y usted debía escribirlas. Y es que todo depende del hechizo, y saber captar ese hechizo significa respeto. Y respeto en África es también no tener prisa.

 

- Sí, es verdad. Aparte de que, cuando vas a hacer una foto, tomas todas esas sensibilidades y distancias, la fotografía exige conocer un poco al personaje que uno va a retratar. Y todo ello me permitía charlar, pararme con la gente y vivir el momento. Por eso he disfrutado mucho con la fotografía. En París trabajé para las agencias Sipa y Gamma haciendo reportajes que ilustraba con mis propias fotos, y así me ganaba la vida en esa época. Recuerdo haber hecho reportajes para revistas especializadas, como uno sobre el canto gregoriano y también haciendo las fotos de los monasterios del Cister.

 

- ¿Cómo era su vida en el París de aquellos años?

 

- Vivía en una buhardilla cerca del mercado de Saint Germain, en el Marais. Al lado, la hermana de Brigite Bardot tenía un pequeño taller de patchwork, donde hacía tortugas, caballitos y diversos animales. Se me  ocurrió entonces hacer un reportaje sobre las buhardillas de París que cita Honoré de Balzac en su obra, y en las que él había vivido. Todo era igual que en su época, las buhardillas eran las mismas; y en muchos de estos rincones de París apenas ha cambiado. Yo sacaba mis fotos desde los tejados, detrás de las chimeneas, pero parecían fotos modernas. Por ejemplo, unas señoritas en bikini tomando el sol aparecieron en una de aquellas azoteas al enfocar mi lente. ¡Eso no estaba en la época de Balzac, era un contraste!. Aparecían escenas así. Hice muchos de estos reportajes en París.

 

- Allí se acostumbró, supongo, a elaborar los itinerarios de personajes históricos que más tarde plasmaría literariamente.

 

- Sí, realicé itinerarios de personajes. Se trataba de contar dónde habían vivido y andado Proust, Balzac o Andrea Chenier, entre otros. Y también los itinerarios de los cementerios históricos. Lugares que luego he llevado al Libro de réquiems o al de El esnobismo de las golondrinas. A la vez,  veía y me entrevistaba por aquel tiempo con Ionesco en Montparnasse, delante justo de la estatua de Balzac.

 

- Aunque París fue importante para usted, hay otras ciudades que ha visitado frecuentemente. O, por lo menos, lo ha hecho en reiteradas ocasiones: Estambul, Weimar...

 

- En Estambul he vivido varias veces, pero mi estancia más larga no llegó al año. Era un tiempo en el que, además, trabajaba en el museo Topkapi documentando gráficamente elementos que luego vendía a editoriales en Francia. Me encargaban fotografías determinadas  que estaban en la biblioteca del museo, como manuscritos antiguos persas y códices de Constantino y su época.

 

- Aunque residir entonces en Estambul no era tan caro, ¿cómo se financiaba para poder trasladarse y permanecer tanto tiempo en Turquía?

 

- Escribiendo guías. Así fue como me financié uno de los viajes. Escribía biblias para niños: el antiguo y nuevo testamento. Los editores me pagaban por anticipado. Con ese dinero yo recorría lugares en Turquía, fui a Éfeso para conocer los sitios donde había vivido la Virgen. También hice traducciones en Francia para un libro de reporteros: Reporteros en las guerras, y por supuesto tomaba fotografías. Conseguía conectar con editoriales y les mandaba las que me pedían. Con todos esos trabajos eso ganaba algún dinero y podía permitirme vivir allí.

 

- Recordar esa etapa  de su vida parece agradarle. Debió de ser una experiencia muy gratificante, le pregunto viendo el entusiasmo con que acoge el retornar a una época, sin duda, apasionante para él.

 

- Residía en el Park Hotel que, sin ser tan bueno como el Hilton, estaba muy bien. Tenía amigos y amigas, como las bibliotecarias de Topkapi  con las que he vivido infinitas aventuras muy bonitas en la noche de Estambul. Allí conocí a la baronesa  rusa Valentine Taskin, que tocaba el piano en algunos lugares. Me movía por  aquellos restaurantes y sitios que fueron importantes durante las dos guerras mundiales, cuando Estambul era un nido de agentes y espías.

- La Turquía de esos años era, sin duda, un nación menos problemática y con menos rigor religioso que la actual.

 

- Todos mis amigos eran musulmanes liberales, no fanáticos. Resultaba  maravilloso hablar con ellos. Como yo había vivido en Marruecos sabía algo de árabe. Al haber estudiado griego en la Universidad me permitieron escoger entre el latín y el árabe. Elegí el árabe y tuve como profesor al prestigioso  Delkader, que me cogió mucho cariño porque yo trabajaba bien el idioma. Luego, aunque en Marruecos se habla un árabe dialectal,  practiqué y pude por mis estudios y experiencia comunicarme con el Muftí de Estambul.  Me lo presentó mi amigo Kaya Savkay,  que trabajaba como delegado de turismo en la ciudad y  me ayudaba a conseguir permisos para mis fotografías y demás. Tenía su oficina muy próxima a la mezquita de Suleimán, y nos hicimos muy amigos. Le encantó encontrar una persona que le gustaba hablar con él de árabe, de versiones del Corán, de las suras mohabits del Profeta. Y cuando yo me despedía ceremoniosamente, como había aprendido en Marruecos, se emocionaba.

 

- Hábleme de su estancia en Marruecos.

 

- Cuando mi padre era profesor en la Escuela de Comercio y en la facultad de Medicina, todavía iba al antiguo Protectorado español a examinar  alumnos a Tetuán y yo le acompañaba. Más tarde, cuando yo también comencé como profesor de Historia de la Cultura en dicha Escuela, lo primero que hice en cuanto pude fui irme a Marruecos. Alquilé una casa en Marrakech, que entonces era una ciudad barata.

 

- ¿Y llegó a integrarse como en Estambul?

 

- En Marruecos nunca me integré en el mundo de la religión, porque era un mundo prohibido, donde un  occidental no entraba. Yo vivía en Marruecos, pero ese mundo no era el mío. Conocía las costumbres, hablaba con la gente, pero no estaba en la mezquita. Lo bonito que tenía Turquía, y tuvo Irán antes de los ayatolás, es que cualquiera se podía introducir en el Islam como hereje, porque entraba a través de lo menos duro. No podías entrar así cuando estabas viviendo en el Yemen o en Arabia Saudita.

 

- Hay varios países que han sido lanzados, precipitados a mi juicio, al radicalismo religioso más feroz.

 

- Por esta política que hemos hecho desde Occidente. Y me resulta muy triste porque, para mí, ese mundo islámico tiene otro contenido. Yo lo he vivido de otra manera. Es un mundo al que me siento unido con mucha humildad. Por eso te digo que soy un místico. Tengo tendencia a creer estas construcciones idealistas, pero más fácilmente las que gravitan sobre estos mundos de las religiones monoteístas: judío, árabe y cristiano. A veces también entiendo más fácilmente a los brahmanistas, al mundo hindú, que al budismo.

 

- Siguiendo con sus estancias en ciudades, Weimar ha sido de  las que ha visitado reiteradamente.

 

- Cuando iba a la antigua Alemania Oriental a trabajar sobre Goethe, Thomas Mann y Nietzsche,  me asentaba en Weimar. Era una ciudad increíble por los personajes que han residido allí. Entonces viví algunas anécdotas por el estado policial que había en la República Democrática Alemana. La bibliotecaria municipal me dijo un día que despertaba ciertas sospechas “por el apellido que tiene, al ser alemán piensan que viene usted a llevarse algo”. El resultado es que por la noche, cansado de tanta suspicacia, cuando llegaba al Hotel Elephant donde me hospedaba, levantaba la colcha de mi cama y decía en voz alta: “Aquí Mauricio Wiesenthal hablando para los micrófonos que la Stasi ha instalado en esta habitación”.

 

- ¿Y le acabaron expulsando de Weimar?

 

- La cosa acabó cuando otro día me dijeron: “¡Vayase, porque los clientes están enloquecidos con usted!. Como se mete en los cementerios leyendo las lápidas, y se mete en todos los archivos, lo mejor es que se marche, porque un día va a tener un disgusto. Y, como ya había terminado mi trabajo, no me importó irme. Nietzsche era el personaje que más les preocupaba que estudiara. Con Goethe, cuyo legado tenían cuidado de maravilla, te dejaban hacer lo que fuera. Pero con Nietzsche no, aparte de ser un calvario subir a la casa donde había vivido su hermana, que, fíjate, era un personaje antisemita y todo lo que eso conlleva.

 

Eso le facilitó a Goebbels poder utilizar a Nietzsche en favor de la causa nazi. Hay personajes injustamente tratados, como Franz Liszt, cuyos preludios durante años fueron prohibidos por los Aliados por haberse servido Goebbels de ellos en sus alocuciones.

 

- Y en la Primera Guerra Mundial no se podía oír a Beethoven  en Francia o no se podían leer ciertas obras en Alemania. Esa fue la gran lucha entre Romain Rolland y Stefan Zweig, que se comunicaban pasándose a veces, en la revista que colaboraban, temas de la cultura francesa y alemana que tenían que conocer en un lado y otro. Y luego lo ponían entre comillas diciendo “para que sea vea qué cosas han hecho tan terribles en Francia”, por ejemplo. Y citaban un texto de Romain Rolland, y esto lo publicaba Zweig en Alemania y viceversa.

 

- Al plantearle el tema de los nacionalismos, que tanta sangre han causado en Europa con su intransigencia y extremismo, Mauricio Wiesenthal se muestra concluyente.

 

- Los nacionalismos, no digamos el racismo y la xenofobia, me resultan aborrecibles.  No los soporto. Yo, por mi condición de sangre e historia, cuando encuentro algo monocolor me siento mal. A mí me gusta que pueda existir siempre la diversidad, es decir, otra gente que pueda ser disidente. Porque yo de heterodoxo me siento bien.

 

El que todo el mundo sea monocorde, ortodoxo, de la misma religión e idea, me horripila. Y el nacionalismo tiene tendencia a crear eso. Se creen que la condición de un pueblo consiste en lo que ellos dictan, y en la caricatura de ese pueblo que ellos hacen. No son capaces ni de entender siquiera las contradicciones que hay en la historia de todo pueblo. Y entonces quieren someter a un pueblo a su caricatura, y te persiguen porque tú no correspondes al esquema que tienen. No puedes afirmarte si no lo ves de esa manera.

 

- Es como el amor mal entendido, donde el quiero cobra importancia sobre todo para imponer su dominio sobre el otro.

 

- En español utilizar el quiero me horroriza por lo que tiene la palabra querer de posesión, mientras que el amar –te amo- está basada en generosidad, en libertad, precisamente en todo aquello que la voluntad no quiere. Porque la voluntad es un apetito que realmente puede llegar a la brutalidad.

 

- ¿No será que las palabras están en ocasiones muy mal empleadas y enturbian los sentimientos y condicionan las actuaciones?.

 

- En general, tenemos un problema mayor en España, y que en mi Luz de vísperas lo trataba de manos de un personaje español. Tenemos una palabra terrible que no existe en otras lenguas, que es la palabra cursi para hablar de los sentimientos. El español le tiene un miedo enorme al ridículo, es a lo que más teme, porque es un pueblo como decía Ortega y Gasset de plaza. Es un pueblo de exhibirse, es un pueblo de pasearse.

 

- No bromea Mauricio Wiesenthal al decirlo. Su rostro se ensombrece y recalca las palabras como un afilado cuchillo que despiezara un cuerpo -en este caso, un alma- con meticulosidad.

 

- Es así, es lo que le distingue. Como nuestro baile, el pasodoble, que es una exhibición.

 

- Y ese terror que, según usted, padece el español a dónde le lleva.

 

- A hacerse autocrítica y a plantearse si esto o aquello no será cursi, y entonces limita todos los sentimientos. Yo me enternezco viendo el mundo de Austria y Alemania, donde me he criado de pequeño, o de Suiza, donde se hacen unas cosas tan simples. Tan ingenuas cuando se habla de sentimientos. Como en todos los lugares  del mundo,  los enamorados se dicen cosas en diminutivo con una ternura infinita. Lo mismo tenemos en toda una América Latina que habla nuestra lengua, y donde estos diminutivos son tan bellos. Allí no existe ese criterio de lo cursi, esto es típicamente español.

 

- En su literatura hay muchas referencias a los aromas y las flores, supongo que tendrán que ver con su experiencia como enólogo, y también por su afición a la montaña.

 

- Voy todos los veranos a Saint Marie, en el sureste de Suiza y lindando con Austria e Italia. Es un lugar ideal de Europa porque por los caminos se hablan todas las lenguas: del romanche, oriundo de la Engadina, al francés. Allí me encuentro  todos los años con un botánico ya viejo pero con la cabeza muy clara que, acompañado con su hija, recorre los senderos y coincidimos en los paseos. Hablamos de las plantas alpinas, de las que él conoce más que yo, y me cuenta historias sobre ellas.

 

- Mauricio Wiesenthal entorna los ojos con un gesto de ternura al evocar los personajes que su padre le presentaba siendo él niño, y cómo le explicaba quiénes eran.

 

- Conocí al poeta griego Kazantzakis en la Costa Azul, cuando de niño veraneaba en Antibes y en los paseos por la playa nos encontrábamos con él. Mi padre me decía quien era, y que escribía con especias. Yo debía pensar que se trataba, siendo poeta y griego, de Homero. Iba con su mujer y estaba ya medio ciego por una alergia. Me explicaba que su bisabuelo había sido un pirata cretense y que, cuando saqueaba un barco de especias, las repartía generosamente en su pueblo.

- Apenas se conoce poesía en su obra literaria, aunque estoy seguro que usted la frecuenta. Me gustaría conocer cuales son sus influencias y cuando se decidirá usted publicar un poemario.

 

- Toda la poesía mística árabe y persa (y su ascendiente) es un mundo que por identidad, por haber vivido en Andalucía, tengo muy cercano. Probablemente ponga mi poesía a la luz pública, porque sólo tengo editada una poesía mía y el resto está oculto.

 

Me siento muy influido por la poesía oriental, fundamentalmente porque nace de la sensualidad –incluyendo la turca de la época de los Poetas de los Tulipanes- y creo que la poesía está basada precisamente en el mundo de la sensualidad. Por eso me molestan los poetas modernos que hablan universitariamente de conceptos hasta geométricos y faltos de sensualidad.

 

- Entiendo que no aprecia usted la poesía que no llega a través de los sentidos, a través del arte.

 

- No creo que un señor pueda hacer una poesía filológica basándose en las palabras. Se basa uno en los sonidos que es la parte sensorial de la palabra. ¡La palabra como concepto no vale nada!.

 

- Hablando de palabras y de su construcción. ¿Qué le parecen los últimos cambios  que ha llevado a cabo la Real Academia de la Lengua (RAE)?

 

- Acabará creándose una confusión mayor sobre el idioma. Hay algunas etimologías que propone el diccionario de la lengua que son descabelladas. Y no me importa calificarlas con todo  rigor de etimologías de paleto. En todos los pueblos hay etimologías de paleto que hacen reír y son divertidísimas, se podría hacer un libro con ellas. Es como sacar un personaje de Dostoievski en una taberna hablando así. Pero una Real Academia no puede recoger ciertas etimologías, olvidando verdaderamente lo que es el rigor de la lengua. Es decir, cuando consultas el diccionario de Covarrubias es mucho más interesante, mucho más rico de leer, que lo es el de la Real Academia hoy en día. Hemos sufrido un retroceso desde la época de Covarrubias, no digamos desde la de Lebrija hasta nuestros días. Es terrorífico.

 

- ¿Tan desacertados son a su juicio?

 

- No puede mantenerse así una lengua que es tan rica y exige sensibilidad para entrar en ella. Cito una cosa que me concierne como especialista en enología: los términos enológicos de la RAE no hay por donde cogerlos la mitad de ellos. No corresponden ni a la ciencia. La Real Academia define mal, pero con errores científicos.

 

¿Y la supresión de la tilde, de acentos, los cambios de la doble l antes elle, la y griega  y demás modernizaciones?.

 

- La comodidad. Es el mundo de las zapatillas. Y cuando una persona está en zapatillas, como diría mi viejo maestro Eugenio D'Ors, ha perdido todo lo que es cultura para convertirse en comodidad. Entonces, cuando un señor de la Academia nos va proponiendo las zapatillas, está olvidándonos que lo más importante de la Academia es la cultura. Me gustaría decirle a ese personaje que nos propone estas modernizaciones fáciles y cómodas para que podamos escribir sin tilde, lo que le espetó Disraeli a un decano universitario de Inglaterra cuando le propuso algo parecido: “le recuerdo Sr. Decano que sin disciplina no hay decanos”. Esto me permite recordarles que sin disciplina no hay Academia, Sr. Académico. Sin tilde sobran los académicos. Para ir en zapatillas no necesito tener a un maestro de ceremonias.

 

A pesar de que las últimas referencias a la lengua y sus cambios le han tornado un tanto severo, de inmediato la sonrisa aparece y distiende sus facciones, por unos momentos enérgicamente serias. Han transcurrido más de tres horas de conversación y reconozco la imposibilidad de haberme acercado siquiera a  una mínima parte de su vida. Contemplo a Mauricio Wiesenthal con su sobria y bonita chaqueta tradicional austríaca sin cuello, gris, y pienso que en ella falta un edelweiss, la flor que se consideraba el reconocimiento de un guerrero completo en las culturas alpinas. Se despide jovialmente, con esa ternura amable y caballeresca tan suya, de hombre renancentista y soñador. Después se aleja con elegancia y decisión rumbo a alguna Babel que le mantenga espléndidamente vivo y creador.  

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Francisco Luis del Pino Olmedo

Cuarta parte

 

 

Un tibio y nublado día del mes de agosto de 1969, por una estrecha carretera del extremo de una isla de la costa sur de Noruega, entre jardines y peñascos, prados y bosquecillos, subiendo y bajando pequeñas cuestas, doblando cerradas curvas, unas veces con árboles a ambos lados, como en un túnel, y otras pegado al mar, iba un autobús. Pertenecía a la Compañía de Vapores de Arendal, y, como todos susautobuses, era de varias tonalidades de marrón. Cruzó un puente a lo largo de un brazo de mar, puso el intermitente a la derecha y se detuvo. Se abrió la puerta y una pequeña familia bajó de él. El padre, un hombre alto y delgado con camisa blanca y pantalón claro de tergal, llevaba dos maletas. La madre, con un abrigo beige y un pañuelo azul claro que cubría su largo pelo, empujaba un cochecito de bebé con una mano, y llevaba cogido a un niño de la otra. El humo gris y aceitoso se quedó suspendido por un instante sobre el asfalto después de que el autobús se hubiera ido.

            –Hay que andar un trecho –dijo el padre.

            –¿Crees que podrás, Yngve? –preguntó la madre, mirando al niño, que asentía con la cabeza.

            –Claro que sí –contestó.

            Tenía cuatro años y medio, el pelo rubio, casi blanco, y la piel bronceada después de un largo verano al sol. Su hermano, de apenas ocho meses, estaba tumbado en el cochecito, mirando fijamente al cielo, sin saber ni dónde estaban, ni adónde se dirigían.

            Empezaron a subir lentamente la cuesta. El camino era de gravilla, y estaba lleno de baches de todos los tamaños tras un chaparrón. A ambos lados había campos de labranza. Al final del llano, que medía unos quinientos metros de largo, empezaba un bosque bajo, como encogido por el viento del mar, que descendía hacia las playas de cantos rodados.

            A la derecha había una casa recién construida. Por lo demás, no se veía ningún edificio.

            La suspensión del cochecito crujía. El bebé iba cerrando los ojos, mecido por ese delicioso balanceo, hasta quedarse dormido. El padre, que tenía el pelo oscuro y corto, y una tupida barba negra, dejó una de las maletas en el suelo para secarse el sudor de la frente con una mano.

–Hace bochorno –dijo.

–Sí –asintió la mujer–, pero tal vez haga más fresco cuando nos acerquemos al mar.

–Esperemos –dijo él, cogiendo de nuevo la maleta.

 

Esta familia, en todos los sentidos normal y corriente, con padres jóvenes, como lo eran casi todos en aquella época, y dos hijos, como casi todas las familias de entonces, se había mudado de Oslo, donde había vivido durante cinco años en la calle Therese, muy cerca del estadio de Bislet, a la isla de Trom, donde les estaban construyendo una casa en una urbanización. Mientras esperaban a que estuviera acabada, alquilarían otra, una casa vieja, en Hove. En Oslo, él había estudiado inglés y noruego en la universidad, mientras trabajaba de vigilante por las noches; ella había estudiado enfermería en la escuela de Ullevål. Aunque él aún no había terminado la carrera, había conseguido un puesto de profesor en el Instituto Roligheden, y ella trabajaría en el sanatorio de Kokkeplassen para personas nerviosas. Se conocieron en Kristiansand cuando tenían diecisiete años, ella se quedó embarazada a los diecinueve y se casaron a los veinte, en la pequeña granja del oeste en la que ella se había criado. Nadie de la familia de él asistió a la boda, y aunque sonríe en todas las fotos, una zona de soledad se cierne sobre su rostro; se ve que no encaja bien entre todos los hermanos y hermanas, tíos y tías, primos y primas de ella.

En este momento tienen veinticuatro años y su verdadera vida por delante. Trabajos propios, casa propia, hijos propios. Son ellos dos, y también ese futuro en el que están entrando es el suyo propio.

¿O no lo es?

Nacieron en el mismo año, 1944, y pertenecen a la primera generación de posguerra que en muchos aspectos representó algo nuevo, en gran parte porque estuvieron entre las primeras personas de este país que alcanzaron a vivir en una sociedad en buena medida planificada. La década de los cincuenta fue la del nacimiento de los entes públicos –el ente de educación, el ente de asuntos sociales, el ente de carreteras–, las direcciones generales y las administraciones, con una monumental centralización, que en el transcurso de un tiempo asombrosamente corto tendría consecuencias sobre el modo de vida. El padre de ella, nacido a principios del siglo xx, venía de la granja en la que ella nació y se crió, en Sørbøvåg, en la parte de los fiordos de la provincia de Sogn, y no tenía ninguna formación. Su abuelo paterno venía de una de las islas de la región, como seguramente sería el caso de su padre y del padre de éste. La madre venía de una granja en Jølster, a unos cien kilómetros de distancia; ella tampoco tenía estudios, y la presencia de sus antepasados en ese lugar estaba documentada hasta el siglo xvi. La familia de él se encontraba en un nivel más alto que la de ella en la escala social, ya que tanto su padre como sus tíos varones tenían estudios superiores. Pero también ellos vivieron en el mismo sitio que sus padres, es decir, en Kristiansand. Su madre, que tampoco tenía ninguna formación, venía de Ǻsgårdstrand, su padre fue práctico, y en la familia había también policías. Cuando conoció a su marido, se mudó con él a su ciudad. Eso era lo acostumbrado. Ese cambio que tuvo lugar en la década de los cincuenta y de los sesenta fue una revolución, sólo que desprovista de la violencia e irracionalidad de las revoluciones habituales. No sólo empezaron a estudiar en la universidad los hijos de pescadores y pequeños granjeros, obreros de la industria y dependientes de las tiendas, hijos que luego serían profesores y psicólogos, historiadores y trabajadores sociales; muchos de ellos también se fueron a vivir a lugares muy alejados de las comarcas de las que provenían sus familias. El que todo esto lo hicieran con la mayor naturalidad dice algo de la fuerza del espíritu de la época. Ese espíritu viene de fuera, pero actúa por dentro. Para él todos son iguales, pero él no es igual para todos. Para esta joven madre de la década de los sesenta habría sido un pensamiento absurdo el casarse con un chico de una de las granjas vecinas, y pasarse allí el resto de su vida. ¡Ella quería salir! ¡Quería vivir su propia vida! Lo mismo ocurría con su hermano y sus hermanas, y así sucedía en familias por todo el país. Pero ¿por qué querían eso? ¿De dónde venía ese deseo tan fuerte? En la familia de ella no había ninguna tradición de algo parecido; el único que se había marchó fue el hermano de su padre, Magnus, y se fue a Estados Unidos huyendo de la pobreza. La vida que llevó en América fue durante mucho tiempo sorprendentemente parecida a la que había llevado en Noruega. El caso del joven padre de la década de los sesenta era distinto; en su familia lo natural era procurarse una educación superior, pero tal vez no casarse con la hija de un pequeño granjero del oeste del país e irse a vivir a una urbanización a las afueras de una pequeña ciudad del sur.

Pero allí estaban ese día cálido y nublado de agosto de 1969, camino de su nuevo hogar, él arrastrando dos pesadas maletas llenas de ropa de la década de los sesenta, ella empujando un cochecito de la década de los sesenta, con un bebé vestido con ropa de los sesenta, es decir, blanca y llena de encajes, y entre ambos, moviéndose de un lado para otro, alegre y lleno de curiosidad, emocionado y expectante, su hijo mayor, Yngve. Cruzaron el llano, pasaron por la pequeña zona de bosque hasta la puerta abierta de la verja y entraron en la zona del antiguo campamento. A la derecha había un taller de coches, propiedad de un tal Vraaldsen; a la izquierda, grandes barracones rojos en torno a un llano de gravilla, y detrás, un pinar.

A un kilómetro hacia el este estaba la iglesia; era de piedra y databa de 1150, pero tenía partes incluso más antiguas, y era probablemente una de las iglesias más antiguas del país. Estaba situada sobre una pequeña colina y desde tiempos inmemoriales había funcionado como punto de referencia para los barcos que pasaban por allí, y estaba marcada en todos los mapas de navegación. En Mӕrdø, una pequeña isla de las muchas que bordeaban el litoral, había una vieja casa de capitán de barco, como testimonio de la época de esplendor de la zona –los siglos xviii y xix–, cuando floreció el comercio con el mundo exterior, sobre todo el de la madera. Durante las excursiones al museo provincial de Aust-Agder, a los chicos de los colegios se les enseñaban objetos holandeses y chinos de aquella época y de más atrás aún. En Tromøya había plantas raras y exóticas que habían llegado hasta allí en los barcos que vaciaban sus aguas de lastre, y en el colegio aprendieron que fue en Tromøya donde se cultivó por primera vez la patata en el país. En las sagas reales de Snorri la isla se menciona varias veces; bajo la tierra de prados y campos cultivados se encontraron puntas de flecha de la Edad de Piedra, y entre las piedras redondas de las largas playas de cantos rodados había fósiles.

Pero cuando esta familia nuclear llegada de fuera atravesó con todas sus pertenencias y a paso lento ese espacio abierto, el entorno no recordaba ni al siglo x, ni al xiii, ni al xvii, ni al xviii, sino a la Segunda Guerra Mundial. El lugar había sido utilizado por los alemanes durante la guerra; fueron ellos los que construyeron gran parte de los barracones y las casas. En el bosque había búnkeres de piedra completamente intactos, y en lo alto de las pendientes sobre las playas se veían varios emplazamientos de cañones. Había incluso por allí un pequeño aeródromo alemán.

La casa en la que vivirían los años siguientes era un edificio solitario en medio del bosque. Estaba pintada de rojo, con los marcos de las ventanas blancos. Se oía un constante murmullo procedente del mar, que no se veía, pero que estaba a sólo un par de cientos de metros más abajo. Olía a bosque y a agua salada.

El padre dejó las maletas en el suelo, sacó la llave y abrió la puerta. Dentro había una entrada, una cocina, una sala de estar con una estufa de leña y un cuarto de baño, que también servía de lavadero; en el piso de arriba había tres dormitorios. Las paredes no tenían aislamiento, la cocina estaba escasamente equipada. No había teléfono, ni friegaplatos, ni lavadora, ni televisión.

     –Pues ya hemos llegado –dijo el padre, y llevó las maletas al dormitorio, mientras Yngve corría de ventana en ventana mirando fuera y la madre aparcaba el cochecito con el niño dormido en el umbral de la puerta.

 

Claro está que yo no recuerdo nada de aquella época. Resulta completamente imposible identificarse con ese bebé al que mis padres hacían fotos, resulta tan difícil que casi parece mal emplear la palabra “yo”,para hablar de aquello. Tumbado en el cambiador, por ejemplo, con la piel inusualmente roja, las piernas y los brazos abiertos y una cara retorcida en un grito cuya causa ya nadie recuerda, o sobre una piel de oveja en el suelo con un pijama blanco, todavía con la cara roja y grandes ojos oscuros ligeramente bizcos. ¿Esa criatura es la misma que la que está aquí sentada, en Malmö, escribiendo esto? ¿Y esa criatura sentada en Malmö escribiendo esto con cuarenta años, un día nublado de septiembre, en una habitación llena del murmullo del tráfico de fuera y el viento otoñal que aúlla por el anticuado sistema de ventilación, serála misma que ese anciano gris y enjuto que dentro de cuarenta años tal vez esté sentado temblando y babeando en una residencia de mayores en algún lugar dentro de los bosques suecos? Por no hablar del cuerpo que un día estará tendido sobre una mesa en una morgue. Se seguirá hablando de él como “Karl Ove”. ¿No es, en realidad, increíble que un solo nombre contenga todo esto? ¿Que contenga el feto en el vientre, el bebé en el cambiador, el cuarentón detrás del ordenador, el anciano en el sillón, el cadáver sobre la mesa? ¿No sería más natural operar con distintos nombres, ya que la identidad y el concepto de uno mismo varían tantísimo? Se podría imaginar que el feto se llamara Jens Ove, por ejemplo, el bebé Nils Ove, el niño entre los cinco y los diez años Per Ove, el de entre diez y doce Geir Ove, el de entre diecisiete y veintitrés John Ove, el de entre veintitrés y treinta y dos Tor Ove, el de entre treinta y dos y cuarenta y seis Karl Ove, etcétera, etcétera. Entonces el primer nombre representaría lo propio de la edad, el segundo nombre la continuidad y el apellido, la pertenencia familiar.

            No, no recuerdo nada de aquella época, ni siquiera sé cuál era la casa que habitamos, aunque mi padre me lo indicó en una ocasión. Todo lo que sé de aquella época lo sé por lo que me han contado mis padres y por las fotos que he visto. Aquel invierno la nieve alcanzó varios metros, como sucede algunas veces en la región de Sørlandet, y el camino hasta la casa parecía un estrecho desfiladero. En una foto Yngve está empujando un carro conmigo dentro, en otra está con sus cortos esquís sonriendo al fotógrafo. En otra de dentro de casa me está señalando, riéndose, y en otra estoy yo solo agarrado a la cuna. Yo le llamaba “Aua”, fue mi primera palabra. Según me han contado, él era el único que entendía lo que yo decía y se lo traducía a mis padres. También sé que Yngve iba por las casas llamando a la puerta y preguntando si había allí algún niño, esa historia la contaba siempre luego mi abuela paterna. “¿Vive aquí algún niño?” preguntaba ella con voz de niño riéndose. Y sé que me caí por las escaleras y que tuve una especie de conmoción, dejé de respirar, la cara se me puso azul y tuve espasmos, mi madre se fue corriendo conmigo en brazos a la casa más próxima con teléfono. Ella creía que era epilepsia, pero no lo era. No fue nada. Y sé que mi padre estaba a gusto de profesor, que era un buen pedagogo, y que uno de aquellos años acompañó a una clase a la montaña. Existen fotos de esa excursión, él parece joven y alegre en todas, rodeado de adolescentes vestidos de esa manera tierna tan característica de los primeros años de la década de los setenta. Jerséis de punto, pantalones anchos, botas de goma. Tenían el pelo abultado, pero no recogido en un moño como en la década de los sesenta, sino cayendo suavemente sobre sus dulces rostros adolescentes. Mi madre dijo una vez que él nunca fue tan feliz como en aquella época. Y luego están las fotos de la abuela:Yngve y yo delante de un lago helado, Yngve y yo con holgadas chaquetas de punto, ambas hechas por ella, la mía color mostaza y marrón, y dos sacadas en la terraza de su casa de Kristiansand: en una, ella tiene su mejilla junto a la mía, es otoño, el cielo está azul, el sol bajo, estamos mirando la ciudad, yo tendría unos dos o tres años.

Uno podría imaginarse que estas fotos representan una especie de memoria, una especie de recuerdo, sólo que carentes de ese “yo” del que suelen salir los recuerdos, y la pregunta natural es ¿qué significan entonces? He visto innumerables fotos de la misma época de las familias de mis amigos y novias, y son de un parecido sorprendente. Los mismos colores, la misma ropa, las mismas habitaciones, los mismos quehaceres. Pero a esas habitaciones no asocio nada, son hasta cierto punto carentes de sentido, y aún más claro me parece ese aspecto cuando veo fotos de la generación anterior, lo que veo no es más que un grupo de personas vestidas con ropa extraña, haciendo algo para mí enigmático. Lo que fotografiamos es la época, no los seres humanos dentro de ella, ellos no se dejan captar. Tampoco lo hicieron las personas de mi entorno más cercano. ¿Quién era esa mujer que posaba delante de la cocina eléctrica del piso de la calle Therese, ataviada con un vestido azul claro, con las rodillas juntas y las piernas separadas, ese postura tan típica de los sesenta? ¿La del pelo recogido en un moño, los ojos azules y esa leve sonrisa, que era tan leve que casi no era una sonrisa? ¿La que tenía una mano alrededor de la reluciente cafetera con tapadera roja? Pues sí, era mi madre, mi madre en persona, pero ¿quién era ella? ¿En qué estaba pensando? ¿Cómo consideraba su vida, la que había vivido hasta entonces, y la que le esperaba? Eso sólo lo sabe ella, y la foto no dice nada al respecto. Una mujer desconocida en una habitación desconocida, eso es todo. ¿Y ese hombre que diez años después está sentado en una montaña bebiendo café de esa misma tapadera roja, pues se olvidó de meter unas tazas en la mochila antes de irse? ¿Quién era él? ¿El hombre de la barba cuidada y abundante pelo negro? ¿El de los labios finos y los ojos alegres? Ah sí, era mi padre, mi padre en persona. Pero nadie sabe ya quién era él para sí mismo, ni en ese momento, ni en todos los demás momentos. Y así pasa con todas esas fotos, también con las mías. Están completamente vacías, el único significado que se puede sacar de ellas es el que les ha proporcionado el tiempo. Y sin embargo esas fotos forman parte de mí y de mi historia más íntima, de la misma manera que las fotos de otros forman parte de la suya. Lleno de sentido, vacío de sentido, lleno de sentido, vacío de sentido, que tiene sentido, que no tiene sentido, esa es la ola que atraviesa nuestra vida y que constituye su emoción fundamental. Todo lo que recuerdo de mis primeros seis años de vida, y todo lo que existe de fotos y objetos de esa época es algo que me atrae, constituye una parte importante de mi identidad, y llena de sentido y continuidad esa periferia por lo demás vacía y carente de recuerdos del “yo”. Gracias a todos esos fragmentos y piezas me he construido un Karl Ove y también un Yngve, una madre, un padre, una casa en Hove y otra en Tybakken, unos abuelos paternos y unos abuelos maternos, un vecindario, y un montón de niños.

Ese estado provisional chabolista es lo que yo llamo mi infancia.

 

La memoria no es una magnitud fiable en una vida. No lo es por la sencilla razón de que la memoria no antepone la verdad a todo. No es nunca la exigencia de veracidad lo que decide si la memoria reproduce un suceso correctamente o no. Lo decide el interés personal. La memoria es pragmática, es insidiosa y astuta, pero no de un modo hostil o malicioso; al contrario, hace todo lo posible para satisfacer a su amo. Algunas cosas las empuja hasta el vacío del olvido, otras las retuerce hasta lo irreconocible, otras las malinterpreta elegantemente, y algunas, que es casi nada, las recuerda nítida y correctamente. Tú no puedes nunca decidir qué es lo que se recuerda correctamente.

            En mi caso, el recuerdo de los primeros años es prácticamente nulo. Apenas recuerdo nada. No tengo ni idea de quién me cuidaba, qué hacía, con quién jugaba, es como si el viento se hubiera llevado todo, los años entre 1968 y 1974 son un gran vacío en mi vida. Lo poco que recuerdo no vale gran cosa: Estoy en un puente de madera dentro de un ralo bosque que casi podría ser alta montaña, por debajo de mí corre un gran arroyo, el agua es verde y blanca, yo doy saltos en el puente, el puente se balancea, y yo me río. A mi lado está Geir Prestbakmo, el chico de los vecinos, también él saltando y riéndose. Estoy sentado en el asiento trasero de un coche, nos detenemos en un cruce con semáforos, mi padre se vuelve y dice que estamos en Mjøndalen. Me dijeron luego que íbamos camino de un partido con el Start, pero no recuerdo nada ni del viaje hasta allí, ni del partido, ni del viaje de vuelta a casa. Subo la cuesta de delante de casa empujando un gran camión de plástico, es amarillo y verde y me produce una fantástica sensación de riqueza, bienestar y alegría.

            Eso es todo. Esos son mis primeros seis años.

Pero estos son los recuerdos canonizados ya en el chico de siete u ocho años, la magia de la infancia: ¡lo primero que recuerdo! No obstante, existe otra clase de recuerdos. Los que no están fijados y no se dejan evocar por la voluntad, pero que de vez en cuando se desprenden y asoman a la conciencia por su cuenta, y durante un rato se mueven por ella como una especie de medusas transparentes, despertados por un determinado olor, un determinado sabor, un determinado sonido… Siempre van acompañados de una inmediata e intensa sensación de felicidad. Luego están los recuerdos relacionados con el cuerpo, cuando haces algo que hiciste en algún momento, levantar la mano para protegerte del sol, recibir un balón en el aire, correr por un prado con la cuerda de una cometa en la mano y tus hijos a tus talones. También están los recuerdos que vienen con los sentimientos: la rabia repentina, el llanto repentino, el miedo repentino, y te encuentras allí donde estabas como lanzado hacia atrás dentro de ti mismo, lanzado a través de las edades a una velocidad vertiginosa. Y luego están los recuerdos relacionados con el paisaje. Porque el paisaje de la infancia no es el mismo que los que siguen luego, está cargado de una manera muy diferente. En ese paisaje cada piedra, cada árbol tenía un significado; tanto porque todo era visto por primera vez, como porque fue visto muchas veces se ha sedimentado en lo más profundo de la conciencia, no sólo vaga y aproximadamente, tal y como el paisaje aparece delante de la casa de los adultos si cierran los ojos para evocarlo, sino de un modo casi monstruosamente preciso y detallado. En el pensamiento sólo tengo que abrir la puerta y salir para que las imágenes me fluyan. La gravilla de la entrada de los coches en el verano, de un color casi azulado. ¡Sólo eso, las entradas de coches de la infancia! ¡Y esos coches de los setenta aparcados en ellas! Escarabajos, Sapos, Taunus, Granadas, Asconas, Kadets, Cónsules, Ladas, Amazones… Pero sigamos, cruzamos la gravilla, caminamos junto a la valla de madera impregnada, vamos dando zancadas por encima de la cuneta poco profunda que había entre nuestra calle, la carretera circular de Nordåsen y la calle Elgstien, que atravesaban toda la zona y que pasaban por dos urbanizaciones, además de la nuestra. ¡La pendiente de tierra oscura y grasienta que bajaba desde el borde del camino y se adentraba en el bosque! Cómo unos finos y verdes tallos habían empezado a crecer casi espontáneamente en ella; frágiles y solitarios en todo eso nuevo, grande y negro, y luego la multiplicación casi brutal durante el año siguiente, hasta que la pendiente estuvo completamente cubierta por unos matorrales espesos y frondosos. Arbolillos, hierba, dedaleras, diente de león, helechos y arbustos que borraban por completo la separación hasta entonces tan clara entre la calle y el bosque. Subamos por esa cuesta a lo largo del asfalto con los estrechos adoquines de cemento, y, ah, el agua que murmuraba y fluía junto a él cuando llovía. El sendero de la derecha, un estrecho atajo hasta el nuevo supermercado B–Max. La pequeña zona pantanosa, no más grande que dos plazas de aparcamiento, los abedules como colgando sedientos encima. La casa de los Olsen, en la parte de más arriba del pequeño páramo y la calle que se metía por detrás. Se llamaba Grevlingveien. En la primera casa del lado izquierdo vivían John y su hermana Trude, en un lugar que no era más que un montón de piedras. Yo siempre tenía miedo cuando me veía obligado a pasar por delante de esa casa. En parte porque temía que John estuviera allí escondido tirando piedras o bolas de nieve a todos los niños que pasaban, en parte porque tenían un pastor alemán… Aquel pastor alemán… Ah sí, ahora me acuerdo. Qué salvaje era aquel animal. Estaba atado en el porche o en la entrada de los coches, y ladraba a todos los que pasaban por delante de la casa, deambulando por el espacio que le permitía la cuerda, aullando y lanzando quejidos. Estaba delgaducho y tenía los ojos saltones y amarillos. Una vez bajó la cuesta a toda prisa hacia mí, con Trude pisándole los talones y arrastrando una correa detrás. Yo había oído decir que no había que correr cuando un animal te perseguía, por ejemplo, un oso en el bosque, sino que había que quedarse quieto y hacer como si nada, de modo que así lo hice, me paré momentáneamente al verlo llegar. No sirvió de nada. No le importó que yo estuviera inmóvil, abrió las fauces y me clavó los dientes en el antebrazo, muy cerca de la muñeca. Trude tardó un segundo en llegar hasta él, agarró la correa y tiró de ella con tanta fuerza que el perro dio un paso atrás. Yo me eché a llorar y me fui corriendo. Ese animal, todo en él me asustaba. Los ladridos, los ojos amarillos, la baba que le escurría de las fauces, los dientes redondos y afilados de los que ya tenía una marca en el brazo. En casa no dije nada de lo ocurrido por miedo a que me regañaran, porque en un suceso así había muchas posibilidades de reproche. Yo no debería haber estado allí, o no debería haberme puesto a llorar, ¿a qué venía tenerle miedo a un perro? Desde ese día el miedo siempre se apoderaba de mí cuando veía a ese animal. Y eso era fatal, porque no sólo había oído decir que había que quedarse quieto cuando un animal peligroso te atacaba, también había oído que un perro era capaz de oler el miedo. No sé quién lo dijo, pero era una de esas cosas que se decían, y que todo el mundo sabía: los perros pueden oler el miedo. Y entonces pueden asustarse o ponerse agresivos y atacar. Si uno no tiene miedo, ellos son buenos.

Yo meditaba mucho sobre eso. ¿Cómo podían oler el miedo? ¿Y no era posible hacer como si uno no tuviera miedo y los perros no notaran el sentimiento real que uno escondía?

 

Traducción del noruego de Kirsti Baggethun y Asunción Lorenzo.

 

(Fragmento del libro La isla de la infancia. Mi lucha. Tomo III, de Karl Ove Knausgard, que será próximamente publicado por la editorial Anagrama)

 

Escrito en Lecturas Turia por Karl Ove Knausgard

12 de diciembre de 2016

Durante los últimos 15 años de su vida, Rafael Azcona fue uno de los grandes lujos de la mía. Siete años después de su muerte, el eco de su voz aún me ronda, cada día. Tengo un montón de recuerdos con él de protagonista. Esta es la crónica de algunos de ellos.

 

1993. Viernes 12 de febrero. Sala de espera del aeropuerto de Barajas. Estoy con Fernando Trueba, Maribel Verdú, Jorge Sanz, Penélope Cruz, Gabino Diego, Andrés Vicente Gómez y Carmen Rico Godoy. Nos dirigimos a Berlín, al festival, donde se va a presentar “Belle Époque”. Un hombre con aspecto muy afable viene hacia mi corrillo, nos tiende la mano y se presenta: “Hola, soy Rafael Azcona”. Nos quedamos paralizados. Rafael era un mito para todos nosotros por varias razones: era un genio, era el escritor de algunas de nuestras películas más queridas, “Belle Époque” incluida, y era célebre su afán de huir de cualquier exposición pública. No le pegaba nada acudir a un festival de cine. Enseguida nos enteramos de la razón: quería visitar en Berlín los viejos estudios de la productora UFA y documentarse para una historia protagonizada por un grupo de españoles que, durante la Guerra Civil, acuden a rodar una película a la Alemania nazi. Estaba a punto de nacer “La niña de tus ojos”. José Luis García Sánchez y Fernando y David Trueba comían con él todas las semanas y ya nos habían advertido de que, pese a lo que se podría pensar, Rafael era el reverso de un ser hosco y huraño. Nos da una pista de su carácter cuando, en el aeropuerto, al ver a Jorge Sanz, le saluda así: “¡¡Hombre, Peciña¡¡”. Peciña es el nombre del personaje de Jorge en “La miel” (1979), la película, dirigida por Pedro Masó y escrita por Rafael, con la que debutó a los nueve años. Pasamos tres días en Berlín, con Rafael entre nosotros. Cada vez que me acuerdo de Berlín lo veo a la salida de un restaurante diciendo: “Pedid codillo, buenísimo”. Tenía 67 años.

 

En el avión de vuelta de Berlín, Penélope se sienta entre Rafael y yo. Azcona nos habla de la historia de “La niña de tus ojos”. Penélope le escucha con los ojos muy abiertos, sin sospechar, ni ella ni nadie, que cinco años y medio después sería la estrella de una película decisiva en su carrera.

 

En ese mismo vuelo, hablamos de Julio Alejandro, el escritor de Huesca, el guionista de “Nazarín”, “Viridiana” “Simón del desierto” o “Tristana”, nada más y nada menos. Rafael cree que Julio sigue en México, su país de acogida desde los primeros años 50. Pero yo le aclaro que Julio vive en Madrid y que es amigo mío. Rafael tiene un impulso de fan que me pareció insólito en alguien como él: “Quiero conocer a ese hombre”. Le prometo que en mi próximo viaje a Madrid organizaré un encuentro. Al volver a Zaragoza lo primero que hago es llamar a Julio y contarle quién le quiere conocer. Le doy una alegría inmensa. A los pocos días Álex de la Iglesia, con 27 años, viene a Zaragoza a presentar “Acción mutante”, su primer largometraje. Le comento la cita que estoy preparando con Julio y Rafael y él dice eso no se lo pierde ni loco. Ese es el origen de una de las mejores tardes de mi vida.

 

1993. Viernes 12 de marzo. Quedo con Rafael y Álex en el bar del edificio de la Avenida de América en el que vive Julio con su hermano Fernando. Julio tiene 88 años. Subimos al piso. Nos abre Fernando. Rafael le tiende la mano a Julio pero éste abre los brazos mientras dice: “Ven aquí y dame un abrazo, hombre, que tenía muchas ganas de conocerte. No sabes cuánto me alegro de estar con alguien con el que me puedo pasar 20 horas seguidas sin fatigarme”. La tertulia dura tres horas pero se nos pasa volando. Rafael, al despedirse, le regala a Julio un ejemplar del guión de “Belle Époque” y esta dedicatoria: “Para Julio Alejandro, maestro de mi oficio, este humilde homenaje a la Segunda República Española”. Al día siguiente se celebran los Goya en los que “Belle Epoque” ganaría nueve premios –incluido el de guión- y “Acción mutante” tres. Al salir de casa de Julio, Álex y yo nos vamos a cenar con Rafael y evocamos la fantástica personalidad de Julio. Unos meses más tarde, vuelvo con Rafael a visitar a Julio, acompañados por José Luis –Pepe- García Sánchez. Y Pepe y Julio se hacen amigos para siempre.

 

1995. 22 de septiembre. Muere Julio Alejandro. Fernando, el hermano de Julio, me cuenta que la intención es enterrar sus cenizas, el 28 de octubre, al lado de un roble, en una finca cercana al Monasterio de Veruela. Se lo cuento a Rafael y decide venir a Veruela en el coche de David Trueba. Rafael no sabe conducir. Para David estar al lado de Rafael es un placer máximo. Siempre dice: “Soy mejor que ayer pero peor que Rafael Azcona”. El entierro de las cenizas de Julio es surrealista. Luego, en Zaragoza, en La bodega de Chema, con un grupo de amigos, celebramos una comida disparatada. Salimos del restaurante hacia las seis de la tarde. Entonces Mariano Gistaín y yo cruzamos a la acera de enfrente, nos bajamos los pantalones y nos ponemos a bailar y a cantar. Ante nuestra estupefacción, Rafael, 69 años, cruza la acera y nos acompaña: se baja los pantalones y se pone a bailar y a cantar con nosotros, en calzoncillos. Ese es otro de los instantes de oro de mi vida.

 

Por esa época, Rafael y Pepe García Sánchez disfrutan de otros arrebatos de fans con dos amigos míos muy queridos, Agustín Sánchez Vidal y Miguel Pardeza. Me cuentan sus ganas de conocerles y yo les digo que lo van a tener muy sencillo: la admiración mutua es una de las cosas que más allanan las amistades. En los dos casos, se siguió el mismo ritual: comida en el restaurante el Frontón de Madrid, larga sobremesa hasta el anochecer y afecto eterno entre ellos.

 

1997. Se estrena “Siempre hay un camino a la derecha”, la primera película de la productora creada por Rafael con García Sánchez y Juan Luis Galiardo. Rafael asume su condición de productor y eso determina un cambio de actitud, por pura complicidad con sus amigos y socios: ahora sí que tiene sentido que se implique en la promoción. Eso hace que Rafael vuelva a Zaragoza, con Pepe y Juan Luis, a presentar la película en los cines Renoir. Luego comemos en Casa Emilio, a partirnos de risa con Galiardo. José Luis Melero, Ana Marquesán, José María Gómez “Cuchi”, Daniel Gascón o José Antonio Labordeta son algunos de los amigos que nos acompañan. Un par de años después, el escritor, periodista y editor de Alfaguara Juan Cruz anima la edición de “Estrafalario”, un volumen que reúne tres relatos de Rafael de los años 50,  “El pisito”, “El cochecito” y “Los muertos no se tocan, nene”. Juan resulta decisivo para que Rafael dé la cara, ahora, como escritor. Eso es lo que, sobre todo, se siente Rafael: escritor, en estado puro.

 

1998. Ángel Sánchez Harguindey provoca unas conversaciones entre dos de los mejores conversadores del mundo, Rafael y Manuel Vicent, en las que los dos escritores hablan sobre la vida. Ellos tres, con Pepe García Sánchez, José Luis Cuerda, Jordi Socías, Manolo Gutiérrez Aragón, Juan Cruz o David Trueba, se reúnen a comer muy a menudo, para reír y disfrutar de la amistad. El resultado de la iniciativa de Harguindey es, sencillamente, maravilloso. El libro se titula “Memorias de sobremesa”. En él Rafael me estampa esta dedicatoria: “Para Luis que, además de saber leer este libro, es amigo mío”.

 

2004. Octubre. Pozoblanco, Córdoba. Se celebran unas jornadas sobre cine y literatura, en las que intervienen Ignacio Martínez de Pisón, David Trueba, Ariadna Gil, Gonzalo Suárez, Ángeles Caso, Antonio Soler, Lorenzo Silva, Julio Llamazares, José Luis Borau o Rafael Azcona y Manuel Vicent. En esos días me hago la única foto que conservo con Rafael. Recuerdo a Rafael y Borau hablar de un guión que habían escrito juntos, “Las hermanas del Don”. La película no acababa de salir adelante.

 

2005. Rafael se encuentra en esa época en la que dice a casi todo que sí y acepta las tres propuestas que le hago: en junio, mantener una charla con Álex de la Iglesia en un ciclo de la Academia del Cine concebido por David Trueba y arropado por Genoveva Crespo e Ibercaja; durante la primera semana de julio cerrar un curso sobre cine español organizado por la Universidad Complutense en El Escorial y, a finales de octubre, formar parte del jurado del Festival de Cine Ópera Prima de Tudela. En Tudela, le rodeo de algunos de sus más íntimos - Ángel Sánchez Harguindey, David Trueba y Pepe García Sánchez- y de algunos de sus más profundos admiradores: Mara Torres, Santiago Segurola, Ignacio Martínez de Pisón y Bernardo Sánchez, su paisano y principal estudioso. Rafael le ha encontrado el gusto, o al menos lo lleva con mucha alegría, al ir a lugares donde antes era imposible encontrarle.

 

A la charla con Álex de la Iglesia en junio acude Pep Guardiola que, por esas fechas, está en Madrid mientras sigue un curso de entrenador. Rafael y Pep es otra de esas reuniones en la cumbre que tengo la ocasión de vivir en primera fila.

 

2006. 18 de marzo. Rafael acepta el homenaje que le rinde el Festival de Málaga, que edita un estupendo libro de Bernardo Sánchez. Rafael disfruta mucho en el festival, rodeado de amigos. Uno de los más especiales, porque apenas le ve pero al que admira mucho, es José Luis López Vázquez, el protagonista de “El pisito”, su primera película. Uno de sus grandes devotos, Agustín Díaz Yanes, sostiene que Rafael es uno de los grandes genios del siglo XX.

 

2006. Julio Alejandro vuelve a nuestra vida. El 16 de junio el Festival de Cine de Huesca organiza un coloquio-homenaje sobre Julio al que estoy invitado con Rafael, Juan Luis Buñuel, Víctor Erice, Asunción Balaguer o Pepe García Sánchez. Rafael, Pepe y yo volvemos a Zaragoza en el coche de Antón Castro. Comemos en Zaragoza, en la bodega de Casa Hermógenes. Durante la sobremesa, ocurre algo: no hay nadie en el restaurante y Rafael y yo nos tumbamos en los bancos de madera, uno a continuación del otro, y nos echamos la siesta, mientras nuestras cabezas se rozan. Hermógenes Carazo siempre evoca ese momento como una de las cosas más fabulosas y estrafalarias que han sucedido en su restaurante. Después de la siesta vamos a la Facultad de Empresariales. Rafael es el invitado de “La buena estrella”, el ciclo de coloquios organizado por la Universidad. En la charla hablamos de “Los europeos”, una novela de Rafael de finales de los 50 que se ha reeditado este año. Entre el público se encuentran Carlos Forcadell y Juan José Carreras. Poco después, en los primeros días de julio, presentamos “Los europeos” en Barcelona. A la presentación acuden Enrique Vila-Matas o Ignacio Martínez de Pisón. Comemos con Pep Guardiola, que nos lleva en su coche de un sitio a otro. Al salir del restaurante, en plena plaza Catalunya, nos encontramos, por pura casualidad, con José Luis Cuerda, otro de sus grandes amigos y admiradores, y el director del último guión de Rafael “Los girasoles ciegos”, protagonizada por Javier Cámara y Maribel Verdú.

 

2006. Octubre. Rafael me concede una entrevista para “El reservado”, un programa que presento en Aragón TV, la televisión autonómica aragonesa. Rafael se muestra encantador. Pocos meses después acepta otra entrevista que le hacemos Beatriz Pécker y yo en Radio Nacional. Rafael es un entrevistado único.

 

2007. Febrero. David Trueba y yo hemos estrenado hace un par de meses “La silla de Fernando”, una película-conversación con Fernando Fernán-Gómez que Rafael había visto en el primer pase que hicimos para amigos, en junio de 2006. Como no podía ser de otra manera, David y yo pensamos que Rafael también es perfecto para proponerle una película en la que él nos cuente su modo de ver la vida. Pero Rafael nos invita a comer para decirnos, con todo el cariño del mundo, que no se siente a la altura de lo que queremos hacer. No le insistimos, como es natural.

 

Rafael Azcona, Luis García Berlanga y Fernando Fernán-Gómez figuran en mi altar personal como lo mejor del cine español. Entre sí fueron muy amigos y yo fui muy amigo de los tres. Sin embargo, conocí a Rafael en una época en la que apenas se veían. Nunca estuve con dos de ellos a la vez.

 

2007. Junio. Rafael tiene su propia manera de mostrar sus afectos. En un email me escribe: “Eres un hijo de puta y la vergüenza de Aragón. Tantos años de amistad y nunca me habías hablado de la trenza de Almudévar”. Rafael acaba de descubrir en El Corte Inglés de Madrid ese exquisito dulce aragonés y se acuerda de mí. Poco después de recibir ese email, en los primeros días de julio, David Trueba está en Zaragoza, mi ciudad. Hemos de ir al Escorial, a un curso de la Complutense, para hablar de “La silla de Fernando”. La idea es viajar hasta Madrid en AVE. Antes de ir la estación, pasamos por una pastelería. Le cuento a David lo de Rafael y la trenza de Almudévar y compramos un par de ellas, con la idea de llevárselas a nuestro amigo. Mientras bajamos con las trenzas en la mano por las escaleras mecánicas de la estación del AVE de Zaragoza pienso que, tal vez, tendríamos que haber llamado a Rafael y asegurarnos de que está en Madrid. Entonces, David, señala el andén y dice: “Mira quién está ahí, Rafael Azcona, con Susi”. Me quedo mudo. Llegamos hacia ellos y Rafael, con una enorme naturalidad, nos saluda: “Hombre, ahora mismo le decía a Susi, ¡pues mira que si nos encontramos por aquí a Luis Alegre!”. Rafael nos explica por qué se encuentran en la estación de Zaragoza: acaban de traerles en coche desde la Rioja y están esperando el AVE hacia Madrid. Hablamos muy brevemente porque enseguida nos hemos de separar: el tren llega y tenemos que subir y buscar nuestros asientos. Al llegar a nuestra localidad, David y yo nos encontramos, en los asientos de al lado, a Rafael y Susi. Nos miramos, perplejos, y nos echamos a reír. David dice: “Este tipo de cosas son las que demuestran que Dios no existe”. Nos pasamos el viaje charlando con Rafael. Esa es la última vez que le veo. Pocas semanas después me entero de que le han detectado un cáncer de pulmón.

 

2008. Enero. Rafael apenas puede ya hablar y se comunica por sms con los amigos. Un día me escribe uno en el que, a su manera, me pide un pequeño favor, él que odia pedir favores: “Querido Luis: el día 5 de febrero al mediodía se entregan las Medallas del Trabajo. Yo no podré recoger la mía. Lo que sigue no es una petición sino una pregunta: ¿Tú crees que Maribel Verdú, en el caso de que pudiera, y con la justificación de protagonizar la última película que he escrito, aceptaría la propuesta de recogerla ella?. Un abrazo. Rafael.” Rafael no simplifica ninguna palabra cuando escribe un sms. Consulto con Maribel y le respondo que para ella es un honor y una alegría. Azcona me escribe esto: “Sin acabar de reponerme de la conmoción -que Maribel haya reaccionado tan generosa e incondicionalmente me ha acongojado- ahí va mi gratitud, primero hacia ti y luego hacia nuestra adorable amiga. Gracias, gracias a los dos. Os abraza vuestro, Rafael”. Tampoco he borrado el sms de Maribel cuando le reenvié los sms de Rafael: “No tengo palabras. Es el más grande y el más generoso. Y nunca me he sentido tan orgullosa de hacer algo por alguien”.Y el siguiente de Rafael: “Ayer, con la excitación, se me pasó pedirte el teléfono y dirección de Maribel, que supongo que pedirán los del protocolo. A Maribel le dirán que la costumbre es hablar un minuto: creo que sobran los eufemismos y los ditirambos, si dice que estoy en tratamiento de un tumor pulmonar y que me manda un beso, yo encantado”. Rafael siente auténtica debilidad por Maribel. Siempre dice que Maribel lleva varias “Rafaelas Aparicio” dentro.

 

2008. 22 de enero. Álex de la Iglesia vuelve a Zaragoza a una charla sobre “Los crímenes de Oxford”. Han pasado 15 años desde que vino a estrenar “Acción mutante” y hablamos de Rafael. Cuando estamos en Radio Zaragoza, a punto de entrar en el programa de Miguel Mena, me llama Rafael. Quiere ultimar algún detalle relacionado con Maribel. Álex, al saber que es Rafael, me coge el móvil y le dice: “Te quiero mucho, Rafael”. Y Rafael, con la voz agotada y débil, le responde: “Yo también, Álex”.

 

2008. Marzo. Escribo a Rafael muchos sms. Él responde enseguida. Sus mensajes siempre llevan un toque de humor, a menudo negro. El domingo 23 de marzo estoy en Nantes, en el festival de cine español. Desde allí le envío otro sms. Pero ese no me lo responde. El martes 25 de marzo me entero de que Rafael no ha podido leer mi último mensaje. Hacia las cuatro de la tarde la periodista Elsa Fernández-Santos me comunica que Rafael ha muerto hace un par de días. Realmente, el que estuviera muerto era la única razón para que Rafael no respondiera el mensaje de un amigo. Al colgar con Elsa me llama Maribel Verdú, rota de dolor, y los dos lloramos sin pudor, aprovechando que Rafael ya no nos puede ver.

 

“Como decía Rafael Azcona”

 

Como muchos de sus amigos, evoco y cito a Rafael a las primeras de cambio. La expresión “Como decía Rafael Azcona” es una de mis favoritas, una de las que más repito.

 

Una anécdota que refiero a menudo es esa que él contaba de su infancia para explicar el sentido de culpa que provoca el placer, sobre todo a su generación y a la de sus padres. Cuando, excepcionalmente, a su padre sastre le iban bien las cosas y entraba en casa muy contento y se creaba en un clima de cierta euforia, su madre, en el momento más álgido, dejaba caer esto: “Ya lo pagaremos, ya”.

 

Para él fue clave su contacto con Italia y la cultura italiana, en la que le sumergió Marco Ferreri. “Mientras en España nos educan para morir bien, en Italia es lo contrario: se prepara a la gente para vivir bien”. Ese fue un descubrimiento esencial, que marcó su manera de entender la vida.

 

Decía que el sacramento de la confesión, como idea, es una obra maestra: cometes el acto más atroz, vas a un confesionario, te autoinculpas y sanseacabó.

 

Decía que la Iglesia Católica había decidido que el disfrute del sexo era pecado mortal por puro instinto de supervivencia. Su negocio se basa en que la gente considere que este mundo es un horror y perciba el otro mundo, el que la Iglesia “vende”, como el paraíso. Eso aconseja condenar los placeres, para devaluar este mundo y revalorizar el otro. Rafael venía a decir que si el sexo no fuera pecado a nadie le acabaría de seducir el otro mundo.

 

Rafael trabajó de contable en un banco de Logroño. Él decía que dejó de ser contable porque los números le provocaban muchos dolores de cabeza.

 

Decía que él no se planteaba preguntas demasiado complicadas alrededor del sentido de la vida porque eso le mareaba. Recordaba que una noche de verano, en Ibiza, iba en bicicleta y miró al cielo mientras se hacía preguntas sobre el misterio del universo. Lo que le pasó es que perdió el equilibrio y se cayó al suelo.

 

Decía que la gente, cuando se ponía sincera, solía deslizar muchas mentiras.

 

Fue uno de los muchos españoles que pasó hambre en la guerra y posguerra. Él decía que aún sufría “hambre psicológica”. Tal vez por eso el regalo que más le gustaba recibir era un paquete de comida. Decía: “He comido todo lo que he podido, por el placer de comer. Recuerdo que un día le dije a Marco Ferreri: Extremadura es muy grande, ¿por qué no vamos y nos la comemos?”. Su mayor placer cotidiano era el de desayunar un pan con anchoas frotado con tomate.

 

Decía: “Hasta que leo el periódico mis mañanas son extraordinarias”.

 

Era un devoto de las nuevas tecnologías. Se apuntó enseguida a todo, al móvil, a Internet, al correo electrónico. Sin embargo, él sospechaba que el uso del móvil era muy dañino para la salud y que ese dato lo ocultaban cuidadosamente los medios de comunicación, para no perder la publicidad de las compañías relacionadas con la telefonía. Juan Cruz y Rafael Azcona hablaban con el móvil todos los sábados por la mañana.

 

Le daba la vuelta a casi todo. El cliché dice: “Un crítico es un creador frustrado”. Rafael decía: “Un crítico es un crítico frustrado. Que, además, no tiene casa”.

 

Decía “Hay que fastidiarse con lo de “Pobre pero honrado”. ¿Cómo se le puede exigir a un pobre que sea honrado”.

 

Hablaba de “los escrúpulos de pobre”. Decía que a los pobres les molestaba mucho llevar rotas las prendas de vestir y siempre las llevaban zurcidas. Decía que a los pobres les gustaba pagar las pequeñas rondas porque les hacía sentir ricos. También decía que los ricos no pagaban nunca.

 

Decía que cada mañana leía el ABC para saber qué es lo que no tenía que opinar.

 

Decía que en el arte las comparaciones no tenían mucho sentido y, sobre todo, que era bastante estúpido sentenciar qué era lo mejor. Decía: “Mejor solo se puede decir cuando hay cronómetro”.

 

De joven le gustaron mucho los toros pero un día le dejaron de interesar. El fútbol le gustó siempre, aunque dejó de acudir al Bernabéu el día que descubrió a los Ultra Sur.

 

Decía que uno de los errores de los guionistas y directores españoles era que habían dejado de ir en autobús.

 

Decía que una de las cosas más peligrosas en esta vida era decir sí. Era algo que te podía llevar hasta el matrimonio.

 

Decía que nadie estaba preparado para el matrimonio y que nadie nos preparaba para él.

 

Decía que a él le costaba mucho decir “te quiero”. Le parecía algo demasiado serio. Incluso a su mujer, para pedirle la mano, le dijo: “Yo creo que ya estoy maduro para el matrimonio”.

 

También decía que la monogamia era un espanto pero que no se había inventado nada mejor ni menos doloroso. Y un día le oí esto: “Desde que me casé, no me ha pasado nada”.

 

Decía que, por la noche, en la cama, al apagar la luz, cuando repasaba su día, si reparaba en que había hecho algo de lo que se avergonzaba, se ponía muy colorado. Pero, como la luz estaba apagada, no le afectaba.

 

Todas las noches leía antes de dormir. Pero cuando llegaba a casa un poco bebido y se ponía a leer, al día siguiente no se acordaba de nada y tenía que volver a leerlo.

 

Decía que a la lectura aplicaba el mismo criterio que a la comida. Igual que había comidas exquisitas que a él no le gustaban, también había libros y autores extraordinarios que a él no le atraían nada. Si empezaba a leerlos y no le gustaban, los dejaba y no se sentía culpable. Él decía que perdió muy pronto el sentido del pecado.

 

Decía que los cines de la posguerra se hubiesen llenado aunque en ellos no hubieran proyectado películas: en esos cines había muchas más comodidades y se estaba mucho más calentito que en las casas.

 

Decía que, en la posguerra, estaba muy mal visto que los novios se besaran en público. Y contaba lo que hacían algunos novios de Logroño: ir a la estación de tren y colocarse en el andén. Cuando el tren estaba a punto de salir, los novios fingían que se despedían y, entonces, se besaban.

 

Decía que la posguerra duró hasta Tejero.

 

Decía que cuando era niño y oía toser a un viejo siempre pensaba que lo hacía aposta para fastidiar.

 

Era un gran trabajador. Madrugaba mucho y se imponía un horario de oficina: escribía en su casa desde las ocho hasta las dos o las tres, según hubiera quedado o no a comer.

 

Decía, como Picasso, que el dinero servía, sobre todo, para no pensar en el dinero.

 

Decía que desconfiaba de los sentimientos porque eran muy fáciles de manipular. Sin embargo, confiaba enormemente en los sentidos, por los que le entraba el mundo.

 

Decía que no era buena idea revolcarse en el pasado y que la nostalgia despide un olor a nardos putrefactos. Quería mirar al futuro, prefería la esperanza a la nostalgia.

 

Decía que había llegado a los 80 años con un aspecto tan saludable porque no sabía conducir. Iba a casi todos los sitios caminando. También decía que le ayudaba mucho el tomarse las cosas con sosiego y el no competir.

 

A los 80 años decía que él no podía retirarse, que tenía que trabajar para mantenerse. Pero decía que a él le encantaría dejar de trabajar porque el trabajo le parecía una lata. Cuando algunos le comentaban que si dejara de trabajar se aburriría, él les replicaba: “Me iría a un parque y me sentaría en un banco a leer el periódico”. Los otros se lo discutían: “Ya, y al día siguiente y al otro haciendo lo mismo, no lo podrías soportar” Y les decía Rafael: “Sí, porque tengo imaginación. Al otro día me sentaría en otro banco”.

 

Siempre le recuerdo contento. Él solía decir que, cada mañana, al despertarse y comprobar que seguía vivo se llevaba una alegría tan grande que ya le duraba todo el día. El humor fue su gran venganza contra los horrores de la vida y el absurdo del mundo. Rafael se supo reír de la muerte como nadie se ha reído. Una de sus más refinadas obras maestras nos la regaló en sus últimos días. A José Luis García Sánchez todos los amigos le llamamos “Pepe”, menos Rafael, que siempre le llamaba José Luis. Entonces, en pleno acoso de la enfermedad, Rafael, con el hilillo de voz, le dijo: “ ¿Yo también te puedo llamar Pepe?. Es que con esto del cáncer de pulmón me queda poco fuelle y me resulta mucho más cómodo llamarte Pepe”. Rafael se despidió de la vida con un humor y una delicadeza insuperables. Durante su enfermedad, se negó a que los amigos le visitáramos, para ahorrarnos el espectáculo de su sufrimiento. Y le pidió Susi, su mujer, que no nos anunciara su muerte hasta dos días después, para evitar que, por su culpa, tuviéramos que participar en un circo que no tenía ninguna gracia. Rafael nunca te decía te quiero pero, hasta más allá del final, fue grande y cariñoso como sólo él sabía serlo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alegre

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