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     Un lejano día a finales de los sesenta, cuando estaba escribiendo con Angelino Fons el guión de Peppermint Frappé, Carlos Saura se encontró por la calle con Rafael Azcona y le pidió que le echara una mano para mejorar el texto. Los dos vivían en Madrid, eran  vecinos del barrio y se conocían desde hacía  una década. Uno y otro ya habían cosechado cierto prestigio, como director y  guionista respectivamente. Saura había triunfado en el Festival de Berlín con La Caza y Azcona  había escrito para Marco Ferrreri y Berlanga.

Cuarenta años después, en 2007,  Rafael Azcona, que estaba gravemente enfermo, contó para el número 85-86 de Turia dedicado a Carlos Saura que nunca se había sentido coguionista de esa película. Aquel encuentro, en el que Saura le pidió que leyera y diera retoques a ese guión, inauguró una colaboración profesional que se prolongaría durante más de veinte años. ¡Ay Carmela¡   fue el último trabajo juntos, aunque esa colaboración había quedado  suspendida un tiempo por  discrepancias sobre La prima Angélica.

  La primera pregunta vuelve a los orígenes de esa relación: ¿Qué aportó  realmente Azcona al  guión de Peppermint Frappé? “Elías Querejeta, como buen productor que era, pensó que el guión de Peppermint era mejorable –empieza reconociendo Saura- y se le ocurrió que interviniera Rafael.  Azcona dijo que el guión estaba muy bien y que sólo habría que eliminar algunas reiteraciones. Así lo hicimos”.

    Después de  esa primera aportación vino La madriguera, una idea de Geraldine Chaplin cuyo guión firman la propia Geraldine, Carlos Saura y Rafael Azcona. Habían pasado dos años desde el estreno de Peppermint Frappé. Lo que le decidió a Saura a pedirle a Rafael que escribiera ese guión fue su convicción de que era “el guionista ideal para trabajar en el tema.  Eso sí la única condición que puse -asegura Carlos Saura - era que no trabajáramos en un café público sino en casa. Rafael aceptó. En todo caso la aportación de Geraldine fue esencial”.

Ambos siguieron recorrido cinematográfico con  El jardín de las delicias y Ana y los Lobos. Entre la amistad y el oficio de escribir establecieron una relación que el propio Saura califica de peculiar.

    “Rafael exigía que antes de escribir una sola letra –explica el realizador- le contaras el argumento de la película, los personajes, los escenarios. Sólo entonces, si le parecía bien, aceptaba la colaboración. Todas las mañanas trabajábamos en casa,  y más tarde en el hotel de la estación de Chamartín que nos venía mejor a los dos porque yo entonces vivía en la Sierra. Rafael era ordenado y metódico. Escribía lo que habíamos hablado y a la mañana siguiente llegaba con varios folios muy bien escritos con las notas que había tomado, más sus aportaciones. Intercambiábamos opiniones, leíamos en voz alta los diálogos hasta dejar el texto más o menos definitivo”.

    ¿Aceptaba él de buen grado correcciones en caso de que hubiera diferencias de criterio?

    “Siempre me he reservado el derecho de escribir la última versión del guión poniendo o quitando aquello que no me parecía bien. Nuestra relación siempre fue cordial y amistosa, pero debo decir que Rafael era una persona más compleja de lo que parecía. No era dado a confidencias y mantenía un cierto misterio sobre su vida. Tenía sus manías, era misógino, nunca me invitó a su piso y guardaba celosamente a su mujer,  tenía amistades que yo no compartía. Creo que a veces sufría porque no se le reconociera su talento como escritor y guionista. En eso tenía razón”.

    La prima Angélica, su quinta y penúltima película juntos les llevó a la ruptura por una diferencia de criterios sobre el personaje de Angélica. Recupero ahora lo que el propio Saura contó  en la conversación que mantuvimos para el número de Turia al que ya nos hemos referido. “Después de haber terminado La prima Angélica me echó en cara que había construido el personaje de la chica como un ser maravilloso. Me harté, estábamos comiendo, y le grité: mira tú eres un idiota. Y ahí nos enfadamos. Le habían dado a la película el premio especial del jurado del Festival de Cannes. Quise celebrarlo con Rafael y entonces en esa comida que estábamos encantados resulta que nos peleamos”. 

    Al leerle ahora aquello que comentó entonces, el director añade: “ya digo que Azcona era a veces una persona complicada, a veces tierna, a veces violenta. Nuestra separación no fue sólo porque yo dibujara al personaje de Angélica como una chica sensible y delicada, cosa que le fastidiaba, sino por otras razones que incluían su rechazo a ciertas escenas de la película”.

    Le recuerdo que Azcona  nos contó  que  Carlos Saura era muy exigente y que cuando trabajaba en algún guión suyo “iba a su casa o quedábamos en la estación de Chamartín con horario, como las asistentas, aunque también recuerda de aquellas jornadas de trabajo los drymartinis que preparaba Geraldine”.

    “No sé cuándo dijo eso, pero es una graciosa frivolidad -comenta Carlos Saura- que no responde a la verdad, aparte de los drymartinis. Es cierto que prefiero trabajar en un lugar aislado, en casa o en cualquier lugar, pero no en el tumulto del café Gijón en donde Rafael solía hacerlo con Luis Berlanga. Yo no sé trabajar así.  El cine que yo hago requiere una cierta concentración y aislamiento.  Creo que esa es la única manera seria de hacer las cosas. Soy una persona solitaria, me gusta trabajar en casa, escuchar música, que siempre me acompaña, escribir, dibujar, hacer fotografías y compartir mi soledad con mi mujer y mis hijos”.

    Unos catorce años después de  aquella ruptura por La prima Angélica,  Saura y Azcona volvieron a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ El reencuentro llegó por sugerencia del productor Andrés Vicente Gómez.  

    “Fue Andrés quien me instó a que viera la obra de teatro ¡Ay, Carmela! de José Sanchis Sinisterra,  por si veía la posibilidad de hacer una adaptación al cine. Mientras seguía atentamente la representación, en medio de un público enfervorecido, vi con claridad que la obra de teatro tenía en potencia todo lo que necesitaba para hacer una película sobre la guerra de España. Desde el principio decidí que la historia se desarrollara  linealmente y que Rafael Azcona sería el colaborador perfecto para escribirla. Una de las cosas que más me atraía de la obra teatral era su tono de tragicomedia. Unos años antes yo hubiera sido incapaz  de ver la guerra civil con humor -como hicieron por ejemplo los italianos con la contienda europea - pero en ese momento era distinto, había pasado el tiempo suficiente para poder tener una perspectiva más amplia y no hay duda de que así se podían decir cosas que de otra manera resultaría mucho más difícil, por no decir imposible de contar”.

    Debió  de ser complicado volver a trabajar juntos en el guión de ¡Ay Carmela¡ Pero sobre todo debió de suponer un gran esfuerzo poner nuevamente en marcha su colaboración.

    “El primer encuentro con Rafael no pudo ser más desafortunado –se lamenta Carlos Saura- le encontré  pesado, reiterativo y aburrido. Había cambiado mucho. Había perdido la alegría y el entusiasmo de antes. Ahora era dogmático y afirmaba cualquier cosa con una agresividad y una seguridad  molesta, quizás porque estaba a la defensiva. Era el momento de tomar una decisión. Le dije que  había sido un error llamarle y que era mejor  que nos fuéramos cada uno a nuestra casa. Él estaba de acuerdo. Una vez tomada la decisión me sinceré y le dije todo lo que pensaba sobre su injusta y estúpida postura cuando nos separamos en el restaurante "Jockey" después de La prima Angélica. Le conté lo mucho que me había dolido nuestra ruptura y que hasta ese momento le había considerado un amigo. ¡Yo no tengo amigos!- me replicó Rafael. Pues yo sí -le contesté-, pocos, pero buenos amigos y yo te consideraba uno de ellos. ¡No se puede ser amigo y colaborador! -puntualizó.  ¿Qué quieres de mí? - me preguntó entonces. Le dije que le consideraba  la persona ideal para escribir el guión de ¡Ay, Carmela!. A partir  de ese momento Rafael cambia radicalmente de actitud. Se vuelve otra persona. ¡No me lo puedo creer! Me sorprende su reacción. ¡Esperaba todo lo contrario, incluso estaba preparado para un rapto de violencia!  El caso es que en ese momento volvió a comenzar nuestra colaboración”.

    Le comento a Carlos Saura que quizá después de más de diez años la manera de trabajar de ambos habría cambiado y ello pudo alterar la manera de afrontar el  guión.

    “Con Rafael creamos nuevas situaciones –me responde - y personajes para dar más consistencia al relato. Otros caracteres a los que apenas se alude en la obra de teatro fueron desarrollados con amplitud y adquirieron rango de coprotagonistas. La linealidad de la historia nos permitió  en las poco más de  48 horas durante las  que transcurre la acción hablar de la guerra civil con sus crueldades y contradicciones. Me gustaba mucho que ¡Ay, Carmela! fuera, además, un musical”.

   Saura y Azcona: dos cineastas, un guionista y un director volviendo a trabajar codo con codo, uno al mando casi absoluto, el otro un ser difícil y genial. No debió ser fácil.

    “Mientras trabajábamos redescubrí al Rafael que ya conocía- afirma casi aliviado Carlos Saura- seguía siendo un personaje muy especial, tierno, agresivo, violento, iconoclasta. No fue fácil encajar con él. En nuestra larga y antigua colaboración habíamos tenido sus más y sus menos, aunque desde la actual perspectiva de los años pasados, veo que nuestras diferencias eran pequeñas y se debían más a nuestra terquedad que a otra cosa. En todo caso, en esta nueva etapa era para mí un estímulo y una diversión encontrarme con él todas las mañanas en el bar del hotel de la estación de Chamartín, que volvió a ser nuestro punto de reunión. Sin Rafael yo nunca hubiera podido hacer ¡Ay, Carmela!, que sigue siendo una de mis películas favoritas.       

     Sabemos, porque Carlos Saura nos lo contó en 2007, que  ¡Ay Carmela¡ no ganó el Premio a la mejor película europea en 1990 para disgusto de Bergman. El director sueco había participado en las deliberaciones pero no pudo defender, como hubiera querido, que se hiciera con el galardón. El consuelo fue que  Carmen Maura se llevó, por el papel protagonista, el de mejor actriz europea de aquel año. Luego el musical tragicómico de Faustino y Carmela, entre otros muchos premios, en la quinta edición de los Goya consiguió trece de los quince galardones a los que aspiraba. Entre esos premios Goya se llevó el de mejor guión adaptado que compartieron Saura y Azcona. ¿Cómo lo celebraron? Rafael no era muy aficionado a recoger premios y acudir a galas, ni a la vida social del cine.

   “Fue una gran satisfacción para todos –afirma rotundo Carlos Saura- Creo recordar que Rafael no estaba. Le guardé el Goya que más tarde le entregué”. 

     Le pregunto entonces si, aparte de no haber trabajado juntos durante más de una década mantuvieron la amistad, al menos alguna forma de  relación personal. Azcona volvió a trabajar con Berlanga, escribió en esos años para José Luis García Sánchez, José Luis Cuerda y Fernando Trueba. Y, entre tanto, Carlos Saura siguió su propio camino  escribiendo guiones y dirigiendo películas.

     “La ruptura con Rafael me sirvió para decidirme a escribir en solitario. Escribí -sigue recordando aquellos años- con mucho temor Cría cuervos, y como la cosa funcionó muy bien escribí después Elisa, vida mía; Mamá cumple 100 años,  Carmen, Tango, y algún otro guión. En esa época maduré como escritor y como guionista. 

     Carlos Saura asegura que no se les quedó en el tintero ninguno de  los proyectos que hubieran emprendido juntos y que cuando derivó hacia las películas musicales  “supuso un cambio drástico en mi camino abriéndome un mundo que siempre me había fascinado”. Saura no recuerda que Rafael Azcona apareciera jamás por ninguno de sus rodajes ni de películas con guión suyo. Una vez entregado el libreto nunca se permitió intervenir sobre la marcha de la película.

     Además de trabajar juntos ambos eran amigos, una amistad fuera del mundo del cine.

     “Nuestra relación comienza incluso  antes de mi primera película, Los golfos –rememora Saura- Rafael vivía entonces en un bajo minúsculo de la Avenida de Menéndez y Pelayo, dibujaba y escribía para La Codorniz. Yo creo que malvivía. Ya más adelante se hizo un nombre prestigioso como guionista y cambió de domicilio. A veces nos veíamos tanto en España como en Italia cuando él trabajaba con Ferreri. Ellos se llevaban muy bien. Y también nos veíamos en la época en la que escribía para  Luis Berlanga, por supuesto, y con otros directores. Como ya he dicho, consideraba a Rafael un amigo, un buen amigo, más allá del trabajo común”.

  Repasamos la trayectoria de Carlos Saura en relación a otros cineastas y artistas con los que ha escrito guiones  para  comparar la manera de hacer de unos y otros y entender la diferencia con Azcona. Además de escribir en solitario los guiones de algunas de sus películas, Saura  ha escrito junto a Angelino Fons, Fernando Fernán Gómez, Jean-Claude Carrière, Antonio Gades. Con Elías Querejeta también colaboró en el guión de 33 días proyecto que, a estas alturas y después de varios años intentándolo, y darle muchos quebraderos de cabeza, parece que no saldrá adelante.

     “La idea de 33 días era de Elías –afirma Saura- y fue él quien me llamó para que escribiéramos juntos el guión. Era un amigo y un magnifico productor que nunca se decidió a dirigir, aunque estaba tentado y preparado para ello.  También trabajé con Carrière, una persona maravillosa y un excelente escritor. Con Antonio Gades teníamos una gran complicidad y decidimos firmar juntos el guión y la coreografía en los proyectos que trabajamos juntos en  cine y en teatro, por una razón muy sencilla: consideraba injusto que  la coreografía  no cobrara entonces derechos de autor.  La realidad es que la coreografía le pertenece a Gades y el guión lo escribí yo.  Cada uno de ellos era diferente en su manera de trabajar, incluido Rafael”.

    Esta conversación  la hemos mantenido mientras Carlos Saura preparaba  las maletas para volar a Buenos Aires. En su casa de Collado Mediano hablamos hace años entre jaras, libros, películas, cámaras de fotos, storyboards, de muchos temas, incluido lo que hemos recordado de Azcona. Ahora parece resignado a que una vez más se frustre el rodaje de 33 días,  ese guión sobre el tiempo en el que Pablo Picasso estuvo  pintando el Guernica y para el que  Antonio Banderas debía interpretar al pintor malagueño. Ya camino del aeropuerto de Barajas me confirma que, por problemas de producción,  no saldrá adelante. Pero Carlos Saura tiene ímpetu y está lleno de proyectos. En Buenos Aires se ha pasado la primavera austral  en el Galpón de la Boca, unos estudios en los que ha estado rodando un musical sobre “chacareras, zambas y todo el folclore argentino que me ha gustado desde pequeño como el flamenco o el fado”. De nuevo en España tiene previsto rodar otro musical en la India. Ya nunca podrá trabajar con Rafael Azcona pero del guionista y amigo fallecido aprendió mucho del arte de escribir guiones: “durante años, Rafael Azcona fue mi compañero de viaje y colaborador. A  él le debo,  entre otras cosas, el rigor en la escritura de un guión. Aprendí mucho a su lado”.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Eduardo Larrocha

   Al morir hace casi cuatro años una de las figuras más sobresalientes del panorama humanístico español, el merecido homenaje a una trayectoria donde ha prevalecido la clarividencia y la honestidad y el compromiso ético con los más desfavorecidos, se hace necesario, ahora que se cumple el centenario de su nacimiento.

   Desde su nacimiento en Barcelona el 1 de febrero de 1917 hasta su muerte el 8 de abril del 2013, podemos descubrir un camino donde el esfuerzo y el afán por comprometerse éticamente con los demás es clave.

   Al año de nacer, su familia se trasladó a Tánger (Marruecos), donde vivió hasta los trece años, en 1936 fue movilizado por el ejército republicano en la Guerra Civil española, combatiendo en el batallón anarquista. Sus peripecias en la Guerra son clave para entender cómo se fraguará después un hombre pacífico, que defenderá los valores del diálogo y la honestidad con el mundo. Después de esos años de contienda pasados en Cataluña, Guadalajara y Huete (Cuenca), es reclutado por el bando sublevado.

   Este cambio de bando no va a mermar su forma de ver el mundo, atendiendo ese reclutamiento a los avatares del destino. Obtuvo plaza de funcionario de aduanas en Santander, trasladándose luego a Madrid, donde en 1944 contrae matrimonio con Isabel Pellicer y realizó sus estudios universitarios de Ciencias Económicas, que finalizó en 1947 con Premio Extraordinario.

   Su trabajo en el Banco Exterior de España se combina con sus clases en la Universidad. Llega en 1955 a ser Catedrático de Estructura Económica por la  Universidad Complutense de Madrid, puesto que ocupará hasta 1969.

   De este período destaca su necesidad de escribir teatro, Un sitio para vivir, también estudios económicos como Realidad económica y análisis estructural y El futuro europeo de España.

    En el año 1965 y 1966, decide irse como profesor visitante a las Universidades de Salford y Liverpool, tras la destitución de los catedráticos López Aranguren y Tierno Galván.

   A su vuelta a España, pide la excedencia en la Universidad Complutense y publica El caballo desnudo, una sátira sobre la situación del país. En 1976 vuelve al Banco Exterior de España, como economista asesor. En 1977, fue nombrado senador por designación real, en las primeras Cortes democráticas, puesto que ocuparía hasta 1979.

   Al jubilarse, se dedica plenamente a escribir, dando lugar a una obra fecunda y de notable interés donde prevalece un humanismo necesario para entender el mundo. Escribe Octubre, Octubre, La sonrisa etrusca y La vieja sirena, entre otras. Su mujer, Pilar Pellicer, muere en 1986.

   En 1990 fue nombrado miembro de la Real Academia Española, con un discurso de ingreso basado en la tolerancia y el amor.

   Se casó con Olga Lucas de Torre, escritora, poetisa y traductora, en el año 2003, pasando largas temporadas en Tenerife donde escribe su novela La senda del drago.

   Se ha convertido en un referente fundamental para generaciones más jóvenes, donde la reflexión y el deseo de una regeneración política para acercarse al pueblo y a sus verdaderos valores, ha triunfado para muchos. Sampedro se ha considerado un indignado más, porque considera que el poder económico, con sus terribles fauces ha anulado a muchas personas, se ha impuesto como el gran lobo que ha de devorar a sus hijos, donde políticos corruptos e ineficaces pueden aniquilar literalmente derechos sociales sin que se les mueva una sola ceja. Sampedro, estoy seguro, sufría en los últimos años de su vida, de este deterioro imparable de las Instituciones de su querido país, sembradas de políticos corruptos, juicios donde la impunidad para los poderosos prevalece y una Monarquía en grave crisis de credibilidad.

   Pero Sampedro también fue un hombre de palabra verdadera, que dejó en una narrativa que pretendo analizar en las siguientes páginas, en tres ejemplos interesantes, el amor a los demás en Conferencia en Estocolmo (1952), a la Naturaleza en El río que nos lleva (1961), el amor a los demás en  uno de sus libros más bellos La sonrisa etrusca (1985), tres ejemplos de gran literatura, donde Sampedro nos dice que somos algo más que números, somos seres que habitan en las incertidumbres, pero llenos de alma y de luz, un potencial que en sus novelas no deja de brillar.

UN NARRADOR DE MIRADA LÚCIDA Y VERDADERA

   En Congreso en Estocolmo (1952) asistimos al encuentro de seres que aman la cultura, donde sobrevuela el tema de la amistad y del amor en un marco aparentemente austero, el del paisaje nórdico de Estocolmo.

   La amistad aparece trenzada como un valor que se va hilvanando, demostrando que, para el novelista, esta es una virtud necesaria para ser feliz, los hombres y mujeres que se contagian de la amistad tienen un alto sentido ético, conocen el esfuerzo y saben compartirlo, en una suerte de generosidad que es la que practicó Sampedro a lo largo de su vida:

“Y volver a hablar de la amistad, a tratar de definirla, a permitirla él y a aceptarla ella. En el fondo, a saborear la palabra y todos sus indefinibles armónicos y cautivaodras resonancias”.

   El narrador sabe que la palabra es tesoro, precioso don donde conviven hombres y mujeres que saben que el lenguaje precisa el entendimiento ético que hay en el ser humano, solo así el lenguaje es limpio y verdadero.

   Pero también la ciudad de Estocolmo, como si el narrador se hallase encandilado de sus aguas, aparece definido en este precioso párrafo del libro:

“La ciudad era todavía más exquisita bajo la lluvia mansa. Todo el colorido diverso de las fachadas adquiría delicados tonos de pastel y los tejados de verde cadernillo relucían concentrando suavemente la luz”.

   Paisaje que va dejando sus poros en sus habitantes, llenando de fulgor a los seres, como si se impregnasen de la luz de la ciudad nórdica, fría y cercana a la vez, como el amor y la amistad.

Karin, Klara, son seres hechos con el molde de la vida, con sus luces y sombras, en ese ámbito elegante de Estocolmo.

   Llegó El río que nos lleva (1961), novela desbordante donde la figura de los gancheros que se encaraman al río Tajo, poniendo en riesgo su vida para coger los troncos que van arrojando los árboles, nos seduce, novela hermosa, donde las descripciones se convierten en mosaicos de luz, en cuadros que el cine llevará más tarde a la pantalla, lo que demuestra el sentido narrativo de Sampedro para crear una novela de gran hondura:

“Sintió muy inmediato la atracción de un remolino, pero lo salvó sin soltar al chico, aunque hundiéndose. Un golpe de piernas contra el forro fangoso le impulsó hacia arriba con su presa; pero casi falto de aire y turbia la vista, salió por donde pudo”.

   El Tajo como el río que lleva la vida de los hombres, expuestos al peligro de su trabajo, heridos por la vida, seres a la deriva, como la novela se encarga de contar. Don Pedro, El Seco, Paula, son espejos de la vida dura de los gancheros.

   También los diálogos sirven para entender el esfuerzo del narrador para que los personajes nos lleguen, se aproximen a nosotros, se conviertan en seres reales, tan verdaderos como nuestras propias sombras y luces ante la vida:
“Y contrata a la gente, se bebe la salida pa animarse y, ¡hala!, a trajinar… Yo, que andaba aburrío, pues me enganché…”.

   La Naturaleza, lugar de remanso, pero devastadora también, donde los gancheros sirven su vida como ofrenda, para contarnos esta historia que va calando, con el paisaje como fondo, porque la novela destila belleza en cada página:

“Detrás de la casa estaba la pequeña represa. Por las grietas del azul se escapaba el agua, pero aún retenía un estanque increíblemente quieto, lleno de ovas y musgo, en la fría muerte invernal agravando su desolación”.

   Novela culminante, donde los personajes se meten dentro de nosotros, su compromiso ético con la vida es espejo del novelista, convertido en hombre entregado al don de la narración, donde todos podemos mirar mundos parecidos y lejanos al nuestro.

   Por último, un reflejo de la bondad de Sampedro ante sus personajes fue La sonrisa etrusca, donde el novelista cuenta la vida de un hombre en la culminación de sus días, un hombre que encuentra en su nieto un confidente para reflexionar sobre la vida, desde dos prismas, el que da la experiencia y el que da la inocencia, dos reversos de un tiempo relativamente corto, pero que va dejando en nosotros un poso imborrable, que perdurará en el tiempo:

“La tortura del viejo culmina en el dolor de ese silencio que, aun cuando previsto, le desgarra. Se descubre empapado de sudor, imagina a la víctima vencida, al niño más solo que nunca, sin fe ya ni en ese viejo con el que había sellado un pacto; en cuyos brazos se refugió momentos antes y que ya le había traicionado…”.

    Resumen magnífico de dos mundos, dos seres que abren y cierran la vida, donde Sampedro medita, para que la visión ética de un mundo cuya desolación no le impide seguir soñando, ese sueño que ha interrumpido la muerte, ya en sus noventa y seis años, indignado con lo que, como diría Lorca, muerden a los hombres que no sueñan.

   Sampedro no morirá, porque más allá de su literatura, brillante desde luego, queda un hombre de mirada honda y limpia, tan necesaria en estos tiempos.

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

    Antonio Gamoneda canta y lo hace así, con el verso hondo y claro, como dijo Miguel Casado en su artículo publicado en La República de las Letras en el número de noviembre y diciembre del 2007, titulado “En el espacio de la poesía moderna”: “Pero la escritura transparente también es un modo de desvelamiento, no sólo formal, sino de lo que subyace; la escritura transparente revela lo que está debajo”.

    Y es la escritura transparente la que enuncia el poema de Gamoneda, ese verso claro y diáfano, casi cristalino que abre sus ventanas a un eco amoroso.

   Como dice Miguel Casado en el artículo citado, la escritura transparente hace visible aquello que trasparece, lo que está debajo.

   Su canto a la madre es una muestra de afecto, como cuando el poeta dice en “Hablo con mi madre”: “Mamá: quiero olvidar todas las cosas / en el final de mi respiración que canta”.

    Si la escritura es “transparente”, todo lo que canta se revela, tiene destellos, halos de luminosidad.

    Pero Gamoneda sabe que decir la verdad en el verso es callar también porque:

“Sé que el único canto / la única poesía / es la que calla y aún ama este mundo”.

    Por ello, en los poemas de Gamoneda hay huecos, son silencios que desvelan la imposibilidad de decirlo todo, de sincerarse ante el mundo, late el eco de la duda ante la existencia, siempre en continuo desvelamiento, como si abriese telones y cerrase espacios abiertos, todo en eterna contradicción.

   Hay poemas de Gamoneda como “Geología”, “Paisaje”, “Invierno”, donde el poeta calla en el verso la hondura del mundo, busca en lo cotidiano, en los objetos y utensilios de cada día aquello que enuncia la verdad, en una sartén, en una cesta, cualquier objeto es presencia, no nos lleva a los terrenos inhóspitos del pensamientos, donde todo es duda y temor, lo verdadero se revela y se hace canto.

    Como le ocurrió a Blas de Otero en su libro de 1955 Pido la paz y la palabra, Gamoneda, como dijo Ildefonso Rodríguez, es el poeta ciego, el Homero que abre los ojos y descubre el poema en la verdad de los objetos cotidianos, su poesía se socializa, olvida todo lo anterior y entra en contacto con el mundo, se hace verdadera, cuando, como le ocurrió a Aleixandre en Historia del corazón toma contacto con los otros hombres y con los objetos cotidianos, que le alejan ya para siempre de toda trascendencia.

   El poeta considera que “mi canto está mal hecho”, Gamoneda cree que la denuncia no vale, es insuficiente, si en el poeta no late un verso revelador, que enseñe el lenguaje de cada día, que se identifique así con el pueblo.

   Dice el poeta: “Fui ciego / como piedra de cripta hasta que un día / vi en el mundo las cosas verdaderas”. Poeta atravesado por la verdad, cuya fe manifiesta, ciego del mundo, cuya revelación no llega hasta su libro Blues castellano.

    Si la poesía vivía en sus primeros libros como Sublevación inmóvil (1960), Gamoneda  no ha encontrado todavía el lenguaje verdadero, ese que le una al mundo, aún vive entre luces y sombras, entre el misterio del pecado original y la intrascendencia humana.

    Será después cuando abra ese caudal, en Blues castellano hay un apartamiento de la indignidad del mundo, Gamoneda se siente avergonzado de ese lenguaje anterior, solo y desvalido ante sus propios espejismos, quiere compartir y dar a los otros su verdad, entender el mundo que lo rodea y serle fiel. Para llegar a los demás solo existe el dolor que vive dentro de su piel.

    En Blues castellano hay un llanto a secas, por la vida, la injusticia y el dolor que late en todo, por la respiración de las cosas, las oye como si encontrara el oxígeno que necesita para volver a enfrentarse al mundo. A través de un nuevo lenguaje, el poeta encuentra su íntimo decir que está con los otros, en sintonía y armonía vital.

    Pero las palabras de Ángel Luis Prieto de Paula en su artículo de República de las Letras, en el citado número dedicado a Gamoneda, nos aclara el pasado que ha vivido en él y que hace necesario ese nuevo ser ante el mundo. El artículo se titula: “El sabor de la desaparición en Antonio Gamoneda” y dice el prestigioso profesor e investigador que Gamoneda fue un niño de la guerra y eso le marcó, su poesía se basó en ese tiempo de dolor, hasta que en “Descripción de la mentira” reflejó “su fracaso histórico y temporal”. Ya en ese libro, de 1977, se revela el deseo de cambia, de unirse al mundo, de encontrar un nuevo verso, que culminará en Blues castellano y que recopilará en Edad (1987), un libro que recoge una antología de su poesía, publicado en Cátedra.

    Coincide Antonio Colinas con Prieto de Paula en que Descripción de la mentira es el comienzo de ese cambio en su poesía, cuando comienza la palabra verdadera, palabra-origen, en la senda de Valente, comienzo de un nuevo lenguaje que cobra todo su sentido en su famoso Blues castellano.

     Concluyo diciendo que Gamoneda es un poeta de verso llano y profundo, que revela al ser que vivió la Guerra Civil de niño y que vivió una dura posguerra, ese ser que encuentra en los demás el verdadero sentido de una obra poética de altura que hay que celebrar.

    

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro G. Cueto

27 de enero de 2017

Ha muerto Gracq, me dijeron. Yo estaba en París, en el café Bonaparte, cuando supe que había muerto Gracq aquella misma mañana. En un primer momento, a pesar de la edad del escritor, 97 años, permanecí incrédulo ante la noticia. Yo acababa de llegar aquel mismo día a París y no podía creer que, a las pocas horas de volver a estar en aquella ciudad, se hubiera muerto Gracq, precisamente el escritor sobre el que en mi casa de Barcelona, poco antes de subirme al avión, acababa de escribir un texto de homenaje que había enviado al suplemento Babelia. Ahora tenía que pensar a Gracq de una forma ligeramente distinta. Lo imaginé inmortal. Recordé que, en A lo largo del camino[1],  Gracq decía que lo que llamamos inmortalidad no es a menudo sino una continuidad mínima de existencias en biblioteca, capaces de ser movilizadas de vez en cuando para avalar la moda o el carácter literario de la época.

 

La continuidad mínima de existencia de la obra de Gracq en bibliotecas está sobradamente asegurada y sería una sorpresa que sucediera lo contrario, pues ya en vida era un clásico. Perdurará su genial El mar de las Sirtes[2], pero perdurará también sin duda su obra ensayística, ya que contiene opiniones sobre la literatura francesa que no pasarán de moda; son comentarios muy penetrantes, de una agudeza singular, en los que para los autores comentados tiene críticas, movimientos que reprobar, pero también palabras de admiración que componen fragmentos que respiran una pasión por la literatura difícilmente igualable. Gracq comunicaba pasión por la lectura. Tiene precisamente comentarios muy perspicaces acerca del arte de la lectura y las diferentes variantes del mismo: “Es divertido pasar del Diario de Gide a los Cuadernos de Valéry: de un espíritu que sólo se anima con sus lecturas a otro a quien la producción mental ajena ofusca, y que sólo admite a título de corroboración –muy a menudo indeseada- de su propio pensamiento. Quienquiera que piense, y piense al margen de él, lo arremete: es de aquellos para quienes los libros de los otros invaden por naturaleza su espacio vital propio, y sienten la concreción de un pensamiento ajeno como una medio insolencia”[3].

 

Como lector, Gracq estaba mucho más próximo a Gide, por supuesto. Aunque  inmensamente crítico con lo que leía, era generoso. Era un cazador de fragmentos que intuía que podían describir en su esencia misma la poética de un escritor. Así sucede, por poner un solo ejemplo, con un fragmento de Valéry Larbaud en Gaston d´Ercoule, que a Gracq le parece más que suficiente para comprender la naturaleza de la escritura feliz de ese autor: “Estación, en una tarde de verano: el mundo abierto de par en par y tranquilo y luminoso en los extremos de la bóveda”.

 

No se puede estar más alegre y abierto al mundo que Larbaud en ese fragmento. Como lector, al igual que Gide, Gracq también estaba extraordinariamente abierto al mundo. Es la antitesis del lector egocéntrico y avaro;  de Paul Valéry a fin de cuentas. A éste le definió así: “Sombrío exclusivamente mental que se desarrolla a partir de un pensamiento esencialmente fragmentario, parecido a esas soberanías desmigajadas y dispersas del antiguo Sacro Imperio, para las cuales cualquier masa estatal limítrofe significaba peligro”.

 

Al “sombrío exclusivamente mental”, Gracq oponía la apertura al mundo de Gide o la alegría de Larbaud, ambas procedentes de su escritor posiblemente más admirado y que a mí me parece que era Stendhal, de quien nos dice: “No tiene maravillas concretas, mientras que un Huysmans sólo tiene de éstas. En la página de Stendhal hay diez veces menos que espigar para el discurso francés de un candidato que en la de Balzac o Flaubert; como novelista, sólo destaca por sus conjuntos, porque reside aproximadamente en su movimiento (siempre ese allegro del que hablaba el otro día, verdaderamente, en toda la extensión de la palabra, vivace: ser sensible o no, es casi una cuestión de ritmo mental, de longitud de onda íntima: el alegro de Mozart me parece tan excesivo como me alegra el de Stendhal”[4].

Esa justa medida de la alegría de Stendhal es la que complace a Gracq, sospechamos que rendido metafóricamente siempre ante la alegría contenida, pero general, de su maestro. Es como en el amor. Podemos amar detalles, pero cuando amamos el conjunto, amamos su alegría y ritmo generales, estamos sin duda perdidamente enamorados, no hay disimulo posible.

 

La sombra de Stendhal se proyecta en los libros de ficción de Gracq, como en Los ojos del bosque[5], por ejemplo. Recuerdo los días en que, al encargarme una editorial un breve prólogo a una edición de bolsillo de ese libro, decidí preparar el prefacio retirándome por una temporada  a un albergue en los confines de las Árdenas, donde me sentí feliz, instalado deliberadamente en un tiempo muerto parecido al de la  drôle de guerre de las Árdenas en la que se enmarca la acción de la novela. Me sentí perfecto viviendo con la alegría de Larbaud y de Stendhal en esa especie de tiempo paralizado, casi irreal, mezcla de drôle de guerre y de no tener nada que hacer salvo planear un prólogo. Me pasaba el día leyendo, escribiendo, por decirlo en términos de título de un libro de Gracq[6] . Era mi forma de revivir la experiencia del oficial Grange, el personaje central de la novela. La verdad es que necesitaba yo hacer algo así para recuperarme de las heridas de la vida mundana, necesitaba eso tanto como vivir en la confianza de que un día podría volver a vivir de nuevo en la discreción y la tranquilidad de los años de mi juventud, aquellos en los que se desarrolló mi primera etapa como escritor: volver a los días en que Marcel Duchamp  –cuyas tomas de posición ante la vida y el arte creo que  tienen puntos en común con Gracq-  era mi modelo existencial. Y era mi modelo por su discreción, geometría, clasicismo, elegancia y calma.

 

Fueron días felices, de prólogo lento y jamás tan disfrutado.  Desde el balcón de mi cuarto de albergue se divisaba toda esa zona boscosa que es el escenario de la búsqueda interior del joven oficial francés Grange en Los ojos del bosque. Estaba yo bien cerca de los lugares donde transcurría la acción de esta novela que  Gracq  había publicado en 1958 y  que fue  la última de las suyas, pues tras ella se desvió del camino narrativo adentrándose en sus cuadernos de notas y en otras obras fragmentarias de orden ensayístico.

 

Allí en las Ardenas, en mi balcón sobre el bosque, descubrí o confirmé (ya no recuerdo) que en su deseo de preservarse, de no ser molestado, de decir no, en definitiva, en  ese “dejadme en mi rincón y pasad de largo” que Gracq atribuía a su ascendencia vendeana, se oían sin duda los ecos esenciales de Hölderlin y de Robert Walser; ecos  que, a fin de cuentas, convivían con los de los antepasados del escritor, aquellos hombres que vencieron, masacraron en sus tierras a las tropas de la Convención. De hecho, Gracq fue siempre un digno heredero de ellos, un gran experto en resistir a París. Basta recordar cuando en 1951 rechazó el premio Goncourt. Fue asimismo un superviviente y un resistente de la escritura desde su legendaria La literatura en el estómago, libro profético que avanzaba el circo mediático actual. Que no haya edición española de ese panfleto debe atribuirse a las perversidades del propio mercado. Ahí, en ese opúsculo, Gracq lo dice todo sobre lo que pasa ahora –ahora mismo- en el mundillo de la literatura.

 

André Bretón consideró surrealista a Gracq cuando éste en 1938  publicó El castillo de Argol[7],  su primera novela. Pero yo creo que esa alabanza hablaba más del tradicionalismo profundo de Breton que del propio Gracq, pues en realidad  el autor de  Los ojos del bosque  poco tiene  de experimental  y lo que traía a colación con su castillo de Argol era nada menos que la leyenda del Santo Grial, tratada con una sagrada seriedad que hoy desconocen los Dan Brown de turno.  Tal vez lo que revelaban los elogios de Breton era lo mucho que había en el surrealismo de clasicismo y  de feliz regreso al simbolismo medieval. Después de todo, para Gracq ir tras el Grial era, más que buscar un objeto milagroso, cifrar la esencia de la condición humana. Cifrarla fue siempre su objetivo y yo creo que la cifró, por ejemplo, cuando habló del vacío y del grito de la zumaya en la linde más cercana a los ojos de aquel bosque lleno de terrores ante el que me asomé yo durante unas semanas mientras escribía mi prólogo feliz.

 

Gracq ha muerto. Al releer recientemente El mar de las Sirtes, me ha parecido ver que esta novela se halla muy conectada con el aire de nuestro tiempo y alineada con lo más renovador de las tendencias narrativas de estos comienzos de siglo. No deja de ser sorprendente que esto ocurra con un libro que, cuando apareció en 1951, fue visto como una narración brillantemente anticuada, de un sublime clasicismo extemporáneo. Pero lo cierto es que, releída ahora, El mar de las Sirtes no sólo parece contener  la belleza extrema de la más absoluta modernidad, sino que, además, se diría que, cargada de la electricidad estática de una vieja biblioteca, esta novela se proyecta de forma inquietante, como el propio volcán Tängri de su séptimo capítulo, hacia nuestro futuro.

 

 Justo es reconocer que también yo la vi de forma parecida, como brillantemente anclada en el pasado, cuando hace unos años pude leerla por primera vez en la magnífica traducción al español de José Escué. Reconocí ya entonces muchas de sus virtudes (precisión verbal, rigor de la lengua y sintaxis implacable: formalismo de carácter esencial, donde la elaboración por medio de las palabras respondía a un fondo concreto, a un pensamiento, a una concepción muy elevada del arte),  pero  me equivoqué al creer que El mar de las Sirtes, por sus aciertos formales y sus ecos decimonónicos, sería estudiada en el futuro, en amable asincronía, al lado de las obras de Balzac o Stendhal.

 

Releída ahora, lo primero que me ha parecido ver es que  su método narrativo es sorprendentemente contemporáneo, pues acoge con hospitalidad variadas tendencias literarias que el autor absorbe, intertextualiza y transforma, lo que le relaciona, aunque sea sólo de forma oblicua, con ciertas técnicas posmodernas o, mejor dicho, borgianas de trabajo. Y es que El mar de las Sirtes no sólo se alimenta de los materiales que le proporciona la vida, sino que también crece, misteriosamente, sobre otros libros. Esto no hace más que confirmarnos que, como dice Gracq, el genio no es más que una aportación de bacterias particulares, una delicada química individual en medio de la cual un espíritu nuevo absorbe, transforma y, finalmente, restituye, con una forma inédita, no el mundo en bruto, sino más bien la enorme materia literaria que le precede.

 

En El mar de las Sirtes esta delicada operación con la materia literaria se ha hecho, por otra parte, fondeando en las aguas de la tradición más noble y más radicalmente revolucionaria de la poesía. Y ésta es una de las vertientes por las que entronca con lo más avanzado de las tendencias novelísticas actuales, porque seguramente la novela del siglo XXI poseerá altos registros poéticos, o no será.  Sospecho que Gracq es nuestro contemporáneo también en este aspecto. Es, ante todo, un poeta de la novela, como lo prueba el hecho de que Nerval,  Rimbaud y Breton vertebren El mar de las Sirtes confirmando, de pasada,  que escribir se relaciona raramente con un impulso plenamente autónomo: “El mimetismo espontáneo cuenta mucho: no hay escritores sin inserción en una cadena de escritores ininterrumpida”. 

 

De Nerval  extrae el lenguaje de la locura, de la libertad expresiva en su faceta más vagabunda, y encuentra en este autor una inyección omnipresente del recuerdo, “una canción del tiempo pasado que vuela y que se desarrolla a partir de las llamadas incluso más tenues de lo reciente como de lo lejano, y que no veo en ningún otro escritor”. Con Rimbaud le ocurre algo por el estilo, con el añadido de que es un autor que indefectiblemente siempre le sobrecoge y le fascina hasta el punto de caer hipnotizado bajo su influjo  de la misma manera que puede retenerle en su balcón durante horas una tarde de mal tiempo en Sion: “furor deshecho que se concentra virgen de nuevo,  inconcebible desencadenamiento de energía equivocada”. Y en cuanto a Breton lo esencial de la obra de éste lo halla en Nadja y su alma errante capaz de vivir acontecimientos previstos con anterioridad y de llevar al lector y al autor  por una realidad donde todo es insólito.

 

El vagabundeo libre y a veces anticipatorio de Nerval y Nadja, la configuración psíquica tormentosa de Rimbaud, los signos exteriores procesados por una mente sesgadamente surrealista, todo eso forma parte de la configuración de El mar de las Sirtes. Cuando la percibimos ahora tan contemporánea, comenzamos a explicarnos las reacciones de estupor o de altivo menosprecio que provocaron sus innovadoras bacterias literarias entre los supuestos genios que triunfaban por aquellos días  –eran tiempos modernos- de 1951, el año en el que apareció el “anticuado” libro de Gracq y  fue premiado con aquel legendario Goncourt que rechazó.

 

Una tenebrosa intuición de futuro está extrañamente agazapada a lo largo de la luz fría de Syrtes y de la morosa espera que cruza  toda la trama de esta novela en la que Gracq nos va contando cómo se aísla el espíritu de la historia a base de concentrar el proceso que llevó a la explosión de una guerra, tal como él lo vivió antes de 1939. Y es que al  tiempo que nos cuenta todo esto, va dirigiendo sus espirituales pasos hacia una visión, más bien escalofriante, del terrorífico y estéril, tembloroso porvenir que a Occidente le espera. Porque ahí está otro de los aspectos que hacen tan actual a este libro. Percibe el futuro. Debido  a esto, la misma novela es una sorprendente aproximación a  lo que nos está sucediendo ahora, es la narración  de una espera y  el anuncio de una renovación que nunca llega, una historia de iniciación, y naturalmente la oscilación entre el secreto y una posible revelación, que, a través casi siempre del enfrentamiento con la muerte, resulta ser al final la revelación del relato en sí, la triunfal afirmación de la literatura sobre el mundo. Esa  gloriosa afirmación no hace más que confirmar que nos encontramos ante un libro excepcional sobre nuestro presente, un libro que quizás estemos comenzando a poder leer hoy, puesto que nos habla, a través de su  noble y moroso palabreo intertextual, de nuestra veneciana  decadencia de ahora.

 

Y si digo veneciana es porque la trama, que sirve de pretexto para intentar descifrar y aislar el espíritu de la historia   se ocupa de un imaginario lugar, el señorío de Orsenna, que es una especie de Venecia en los días de su ocaso final y dónde  el héroe rompe con su vida fácil y pide ser destinado al sur, en la línea fronteriza de las Sirtes, descubriendo allí una guerra olvidada entre dos estados ficticios, enfrentados desde hace siglos por motivos que ya ni se recuerdan. Esta historia de El mar de las Sirtes  posee una trama tan lenta como el atardecer terrible de una civilización de antiguo esplendor, ya apagándose. Estamos ante una novela de la inactividad y  de la ensoñación solitaria y de un contagio nebuloso entre la trama y el estilo.

 

La trama se arrastra detrás del estilo, que avanza a zancadas. Y es en el fondo una trama de luz fría y terriblemente moderna,  importando poco si es  ficción o realidad, verdad o mentira. Muy especialmente con libros como el de Gracq  poco importa resolver esa trasnochada disyuntiva, y digo trasnochada pues, a fin de cuentas,  la tarea de la literatura ha sido siempre ocuparse del sentido y no de la verdad, y esto que digo es algo que no por casualidad parece que sólo tienen  realmente presente los narradores de vanguardia de estos  principios de siglo XXI.

 

Por literatura de percepción  no entiendo una literatura profética, porque ésta es algo muy distinto y sin duda nada interesante.  Por El mar de las Sirtes  lo que fluye es  una extraña retahíla de iluminaciones de estirpe rimbaudiana, algo así como una gran sabiduría de percepción del futuro, en la línea de un Kafka, por ejemplo. Como se sabe, uno de los aspectos más seductores de la literatura se encuentra en el hecho de que algunas veces puede ser algo así como un espejo que se adelanta; un espejo que, como algunos relojes, tiene la capacidad de avanzarse. Kafka fue un buen ejemplo de esto porque percibió hacia donde evolucionaría la distancia entre estado e individuo, máquina de poder e individuo, singularidad y colectividad, masa y ser ciudadano. Kafka vio el panorama más allá en la evolución. Eso explica que le gustara tanto otro libro de marcado acento perceptivo, Bouvard et Pecuchet, donde hay ya un espléndido diagnóstico de cómo la estupidez avanzará imparable en el mundo occidental. El libro de Gracq se sitúa en esta corriente de escritores con espejos que tienen la capacidad de adelantarse. Parece conocer el núcleo de nuestro problema actual: la situación de absoluta imposibilidad, de impotencia del individuo frente a la máquina devastadora del poder, del sistema político.

 

Hasta el siglo diecinueve, el gran político y el gran escritor podían confluir en una similitud solidaria de lenguajes. La novela decimonónica retrataba el mundo con las mismas categorías que presidían la labor del político que construía el mundo. La literatura podía ser  central, colocarse en el centro del devenir histórico. En el siglo veinte, aquella solidaridad se quebró. El político y el escritor, la historia y la poesía, comenzaron a hablar dos lenguajes diferentes e incompatibles. Sus  mundos empezaron  a no coincidir uno con otro. Flaubert primero y Kafka después fueron los maestros  de esta sutil, decisiva inversión. Musil iba a ser el último de este brillante eslabón cerrándolo con su monumental obra abierta, El hombre sin atributos, donde presentaba un nuevo modo de narrar que se constituía en un permanente ensayo de la vida. Su obra cerró todo un ciclo de la narrativa europea,  y para algunos fue el último de nuestros novelistas, pues terminada la segunda guerra mundial, ya no quedó nada narrable en el continente. Hoy, en lo que entendemos por nuestro presente, ya puede decirse que no pasa nada, porque en realidad todo ya ha pasado, todo acabó. Ahí creo que habría que inscribir ese “Cela c´est passé”, que es una de las palabras clave de Rimbaud  y a la que el propio Gracq dice que no se le concede la atención que merecería.

 

 Esa calma y esas descripciones surrealizadas de paisajes que siguen  a todo eso que cesó podría ser el contexto en el que Gracq  sitúa la trama de su novela, cuya inactiva  acción  sucede en una especie de inmensa sala de espera que recuerda a una ciudad de antiguos esplendores como Venecia en los días de su decadencia final, o al mismísimo  apagado crepúsculo occidental de nuestros días. Y sí, en efecto. Todo eso estaría dando pleno sentido a que un escritor, tan consciente de la asimetría con el lenguaje político como Gracq, viviera durante tantos años apartado radicalmente. Para bien o para mal (probablemente para lo segundo), en Occidente el brillo y horror de otro tiempo se fue y todo ahora ya pasó. Toda la historia europea ha acabado por ser la historia de un gran vacío provocado por ese inmenso orgullo de pensar que, muertos los dioses, nosotros somos lo único  inmortal que existe. Ese extraordinario desafío nos llevó a la conquista del mundo. Y es que, como dice Félix de Azúa, un vacío tan grande nos provocó tal desesperación que inevitablemente terminamos por convertirnos en la cultura más guerrera que ha existido nunca. ¿Para qué? No lo sabemos. Es la nuestra una pura actividad sin fin, una enloquecida carrera hacia la nada. Y ese es  precisamente el paisaje moral y literario que  prefigura Gracq en su tan  perceptiva El mar de las Sirtes, publicada nueve años después de la muerte de Musil –sin que eso signifique más que eso: nueve años después-  y donde el género novelístico es abordado  como género supremo de la utopía y como instrumento idóneo para enseñorearse nuevamente de la irrealidad  en una época en la que –precisamente lo mismo que está sucediendo en nuestros días- la realidad está  perdiendo todo sentido si no es que lo perdió ya del todo.

 

 Toda esa atmósfera gracquiana alcanza en El mar de las Sirtes su cumbre máxima cuando, en el séptimo capítulo, vemos aparecer, fantasmagórico, el volcán Tängri, una montaña salida del mar, un cono blanco y nevado flotando como un alba lunar sobre un tenue velo morado que lo despega del horizonte. A veces esa memorable iluminación, esa imagen volcánica me evoca al propio Gracq  y su papel –creo que va a crecer después de su muerte-  en la historia de la renovación de las tendencias narrativas: “Allí estaba. Su luz fría irradiaba como un manantial de silencio con una virginidad desierta y constelada de estrellas”.

 

 



[1] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[2] J. Gracq, El mar de las Sirtes, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[3] J. Gracq, A lo largo del camino, Acantilado, Barcelona, 2008.

[4] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[5] J. Gracq, Los ojos del bosque, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

[6] J. Gracq, Leyendo, escribiendo, Fuentetaja, Madrid, 2005

[7] J. Gracq, El castillo de Argol,, Mondadori/Debolsillo, Barcelona, 2006.

Escrito en Lecturas Turia por Enrique Vila-Matas

En los últimos tiempos, las librerías se han llenado de textos que abordan el problema de la desigualdad. Fruto de las crisis económica y social por las que pasa nuestra sociedad, múltiples académicos han decidido aportar todo su saber en un tema que es recurrente en la literatura. Porque desigualdades siempre ha habido, aunque su presencia en las sociedades ha ido cambiando con el tiempo. Además, como veremos a continuación, muchos de estos trabajos no son sólo de autores españoles. Es decir, el resurgimiento de la desigualdad como tema de interés se ha producido más allá de nuestras fronteras. Pero, ¿qué dicen todos estos libros?

 

Antes de responder a esta pregunta, me gustaría dejar claras mis intenciones. El principal objetivo de este artículo es revisar algunos de los trabajos más relevantes que se han publicado en los últimos años sobre esta cuestión, con el deseo de animar al lector a que se aproxime a esta temática. Así, espero que tras leer estas líneas, algunos de los lectores decidan hacerse con alguno de los libros que aquí se citan y realizar su propia lectura crítica.     

 

Si uno va a un estantería de una librería cualquiera, descubrirá que la literatura sobre desigualdad tiene múltiples enfoques. Dicho en otras palabras, no existe una visión única de la desigualdad y está siendo abordada desde varias perspectivas. Así, algunos autores como Pierre Rosanvallon (La sociedad de los iguales, RBA, 2012) han preferido una visión mucho más filosófica e histórica de este tema. A lo largo de su trabajo, el historiador francés realiza un recorrido por las diferentes acepciones y significados que ha tenido la idea de la igualdad en nuestra historia. Junto a esta visión más “descriptiva”, en la parte final de su libro incluye un capítulo mucho más propositivo donde presenta su idea de  cómo debería ser la sociedad moderna. Para Rosanvallon, en la sociedad de los iguales la idea de igualdad tendría un significado mucho más ligado a la relación social entre sus individuos que un concepto de distribución igualitarista. Es decir, Rosanvallon hace hincapié en aspectos que van más allá de los meramente económicos, centrándose también en cuestiones como los derechos.

 

Desde luego que esta visión es tremendamente enriquecedora y relevante. El historiador francés recupera de alguna forma la idea de ciudadanía que presentó en su momento Thomas H. Marshall en su influyente texto: Ciudadanía y Clase Social (Alianza Editorial, 1992). Para este sociólogo británico, la idea de ciudadanía se construye sobre la consecución de tres tipos de derechos: civiles, políticos y socioeconómicos. Sólo cuando los alcanzamos podemos ser considerados como ciudadanos plenos.

 

Para ambos autores la igualdad sería algo más que la distribución de la riqueza: también afectaría a nuestras relaciones dentro de la sociedad con los demás ciudadanos y la adquisición de derechos. Es decir, un primer acercamiento al tema de la desigualdad dejaría de lado las cuestiones más economicistas para centrarse en la visiones más filosóficas y jurídicas de este concepto. El reciente trabajo de Rosavallon entraría dentro de esta perspectiva y permite construir una idea de la igualdad mucho más reflexiva.

 

El segundo conjunto de análisis son mucho más cuantitativos y su enfoque se acercan bastante más a la economía y a la sociología que a la filosofía o el derecho. No obstante, como señala Thomas Piketty en la introducción de su libro (El capital en el siglo XXI, Fondo de Cultura Económica, 2014), sería un error considerar al conjunto de las ciencias sociales como compartimentos estancos. Dicho en otras palabras, no podemos entender los datos económicos sin complementarlos con perspectivas históricas o análisis más sociodemográficos. Por ello, su texto es un recurrido por varios siglos de desigualdad. Su mayor valor añadido es haber sido capaz de medir la distribución de la riqueza y de los ingresos desde el siglo XVIII hasta la actualidad en una veintena de países desarrollados. A través de diversas técnicas estadísticas y tras un tedioso trabajo de investigación, Piketty nos presenta una foto de la desigualdad en los últimos 350 años. Además es una imagen muy completa, con datos muy novedosos que aportan una gran información.

 

Su evidencia empírica muestra una de las conclusiones más relevantes de su trabajo: en varias etapas de nuestra historia la acumulación de capital y de patrimonio ha crecido con más vigor que la economía y los ingresos. Estas divergencias en el crecimiento están detrás del auge de las desigualdades en las sociedades. Pero cada país ha seguido su propia trayectoria. De hecho, considera que no todos tenemos la misma capacidad de hacer crecer nuestro capital. Por ello, el aumento de la desigualdad no siempre se ha producido al mismo tiempo y de la misma forma en todas las sociedades y para todos los individuos. No obstante, Piketty sí que concluye que desde la Primera Guerra Mundial hasta la actualidad nuestras economías han pasado por tres etapas claramente diferenciadas. Entre 1914 y 1945, los países desarrollados pasaron por una fase de gran destrucción de capital como resultado de las dos guerras mundiales. Esta etapa dio paso a una segunda fase y la sitúa en los treinta años posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Durante este periodo de tiempo las sociedades occidentales experimentaron una disminución de la desigualdad que se frenó en los años 70, que es cuando comienza la tercera fase. Así, en los últimos cuarenta años las diferencias sociales han vuelto a crecer de forma muy significativa fruto de una mayor acumulación de capital y riqueza frente a economías que crecían de forma mucho más lenta.

 

Estas tesis han generado una enorme controversia en el mundo académico y no han sido aceptadas siempre con el mismo grado de satisfacción. Algunas de estas críticas, como la que realizó el editor del The Financial Times, Chris Giles, se centraron en la construcción de la base de datos y las posibles incorrecciones que podía tener la parte más estadística. Piketty contestó a estas críticas con un extenso artículo, desmontando gran parte de estos argumentos.

 

Quizás el análisis más riguroso y crítico de la obra de Piketty aparece en el número de diciembre del año pasado en la revista: The British Journal of Sociology, que dedicó un número especial a analizar con detenimiento los principales argumentos del libro de Piketty. Los artículos aparecen firmados por académicos tan relevantes como Anthony B. Atkinson, David Soskice o David Piachaud. Me voy a detener en uno de ellos, el de David Soskice: “Capital in the twenty-first century: a critique”.

 

Soskice cree que el principal argumento de Piketty se fundamenta en dos supuestos un tanto débiles que no necesariamente funciona como el economista francés cree. El primero de ellos tiene que ver con el papel de los ahorradores. Según el modelo teórico que presenta el libro, los dueños del capital ahorrarán parte de sus ganancias para luego reinventirlas y así seguir aumentando su riqueza. Pero Soskice considera que este argumento no es plausible por dos razones. En primer lugar, la inversión no la realizan los ahorradores, sino los empresarios. En segundo lugar, en una etapa de tanta incertidumbre y débil crecimiento económico como fueron los años 80 y parte de los 90, ¿por qué los empresarios iban a invertir ante unas expectativas de bajo crecimiento? Es decir, desligar la acumulación de capital y la inversión del crecimiento de la economía como si fueran factores independientes no parece del todo correcto, especialmente en las últimas décadas.

 

La segunda crítica de Soskice se centra en el análisis “histórico” que hace Piketty del periodo que va desde la Segunda Guerra Mundial. El mismo economista francés reconoce la vocación interdisciplinar de sus argumentos. Como se ha señalado anteriormente, Piketty considera que un análisis económico, para que sea riguroso, debe tener en cuenta más disciplinas además de la economía: historia, sociología, antropología, etc. En cambio, el modelo que presenta Piketty del periodo tras 1945 deja de lado aspectos tan relevantes como los cambios tecnológicos que pueden explicar tanto el crecimiento económico como la acumulación de capital. Es decir, el economista francés no presenta un relato completo de lo que sucedió en las sociedades desarrolladas en la segunda mitad del siglo XX. Por ello, Soskice considera que los argumentos de Piketty son incompletos.

 

Una segunda conclusión que me gustaría destacar de este libro es la visión optimista del economista francés, quien cree que el avance de la desigualdad se puede corregir y para ello propone establecer un impuesto transnacional sobre el capital. Es decir, se trataría de gravar con una tasa el origen de la desigualdad. Pero lo cierto es que no deja de ser un voluntarismo difícil de traducir en una decisión política. Dicho de otra forma, no parece tan sencillo como Piketty cree la posibilidad de establecer este tipo de impuesto.

 

Pero al margen de todas las controversias, de lo que nadie duda es que El capital en el siglo XXI es ya una obra de referencia. Toda la controversia y lo ríos de tinta que ha generado lo ha convertido en un libro que seguirá dando que hablar. Seguramente pasará el tiempo y los científicos sociales seguiremos recurriendo a este texto a la hora de hablar de la desigualdad.

 

Dentro de esta perspectiva analítica hay una segunda obra que ha aparecido en los últimos tiempos y que sin poseer la misma riqueza empírica, analiza de forma muy brillante la misma cuestión. Se trata del trabajo de Branko Milanovic: Los que tienen y los que no tienen. Una breve y singular historia de la desigualdad global (Alianza Editorial, 2012). En los diferentes capítulos del libro el autor analiza las diferencias sociales entre personas, la desigualdad entre naciones y las diferencias socioeconómicas en el mundo. Para ello recurre a historias que resumen de forma muy gráfica muchos de sus argumentos. A diferencia del trabajo de Piketty, Milanovic ha escrito en realidad un ensayo. Pero su capacidad explicativa y su rigurosidad en el empleo de los datos también convierten a este libro en una obra a ser considerada en cuenta dentro de los debates sobre la desigualdad.

 

Finalmente, dentro de nuestras fronteras merece la pena citar tres trabajos distintos que ofrecen una perspectiva muy interesante sobre la evolución de la desigualdad en España. El primero de ellos fue publicado en 2013 por José Saturnino Martínez: Estructura Social y desigualdad en España (Catarata). Este sociólogo canario recorre a través de los distintos capítulos cómo ha cambiado nuestro país desde los años 70 hasta ahora en términos de clase social, ofreciendo además una perspectiva comparada. Para ello recurre no sólo a indicadores internacionales como el índice Gini o los informes PISA, sino que además utiliza los microdatos de las encuestas del Instituto Nacional de Estadística para presentar una fotografía lo más exacta posible de cuestiones tan relevantes como nuestro mercado laboral y sus diferencias internas o las desigualdades de género. La aportación de José Saturnino es doble. Por un lado, ofrece datos inéditos y difíciles de encontrar en otros trabajos. Por otro lado, muchas de sus explicaciones y argumentos a la hora de entender las desigualdades en nuestro país son en ocasiones contraituivos y novedosos.

 

El segundo de los trabajos es de próxima aparición en la editorial Catarata y ha sido elaborado por el sociólogo Ildefonso Marqués Perales. Su trabajo analiza una de las desigualdades más intrigantes y complejas que existen: la igualdad de oportunidades. Al igual que el trabajo de José Saturnino, el valor añadido de este texto radica tanto en la novedad de sus datos como de sus argumentos. Esta obra presenta cómo ha cambiado la igualdad de oportunidades en nuestro país desde los años 60 hasta ahora, cuestionando hasta qué punto vivimos en una sociedad abierta. Así, el trabajo muestra un retroceso muy evidente de la igualdad de oportunidades en España desde mediados de los años 90, aumentando de forma muy contundente el vínculo social entre padres e hijos. Es decir, el ascensor social, la posibilidad de cambiar de clase social respecto al punto de partida familiar, se ha debilitado en España especialmente en los últimos 20 años.

 

El tercero de los trabajos ofrece una perspectiva totalmente distinta. Se trata del Informe sobre la Desigualdad que elabora la Fundación Alternativas. Se trata de una obra colectiva donde en los diferentes capítulos se abordan cuestiones muy de actualidad relacionadas con esta cuestión. El primer Informe se elaboró en 2013 y ofrece análisis sobre el mercado de trabajo, el desempleo de los inmigrantes, las mujeres y los jóvenes o sobre la capacidad redistributiva de nuestras políticas sociales. Esta última cuestión merece una reflexión un poco más extensa.

 

Si en algo coinciden muchos estudios es que la capacidad de generar redistribución por parte de nuestro estado del bienestar es más bien reducida. Esto tiene mucho que ver con los componentes del gasto público, que benefician especialmente a los que se llaman insiders. Es decir, aquellos que tienen una posición más o menos cómoda en el mercado laboral disfrutan además de un generoso estado del bienestar. En cambio, los denominados outsiders, que suelen ser los colectivos más débiles de la sociedad (mujeres, jóvenes e inmigrantes), no sólo poseen peores condiciones laborales, sino que además el estado del bienestar es más bien parco con ellos. Es por esta razón por la que nuestro estado del bienestar tiene un alcance más bien modesto a la hora de generar igualdad.

 

El Informe de la Fundación Alternativas analiza de forma pormenorizada esta cuestión, presentando un estudio riguroso sobre aquellas políticas públicas que tienen una mayor capacidad de redistribuir la renta. Frente a éstas, también muestra los componentes del gasto público que son más bien limitados a la hora de generar igualdad.

 

En definitiva, la cuestión de la desigualdad ha generado un enorme interés en la literatura más reciente. Desde luego que el contexto por el que pasan nuestras sociedades ha ayudado a este interés. Es decir, es difícil entender el resurgir de los trabajos sobre la desigualdad sin detenerse en la situación económica por la que pasa especialmente Europa. Así, el contexto socioeconómico explica en gran parte porqué han aparecido muchas de estas publicaciones.

 

No obstante, sería una conclusión incompleta. Como se ha señalado anteriormente, la presencia de la desigualdad en las sociedades es algo que se viene observando desde el principio de los tiempos. Quizás no con la misma dimensión e intensidad que en la actualidad. Pero el porqué de las diferencias sociales, cómo seríamos capaces de corregirlas y qué consecuencias tienen para la sociedad en las que se producen han suscitado un enorme interés en cada momento histórico.

 

Seguramente, responder a estas cuestiones no sólo no tienen una única respuesta, sino que además todavía hay un gran margen para explorar nuevas políticas públicas. La evidencia empírica, aunque es rica, también tiene un enorme margen de mejora, tal y como ha demostrado el trabajo de Piketty. Por todo ello, es previsible que en el futuro sigan apareciendo nuevas publicaciones sobre desigualdad. Mientras tanto seguiremos debatiendo sobre cuáles son las mejores formas de combatirla, cómo se manifiesta la desigualdad en nuestras sociedades y qué grado de diferencias sociales son soportables para una sociedad. La desigualdad no es una cuestión menor. Si los individuos creen que viven en una sociedad injusta donde el mérito y su esfuerzo no se ajusta a los resultados que obtienen, es muy probable que sea el primer paso para la desafección y el rechazo al sistema político en el que viven. Es por ello que la crisis social por la que pasa nuestro país ha acabado generando en una crisis política. Aunque eso es otra historia….    

 

              

 

Escrito en Lecturas Turia por Ignacio Urquizu

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