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Configurar sentido descendente

16 de febrero de 2015

La cartera vertiginosa

También había habido un inglés. El idilio no duró mucho, apenas diez días, y la ruptura volvió a ser una decisión dolorosa, que la hizo sentir una vez más el carácter efímero de sus afectos, la imposibilidad de cumplir algún día esos vagos ensueños de estabilidad sentimental que de hecho no dejaban de acompañarla. “He nacido para ser amante”, le decía, como dándole a entender que su vida amorosa sólo podía consistir en esa entrega fulminante y ciega, en ese aturdimiento del corazón, y en esa tristeza no menos reiterada y feraz. Que todos sus amores estaban sujetos al capricho, al albur de los encuentros y de los días, que era como si viviera en un mundo móvil, donde todo -como sucedía en los viajes en barco, en los cambios de turno de las fábricas, en las páginas de los periódicos y en las competiciones olímpicas- se sometía a esa mudanza inmisericorde de los seres y de las cosas.

 

Con el inglesito había pasado eso mismo. Le había acosado desde el primer momento, durante semanas, fascinada por su desamparo, por esa presencia dubitativa, esa confusa expectación, tan propia de los hombres en tierras extrañas, y finalmente, al lograr su propósito, todo se había revelado un fracaso más. Tal vez por eso le había quedado una terrible propensión a meterse con él. A adoptar posturas de desafío, de estricta venganza, como si aún le estuviera reprochando el que ese amor hubiera venido a coincidir con los otros, la sinrazón a que se habían visto reducidos de nuevo todos sus sueños.

 

Un día le conoció en un bar. Estaban juntos y ella se levantó de la mesa para saludarle. La miró largamente mientras lo hacía. Le gustaba preguntarse por ese misterio de su presencia tan real. El misterio de su adaptabilidad, de esa capacidad tan suya para moverse por aquellos lugares, como si fueran su medio natural, y a la vez el de su extrañeza, el sentimiento de que sólo estaba allí de paso, preparándose para otra cosa, de que no podía saberse quién era de verdad, lo que hacía allí, cuáles eran sus verdaderos deseos.

 

Al volver a su lado ella se lo dijo. “Es el inglesito”. Le observó atentamente y no le gustó. Le pareció afectado, levemente histérico, con ese calculado desarreglo que siempre le había parecido un signo de mediocridad. Naturalmente, celoso como estaba de su presencia, no se calló lo que pensaba. Ella se limitó a encogerse de hombros, levemente ofendida, como poniendo en duda que él pudiera opinar en una materia en la que indudablemente le faltaba experiencia. De pronto, y señalándole el grupo de chicas que le acompañaba, cuatro o cinco, que efectivamente le miraban y seguían embelesadas sus bromas, como un pequeño gallinero portátil, sentenció displicente. “Pues arrasa”.

 

Luego empezó a verle. No vivía muy lejos de su casa, y se le encontraba con frecuencia, llevando una larga gabardina y una cartera de cuero. Se desplazaba a una velocidad prodigiosa, dando pequeños saltitos, adelgazándose en sus movimientos, como si de un momento a otro, y a través de una de esas fisuras en el continuo espacio-tiempo a que eran tan proclives los escritores de ciencia ficción, fuera a abandonar esa calle, la ciudad en que estaban, ante sus ojos alucinados. Entonces empezó a inquietarle. Su delgadez, su disposición al salto, su cara afilada y sus movimientos veloces y suaves como los galgos, le parecieron dueños de un inequívoco encanto, de su hermosura fatal, algo cómica, que le obligaba a dejarlo todo en suspenso para mejor contemplarla. ¿Por qué iba siempre a aquella velocidad, qué llevaba en aquella sempiterna cartera? ¿Tal vez algo relacionado con sus amantes, con ella también, puesto que había formado parte de esa secreta congregación?. Perturbado por estos encuentros llegó a tener hasta una fantasía homicida. Le esperaba en uno de los portales de la calle armado con una escopeta, y tan pronto le veía aparecer disparaba sus dos cartuchos con la ciega determinación con que lo hacían los cazadores ante las apariciones súbitas de las liebres, de las codornices, de las gallinitas de agua.

 

Pero aun en esa fantasía el rumano le seguía venciendo. Le veía caer al suelo tras el disparo, desarmarse como los cestitos de mimbre mal trenzados, como las varillas de los paraguas, pero sólo para seguir corriendo en todas las direcciones al conjuro de su velocidad. Era como esos esqueletos que en las barracas de feria se dispersan ante un redoble de tambor, pero cuyos huesos sigue viviendo y agitándose por su cuenta sin que parezca afectarles para nada la disgregación del conjunto. Se agrupaba metros más adelante, como esos mismos esqueletos fosforescentes, lleno de júbilo, obstinado en su loco existir, recuperando con su unidad aquella cartera no menos vertiginosa en la que guardaba el secreto -tal vez- de ese corazón que a él siempre le negaría sus más decisivas dulzuras.

 

La viajera

¡ Cuántos viajes!. En sólo dos meses había ido a Biarritz (con el portuguesito), a Burgo de Osma, a París (donde se había hecho amiga de un japonés, y de un negrito africano), y lo tenía todo dispuesto para pasar ese fin de semana en Oviedo, en compañía del Hombre del Gato. Por si esto fuera poco ya tenía preparado un viaje a Praga durante las Navidades, y no dejaba de hablar de un largo recorrido que al menos duraría dos de los meses del verano, y en que pensaba conocer México. Esa pasión por el viaje era sin duda una de las grandes inclinaciones de su vida, y uno de los temas recurrentes de su conversación, en la que una y otra vez volvía a referirse a los itinerarios que había hecho, o a los que no dejaba de proyectar, como si nada existiera más importante para ella que ese continuo exponerse, esa búsqueda impostergable que le llevaba de un lugar a otro como arrastrada por corrientes impetuosas, por súbitos huracanes de desasosiego. “Eres la mujer bala”, le decía él, que no podía dejar de sentir un inequívoco pavor cuando ella se disponía para una nueva salida.

 

Un día le acompañó en los instantes que precedían a una de esas salidas. El tren partía a las doce de la noche, y fueron a su casa para terminar de preparar el equipaje. Un pequeño bolso de playa en el que metió un pantalón vaquero y dos libros, y que ella se colgó al hombro con la naturalidad no del que se dispone a recorrer cientos de kilómetros, sino a cruzar simplemente el pasillo que le separa del cuarto de aseo. Antes de salir puso un disco. La música llenaba el espacio de una dolorosa melancolía, y se abrazaron durante unos minutos. ¡Cómo le habría gustado retenerla contra su pecho, decirle que se quedara con él, que el porvenir del amor dependía de la quietud y el silencio de los amantes, y que estando juntos ninguno de aquellos viajes era ya imprescindible!. Las calles brillaban con la lluvia, que acababa de caer, y en su paseo hasta la estación fueron pasando bajo las farolas como por una explanada llena de delicadas hogueras. “La ciudad a la que vas, le dijo, no puede ser más hermosa que esta”. Pero ella se limitó a sonreírle desatenta, mirando nerviosa su reloj de pulsera, como temiendo que la hora de salida del tren pudiera precipitarse bruscamente e ir a perder por un descuido la ocasión del viaje.

 

“Yo sólo soy del aire, le decía ella a menudo. Cualquiera puede llevarme consigo”. Y él la miraba con ojos agrandados por el espanto, temiendo que uno de esos viajes fuera a ser el definitivo y que ya no volviera nunca, o que lo hiciera dueña de una vida secreta, aficionada a otras palabras, u otras costumbres (tal vez llenas de ferocidad, o de dulzuras incomprensibles que él no supiera satisfacer), como decían que los antiguos comerciantes lo hacían a las remotas especias, las sedas o los animales de las ciudades que dejaban atrás.

 

Vivía con ese temor, el de perderla para siempre. No sólo cuando viajaba, sino allí mismo en la ciudad detenida, donde ella seguía conservando esas actitudes veloces, ese ímpetu que le acometía antes de viajar. Sus encuentros se daban por eso con ese sobresalto, con esos quiebros inesperados, como si siempre estuviera corriendo hacia el próximo tren, como si la esperara el sueño de una nueva aventura, y no pudiera postergar por más tiempo el momento de su inicio. Aparecía como las bandadas de pájaros, como los bancos de peces, y al momento ya se había ido de su lado dejando diseminadas a su alrededor las provincias dispersas de su alma, como el mapa ya gastado de uno de sus viajes. Era -pensaba él- como esos niños que se ven llegar a toda carrera, que se detienen ante el escaparate encendido y que al instante, burlando el cerco de la memoria, la invisibilidad vibrante de los pensamientos, el tam-tam monótono del corazón en celo, vuelven a alejarse veloces y resplandecientes, dejando apenas en la deslumbrada retina la forma dolorosa de su fuga.

 

La parsimoniosa

Pero no, sus movimientos no tenían siempre esa velocidad súbita, esa urgencia inmisericorde del deseoso. No siempre estaba corriendo hacia esos horizontes que como el Polo Sur, las islas de la Polinesia, la Amazonía, o el Desierto Interminable, habían constituido el objetivo preferente de los viajeros de todos los tiempos. Aun en esos instantes, los de preparación del viaje, y en medio de la loca excitación, había otra en ella. Una otra lenta, parsimoniosa, que podía hacerse presente en un simple gesto, en una palabra dicha al voleo por lo precipitada. Que creaba al surgir un ámbito de silencio, de contenida expectación, dejando en suspenso todos aquellos preparativos, y que parecía contener las promesas de una aventura aún más decisiva que la otra. Un simple gesto, el ir a tomar un libro, un objeto cualquiera, y en el que la mano se demoraba por unos instantes eternos, como olvidada de por qué se había extendido; una simple expresión dicha al azar, bastaban para dejar en suspenso, desnaturalizada, aquella actividad febril de la viajera. Cuando se detenía ante algo que sin embargo no pensaba llevar consigo, cuando se volvía hacia él como arrebatada por una premonición dolorosa, cuando al pasar a su lado tendía la mano para tocarle sólo un instante, como si las yemas de sus dedos segregaran el más poderoso de los venenos y tuviera miedo que de prolongar ese contacto él pudiera morir. Todos sus gestos estaban dictados entonces por la atención más extrema, contenían la cálida y rotunda afirmación de aquello a lo que se dirigían. En la una, la viajera, la actividad parecía preexistir a su objeto, como la sed preexistía al deseo del agua que habría de beberse, o la voluptuosidad al cuerpo ignorante que habría de satisfacerla; en la otra no deberse al deseo mismo, aunque más tarde habrían de surgir de ella todos los deseos que existían, sino el decidido propósito de ocuparse de aquel o aquello que la reclamaba.

 

“La sembradora”, pensaba él. Y era en verdad como si al tiempo que se movía en pos de ese algo o alguien fuera dejando caer pequeñas porciones de sí misma, en una siembre no deliberada pero luminosa y tenaz. Como si lo hiciera sin darse cuenta, en un estado pueril de conciencia que recordaba el de las muchachas hipnotizadas. Pendiente siempre de esa otra voluntad que la ordenaba lo que tenía que hacer, una voluntad que no estaba fuera de los seres o de las cosas sino que surgía de ellos como un fenómeno extremo de la atención que se les debía, que suscitaba el deseo de entregarse y descansar del peso de vivir sobre sí. Una voluntad previa al deseo mismo, que sin embargo nacía lento e irremediable de cada uno de sus actos, como la planta lo hace de la simiente, o el paisaje del sueño del existir diurno.

 

¡Con qué cuidado se movía entonces para que esos estados se prolongaran, duraran infinitamente, para que no se despertara jamás! ¡Cómo sentía sin embargo en el corazón mismo de ese delirio que eso no era posible, que tampoco entonces la pertenecía, y que esas tareas a las que se entregaba no tenían que ver con su amor!. Que también en esos instantes iba sólo a lo suyo, de tránsito, y que, como a las reinas las atenciones de sus sirvientes, podía llegar a fastidiarla una solicitud excesiva que tratara de distraerla de sus verdaderos pensamientos. Que a la postre, y a la pregunta de dónde la gustaría vivir, también ella habría podido responder lo que la viajera, pues que ambas sólo buscaban escuchar y extrañarse. No pensar en el mañana, descubrir el acceso a esas ínsulas extrañas donde nadie había ido desde la creación del mundo, de donde no se podía volver.

Escrito en Lecturas Turia por Gustavo Martín Garzo

9 de febrero de 2015

La concesión de un premio de la relevancia del Cervantes de las Letras lleva aparejada la publicación de un sinfín de ensayos y antologías que actualizan la figura del autor galardonado, autor al que, en ocasiones, se le rescata del olvido y, en otras, se le difunde más allá de la dimensión geografía de la que procede. El caso de Caballero Bonald no se ajusta a ninguna de estas premisas porque goza de una innegable presencia en ambas orillas del Atlántico, plenamente justificada por la envergadura de su obra literaria y, también, por las periódicas entregas poéticas de los últimos años, años en los que ha abandonado otras facetas de su quehacer literario para centrarse casi exclusivamente en la escritura poética. Pero el hecho de publicar con determinada regularidad no garantiza por sí sólo que el autor se vea favorecido por un consenso crítico y lector. Una reputación consolidada se fragua a lo largo de una trayectoria impecable, y los últimos poemarios de Caballero Bonald —los que se insertan según el poeta y profesor Juan Carlos Abril, editor de esta antología, en una cuarta etapa creativa, en la cual las “Lamentaciones por el irreparable paso del tiempo” y la insumisión contra las injusticias de carácter tanto ético como social se han convertido en el fundamento de su escritura—  no han hecho más que fortalecerla y, si cabe, incrementarla, porque sus versos y sus declaraciones públicas se han convertido en denuncias y amonestaciones que gozan de gran predicamento en una buena parte de sus lectores.  No insinúo que Caballero Bonald se haya convertido en una especie de profeta capaz de aleccionar a los acólitos, pero sí he de señalar que las exhortaciones tan frecuentes en su poesía última han calado hondo en una sociedad devastada por la ignominia y la falta de escrúpulos de una gran parte de los políticos que la gobiernan.  No, Caballero Bonald es un ejemplo de coherencia y honradez intelectual, porque, y no es mérito menor, debo resaltar que esa voz que revela la indignación de un hombre mayor, pero lúcidamente insurgente, no se ha estancado en una prosodia acomodaticia, bien al contrario, el autor ha seguido indagando en los arcones de su amplia tradición poética, hasta el punto de que su último libro, Entreguerras o De la naturaleza de las cosas, como señala con acierto Abril en los párrafos finales de la «Introducción»: “Vuelve a visitar sus temas y lugares predilectos bajo el flujo y reflujo del vanguardismo, que nunca hasta ahora había usado de manera exenta. Esta obra es ciertamente una cumbre formal y estilística”. De no muchos poetas, pasados los ochenta años, se puede hacer una afirmación tan contundente y certera.

Marcas y soliloquios de José Manuel Caballero Bonald abarca sesenta años de creación poética, en los cuales ha publicado once libros de poesía. Desde su primer libro, Las adivinaciones, publicado en 1952, del que un generoso Gerardo Diego, siempre al tanto de la actualidad poética, se ocupó en una ponderativa reseña, hasta Entreguerras o De la naturaleza de las cosas publicado el pasado año, pero del que aún tardarán mucho en apagarse sus ecos, del que se incluye un extenso fragmento. Dentro de este arco temporal se ha sucedido, con arbitraria frecuencia, la publicación de toda la obra, no sólo poética, sino ensayística, novelística y memorialista, tal es el multifacético espectro creativo de uno de los maestros más vigorosos de la poesía española actual y, lo afirmo sin temor a equivocarme, futura.

Cuatro son los ciclos en los que divide Abril la poesía de Caballero Bonald: El primero, caracterizado por una mezcla de metafísica con la indagación metapoética está constituido por Las adivinaciones (1952), Memorias de poco tiempo (1954) y Anteo (1956); en el segundo predominan la «problemática existencial: individual/social» y está integrado por Las horas muertas (1959) y Pliegos de cordel (1963). Conviene aclarar que estos compartimentación no es estanca ni los cambios de ciclo son concluyentes, tal y como señala Abril, «responden a estímulos creativos, y no son monológicos sino que dialogan entre sí, presentan contradicciones y trasvases». El tercer ciclo es un laberinto vital y literario y lo componen los libros Descrédito del héroe (1977) y Laberinto de fortuna (1984).  El protagonista de ambos poemarios es un hombre acuciado por el desencanto que encuentra en la escritura la única esperanza de redención, esperanza muchas veces truncada por la ineficacia del lenguaje. La cuarta y última etapa, el ciclo de Argónida, está integrada por Diario de Argónida (1977), Manual de infractores (2005), La noche no tiene paredes (2009) y Entreguerras o De la naturaleza de las cosas (2012), aunque quizá estos tres últimos títulos se puedan agrupar en una subdivisión marcada por un compromiso más acusado con la realidad, una reinterpretación de esa realidad también de carácter estético, como en sus libros anteriores, pero ahora más influida por un descrédito de las ideologías y una mirada nada complaciente del mundo en el que habita. El propio autor ratifica esta idea cuando certifica: « Yo nunca he escrito tan cerca en el tiempo como con los tres últimos libros. Antes tardaba diez, doce años entre uno y otro. Ahora ha habido un fervor inusitado, una especie de energía que me vino por el miedo a la desmemoria. Me vino de pronto este deseo de ir contando las cosas sin pararme a pensar que me faltaba energía, que la poesía es un género juvenil y que yo era muy viejo para hacer poesía». Ese devoción por el lenguaje, esa búsqueda de la definición más rigurosa se puede reconocer en cualquiera de los libros de Caballero Bonald, quien, tal vez hastiado de tanta inmoralidad pública, afirma en una reciente entrevista, realizada por Juan Cruz, que  «La vida de un hombre debe ser limitada […] Escribo algún que otro poema, claro, pero no más […] Además, ya he escrito suficiente».

Como otros muchos escritores, Caballero Bonald confiesa que se hizo escritor porque leyó «primero a unos escritores que me emocionaron, que me abrieron un camino. Sin esas lecturas previas, estoy seguro que no me habría dedicado a cultivar la literatura. Y además, el hecho de haber sido un lector constante a lo largo de los años, también me ha servido para ir calibrando la natural evolución de mis gustos estéticos». Esta antología que la editorial Pre-Textos pone ahora en nuestras manos permitirá también, a aquellos lectores que se adentren en su lectura, comprobar la evolución estética y el compromiso moral de un hombre que, más allá de la subordinación de la experiencia vital al lenguaje del poema, se resiste a permanecer callado, a seguir la ortodoxia corporativa. Es, y en su poesía podemos comprobarlo, un insumiso, un modesto disidente, sin altanerías ni estridencias, que más que buscar la absolución en la historia o en la literatura, persigue la transformación de un presente que le mortifica. A él, como a tantos, a pesar de que, como reconoce el poeta, « A mi edad, el futuro es muy exiguo. Tengo mucho pasado por delante y el futuro se acorta. Mi sensación ahora es de fin de trayecto, de escepticismo, de estar en un punto en que ya nada vale mucho la pena. El futuro es una pared vacía, la meditación ante el muro, que es casi el título de un libro que ya no escribiré».

 

Marcas y soliloquios. José Manuel Caballero Bonald. Edición de Juan Carlos Abril. Valencia, Pre-Textos, 2013.

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Carlos Alcorta

9 de febrero de 2015

 

La recepción crítica de la obra de David Foster Wallace en España es un caso de anacronía hermenéutica. Reseñar hoy La escoba del sistema como una “novedad” contraviene las leyes de la linealidad interpretativa y obliga a narrativizar la producción literaria de Wallace en una analepsis analítica que no solo altera la secuencia cronológica, sino que desbarata la cómoda y tradicional lectura causa-efecto y de acumulación y/o superación de criterios y técnicas. El lector (en) español de DFW, que ya había pasado por los ensayos y opiniones, por los relatos, por las novelas éditas, inéditas, infinitas, pálidas y póstumas, llega ahora al origen de todo, al big bang creativo de una propuesta narrativa, estética, filosófica y vital cuyo alcance aún no atisbamos a divisar. Porque, claro, cuando despertamos, La escoba del sistema YA estaba allí. La época -1987- en la que Wallace clamaba en el desierto: “La narrativa o mueve montañas o es aburrida; o mueve montañas o se sienta sobre su propio culo”.

Novela escrita entre 1984 y 1985 como tesis en el Amherst College, La escoba del sistema, queda definida por su jovencísimo autor en la primera carta (escrita a máquina, firmada en mayúsculas: Wallace siempre parece escribir en mayúsculas) dirigida a su futuro agente literario, Fred Hill: “He sido informado por personas entendidas de que (…) no es solamente entretenida y vendible, sino verdaderamente buena”. Entretenida, vendible, verdaderamente buena. No es hora ya, lo sabemos hace tiempo, de sacralizar la opinión que sobre su obra tiene el autor (esté muerto, como decía Barthes o esté de parranda, como rumbeaba Peret en El muerto vivo). Pero sí llama la atención cómo publicita Wallace su primera novela, qué atributos  le concede, cómo conjuga criterios estéticos o intrínsecos difícilmente mensurables por su indefinición esencialista (“verdaderamente buena”) con otros criterios (“entretenida”, “vendible”) que parecen aplicarse mejor a otros productos culturales: el mercado, ya se sabe. Pero así era el joven Wallace. Alguien a quien nos imaginábamos –ahora lo sabemos por su biografía- debatiéndose entre la ficción y la investigación, entre la novela y la filosofía, entre la creación y la lógica matemática; alguien excesivo en todo, en los argumentos y en la sintaxis, en la interiorización y en el mundo (y en los demonios y en la carne); alguien obsesivo con el lenguaje y que puso palabras a las obsesiones; alguien fascinado por las imágenes, náufrago ante el televisor, deudor de la publicidad, devoto del consumo y de las conspiraciones, clásico, moderno, técnicamente superdotado, wonder boy. Y todo ello está en La escoba del sistema. La imaginación apabullante, inmoderada, deslumbrante. El estrafalario elenco de personajes, con sus nombres alusivos: Proctor, Biff Diggerence, Metalman, Sealander, Spaniard, Vigorous, Splitstoeser, Neil Obstat, Foamwhistle, Bombardini, la cacatúa Vlad el Empalador (pajarraco malhablado y soez convertido en vocero de Dios). El inaudito muestrario de espacios abiertos y cerrados: el Gran Ohio Desértico –GOD- creado artificialmente; la centralita telefónica siempre al borde del colapso, siempre confundiendo las llamadas; la residencia de donde escapan los ancianos encabezados por la siempre presente y siempre ausente bisabuela Lenore: mismo nombre, misma búsqueda. La entrópica amalgama de relatos adictivos (de adictos, sobre adicciones, adictivos para el lector), directos (a veces sin que sepamos quién es el autor), indirectos (las delirantes conversaciones con el psiquiatra, aún más desquiciado que sus pacientes), intercalados (Rick se justifica, se reivindica, contando historias, y así trata de anular su impotencia sexual: moderna Sherezade, si sigue contando  historias en la cama, en el coche, en el desierto, no morirá, o impedirá que su chica se vaya con otro). La búsqueda de la abuela Lenore es un gigantesco macguffin que nos trae y nos lleva por la filosofía de Wittgenstein, por la compleja sacralización del marketing, por las endemoniadas relaciones familiares (la figura paterna, el hermano Anticristo), por la casualidad extrema travestida en lógica lúdica. Como si Pynchon hubiera decidido crear una opereta bufa y demostrar que conoce todas, todas, todas, las técnicas narrativas descubiertas hasta el momento. Una macedonia de frutas que cuando amenaza con empalagar con el almíbar, se rebaja con un toque de licor que raspa en la garganta.

Es imposible leer ahora La escoba del sistema sin hacer proyecciones de futuro que, paradójicamente, ya hemos visto cumplidas. Al leer esta novela, intuimos que aquí estaba todo Wallace. Estaba todo, pero faltaba mucho. El mismo dijo en 1987. “El camino es largo y duro. Escribir es lento y difícil. Tengo la esperanza de que nada de lo que he hecho hasta ahora me impida seguir mejorando. Esperemos no tener cincuenta y cinco años y estar haciendo lo mismo”. No hay moraleja en esta historia.- JAVIER GARCÍA RODRÍGUEZ.

 

David Foster Wallace, La escoba del sistema, traducción de José Luis Amores, Málaga, Pálido Fuego, 2013.

Escrito en La Torre de Babel Turia por Javier García Rodríguez

         César Simón nació en 1932 en Valencia, pero pasó su primera infancia en Villar del Arzobispo, localidad a la que pertenecía su familia materna.

      Su padre fue Manuel Simón Berenguer y su madre Carmen Gordo. A la madre de César se le ofreció la posibilidad, cuando las tropas republicanas salieron de Villar del Arzobispo, de mandar al niño a Rusia, pero su madre se negó.

       Fue un niño abocado a las letras, un hombre persuadido por el espíritu del lenguaje, por la belleza de las palabras. Estudió en Las Escuelas Pías, primero, luego, en la Academia Castellanos y, por último, en los Hermanos Maristas.

       Conoció, en 1948, cuando César tenía dieciséis años, a su primo Juan Gil-Albert, el cual volvía del exilio. Su figura y su talento fueron ya influencias decisivas a lo largo de su vida. Gracias a Gil-Albert, conoció el joven poeta valenciano a Jaume Vidal, Xavier Casp, Pedro de Valencia, Genaro Lahuerta y Ramón Gaya, entre otros.

      Establece contacto con la hermana de Gil-Albert, Tina, madre de la que será más tarde su mujer, Elena. También conoció a Feli López, ama de llaves de la familia Gil-Albert, por la que sintió un gran cariño.

       Todo este repaso biográfico es necesario para entender que la figura y el pensamiento de César Simón estuvo marcada por una infancia donde se desarrolló la Guerra Civil, por una juventud donde conoció a un gran escritor, de su estirpe familiar, el cual marcó decisivamente la trayectoria de su obra.

       Todo ello, sirve para entender la hondura de la voz del poeta valenciano, uno de los de mayor talento y de pensamiento más profundo de su generación.

        Fue un hombre de gran sentimentalismo, un ser de mirada verdadera y un espíritu reflexivo. Sobre su obra gravitan temas esenciales como el paso del tiempo, la muerte, el amor efímero, el fracaso de la comunicación con el otro, la conciencia como fatalidad en la vida del hombre, etc.

         De sus años de profesor de Instituto le quedaron amigos como Arcadio López Casanova y Pepe Mas, entre otros. De su experiencia docente en la Universidad de Valencia nació su gran amistad con profesores y poetas de la talla de Pedro J. de la Peña, Jenaro Talens y Guillermo Carnero.

         Como podemos observar, el mundo de César Simón estaba lleno de referencias artísticas, envuelto en una atmósfera de creación.

         Para Guillermo Carnero, el ensimismamiento es un tema clave en el poeta valenciano (en mi opinión, fue un tema que le persiguió toda su vida). Lo dice en el número de El Mono-Gráfico dedicado a él: “Ese ensimismamiento era la manifestación externa de la realidad, de su segregación de ella, y al mismo tiempo de su repugnancia a sustituirlas por quimeras o paraísos en los que no creía” (Guillermo Carnero, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, pp.27-28).

       Cita Carnero, al final del artículo, el poema “Frente al balcón” perteneciente al libro de poemas Extravío, donde el poeta plasma una mirada que revela la hondura de las cosas, pero también la certidumbre de ser miradas sólo en la conciencia, interiorizando su ser, en lo más profundo de sí mismo.

       Comento  unos  versos  de  este poema: “El vacío, mi fiel y noble pulso / mi

saliva y mi propio corazón, / mi calor y mi temperatura, / mi secreto: el silencio” (vv. 8-11)-

        Magnífica forma de expresar al ser que se afirma en su  conciencia, el vacío expresa el absurdo de la vida, la saliva y el corazón son pulsaciones de su ser, lo que le condena al cuerpo, a una existencia real. El calor es metáfora de su hálito humano y la temperatura es espejo de su arraigo a la tierra y, por último, el silencio, ensimismamiento, búsqueda del ser en el no ser, extrañamiento de su ambigua condición humana.

        El poema termina de forma magistral y nos confirma que el poder de mirar es un impulso creador, quizá el único que nos mantiene en pie, que nos salva de la nada en que habitamos al vivir: “Ah, delicadamente, entonces, contemplé de nuevo el balcón, / el pálido sol del muro, las oscuras plantas, / mi cuerpo milagroso en un instante / del mundo: la mirada” (vv. 12-16).

       Nos llama la atención el adverbio “delicadamente”, lo que nos demuestra la sensibilidad inherente en el poeta, el cual llega a las cosas con sigilo y con tacto.

La presencia del balcón (nos recuerda, sin duda,  a algunos poemas de Brines, que reflejen muy bien el abismo entre el espacio interior y el exterior), la antítesis entre la luz: el sol tenue (pálido) y la negrura: “oscuras plantas”. Y, como era de esperar, la certidumbre del cuerpo, como si el poeta se viese a sí mismo (ensimismado) en el cotidiano acto de vivir, sorprendido del milagro de respirar, de habitar en un cuerpo: “mi cuerpo milagroso en un instante” y, naturalmente, la mirada, potencia que hace posible la efímera felicidad de sentirse vivo.

         César Simón logra en “Frente al balcón” una rara perfección y nos ofrece todo lo que para él es la vida: sorprenderse ante el acto de respirar.

          Considero que Extravío es uno de sus libros más logrados, un libro donde el poeta descubre su profundo sentimiento por estar vivo. En las Elegías (I,II y III) aparece el mar, metáfora de la vida que transcurre sin clemencia, el jardín, espacio de la felicidad, el sol, poder luminoso (en la estela de aquellos pintores que impresionaron a través del color) que alivia la mirada por la blancura que nos deja (el alba) pero nos hiere al ir muriendo (el crepúsculo).

          El prestigioso poeta y crítico Ricardo Bellveser escribió en El Mono-Gráfico un artículo dedicado al primer César Simón, y llama la atención en la insistencia, como hizo Carnero, en la mirada del poeta: “Se añade la mirada del poeta quien se nos presenta como un delator confundido en la muchedumbre, que pasa inadvertido a la policía, pero está ahí, a nuestras espaldas “Os contemplo”, amenaza inquietamente y anuncia grave: “Soy. Y lo sé. Os miro” (Ricardo Bellveser, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 33).

        Para Bellveser, Simón vive en la mirada, se manifiesta en el poder de contemplar a los otros, pese a que su poder pueda parecer ínfimo no lo es, es su manifestación más contundente de estar en el mundo. Se refería, con estas certeras palabras, al tercer libro del poeta valenciano, titulado Estupor final.

        Pero también constata la presencia del mar en su primer libro, Pedregal, cuando lo relaciona con la muerte  y la vida, inmerso este antagonismo en la  tradición clásica de la poesía española.

       El mundo de César, su enorme humanidad, fue muy bien vista por Teresa Garbí en “Apuntes sobre César Simón” en el citado número de El Mono-Gráfico, cuando dice acerca de su compenetración con la Naturaleza, con su universo cercano lo siguiente: “Y era tal la humanidad de los paisajes que amaba que los quería poblados de animales, sobre todo de perros, cuya mirada y gestos, como sabemos, nos hacen sentirnos humanos y acompañados” (Teresa Garbí, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 65).

     Cuenta en este artículo que César, pleno de humanidad, recogía perros abandonados. Para él, sin duda alguna, lo más sencillo era lo más profundo y despreciaba aquello que llegaba con facilidad: el halago hipócrita, el dinero inmerecido, etc.

      No en vano, uno de sus libros más estremecedores en prosa fue Perros ahorcados (Pre-Textos. Valencia, 1997), donde César nos habla de la vida, de su casa, del campo, de las cosas verdaderas y, por supuesto, del amor por los perros, por su cercanía y por el afecto que le producían: “De pronto, he sentido detrás de mí un rumor y he vuelto la cabeza. Un perro grande, pastor alemán casi blanco, ya me lamía la mano. No me he asustado. He dejado que me husmeara muy cariñoso, encaramándose a mi pecho con sus manos” (p. 10).

      El hombre y el animal establecen una comunicación profunda, basada en la mirada y en la confianza, al igual que el caballo lo será para un gran amigo de César y poeta también, Pedro J. de la Peña, cuando nos regale los maravillosos versos de su Poesía Hípica, un canto de amor entre el hombre y el caballo como muy pocas veces ha producido la literatura.

       Merece la pena comentar unas palabras de Marcos Ávila del citado Mono-Gráfico y de su artículo “Al correr del tiempo”, cuando dice acerca de César: “Sí, César Simón era un poeta de ahora, de los pocos de verdad que son poetas, alguien que escribía desde el no saber, desde la búsqueda, y por eso tuvo algo que decirnos entonces y sigue teniendo algo que decirnos ahora que ya no somos el joven, pero sentimos aún más dentro el sentido de libros suyos como el titulado Erosión”.

       La palabra de César no muere, nos dice Ávila, sigue presente, latiendo en sus amigos  y en cada uno de los lectores que nos adentramos, entregados, en sus versos apasionados-

         ¿Y el amor? Tema indudable en su obra, fuego que no ha de morir nunca, porque vive en el momento en que triunfó la pasión amorosa. Lo refleja muy bien el poema “Cuando amas” de Extravío: “Permanece un silencio cuando amas. / Escucha al fondo / la vastedad de la respiración, / la gota de agua y el rumor del viento” (vv. 1-4).

        El amor, en estos versos, lo es todo, hay que callar para sentir que es lo más hondo y verdadero que poseemos, la culminación de nuestra ambición humana, la forma de sentirnos realmente inmersos en el mundo, en un momento pleno donde no existe conciencia de la muerte.

       Y hay que fijarse en los últimos versos del poema para recordar esa unión mística, que nos recuerda a San Juan de la Cruz, cuando, tras la noche oscura del alma, encuentra al esposo- Dios: “Y ves de lejos. / Ven, al amor, de lejos. / Desde la  noche, / desde  el  desierto, /arrimado  a  los muros, / a perecer en él, como acto único” (vv. 5-10).

     Sí, el  amor llega tras la noche, tras un proceso de búsqueda y de soledad, hasta la consumación. Pero esta muerte no es la que acaba con el ser humano, injusta y cruel, que no hace distinciones de edades ni de condiciones, sino una muerte que propicia la vida eterna, la que nos salva de pensar en nuestra caducidad.

      Muy pocos poetas han expresado tan bien el amor, lo que significa, su recorrido desde la noche hasta la claridad, y, por ende, la magnitud del instante no tiene parangón, pues en ésta se propicia la vida verdadera.

      Hay otro símbolo constante en su poesía: los muros. Representan la ausencia de la libertad, que el hombre, en su vocación de entrega, debe vencer para adquirir la efímera, pero plena, felicidad del amor.

      Me gustaría terminar este estudio dedicado a la obra de César Simón (limitado al espacio que supone la investigación sobre otros importantes poetas valencianos contemporáneos) con algunos versos de su libro El jardín.

      Lo publicó Hiperión en 1997 y hay, en el mismo, poemas muy significativos, porque buscan la esencia, como si el poeta hubiese ido afinando su pensamiento, al igual que Juan Ramón Jiménez, en pos de la verdad de la vida.

     Antes de comentar un poema del libro, merece la pena citar las palabras de Pedro J. de la Peña y lo que nos dice acerca del sentido del mismo: “Este libro de César  es, por lo tanto, una pregunta sobre nuestro origen, una inquisición a las sombras para arrebatarles un perfil de luz, un resquicio olvidado de lo insondable” (Pedro J. de la Peña, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 74).

       Muy cierto lo que nos dice el poeta de Reinosa, porque el libro es, ante todo, un deseo de saber, una búsqueda hacia el origen de nuestro existir. Éste está compuesto de varias partes, la primera: Una noche en vela es la noche de la aventura hacia el origen de la vida, donde destacan poemas como “Lejanía”:

“hay un lector insomne / que se abstrae en el grillo” (vv 3-4).

       La mirada de Simón está cerca de cualquier ser del mundo, llena de luz y sombra. Repite en “Textura veraz” el mundo del hombre que contempla, pasivo, “vivir el canto de los grillos”.

       Hay algo arcano en Simón, algo que viene de la tradición de aquellos que miran el campo para conocer la vida, lejana de toda cultura libresca. Lo dice muy bien en el poema antes citado: “ser un bulto aterido, / quieto, simbólico, distante, / sentado en una silla; / ser quien piensa y respira / lo más antiguo, lo más cierto” (vv. 7-11).

       La verdad está en ese poder de la contemplación, en ese ocio de ver pasar la vida, como muy bien hizo Juan Gil-Albert, cuya influencia en nuestro poeta es indudable. Late en el poeta valenciano el mismo ímpetu que Gil-Albert, ese deseo de estar a solas con la Naturaleza, de entender los significados del Universo.

       En esta primera parte hay un poema donde César Simón niega el amor humano, porque encuentra en la respuesta de la Naturaleza una fidelidad mayor, una entrega verdadera que en el ser humano siempre decepciona: “¿Amar? No amar a nadie / con  la  proximidad   que fue ceguera. / Amar…Hay

otras cosas, / el  aire  puro, / la  corteza  del  árbol, / las  criaturas  desvalidas”

 

(vv. 1-6).   

           ¿No es amor también? Se trata de un amor que queda, porque no se nos va, no nos arranca de su lado.

            Simón reniega del amor humano: “Pero, ¿amar otro cuerpo, / fingir alcances, / ser ciego y sordo. No, no sirve” (vv. 7-9).

           En definitiva, lo más hondo es, como ya comenté antes, el silencio, una entrega al mundo sin palabras, poseído por la mirada: “El pasmo más profundo es el silencio, / los roces de las manos sobre la dura piedra” (vv. 10-11).

          Si hay roce en la piedra (lo que nos lleva a recordar a Rubén Darío y su poema “Lo fatal”: “y más la piedra dura, pues esa ya no siente”) es que el poeta entiende que el verdadero amor está en su arraigo a la Naturaleza, e, incluso, a lo que no siente, como la piedra, de ahí ese tímido contacto con ella “roce”.

           En el segundo apartado del libro, ese universo nocturno llega a desaparecer y surge “Al alba”, sólo compuesto de dos poemas: “El final” y “Sala con sol”. La repetición de las cosas aparece en el segundo poema: “Ah, qué antiguo, qué antiguo / estar aquí, / entrar en esta sala / inundada de sol, / y sentir el silencio más sumido / que ayer y que anteayer, / siempre lo mismo y nunca más que entonces” (vv. 1-7).

           Todo es igual, el tiempo se repite y el sol (espacio de luz que invita a la vida) vuelve, de nuevo, a nuestros ojos.

            Llega luego Intermedio (parte III) con el poema “Dos enfermos”, donde un amigo visita a un moribundo, suenan las notas de Chopin, lo que me hace pensar en Juan Gil-Albert, no en vano, él, extremadamente sensible y amante de la música dedicó un poema al genial músico.

           En el transcurso del poema habla el visitante, no el enfermo, pero el final nos estremece: “Él, esta noche, ha murmurado / la terrible belleza de las notas” (vv. 19-20). Si recordamos el final de la vida de Gil-Albert, cuando su porte elegante y su sabiduría se fueron apagando irremisiblemente por la decadencia de su mente prodigiosa, el poema nos parece reflejar al hombre moribundo, de espíritu excelso, pero devastado por la enfermedad y por la crueldad de la muerte próxima.

          Luego llega el apartado IV, titulado Cosmológicas, con dos poemas: “Unidad ilusoria” y “La vida inextinguible”, donde Simón reafirma su visión del mundo, la condición trágica de la vida. Y, por último, Jardín (apartado V) compuesto de bellos y cortos poemas que parecen aforismos.

         Cito, para no extenderme más sobre lo ya comentado antes, el poema “Lo postrero” donde afirma su falta de fe religiosa, la sensación de que, tras la vida, no hay nada: “Sólo el edén espera, / el edén de las rosas / que no se ven, / de los árboles que no existen” (vv. 1-4).

         Ese paraíso es un vacío que sólo existe en nuestra ilusión, no hay forma de volver, ni vida posible, ni tan siquiera espiritual, (en mi opinión), ya que nada sustenta el mundo conocido, con nosotros y nuestra muerte se apaga todo vestigio de nuestra existencia. El único espacio donde puede vivir el hombre que se ha ido es en el recuerdo de los otros, nos dice Simón.

 

Y hay otro poema donde el poeta insiste en la idea que sustenta su poesía: el deseo de aferrarse al mundo, mientras  la   vida quiera, adherirse a su belleza trágica. El poema se llama “Los pasos últimos” y dice: “Jardín, centro del mundo, / tierra sin nadie, / por tus pasos anda / un cuerpo todavía / buscando no sé sabe qué objetivo, / más sintiendo en las venas el rumor generoso / y silencioso / de la sangre” (vv. 1-8).

          Este poema resume muy bien toda su obra, el jardín es símbolo de la vida, el lugar donde ha plantado sus raíces (donde ha dejando hijos) y el poeta pasa por ella, agradeciendo lo que ésta le ha dado y le da, aunque desconozca qué ha ido a buscar en realidad. El hombre, ensimismado, porque lleva dentro la extrañeza de su condición humana y una soledad que le arraiga a las sombras, pero que le han regalado luz.

         Quiero terminar este estudio sobre el gran poeta valenciano que nos dejó un diciembre de 1997, citando las palabras de José Luis Falcó, perteneciente a su artículo “Los días hermosos” que apareció en el homenaje que la revista El Mono-Gráfico le dedicó en el año 2003-

        Dice Falcó: “Como dije al principio, siempre recordaré a César por los días hermosos. Pocos amigos he tenido la fortuna de conocer que supiesen acompañar tanto con apenas un gesto de pena o de alegría. Ahora, mientras escribo de nuevo estas líneas, sé que está, que estará siempre conmigo, ayudándome a saber escoger y a vivir siempre, a decantarme por lo esencial, por los días hermosos, por ese enigma encadenado al sol y no resuelto” (José Luis Falcó, El Mono-Gráfico, Valencia, 2003, p. 45).

        Qué mejor forma de terminar que esa entrega del amigo al hombre que supo sentir la vida, con comprensión y afecto a los demás, cuya modestia le llevó a acoger a perros abandonados, como fieles compañeros, lejos de los posibles galardones que un hombre de su talla recibió. Su obra sigue siendo un misterio, un lugar donde residen certezas y oscuridades, un espacio de humanidad y belleza, no exentos del sino trágico que siempre acompañó al poeta valenciano desde su más tierna infancia.

         La luz de su poesía, su mirar a la vida siempre quedará en nuestra retina, ya que César Simón alumbró una de las mejores obras que nos ha regalado el mundo literario levantino.

     

     

 

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

José António Duro, más conocido como José Duro, “el olvidado de los olvidados”, −como le definiera el periodista Mayer Garção en su libro Os esquecidos−, nació en la coqueta ciudad de Portalegre, Alto Alentejo, Portugal, el 22 de octubre de 1875, y murió en Lisboa una gélida mañana de enero de 1899, cuando contaba apenas 23 años. Su breve vida estuvo totalmente marcada por los estragos de la tuberculosis, dolencia que contrajo a edad temprana y que dejó igual huella tanto en su carácter solitario y sombrío como en su obra poética, impregnada de referencias a su enfermedad, a los oscuros mundos del esoterismo, la prostitución, el tedio, la desesperación por su estado de salud y la consciencia de una muerte inminente; ya en 1895, en su poema más precoz, un soneto con claras influencias de Antero de Quental titulado Morte, José Duro no duda en presentarse al mundo literario con todo su dolor y toda su decadencia, constantes que marcarán, salvo escasas excepciones, el resto de su brevísima obra.

 

No todo es sufrimiento y queja en la obra de José Duro; en su primer libro, Flores, una plaquette publicada en Portalegre en 1896, Duro da aún algunas muestras de frescura y de amor por la sencilla vida de campo que tan bien conocía; sin embargo, tras su marcha a Lisboa, donde ingresará en la Escola Politécnica, comenzará a frecuentar tertulias literarias y a interesarse por la poesía de Charles Baudelaire −sin duda su mayor influencia extranjera−, así como por la obra de poetas portugueses decadentistas como Antero de Quental, António Nobre o Cesário Verde, influenciados a su vez por la larguísima sombra del vate francés. Todo ello, unido al progresivo avance de su enfermedad, irá a desembocar en su segundo y último libro, radicalmente titulado Fel (“Hiel”), inédito hasta la fecha en lengua castellana y del que presentamos varios poemas traducidos a continuación. Fel, publicado apenas tres semanas antes de su muerte, y cerrado con un largo y magnífico poema titulado Doente, es una suerte de trágico testamento, un patético diario de sus últimos días, un lúcido testimonio que aún es considerado, a pesar de su escasa difusión en la actualidad, como la concretización más pesimista de las corrientes decadentistas de su tiempo en lengua portuguesa. No en vano el propio Fernando Pessoa llegó, en su juventud, a definirse como su deudor: aunque sólo sea por ello, démosle una penúltima oportunidad al triste destino de José Duro, a quien las Parcas no dudaron ni un segundo en llevarse muchísimo antes de tiempo. De su tiempo. 

 

MUERTE 

 

Oh muerte, ve a buscar la rabia consagrada

con que matas al mal y creas nuevos seres…

Oh muerte, ve deprisa y tráeme los poderes,

me canso de vivir, quiero estar en la nada…

 

Escurre de mi boca esta voz que aún murmura,

y arráncame del pecho el corazón exangüe,

que yo he darte a cambio los restos de mi sangre

para el negro festín de tus hambres oscuras…

 

Oh Santa que yo adoro, Virgen de mirar triste,

bendita seas tú, oh muerte inexorable,

llorando por el mundo desde que el mundo existe…

 

Dame de tu licor, quiero beber sin tino…

¡que vivo abandonado y soy un miserable

errando por la Vida, en busca de mí mismo! 

 

DOLOR SUPREMO 

 

Donde quiera que ponga mis ojos malheridos,

−me he acostumbrado a ver el mal en todas partes−

no me topo con nada que no vaya a dañarte,

oh mi pobre alma ciega, hermana de tullidos.

 

Pasión de un Viernes Santo repleto de cuidados,

el Libro de Ezequiel… Voluntad de llorarte…

¡Y no tener siquiera llanto para lavarte

estas manchas de Hiel, hijas de mil pecados!

 

¡Ay de aquel que no llora por haber olvidado

cómo se ha de invocar la lágrima en el ojo

en la penosa hora que precisamos de ella!

 

Pero es mucho más triste aquel que mira al Cielo

esperando que Dios le libre del abrojo

y sólo ve la luz de pálidas estrellas…

 

 TEDIO

 

Ando a veces estúpido y me siento incapaz

de encontrar una rima o producir un verso;

y me hago de mí mismo la idea de un perverso

capaz de apuñalar hasta a la luz del gas.

 

Me incomoda el Color, la sangre del Poniente,

−un rojo Waterloo del que es sol Bonaparte−;

y no entiendo, Mujer, cómo puedo aún amarte

si tengo rabia, mucha, contra toda la gente.

 

Donde alcanza la vista alargo mi mirar,

y me creo que existe alguna mancha oscura

que lágrimas de Llanto jamás van a lavar…

 

¡Extraña concepción! Abarco el mundo todo,

y en cada estrella veo la misma lama impura,

¡y en cada boca roja el mismo impuro lodo!

  

EN BUSCA

 

Los ojos pongo en mí, igual que ante un extraño,

y lloro al notarme tan otro, tan cambiado…

Sin desvelar la causa, el íntimo cuidado

que sufro de mi mal −el mal del que provengo.

 

Ya no soy aquel Yo de aquel tiempo pasado,

Pastor de ilusiones, olvidé mi rebaño,

nada sé de mi amor, la salud se ha perdido,

y vivir sin salud es sufrir duplicado.

 

Mi alma me la rasgó el trágico Disgusto

en silvas de abandono, en un atardecer,

cuando el azul comienza a diluirse en astros…

 

Y al borde del camino, a lo lejos, muy lejos,

como un mendigo solo, como un sombrío monje

marcha mi corazón en busca de sus rastros…


ENFERMO (estrofas finales)

 

Pero en vano medito, y es en vano que sueño:

mi corazón murió, mi alma está casi muerta…

Se marchita en el cráneo la linda flor del Sueño,

y oigo llegar la Muerte, siniestra, hasta mi puerta…

 

Ya sufrí demasiado, me cansa el sufrimiento,

y por mayor desgracia, y por mayor tormento,

¡llego a pensar que tengo −estúpido recuerdo−

un alma de poeta y un poco de talento!

 

¡El dolor que me mata es moral, y aun es físico!

¿De qué me sirve ahora albergar esperanzas,

si no puedo besar a los trémulos niños,

pues afluye a mis labios este tóxico tísico?

 

¡Y me muero tan joven! Hace apenas un mes

Le pregunté al Doctor: −¿Y bien? −Yo he de curarle

Pero ya no me importa, quiero morir, dejadme…

Que morir es dormir… Dormir… Soñar tal vez…

 

Por eso iré a soñar debajo de un ciprés,

ajeno a la quimera de ideales perversos…

¡El poeta no muere, aunque parezca agreste

su propia inspiración, y sean tristes sus versos!

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Ángel Manzanas

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