Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 1036 a 1040 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

2 de julio de 2014

Inmensidad. Esta es la primera sensación que el lector tiene cuando ojea, ayudándose de su mano ―se presenta como un libro electrónico y la mano sigue siendo nuestro acceso al espacio literario―, Soundscape. Esta obra es una ventana al espacio y al vacío, al blanco y al negro, respectivamente. La primera sección recopila una serie de poemas bajo el título de “Hábitat”. Se trata de pequeñas composiciones en forma de cubo que ocupan el centro de la página, poemas breves cuya velocidad vertiginosa se despliega de manera vertical para el lector, porque los significantes viajan de lo más alto hacia el suelo, incluso al subsuelo, a la raíz. De esta forma, un mismo poema puede enfocar al “techo” y al “cielo” y quedar, al final, completamente “sumergido”; observar las “nubes negras” y acabar pisando “la raya”. A medida que los poemas se suceden, los términos que hacen referencia a lo terrenal se multiplican, el penúltimo de ellos comienza con “Bajo tierra” y el último sentencia de manera sintética: “Ser fiel a la raíz, conservar la memoria del hambre”. Hace poco oí que un poema extenso no es tal en la medida de su número de versos, sino en la voluntad que tiene de extenderse a lo largo del espacio poético. “Hábitat” es un poema extenso mínimo; su vocación es delimitar el espacio a partir del cual el poeta crea y éste es el que se forma como un “puente entre el párpado y el pájaro”: cerrar el párpado puede ser suficiente para dejar escapar la materialidad de un mundo en constante movimiento. Abran las hojas de Soundscape, conviertan en pájaro las letras que componen estos poemas, porque no deben reconocer sólo en ellos la posibilidad de la palabra.

El poeta ya ha establecido el “lugar de condiciones apropiadas para que viva un organismo, especie o comunidad animal o vegetal”. Tras éste sitúa las secciones “Vitral de voz” y “Materiales para el desastre”. En “Vitral de voz”, las hojas impares ―que serían las que primero observaría el lector de un libro impreso― están llenas de una vacuidad tal, que casi podríamos reflejarnos, la única marca poética existente en ellas lo constituyen unas sentencias que el autor denomina vetas, esas listas que se distinguen de la masa, de la masa blanca, del espacio febril: «hablan madera, muros de piedra y fruta, vetas», afirma el autor en la primera de ellas; a veces, esas vetas se destazan en una suerte de integración con los espacios en blanco: individualidad y masa como caras de una misma moneda. Los poemas se desgajan desnudos en las páginas pares, todas las letras se muestran en su “minusculosidad”, no hay ninguna que prime sobre el resto, para que su fundición sea más perfecta. Inmensidad. Y los lectores la aminoramos sumergiéndonos en las palabras, porque la única vidriera de color que encontramos ―el vitral― se encuentra en ellas, que tienen la dicha de ser pronunciadas por la voz. Los poemas se agrupan indefensos, sin título, sin numeración, sin barreras de signos que los separen, sobre tres voces: voz de agua, voz de llama, voz de llaga. Es el camino de la existencia, porque agua es como aludir al compuesto del que estamos hechos en esencia, es el líquido en donde nuestra primera corporeidad flota; llama es el calor que nos funde a otras materialidades, es la creación que pone entredicho la versión judeocristiana, es el contacto con la tierra que arde; llaga es el dolor de lo que encontramos hasta llegar a algo, «mi cuerpo que es todo herida hasta tu cuerpo turbio». El poema es el cuerpo, pero es también el camino de la palabra que nos acompaña, la definición que podemos hacer de nosotros mismos, el desprendimiento que de la corporeidad hace la voz para nombrar, nombrar el amor, nombrar la naturaleza, nombrar el sufrimiento, es el vitral.

Los poemas de “Vitral de voz” parecen provenir los unos de los otros, parecen irse desgajando de un cuerpo robusto que los compone, no poseen letras mayúsculas, los verbos indican transición ―en algunos incluso gradación. Para Fernández López no es tan importante la rima ―incluso hay versos que terminan con la conjunción copulativa “y”―, el ritmo lo marcan las diferentes fórmulas anafóricas que contiene cada poema y el sentido cadencioso de la oración. A modo ultraísta también, encontramos palabras que tipográficamente se fusionan en busca de nuevos significados, de nuevas sensaciones, estas fusiones van en armonía con el ritmo: “puertasgrito”, “domaryolor”. A veces, los caracteres en cursiva conviven con los redondos: “desnacimiento”, “surgir”, “desasimiento”, “rugir”, la plástica se fusiona con la poesía, la palabra lleva al límite la voz.

«En mi caso, el diálogo con las otras artes es una necesidad y una de las formas de asedio y encuentro con lo poético», nos confiesa el autor en una entrevista realizada por el también poeta Óscar Curieses. Ese diálogo es más directo en la tercera parte del libro, la denominada “Materiales para el desastre”, donde el autor pone letra ―y voz, en el montaje completo― a los dibujos de Héctor Solari, procedimientos para dibujar la condición humana en mitad del desastre. El espacio pictórico se despliega ante el lector como un cúmulo de letras abigarradas que apenas dejan un punto de fuga.

El final de cada uno de las secciones que componen Soundscape está marcado por el tránsito, la búsqueda del camino, el escarbar como procedimiento. El poeta no ceja en su empeño de descubrir su rumbo. Es un acierto que la nota del autor se encuentre al final del libro, porque así el lector abandona todo cúmulo de sinestesias adquiridas por la lectura y se da cuenta de que Soundscape no está concebido de una vez, sino que pertenece a un organismo que, en conjunción con el propio autor, se ha ido creando y desarrollando, replegándose en la materialidad de una hoja en blanco, de un escenario vacío, de un lienzo cándido, de un murmullo de ritmo cadente.

 

 

 

Carlos Fernández López, Soundscape, Uno y Cero Ediciones, Valencia, 2014.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Conrado Arranz

27 de junio de 2014

Al conmemorar en 2014 el centenario del nacimiento de Julio Cortázar no está de más recordar que el año pasado cumplió cincuenta años Rayuela, la obra que dio a su autor un lugar indiscutido entre los protagonistas del llamado boom de la narrativa hispanoamericana. El tiempo transcurrido permite ver en aquella novela el testimonio magnífico de un tiempo en el que no pocos escritores trataron de hallar una salida frente al malestar existencial, lo que en su caso se concretó en la historia de búsquedas y desencuentros iniciada en cuanto la Maga y Horacio Oliveira elegían el azar como manifestación de una causalidad secreta que los unía y los alejaba hasta la separación definitiva. Aunque los episodios situados “del lado de acá” añadieran matices al relato iniciado “del lado de allá”, su repatriación desde París a Buenos Aires no alteraba la significación de Oliveira: lo suyo era buscar, sentir la ansiedad axial, tratar de acercarse a un centro apenas adivinado. Él era quien experimentaba estados excepcionales, momentos fugaces de videncia, el único entre los miembros del Club de la Serpiente capaz de advertir que la Maga creía sin ver, formaba parte del continuo de la vida, nadaba en los ríos metafísicos como las golondrinas nadan en el aire, accediendo sin dificultad a dimensiones que ellos trataban inútilmente de conquistar a golpes de cultura. Sólo él era suficientemente lúcido para relacionar su propia conducta con los ritos infantiles del guijarro y el salto sobre un pie para entrar en el cielo, según anticipaba el título de la novela, e incluso para saber cuándo el juego corría el riesgo de convertirse en sacrificio; sólo él conseguía al final entrever la existencia de un pasaje para salir del territorio de la descaminada especie humana.

 

Por entonces resultaba atractivo el desdén hacia los valores convencionales, hacia los representantes de la Gran Costumbre de las imposiciones sociales, vistos siempre desde una posición de superioridad moral apenas matizada por la ironía con que el narrador o el propio Oliveira exponían sus puntos de vista. No en vano se trataba de encontrar un lector al que mutar o enajenar, pretensión que conllevaba la intención declarada de convertirlo en un cómplice, de redimirlo de su condición de lector-hembra, marcando de paso las distancias entre la escritura demótica y la escritura hierática, como declaraban las reflexiones de Morelli y su rechazo de la novela “rollo chino”, del libro que se dejara leer sin más desde su principio a su final. Con ese lector se contaba para que el humor patafísico de incidentes absurdos operara como antídoto de lo absurdo de vivir, para olvidar los conflictos psicológicos y los comportamientos descritos en las novelas hedónicas, para que compartiera la urgencia de trascender el tiempo superficial del presente histórico. No se trataba de abandonarse a la nostalgia de los paraísos perdidos, sino de decir adiós a las tres dimensiones tradicionales del espacio, al conocimiento ligado a las categorías de la razón suficiente, al mundo satisfactorio de las gentes razonables con sus sacrosantas obligaciones castradoras. Ese lector debería compartir el manoteo desorientado del escritor y de la novela en busca de un asidero, de la revelación de ese orden al que pertenecía la interminable figura sin sentido que Oliveira creyó componer con la Maga tras la muerte del pequeño Rocamadour.

 

Cortázar ya había emprendido esa búsqueda en Los premios, novela publicada en 1960 y que en la Argentina obtuvo un éxito notable de crítica y lectores. En ella los agraciados en el sorteo de un viaje de recreo se reunían en un barco sin destino preciso, y se empeñaban en llegar al espacio prohibido de la popa mientras Persio, uno de ellos, se enfrascaba en la búsqueda de simetrías o geometrías relacionadas con un orden difícil de aprehender, con la existencia de un punto central donde cada elemento discordante pudiera llegar a verse como el rayo de una rueda. El interés de la trama urdida con los hechos narrados dejaba esas reflexiones en segundo término, pero no resulta difícil comprobar que Cortázar ya apostaba allí por una novela nueva, ligada a una nueva visión del mundo, y lo dejaba de manifiesto especialmente cuando Persio, desencantado, creía asistir bajo otras apariencias a la danza de los muñecos de madera, al primer acto del destino americano ―en evidente referencia al Popol Vuh―, y sentía que esa danza continuaba en espera de que naciese o hubiera nacido ya un hombre nuevo. La muerte de Gabriel Medrano en la popa, antes de encontrar la respuesta que Claudia parecía representar para él, situaba al novelista del lado de quienes buscaban hasta el sacrificio y contra quienes falsificaban la verdad en nombre del orden y del buen sentido.

 

Esa búsqueda se había acentuado en Rayuela, donde además se planteaban nuevas aperturas para el futuro: no en vano Morelli, en su capítulo 62, proponía imaginar un grupo humano que creyera reaccionar psicológicamente cuando en verdad obedecería a instancias del flujo de la materia animada, en cuyo funcionamiento secreto Cortázar trató de adentrarse al escribir 62. Modelo para armar. Publicada en 1968, esta novela podía verse ―puesto que para cada lector sería el libro que hubiera elegido leer― como un esfuerzo para desarrollar como narración la cadena de asociaciones o coágulo que la atención distraída de Juan, de oficio traductor (como Cortázar), capta cuando el château sanglant demandado por un comensal se asocia a la copa de Sylvaner que él paladea en un restaurante parisino llamado Polidor, dejando entrever una dimensión extraña aderezada con vampirismo y otros placeres sangrientos. Después los encuentros y desencuentros, fundamentalmente amorosos, se aceptan mejor si se recuerda lo que Morelli proponía para esa novela nueva. Si las actuaciones de sus personajes a veces los hacían parecer insanos o idiotas, era precisamente porque estaban a merced de la materia animada que a través de ellos trataba de manifestarse: fuerzas habitantes, extranjeras, que avanzaban en procura de su “derecho de ciudad”, como Morelli también había previsto. Era eso lo que en 62. Modelo para armar se configuraba como una dimensión extraña que parecía absorber a los personajes, imaginada como una ciudad vacía por la que discurrieran tranvías incontables, un espacio ominoso donde se sentían horrores ancestrales, un universo de pesadilla que parecía aflorar precisamente en los sueños o en la duermevela. A esa otra dimensión tenían acceso casi todos los que compartían la “zona”, un espacio de complicidad que agrupaba a quienes se reunían en torno a una mesa del bar Cluny, algo similar al Club de la Serpiente de Rayuela, propicio otra vez a los juegos verbales, a los episodios de humor patafísico y a cuanto pudiera atentar contra las barreras culturales que obstaculizarían el avance de esa dimensión que apenas se conseguía entrever.

 

Las tensiones políticas de la época consiguieron encontrar eco tardío en las novelas de Córtazar, a pesar de que Oliveira hubiera desestimado la opción de “comprometerse” por estimarla una traición a sí mismo, una coartada para abandonar la búsqueda verdadera, la relacionada con el acceso al cielo de la rayuela, o al “kibbutz del deseo” imaginado en la noche parisina de su degradación final. Morelli y 62. Modelo para armar mostraban que esa búsqueda excedía a los individuos, como si algo que el homo sapiens guardara en lo subliminal se abriese camino a través de ellos, como si la vida tratase de alumbrar una humanidad diferente. Cuando las circunstancias exigieron planteamientos acordes con las urgencias del presente, Cortázar escribió Libro de Manuel (1973) para que su hombre nuevo se acomodase al propuesto por la revolución cubana. Al Club de la Serpiente y a la mesa del Cluny, siempre en París, sucedía una nueva pandilla que en su sector más radical conformaba “la Joda”, cuyas actividades revolucionarias habían de culminar con el secuestro de un diplomático, en tanto que Andrés adquiría una conciencia política a costa de los valores pequeñoburgueses que iba dejando atrás, aunque a lo largo de la obra no cejase de buscar en el amor y hasta en la degradación la apertura hacia esa otra dimensión que había obsesionado a los protagonistas de sus novelas anteriores. Los recortes de prensa destinados a conformar el “libro de Manuel” servían de contrapunto a las inquietudes metafísicas con la irrupción de un presente histórico signado sobre todo por la represión, la tortura y la muerte, que Cortázar condenaba a la vez que seguía mostrando su simpatías por los jóvenes contestatarios de entonces, por los hippies de cualquier parte y por cuantos colaborasen en la destrucción de los principios razonables que hasta los partidos comunistas parecían representar.


Libro de Manuel pareció agotar el interés de su autor por la novela, sin duda para alivio de algunos de sus lectores, saturados de sus pandillas de adolescentes jóvenes o mayorcitos, de tanta exaltación de la inmadurez y de tanta metafísica progresivamente erotómana, justificada por la necesidad de superar las carencias que en este aspecto mostraban las reprimidas literaturas hispánicas. Cortázar preferiría seguir demostrando una y otra vez su capacidad para el relato breve, del que había ofrecido muestras excelentes ya antes de que en 1951, cuando estaba a punto de dejar Buenos Aires para afincarse en París, ofreciera en Bestiario la primera colección. La abría el titulado “Casa tomada”, bien conocido desde que a finales de 1946 lo publicara Jorge Luis Borges en la revista Los Anales de Buenos Aires, en el que unos ruidos sordos expulsaban a Irene y al narrador de la morada familiar. Los personajes aceptaban la irrupción de lo extraño como si lo estuvieran esperando, como el narrador de “Carta a una señorita en París” asumía que vomitaba conejitos, o como la protagonista de “Lejana” afrontaba la presencia que se anunciaba en un sueño, invadía su realidad y parecía poseerla en un puente de Budapest. Esas eran solo algunas de las formas en que se manifestaba la presencia de otra dimensión, multiplicadas en los sucesivos volúmenes que Cortázar tituló Final del juego (1956; ampliado en 1964), La armas secretas (1959), Todos los fuegos el fuego (1966), Octaedro (1974), Alguien que anda por ahí y otros relatos (1977), Queremos tanto a Glenda (1980) y Deshoras (1982), hasta conformar una producción abundante y de calidad casi siempre excepcional.

 

Nada inverosímil se narra en “Torito” o “El móvil”, cuentos decididamente porteños, ni en “La banda” o en “Los venenos” ―por recordar simplemente algunos de los títulos incluidos en Final del juego, lo que podría hacerse con cualquier otro de los volúmenes mencionados―, pero en su conjunto esos relatos han sido relacionados con la literatura fantástica, lo que invita a recordar que para Cortázar lo fantástico exigía que lo excepcional pasara a ser la regla sin desplazar las estructuras ordinarias entre las cuales se insertaba, según explicó en “El cuento breve y sus alrededores”, un ensayo incluido en Último round (1969). Allí se refería también a la forma cerrada propia de un género que en su versión moderna ―la nacida con Edgar Allan Poe― debía llevar su esfericidad a una extrema tensión, basada en la máxima economía de medios, y que había de funcionar como un exorcismo que alejara del autor criaturas invasoras, algo procedente de un territorio indefinible y ominoso, relacionado con latencias profundas y balbuceos arquetípicos, acercando el cuento a la poesía tal como esta se concebiría a partir de Charles Baudelaire. La irrupción de lo fantástico equivalía así a la manifestación de una verdad o realidad más honda, aunque la desestabilización de la experiencia ordinaria no siempre necesitaba recurrir a lo decididamente extraño: con frecuencia una historia de amor bastaba para dejar de manifiesto la incapacidad para rellenar el hueco, para disimular la inquietud o desasosiego que se adivinaba tras ella, como se dejaban sentir el desconcierto y a veces la crueldad tras las protagonizadas por niños o adolescentes. Desde luego, se reiteraron los relatos dedicados a establecer conexiones extrañas, fusiones inquietantes de sueños (pesadillas) y vigilia, pasajes entre tiempos y lugares diversos, oscuras llamadas que podían traducirse en posesiones o trueques de personalidad, alguna vez accesos a una época remota de ritos y terrores. “El perseguidor”, un relato incluido en Las armas secretas y comúnmente asociado a la búsqueda que Cortázar plasmó en sus novelas, permite entrever la significación también compleja de sus cuentos, que no se limitaban a desestabilizar las seguridades cotidianas, a registrar sucesos insólitos o a atestiguar la presencia de fuerzas extrañas a través de la ficción: como Johnny Carter, como de algún modo también su biógrafo, Cortázar fue en ellos no tanto el perseguido como el perseguidor, al convertirlos en formas diferentes de su tanteo incesante en busca de una puerta o pasaje hacia otra realidad.

 

En alguno de los ensayos de La vuelta al día en ochenta mundos (1967), Cortázar dejó constancia de la dialéctica entre el niño y el adulto que conformaba su personalidad y que de algún modo se manifestaba en toda su obra literaria. No es difícil comprobar que acentuó la aparente ingenuidad de la primera opción en Historias de cronopios y de famas (1962), donde a las aventuras de esas criaturas de su invención se unían consideraciones sobre ocupaciones raras e instrucciones innecesarias para acciones elementales. Esa actitud naíf, atemperada por el paso del tiempo y las vivencias personales, reapareció en Un tal Lucas (1979), y había tenido ocasiones sobradas para manifestarse en almanaques o libros de materiales heterogéneos como los ya mencionados La vuelta al día en ochenta mundos y Último round, precisamente porque hasta en su formato significaban una defensa de la libertad y la imaginación. Ricos en ilustraciones para acompañar textos de factura muy variada, incluyeron cuentos, poemas, ensayos y otras experiencias de más difícil clasificación, y resultan imprescindibles para advertir los múltiples motivos que ocupaban la atención de Cortázar. En Último round pueden encontrarse sus consideraciones sobre la distracción, entendida como una forma de atención pasiva que permitiría entrever otra realidad y padecerla como extrañamiento momentáneo, del que luego quedarían apenas una ansiedad o una vaga nostalgia: no es fácil describir mejor la experiencia que algunos cuentos concretan y que impregna 62. Modelo para armar, y con la que cabe relacionar incluso el conjunto de una obra predominantemente dedicada a indagar en los intersticios del espacio y del tiempo, en los vacíos de la realidad.

 

En La vuelta al día en ochenta mundos y Último round puede percibirse también el eco creciente que el entorno sociopolítico encontraba en Cortázar, interesado tanto en la guerra de Vietnam como en las protestas estudiantiles del mayo francés del 68, que para él fueron el enfrentamiento de un puñado de pájaros contra la Gran Costumbre y un episodio de la lucha por una sociedad más justa. En ese proceso se integraba su adhesión a la revolución cubana, que por entonces veía como la obra improvisada de unos cronopios y por lo tanto perfectamente compatible con su búsqueda personal. Esa adhesión quedó pronto de manifiesto en el relato “Reunión”, derivado de sus impresiones cuando en 1963 visitó Cuba por primera vez, aunque Cortázar siempre defendió la libertad total para su imaginación creadora: en Último round ya quedó constancia de sus esfuerzos para explicar su peculiar condición de intelectual latinoamericano en París, y para conciliar su búsqueda ontológica y los juegos de su imaginación con la preocupación por el presente histórico y con las inquietudes que se consideraban propias del intelectual del tercer mundo. Esos planteamientos determinaron que se viese envuelto en polémicas sobre la responsabilidad política y social del escritor e incluso sobre la legitimidad de quien escribía u opinaba desde Europa. Pero sus circunstancias personales no impidieron que Cortázar se mantuviera leal a la revolución cubana incluso en los momentos en los que la radicalización del régimen castrista dificultó sus relaciones con los intelectuales y con él mismo, y esa simpatía determinó su preocupación creciente por los problemas latinoamericanos tal como se veían desde La Habana.

No siempre supo resistirse a las presiones del entorno, como Libro de Manuel permite comprobar. También puede constatarse que supo expresar con acierto los horrores de la época cuando consiguió acercarlos a las atmósferas ominosas tan frecuentes en su obra: los relatos “Segunda vez” y “Apocalipsis de Solentiname” de Alguien que anda por ahí, “Recortes de prensa” y “Grafitti”, de Queremos tanto a Glenda, y “Pesadillas”, de Deshoras, son buenas muestras de que la conciliación de obsesiones personales e inquietudes políticas era posible, y de que resultó especialmente eficaz a la hora de expresar el miedo y la indefensión frente a los desmanes represivos que los argentinos sufrieron antes de 1976 y sobre todo a partir de esa fecha. Desde que en septiembre de 1973 un golpe de estado derribara en Chile al gobierno de Salvador Allende, las dictaduras implantadas en los países del Cono Sur de América se convirtieron en objeto principal de las preocupaciones de Cortázar, cuya dedicación a actividades relacionadas con la actualidad política se incrementó extraordinariamente: lo requería la urgencia de denunciar la brutal represión que había seguido a la irrupción de aquellos gobiernos militares, de defender a los sandinistas antes y después de que en 1979 se hicieran con el poder en Nicaragua, y de condenar la complicidad del imperialismo norteamericano con los culpables de la ola de violencia que parecía poner fin a casi todas las esperanzas de cambio. Los volúmenes Nicaragua tan violentamente dulce y Argentina: años de alambradas culturales reunieron en 1984 una buena muestra de la preocupación de Cortázar por esos temas, que hasta su muerte también determinaron en gran medida sus numerosos viajes y sus actuaciones públicas. De esa dedicación había nacido su relato-cómic Fantomas contra los vampiros multinacionales (1975), derivado de su participación en el Tribunal Russell II, que acababa de ocuparse de la violación de los derechos humanos en América Latina.

 

Los escritos de Cortázar ofrecen, por tanto, un testimonio directo de aquellos tiempos violentos, que el sandinismo nicaragüense y el fin de la dictadura militar argentina parecían dulcificar para él en los días que precedieron a su muerte en París, el 12 de febrero de 1984. En colaboración con Carol Dunlop, su última esposa, había elaborado Los autonautas de la cosmopista o Un viaje atemporal París-Marsella (1983), donde al diario de la experiencia aludida en el título se sumaban materiales heterogéneos hasta conformar otro de esos almanaques tan acordes con su personalidad. Y a los libros mencionados, que no son todos los posibles, cabe añadir las obras publicadas tras su fallecimiento, que han permitido rellenar no pocos vacíos en su biografía literaria, en particular por lo que se refiere a la poesía. El éxito obtenido con sus narraciones no debe ocultar que Cortázar se consideraba ante todo un poeta y que, consecuentemente, escribió poemas a lo largo de toda su vida, con frecuencia para dispersarlos en las novelas o en otras obras suyas. Solo a veces los reunió en libros: en Presencia, publicado en 1938 bajo el seudónimo de Julio Denis, y tardíamente en Pameos y meopas (1971) y en Salvo el crepúsculo (1984), volumen que reiteraba algunos del anterior. Recuperados los que solo habían aparecido traducidos al italiano en Le ragioni della collera (1982; edición bilingüe de 1995), y reunidos los muchos que permanecían inéditos o dispersos, desde 2005 un volumen de sus Obras completas permite seguir con detalle los avatares de otra búsqueda constante, más íntima y sin embargo relacionada con el resto de su obra, tan propicia al extrañamiento como determinada por él.

 

De especial interés resultan las novelas Divertimento (1988) y El examen (1987), fechadas respectivamente en 1949 y 1950, por lo que dicen sobre el proceso que habría de desembocar en Rayuela y en sus otras novelas de madurez, tan proclives a las grupos de amigos conversadores, ajenos a las convenciones y aptos para discutir sobre literatura y para promover situaciones insólitas, con frecuencia en atmósferas enigmáticas que en no pocos aspectos mostraban afinidades con el surrealismo, y a veces en circunstancias que revelaban el rechazo de populismo peronista que Cortázar también había dejado patente en algunos relatos. Por suyos, merecen también atención los primeros que escribió, recogidos en el volumen La otra orilla (1994). Desde 1991 sus lectores también pudieron encontrar reunidas las versiones definitivas de Dos juegos de palabras (Pieza en tres escenas, 1949, y Tiempo de barrilete, 1950), Nada a Pehuajó (1955) y Adiós, Robinson (1977), intentos teatrales que añadir al poema dramático Los reyes, que había dado a conocer ya en 1947. Además, conviene tener en cuenta Diario de Andrés Fava (1986), conjunto misceláneo de textos redactados al tiempo que El examen y solo a veces relacionados con esa novela, y los ensayos inéditos que contribuyeron a engrosar los tres volúmenes de su Obra crítica (1994), entre los que destacaba Teoría del túnel. Notas para una ubicación del surrealismo y el existencialismo, de 1947; y también los muchos textos desconocidos que conformaron Imagen de John Keats (1996), obra algo posterior y relevante para entender la poética de Cortázar desde el linaje romántico que la determinaba. Una copiosa correspondencia ayuda hoy a seguir la trayectoria de ese escritor que se alejó de la Argentina que desdeñaba para descubrir América desde París, que dibujó su mandala y lo recorrió mientras procuraba hacer de su escritura el espacio no tanto de una revelación como de un alumbramiento tan imprecisable como decisivo para el porvenir de la condición humana.

Escrito en Lecturas Turia por Teodosio Fernández

Ana María Matute embruja a quien habla con ella. Lo hechiza mediante las palabras y a través de unos ojos –grandes, negros, en sostenido asombro, como los que pintan en el exterior de las pagodas nepalíes para representar el celo de Buda- que han visto mucha tristeza, pero también el lado bueno de la vida.

La entrevista se desarrolla en un hotel de Madrid, a cincuenta metros del Retiro, y la escritora se comporta con la misma hospitalidad que si estuviera en su casa. Se empeña en que tome algo y, ante la negativa, me reprende amistosamente. “¡Qué sobrio! Antes te decían: ¿Qué quieres beber? y, según la hora, respondías: una cerveza, un coñac, o lo que fuera. Los jóvenes de ahora decís: agua, agua… (pone voz de falsete). Se trabaja mejor con una cerveza”.

Arranca la conversación con referencias a su última novela, Aranmanoth (Espasa Calpe), donde retoma el clima mágico de Olvidado rey Gudú y que concluye de forma inesperada. “Casi todos mis libros, esto lo digo de una forma un poco pedestre, no se entienden bien hasta leer el final. Aranmanoth no es de suspense, está claro, pero esa forma de acabar tiene su gracia. Aunque la atmósfera también sea medieval, es muy diferente. Incluso el lenguaje ha cambiado: es más sencillo, más contenido y una historia más breve. Cada libro tiene su personalidad y pide una extensión y un lenguaje; lo pide él, no es capricho mío. Éste necesitaba doscientas páginas y un lenguaje concentrado en el que dejo adivinar al lector muchas cosas, en vez de contárselas de manera explícita. Podía haberme recreado en determinadas situaciones, pero he preferido sacrificar brillantez a lo que yo llamo eficacia literaria. No sé si se ha salido o no. Hasta ahora todos los que lo han leído me dicen que les ha gustado mucho y un escritor se da cuenta en seguida cuando le mienten. En ocasiones te dicen que han leído tu libro y basta hacer tres preguntas para comprobar que no es cierto. Se puede engañar a otros, pero al autor nunca”.

A pesar de las diferencias, la escritora reconoce que Aranmanoth guarda similitudes con otras novelas suyas. Comparte, en primer lugar, su carácter de libro iniciático. “El protagonista va en pos del Grial. ¿Qué es el Grial? Pues un deseo sin nombre pero que nos empuja y nos hace ser personas. Porque al Grial se le ha dado forma de cáliz y todas esas cosas, pero nadie sabe lo que es. Yo lo veo también como un proceso alquímico y cada uno tiene su versión”.

 

- Olvidado rey Gudú convivió con usted veinte años. Hasta se llevaba el paquetón de folios, en un carrito, a muchos de sus viajes. Si me permite exagerar, casi era un apéndice suyo. Cuando publicó esta novela, hace un lustro, dijo que había tardado tanto tiempo porque, de haberla entregado antes a sus lectores, no la hubieran comprendido. Y después vendió medio millón de ejemplares, que se dice pronto, en esta España donde hay que dar la enhorabuena al que agota una tirada de cinco mil. ¿Considera, por tanto, que nuestra sociedad, tan poco dada a la magia, a la imaginación y a los sueños, ha empezado a abrirse a ese mundo?

- No  sé exactamente. Porque la sociedad es algo tan amplio, tan complejo y tan variado… Pero hay un sector muy populoso de ella, lo digo por cómo se ha vendido el libro y los comentarios que me hacen los lectores en sus cartas, necesitado de espiritualidad y en la tradición literaria española no se ha cultivado este género. La fantasía sí, porque, por ejemplo en El Quijote, hay fantasía. Pero es de otro tipo. Y, precisamente porque la fantasía puede ser de muchas maneras, a mí no me gusta llamarlo fantástico, sino mágico. Son obras de ambiente mágico y misterioso.

 

Aranmanoth no es un personaje como el común de los mortales fue engendrado por un señor feudal y un hada del bosque y esa condición, entre mágica y humana, se convierte en un impedimento para comprender el mundo en el que vive. Ana María Matute se ríe mucho cuando le comento que ella tampoco ha sido una persona normal en la literatura de su época. Empezó con relatos de corte realista –era lo que se llevaba en los cincuenta- pero inmediatamente se pasó a ese mundo mágico que sus compañeros de generación no acababan de asimilar. “La fascinación por el ambiente mágico y el mundo medieval, que no están tan separados, la he sentido desde niña. Yo digo muchas veces, y lo repito, que entré en la literatura con los cuentos de hadas. Desde muy pequeña me leyeron cuentos de hadas. Luego, en cuanto aprendí las letras, no sólo los leí, sino que, encima, los escribí. Porque a los cinco años yo escribía ya pequeños cuentos. O sea, que ese mundo ha estado siempre dentro de mí. Y, sí, es verdad, yo misma me daba cuenta de que no iba a ser entendida, ya que en España no hay tradición de ese tipo de literatura. Es algo muy anglosajón, nórdico y quizá germánico, pero hasta ahora la literatura mágica no iba con los lectores españoles. Recuerdo que, cuando era pequeña, muy pocos niños y niñas habían leído Alicia en el país de las maravillas, y casi ningún cuento. En cambio ahora sí. Se ha generalizado su lectura, a pesar de que la sociedad, ese pulpo con tantos brazos que se llama sociedad, es muy competitiva, brutal, incluso depredadora; el sentimiento de la amistad casi ha desaparecido, porque cuando hay una prebenda a repartir entre dos grandes amigos se matan. Y eso es muy triste”.

 

- Lo que afirma nos lleva a otra constante de su obra: el escepticismo. Marco, el protagonista de Pequeño Teatro (la escritora terminó esta novela con diecisiete años, pero no la publicó hasta los veintiocho). Fue la ganadora del Premio Planeta en 1954), ya era un escéptico.

- Más bien un loco. Estaba como una chota –suelta una carcajada al rememorar ese personaje-. Pero sí, era un desengañado, porque su trayectoria vital no se correspondía con sus sueños. Eso le pasa a mucha gente.

 

(Si deseas leer completa la amplia y exclusiva entrevista a ANA MARÍA MATUTE, puedes hacerlo adquiriendo on line el nº 54 de la edición en papel de la revista TURIA. ¡¡340 páginas de buenas lecturas por sólo 7’50 euros!! Te dejamos el enlace http://www.ieturolenses.org/revista_turia/)

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Juan Carlos Soriano

26 de junio de 2014

Renuncio a las sombras del significado,

a las grietas de la noche,

a las máscaras de tu voz de nieve,

a los silencios de los verbos de la verdad.

 

Abandono los números del amor,

las hipotecas de sangre de los olvidados,

el resumen de la muerte en los libros

de las escuelas de silencio.

 

Desaparezco en el vuelo de los pájaros,

en la luz sobre los valles,

en la nieve que acaricia la belleza del abismo.

 

Desaparezco ya tras el silencio de estos versos ...

 

Escrito en Lecturas Turia por Jesús Soria Caro

 

    En una vitrina del Museo Sveviano de Trieste reposa la primera edición de Dublineses.  En la sala Joyce  se conserva un ejemplar en pasta roja y letras doradas con dedicatoria manuscrita de James Joyce  a Héctor y Livia Schmtitz.  Está fechado  y firmado el 25 de junio de 1914. La editorial Grant Richards lo publicó una década después de aparecer los tres primeros relatos en The Irish Homestad. Hacía más de ocho años que el autor irlandés había terminado de escribirlos.

    “Cae la nieve… sobre todos los vivos y sobre los muertos”.[1] James Joyce murió el 13 de enero de 1941en Zurich, donde se había instalado  huyendo de la ocupación germana de París. Imagino al autor del Ulises, con su inquieta curiosidad, compartiendo con Buñuel el deseo de salir  alguna vez de su tumba para  saber  algo de lo que está pasando en este mundo. Y ¿por qué no? conocer el recorrido de su obra, de las ediciones y  traducciones a nuestro idioma  y  su conversión en imágenes cinematográficas. El pasado día 16 se ha celebrado el “Bloomsday” en Dublín y en muchos pubs de todo el mundo. Desde 1954 –hace ya 60 años-  los irlandeses  festejan en esta fecha el encuentro entre Nora Barnacle y James  Joyce que da lugar a la jornada imaginaria-16 de junio de 1904- de Leopoldo Bloom en el Ulises. Ciento diez años después, en este mes de junio de 2014, conmemoramos además el centenario de  Dublineses, cuentos que, en aspectos de estilo y personajes, son  precedentes de su obra más universal. Empezó Joyce a escribir estos relatos cuando aún vivía en la capital irlandesa, pero la mayoría nacen en su época de autoexilio en Trieste.  Allí y en Roma y también en Pula(Croacia) concibió y redactó el grueso de los quince relatos breves que empiezan, según el orden que el propio Joyce estableció,  con  Las hermanas  y finaliza en Los muertos. Terminó este último relato hacia 1907  para concluir y mostrar aspectos de la vida dublinesa que aún no le parecían suficientemente tratados: “su ingenua insularidad ni su hospitalidad… virtud esta última que no creo exista en otro lugar de Europa…”[2], según le contó a su hermano Stanislaus en carta desde Roma.

    Con este motivo he seguido sus huellas ¡hay tantas¡  en el espíritu y rincones de Trieste. Doce años de una vida entre 1904 y 1916 en una ciudad que hoy es Italia, pero que hasta el final de la Gran Guerra formaba parte del  Imperio Austro-Húngaro. Era uno de los grandes puertos del Sur de Europa. En sus muelles estaba anclada  gran parte de la Armada Imperial. Eslavos serbios, germanos, judíos y, por supuesto, los italianos, muchos de los cuales ansiaban incorporarse a Italia, formaban un complejo entramado cosmopolita que aún se percibe en sus calles. Huyendo por voluntad propia de una Irlanda católica y nacionalista y-enfrentada a ella- otra anglófila y protestante, Joyce sintió el impacto de esa diversidad cultural.

     Trieste está salpicado de testimonios en  memoria del escritor, sentido por sus habitantes como Patrimonio inalienable de la ciudad. Hay varias esculturas. La del Jardín Público Muzio Tommasini es un busto sobre pedestal ubicado junto al de otros personajes ilustres. Entre ellos, muy cerca del de Joyce,  el de  Italo Svevo, primero  alumno de inglés, luego amigo y también maestro literario del escritor irlandés. Otra estatua  se encuentra en el canal, en Vía Roma, esculpida por Nino Spagnoli. El viaje continúa hasta  Pula, unos cien kilómetros al Sur, en la Península de Istria. Allí se encuentra una escultura sedente. El personaje, mucho más grueso  que la figura magra del escritor, parece dispuesto a tomarse una pinta de cerveza. Está sentado en una de las mesas de la terraza  junto al arco romano de los Segi. El pub está situado justo en el edificio que albergaba la delegación de  Berlitz School donde Joyce daba clases de inglés.

    Volviendo a Trieste, una placa recuerda que Joyce, buen tenor y aficionado a la Ópera, asistió a numerosas representaciones en el Teatro Verdi. Evocación obligada en la Piazza della Borsa donde estaba el Cinema Americano. Un hito en su biografía porque Joyce convenció a su empresario, Giuseppe Caris, para que invirtiera en la que está considerada la primera sala de cine de Dublín. Una vez instaladas las pantallas en el Teatro Volta, el propio Joyce regresó a la capital irlandesa con la intención de dirigir el Cine, pero un estrepitoso fracaso le devolvió nuevamente a Trieste. Camino de la Academia Berlitz, en via San Nicolò, es propicio un alto nutritivo en la Pasticceria Pirona. Allí se siguen degustando buenos y caros cruasanes y otros productos dulces y salados como los que debía tomar el escritor. La ruta urbana continúa por los humildes apartamentos en los que se alojó  junto a Nora y sus dos hijos, ambos nacidos en esta ciudad del Adriático. Termina el itinerario en el Museo que comparte con Svevo en la Vía de la Madonna del Mare donde entre sus libros, objetos personales,  escritorio, otros muebles y carteles conmemorativos destaca el primer ejemplar de Dublineses.

     Lo más personal de esta búsqueda  tuvo lugar en el encuentro con Claudio Magris. Ensayista, escritor, traductor de alemán, profesor universitario y viajero, tiene un vínculo intelectual y familiar con Joyce. Su padre fue alumno de inglés de Stanislaus, el hermano de James, quien acudió a su llamada, vino a visitarle y se quedó a vivir y morir definitivamente en Trieste, donde está enterrado. Nuestro encuentro fue el cumplimiento de una promesa aplazada desde 2006 cuando le entrevisté para el número 80 de la Revista Cultural Turia. Aquella conversación con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras 2004 se realizó por correo electrónico. Le pregunté, me envió sus respuestas en italiano y tuve la osadía de traducirle. Prometimos entonces saludarnos en cuanto se nos presentara la ocasión. Y así ha sido. Nos hemos encontrado en Trieste, la ciudad en la que vive cuando no viaja, le tiene en máxima consideración y le cita como referencia cultural  junto a Joyce y Svevo.

   Hemos mantenido un breve encuentro en el Café San Marco, uno de los más literarios e históricos de la ciudad. El amplio local alberga además una librería. Allí el camarero le tiene reservada una mesa junto al gran ventanal, iluminado ese día de abril por un sol espléndido. En la entrevista que ya he mencionado de 2006 decía del San Marco “voy allí no para tener una tertulia sino para escribir o leer o reunirme con amigos”. Desde el momento del saludo hasta la cercana despedida, el escritor ha sido acogedor y dinámico. Tomamos un café, sólo unos minutos, porque es un hombre con mucha actividad. Al día siguiente cumplía 75 años y le esperaba un homenaje en la Universidad. Apenas hubo tiempo para hablar de Joyce. Sin pedírselo cuenta una anécdota: “Un día estaban Joyce y Svevo en un Pub tomando wisky y cerveza. A Joyce  se le cayó un vaso y soltó una palabrota… Svevo le advirtió: eso se puede escribir, pero no se puede decir…” El episodio puede evocar la trágica afición a la bebida del escritor irlandés.

    Seguimos hablando del viaje como metáfora de la vida. Pone Magris de ejemplo el periplo de Odiseo en Homero y  la jornada de Ulises en Joyce. Enseguida nos despedimos con la misma amabilidad del principio. Al  día siguiente volvimos a vernos en el homenaje de  los intérpretes y traductores en la Universidad. Él estaba en el centro de la mesa, sobre el estrado,  junto a sus colegas, profesores y alumnos. El  público de sus fieles casi llenaba el aula. Palabras de agradecimiento y discursos sobre la idea transcultural de la literatura que atraviesa la obra de Claudio Magris. Entre las ponencias,  la más extensa fue la de  la doctora Pellegrini. Entendía esta profesora la traducción como acto de canibalismo, también al traductor como cómplice para salvar la suprema ambivalencia del lenguaje. En definitiva una fidelidad libre, ya que el traductor es a la vez cómplice y rival. Salió Borges a relucir: el escritor argentino entendía toda traducción como  identificación con el texto, al que a la vez se le somete a un proceso de alienación. Traducir es la invención de nuestros predecesores. El traductor reinventa, es coautor de la obra, a pesar de no ser suficientemente reconocido. Después de los agradecimientos y aplausos, al terminar el acto, otro amable apretón de manos de Claudio Magris y  una dedicatoria: con amistad A Maddalena y Eduardo estampada sobre El infinito viajar, el libro que desde Madrid  nos ha acompañado- a mi mujer y a mí- en nuestra estancia en Trieste.

    Estas ideas sobre la traducción sirven de referencia para indagar en algunas ediciones de Dublineses que han ido apareciendo en lengua española.  La primera versión a nuestro idioma, editada por Tartessos de Barcelona, es de I.Abelló y no apareció hasta 1942, un año después de fallecer Joyce. ¡Tardó 18 años en publicarse en español¡ Una de las ediciones más reputadas es la que Guillermo Cabrera Infante tradujo para Alianza Editorial en 1974. En el tiempo le sigue la del periodista y escritor Eduardo Chamorro. Ésta, editada por Cátedra en 1998, viene a salvar para los españoles el estilo del habla iberoamericana del escritor cubano. Lo más interesante de esta edición es el magnífico prólogo de Fernando Galván y los centenares de notas a pie de página para contextualizar mejor el texto. No olvidemos que en Dublineses  Joyce combina la inspiración creadora con un naturalismo obsesivamente fiel a la realidad social, geográfica e histórica que describe. Las notas de Chamorro permiten saber de dónde o de qué  habla el relato sobre temas y personajes conocidos en su época y que en muchos casos fueron parte del problema en los sucesivos intentos de publicarlo. En alguna ocasión, esos intentos derivaron en agrias disputas con editores y linotipistas. Hay otras ediciones de los relatos en Lumen, Premia y DeBolsillo.

    Hacia 1906 Joyce envió desde Trieste al editor Grant Richards varias cartas sobre Dublineses: “mi intención era escribir un capítulo de la historia moral de mi país y escogí como escenario Dublín porque esa ciudad revela la esencia de esa parálisis que muchos consideran una ciudad”[3]. Asistimos en sus páginas al desengaño que rodean las sombras de Dublín, una ciudad que  es tan pequeña que todo el mundo sabe lo de todo el mundo. Los tres relatos escritos antes de su partida vienen a ser el amargo diagnóstico previo al destierro. En Una pequeña nube advierte …no había la menor duda, si quieres triunfar has de irte. En Dublín no hay nada que hacer [4]. En otra carta fechada en 1905 le cuenta  a  su hermano Stanislaus  que aún vivía en Dublín …las historias de Dublineses me parecen incontestablemente bien hechas. No he tenido  dificultades para escribirlas…[5] Alguno de los cuentos además anticipan algunos personajes del Ulises.  Por ejemplo, la señora Mooney de La casa de huéspedes y Corley, uno de los protagonistas de Dos galanes. Hay otros muchos que se descubren leyendo ambas obras literarias. Sirve como guía  la edición de Cátedra.

    Los muertos, el último relato, encarna las nuevas ideas o actitud que  para Joyce habían cambiado en Roma después de un itinerario que había comenzado en París, con escalas en Zurich, Trieste y Pula. Descubrió allí que Dublín es como Roma una ciudad llena de monumentos y quiere olvidar, pero se aferra a su memoria. La fiesta con la que comienza el relato es una cena del Día de Reyes como las que celebraba su propia  familia. Se hablaba mucho sobre personas ya muertas. Stanislaus considera que el discurso en el que Gabriel Conroy habla del alma irlandesa es una buena imitación de los que pronunciaba  su padre en esas reuniones, rodeado de amigos.

    Pero en Dublineses hay otros muertos que están ahí para hablar de los seres que desde su ausencia han marcado  las vidas de quienes siguen aquí.  En el primer párrafo de Las hermanas, relato editado en solitario en 1904 y varias veces corregido, expresa lo que viene a ser un sinónimo literario de la muerte: todas las noches al levantar la mirada hacia la ventana, me decía suavemente a mí mismo la palabra parálisis.[6]  Enseguida constata  el fallecimiento del Padre James Flynn.  El niño – alter ego del escritor- observa y ve indicios de muerte. Si seguimos adelante asistimos a los preparativos del velatorio, al ritual narrado del embalsamamiento y ya, ante el cadáver del cura, se habla del muerto con frases entrecortadas o palabras suprimidas. Ese recurso literario lo inaugura Joyce en este relato. Luego continúa empleándolo en el Ulises. Frases sin concluir sobre el cura y también para justificar a los vivos. ¿Habrán hecho todo lo posible para tener limpia su conciencia? Se preparan de esta forma para el duelo íntimo que comenzará cuando pase el velatorio, el funeral y el entierro. En Arabia, el tercer relato, el muerto es también un sacerdote que ocupaba la casa antes que el protagonista. Fue hogar de la familia Joyce. El puber cuenta  cómo sus gustos están  marcados  por la presencia de los libros que dejó el fallecido. Serán una guía literaria entre Walter Scott y Vidocq. Describe el manzano en el jardín de la casa que había plantado el cura. Hay también una bomba de “bici” que seguirá usando el protagonista. La sala en la que se alojaba el anterior inquilino le da fuerzas y le inspira en su primera aventura amorosa. En Evelyn los muertos son los padres del narrador. Ya  mayor éste, lo que nos cuenta es cómo eran las cosas antes de que sus padres faltaran. Añoranza del hogar, desde el recuerdo de los tiempos en que ellos vivían. Es el momento de recordar  la amargura de Joyce por la muerte de su madre, Mary Jane Murray, en 1903. Quizá sea éste acontecimiento una de las claves que expliquen por qué un escritor de veinte años describe con cierta insistencia la realidad y el contexto inexorable de la muerte. James estaba muy vinculado emocionalmente a su madre y no se entendía, ni él ni ninguno de sus hermanos, con su padre John Joyce. Le consideraban un desagradable y violento borrachoLa casa de huéspedes comienza advirtiendo que cuando murió el suegro todo fue a peor. He aquí la influencia de los muertos sobre los vivos o  la deriva que un duelo puede causar. Un caso doloroso es un ejemplo de lo que el propio Joyce llamaba epifanía o, en un sentido más amplio, epícleto. Un hecho, en este caso un suicidio, representa  un deslumbramiento sobre el sentido y condición humana del personaje. Epifanía es sobre todo en Los muertos el trance que vive Mr. Conroy al descubrir que Gretta, su mujer, ha amado toda su vida a alguien que murió por su causa. Éste será el leit motiv que dará pie a John Huston para llevar este relato a la pantalla.

John Huston: Morir después de rodar Los muertos

     John Huston nos dejó en  Dublineses (Los Muertos) un testamento y un epitafio. Cuatro meses después de  finalizar el rodaje el cineasta falleció. No llegó a ver estrenada su última película. Hacía muchos años que el realizador de origen irlandés tenía el deseo de llevar a la pantalla esta obra de James Joyce. Consideraba Huston que Los muertos te muestra ciertos hechos de la vida –amor, matrimonio, pasión, muerte- y te obliga a enfrentarte a ellos. Muy pocos relatos tienen este misterioso poder[7].

       El guión lleva la firma su hijo Tony, pero él  estuvo muy presente en su elaboración. Tony Huston declaró que su padre le había ensañado cómo una palabra se transforma en lenguaje cinematográfico[8]. Al realizador le costaba sentarse a escribir, pero siempre fue minucioso en la supervisión de los guiones, escritos por él o por otros guionistas, incluidos Truman  Capote, Peter Viertel o Ray Bradbury. Además el cineasta estaba acostumbrado a adaptar para el teatro y el cine obras literarias: Ahí tenemos  El Halcón Maltés de Dashiell Hammett  o El hombre que pudo reinar de Ruyard Kipling. Padre e hijo pasaron una temporada juntos para dar forma al guión en casa del actor Burgess Meredith en Malibú.

     Enfermo y casi inmovilizado por la necesidad de estar enchufado a una bombona de oxígeno, pretendía  rodar en Irlanda. Llegó a decir: no quiero hacer la película si no puedo rodarla en Irlanda[9]. Era la tierra de sus antepasados donde había vivido un autoexilio como el de Joyce en el Continente. Huston estuvo pasando una larga temporada en Galway en 1952. Fue su manera de rebelarse contra el deterioro moral de América y la caza de brujas que tanto atenazó a la cultura del país por obra y gracia del senador McCarthy. Desde 1956 –el año en que realizó Mobby Dyck, otra adaptación literaria- intentó llevar  a la pantalla el relato de Joyce. Tardó tres décadas en cumplir su deseo. El tiempo vivido desde entonces dio calado a su obra póstuma. Ese empeño algo tenía que ver con la lectura del Ulises cuando apenas tenía 20 años. En esa época  la obra fundamental de Joyce estaba prohibida en Estados Unidos. John intentaba ganarse la vida como pintor. Su madre, actriz de teatro,  había viajado a Europa. A la vuelta trajo en la maleta, escondido el Ulyses. Huston confiesa en “A libro abierto”- la obra que recoge sus memorias- …probablemente fue la experiencia más grande que ningún otro libro me haya dado nunca[10] . Dorothy, su primera mujer, leía en voz alta las páginas del Ulyses mientras John pintaba.

    Cuando finalmente llevó a cabo el rodaje de Los muertos, por prescripción de sus médicos, que incluso le aconsejaron no hacer ese esfuerzo, tuvo que rodar cerca del hospital  Cedros del Sinaí, en el barrio de Valencia de la ciudad de Santa Clara, California. Eso sí, los escasos  exteriores están rodados en Dublín. El 5 de enero de 1987 comenzaban los ensayos con los 26 actores, incluida su hija Anjelica, la única no irlandesa del reparto. Aunque ella había vivido en Irlanda más de 10 años, John Huston entendió que debía suavizarle el acento para que no desentonara con el resto. Siempre fue minucioso con los detalles. Dos semanas después daba comienzo el rodaje. Anjelica Huston entendió perfectamente lo que significaba para su padre rodar esta película. La actriz declara: Joyce dice en Dublineses lo que John pensaba de la vida.

    The Dead  aquí titulada Dublineses(Los muertos), dedicada a Maricela, su última compañera, se estrenó fuera de competición en la Mostra de Venecia en 1987, pocos días después de haber fallecido el director. De haber vivido para verlo le habría emocionado que el guión que firmaba su hijo llegara a  ser candidato al Oscar. No obstante, se lo llevó El último emperador de Bertolucci.  En la reseña del estreno en España, Ángel Fernández Santos, maestro del periodismo y la crítica, escribía en El País del 19 de marzo de 1988: Es un filme amargo pero sereno, duro pero frágil, despojado pero rico, lleno de luminosas sombras y de sombrías luces; un grito inaudible y sagrado. La crítica en Europa y América acogió inicialmente la película con una valoración dispar que se acerca a la tibieza. Después, con el paso de los años, está considerada como obra maestra.

     Visionado tras visionado Los Muertos  va ganando sentido. La  epifanía  de Gabriel Conroy (Donald McCann) marca la tensión de una película en la que aparentemente no ocurre casi nada. Se canta, se baila, se charla, se discute, se come, se bebe en la fiesta del Día de Reyes. Lo trascendente pasa en el interior de los personajes. Huston, en el final de sus días, debía identificarse con Miss Kate o Miss Julia, las anfitrionas a quienes se rinde homenaje en esa fiesta por los méritos acumulados en una larga vida familiar. Primeros planos, planos medios y contraplanos, en la primera media hora el piano marca y justifica el  tiempo de la narración. Para anticipar lo que será el momento luminoso del relato, Huston añade el  poema  “Promesas rotas”  de Lady Gregory, poetisa con la que Joyce mantenía sus diferencias.

   Anoche … el pájaro hablaba de ti en el profundo pantano, decía que tú eres el ave solitaria a través del bosque y que probablemente sigas sin pareja hasta que me encuentres… Me prometiste y me mentiste

Dijiste que estarías conmigo …”

 

    Y continúa unos instantes el poema narrando la desolación y desorientación que provoca el desamor. Mientras Mr. Grace declama, un barrido de la cámara se va deteniendo en el rostro de los personajes que escuchan. En un punto del travelling marido y mujer se están mirando, él con una pregunta en su rostro, ella escondiéndose tras un gesto de melancolía. ¿Qué significado tiene este poema que recita Mr.Grace, un personaje que no está en el relato de Joyce? No tengo la respuesta de Huston pero entiendo que su elección anticipa la deslumbrante  secuencia en la que Gretta descubre a Gabriel que toda la vida ha llevado en su corazón el duelo por un joven que murió amándola. Habrá que asistir a la cena, esperar otros cuarenta minutos, y en  la despedida escuchamos  “La chica de Aughrim”.

 

“Si eres la chica de Aughrim como tú dices ser,
dime cuál fue la primera prenda que se cruzó entre tú y yo”.

   Esta canción irlandesa que canta el tenor Bartell D’Arcy (Frank Patterson) evoca un momento cumbre en la biografía del escritor. Lejana melodía llamaría al cuadro si fuera pintor[11], había escrito Joyce en el relato. Huston lo cuenta de una manera más explícita y aún más emotiva. La escena viene a representar los celos que sentía el escritor por un personaje del pasado de Nora. Ella le confesó que había tenido un amor de juventud que murió por ella. Para agravar aún más su amargura le añade que, cuando le conoció, lo que le había gustado de él era su parecido con aquel joven, Michael Fury.

    Joyce escribió Dublineses  con poco más de 20 años, más de ochenta tenía Huston cuando convirtió en imágenes este relato sobre la influencia que ejercen  los muertos sobre los vivos. Acuciado por el tiempo,  su epitafio habla de las horas que nos van acercando al final, en diálogo con los muertos. Es el momento de preguntarnos, y quizá entender, si nuestra vida ha tenido algún sentido, si hemos sido marionetas de una farsa cuyos hilos desconocemos.

 

BIBLIOGRAFIA CONSULTADA

-JAMES JOYCE. Ellmann, Richard Compactos Anagrama 2002

-JAMES JOYCE. Vargas, Manuel Arturo. Epesa 1972

-JAMES JOYCE: EL OFICIO DE ESCRIBIR. Melchiori, Giorgio. Antonio Machado Libros 2011

- A LIBRO ABIERTO:MEMORIAS. Huston, John. Memorias. Espasa Calpe  1986

-JOHN HUSTON. Cantero, Marcial. Edit. Cátedra. Signo e imagen/cineastas

-LOS HUSTON.HISTORIA DE UNA DINASTIA DE HOLLYWOOD, Grobel, Lawrence. T y B editores 2003



[1] Dublineses, Joyce, James. Alianza editorial…pg.213

[2] James Joyce, Richard Ellman…pg.273

[3] Joyce:el oficio de escribir, Giorgio Melchiori…pg.116

[4] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.167

[5] James Joyce, Manuel Arturo Vargas. Epesa…pg.54

[6] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.81

[7] declaraciones recogidas en El País el 9 de enero de 1988

[8] Tony Huston…en el mismo reportaje del Diario El País.

[9] Los Huston:historia de una dinastía de Hollywood. Grobel, Lawrence. TyB…pg.32

[10] A libro abierto. Huston,John. Espasa…pg.65

[11] Dublineses, Joyce, James. Cátedra…pg.332

Escrito en Sólo Digital Turia por Eduardo Larrocha

Artículos 1036 a 1040 de 1353 en total

|

por página
Configurar sentido descendente