Es curioso el caso de Benjamín Jarnés. No en sí mismo, que también, sino visto desde su irregular presencia en la historia de la literatura y desde las reiteradas reivindicaciones y tentativas de rescate editorial. Bien mirado, el suyo es un caso afortunado si lo comparamos con el de otros creadores coetáneos con obra de mayor eslora, como Gabriel Miró o Ramón Pérez de Ayala. A Jarnés se le ha reeditado y estudiado en los últimos años; su obra no ha dejado de emanar el raro perfume que atrae a los jóvenes doctorandos en busca de un tema de investigación poco manido.En los últimos dos años, por ejemplo, se han leído sendas tesis doctorales sobre las biografías (Macarena Jiménez en la Universidad de Málaga) y sobre el llamado género intermedio (Sandra L. Watts en la University of Michigan). Y eso a pesar de que la atmósfera de cerrado y biblioteca no casa bien con el talante vitalista, aéreo y risueño que transpira toda la prosa jarnesiana. Desde el año 2000 habrán aparecido no menos de quince ediciones anotadas y prologadas de sus obras, alguna inédita como El aprendiz de brujo que editó en 2007 Francisco Soguero. Se le ha traducido al italiano, se le ha reeditado en Estados Unidos y Argentina y todavía guarda la capacidad de producir sorpresa cuando los lectores más avezados tropiezan con algunas de sus cosas, como le sucedió al peruano Fernando Iwasaki en 2003 al leer Ariel disperso («El Ariel americano de Jarnés», ABC, 27 de septiembre).
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