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Resulta perentoria en nuestros días una redefinición de conceptos como literatura, cine, arte, etc. El mercado ha difuminado de tal modo los límites entre obra de arte y producto de consumo que es ya imposible para el lector realizar cualquier tipo de discriminación al respecto. Si en lo que hace al séptimo arte, el propio mercado ha acuñado la tautológica etiqueta de "cine de autor" para referirse a la obra que aún preserva cierta intención artística, no ha sabido hallar un equivalente en lo que concierne a la producción editorial. La crítica, que debería arrojar luz sobre el embrollo, se ha mostrado en nuestro país del todo ineficaz, contribuyendo en su lugar a fomentar la confusión. Por un lado, la llamada crítica académica resulta a todas luces un mecanismo esencialmente endogámico ajeno al lector común, y en cuanto a la llamada crítica mediática, salvo contadas excepciones, jamás gozó en nuestro país de una independencia real que le capacitara para la realización del libre ejercicio que de ella se espera. Si durante los años veinte y treinta del siglo pasado los críticos españoles profesaron una fidelidad canina a Ortega, su amo; los años siguientes a la Guerra Civil fueron rehenes del franquismo y su censura, y actualmente se deben a los intereses de los grandes grupos editoriales que les dan de comer. Aún no han pasado diez años desde que un conocido crítico fuera expulsado del suplemento en el que colaboraba por escribir una reseña adversa sobre una novela publicada por un sello del mismo grupo editorial que el diario que acogía el suplemento. Queda pues el tiempo como único elemento capaz de decantar toda esa masa ingente con que el mercado nos abruma. El tiempo tiene una dura tarea por delante. No me gustaría estar en el pellejo del tiempo.

            Tengo la convicción de que el tiempo, tel qu'en Lui-même enfin l'eternité le change, ya que no la maniatada crítica, ha de poner a Nembrot, la novela de José María Pérez Álvarez que aquí reseñamos y que hoy reedita en versión digital el sello Uno y Cero, en el lugar que le corresponde. Hablar en pocas líneas de una obra tan compleja no es tarea fácil. Decir que el protagonista principal de la novela es el lenguaje sería incurrir en un socorrido tópico. Sí diré que José Mª Pérez Álvarez es un autor fascinado por la literatura y por el lenguaje. Ortega reprochaba a Unamuno que su castellano era un idioma "aprendido". Ignoro si tal es el caso de Pérez Álvarez, autor que habla en gallego y escribe en castellano, pero advierto en su uso del idioma una contemplación "extrañada", de ahí la tensión a la que somete al lenguaje, su continua innovación, sus conceptismos, sus neologismos, sus paradojas… Pérez Álvarez no ve el castellano con los ojos del campesino que contempla su tierra y de la que solo alcanza a atisbar un medio de subsistencia, él ve el castellano con fascinación, con deslumbramiento y consigue transmitir esa fascinación y ese deslumbramiento al lector en cada frase, en cada palabra, a través de una ironía sutil imbricada tanto en la idea o en la imagen contenidas en él como en la propia prosa que las arrastra, ora como torrente, ora como apacible regato. Una prosa que, a veces auto alusiva, se replica a sí misma o se niega o se auto justifica; cuyas frases juegan, toman carrerilla, se detienen o truncan al pie de lo evidente, frente al tópico, al borde del abismo, ante lo inefable. Una prosa que se riza en irisadas volutas o titila en deslumbrantes hallazgos, en un continuo juego, en una sublime travesura que tiene mucho de cervantina. Nada más alejado de la prosa de Nembrot que esa "prosa funcional" que, sin distraer al lector de una trama trepidante, le conduce a un desenlace invariablemente sorpresivo, mecanismo que se asemeja a una vía soterrada por la que circula un tren a alta velocidad que te lleva sin demora a tu destino en un trayecto en el que no se ve otra cosa que un túnel de hormigón sólidamente construido. Esa "prosa funcional", que hoy triunfa, es consustancial a un mundo en el que, a algunos, cada vez nos gusta menos vivir.

            Nembrot cuenta, intercalando tiempos y voces narrativas, fragmentos de un diario y de una correspondencia fallidos, la historia de amor no resuelta entre Horacio Oureiro y el escritor argentino Ernesto Jorge Bralt Cosío, desde la pensión de una población de la costa gallega, que tiene su más claro referente en la venta cervantina, ese espacio donde diversos destinos confluyen propiciando las más variadas, trágicas o vodevilescas, situaciones, conflictos y equívocos. El presente o "lado de acá", por emplear la alusión cortazariana, se entrelaza con el "lado de allá", el París, el Dublín o la Galicia rural de la infancia, donde las evocaciones de Horacio se proyectan, se alternan y entrecruzan en una narración que fluye como un río bifurcándose y desdoblándose en múltiples afluentes y en la que sobrenadan como espuma el deseo, la frustración, el fracaso, la cobardía o la impostura. En cuanto a su concepción, baste esta frase de Rayuela (de la que Nembrot reconoce su influencia y a la que, unas veces de forma explícita, otras implícita, homenajea)  en la que Cortázar, en palabras de Morelli, propone como método narrativo "la ironía, la autocrítica incesante, la incongruencia, la imaginación al servicio de nadie."

Nembrot propone un juego literario en el que resulta apasionante implicarse, una celebración del lenguaje llena paralelismos, simetrías y asimetrías, reflejos y juegos de espejos entre la realidad y la ficción, entre la literatura y la vida. Si para los fenomenólogos es la intersubjetividad de todas las miradas y la intencionalidad de todas las conciencias lo que sostiene la realidad, en el mundo de Nembrot la realidad narrativa es un ente literariamente consensuado, una amalgama de voces y referencias que confluyen y encajan siguiendo la técnica del puzzle y del arte combinatorio que propone Perec. De ahí que, en virtud de un inexorable principio de indeterminación, esa realidad ficcionalmente consensuada que es Mondoñedo se desdibuje y se diluya cuando nadie lee a Cunqueiro. Doble homenaje al autor de Merlín e familia y al Torrente Ballester que creó en su Saga/Fuga el inestable territorio supeditado al consenso de Castroforte de Baralla. De ahí que el personaje más enigmático y demiúrgico de la novela, el señor Uno, maese Pedro cervantino con su teatrillo de titiritero, reproduzca un maléfico juego de espejos donde la realidad se desdobla en esa paródica mise en abyme que constituye el diálogo de la literatura con la literatura.

Pero Nembrot no es solo una gran novela, es también un ejercicio absoluto de libertad literaria, la obra de un autor que escribe sin condicionamientos ni consideraciones ajenas a la propia literatura. Y como ya sabemos toda libertad implica riesgo. Pensando en el enorme ejercicio de libertad que supone Nembrot me viene a las mientes otra novela cuya similitud inmediata con la que aquí nos ocupa es la absoluta libertad que supone su escritura, me refiero a Infinite Jest de Foster Wallace, un libro sobre el que han corrido ríos de tinta y acerca del cual todo el mundo, autores, editores y críticos, tienen alguna frase de encomio en la boca. Y uno se pregunta ¿cuántos editores españoles hubieran publicado esa novela de no haber llegado avalada por el aura de prestigio con que llegó pasada por el filtro de una crítica americana que, a diferencia de la de aquí, aún goza al parecer de cierta independencia? Uno se pregunta ¿cuántos editores hubieran publicado La broma infinita de haberse escrito en este país por un autor español? No responderé a una cuestión tan obvia. Solo diré que para editar obras escritas con la libertad de La broma infinita, Nembrot o Reivindicación del Conde don Julián (de la cual el propio Goytisolo ha expresado dudas respecto a si hoy en día hallaría editor) se necesitan editores capaces de asumir riesgos y hacer uso de una libertad e independencia en consonancia. Ese fue el caso de Sergio Gaspar que asumió la edición de Nembrot en DVD Ediciones en 2002 y en la que supo ver una gran obra por encima de cualquier consideración espuria. Ese es el merito de Teresa Garbí, la editora de Uno y Cero, que acomete hoy la publicación de la novela en formato digital. Y a uno no le queda más remedio que saludar este gran hito de libertad y celebrar su reaparición con el inmenso regalo que supone la lectura y la relectura de ese monumento literario que es Nembrot.

 

 

Nembrot. José María Pérez Álvarez. Uno y Cero Ediciones, 2014.

 

                                                                                 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Francisco López Serrano

10 de junio de 2014

Lo asegura Ricardo Piglia en algún sitio de Crítica y ficción: las novelas de detectives –no confundir con la serie negra– no se resuelven gracias a la inmersión del investigador en el entorno criminal sino a su distanciamiento. A éste le basta con recoger unas pocas pruebas en el lugar del crimen y con la valoración de los interrogatorios para fabricar, desde su escritorio, una solución antes de que se cometa el siguiente asesinato. Su principal arma es la lógica deductiva y la audacia, dando la impresión de que el enigma se puede despejar a golpe de razón pura. Visto así, más que narraciones serían tests psicotécnicos para adultos.

Pero esta consideración resulta falsa, porque las novelas de detectives sólo presentan problemas racionales en apariencia. Las trampas del lenguaje, de la estructura narrativa, del uso de la elipsis y de otros rudimentos literarios hacen que, por más que parezca que el misterio se encuentra al alcance del lector, por mayor coeficiente intelectual que movilice, éste nunca logre su desentrañamiento. Demasiadas veces las novelas de detectives han abusado de sus propias argucias para generar efectos sorpresa y priorizar el ingenio –para la producción de espectáculo– sobre otras vías más interesantes (por ejemplo, la discusión racional sobre cualquier aspecto de la condición humana o sobre su problemática social). Esto resulta llamativo porque, si bien es cierto que estamos hablando de una literatura que siempre ha buscado el rédito comercial, no lo es menos que desde el punto de vista narratológico un género propone una estructura y una estética que, a fin de cuentas, se puede modificar y hasta perturbar de acuerdo con otros fines.

Pues bien, fines artísticos o intelectuales fue lo que precisamente Stanislaw Lem (Polonia, 1921 - 2006) persiguió a lo largo de su vida utilizando los materiales “pobres” –las comillas son importantes– de la ciencia ficción. Desconocemos si siguió este peculiar camino por convicción –era un lector declarado de Borges, tan aficionado a las novelas de entretenimiento– o porque esa estrategia constituía la mejor burla de la censura polaca. Pero sí que sabemos que, bajo el ropaje de la ciencia ficción, Lem desmontó cuantas convenciones literarias se pusieron a tiro y levantó una severa crítica a la ciencia de su época. Este cuestionamiento epistemológico, por muy temperamental que se mostrara su autor en sus escritos, no era estrictamente visceral sino que estaba concebido para atacar subliminalmente el régimen socialista –recuerden, “científico”–, al tiempo que postulaba una visión del ser humano, esa minucia biológica de pretensiones racionales inserta en un universo enigmático e indómito. Quien le haya echado un ojo a textos como Solaris o Edén sabe que estas ficciones cuestionaban duramente el antropomorfismo, la soberbia de la comunidad científica así como sus metodologías.

Pero volvamos a las lupas. En 1959, Lem publicó La investigación, que sigue el esquema narrativo de las novelas de detectives y presenta algunos componentes del género de terror. Es decir, hay un enigma, hay un detective, hay un departamento de policía, hay pruebas materiales y hay un apremio para hallar una solución. Pero no se trata, como decimos, de un texto que prescriba el simple entretenimiento. De modo similar a como operó Henry James en su nouvelle La figura de la alfombra, la intriga policíaca configura sólo un soporte, un cauce. Por mucho que en el texto se detallen las pesquisas de un investigador que debe resolver un raro caso de desaparición de cadáveres en Londres, resulta fácil darse cuenta que aquí no interesa cuadrar los detalles de la intriga (de hecho, no encajan). Y no interesa porque ese objetivo irrisorio, pedestre y hasta sentimental que es la captura del malo (el malo: figura patética más merecedora de piedad que de ira) supone una ambición raquítica si se la compara con la verdadera pretensión del libro.

Y es que La investigación no sólo pone en entredicho el carácter previsible de ciertos géneros (cuestión en la que a Lem debe de considerarse un pionero, por cierto), sino que enuncia a las claras que su auténtico ámbito de discusión es el cuestionamiento científico. El escritor Javier Fernández explicó en el dossier que la revista Quimera dedicó al genio polaco que los tres personajes principales de la novela –el investigador, un científico y el jefe de policía– encarnan tres metodologías científicas. El primero opera según el método deductivo, el segundo sigue el inductivo y el tercero utiliza el método hipotético deductivo. La novela no dispone acontecimientos para incrementar paulatinamente la conmoción del lector ni trata tampoco de resaltar la agilidad de un detective que le enmienda la plana a las fuerzas de seguridad del Estado, inhábiles en su cometido de velar por la seguridad ciudadana. Aquí la narración sigue el decurso de los tres personajes. Es decir, enseña, con pelos y señales, la naturaleza de su pensamiento, el distanciamiento de su modelo teórico respecto a una realidad que se presenta amorfa e incognoscible, pero, sobre todo, hace hincapié las limitaciones de sus hipótesis. La primera consecuencia de esto es que la intriga es mínima. Al lector no se le desboca el corazón y sus retinas no persiguen letras a la vuelta de cada página. Todo lo contrario: hay que detenerse en muchos párrafos para valorar que lo que cada personaje propone supone un acercamiento epistemológico a la resolución de un problema de orden policial y que puede extrapolarse sin problemas a otros ámbitos.

La segunda consecuencia es que, siendo La investigación una novela que se desvía de la tradición detectivesca, lanza una severa reflexión sobre las certidumbres científicas que no sólo soportan el conocimiento sino también sus innumerables aplicaciones técnicas, el modo en que se habita el planeta y hasta el posicionamiento engreído del ser humano en el universo. Lo que ilustra de una manera más que inspirada Lem es que si uno pretende inventariar la fauna oceánica y sale a alta mar con una red de agujeros de un metro cuadrado de dimensión, sólo capturará peces enormes. Con lo cual, su estudio del mar yerrará, porque el investigador difundirá la idea de que los mares sólo los habitan delfines y atunes. Esto mismo es La investigación: un aviso sobre los límites del conocimiento humano, una lúdica puesta en duda de los mecanismos de obtención del conocimiento y sus aplicaciones. La ciencia, parece decir Lem, más que un código preestablecido de aproximación a la realidad, debería partir de una apertura lo más amplia posible de posibilidades y de un reconocimiento de las limitaciones intrínsecas del hombre.

Y luego, hacia el final de la novela, encontramos corrupción, torpeza y negligencia. Es decir, la inevitable caricaturización de los órganos de seguridad que todo espíritu libre difunde sin descanso.- ROBERTO VALENCIA.

 

Stanislaw Lem, La investigación, traducción de Joanna Orzechowska, Madrid, Impedimenta, 2011.

 

Escrito en Lecturas Turia por Roberto Valencia

LA REVISTA INCLUYE EN SU NUEVO NÚMERO TEXTOS DEL PREMIO PULITZER TOM REISS, DE LA PREMIO BOOKER ELEANOR CATTON Y DE LA PRESTIGIOSA POETA AUSTRÍACA FRIEDERIKE MAYRÖCKER

La revista cultural TURIA publica, en su nuevo número que se distribuirá el 24 junio en España y otros países, un sumario repleto de interesantes textos inéditos de grandes autores internacionales de nuestros días. Así, TURIA da a conocer un avance del libro por el que Tom Reiss ganó, en 2013, el Premio Pulitzer de biografía: “El conde negro. Gloria, revolución, traición y el verdadero conde de Montecristo”. También ofrece a los lectores el primer capítulo de “Las luminarias”, la novela que ha coronado a Eleanor Catton como la gran revelación de las letras británicas al obtener con sólo 28 años el codiciado premio Man Booker. Por último, TURIA brinda la posibilidad de descubrir la poesía de la austríaca Friederike Mayröcker, una de las grandes personalidades de la literatura contemporánea en lengua alemana y cuya obra es prácticamente desconocida en español. 

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Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

9 de junio de 2014

Porque te llamas Sofía, ¿verdad? Así es como le dijiste que te llamabas a aquel tío de Seguridad que nos rogó amablemente que nos identificáramos. ¿Aún te acuerdas de cómo nos amenazaba con la porra?

Es curioso el modo en que entraste en la vida de este hombre que ahora te habla, sorbiéndose las lágrimas aunque feliz   —bastante feliz—, porque hoy, martes, no puede oír ese tac-tac blandito, pulcro, de tus tacones en el pasillo de los cereales. Para eso hay que esperar toda una semana, hay que armarse de valor. Resulta que aquella tarde estaba apoyado en el carro sin silbar, buscando las latas de atún, los yogures, no me acuerdo. Los hombres alegres, puede que no lo sepas, silban sólo de vez en cuando; y yo, que me partí el labio hace muchos años por no frenar mi vieja bicicleta a tiempo, no había vuelto a hacerlo hasta que tú apareciste con ese aire de compradora compulsiva que tienes. Ah, llegaste con tu melena pelirroja en un moño, tus manos pálidas de ayudante de dentista, manos tan ciertas, enfrentándose a octubre, empujando aquel carro de la compra. Y te juro que pensé que era una suerte haber llegado a ese pasillo donde nosotros dos fuimos a parar.

¿Imaginas que este hombre con el que has corrido hasta el desmayo, que tiene debilidad —y tú lo sabes— por las aceitunas con hueso, ha llegado a quererte por eso que hiciste? Consistió en que miraste aquella botella de detergente al fondo del pasillo, tan lejana que casi daba miedo acercarse a mirar el precio. Una única botella de detergente para ricos, y el resto del estante desierto, como si ese objeto lejano fuera igual que el ramo que tiran las novias, un tesoro familiar, como..., no sé, no sé lo que digo. ¿Y recuerdas que al poco empezaste a suspirar y después te mordiste ligeramente el labio, provocándome? De pronto me encontré corriendo como un niño que persiguiera un perrillo blanco y su pelota, corriendo junto a ti, todo por ese estúpido detergente listo para entrar en la vida de cualquiera, en nuestra vida. Y esa primera vez me pregunté si tu repentino tropezón fue a propósito, para ver cómo ganaba la carrera, conferirme el privilegio de ser tu enemigo, qué sé yo. Bueno, también lamenté toda la noche haberte puesto la zancadilla, pero lo cierto es que pensé en ti, y que esas piernas finas tuyas, como las varas de un equilibrista, podían aguantar cualquier cosa.

Con aquel bote de detergente en la mano, mientras gritaba y elevaba los brazos y todo el mundo tenía la vista puesta en mí, recuerdo que sentí algo dentro, algo muy grande, si te soy franco; puede que algo que, de tantos años ya sin ello, se me hubiera perdido en el cuerpo, o en la memoria, no lo sé, y nunca me acordara. Ni siquiera sabría explicarlo. Todo fue porque decidí cederte el bote y tú, en aquel momento, te reíste un poquito. Yo lo vi, Sofía. Así empezamos, ¿recuerdas? Tienes que acordarte, por favor. Lo cierto es que no puedo imaginarme un lunes diferente del que vivimos nosotros: con derrapes de los carros, con las zancadillas rastreras, con todos esos insultos en voz baja mientras nos hinchamos de risa —bastardo... puta... vas a tragarte esa lata de tomate—. Es verdad que no soy muy ambicioso, que eso me bastaría, por ejemplo, para todos los desayunos que me quedan por vivir. Y no me quejo, sabes que no. En el fondo, desde que nos conocimos, tú siempre fuiste la más visionaria, y por eso creo que aquel lunes, no muchos meses después de la primera carrera, gritaste delante de todo el mundo que yo me había meado en el estante de los chocolates. Me digo que a lo mejor te preguntaste: ¿Por qué no mejorar el método? ¿Qué tal si nos divertimos un poco más? Ahora que estoy sentado pienso en todo aquello, en nosotros —hay que ver lo curioso que es el sonido de esa palabra en una cocina vacía—, en cómo hemos acabado haciendo carreras mortales donde al final, puede que sea tirado en una esquina con los tobillos hinchados, o quizás dando esos alaridos de dolor (bueno, reconozco que también hay algo de felicidad), yo te quiero, Sofía, toda entera, con tu nombre de catedral famosa.

            No es que quiera elegir un momento, entiéndeme. ¿Podría? Si me esforzara, ¿llegaría a acomodarlo en mis manos y mirarlo fijamente con admiración? ¿Estás segura? Recuerda que existen tantos momentos como pasillos, como cajas registradoras, como esos guardias de seguridad precavidos que rondan cerca. Acuérdate de que me haces un hombre feliz       —palabra, Sofía, palabra— cuando me tiras un bote de cacao o un paquete de latas y te las arreglas para conseguir que se queden encajados entre mis piernas y casi me parta la crisma. Y vale, vale que te gustaría verme llorar en el suelo, con la espalda hecha un cirio, rogándote que llames al hospital; pero también sé que te muerdes los labios con ganas cuando abro los paquetes de puré y te echo el polvo a los ojos. A veces haces ese teatrito tan tuyo, gritando por el escozor y golpeando los estantes.

            Si te pregunto algo, ¿me dejarás?... ¿Cómo lo consigues? Quiero decir, es estupendo verte correr sacándole dos o tres cuerpos de ventaja al tío de Seguridad, pero ese tipo debe  de hacer pesas, debe incluso correr más que su perro, el pastor alemán que lleva siempre pegado a los talones. Aunque yo le distraiga —porque ya sé cómo es el siseo de su porra en el aire... una porra preciosa, tengo que decírtelo—, hay que ver cómo corres. También es cierto que siempre que le doy un billete, le cambia la cara —ese hombre se ilumina como un neón—, y después hace como que no nos ve y se va a sobarle los botones a la chica de las muestras gratuitas. Pero igualmente, verte correr es igual que contemplar un rayo partiendo un árbol, te lo digo en serio. Palabra.

Debes saber que a veces no puedo evitar que esta electricidad del estómago que podría encender avenidas —como un viento cálido que proviniera de la felicidad, sí, eso es, del mismísimo corazón de la dicha— se apague. Es cierto, se va, porque cuando termina todo ese correr y empujarse, esos quiebros, llega el turno de la verdadera compra, y es ahí cuando tengo que verte, he de hacerlo. Observo cómo echas unos cuantos potitos al carro. Me pregunto si ella se llamará como tú, si tendrá tu piel blanca, cosas así. Y luego te detienes en esa sección con olor a cuarto de baño de hotel de provincias y echas las cuchillas de afeitar, la crema, la loción para la piel, y a mí se me encoge un poco el estómago —qué quieres— y me digo que tengo que estar a mis cosas, que basta de meterme en lo que no me llaman. Entonces pienso que seguramente podría vivir del aire con tal de que todos los días pudiera bajar a destrozar el supermercado contigo.

Cuando sales, me da la impresión de que les has dicho que te esperen en la esquina, que no quieres que investiguen. Eso me gusta. Repartes las bolsas con él y, justo ahí, en ese segundo, me arden las manos, soy igual que un edificio en llamas, un animal observando las estrellas. Nada, Sofía, me quedo mirándote hasta que te pierdes en el viento de octubre. Te vas agarrada de su brazo, con la niña tirándote del pelo o enredándose entre tus piernas. Ella se parece a ti.

No me quejo, porque es sólo una semana, ¿y qué es una semana en la vida de alguien? Nada. Sólo tengo que esperar al lunes para vengarme, ese tiempo de mi vida en el que estás disponible. Acuérdate de lo que te digo, ¿vale? Es lo único que te pido ahora. Acuérdate de la sinceridad mundana, de las magulladuras que hemos pasado juntos y nos han erizado el corazón por un instante, del cariño de este hombre que te habla mirando a la nevera y no tiene palabras más difíciles en el cuerpo. Acuérdate, porque ahora tengo que contarte algo más.

Hoy le he preguntado al de Seguridad; Juan, se llama. En el fondo, si se olvida de la porra de goma, es un tipo simpático. Le he dicho que la semana que viene es mi cumpleaños y que me gustaría organizar algo en el súper. Yo sé, con todo mi corazón —y con sus partes derruidas—, que no podría pedirte que subieras a casa. El supermercado, Sofía, es más neutral, ¿no crees? Algo impresionante, Juan, le he dicho. Él sabe de lo que estoy hablando. Hace años que nadie celebra este día conmigo; son siempre horas oscuras, hay una tarta blanca sobre la mesa de mi cocina, soplo las velas y me grito: “Que cumplas muchos más”. Entonces miro al patio vacío. Miro al patio unas cuantas horas seguidas, hasta que me quedo dormido. De modo que he pensado hacer esto, algo íntimo, tú y yo, sé que no es mucho. Pero ojalá vengas, me gustaría creer que lo harás. ¿Prometes que vas a pensártelo? Juan me ha dicho que, por un módico precio, puede hacer que accidentalmente se estropeen las cámaras de la sección de Congelados. Es un gran tipo este Juan, ¿sabes? Ahora, cuando habla conmigo, ya no acaricia la porra.

Intentaré birlar esas velas moradas que te tiré a la cara una vez y compraré una tarta. Una de esas tartas con crema que, ya sabes, han servido para mis indigestiones, para soplar las velas tantas veces con el corazón en ayunas y dejarla en la nevera después, hasta ni se sabe cuándo. Y en esa tarde voraz y amarilla que llegará el próximo lunes, Sofía, si has aceptado venir          —recuerda una vez más todo lo que hemos pasado juntos— nos acomodaremos en uno de esos compartimentos tan fresquitos; y yo a lo mejor haré alguna broma estúpida sobre la merluza congelada, sin tener en realidad demasiado que decir. Después, siendo sincero, no sé lo que pasará, pero igual, si no es mucho pedir, tú podrías tirarme de las orejas todo lo fuerte que desees, y si Juan se acuerda de bajar las luces   —eso me ha salido un poco más caro, aunque no me importa—, podré soplar las velas de la tarta, una a una, todas esas velas, y casi llorar, desarmarme, cuando a lo mejor te oiga decir: “Que cumplas muchos más”.

Sólo quiero eso, ya sabes, un lugar para nosotros —este cumpleaños de mi vida—, un instante para guardarlo mientras duerma. Hace ya mucho tiempo oí decir a alguien que toda persona tiene un lugar donde esperar, ser humano, roer la propia angustia junto a otro,  y a lo mejor, Sofía, este sitio es el mío, el pasillo de los Congelados, nuestro lugar. No tengo más que aguantar siete días. Desear que llegue el lunes. Que me tires de las orejas con un poco de saña y esa noche aceptes una tarta junto a este hombre que te quiere todos los días de este mundo. Esperarte, Sofía, mi Sofía, eso es todo.

 

Escrito en Lecturas Turia por Matías Candeira

5 de junio de 2014









(Frente al río Lozoya)

 

Descubro el cielo limpio como nunca lo vimos.

El invierno ha dejado su noticia entre ocre y amarilla

en la orilla del río.

 

Se desliza la tarde y nos ama quizá demasiado. Todo el valle,

abierto como un cántaro

bajo la oscuridad de las montañas, nos entrega

su aliento. Nunca la tarde, amor, se nos quedó tendida

como ahora.

 

Huele el invierno a madera quemada, suenan,

muy a lo lejos, las aguas del Lozoya, esas aguas

que tanto nos salvaron, que hicieron del domingo

tierra sólo poblada por nosotros.

 

Son ellos, vivos recipientes donde reconocernos, hijos que elevan

su estatura en el valle y ven el río y se lo apropian,

quienes nos hacen pura conciencia de lo efímero.

Malva

tiene ya siete años y a sus ojos acuden

todas las estaciones de nuestra historia, todas las sombras

de los fracasos, todas las encogidas luces de un entusiasmo

envejecido y triste. Malva

contempla la arboleda y calla. Tiene

la madurez prematura de las diosas

que amé en la adolescencia.

Suena el río a lo lejos y ella calla y nos oye,

ronda el viento sus hombros, llega

desde el norte a su cielo,

limpio cielo invernal como no conocimos,

y son hoy menos nuestras su luz y su palabra,

son algo más del aire y de la tierra, algo más del crepúsculo

que nos huele a humareda y a distancia y es ocre

cual los robles desnudos

o las rocas que asoman, sin musgo, por encima del río.

 

Un año solamente cumplió José Manuel. Y sabe

levemente a tomillo, a tarde interminable

todavía. Corre sobre la hierba helada y nada intuye.

Lo distancia aún el tiempo y su inocencia

de la talla maldita de los lúcidos. Mira al cielo y sonríe

y su cielo eres tú del mismo modo

que es tuya la pureza del aire, la urdimbre transparente

de los fresnos sin hojas, el invierno y la leña

que en ocultas fogatas arde con sigilo

en lugares que tiemblan a lo lejos, sólo denunciados

por columnas de humo contra el azul helado

que es cielo protector, cúpula

sobre el valle y el río, sobre el piélago

de nuestras certidumbres.

 

Muchos años alientan en la mutua mirada

que hemos hecho codicia y reparto a la vez,

compartida penumbra y luz no congelada.

 

 


 




 

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Rico

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