1980 puede ser la fecha clave como punto de partida para hacer un balance del conjunto de la producción literaria de Juan Eduardo Zúñiga, pues entonces es cuando gracias a los buenos oficios del editor y traductor José Ramón Monreal, se publica en la editorial Bruguera Largo noviembre de Madrid, recopilación de cuentos que le proporciona un reconocimiento inmediato y un prestigio literario discreto, pero de calidad, que no ha parado de crecer hasta el presente. Sin embargo, hubo una etapa anterior que arranca en 1945, fecha en la que apareció su primer ensayo: La historia de Bulgaria.
Leer más20 de marzo de 2014
Cuando volví a casa para el entierro de mamá
Julia había pensado en todo. Sólo quedaba
echarme a llorar, pero no lo hice. Fui directamente
a su dormitorio. Las cosas seguían
cada una en su sitio. Nuestros retratos
de primera comunión en la mesilla de noche, el gato
con los anillos de mamá insertados en la cola,
un libro del que sobresalía el marca páginas
hacia el final, su despertador de agujas al que olvidaba
darle cuerda, aunque siempre se despertó puntual
cuando hacía falta estar a una hora para algo
importante. ¿Puedo lavarme las manos? Conoces
el camino, respondió. Voy a preparar un té.
¿Quieres? Si es rojo, sí. De camino al baño
crucé por delante de mi habitación, de la que había
sido mi habitación, pero pasé de largo. Al mirarme
en el espejo comprobé que la espinilla de la ceja
me había dejado un feo cerco rojo. Con agua fría
las ideas parecen volver a su sitio. Solo que hoy
no tenía ideas que ordenar. La toalla todavía
conservaba el perfume de mamá. El de jabón
de Marsella. Mi dormitorio se había convertido
en cuarto de estudio. Con un ordenador
y unas estanterías de tek y un sofá-cama verde
botella. No estaba mal. Sencillo. Práctico. Julia
tenía buen gusto. Voy a subir
al Complejo dentro de un rato, me dijo. De acuerdo.
Puedes dormir en la cama de mamá.
Si no te importa, añadió tras unos segundos
de silencio. No me importa nada. ¿Quieres
que te prepare algo de comer antes de irnos?
Gracias, pero no tengo hambre, mentí. Cuando quieras.
18 de marzo de 2014
Difícil es saber si amanece
entre los pliegues del odio,
donde no penetra la luz
de la esperanza
ni florece la rosa de la reconciliación.
El odio es el fuelle
de un acordeón afónico,
lacerado por el reproche.
Revestido de palabras,
el odio es un puñado de sal
arrojado sobre los ojos
(esa herida abierta que es la mirada).
Es difícil saber si amanece
en la comisura de nuestros labios,
donde antes anidaba
el pájaro polícromo de la sonrisa.
18 de marzo de 2014
El pasado año 2013, que ha coincidido con el año dual España-Japón que conmemoraba el cuarto centenario de las relaciones diplomáticas hispano-japonesas, ha sido el escenario de un florecimiento en nuestra agenda cultural de actividades relacionadas con el País del Sol Naciente, como exposiciones, representaciones teatrales, ciclos de cine, conferencias y, también, presentaciones de libros. La casualidad ha querido que un largo proyecto literario del novelista Julio Baquero Cruz haya aparecido justamente en ese año en la editorial Menoscuarto, con el título Murasaki. Este nombre nos remite instantáneamente a Murasaki Shikibu, la autora del Genji Monogatari, escrito hace unos mil años y considerada la primera novela de la historia de la literatura universal.
Aunque el título pudiera sugerirlo, Murasaki no una novela histórica que reconstruya la vida de esta notable dama de la corte imperial de Heian (la antigua Kioto), sino una obra de pura creación literaria que asume en el siglo XXI la vigencia de los códigos estéticos de la literatura clásica japonesa. En este sentido, el autor busca anacronismos e hibrida géneros para invitarnos a viajar a un Japón soñado, que puede vestirse con los kimonos de seda del Genji Monogatari, pero sin ninguna limitación historicista. Julio Baquero Cruz, palentino cosmopolita afincado en Bruselas, ha llegado al corazón del alma japonesa sin desplazarse físicamente hasta el archipiélago nipón. Al autor no le interesa ofrecernos la visión de un viajero, al modo de las japonerías de Pierre Loti. No le hace falta y hasta puede ser contraproducente para él por el riesgo a una intoxicación del futurista Japón ultratecnológico y kawaii. Aunque el Japón que le interesa al autor sigue existiendo en el Japón actual, no se ve a primera vista. Al Japón de Baquero Cruz no se llega por el puerto de Yokohama, como se viajaba en el siglo XIX, ni por el aeropuerto de Narita, donde desembarcan los turistas hoy, sino a través de los clásicos de la literatura nipona.
El lector de Murasaki disfrutará más de la novela si ya conoce el Genji Monogatari, una novela jalonada de breves poemas que lanzan los protagonistas en el momento culminante de cada capítulo, como también hace Julio Baquero Cruz a lo largo de su texto. A este respecto, es necesario recordar que las completas traducciones de obras tan importantes como el Genji Monogatari o el Heike Monogatari, etc., han muy sido muy tardías, ya en esta centuria, lo mismo que los manuales de literatura japonesa, como el de Carlos Rubio. En Murasaki se aprecia el influjo de las más importantes antologías poéticas niponas, como el Man'yoshu y el Kokinshu, que es palpable en los rincones más líricos de la novela, mientras que cierto tono nostálgico ante el final de una gloriosa era tiene relación con el tono de las reflexiones desde modestas chozas de los desencantados literatos medievales Kenko Yoshida y Kamo no Chomei. Cuando la novela sale de los refinados ambientes palaciegos, que es el mundo de Murasaki Shikibu, y se adentra por caminos y barrios populares, resuenan los ecos de la literatura de las clases urbanas del siglo XVIII, en especial la obra de Ihara Saikaku.
En cierto modo, la influencia de la literatura nipona no es una novedad en las letras hispanas, pues a través del haiku ha habido desde comienzos del siglo XX una aproximación formal y estética muy enriquecedora. El verdadero interés de Murasaki es que Julio Baquero Cruz recoge la esencia de la tradición clásica nipona para injertarla en la narrativa, en una compleja novela que evoca una hermosa recreación de un Japón fuera del tiempo. Un Japón que es como un kimono que reviste un estado de ánimo que redefine lo bello. El principio estético que rige la novela es el mono no aware, un profundo sentimiento de empatía con la belleza efímera de las cosas, por modestas que sean. Ciertamente esta es la clave de esta propuesta literaria: la adopción en prosa de los códigos estéticos de la literatura clásica nipona, los cuales se apoyan en una tradición vigorosa e inagotable. Para este objetivo no era necesario ambientar la obra en Japón, pero lo cierto es que es el envoltorio más delicioso y un homenaje a una civilización que es capaz de enseñarnos otra manera de sentir la vida. Por esto, el hecho de que la novela sea una recreación de algunos tópicos del admirado Japón, es también un atractivo para el lector. En efecto, no son muy habituales los exotismos literarios tan lejanos en la prosa hispana y casi hay que remontarse al guatemalteco Enrique Gómez Carillo para encontrarnos un autor representativo. Sin embargo, la obra de Julio Baquero Cruz, además de la seductora apariencia japonista, también tiene una refrescante propuesta narrativa basada en la hibridación con los valores estéticos nipones. El autor busca lo japonés por fuera y por dentro. En las letras francesas esta plenitud fue lograda, con notable acierto y éxito, por Maxence Fermine en su relato Nieve, publicado en 1999 y traducido un par de años después. En la narrativa española, Murasaki de Julio Baquero Cruz explora un terreno que no había sido transitado, “esperando la primavera como quien no espera nada”.
Julio Baquero Cruz, Murasaki, Menoscuarto ediciones, Palencia, 2013.
18 de marzo de 2014
La hormiga persuasiva
Aquella hormiga había nacido elefante. “Os voy a hacer una demostración”, dijo. Trenzó una trompa con sus antenas, ocultó un par de extremidades bajo el abdomen y comenzó a caminar sobre cuatro patas. Ni de lejos parecía un elefante, pero ella insistía en que el hormiguero no era su sitio. Quería unirse a la gran manada y sus padres le dieron permiso. “Pronto se percatará de su error”, convinieron. Sin embargo, pasó el tiempo y como la pequeña no regresaba, se fueron a buscarla. “¡Aquí no hay nadie!”, lloraron al encontrar la llanura vacía. Ya se marchaban desconsolados cuando una trompa despuntó en la tierra. El suelo crepitó, se desgajó en enormes terrones y del fondo de la corteza, emergieron cien paquidermos. Al frente de todos, venerada como una emperatriz, la tenaz hormiga. Ella les había persuadido de las bondades de vivir bajo tierra y excavando galerías, admitámoslo, la hormiga era el mejor de los elefantes.
Cucarachas
Una niña atravesó la acera de enfrente. Contaba cucarachas mirando al suelo. Extraño juego para una noche de verano, pensé y la dejé ir. Me sorprendió encontrármela al día siguiente, en otra calle y a la misma hora. La niña volvió a pasar de largo hipnotizada por sus insectos. Tan absorta andaba tras su procesión de caparazones negros que a punto estuve de atropellarla. No volví a verla en mucho tiempo. Recorrí mil veces las mismas avenidas, inspeccioné los callejones oscuros, la busqué acurrucada entre los embalajes de cartón y ayer, por fin, respiré al descubrirla en la otra punta de la ciudad. Anochecía y ya era invierno. Tirité al reconocer su liviano vestido de mangas afaroladas. La melena le ocultaba el rostro y los huesos afilaban sus articulaciones. Esta vez no pude resistirme. Me aposté a esperarla en una esquina y cuando pasó a mi altura, la sujeté por los hombros. “Suélteme por favor. Voy a perderlas”, susurró siguiendo con la vista el último bicho que sorbía la alcantarilla. “Tranquila. No voy a hacerte daño”, le dije. Su cuerpo todavía era más leve en mis manos. “Sólo quiero saber por qué persigues cucarachas”. Ella me clavó sus ojos grises. Tenía las mejillas blancas y los labios transparentes. “Como en el cuento de Hansel y Gretel”, contestó. “Sólo que en vez de piedras blancas, puse cucarachas y ahora no encuentro el camino a casa”.
Diferente perspectiva
“Sobre todo, que siempre sepan quién manda. Éste es un oficio de valientes”, dice el domador veterano y con ademán solemne, entrega el látigo a su hijo. Fuera de la caravana, bajo una luna de pista central, la escena se repite en la jaula de los leones. En el idioma de los leones. “Sobre todo, que siempre crean que mandan —dice el viejo felino—. Retrocede ante su fusta, atraviesa los aros y abre mucho la boca cuando introduzcan en ella su ridícula cabeza. El público aplaudirá y al fin y al cabo, hijo mío, no está mal este oficio de payaso”.
Cívica condena
Las hormigas atraparon al oso que las devoraba y como eran muy civilizadas y rechazaban la pena de muerte, lo condenaron a cadena perpetua. Lástima que sus cárceles fueran tan pequeñas. Cortaron al oso en pedazos y encerraron cada trocito en una celdita.
DEL AMOR Y DEL DESEO
Esposa
Él que una vez, apretando el puño, juró poseer la fuerza de comprimir el carbón para fabricarle diamantes. Él, este día de sesenta años más tarde, se yergue apenas dentro del autobús en marcha. Una mano asida a la barra vertical, la otra apoyada en el respaldo y cuando el vehículo frena en López de Hoyos con Cartagena, soltar ambas como lanzarse desde un trapecio. Es decir, confiar en que ella lo recogerá de nuevo y alcanzarán la salida. Ella que jamás le pidió un diamante por no humillar su puño.
Avisos de desastre
Conocernos de otra forma. Tal vez tú demasiado viejo y yo demasiado joven. Yo fascinada por los pliegues de tus ojos y tú alentado por los pliegues de mi sexo. O mejor, yo vieja y tú de veinte. Alumno y profesora de plata a la luz de la luna. Quién sabe. Los dos ya muy ancianos o los dos tan críos que nos recordáramos hasta la muerte. Pero la pelota de tu hijo rodó hasta el banco donde yo acunaba al mío. Tu esposa te lanzó un beso desde la colina. Mi marido regresaba con el pan. Al agacharte bajo mi falda, tu mano rozó mi tobillo y abrazaste la pelota como si fuera un ancla. Yo estreché a mi bebé de plomo. Dos vidas tan conclusas que haría falta un cataclismo.
Chicas especiales
Los otorrinos se inclinan por mujeres de laringe angosta. Los endocrinos prefieren muchachas de joviales glándulas secretoras y los podólogos adoran las damas de pronunciada bóveda plantar. Si los hepatólogos se pirran por un enfático conducto biliar y los hematólogos se rinden ante chicas de singular hemoglobina, yo que sueño con hembritas corrientes, díganme: “¿en qué especialidad debo matricularme?”
DE LA VIDA Y DEL DESTINO
Guerra
Los soldados recogían a los supervivientes de su compañía cuando identificaron al capitán y se arrodillaron ante él.
—No funcionó —masculló el superior.
—¡Pero si no está cargado, señor! —examinaron su rifle.
—A eso me refiero —contestó el capitán—. A la buena voluntad.
Atentado
Que me amenazara con una navaja y que me hiciera andar hasta la parte más frondosa de Central Park; que pateara mi maletín y que me atara las muñecas a un tronco; que me arrancara las bragas y que comenzara a restregar su polla contra mi culo; que escucháramos el impacto y que el fuego avanzara veloz hasta mi oficina. Que oyéramos los gritos y que él me estuviera salvando de todo aquello.
Fe
La furiosa pregunta despegó de la boca del hombre arrodillado, ascendió a través del ramaje, sorteó los picotazos de los mirlos y sobrevivió a violentas corrientes de aire. Más arriba se enfrentó a una plaga de langostas, alcanzó la exosfera, la termosfera, la estratosfera donde todo estaba oscuro y hacía frío. Incluso las estrellas que brillaban desde la Tierra se iban extinguiendo a su paso. Supo entonces que allí no había nadie. Abandonó su duda en mitad del universo, recompuso el gesto, se secó los ojos y con la misma boca que antes había gritado, besó la tierra que abrazaba el cuerpo de su hijo.
Retratos
Como algo tiene que comer, el pintor trabaja para la policía. Su misión consiste en dibujar delincuentes según las descripciones que le proporcionan. Lo cierto es que le gustaría ser más indolente, esforzarse menos total para lo que le pagan. Pero no puede. Delinea hebra por hebra los cabellos encrespados por el alcohol y el desánimo. Traza las cicatrices de rostros donde nunca germinó una caricia y hasta los rictus más crueles inspiran ternura perfilados por su mano. La luz de su pincel tiempla los iris asesinos, las bocas malhechoras se disponen a hablar. La palabra compasión. La palabra fragilidad. El pintor es despedido. La policía quería retratos robot.
DE PADRES, MADRES E HIJOS
El viaje
Llevaba rato sin oír a los niños y me acerqué a espiarlos. ¡Increíble! Habían construido una nave espacial con dos sillas y una sábana y se habían metido dentro. Todos los cascos eran distintos. Marina llevaba un cubo pintarrajeado; Juan, una caja de cartón y Sergio, una canasta de baloncesto puesta del revés. Para comunicarse usaban vasos de plástico. Pero hablaban y reían bajito porque temían que yo los descubriera y les obligara a abandonar su viaje. Entonces no me atreví y ahora no sé si obré bien. Se han hecho demasiado grandes y cada vez les cuesta más encontrar postura.
Hijos y casa
Acabo de hacer la cama y arrugan la colcha. Esperan a que limpie el baño para encender los grifos. Dejan huellas sobre el suelo encerado. Si abrillanto las ventanas, dibujan con vaho sobre los cristales. Mientras riego los geranios, desordenan las estanterías. Una vez chamuscaron al canario. Arañan las puertas con tenedores, ensucian la ropa planchada, amputan la porcelana, escalan las cortinas y esconden insectos y tripas de perro bajo las alfombras. Por fin los hijos crecen, me llevan a la residencia y acuerdan vender de una vez la dichosa casa encantada.
Tubérculos
Tía Adela no era la típica solterona. Era alegre, cultivaba su propio huerto y en la taberna, hablaba con los hombres de tú a tú. Cuando teníamos un hijo, lo envolvíamos en una toquilla e íbamos a su casa a presentárselo. Ella sonreía, posaba su mano sobre la cabeza del bebé y decía: “hermosa cebolla”. Ahogábamos la risa porque su severo glaucoma le impedía distinguir un bulbo de un niño. Así lo comprobamos cuando murió y nos hicimos cargo de sus cultivos. A la sombra de una higuera, brotaban manitas.
‘Les Luthiers’
Mi padre murió sin haber visto a ‘Les Luthiers’ y a mí me remuerde la conciencia. Él los adoraba y yo nunca encontré el momento de acompañarlo. Hoy actúan en mi ciudad, he comprado dos entradas y he quedado con él en el teatro. Nos reímos a gusto. Sin embargo, aún no estoy satisfecho. Quería que mi padre presenciara la mejor de sus actuaciones, un éxito, un llenazo total. La prensa aseguró que había un asiento vacío.
Engaño
“Mejor que no salga”, le dijo el doctor a mi madre. Yo sonreí pues no quería ir al cole y había puesto el termómetro en el radiador para engañarlos. Al principio estuvo bien. Todo eso de los mimos, de los tebeos y de las visitas. Pero un día, de repente, llegaron todos y me abrazaron. Desde entonces me aburro mucho en esta habitación. Mi madre no deja de llorar al otro lado de la puerta y por mucho que arrastre los muebles para que me hagan caso, nadie ha vuelto a entrar en mi cuarto. Salvo los hombres que vinieron a arreglar el radiador.
SÚBITOS
Alicia
Y Alicia crecía y crecía, pero también crecía la madriguera, así que nadie se daba cuenta de lo que estaba sucediendo.
Lo normal
Porque lo normal es perder un guante, fue encontrar tres en mi bolso y volvérseme el mundo una incógnita, un planeta sin leyes, un abismo sin baranda hasta que hallé a la mujer de tres manos y se los regalé.
Amor-odio
Con una mano le peina los cabellos. Con la otra, recoge las hebras que caen y confecciona la soga.
La separación
Él le decía adiós con la mano y ella se alejaba cada vez más deprisa. Llorando. Aquel había sido su pueblo, aquel su hombre y sobre todo, consideraba esa pérdida como un vínculo irreemplazable, aquella había sido su mano.
Inconciliable
Los problemas surgen cuando por ejemplo, se desea ser clavo y madera, bailarín y asesino, monja y prostituta y uno se queda hecho pinza, torero, madre adúltera los lunes mientras los niños están en el cole.
DE CUERDOS O DE LOCOS
Tecnología 1
No teme al tigre de afiladas garras, heredero del dientes de sable, trescientos kilos de peso, predador de búfalos y de jabalíes. De quien no acaba de fiarse es de su rifle: un Mauser deportivo, culata de nogal, calibre ochocientos y mira telescópica. El silencio es absoluto. El animal no huele el peligro, se pone a tiro y la mano certera del cazador aprieta el aire donde una vez estuvo el gatillo. Donde estuvo el cañón y la empuñadura. Ese compendio de tecnología que, maldita sea, olvidó contra aquel árbol cuando se detuvo a orinar. El tigre devora al hombre, pero al menos, no lo decepciona.
Tecnología 2
Se inventaron unos rifles muy, muy pequeños cuya diminuta munición podía atravesar el corazón de un insecto. La precisa tecnología que requería semejante prodigio se pudo desarrollar gracias a numerosos viajes espaciales en los que de paso, se descubrió Saturno y se avistó alguna que otra galaxia. “El riflecito. Lo maneja hasta un niño y adiós bichos”, decía la publicidad. Imposible calcular el sinfín de constelaciones que tuvimos que descubrir para alcanzar el sincretismo del actual matamoscas.
Costumbres
Cuando me gusta un pantalón me compro dos por si se me rompe. Tengo cuatro felpudos con cuatro copias de la misma llave y de pequeño, certificaba la carta a los Reyes Magos. No me gustan las sorpresas. Soy un hombre de hábitos. La semana pasada se me rompió la tele y fue una tragedia. Vinieron unos hombres y se la llevaron. Yo la besé antes de despedirme. “Abra un libro en su lugar”, me aconsejaron. Yo les hice caso. Abrí el Quijote y lo coloqué en el hueco del armario. Ya me voy acostumbrando.
Razón y deseo
Por la mañana, sopló un diente de león; por la tarde, lanzó un euro a la Fontana de Trevi y por la noche, dispuso sus zapatos en el alféizar. Antes de acostarse, temeroso de que su boca revelara el secreto, temeroso de que sus manos se lanzaran a recuperar la moneda, temeroso de interceptar con su mirada a los emisarios de la noche se arrancó la lengua y las manos. Si fuera un cuento perfecto, también se hubiera arrancado los ojos. Por suerte, nada lo es.