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10 de diciembre de 2013

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Los prospectos de cine. De películas. Y las figuritas de barro del belén. Los tebeos del Cosaco Verde. El corcho de mi habitación, con las postales de actores y de actrices. Hace poco aparecieron, en el fondo de una vieja caja de zapatos, en la casa vacía de mis padres. Un sobre, y en el sobre, un montón de postales de actores y de actrices que creía perdidas. La de Marilyn. La dedicada de Marisol. Tantas otras. Pero ni rastro de los prospectos.

            Lo peor, la pérdida de los prospectos. Y la del sexo de Marita, húmedo de acequia, fangoso y fresco como una babosa de cañaveral. Un recuerdo difuso, un rastro tenue de niebla en la memoria.

            Era una chiquilla silvestre, de pelo enmarañado, moreno, negro como sus rodillas al final de la tarde de ribazo, arrancando regaliz de palo con la azadilla que le quitaba a su padre, Marita, delgada como cualquiera de las cañas que nos ocultaban de las miradas, en la acequia donde nos bañábamos revolviendo el agua, embarrándola, buscando, ella, las babosas que tanto me repugnaban –toma, Paulino, coge ésa, me decía, y me la tiraba a la espalda, Marita-, el dulce vello de sus pantorrillas envolviendo las mías en nuestras peleas por el suelo pedregoso, siempre me podía, Marita, y rozaba con sus labios los míos para traerme de nuevo a la vida, ella era el príncipe y yo la princesa dormida, aniquilada por sus brazos nerviosos, tersos, de chico, Marita, virgen de las acequias, sexo húmedo, de tierra, de fino lodo, pegajoso y fresco como una babosa de cañaveral.

            Mi padre conduce despacio, sin prisa. Yo respiro la grisura de Elata y atisbo la puerta de los cines.

El invierno nos atería. Mi madre ya había encendido la estufa de carbón y, por las mañanas, en la cocina económica, calentaba piedras lisas que me hundía en los bolsillos antes de emprender el camino de la escuela.

            -Métete las manos en los bolsillos, aprieta las piedras calientes, no las sueltes. Si no, se te van a congelar los dedos –me decía.

            Marita me esperaba en la puerta de La Torre. Sus padres eran los medieros. Él, calvo prematuro, iba todos los días en bicicleta a Elata, donde hacía recados para la ferretería de los propietarios de La Torre. Por las tardes, trabajaba los campos. Si se hacía necesario, no iba a la ciudad. Si había mucho trabajo en las fincas, no subía a Elata, no remontaba la carretera, hasta la terminal de la línea de tranvía, frente a Veterinaria, no pedaleaba esquivando el revoltijo de vías que entraban y salían de las cocheras, siempre en ligera cuesta arriba, con la boina bien calada, sin mover un músculo de la cara, los ojos claros, inmensos. La madre de Marita prodigaba en derredor una simpleza sorprendente, absoluta. Si un helicóptero de los americanos bordeaba los campos con el portón abierto, un soldado rubio asomado a la luz como un muñeco de hierro, las piernas en jarras, saludándonos con una sonrisa con forma de dibujo mal trazado debajo de la nariz pequeña y pecosa, un poco respingona, la madre de Marita corría hacia el maizal y no salía hasta que los últimos ronquidos del aparato eran ya un eco borroso en nuestros oídos. Nos reíamos de ella. Marita, la que más. Mi madre es tonta hasta para tener miedo, decía.

            Marita, cada mañana, me esperaba en la puerta de La Torre y, si yo me retrasaba un poco, se acercaba al inicio del ribazo que bordeábamos un buen rato hasta alcanzar el Camino de En Medio. Ella era mi guía. El ribazo, en invierno, despertaba cubierto de rosada, a veces de rosada helada, y nos mojábamos los zapatos. Llegábamos a la escuela con los zapatos empapados. Ella se iba a la clase de las chicas y yo, a la de los chicos. Una pared de madera, con una gran puerta que casi nunca se abría, separaba las aulas. Al fondo de la clase de las chicas había un enorme armario, también de madera, que sólo se abría los domingos. En su interior, un altar. En él se ofrecía la misa semanal a aquel barrio de las afueras de Elata.

Don Anselmo, a los que veníamos por la senda del ribazo, nos dejaba un rato pegados a la estufa, hasta que se nos empezaban a secar los zapatos.

            -Que los pies os entren en calor –decía.

            -Y la picha –añadía Mallén, mi compañero de pupitre, como silbando entre dientes, para que don Anselmo no le oyera.

            Mi padre conduce despacio. La camioneta bufa, jadea cuando reduce la marcha, y cuando arranca otra vez, en los cruces, frente a los primeros semáforos de Elata.

            Qué ciudad más triste y más gris, Elata. Salen romanos en las procesiones de Semana Santa, y tocan unas trompetas metálicas, agudas y lúgubres a un tiempo, serias y enfermas de esa impostación que caracteriza a las ciudades provincianas. Calles estrechas con viejos balcones, jaulas de pájaros, ropa interior y calcetines secándose al sol, mujeres gordas, vestidas en blanco y negro, sin matices, el cabello espeso, los moños clavados encima de la nuca como una flor reseca y mustia. Se oyen sus voces desde la calle, los balcones abiertos o cerrados, cruzando sus gritos desde el otro lado de las casas, de las ventanas que dan a los patios de luces por los que hablan con las vecinas, graznando, o cantando las canciones de la radio, siempre las mismas, repetidas monsergas en voces de tonadilleras gangosas, el aire de Elata, el alma de España, la hez de una larga victoria sobre la sangre de miles y miles de muertos planeando en medio del silencio de los vivos y de los muertos, la copla como un insulto a su memoria. Los patios de las casas huelen a ajo, a sardina rancia, a vinagre, a mujeres mal lavadas, a mugre de viejos desdentados fumando picadillo, a carbonera.

            -Ya sólo huelen bien las putas –dice mi padre-. Las únicas que catan el agua.

            Yo atisbo los cines cuando, por las tardes, recorremos las carnicerías cargando sacos de huesos para la fábrica. Mi padre deja la camioneta en punto muerto delante de alguna sala y yo pido prospectos en las taquillas, o a los porteros. No veo las películas, pero me sé los títulos, las actrices y actores principales, el nombre americano del director. Conozco la cara y el cuerpo de las actrices, bien dibujados con colores que no son los de Elata, unos colores lejanos, emanaciones de cierta lámpara maravillosa, volutas de tabaco rubio americano que algunos privilegiados de Elata, vecinos de yankees de la base militar, fuman con ostentación en los cafés del Paseo de Independencia, o en una cafetería moderna de General Mola. O en el Savoy, donde también lucen su plumaje los cadetes de la Academia.

            Pido los prospectos, tartamudeando.

            -Venga, Paulino, no te esfuerces, ya sé lo que quieres –me dice el portero del cine Coso-. Y a ver si aprendes a hablar, que se te descojonarán las chicas.

            Yo cojo los prospectos, le doy las gracias, y, en pensamiento, me cago en su puta madre, como me ha enseñado a hacer Mallén. Me niego a darle la razón en lo de la tartamudez. Mallén también me lo suelta a menudo:

            -Mira, Paulino, cuando te tengas que declarar a una chavala, habrás de ir directo y al grano. Tú, con eso de que eres tartaja, las aburrirás antes de que termines. Es lo que tienen las gachises, no les gustan los rodeos cuando se han puesto calientes. Las habrás encendido tú, y se irán a apagar la lumbre con otro que tenga mejor labia.

            Es hijo de pastores, Mallén, y su madre cocina en fuego de chimenea.

            Acabado el consejo, suelta una de sus risotadas.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Elata de infanticos, de romanos con monturas de gafas de concha, de chillona y solemne trompetería, de cadetes emplumados, de sotanas remangadas saltando charcos sobre el pavimento desigual de las calles agónicas, de paseantes endomingados, sin expresión, a la salida de misa, con el lacito alicaído en el dedo corazón, a cuyo extremo se balancea el envoltorio de los pasteles de nata y mantequilla, las tardes inabarcables de los porches del Paseo, la primera escalera mecánica del Sepu, los pepinillos gordos que mi madre me compra en el Mercado de San Vicente de Paúl, las meriendas en La Nicanora con las lánguidas y mal entonadas canciones de mi abuelo Colás, el porrón de vino con gaseosa, ensaladas de lechuga, tomate, cebolla y huevo duro, atún algunas veces –lo llamamos siempre escabeche-, las sardinas rancias que mi padre envuelve en papel de periódico y destripa en el quicio de la puerta, cerrándola de golpe, la aburrida ofrenda de flores, la demolición progresiva, imparable, de las ruinas de Elata.

            Con Marita no tartamudeaba. Jugábamos a médicos. Alternábamos los papeles. Nos acariciábamos los muslos, para tonificarlos, nos poníamos inyecciones, escarbábamos.

            Yo sacaba mis postales de actores y de actrices, las que recibía cada año por mi santo y por mi cumpleaños: Marisol, infinitas postales de Marisol a todo color: rubia, el pelo con un ligero cardado, blusa salmón y una rosa roja en la mano izquierda, labios muy encarnados, ojos azules; Marisol vestida de sevillana, otra enorme rosa roja en el pelo aún más cardado, su sombra proyectándose junto a un cartel de toros que anuncia al Viti en la Plaza de Toros de Madrid. Marisol, un lazo amarillo en el cardado: aquí los ojos parecen de un azul verdoso de pantano; Marisol con el pelo más cardado que nunca, los ojos de nuevo muy azules, jersey rojo de cuello alto. Me volvían loco sus palas, su labio inferior, qué no habría dado por besar ese labio, rozar sus palas con la puntita de mi lengua. O aquellas otras más viejas, Marisol en blanco y negro, aún niña, con un gorrito de lana, la hermanita que me habría gustado tener: “Intérprete del Film en Eastmancolor HA LLEGADO UN ÁNGEL de Suevia Films. Temporada 1961”. Recibí la postal dos años después, por mi santo. O Marisol sonriente, mirando a la cámara, sus finos cabellos largos, rubios, chaquetita de cremallera abierta, camisa a cuadros escoceses, sonriendo con sus palas blanquísimas, sus pestañas de limpio dibujo: “MARISOL estrella de UN RAYO DE LUZ, producción Benito Perojo – J. M. Goyanes que presenta Suevia Films”. Me la dieron en el cine Goya de Elata, y me la dedicó la propia Marisol, con bolígrafo rojo. La dedicatoria, hoy, se ha desvanecido, ya  no puede leerse. Pero también me gustaban las postales de actrices que recibía mi padre: Claudia Cardinale en bañador rojo, con un espantoso gorro blanco, tumbada en el césped. Raquel Welch acodada en la barra de un bar, junto a un taburete de esquai azul, una copa de champán en la mano derecha, un vestido verde, estampado, de amplio escote, que se abre mostrando el muslo izquierdo, la rodilla, todo muy carnoso, muy rosado. La misma Raquel con jersey a rayas moradas y beiges, pantalón corto blanco, apoyando su mano en una silla de terraza, teñida de rubio pajizo. O, la mejor de todas, en blanco y negro, mi actriz favorita: “MARILYN MONROE (Norma Jean Daugherty). N. en Los Ángeles el 1928. Intérprete del Film en Color MARIDOS EN LA CIUDAD (no estrenada), de 20Th Century Fox”. De perfil, al pie de una escalera de madera, los brazos extendidos, pantalón corto blanco, cinturón de tela a lunares, top también blanco que se detiene debajo de los pechos, dejando ver el vientre... Marita cogía las de actores. Yo, las de actrices. Elegíamos cada uno, una, al azar, y el otro debía adoptar la  pose de la postal. Raquel Welch sobre el césped: Marita corría a su cuarto, regresaba enseguida al granero de La Torre, donde nos habíamos refugiado, se ponía su bañador azul desvaído, con faldita, y se tumbaba como Raquel, aunque sobre un lecho de paja. Elegía ella, también al azar: “RIKY NELSON. (N. en Nueva Jersey). Intérprete del Film en Technicolor RIO BRAVO de Warner Bros”. Me la había enviado mi tía Charo, que era ciega, y alguien había escrito a su dictado: “Yo te deseo, Paulino, / un cumpleaños feliz  / soplando un poco las uñas –cumplía los años en diciembre- / y moquita en la nariz. / Pero no te preocupes / que esto pronto pasará, / con chocolate caliente / y una copa de coñac / que espero que en este día / te obsequiarán tus papás. / Y si quieres ir al cine / no lo hagas repetir: / te lo pagará tu tía, / y si no quieres sufrir / te calentaré las uñas / y te secaré la nariz”. Riky llevaba pantalones grises, ceñidos. Camisa a cuadros rosados. Chaleco marrón claro, a juego con el color de las cartucheras. Pañuelo verde al cuello. Sombrero de vaquero. Ojos azules (los míos eran ya de un vulgar y anodino marrón, más oscuro que el del chaleco de Riky). El pistolero había desenfundado y sostenía sendos revólveres en las manos, de frente a la cámara. Corrí a la fábrica, a buscar mis cartucheras y mis pistolas de juguete. Marita, a la suya, en el mismo edificio del granero; volvió con un viejo chaleco de su abuelo. Posé como Riky. Mi turno: Raquel acodada en el bar, la copa de champán en la mano. Marita se sube la falda hasta mostrar una de sus piernas, flaca, blanca como la leche. Brinda con un vaso de gaseosa. Hace un mohín con los labios. Su turno: Kirk Douglas en ESPARTACO. Me quito los pantalones, la camiseta, me quedo en calzoncillos y trato de lanzar una mirada furiosa, la espada de madera que yo mismo he fabricado en la mano derecha. Me tenso como un tigre dispuesto a saltar sobre mi presa, otro gladiador esclavo, tan sediento de sangre como yo, adiestrado para luchar o morir obedeciendo las órdenes del césar. Marita, al lado del emperador romano invisible, se levanta de pronto, detiene el gesto del amo supremo, y se ofrece como premio al ganador. De rodillas, suplica. El césar concede. Juntos, tumbados en la paja, nos abrazamos con suavidad, imitamos gestos y débiles caricias que hemos adivinado en el cine, en los prospectos, en las postales. Tengo su cara junto a la mía, noto su aliento en mi mejilla. Acaricio la pelusa de sus muslos, rozan sus labios mi cuello, mi pecho, y dejamos que pase el tiempo. Nos llena un calor ignoto, nuevo. Fuera, cae la tarde, que rompe sólo la voz chillona, estúpida, de su madre.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquella mohosa Elata! Nos gusta encargarnos de los recados. El piso donde vive don Anselmo, con su mujer, está encima de la escuela. Allí ejerce, en los ratos libres que le dejan las clases, de practicante, de callista, y perfora orejas de recién nacidas. Alguna vez nos ocupamos de ir, por el Camino de En Medio, más allá de la línea del ferrocarril, a esperar a su mujer y ayudarle a traer los bolsos de la compra.

            De todo lo que perdí, lo peor son los prospectos. Cuando nos fuimos de la fábrica, mi madre hizo una enorme hoguera. Ardieron con ellos los relatos de mil películas nunca vistas. Se habían ido del barrio, unos años antes, Marita, Mallén, mis amigos del alba de los sueños. Ya no me importó que aquellos relatos se transformaran en humo. Marita hacía tiempo que no estaba allí para escucharlos. No sé cómo se salvaron las postales de cumpleaños y de santos, los actores y las actrices de tan inciertos despertares, en esta vieja caja de zapatos que ha dormido hasta ahora en la casa vacía de mis padres.

            Con Marita no tartamudeaba. Le contaba películas imaginarias, relatos inventados a partir de la imagen fija de los prospectos. Ella me oía sin interrumpirme, insuflándome su aliento caliente de muchacha sin pechos, trémula en la paja, solícita como la buena maestra que sabe escuchar. Fue ella quien me dijo:

            -Haz recados, muchos recados. Tienes que aprender a hacerlos sin tartamudear. Has de atreverte a pedir cualquier cosa, a explicar.

            Y así me transformo, siempre que puedo, en la sombra de mi padre. Entro el primero en las carnicerías, doy las buenas tardes, recojo los vales de entrega, anoto el peso, los precios. Retengo los secretos de cada una. En cada sitio tengo algo por lo que preguntar. Soy la voz de mi padre. Cuento cosas de la escuela, de don Anselmo, de Mallén. Nunca de Marita. Preparo las frases en el silencio de la camioneta, mientras mi padre conduce o se detiene en los semáforos recién estrenados de la sucia Elata. Luego, tomo aliento, respiro hondo, y lo voy descargando todo poco a poco, muy despacio, sin olvidar ni una sílaba, colocando una palabra tras otra siguiendo un orden que a mí me parece perfecto. Me invento cualquier cosa. Me convierto en un charlatán, en un farsante. Puedo vender cualquier cosa. Convencer a cualquiera del mayor disparate. Me hago narrador.

            El portero del cine Coso me dice un día, sorprendido por mi elocuencia:

            -Chaval, que te apunta la sombra del bigote. Se te van a rifar las chavalas. Ya me contarás, pillín.

            Una tarde, en la acequia, bañándonos, chapoteando en el agua embarrada, Marita y yo nos dimos un cabezazo y nuestros labios se rozaron sin querer. Nos dio tanta risa que ella se desnudó y vi su sexo húmedo, fangoso y fresco como babosa de cañaveral. Hoy es un recuerdo vago, un rastro tenue de niebla en la memoria. Se rió con la misma alegría que yo conocía de Mallén, un placer asilvestrado. El pelo revuelto y mojado se le pegaba a los ojos, oscuros de agua como la sombra que brillaba entre sus muslos. Le dije que, después del baño, podíamos ir a buscar regaliz al ribazo que llevaba al Camino de En Medio.

            -Que bien hablas ya, Paulino.

            ¡Cuántas cosas me enseña Mallén en aquel bendito barrio de la mohosa Elata! Por aquellos días, durante uno de los recados de don Anselmo, me empuja hasta los baños de la escuela. Aprendo a mover mis manos como él quiere, despacio. Noto crecer, poco a poco, mi propio calor junto al suyo. El relámpago es tónico, alegre, limpio. Mallén suelta una de sus risotadas.

            Aquella noche, después de estar en la acequia con Marita, después de ir a buscar regaliz en el ribazo, tardé en dormirme más que de costumbre. Era verano y se oía al autillo. Soñaba despierto, viajando hacia el futuro: aliento de mujeres en el pecho, el tiempo detenido. O, mejor, sin tiempo. Y un calor ignoto, siempre, cada vez renovado.

Escrito en Lecturas Turia por José Giménez Corbatón

4 de diciembre de 2013

 

En mi collage, hay una luna asombradísima

de mi presencia en la tierra todavía,

y un cascote rojo pegado a la palabra puente,

escrita con pincel sobre algo parecido a un muro.

 

¿Huelen el encierro?

 

Siempre se hace tarde en ese lugar

y nadie responde el para qué.

La oscuridad es una razón, una lógica inmutable:

está hecha de los corazones de las barajas

que usaba en mis castillos.

Bajo el negro de humo está el lobo a mi puerta

(esa puerta recortada de una foto).

Lo acariciaré en el umbral, lo miraré hasta el fondo

de sus ojos de oro inconquistable.

El miedo y la muerte no tienen su figura,

están pintados de blanconada en el rincón derecho

como símbolo de una boda en la nieve,

de la música que no se oye salvo en la inexistencia

de todos los reflejos.

 

¿Pueden tocar el dolor?

 

Es una noche sin palabras,

es tu amor distraído detrás del alambrado visible

 

 

 

 

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Paulina Vinderman

 

pero gastarás el día, la noche y la muerte

sin encontrar jamás en el suelo el anillo de oro.

Quizá para esto no hacía falta

que Dios te despertase e hiciese la luz.

                                                                    Álvaro Cunqueiro

 

 

La obra de Álvaro Cunqueiro se destaca sobre el XX español como una ínsula imaginativa, como un vitral miniado y fabuloso, donde concurren monstruos de varia filiación y la aventura humana, su extraña propensión a la magia, tratada con benevolencia y humor, con melancolía y ternura. Quiero decir que el gran fracaso de Cunqueiro (pues de fracaso se trata), su acierto inesperado y duradero, ha sido éste de poner en danza los viejos dioses de la humanidad, los sueños que abultaron la Historia de Occidente, cuando en España se hacía una literatura de raíz socializante, vindicativa, de eficacia inmediata, muy alejada del hemisferio alado y fantasioso del mindonense.

 

¿Por qué decimos que Cunqueiro fracasó? Por varias razones. Una primera sería la divergencia entre el carácter de su obra y el momento político del siglo, que pedía otro tipo de compromisos, además del literario. En segundo lugar, está su concepto de lo maravilloso, la singularidad de sus fantasías e invenciones, que excluyen lo fantástico moderno: el terror, el pánico, la amenaza inconcreta y fluctuante. Y por último (existen más razones, pero no ésta la ocasión para enunciarlas), hay que decir el universo evocado por Cunqueiro, la trabazón del hombre con astros y cosechas, declinaba precisamente en esos años, asunto crucial cuya importancia ya señaló Eric Hombsbawm en su Historia del siglo XX. A todo lo cual se añade que la vértebra caudal de su obra Cunqueiro es el optimismo, la alegre salutación del mundo y sus prodigios. Y eso, en la época de Sartre y de Hiroshima, del Terror nuclear y la lucha entre bloques, era mucho pedir a sus congéneres.

 

Efectivamente, en la obra de Cunqueiro hay una huida de lo político, una falta de compromiso inmediato, que viene a corroborarse en su acendrado anticomunismo. Y digo corroborarse, pues Cunqueiro se define políticamente por negación, dejando para los demás la filigrana ideológica y el rigodón de los escaños. Sin embargo, el anticomunismo de Cunqueiro no procede de un concienzudo análisis, sino de un rechazo visceral a los presupuestos marxistas, pues el hombre de Marx es sólo un engranaje, un sumando, un tristísimo eslabón en la cadena industrial de explotación y royalties, mientras que el hombre de Cunqueiro, el hombre en Cunqueiro, es el centro indiscutido de la Creación, el heredero de unas voces milenarias y un adanismo cordial, que la izquierda científica no tiene en cuenta para explicar la realidad, ni falta que le hace. Quiero señalar con esto que el marxismo sólo atiende a la situación económica del individuo, a su anclaje en el proceso productivo, en tanto que Cunqueiro ve en el ser humano al beneficiario de la inmensa regalía de un mundo, y cuyos valores son unos valores sentimentales, culturales, de orden religioso, vinculados a la tierra y la memoria, y a todo lo que nos llama desde una oscuridad fructífera y arcana. O sea, el hombre como  tributario, como heraldo de unos siglos anteriores, que cantan su canción de sangre en nuestro pecho. Esa profundidad anímica es la que el marxismo ignora en sus razonamientos, y ese espesor de lo sagrado, la carga temblorosa de la Historia, es la que Cunqueiro identifica con el acontecer humano, con su razón misma de existir anudado a un paisaje, a una lengua, a unos mitos comunes.

 

Es así como se explica fácilmente el paso de Cunqueiro desde el regionalismo al falangismo (siempre teniendo en cuenta lo forzado de la situación), pues su militancia en el Partido Galleguista no se correspondía con un republicanismo de izquierdas, sino con un autonomismo de raíz tradicional, con un nacionalismo moderado, flolcklorista, conservador, en el que la política era un modo de recuperar la esencia de lo gallego, el alma vernacular del viejo Finisterre. Y esto, lo mismo podía hacerse desde el españolismo brusco y cereal de la Falange, que desde un galleguismo lírico, brumoso, matizado, que entronca con la Historia mayor de España. Sólo es una cuestión de escalas. Lo que no podía hacer Cunqueiro, y en efecto no lo hizo, era simpatizar con unas ideologías que ignoraban todo ese componente espiritual, la trabazón heráldica de hombres y lugares, en la que se sustenta el ideario tradicionalista. Para Cunqueiro, ser libre era ser gallego (“agora que chegamos  un pouco a ser galegos, xa comenzamos un pouco a ser libres”, había escrito en los primeros 30), de modo que la libertad consiste en ahondar en la tradición, en persistir en lo idéntico, pero nunca en especulaciones económicas de ratios y salarios base. Es decir, que Cunqueiro era un premoderno, pero un premoderno que conocía ya los males de la modernidad y usaba, a la contra, sus ventajas. ¿Cuáles? El saber antropológico, la Historia acumulada, la arqueología de mitos y costumbres, que Cunqueiro maneja de una manera irónica, festiva, sentimental, para dar a su literatura el picor y la sorpresa de lo vivo.

 

Según Ana María Spitzmesser, la obra de Cunqueiro es un intento de decir lo indecible, de fabular el franquismo y sus excesos mediante personajes demediados, estupefactos, indecisos, que se mueven entre la voluntad de hacer (Orestes) y la imposibilidad de casar la realidad con esa otra realidad más viva y espumeante de los sueños (El año del cometa). Para nosotros, sin embargo, el proyecto de Álvaro Cunqueiro, su obstinada insistencia en la derrota, no fue la crítica larvada y puntual al compacto silencio del franquismo. Su hallazgo, su discurso, su secreta esperanza, es nada menos que la refutación de un mundo: ese mundo que nace de las guillotinas y llega a su ápice de eficacia, a un culmen de brutalidad y desánimo, con la bomba de plutonio, las urbes infinitas y la fabricación en masa (recuerden su artículo sobre El pollo racional, agónico y clarividente). De modo que si Cunqueiro escribe contra Franco (cosa que nunca ocurrió), no lo hace por lo que tiene de caudillo local y tirano a caballo, sino por lo que hay en él de dictadura moderna, de burocracia hercúlea y santificación del oprobio. ¿Fue Cunqueiro un escritor descomprometido? La respuesta es no. Sólo que su compromiso no era un compromiso al pormenor, de taracea administrativa y decretos-ley. En cualquier caso, no era un compromiso desde la modernidad, sino contra ella, desde un pasado iluminante, más humano y más alto. Lo que Cunqueiro cuestionaba es precisamente esa reducción del hombre a una resma de pliegos notariales y extractos bancarios, a un cientifismo airado de horribles consecuencias. Me refiero a la conversión del hombre en su propio Dios, olvidando su vínculo sagrado con el cosmos, la compañía salvífica de un orden trascendente. 

 

Así pues, si tuviéranos que definir la obra de Cunqueiro, diríamos que don Álvaro trató de reintegrar al siglo la vieja  intimidad del hombre con el mito. Lo que ocurre es que Cunqueiro, como ciudadano del XX, sólo podía hacer esto desde fuera, con las armas de la modernidad (la razón, el análisis, la erudición antropológica), y no desde la fe maciza de otras épocas. Y esta es la falla, el abismo insalvable de la literatura cunqueriana. Un continuo acercarse a la piedra milenaria, pero con los trastos y aperos del espeleólogo.

 

II

 La música no se refuta                                                      

Eugenio d’Ors

 

Hay un cambio crucial que explica bien la mezcla de extrañeza y maravilla, de párvula imaginación en sepia, que produce la obra de Cunqueiro. Este cambio es la desaparición de la cultura agraria, el fin del tiempo circular y sus dioses nocturnos, feraces, providentes, que aguardan su tributo junto al fuego. Según Hobsbawm, la vasta migración del siglo pasado es de igual magnitud a la llegada del Neolítico. Lo cual significa, por un lado, que el hombre ha perdido el orbe mitológico que lo sustentaba; y de otra parte, que los nuevos mitos son ya mitos científicos, acorazados en hierro, sin el entrañamiento y la carnalidad de los viejas deidades cereales.

 

Esta es la razón de que Cunqueiro provoque cierto estupor en sus nuevos lectores, pues el hombre del XX vive ya naturalmente en el prejuicio tecnológico, en la epifanía de lo artificial, mientras que la en obra cunqueriana lo que asoma es la raíz agrícola de Occidente, la pulcra artesanía, el atavismo mineral que une a la mujer y el barro, al oro y el crisol del alquimista. Durante milenios, la humanidad había vivido atenta al latir de las cosechas, a la fermentación del vino, y en el breve espacio de una generación, el Dios de los pastores se había quedado sin ovejas. Por supuesto, este proceso da comienzo mucho antes, con la divinidad industriosa de la Protesta. Pero es en el XX, después de la II Guerra Mundial, cuando la ciencia suplantó definitivamente a una Naturaleza tan pródiga como arbitraria. Y esto de un modo irreversible, matemático, exahustivo, sin necesidad de rogativas ni ofrendas a la Virgen. ¿Entonces, por qué Cunqueiro insiste en sus fabulaciones, en una obra marginal que evoca reinas peregrinas y santos labradores que amistan con los mirlos? Por una razón capital: en el mundo de Cunqueiro, el hombre es la medida de todas las cosas, y el mar o el meteoro son dioses iracundos o mensajes divinos, pero tratan al viajero como lo que es, el centro de la Creación, la última razón del Cosmos.

 

Ya sea con la mitología grecolatina, con la iconografía cristiana o las leyendas orientales, lo que Cunqueiro pretende restañar es la hermandad del hombre y el misterio. Pero misterio no equivale aquí a lo monstruoso, a los peligros y asechanzas de la novela moderna. El misterio en Cunqueiro es la profunda ligazón del hombre con el todo, un retreparse a los ancestros y dioses de la aldea, que dan cobijo al animal humano contra la oscuridad del mundo. Sólo cuando esta protección desaparezca, cuando el tiempo ya no sea el tiempo circular, El mito del eterno retorno de Mircea Eliade, la maravilla se transformará en terror, y el prodigio en amenaza. Quiere decirse que con la caída de los viejos mitos, lo que cae es ese vasto entramado religioso que daba justificación al hombre. De modo que sin el misterio trascendente, sin el resguardo de la divinidad, el hombre se halla vuelto hacia sí mismo, girado contra sí, recelando de un misterio que no es ya aviso del Altísimo, compaña ultramundana, sino peligro acrecido con la ciencia, con una naturaleza infausta, con giros y mutaciones que tornan monstruoso lo apacible. La gran diferencia entre los bestiarios medievales que amó Cunquerio y la bestias modernas a lo Tiburón es ésta: la conversión del milagro en anomalía punzante. Y no sólo porque las bestias no están ya al servicio del hombre, sino porque la humanidad ha descubierto su bestialidad, su rencor, la desesperación de saberse único y admirable, orillado e inútil.

 

No es casualidad que Cunqueiro abominara del pesimismo de Sartre. El existencialismo fue la religión de los hombres sin fe, y Cunqueiro añoraba la antigua fe que enlaza al hombre con lo inexplicado, o sea con la esperanza. Asunto aparte es que Cunqueiro no entendiera (porque no podía o no quiso), que el existencialismo de posguerra era un humanismo a la desesperada, una búsqueda de la dignidad junto a la tumba de los dioses (el viejo Nietzsche hizo de párroco en aquel sepelio).  “Yo he visto el túmulo de un dios en Creta./ Creedme, su tamaño era el de un hombre”, escribe el poeta Julio Martínez Mesanza. Pero Cunqueiro sabía ya todo esto, y también que sin un cierto grado de irracionalidad, sin un adensamiento en lo oscuro, el hombre se transforma en una bestia pusilánime, aterida, y por tanto peligrosa. Digamos que Cunqueiro parte de la idea de Dios, de la Creación como una ofrenda voluntaria y más alta, y entonces lo que compete a nuestra raza es celebrar perpetuamente ese regalo. Sin embargo, la humanidad del XX había amortizado sus viejas divinidades, sus idolillos en barbecho, de modo que la gratitud ya no era necesaria, y lo que iba quedando era defenderse, pertetrarse, dar un perfil estoico ante la nada.

 

No olvidemos que Eliade firma El mito del eterno retorno en el año 47, después de unas vanguardias que, con Freud, habían buceado en el lago abisal de lo inconciente. De hecho, Cunqueiro empezó en un surrealismo lorquiano, que luego abandona por una ensoñación más pía y culturalista, pues Freud rebaja a Dios a la categoría de padre colérico y ausente, y Cunqueiro buscaba medrar en lo divino, peraltar una tiniebla heráldica de obispos y tatarabuelos. Decía que Eliade publica su ensayo a mitad de siglo, y esto significa que el XX comienza preguntándose por sus pasiones, por un hemisferio equívoco y en sombras. Pero también que a esas alturas, el tiempo circular, la connivencia del hombre y lo sagrado, ya no eran motivo de fe, sino objeto de estudio. De esta cruda manera es como lo inefable se traslada del púlpito a las bibliotecas, y el misterio, la palabra ascendente, huye del atrio a los poemas. O dicho de otro modo, el hombre había perdido su profundidad, la memoria de la especie, la inmensa crucería que nos lleva, entre mártires y aparecidos, hasta el regazo de Eva.

 

Sin embargo, todo esto no eran más que categorías irracionales (“la música no se refuta” había escrito d´Ors refiriéndose al nacionalismo de Sabino Arana), y el hombre de la modernidad  lo había apostado todo a la ciencia, a la heredad vicaria y parcelada de la lógica. A Cunqueiro le gustó el ornitorrico por lo que tenía de excepción, de misterio, de lujo palpitante y joya viva. Sin embargo, al exahustivizar los conocimientos humanos, lo que hemos quitado es esa capa de ensoñación y bruma, el espesor del mito, para quedarnos ante una lucidez brillante, cegadora, ociosa. Sin ese viejo manto, la bóveda celeste es sólo una medida de nuestras soledades. Y nadie querrá ser un Atlas para nada. He aquí, pues, la queja de Cunqueiro, su afán inacabado, el fracaso inicial que le llevó al triunfo.

 

III


La gran lejanía que es el mundo

 Ortega y Gasset

 

 

En definitiva, Cunqueiro pretende restaurar la mansa monarquía de lo maravilloso, cuando el terror moderno llega a su perfección en Auswitz e Hiroshima. Cunqueiro entremete el tiempo mineral, el lar y la cosecha, cuando la Humanidad ya es una Humanidad urbana, tecnológica, masiva, que ignora por completo el campo. Por último, Cunqueiro acude a los ancestros, a su abrigo benigno y lastimero, cuando los dioses dormitan entre ruinas. Pero esto no es el número de sus errores, sino la nómina de sus razones, el índice de los motivos que le llevan a erigir su obra. En cierto modo, la escritura de Cunqueiro es el holograma inverso de una época. Donde hubo sombras, hay luz, donde creció el temor, surge el prodigo. Y todo, como digo, en el tiempo más humano de la Naturaleza, pues el hombre actual es ya un esclavo del cronómetro, y no recuerda en nada a aquel viajero arcádico, aquel fauno dichoso, que pastoreó la edad de las espigas y vientre de las uvas.

 

Así pues, este nuevo retoñar de la fabulación y el mito (me refiero a Tolkien, a Lewis, a la saga espacial inventada por Lucas), tienen un precedente insólito, un orondo antepasado, en el escritor de Mondoñedo. Quiero decir que el regreso de la épica, la vida hecha camino y aventura, estaban ya en Cunqueiro como un avizoramiento natural de lo que el siglo esperaba. Quizá Cunqueiro llegó demasiado pronto, o quizá erró en el ámbito de sus indagaciones y nostalgias. Lo cierto es que desde las vanguardias hasta Eliade, desde Poe hasta Freud y lo real maravilloso, el hombre ha buscado un sumidero por el que huir de la Era de las Ciencias. El problema es la imposibilidad de esta huida, pues sólo escapamos científicamente, analíticamente, a través de la lógica y el escrutinio, bien glosando los mitos hebreos, como Graves, bien dando carne teórica a lo que fue vivencia indiscutida, entrañamiento y fiebre, mudo temblor ante lo eterno, como en Lévi-Strauss o Malinowski. Esto es lo que luego han hecho la historia de las mentalidades y la escuela de los Annales (Le Goff, Braudel, Delemeau, Lucien Febvre, etcétera), pero siempre contemplando el misterio desde fuera, como arqueólogos de un saurio hecho de humo.

 

Por otra parte, lo real maravilloso tal vez deba su éxito a una ausencia de lo trascendente, a su extraño irracionalismo sin dioses ni hechiceros (en Tolkien o Harry Potter encontramos la magia, pero no la alegría, la huella de la divinidad, el vínculo con lo sagrado). Sin embargo, en Cunqueiro, no sólo nos topamos al Dios de los católicos; también, y principalmente, nos hallamos ante el Dios niño de Belén, ante el Hijo del Hombre y el Dios entre peroles de Santa Teresa. Es decir, ante una divinidad alegre, caritativa, humana, que habla en nombre del perdón (“la gran perdonanza” de Cunqueiro) y cambia su vida por la nuestra. Ya hemos visto que para Ortega el mundo era un distanciarse, una extrañeza radical que a la vuelta nos singulariza. En Cunqueiro, por contra, el universo no es más que una extensión del hombre, un cuerpo vibrátil y animado, inmensa cercanía, que linda con el corazón del hombre. Así pues, “el silencio significante de las cosas” que decía Bataille, es ese idoma secreto de los seres sin idoma, que dicen al viajero su palabra de piedra, su rezo milenario. ¿Cómo, entonces, iba a llegar Cunqueiro a la trascendencia arenosa de Miguel Ángel Asturias, o a la violencia artúrica, sombría, de mister Tolkien? La obra de Cunqueiro es una epifanía, pero una epifanía que nadie supo entender, que nadie quiso escuchar, atentos como estábamos al trajín nuclear y el lento rumiar de la conciencia.

 

Vista en la distancia, la obra de Cunqueiro se aparece como un magno fracaso, igual que en su adorado Chateaubriand, pues ambos escriben ya desde otro mundo, asidos a la fe y al bulto amigo de los muertos. Cunqueiro acierta al reclamar la magia, y se equivoca al pensar que un día volverá la Edad de Oro (una edad, por otra parte, que jamás ha existido). Lo cierto es la Humanidad había cambiado irreversiblemente, y el paso demorado de Rabelais, la calma tabernaria de Boswell y de Johnson, el mito de las islas Sevarambas, ya no eran posibles. Ese optimismo ingenuo de Cunqueiro, los siglos al trasluz que dan cuerpo a sus libros, no podían cuadrar con una época hecha a la prisa, al horror, a las masas urbanas y la producción en serie. Si hemos de decir la verdad, Cunqueiro nos gusta por cuanto tiene de perdedor, de soñador, de tierno paladín con gafas de montura y manos abaciales. A lo cual añadimos un principio d’orsiano: “aquel que ordena que, bajo la pluma del verdadero escritor, toda palabra sea neologismo”. Así se cumplió y así se hizo en la escritura de esta luz declinante, de este faro nocturno, vigía esperanzado y fabuloso, que fue Álvaro Cunqueiro. 

 

 

                                                     

Escrito en Lecturas Turia por Manuel Gregorio González

26 de noviembre de 2013

 

 

 

 

 

 

 

 

No es una pesadilla y no es un dulce sueño.

Empieza a amanecer, camino sola

por calles de un lugar que no conozco

en el que no me siento extraña ni extranjera.

Aun así me sorprende cada cosa,

la luz que va llegando a las paredes,

el eco de mis pasos, el olor de los patios

con naranjos y fuentes y azulejos,

el temblor que me agita en una esquina

(quizá el frío, quizá la negra vida).

Abiertos los zaguanes a mis ojos,

su frescor, su penumbra, parece que me hablan

en un idioma antiguo que mi sangre recoge.

Tantas puertas abiertas como bocas,

pero tu voz no sale de ninguna.

Y ninguna me llama por mi nombre.

 

 

                                                                      

Escrito en Lecturas Turia por Amalia Bautista

26 de noviembre de 2013

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Escrito en Lecturas Turia por Miguel Mena

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