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Configurar sentido descendente

En la novela Atila, a partir del rescate de la figura del escritor Aliocha Coll (1948-1990), Javier Serena (Pamplona, 1982), sugiere varias lecturas de peculiar amplitud y actualidad. La primera giraría en torno a la tradición del artista incomprendido: Alioscha (el personaje) desarrolla su obra experimental en medio de desarreglos y fracasos, los cuales seguimos a través del testimonio de un periodista amigo. Dichos malestares derivarán en una enfermedad mental que, de modo inevitable, terminará por destruirle la vida, sin por ello comprometer nunca el rigor ni la ambición de su proyecto.

A partir de tal planteamiento, Serena construye una puesta en escena en la que se entrecruzan el relato y la biografía, la crónica y la fábula, sugiriendo que en la ficción el personaje puede imponerse a la anécdota -real o imaginaria-, a través de su poder de irradiación; la seducción que ejerce aquello que fascina porque no puede ser nunca cabalmente interpretado. Esta reconstrucción lineal de un proceso invisible y pleno de incertidumbre, pese a su apariencia realista, permite que Atila sea una novela que admita distintas clases de interpretaciones: la de la mera historia de un excéntrico, la de una época superada o la de nuestra propia relación con el abismo y el deterioro psíquico. 

Otra perspectiva menos evidente, sin embargo, mostraría que el desafortunado e inevitable desenlace que persigue al protagonista sería el resultado de una sociedad cuyos valores -tanto éticos como artísticos- se hallaban en un momento de transformación radical: un proceso histórico del que Alioscha, al igual que  los pocos que lo acompañaron, apenas era consciente. Así, la anhelada modernización social y artística que generacionalmente se auguraba tras el fin de la dictadura en España fue perfilándose hacia cierto conservadurismo discursivo y formal (como defendiera Fernando Savater con su defensa de una literatura comunicativa y amable en La infancia recuperada de 1976). Hoy reconocemos que este proceso, con la perspectiva del tiempo, derivó en la pérdida paulatina de nociones como la calidad literaria y la cultura como acervo, hasta llegar a que la literariedad haya dejado de ser relevante frente a las exigencias de rentabilidad por parte de la industria editorial e internet. En consecuencia, creemos de gran relevancia que la historia de Atila –la de un ambicioso escritor neovanguardista- se desarrolle en los años posteriores a la Transición, cuando el mundo editorial español, tras abandonar la censura política del franquismo, se definió fundamentalmente a partir del éxito comercial, lo corporativo y los gustos del mainstream

Yendo contracorriente, Alioscha, como escritor, pretendía legar una marca histórica, actualizando una tradición experimentalista totalmente activa en el contexto internacional, pero despreciada o desconocida en España por décadas de ostracismo. La brillantez de su formación y su cultura fuera de lo común permitieron que aquella ambición fuese reconocida por unos pocos, pero los fracasos sentimentales, su exilio parisino y la mala relación con el padre disparan en él una profunda y autodestructiva negatividad. Alioscha se sabe un privilegiado por origen, pero rechaza aquellas ventajas (atenuándose, podría haber sido parte de la renovación narrativa que conformaron Javier Marías y Vila-Matas), mostrando así la hidalguía de un auténtico espíritu aristocrático: gesto que reclama a su padre, para quien la cultura apenas supone una actividad ornamental. Y esta crítica es muy elocuente y sigue siendo justificada, dentro y fuera de la novela, al pensar los vínculos de la Cultura de la Transición y el espectro histórico de la vanguardia: una tradición preterida por una burguesía ensimismada, corta de miras, que sería pronto superada y desplazada por el mercado y sus productos editoriales.

De este modo, Atila construye una parábola de un momento de profunda reformulación artística y social, por lo que guarda cierta similitud con un clásico del cine de aquellos días, Arrebato (1979) de Iván Zulueta. Y ése es uno de los méritos de Serena, pues Alioscha, como escritor y antihéroe, es menos llamativo que un excéntrico cineasta amateur enganchado a la heroína. Tanto su degradación como sus rarezas son menores, casi entrañables, pues su cultura e inteligencia le impiden ser un maldito decimonónico, ni tampoco puede permitirse nada que lo distraiga de la ejecución de su obra. En la misma línea, el estilo y la prosa de Serena, ante todo contenidos y funcionales, tampoco realizan concesiones a favor de su personaje, pues Alioscha nunca irradia simpatía, siendo los comentarios sobre su escritura más cercanos al desconcierto que al entusiasmo.

Pareciera, entonces, que el sacrificio de Alioscha resulta encomiable, básicamente, por una cuestión moral: una perspectiva extrema y al mismo tiempo adecuada como antídoto a un tiempo en el que el éxito exige prescindir de cualquier entereza o pretensión de verdad. En conclusión, Javier Serena no solo ha empleado muy hábilmente los cruces entre la realidad y la ficción para rescatar y traer a la actualidad la figura de un escritor interesante y casi desconocido como Aliocha Coll, sino que ha deslizado muchas preguntas sobre lo que podríamos denominar los misterios de la vocación y los destinos literarios.

 

Javier Serena, Atila, Palma de Mallorca, Sloper, 2022

Escrito en Sólo Digital Turia por Martín Rodríguez-Gaona

16 de diciembre de 2022

A Chantal Maillard (1951) le fue concedido el Premio Nacional de Poesía en 2004 por Matar a Platón. Esta colección de poemas, de resonancias inequívocas, llevaba consigo un apéndice que recordaba, al menos desde su título, al texto homónimo de Marguerite Duras: Escribir.

En este apéndice, Maillard -como su colega francesa- exploraba los propósitos que la llevan a escribir: “Escribir / para curar / en la carne abierta / en el dolor de todos / en esa muerte que mana / en mí y en la de todos”, decía en sus primeros versos. Pero también, añadía, para “decir el grito, para descansar”. Para tantas cosas más: “para escribir el dolor / para proyectarlo / para actuar sobre él con la palabra”.

La escritura se revela en Chantal Maillard como forma de vida. Como instrumento con el que observar la vida. Una vida que ha transcurrido en diversas ciudades y aun países. Algo que vemos reflejado en los cuatro diarios que componen esta edición que ha publicado recientemente la editorial Pre-Textos.

El libro incluye asimismo, a modo de adenda, un puñado de textos independientes. En uno de ellos, Besoin de voir plus grand (título inspirado por la lectura de un libro de Georges Perec: Je suis né), la autora justifica la elección del diario como uno de sus géneros recurrentes. En él dice lo siguiente: “Desde siempre me ha perseguido la necesidad de dar cuenta en el relato, tanto en la prosa como en el poema, del tiempo de la escritura. Por ello, quise que mis cuadernos de reflexiones aparecieran en forma de diarios, tal como habían sido escritos, sin subterfugios ni ornamento, evitando someter su contenido a clasificación, contenido u otra”.

Esta concepción del diario como espacio de reflexión y observación se complementa con el carácter con que Chantal Maillard dota a cada uno de ellos. Así, el primero de ellos, titulado Filosofía en los días críticos, va ligado a la idea de pasión; el segundo, Diarios indios, a la de observación; el tercero, Husos. Notas al margen, a la de duelo; y el cuarto y último, Bélgica, una vuelta a sus orígenes, está relacionado, al decir de la autora, con la “añoranza del gozo y el trabajo de la memoria”.

La escritura de Maillard oscila, como es bien sabido, entre la filosofía y la poesía. Se caracteriza por su carácter marcadamente introspectivo. Ante ella, el lector o lectora no lo tiene -al menos a priori- fácil. En ocasiones cuesta entrar en ella, desvelarla. Una vez dentro, una vez desvelada y comprobado que nuestra autora va más allá de las contorsiones a que somete al lenguaje, se hace de repente la luz. Aquella extrañeza primera se convierte, súbitamente, en algo familiar.

Empecemos por el último (cronológicamente hablando) de estos diarios. Bélgica supone una vuelta, a través de varios viajes realizados entre 2005 y 2008, al país de origen de la autora afincada en España.

En sus páginas, Maillard da cuenta de cada uno de esos viajes, realizado por motivos distintos. En el primero de ellos, nos informa de un reencuentro con la abuela y con la memoria del abuelo pintor. Es cuando constata, como el Baudelaire de Les Fleurs du mal (“J’ai plus de souvenirs que si j’avais mille ans”) que está “hecha de recuerdos”; un material que configura en su discurrir (y la lleva a constatar) su propia vejez, un estado en el que “todo es reconocido; nada se ofrece puro” ya que “cualquier impresión apela a otra, anterior, que se activa con tal fuerza que la actual se convierte en simple soporte del recuerdo”.

Las páginas de Bélgica recogen asimismo cuestiones del día a día de la escritora en hechos tan aparentemente banales como las visitas a las casas de los pintores James Ensor y Magritte (no lo será tanto si tenemos en cuenta su labor en torno a figuras como Henri Michaux, del que tradujo algunos textos al castellano), o la descripción del entramado de unas jornadas literarias a la que es invitada.

Por su parte, en Husos. Notas al margen nos encontramos ante una escritura que se caracteriza por el duelo al que aludíamos anteriormente. Un duelo que se desdobla en lo que podemos considerar (por su disposición en la página) como texto principal y textos subordinados (redactados en una prosa desenvuelta que da cuenta de los detalles). En cualquier caso, se trata de los escritos que contienen una mayor carga dramática. “Escribo, porque escribir es lo único que cabe hacer cuando ya no hay nada que deba hacerse”. La escritura, de nuevo, como espejo desde el que observarse y rincón desde el que guarecerse. La escritura, también, como terapia, como (posible) remedio.

En lo que concierne a Diarios indios, un libro escrito a lo largo de varios años de la década de 1990, cabe decirse que ya fue comentado en esta sección a propósito de la edición en 2014 de India, un volumen que recogía todos los escritos de Maillard referentes al país asiático. En aquel entonces ya decíamos que el lector o lectora asiste al encuentro de la escritora, “a su lado más íntimo”, para compartir con ella las descripciones de un paisaje marcado por la miseria o del kitsch característico de las clases pudientes. Ya entonces remarcábamos asimismo la labor de despojamiento y de observación (desde el interior al exterior) que lleva a cabo y refleja en estas páginas.

Finalmente, en Filosofía en los días críticos se trasluce cierto estado de plenitud. Hay referencias que parecen colmar a la mujer que anota en estos cuadernos. Las anotaciones que lleva a cabo a propósito de da lectura de El extranjero, de Albert Camus, o la escucha de las Variaciones Goldberg de J.S. Bach, nos invitan a pensar en ello.

“Vuelvo a mí”, escribe Chantal Maillard. “Cada vez que abro el cuaderno de notas, vuelvo a mí. Vuelvo a mí en la escritura, o antes aún, en la tensión que dispone a la escritura”. Son páginas que rebosan vitalidad. “Mientras yo viva, la muerte seguirá siendo lo más ajeno a mí, lo absolutamente otro”.

En conclusión, estos diarios, que tienen continuidad -según la propia autora- en La mujer de pie y en La compasión difícil (ambos publicados por Galaxia Gutenberg en 2015 y 2019, respectivamente), constituyen una de las mejores pruebas de la escritura, profunda, exigente, rica en hallazgos, de Chantal Maillard.

 

Chantal Maillard, La arena entre los dedos. Diarios reunidos, Valencia, Pre-Textos, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Rafael Martínez

Tras la desventurada peripecia de los molinos de viento, don Quijote promete a Sancho que será testigo de cosas que difícilmente creerá. A partir de entonces D. Quijote y Sancho van por el mundo en busca de aventuras que para el escudero son un dislate y para el caballero, verdaderas, pues confunde la realidad del mundo y la ficción de su febril imaginación. Entre el mundo y lo imaginado no hay diferencia y tan verdad puede ser lo uno como lo otro; también podríamos decir que lo sucedido no es nada sin su interpretación; así salva Cervantes la distancia que hay entre lo verdadero y la percepción que de ello tiene el protagonista de su novela, el cual, conforme avanza esta, es secundado por Sancho. No creo que Cervantes no distinguiera entre realidad y ficción, ni que pensara que ambas tienen un estatuto idéntico, o siquiera similar. Cervantes es deudor de las teorías literarias de su tiempo y de una cosmovisión aún estable y sin fisuras. Ni siquiera apoyaría las tesis románticas de la creación de un mundo a partir del yo del autor. Aunque haya subjetividad en su obra, no es la que vendrá con el Romanticismo, y mucho menos la posromántica, que en este caso es la de la Posmodernidad.

Don Quijote confunde lo que ocurre y en varias ocasiones cambia de nombre pero ni el yo propio ni el mundo en que vive están sometidos a presiones que desmientan lo que el uno y el otro son. Todo es causado por la imaginación, que Cervantes reviste de locura para hacerlo verosímil. Juan Goytisolo fue uno de esos relectores de la obra de Cervantes en la que vio las infinitas líneas de fuga que la novela ofrecía. En “La herencia de Cervantes” apunta que “el creador seguía la brújula de su inventiva, sin trabas ni reglas de ninguna clase. […] El dilema de Cervantes […] es el de cómo recobrar la libertad inventiva, coartada por el peso de las convenciones y cánones”, y de la ideología que todo enloda, añado yo. No fue Goytisolo el único que escribió su obra bajo la sombra cervantina. Jorge Luis Borges antes que él ya realizó una lectura que más tarde alumbró otras posmodernas. “Pierre Menard, autor del Quijote” es un extraordinario juego de espejos donde Menard y Cervantes se sitúan cara a cara y aun así el primero no logra hacerse con la obra del segundo. El tiempo reescribe todo, viene a decirnos Borges, y toda obra es única porque cada lectura (y Menard es un caso privilegiado) es distinta. Cada uno de nosotros lee una novela diferente, incluso uno mismo lee dos novelas cuando entre las lecturas median varios años. Borges, además de esa interpretación de la lectura, fue el artífice de que el Quijote se comenzara a leer de manera renovada. Si hasta entonces en el ámbito anglosajón a Cervantes se lo había leído como el autor de la primera novela realista – con la excepción de Laurence Sterne, que sí que logró ver las posibilidades que el Quijote ofrecía – a partir de Borges las lecturas ponen el énfasis en la libertad creativa y en las posibilidades de crítica social, a través de la ironía y del humor.

Entre los autores que así lo ven, y que ponen en pie una obra en la ladera posmoderna cervantina encontramos a Salman Rushdie, autor indio famoso por la fétua que el imám Jomeini lanzó contra él a raíz de la publicación de Los versos satánicos. Rushdie ya era conocido con anterioridad. Su libro Hijos de la medianoche había sido un gran éxito de lectores y de crítica. Vinieron tras él Vergüenza y Los versos satánicos, más algunas colecciones de ensayos, el libro de cuentos Oriente, Occidente, un recuento de cómo vivió los años en que tuvo que esconderse, más novelas no tan famosas hasta llegar a la última Quijote, en la que de manera poco disimulada viene a dar cuenta de la pervivencia de la novela cervantina.

Las novelas de Rushdie, en especial las tres primeras mencionadas, presentan también sucesos que al lector le cuesta creer; son maravillosas porque se salen de lo real aunque este sea su punto de partida. Es lo que Gabriel García Márquez llamó realismo mágico – término que Rushdie adopta – y que para el escritor angloíndio define la literatura poscolonial, pues expresa una conciencia propia del Tercer Mundo. La literatura poscolonial es la de los desposeídos viene a decirnos, la que cuenta lo que la historia oficial oculta, haciéndose eco de las tesis de la filosofía de la historia de Walter Benjamin. Para contar aquello que no se quiere decir es necesario salirse de la lógica que rige la realidad. Hay que abrir grietas y crear puntos de fuga mediante la imaginación. Este es un uso de la imaginación que sirve tanto para Cervantes como para Rushdie; cierto que en Rushdie hay un elemento político que no está presente (o, al menos, tan presente en Cervantes, pero no hay diferencias esenciales en cuanto a la imaginación desaforada de sus novelas).

Si Cervantes escribió la sátira de la sociedad española en el siglo XVII, Rushdie lo hace con la India y Paquistán del siglo XX. Los sucesos inverosímiles que tienen lugar en Hijos … tienen como intención poner en entredicho la aceptación mansa de la historia de la India. En “Hogares imaginarios” Rushdie reconoce que la novela trata del recuerdo que tiene de la India. La mirada – de cualquier persona, no solo la del escritor – es fragmentaria, incapaz de aprehender el conjunto en su totalidad, a pesar de que su intención fuera la de crear una realidad en cinemascope – en realidad una narración que tuviera un aliento épico –, que, sin duda, consigue gracias al nacimiento de los mil niños la noche en que la India adquiere su estatus de nación independiente, y a la capacidad para conectar los hechos históricos más relevantes con las peripecias de Saleem, el protagonista. Para ello hay que entender la novela no como un género cerrado cuyas características reposan en la gran novela decimonónica que va de Gustave Flaubert a Ivan Turguénev y Henry James, George Eliot, Charles Dickens, Emilia Pardo Bazán, Benito Pérez Galdós, Honoré de Balzac o Thomas Hardy. Las que estos autores escribieron son novelas que contenían algunas de las posibilidades que dicha narración permitía, pero no la única como, también en el siglo XIX demostró Herman Melville con la escritura de Moby-Dick. Rushdie ya sea porque entiende que la novela poscolonial, que en su caso es también posmoderna, no puede ser un calco de la novela europea decimonónica, ya sea porque la lectura del Quijote le impacta – o, quizás, por ambas razones – concibe la novela como un texto experimental – aunque no tanto que para el lector sea un suplicio la lectura – en que ni el narrador ni los personajes permanecen idénticos durante toda la narración. Y donde, por supuesto, los hechos pueden ir más allá de la lógica mundana siempre y cuando, dentro del mundo cerrado que es la novela, sean verosímiles. Esto explica que apueste por la novela como género literario híbrido (sin que termine de definir con exactitud dicha característica).

Vergüenza es una crítica a Paquistán a través de la historia de Omar Khayam, hijo de tres hermanas – aunque solo una estuvo embarazada, las otras compartieron todos los síntomas y etapas –, que se cría en una casa antigua que, da a entender Rushdie, es como una cárcel. Allá vive hasta que se marcha a estudiar. A partir de ese momento, Khayam siente su vida dividida entre el placer y la guerra. No es eso lo más importante sino lo posmoderno con que construye su novela, con un narrador que guía la historia y no deja de comentar los hechos, la importancia que la narración tiene en la sociedad paquistaní, o la historia ausente con la que conviven los países que en un pasado no lejano fueron colonias, la permanente duda de quién es o las metamorfosis que experimentan algunos personajes, como, por ejemplo, Babar quien se convierte en ángel a raíz de su muerte. Vergüenza es, más allá de la crítica política, una novela sobre la narración: lo que significa contar historias, la importancia de su conservación, transmisión y fijación.

Los versos satánicos ofrece al lector una mayor complejidad – casi un retorno en ciertos aspectos a Hijos …– comenzando por la metamorfosis de los personajes en una novela donde las criaturas híbridas son frecuentes. Gibreel Farishta y Saladin Chamcha son actores que, en la primera escena de la novela, caen desde un avión mientras se convierten uno en ángel y otro en demonio. Los versos…  tiene una estructura en que la realidad y el sueño se alternan, a veces sin que el lector sepa con seguridad dónde está. Esto hace verosímil el sueño de Gibreel con Mahound, trasunto de Mahoma, y la batalla por la conversión de un lugar llamada Sumisión. Los personajes son dioses corporeizados pero también podrían ser parte de alguna de las películas de Gibreel, pues este es otro nivel de realidad irreal que plantea la novela: dónde está la realidad, si en el mundo, en los sueños o en las fantasías humanas.

Si las aventuras de Gibreel tienen que ver con el recuento ficcional del modo en que el Islam se extendió por la Península Arábiga en sus primeros años, lo que incluye guerras entre clanes, la vida de Saladin es más terrenal, no solo porque busca arreglar su matrimonio; en uno de los episodios acaba transformado en cabra e ingresa en un hospital donde tratan a personas que sufren similar afección.

Desde la ironía posmoderna, que incluye grandes dosis de humor, Rushdie critica el modo en que las personas utilizan la religión para fines espurios. La crítica, en gran medida lograda gracias al humor, es irreverente, aunque nunca arremete contra el dogma sino contra aspectos históricos, viéndolos desde un ángulo nuevo, osado, y satírico pero no hiriente. No es el ataque más grave que haya recibido una religión. Podemos pensar en la quema de iglesias y de sinagogas, en las leyes que, a lo largo de la historia, han coartado la libertad de los creyentes o en la persecución y matanza de estos. Habría que recordar con Bertrand Russell que en una democracia es necesario que la gente aprenda a soportar que ofendan sus sentimientos. Es lo propio de las sociedades donde no hay ni una religión ni un dogma oficial, donde las personas viven sus creencias en la intimidad de sus vidas, por más que esto fastidie a la clerecía. La ausencia de una moral (o religión) oficial es condición indispensable de toda convivencia en las sociedades complejas – que son casi todas las que hoy en día existen. A la moral la sustituye la ley, y a la violencia física el debate de ideas, al que nunca debemos calificar como violencia lingüística, ni filosófica ni argumentativa ni política.

El humor, presente en las novelas de Rushdie, como también lo estaba en el Quijote, en El Lazarillo de Tormes, así como en Ulises o en tantas otras novelas modernas, es un elemento necesario en toda sociedad abierta. En las de tiempos pasados era el modo en que los escritores lograban sortear la censura, y con ella el castigo legal por su atrevimiento. En nuestro tiempo el humor no es ya necesario para eludir las penalizaciones pero sigue siendo un instrumento extraordinario para desmontar las falacias dogmáticas de todos los curillas que merodean y se entrometen en nuestras vidas.

En una sociedad tecnológica – mucho más que científica – el sentido y el uso de la literatura se han perdido. Las novelas han de tener alguna utilidad en esta sociedad. Dicho pragmatismo miope olvida que las novelas, entre otras cosas, pueden ser el espejo en que nos reflejamos, allá donde vemos, a nuestro pesar, las deformidades que nos conforman. Las mejores, y por ello calificamos a sus autores de grandes novelistas, son aquellas que no intentan imponer una tesis ni crean dos bandos sino que muestran con honestidad, aunada con el humor, lo que en esta vida somos, con lo bueno y lo malo de cada uno.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Santiago Rodríguez Guerrero-Strachan

Cuando un libro supera un determinado número de páginas y su volumen y forma indican que no es un peso ligero (sigo siendo de leer en papel), sino que pertenece a una categoría superior, uno puede huir despavorido y dedicarse a otras cosas –con total seguridad menos provechosas- o entrar directamente en faena. Pero si el libro en cuestión –Frutos extraños (Crónicas reunidas 2001-2019)- comienza con un texto como “Mi diablo”, en el que Leila Guerriero (Junín, Argentina, 1967), su autora, explica con vehemencia no exenta de emoción su trayectoria lectora y profesional (el orden es imprescindible), entonces el lector acude raudo al resto de textos reunidos en el libro y abandona la pigricia que lo ha ido abotagando últimamente. Es en esas páginas iniciales en las que podemos observar buena parte del tono y ritmo narrativos que van a predominar en el resto de crónicas y perfiles sobre diversos personajes y los textos sobre el oficio de escribir que conforman el libro. Si, además, el primero de los ellos es “El gigante que quiso ser grande”, que gira en torno a la vida del luchador de la WWF y antiguo jugador de básquetbol Jorge “El Gigante” González, miel sobre hojuelas, pues uno recuerda con cariño esas sesiones frente a la tele viendo aquellos espectáculos (es un decir, claro) de lucha libre, con personajes que ya se intuía que tenían toda una historia detrás de los focos y el estrellato, de los puñetazos inverosímiles, las caídas estrepitosas y los disfraces e histrionismo de sus gestos.

Este volumen de Frutos extraños (publicado en 2020) recoge los textos que ya aparecían en la edición de 2009 (Frutos extraños. Crónicas reunidas 2001-2008, también en Alfaguara), a los que se añaden el procedente de una conferencia (el antedicho “Mi diablo”), junto con cuatro crónicas más y un texto incluido en la sección “Sobre el periodismo”. Es, por tanto, una versión ampliada, que recopila textos que han sido publicados sobre todo en revistas de Colombia (El Malpensante, SoHo), Argentina (La Nación Revista, Rolling Stone) o Méjico (Gatopardo), así como algún otro en España (El País Semanal) y conferencias u otras publicaciones. La primera parte, que es la más extensa, “Crónicas y perfiles”, contiene 20 textos cuya amplitud varía y permiten una lectura independiente. Es en estas páginas donde creo que es más nítida su maestría, sostenida en el tiempo a lo largo de una trayectoria literaria y periodística prolífica, con títulos recientes como Opus Gelber. Retrato de un pianista (Anagrama) o Teoría de la gravedad (Libros del Asteroide) -ambas de 2019-, pues los perfiles de los entrevistados son claros, desaparece la entrevistadora y es el propio personaje el que se nos ofrece y devela, con sus claroscuros y secretos. Son ellos frente a los que se sitúa Guerriero, que escucha cuando observa y que traza estas crónicas y perfiles tras un riguroso estudio de campo y narración.

De todos ellos quizás sea “La voz de los huesos” el que más recorrido ha tenido: la historia del Equipo argentino de Antropología Forense que se ha dedicado a buscar los restos de los muertos durante la dictadura militar argentina tiene tintes épicos, pero parece englobada en una narración que tiene también  algo de policial. Junto a esta pieza literaria hay otros perfiles de personajes de la cultura menos conocidos o que han quedado arrumbados por el paso del tiempo, como Pedro Henríquez Ureña o Facundo Cabral y otros más recientes y mediáticos, como Fito Páez (“No me verás arrodillado”); empresarios singulares como Gustavo Grobocopatel (“Sobre un verde mar de soja”) o Alberto Samid (“El rey de la carne”); gentes del espectáculo que se mimetizan en otros (“El clon de Freddy Mercury”, que es Jorge Busetto y su banda One) o que hacen de una desgracia virtud en el arte del ilusionismo (“René Lavand: mago de una sola mano”). Hay también crónicas de asuntos diferentes, relacionados incluso con personajes que arrastran episodios turbios detrás (“Tres tristes tazas de té”) y otras de relatos asombrosos por lo rocambolesco de la historia, como “El hombre del telón”, que también algo de tragedia. Es en esta querencia por los asuntos que a priori se escapan de los focos o de los más mediáticos en donde sobresale el oficio de quien sabe vichar con atención dónde está la historia que merece ser contada, como si de un gabinete de curiosidades se tratara.

Guerriero hace que su narración resulte fácil y fluida y que lo que parece difícil, que es trazar los perfiles de los personajes con naturalidad y sin que se note la tramoya, lo logra un complejo equilibrio que no es casual. Para ello se ha de conocer el pasado de la que persona a la que se entrevista a fondo, ir a los pequeños detalles, tratar de comprenderla (aunque tal vez no lo merezca) y que aquella sea el centro, hacerse en cierto modo invisible, como ella misma comentaba en la conversación que mantuvo con Juan Carlos Soriano en Turia en su número 132 (2019). De entre las influencias y corrientes con las que se puede relacionar esta escritura, está la de la denominada como “Nueva crónica latinoamericana”, que tiene a Martín Caparrós, Tomás Eloy Martínez o Homero Alsina, entre otros, como algunos de sus más destacados escritores. Estas crónicas gozan en la actualidad de gran prestigio y en los últimos años comienzan a ganar más público lector; son un género híbrido,  con sus detractores y apologistas (y también, quizás, sus popes), que aúna periodismo y narrativa y que tiene en antologías recientes (Antología de crónica latinoamericana actual, editada por Darío Jaramillo Agudelo o Un mundo lleno de futuro. Diez crónicas de América Latina, a cargo de la propia Guerriero) y revistas especializadas –algunas citadas más arriba- sus canales de difusión, aunque en España todavía está en mantillas. Y de la escritura y el periodismo versan también los cinco textos que aparecen en la sección “Sobre el periodismo”, que completan el volumen (y una breve Coda: “Música y periodismo”) en los que se ofrecen reflexiones sobre el periodismo y la escritura, además de repasar algunos de los temas y cuestiones esenciales de quien escribe.

Explicar el mundo a través de la escritura, mostrar curiosidad por lo que nos rodea (y a lo que no solemos prestar atención), salirse de lo trazado y crear un estilo propio, que huya del lugar común y el tópico, constituyen, entre otras, las bases de la nueva crónica latinoamericana que practica desde hace años Leila Guerriero, en la que estos frutos no tan extraños son la mejor muestra de su maestría en la narración y en un enfoque y estilo distintos (también en sus columnas en El País). No querría terminar con un ditirambo gratuito y encomiástico en el que se cae a veces cuando se reseña un libro (espero que no), pero desde luego que estas crónicas, perfiles y textos sobre el periodismo son la prueba de que nos encontramos ante una escritora que transita por una senda propia y que a buen seguro seguirá sorprendiéndonos.

 

Leila Guerriero, Frutos extraños (Crónicas reunidas 2001-2019). Madrid, Alfaguara, 2020.

Escrito en Lecturas Turia por Pedro Moreno Pérez

9 de diciembre de 2022

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La madre toca a su hijo como si fuese un instrumento.

La culpa se ha vuelto una monedita pintada.

Algo en ella:

clausurado.

 

Si tuviera ocho patas

ofrecería a las crías también yo

de mi carne.

 

Fíjate en la de las criaturas, que está toda hecha de espejo.

Un brazo vicario y menudo en un

pulso contigo misma.

La ciega, la animal, la jíbara.

 

La madre y el hijo negocian su poder con moneditas de plástico.

Comen y defecan ese mismo lenguaje.

Miedo, berrinche, elogio, confianza.

 

Por el envés del día va gruñendo la madre su ternura.

Lleva como conchitas colgadas de un collar.

Culpa deber atención pertenencia.

 

Se abrazan fuerte para que la dicha no llegue a derramarse.

Frotan de los paños lo que no desearon nunca.

Atándose al mástil de un amor tan fiero

algo en la araña quedó clausurado.

 

El hijo y la madre comercian con su placer y su castigo.

Algunas manchas no salen jamás.

Escrito en Lecturas Turia por Yolanda Castaño

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