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El escritor, traductor y editor Nicolas Bersihand (París, 1976) siente especial querencia por las cartas, por el mundo epistolar, sabe que hay literatura y sabiduría y belleza en las misivas postales. Tras Cartas a la madre, en el que indagaba el modo de tratar y los asuntos abordados entre madre e hijos, ahora publica Cartas eróticas (Ediciones B), en el que recoge un florilegio de declaraciones encendidas, apasionadas, vehementes, libidinosas, tiernas, místicas, dolientes.

 

“Las cartas nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia”

- Discúlpeme la impertinencia pero, ¿no resulta un tanto obsceno que algo tan íntimo y privado como la correspondencia se exponga públicamente?

- No es nada impertinente sino un tema tanto legal como moral. Para el derecho, la correspondencia forma parte de la obra de su autor, regida por el código de propiedad, que autoriza bajo ciertas condiciones su publicación: en Europa, con alguna excepción, 70 años después de la muerte de su autor, está permitida su reproducción. Moralmente, es verdad que existe una contradicción en el hecho de que el gran género de la intimidad por antonomasia (más que los diarios, memorias...), se vuelva público. Pero es cierto que muchos de sus autores sabían perfectamente que sus cartas iban a ser publicadas mientras las escribían. Y nunca quise hacer un libro obsceno, sino retratar el erotismo real a partir de las correspondencias ya publicadas: no exhumo cartas inéditas, sino que trabajo con libros ya publicados. Creo que nos desvelan otra luz sobre la verdadera vida de estos grandes personajes de la historia, al mismo tiempo que tienen un interés profundamente antropológico: en estas cartas radican grandes secretos, pasiones y pulsiones ocultas de estas personas, del género humano, pues. Y, por último, creo que es cuestión de época: para Erasmo, su libro más importante era su epistolario con los grandes personajes del mundo, que publicó en vida. Desde hace siglos, el valor de la correspondencia ha decaído, pero quizás los cambios digitales la pongan de nuevo en el lugar que se merece: un continente literario, histórico y cultural único, tan variado como emocionante. Estas son las convicciones que me impulsaron a lanzarme en un vasto trabajo editorial sobre las cartas.

 

- ¿Dónde acaba la ternura, la confianza, la familiaridad y comienza el terreno de lo erótico en nuestra comunicación con el otro?

- Creo que las flechas del deseo, que definen para mí la entrada en el erotismo, confesado, formulado o no, pueden aparecer en cualquier lugar y momento, contexto y circunstancia. En pocas palabras, se cambia de registro y se pasa a una relación erótica, consumada, afirmada, asumida o no.

 

“El tinte erótico experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo”

-¿Cómo se modula el tinte erótico dependiendo de si es previo, simultáneo o posterior a la consumación erótica?

- Creo que el tinte erótico (¡qué bonita expresión!) experimenta una profunda transformación con el paso del tiempo y el (in)cumplimiento del deseo. Las cartas anteriores al primer contacto son parecidas a los poemas de Santa Teresa sobre la llegada de Cristo, puro fuego de deseo. El hecho consumado libera la expresión tanto del deseo como la de los placeres sentidos. Y las cartas posteriores relatan las transformaciones del deseo inicial en recuerdo, desaparición, nada o llegada al amor, la gran pasión humana.

 

“Las épocas de ruptura histórica crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias”

- ¿Hay épocas más proclives que otras al erotismo? La nuestra, en la que el contacto físico cada vez se restringe (pienso en la cultura norteamericana, especialmente después del Mee too), en la que las pantallas sustituyen la presencia, en la que plataformas que convocan a posibles parejas piden una serie de datos previos para que los algoritmos hagan de Celestina… ¿no ha rebajado la práctica erótica a una suerte de condicionantes (a veces normativos) que la socavan?

- No soy historiador pero me parece que las épocas de ruptura histórica, revolucionarias o de fin de una era, crean o liberan un deseo colectivo multiplicado, como enfurecido por las circunstancias. El Renacimiento, con poetas como El Aretino, la Ilustración con los libertinos, el Romanticismo con sus artistas y las grandes revoluciones (francesa, bolchevique…) y/o los grandes saltos históricos, como la Segunda República, el 68, crean un caudal de deseo, que la intimidad recoge y canaliza. Tampoco es su única vía de expresión: las sublimaciones proliferan allí también, en las artes, las ciencias, el mundo cambia… En este sentido, me parece que vivimos en semejante circunstancias, desde la entrada en el tercer milenio. Todos los cambios contemporáneos descritos en su pregunta -tecnológicos, ideológicos, revoluciones políticas (#metoo)- dibujan una nueva configuración del deseo, nuevas normas, prácticas y artes de los encuentros y de los placeres íntimos. Pero me parece que el deseo es salvaje e indomable: su liberación del nuevo canon descrito (y que desconocía del todo) llegará, si es que le condicionan de verdad.

 

“Las cartas de las mujeres son las más sorprendentes”

- “Mi querida zozobra, no deseo otra cosa que abrasarme los labios con tu primer beso”, le escribe Reneé Vivien a Kérimé. La práctica del erotismo verbal, ¿varía en función de los sexos?

- No quiero caer en un esencialismo de género, muy al uso y criticado por el feminismo, pero tal como lo elabora el feminismo de la diferencia, que no niega ni cancela la diferencia de género, más allá de las diferencias anatómicas, al buscar, descubrir, leer y seleccionar estas cartas, me parece que las correspondencias ilustran una diferencia de sexo acerca del lenguaje del deseo, hasta la expresión del amor. Las cartas de las mujeres son de las más sorprendentes, ya sea por la ausencia de censura (la famosa Lou, de Appolinaire), su poesía sensual (ésta misma de Kérimé), su ubicación del deseo erótico en un marco más amplio (fisiológico para Lou Andreas-Salomé, el amor para muchas mujeres). Y desde luego, la tentación cósmica como la exploración de un abanico de sensaciones infinitas esbozan una práctica «femenina» del erotismo.

 

“Son infinitas las maneras de cortejarse”

- ¿Son inagotables las maneras de cortejarse, de amarse, de conquistar ese territorio en el que “hacer catleya” (Proust) y “hacer el amor como quien bebe un vaso de agua” (Kolontái)?

- Hice este libro después de dedicar mucho tiempo a mi libro anterior: las cartas a las madres. Varón, sin hijos, ni perspectiva o ya deseo de tenerlos, pensaba haber recorrido un continente infinito, inalcanzable de cierta manera, la alteridad absoluta para mí. Y en la labor sobre las cartas eróticas, me sorprendió que tratase de un tema que me concernía pero que resultó a la vez francamente inabarcable por todas sus manifestaciones, expresiones epistolares o no: literarias, artísticas, culturales. En todas las culturas, épocas y países, el erotismo proyecta su sombra imperiosa, inquietante a la par que magnífica, trascendente, ineludible. Así que respondería «sí» a su pregunta: son infinitas las maneras de cortejar, desearse, disfrutar del encuentro íntimo, quererse…

 

- “(…) te reitero mi anterior consejo de que, en todos tus amoríos, te decantes por las mujeres mayores y no por las jóvenes”, le conmina Benjamin Franklin a un amigo. ¿Se puede enseñar el arte del erotismo, o es más bien una cuestión intuitiva?

- Debo confesar mi incompetencia para responder a esta pregunta, pero al juzgar por la cantidad abrumadora de tratados íntimos, empezando por el Kamasutra (¡del que existe una versión española!), la cantidad de cartas de consejos y prevenciones, todas las novelas de iniciación (cito en mi breve ensayo final al escritor Philippe Sollers, que confiesa que empezó a leer novelas para saber más sobre este tema, las intimidades humanas), está claro que la cultura de cualquier época transmite sus enseñanzas sobre este tema. Eso no quita, creo, la autenticidad y libre expresión de cada persona que quizá habría que limitar también, al ser condicionadas por la ideología de su tiempo y la vida inconsciente de uno mismo.

 

“Vivimos la edad de oro de las correspondencias”

- ¿Se ve disminuido el voltaje erótico si en vez de carta escribimos un correo electrónico o un whatsapp?

- Para nada, más bien todo lo contrario, creo. La carta no es la propietaria ni el emblema del género epistolar: la correspondencia, como género literario, experimentó varios cambios técnicos que no acabaron con ella sino que la transformaron. Pero, desde un mensaje oral o escrito transmitido por un mensajero, como Maratón en la Grecia Antigua, hasta el whatsApp, permanece la estructura que define la correspondencia: alguien escribe algo para otra persona. El paso al mundo digital, al permitir a muchas personas analfabetas, con carencias de escritura o con problemas de acceso al correo tradicional, solo multiplicó las correspondencias. De alguna manera, vivimos la edad de oro de las correspondencias: nunca en la historia se intercambiaron tantos mensajes de una persona a otra. El feminismo contemporáneo, que libera y permite la libre expresión de las mujeres, reflejado en el éxito planetario del 50 sombras de Grey, señala que quizá estamos viviendo la gran época de la correspondencia erótica, eso sí, digital, aún sin publicar.

 

- ¿Rilke tenía razón cuando afirmaba aquello de que “la experiencia artística se encuentra tan increíblemente cerca de la del sexo, de su dolor y su éxtasis, que ambas manifestaciones no son más que diferentes formas de un mismo anhelo y deleite?”.

- Creo que es la tesis de Freud, plasmada en su concepto de libido: esta energía sexual, de la que todo proviene. Todas las actividades usan, conectan y transforman con la libido. Especialmente, la cercanía del arte, de la literatura con las esferas del deseo me parece probada por la lista infinita de obras que se acercan al deseo, las fantasías, los encuentros…

 

- “Alcanzamos la iluminación cuando tememos perder un objeto tan preciado en la vida”, escribe Ninon de Lenclos a Lopuis de Mornay. ¿La cotidianidad arruina el erotismo?

- Las cartas de muchas personas aquí recogidas dicen lo contrario: el deseo puede permanecer, eso sí, transformado. Por la cotidianidad, cambios fisiológicos como lo apunta la ciencia o la evolución de la vida de las personas implicadas

 

- “En cuanto te coja, no queda rastro del gran hombre”, le dice Emilia Pardo Bazán a Galdós. ¿Cómo medir la osadía, la sugerencia sutil? ¿Cómo saber cuándo dejar un resquicio al equívoco es necesario?

- Creo que en el uso del lenguaje más allá de la mera transmisión de información, la fotografía de una situación, estriba la verdadera literatura, a la que pertenecen las cartas. Este arte de la medida, del claroscuro, del entredicho o del no dicho es una vara de medir literaria. Al mismo tiempo, la historia de la literatura erótica es todo lo contrario: la emancipación de la alusión, la conquista del derecho a nombrar todo por su nombre, el goce de decir, confesar, especialmente por parte de las mujeres, afirmar su deseo… Me parece que el temple entre la osadía o la sugerencia están marcadas por la naturaleza de la relación y el atrevimiento, el deseo secreto de sus protagonistas. Y luego el arte mismo de la escritura, capaz de transformar una relación entre dos personas, erótica o no, cambia las perspectivas al ser en sí mismo un goce poderoso, articulado en muchos sentidos al deseo íntimo.

 

“El deseo no se para ante nada”

- “Tu amor es violento y sublime, es divino, como todo en ti”, le escribe Claretta Petacci a Mussolini. “Tu amor se ha abierto al sol como una fruta madura, como un torrente impetuoso ha destruido los muros de contención, ha invadido el mundo con su júbilo, ha inundado de alegría mi corazón (…)”. El erotismo, ¿es inmune a la monstruosidad, es capaz de disociar lo público de lo privado?

- Creo que el erotismo y su fuego interior, el deseo, desconocen cualquier límite o frontera, que quizá el amor derrumba, si hiciera falta. Para bien o para mal, prueba de su grandeza o de su ceguera, en todo caso, demostración de su fuerza, el deseo no se para ante nada. Este fragmento ilustra por otro lado el poder erótico de los grandes dictadores quienes han sido, a lo largo de la historia, las personas que más cartas de cortejo y más peticiones de matrimonio han recibido. Pero, más allá de las cartas, es una pregunta a la que quizá se debería aplicar una perspectiva de género: ¿cómo separar el amor verdadero de la atracción por el monstruo?

 

“Las cartas que más me han sorprendido han sido las de la amante de Victor Hugo”

- En este trabajo de lectura epistolar, ¿qué carta es la que más le ha sorprendido y por qué?

- Todas las cartas que publiqué, y las que no pude (por falta de espacio, problemas de derechos y demás) me han impactado, tocado, enriquecido. Para ser exacto, las que más me han sorprendido han sido las tres cartas de Juliette Drouet, la amante de Victor Hugo, que se convertirá en la gran mujer de su vida. El poeta, romántico y progresista, el político defensor de los pobres, visionario, feminista, ecologista, era, en su relación real con las mujeres, todo salvo irreprochable: maltratador de Juliette, a la que prohibía salir a la calle sin él, mujeriego a más no poder, no le interesaba mucho, por no decir más, el placer femenino. Entonces, la genial, vital y magnífica Juliette, le describió el nacimiento, las sensaciones y las vivencias del goce femenino, en la mitad del siglo XIX, sin que esto tuviera el más mínimo efecto en su amante. Tuve el inmenso placer de leerlas, asombrado y maravillado.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

30 de enero de 2023

El último libro de Sergio Navarro (1992), ganador del XVIII Premio Nacional de Poesía Joven Grande Aguirre 2022, viene a confirmar la aventura que inauguró el autor tras ganar el Adonáis por el 2016. Este último galardón de la Universidad Popular José Hierro, confirma persistencias y saber decir, valora la madurez primera, capacidad de reflexión y análisis, originalidad plástica y tropológica, muy personal en sus sucintos guiños, a falta aún de estilemas definidores de un yo inconfundible. No se le debe exigir, cuando muestra talento y poesía sin pacto, a la espera del asentamiento. Muchos hundimientos en verso y prosa han existido tras los iniciales y estupendos brillos, honrados en su quehacer y atenderse, como el decir memorable de Blanca Andreu. O, con menos peso, pero brillante también, sobre todo teniendo en cuenta los años y adolescencia lírica, mágica y conflictiva, de aquella Elena Medel de pitufos, jeans y bikinis. No es el caso, pues no brilló tanto la poesía de Sergio Navarro en sus comienzos o “en construcción”, por decirlo con John Ashbery, pero ya se sabe, frente a excepciones y tópicos, que la poesía es asunto de madurez, en lo fundamental. La labor del Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes y Universidad popular, esfuerzo público, reconoce y hace crecer voces como esta en la renovación de nuestra lírica. Lo promueve con alicientes cualitativos allá de los excesos del escaparate mediático, lastrado por intereses económicos tantas veces, prensa y editoriales dependientes que compran en la sombra a las independientes, y sin entrar en detalles. En los inicios de su aventura cultural, al comienzo de su andadura y de la mano de Manolo Romero, el yerno de José Hierro, di en ella, mucho antes de la llorada Guadalupe Grande, una conferencia en un gimnasio, a falta de un local adecuado. Las cosas han cambiado desde entonces, y buena prueba de ello es este premio Grande Aguirre. No siempre se encuentran libros de poesía que así pueda llamarse sin ofensa de las diversas musas, ni en el Adonáis, ni en el Loewe o el de la Generación del 27, por citar a vuelapluma algunos nombres con pedestal social, entre tantos. Tampoco brotan poetas todos los días en un país lleno de versos y versificadores entre las autoediciones o en las editoriales que ven allí una fuente legítima de ingresos. La poesía, pese a tópicos excepcionales y salvo para los tales Arthur Rimbaud, Charles Baudelaire, Federico García Lorca y el primer Claudio Rodríguez, es cosa de madurez, por citar a la carrera. De esta que comienza Sergio Navarro y ha traído junto a Erika Martínez o Berta García Faet, antes del 2020, libros de referencia, propuestas con algo diferente que decir a la poesía española de hoy o en español, si lo prefieren.

Historia del Tacto nada promete que después traicione, como las violetas de Cernuda donde se reconoce, y además hermanan, en las soledades de una de las seis secciones. Un tránsito emocional frente a la presencia de otras más amables: “Los límites del mundo son los límites del tacto”. O, si prefieren, del amor y deseo, de lo tangible frente a la contemplación imantadora: “El mar es el alma del ojo”. Y al fondo el eterno motor de la pugna por decirse de todo buen poeta lírico: “Las palabras/ son el lugar donde no están los muertos”. El libro reivindica en su miscelánea algunos protagonismos: la memoria y la reflexión, el amor y deseo, o los existenciales peregrinajes por una Inglaterra de los que brota un diálogo existencial con el citado Luis Cernuda. O una apuesta aventurada y atractiva, aunque a mí no me convenza tanto como las otras, en la que conjuga lenguajes del medievo para alumbrar pulsiones y sentimientos. A veces el exceso de “autoficción lírica” sin fórmula, salvo la de la extrañeza por el modo de narrar (más que versificar), puede encontrar resistencias en los misoneístas, entre los que no me encuentro, pero escucho (piensen en algunos momentos de la poesía de Mariano Peyrou. Se ha de tener una fórmula radical con centro en la palabra -Roberto Juarroz, por ejemplo, entre ella y el silencio-, y no, salvo excepciones, que las hay, en la narración, la anécdota o cierta pretenciosidad, más allá de la “nube del no decir” o de no ser atractivo ese imán del asunto en su perspectiva.) Ha tenido, con todo, Sergio Navarro el valor de arriesgarse y experimentar en ella, hacer algo distinto a la pluralidad de propuestas convencionales. Y aunque, ya digo, está sección esa de reinterpretaciones o “traducciones infieles” no me parece del todo convincente en esos términos. Sin duda atrae ese valor y falta de miedo a lo diferenciado, riesgos. María Salgado o Lola Nieto los han afrontado, con otro desparpajo, desde lo experimental, la música y lo visual. También Berta García Faet ha arriesgado en Los salmos fosforitos, con mucho más que taller (pero con mucha construcción desde ahí y logolalia atractiva), como buena parte de esa escuela que encuentra hueco en el noreste de España, que se emplean con ella dese lo mismo (Unai Velasco, etc). O, en otra vertiente, el sugerente y último libro, atractivo realmente en sus aciertos, del buen hacer de otras promociones, como la llorada y capaz Guadalupe Grande en Jarrón y tempestad. Por ello admiro el riesgo, creo que fallido, de esta sección, mientras valoro con cautela esa propuesta, frente a las otras, casi todo el libro, donde reconozco un estupendo buen hacer y saber decir, o algo más que propileos líricos.

La primera de las secciones, La gracia de las palomas de invierno, acerca el drama de la construcción desde los “galopes de la memoria en el colchón”, pensativos. También es atractivo el coraje del fideísmo público en verso en un contexto donde los fideísmos han muerto, o se han hecho folclore o astucia, o lo contrario, integrismo. Lo hace desde la fe y lenguajes puestos al día, que trae con modernidad o cuanto en poesía importa, el verbo y la imagen, la fórmula y la perspectiva. Que Erika Martínez, Juan Andrés García Román o Álvaro García se hayan interesado en Historia del tacto, habla de esa modernidad y reconocimiento. Por ahí se destilan aturdidos dramas y heridas (los ojos del niño ante el divorcio), o “un corazón de rama y nada”, y la intimidad delicada. Lo hace con imágenes directas y sugerentes, propias: “Una liebre espantada/fue el alma en los ojos. / Siempre llegamos tarde”. El delicioso, ágil en las analogías e inteligente reflexión sobre la memoria y sus celadas del poema “Cuando llevan al niño a la playa”, traen a la primera plana toda esa capacidad de sugerencia y análisis del conflicto, de la misma manera que, en otras, se acerca al deseo y al amor, no sin cierta presencia de una oscura soledad de fondo muy habitual (en la sección “Niños perdidos en los bosques”, por ejemplo”. Y también en esta de la que hablamos: “Tus ojos juegan a ser una cuerda. / En los míos/ hay potrillos que se hunden en los páramos”, mientras siente, en inédita imagen, “Tu caricia por mi/un insecto avanzando una cortina/ busca lo que tan solo fuera existe”, y lo hace con un fraseo muy de algunos poetas de la promocione del 2000, a las que nos hemos acercado Juan Carlos Abril, José Andújar o yo mismo. Con aquel giro que dio la poesía frente al final del realismo y del silencio en los jóvenes nacidos en los años 70. Superficie y profundidad, tacto y esencia, presencia e ilusión, juegan sus claroscuros, a lo largo de todo el libro en su pugna por ser y estar, huir de sus soledades y empozamientos catabáticos a los que tiende,  pues “la muerte/ocurre a quien se queda solo”

Escuché muchas veces a Claudio Rodríguez decir que el poeta incapaz del poema largo, no era poeta. No lo sé, mientras pienso en la genial Emily Dickinson, como modelo opuesto y genial. Sergio Navarro ha sido capaz de lo extenso. Lo demuestra “El milagro de la caridad de Luis Cernuda”, vivencial, no sé si de muy ajustado título, sí de trasmitir impresiones, lenguaje y tropos desde la emocionalidad y “la piel mondada de la vida”, intachable verosimilitud, algo de conmiseración y espejo, alambres y fragilidad del yo en “moliendo el cuerpo de los solitarios” y/en “la cicatriz del vuelo”. El verso de Sergio Navarro vive esos límites emocionales, cuenta, sitúa ·” (…) al borde de mi ser, como el nadador en su trampolín”. Tanto como la originalidad de las imágenes de un reflexivo al que la dureza consiste en el simple sacudir las migas del mantel se le hace “(…) nuestra fiereza contra la tarde/ (…/ El mar es lo difícil”, cuenta tirando la red al fondo de su inquietud lejana a los lenguajes del silencio, y de los explícitamente realistas, impuros. Un contemplativo de fondo, donde de pronto restalla una imagen o claridad que aclara el sentido, y reflexiona. “Descubren que el abismo es profundo/porque nos inclinamos en su espejo”. Y a esa circunstancia entrega su confesión de tropos sutiles, deslizados como quien no dice, o no atiende con exceso al corazón de emociones que nunca se desbordan, pero se filtran, desmondan y descortezan (por utilizar su verbo del autor). Y desde donde se propone tanto como Erika Martínez en propia modernidad y talento en Chocar con algo, sugerencias de quien se sumerge y guarda la delicadeza: de “(…) perder los ojos/para hablar con los muertos”.

La poesía de Sergio Navarro trae esa modernidad íntima de quienes se atienden sin tiempo para mirar hacia los lados en su precariedad, ni con esa vocación. Su fideísmo le lleva corajudamente también a decir Cristo en el asunto (y no es poca cosa en nuestra poesía aceptar un nombre en desuso), y a mostrarse vigoroso en él. Está muy bien que lo haga y diga, aunque la poesía no sea cuestión de creencias, sino de palabras y, sobre todo, de saber decirlas, sean cuales sean, y fuera de maximalismos peligrosos, salvo cuando la ocasión lo requiere y puntualmente (pienso en Maiakovski. Y no acabó bien). No cae en ello, pero también deja entrever que ese yo, complejo, en todas sus variantes, y el mismo lenguaje, que mima y eleva con fuerza le construyen como poeta verosímil, pues se atiende y tiene un rico mundo propio y reflexivo, ligado a una imaginería personal. Esa apuesta tan personal, como la de tantas primeras madureces en sus libros de referencia y asentamiento, hablan de un movimiento de tropas y versos que deberán confirmar sus movimientos sobre el terreno en próximos libros más unívocos, fuera de misceláneas. Con todo, esta “Historia del tacto” me parece que es, además de por las atractivas virtudes expuestas, el preámbulo de algún libro donde su nombre se termine de asentar, pues el buen hacer de Sergio Navarro, está muy presente en nuestras letras desde hace ya años.

           

Sergio Navarro, Historia del tacto, Ayuntamiento de San Sebastián de los Reyes, 2022.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

23 de enero de 2023

Para designar la principal corriente poética contemporánea en nuestro país, el término que me suele venir a la cabeza es “neocostumbrismo” o “vivencialismo” o “neocostumbrismo vivencialista”. Y es que muchos de los volúmenes que llegan tras el filtro editorial son propuestas en clave personal, directa y sin apenas distinción entre el “yo literario” y el “cotidiano”, en lo que es una forma de universalidad de lo singular: la propia experiencia. Son muchas, si no directamente mayoría, las autorías que podrían clasificarse dentro de este movimiento estético, de esta corriente escritural que se viene extendiendo desde hace años y que —me pregunto— no se habrá convertido ya en la más popular y característica del versar contemporáneo, tal como en otros tiempos fueran los cantares, los epigramas o las odas, por ponerles un ejemplo. Y, por las hechuras del texto que nos ocupa, creo que no sería desacertado incluirlo dentro de esta poesía, ampliamente representada en nuestros anaqueles.

Olga Novo, en su brillante prólogo a Cosas asombrosas ocurrirán hoy, de Carmen Berasategui, nos invita a “ver en la escritura la exuvia de lo que hemos sido, aquello que sigue amarrado a la rama cuando ya hemos alzado el vuelo, la primera piel que no es alma pero tampoco es cuerpo”. Acierta nuestra Premio Nacional de Poesía 2020 al señalar con esta imagen brillantemente esa marca de lo personal, autobiográfico, en la voz que nos habla desde estos poemas, pues pueden verse como exégesis de la experiencia vital, emocional y vivencial de la poeta.

En ellos el hecho poético-transcendente surge como bruma desde la prosa poética desplegada por la autora, a partir de la cual se nos narra una visión del mundo claramente personal, pero extrapolable a otras latitudes y sensibilidades, formalizándose en una escritura alejada de los recursos clásicos de la poesía y, en gran medida, marcada por la escasez de imágenes poéticas; resultando ésta una opción de creación que algunos lectores pueden encontrar cuestionable, en especial si atienden a posicionamientos como el del también poeta y Catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada Alfredo Saldaña en su Romper el límite, donde las califica como “mecanismos de apertura y desestabilización, síntomas de una crisis que pone en tela de juicio el sentido. Exploración de lo real a partir de una mirada insólita que detecte relaciones y correspondencias que habitualmente pasan desapercibidas”. Y es que, como recalcara Ángel Guinda, el poeta no escribe sobre la realidad, sino contra ella, y —añadiría— para agrietarla, para abrir la hendija que deje ver más allá, las imágenes poéticas son un recurso para nada desdeñable.

Así mismo, encuentro en la propuesta de Berasategui una forma personal de realismo. Poetas como Raymond Carver abrieron para nosotros la poesía a un subtipo al que se designó como “sucio”, en gran medida, por el hecho de llenar de lirismo un pasatiempo juvenil tal como disparar a las ratas en un vertedero o por llenar de emoción evidente las cuitas del pago del funeral paterno; algo —hasta entonces— insólito en un poemario. No obstante, superado el realismo, o al menos ampliado con hallazgos posteriores, y asimilada la fuerza de la palabra desnuda de otro afán que el de la exploración interior, llegamos a la cuestión sobre si basta tal desempeño. Para mí (como nos indica Saldaña que fue el caso de Juarroz) entiendo que la poesía es “una oportunidad para desafiar los límites del lenguaje y, por tanto, para explorar las posibilidades de conocimiento del mundo”: un reto extremo para cualquiera.

Berasategui nos anuncia que le habita el relámpago y, en efecto, sus poemas son la revelación de algo más allá mimetizado en el más acá cotidiano: una instantánea a la luz de ese flash, la foto de una polaroid que va dejando ver —al disiparse el velo blanco— algo que queríamos guardar para siempre, conscientes de que somos “seres a rebosar de merma y gozo”; dolor y éxtasis que se nos ofrecen generosa y sinceramente a lo largo del poemario.

La poesía de Berasategui, cercana y vivida, es capaz de transmitir con vigor esa intensa emoción que nos llega a oleadas con las mareas de la vida, de plasmar las sensaciones de extrañeza que habitan en lo común y en lo cotidiano, de divisar y señalar lo bello con determinación, anticipando con arrojo todas las cosas maravillosas que pueden ocurrirnos hoy, completando con la suma de su labor y entregándonos la muda de la piel tejida que, en efecto, podemos reconocer y vestir durante nuestra lectura.

Durante una charla reciente con un narrador convinimos en clasificar los libros leídos en dos grupos principales: los que guardas tras haber leído y los que reservas para volver a visitar en algún momento. Por eso, cada vez que releo uno de los míos, me cuestiono si he sido ambicioso al enriquecer mis textos con capas, referencias y recursos suficientes, con ideas y sentidos innovadores, que —sumados a mi forma personal de entender y filtrar la poesía a mí través— impulsen al lector no a necesitar sino a desear volver a reencontrarse con sus páginas en algún otro momento y —como postulara Guinda en su Poesía útil— si acaso “sirva al ser humano: moralmente, para vivir; culturalmente, para ensanchar y afianzar su saber; y estéticamente, para gozar. Una poesía que tenga los pies en la tierra, comprometida con el destino de las mujeres y hombres de su tiempo. Que busque elevar el lenguaje coloquial a la categoría de lenguaje poético, y consiga que la verdad particular de su mensaje alcance validez universal”. No es fácil acertar en objetivos tan elevados, aunque la sabiduría popular declara los beneficios de apuntar lejos.

Desde luego, la poesía de Berasategui cumple con algunos de los dogmas de la Poesía útil guindeana, siendo por ejemplo “una poesía habitable, testimonio radicalmente sincero de la experiencia vital e intelectual, de nuestra convivencia con la realidad del existir y con la idea de la muerte”. La autora nos ha demostrado una gran sensibilidad, empatía y elegancia en la búsqueda de lo mínimo. Tal vez injustamente —por ser, además de poeta, gestora cultural y editora— había generado unas expectativas en lo estrictamente literario distintas, pero estoy convencido de que Berasategui seguirá creciendo como autora y beneficiándose de la belleza y el equilibrio de facturas más complejas, aunque no por ello menos livianas y cercanas, como la propia Olga Novo nos ha demostrado con su elevada obra, en la que tantos encontramos inspiración y guía.

 

Carmen Berasategui, Cosas asombrosas ocurrirán hoy, Zaragoza, Olifante Ediciones de poesía, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

La identidad de las noches de Julio Monteverde (Cartagena 1973), es un libro híbrido y originalísimo que recoge, por un lado, la propia experiencia onírica de su autor a través de algunos de sus sueños y, por otro, una serie de artículos sobre la ciudad onírica, la fusión de sueño y realidad y el azar.

Es sabido que la experiencia onírica es una de las fuentes de donde mana la verdadera poesía y que, en palabras de J.L. Borges, “los sueños constituyen el más antiguo y no menos complejo de los géneros literarios”. Pero los sueños recogidos en este libro no han sido concebidos en la vigilia, ni son imágenes visionarias rescatadas para componer un poema. Son sueños creados por el sueño, en verdad soñados, lo que no hace que estén exentos de poesía, pues en ellos se conforma el instante poético que engendra el mismo sueño.

Este libro nos habla del sueño que sigue a la vida, el que participa de la existencia devolviéndonos transformado lo que extrae de ella. En esa oscilación de sueño y vigilia encontramos dos mundos concatenados, estrechamente unidos, que no se excluyen ni se confunden, sino que continúan el uno en el otro, reconociéndose como complementarios. Y es que si la experiencia onírica se desborda en la realidad es porque, tanto sueño como realidad, poseen sus cimientos en la vida misma.

Haciendo alusión al sugerente título, La identidad de las noches, en los sueños reflejamos, como una imagen reverberante, nuestra identidad forjada a través del tiempo, creando un pliegue de experiencia que nos permite preguntarnos frente a nuestra propia imagen si somos nuestro hueco o somos nuestra huella, proyectando miedos, inquietudes, deseos, sobre figuras y objetos que son la razón visionaria de nuestro ser. Latas parlantes, ataúdes rojos, libros sin hojas, edificios andantes, y otros objetos de especial magnetismo son algunos de los que el lector encontrará en este libro. Esta conversión en objeto onírico nos permite la experiencia de ser uno con el objeto soñado. “En nuestros sueños de vuelo (…) no somos sino un poco de materia volante” (G. Bachelard), porque en la experiencia onírica participamos no solo como espectadores y creadores del sueño, sino también como la propia materia sensible de este: “Entonces levanto la cabeza y observo, al otro lado del techo de cristal que recubre todo el pasillo, un rostro de mujer que me observa sonriente. Creo reconocerla. –¿Eres M.? Me dice que sí y ambos comenzamos a volar. –Tú eras la belleza– le digo. A lo que ella responde: –«¡Quiero subir!». ¿Te acuerdas? Eso es, al parecer, lo que yo le decía siendo niño. –¡Sí! ¡Claro! ¡Quiero subir! Así que subimos, subimos, subimos…” (pág. 68)

La mayoría de los sueños incluidos transcurren en lugares públicos, en esos no-lugares donde nuestra identidad se diluye y nos perdemos en lo colectivo, en el anonimato de las masas y dónde, casualmente, pasamos gran parte del tiempo en la vigilia: vagones de tren, librerías, bibliotecas, cafés, etc. Pero sobre todo suceden por las calles de una ciudad erigida en el sueño.

La ciudad onírica revela siempre al soñante que vive en un caos interno de fragmentos y ruinas. Es una ciudad percibida como extraña y amenazante, con escenarios propios de un cuadro de Delvaux o de Ernst, en la que la angustia se vuelve paisaje, terror y admiración se dan la mano.

Esta urbe soñada, desconocida y anhelada, lleva a la búsqueda material de la vida onírica encerrada en la ciudad real, donde lo maravilloso está a nuestro alcance, el deslumbramiento a pie de calle y el azar sale al encuentro del paseante proporcionándole fogonazos de verdadera revelación poética.

Entendemos azar como casualidad o, bajo el caleidoscopio del surrealismo “confluencia inesperada entre lo que el individuo desea y lo que el mundo ofrece” (A. Bretón). Aunque no se trata de obsesionarse con el contenido del lugar al que ansiamos llegar, si es que existe alguna meta, sino de la estrecha franja de baldosas que media entre nuestros pasos y ese lugar en tanto cometido. Es en esa franja donde se visibiliza la esencial perplejidad del ser humano ante las peripecias del tiempo y el espacio, en un intento de juntar pedazos de lo roto y lo perdido para recomponer una figura plausible que lo ensamble: “La casa (…) me produjo al instante una sensación de inquietud profunda. (…) Una reminiscencia muy potente me atrapó, una evocación de otro lugar en el que el frío y el mármol blanco eran la única clave a la que se me permitía acceder. Era una sensación muy definida de pertenencia, de vinculación, y a la vez muy indefinida en cuanto a su verdadero sentido. Ahí estaba, y la infancia entera parecía mecerse bajo sus ondas.” (“Una casa en sombras”, pág.62)

En la serie de artículos dedicados al azar y a la irrupción de lo onírico en lo real, entre los que destacan los titulados “Los ojos abiertos en la ciudad” y “Una manifestación del deseo”, encontramos a un sujeto en un espacio inagotable, formado por un laberinto de interminables pasos, que por muy bien que llegue a conocer los barrios de la ciudad que recorre, siempre tiene la sensación de estar perdido. Y que se entrega al movimiento de las calles reduciéndose casi solo a un ojo que ve. Así, la enorme ciudad se convierte en llave maestra, permitiendo que esa mirada encuentre un punto de conmoción que da paso a lo otro, a lo subterráneo, a lo oculto a plena vista.

Es este un libro que cada lector leerá a su manera, intentando, quizá, hacer una integración simbólica con su propia experiencia. En cualquier caso, son textos para adentrarse en ellos como el transeúnte solitario en la ciudad soñada, dispuestos al asombro, a dejarnos deslumbrar descubriendo las grietas que conectan sueño y vigilia, constatando que todo es uno y que lo onírico y lo real, como parte de la misma vida, están siempre entrelazados.

 

Julio Monteverde, La identidad de las noches, Madrid, Adeshoras, 2022.

Escrito en Sólo Digital Turia por Tere Susmozas

La cultura fenicia no dejó firmes huellas físicas de su existencia, pero sí un enorme calado cultural, importantes nociones a propósito del comercio y un alfabeto integrado en su totalidad por consonantes. Hacia el origen de esa cultura zarpan los versos de Juan de Dios García (Cartagena, 1975) de su último poemario, Canto fenicio (Chamán ediciones). Dividido en tres puertos (“Los hombres púrpura”, “Nudo de rizo” y “Pueblo errante”), el cartaginés ahonda en la memoria que emerge de las pérdidas, en la transición y sus topos (descampados, drogas, rock and roll, tanteos vertiginosos, lo de que la vida iba en serio y se hace tarde) y, por último, en lo efímero del asunto de vivir.

 

- ¿Qué características tiene el canto fenicio, aparte de que «solo puede escucharse entre las conjeturas de un historiador o en la imaginación de un arqueólogo»?

- Formalmente, es una lírica cantada en prosa acuática. No tiene verticalidad ni vuelo de ave, sino que es humana y horizontal, aunque trémula, por las travesías marítimas de sus remeros, cuya única patria era el suelo conocido más movible: el Mediterráneo. Su color de voz es de un azul purpúreo. Temáticamente, sus letras coquetean a su antojo con los vaivenes del tiempo y por eso parecen endeudadas con la Antigüedad cuando, de repente, pegan un bocado a la Modernidad. Quizá su etiquetado perfecto en el cancionero sea esta paradoja: vieja vanguardia.

 

“La esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo”

 

- El viajero, ¿huye de algo o sale al encuentro de?

- Puede ser que huya de algo, aunque no es el caso de este autor fenicio que te habla. Pero es seguro que no sale al encuentro de nada, precisamente porque la esencia del viajero, su motor, es lo sorpresivo.

 

- ¿Qué es lo mejor y lo peor de que la vida de uno sea «una gloria subterránea»?

- Lo peor es que hasta los treinta y tantos años he pensado, con cierta frecuencia, que era una manera de ser gris, de sentir las experiencias con un voltaje reducido y, por tanto, de disfrutarlas con menor intensidad. Sin embargo, en este tramo cercano a la cincuentena considero que es una forma de estar en el mundo muy gratificante. Por un lado, participas de acontecimientos trascendentales, los gozas en plenitud, pero casi en secreto, porque no eres el protagonista, sino un magnífico secundario. Me encanta catar la gloria, estar dentro del marco de la foto de grupo, pero que solo me aplaudan en casa o, como mucho, en el vecindario.

 

“Carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX”

 

- Un poeta, ¿es un hombre de acción?

- De acción imaginaria, toda la que quieras. Vivimos para la ficción dentro de la verdad y servimos en el laberinto del conocimiento, pero carecemos de coraje porque el estado de bienestar, la utopía alcanzada, lo devoró a finales del siglo XX. No nos engañemos: apenas quedan escritores «de armas y letras», al menos en Occidente.

 

- ¿De qué manera se hereda el dolor?

- A través de lo que podríamos denominar “sangre cultural”. Cada familia, pueblo, región, país, cultura, comunidad, llamémosle como mejor te parezca, tiene una herencia, una idiosincrasia falsa o dañina. Tóxica, como se suele calificar ahora. Por ejemplo, en mi caso, al ser español, aprendí pronto a aguantar en la mayoría de los medios de comunicación y en las tertulias librescas, tabernarias o laborales todo tipo de improperios antihispánicos, producto de una propaganda política concreta, de una envidia acomplejada, de un rencor ridículo o, peor aún, de una ignorancia descarada.

 

“El teléfono móvil es una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI”

 

- Cuando uno «forma parte de la conversación del mundo», ¿cómo distinguir lo interesante de lo superfluo?

- Creo que no resulta tan difícil, aunque sí requiere una desintoxicación de una droga de diseño que se ha popularizado en los inicios del siglo XXI y me temo que vamos a convivir con ella hasta que nuestra civilización se extinga. Me refiero al teléfono móvil, donde se condensa casi todo el contenido del mundo. Prueba a pasar un mes sin utilizarlo nada más que para llamadas a familiares cercanos; es prácticamente imposible, pero si lo consigues y estás educado en un sistema vital anterior al móvil, comprobarás cuánto aprovechas el tiempo y con qué facilidad descartas información prescindible en tu cotidianidad. Es la misma conciencia que se le queda a un ex-adicto cuando pasa una temporada a salvo de su adicción y se pregunta cómo ha podido estar tan absurdamente esclavizado.

 

- ¿Conviene acercarse a «una isla que aún arde en mar abierto»?

- ¡Claro! Allí residimos algunos refugiados, pero cada vez vienen menos compañeros, porque el mar que nos rodea es como el canto de las sirenas homéricas. Estamos esperando a que en esa isla haya muchas explosiones volcánicas y crezca su extensión. Ojalá se convirtiese, como mínimo, en península.

 

Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos”

 

- Le devuelvo la pregunta de los versos de Brecht: «En los tiempos sombríos, ¿se cantará también»?

- Eso espero, porque me volvería loco si desapareciese nuestra isla ardiendo. De ahí que uno tienda al alarmismo. Nos precede una historia en la que los artistas sí han cumplido con su talento en tiempos sombríos. Solamente te pondré dos ejemplos, y no son literarios, sino cinematográficos: La canción de Carla, cuando la Contra intentaba derrocar al gobierno sandinista de Nicaragua, o las escenas de teatro callejero entre bombardeo y bombardeo balcánico en La mirada de Ulises.

 

- Las referencias musicales son notorias. ¿Qué banda sonora tendría este poemario?

- Me han recomendado que confeccione la banda sonora del libro en Spotify, pero no utilizo esa plataforma, así que invito a los lectores más entusiastas de Canto fenicio a hacerla. Desde Schubert hasta Kurt Cobain hay músicos con nombres propios que aparecen explícitamente y otros evocados de manera indirecta. Anímense.

 

“Busco una inteligencia bondadosa en los libros que leo”

 

- ¿Algún libro que le haya conmovido últimamente?

La filtración de la luz, de la mexicana Sihara Nuño. Trata el hecho químico, astronómico y matemático con una belleza y una extraña fantasía pedagógica que me ha cautivado. Se agradecen actitudes así ante tanta sensiblería e ideología previsible. No busco ni bondades monjiles ni inteligencias íntegras, sino una inteligencia bondadosa en los libros que leo. Y este la tiene.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

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