Poca ha sido la atención prestada al Luis Buñuel escritor, seguramente porque su trayectoria como cineasta lo eclipsó. Más allá del iniciático estudio y compilación de Agustín Sánchez Vidal a principios de los años de 1980 y de la reciente edición que hemos realizado para Cátedra, el Buñuel literato no ha sido santo de la devoción de estudiosos de la literatura española contemporánea. La culpa, además de esa brillante carrera cinematográfica, la tiene el propio autor, siempre receloso de que su obra viese la luz, a pesar de que una buena parte de ella fuese publicada.
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ROSA MONTERO PRESENTARÁ LA REVISTA EL 22 DE MARZO EN EL MUSEO DE TERUEL
MANUEL HIDALGO LO HARÁ EN LA RESIDENCIA DE ESTUDIANTES DE MADRID EL 25 DE ABRIL
La revista TURIA alcanza este 2023 una cifra mágica e insospechada para una iniciativa de sus características: celebra su 40 aniversario. Y lo hace convertida ya en una de las publicaciones culturales de referencia en español, con difusión nacional e internacional por suscripción, con versiones digital y en papel y un reconocimiento mayoritario a su labor que simboliza muy bien ese Premio Nacional al Fomento de la Lectura que el Gobierno de España le concediera en 2002 por su permanente y valiosa tarea de promoción de la creatividad y su permanente apuesta por la universalidad de la cultura.
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“El oficio de la palabra, / más allá de la pequeña miseria/ y la pequeña ternura de designar esto o aquello, / es un acto de amor: crear presencia / (…) La palabra: ese cuerpo hacia todo. / La palabra: esos ojos abiertos” escribió Roberto Juarroz en el cuaderno cuarto de su Poesía Vertical. Raúl Nieto de la Torre (1978) en Piedra negra, piedra blanca (2022) ha plasmado esa propuesta. Enfrentado a su madurez con los ojos abiertos de la palabra, ha hecho del verso indagación, introversión, introspección al hilo de su circunstancia vital, por decirlo con Thorpe Running y Alfredo Saldaña. Piedra negra…trata en el fondo de todo eso y sus perímetros, de ese averiguarse en la edad y sus tránsitos, también de la asunción de un proceso. O la reflexión entre cuanto fue y donde el yo piensa el hoy en el equilibrio funámbulo de su autognosis en ese nuevo querer decirse, entenderse en su reciente cuerpo y realidad, circunstancia (el hijo igualmente). O donde se replantea la relación entre lo nombrado como tal (yo) y la palabra en crisis, ante una problematización del yo moderno y posmoderno, para que Fiedrich Schlegel y Helene Cixoux duerman tranquilos. Juarroz, estricto en pulsiones y afinidades, más allá en la desnudez, llega concreto a Nieto de la Torre, cuando entiende así ese tránsito, y problematiza: “El otro que lleva mi nombre/ ha comenzado a desconocerme. /Se despierta donde yo me duermo, / me duplica la sensación de estar ausente, /ocupa mi lugar como si fuera yo, / (…) Imitando su ejemplo, /empiezo yo a desconocerme. / Tal vez no exista otra manera/ de empezar a conocernos”. Nos lo cuenta en sus Poemas de otredad y en la extrañeza ante al nuevo yo, el que se ha ido deslizando imperceptiblemente y desemboca en la meditación, lejos de la filosofía, que es otro lenguaje. Y así lo hace Nieto en la llamada poesía de la edad con Piedra negra, piedra blanca y punto de aproximación al motivo (con tono acompasado al mismo del entenderse y asumirse), cuando “habito en la montaña de mi mente” para homenajear al Wallace Stevens de la poesía es el asunto del poema. Ya va entendiendo el lector por dónde van los tiros. Y es que el libro nos cuenta una crisis emocional ante el tiempo y el yo, un desear entenderse desde ahí, ante el tiempo y el silencio que existe cuando aún no se ha rellenado el nuevo yo y se precisa de la escritura “Pues lo que no he escrito no lo sé”. Así lo canta en un estupendo poema de la primera parte de las cinco del libro. Hay pues, en sentido heideggeriano, un hacerse al silencio de lo que se desaloja y de lo que no ha llegado. Lo hace, pues no hay otra, desde la extrañeza biográfica, la falacia biográfica igualmente, como escribió ya hace mucho, por 1946, uno de los miembros más destacados del New Criticism, William K. Wimsatt. “Hay tanto / blanco a mi alrededor y tanta nada / que lo que escribo es lo que sé” un asidero, pues se parte, y de nuevo Juarroz, de “un vacío multitud que sigue solo”, uno de los asuntos: la soledad. Hay una constatación ante ese abismo o hueco de las cosas, ante esa vecindad con el silencio, el hueco que ha dejado lo pasado y el nuevo donde el yo cohabita desasosegadamente.
En época de ampulosidades se agradecen estas voces construyéndose con buen saber decir, además, pues Nieto de la Torre tiene ritmos interiores bien asentados, conoce el oficio y camina acompasadamente a las nuevas maneras de los lenguajes de un/su tiempo. Su madurez ha sabido explicarse en un diálogo en letra redonda de lo asertivo, pero dentro de esa legibilidad que la crítica del sentido común, como dijo Geoffrey Hartman, acepta con franqueza frente a experimentalismos radicales, siempre más problemáticos. Raúl Nieto se ha quedado a las puertas de todo ello porque ha antepuesto y una confesionalidad desde la cortesía de la claridad, de cierta claridad, pues sabe donde está. Ciertamente lejos las aventuras de Antonio Méndez Rubio como esfuerzo (tras Jenaro Talens, pero con otras fórmulas). Es decir, lejos de un experimentalismo radical en juegos, dislocamientos del yo y aventuras metapoéticas, que el reduce hacia una mayor contingencia clasicista en las cursivas. Y si bien hay presencia de esas fórmulas de los nuevos decires, no se entrega a ellos con actitud vanguardista, sino clásica. Queda lejos incluso de la inicial /radical Andrés Sánchez Robayna de “Tinta” o de los recientes “proemas” saturados de voces o los espesores misceláneos de cierto experimentalismo fallido de los poetas del 2000 en su evolución, y del 2010 en su apuesta. La propuesta de Raúl Nieto, pertenece a ese nuevo clasicismo meditativo los lenguajes y sus resistencias, reivindicación frente a la representación unívoca de las meras líneas claras y narrativas. Y lo sabe decir entre redondas y cursivas sin radicalidad en el juego formal, para afronta saberse desde lo sucinto y “confesional”. Ya hemos hecho referencia al respecto a William K. Wimsatt.
“Miro por el cristal. Están / las hojas todavía / hechas de árbol y los ojos / están llenos de / hombre de mediana edad, callado, pensativo. / No han coincidido muchas veces” nos dirá. Ese es el tono antepuesto, como marca de intenciones. Sabe que también, siente, sobre todo, otra vida que trascurre “agazapada, oscura”. Con la “cuerda” del “todos” asume ese diálogo con el yo y con la exterioridad desde la nueva perspectiva de la “mediana edad” en ese “todo llega a ser”, como tu pelo “recogido en lo alto como un nido / intempestivo”. Y es que tiene originalidad en las imágenes. Raúl Nieto de la Torre es de esos poetas que prefiere equivocarse, y no es el caso, antes que adocenarse y no tener voz, arriesga en ello. Quiere decirse desde ahí y con plasticidad constante sin exuberancias, desde un alto en el camino ante el lago como aquel ibis=Pessoa, y ahora él mismo “Parado como un pájaro en su muerte”. Su voz está asumiendo un tránsito,pero también un luto (atención a ese aspecto o pulsión) y “lo hago andando”. Es un “Miedo” dice en otro estupendo poema el solitario que busca amor y responder preguntas que ha sabido resolver y sintetizar en el poema: “cuando digo un poema soy poema”. Reflexión y pensamiento lírico, lejos de la filosofía, de un lector, me parece, de José Ángel Valente, si bien esté seguramente más próximo de lo que parece, a Roberto Juarroz. Sin su misticismo, pero casi, pues le merodea. Esa luz de interiores de “deshecho / la posibilidad de luz que esconde / la persiana bajada” pues “Tengo palabras dentro” como respuesta a “la mordedura de la luz”, no ha dado aún el salto a ese ámbito como palabra despojada. Lo dará si decanta y purga las conexiones con la realidad, pero esa “máscara” o poema, a la que alude en ocasiones, está pugnando en la balanza por ir en esa dirección. Y lo “Estás gritando en el silencio/igual que un pan mordido” dice con plasticidad propia, quien asume el vacío: “como un hueso/de aire”. En esas anda esta poesía a la que, sin duda, habrá que seguir, pues lo merecen sus versos y esta honradez de contarse en un momento en sus “ojos / de manzana mordida oscureciéndose”. Lo cuenta con una imagen propia, original, pero eso ya lo habíamos dicho.
Raúl Nieto de la Torre, Piedra negra, piedra blanca, Madrid, Huerga y Fierro, 2022.
16 de febrero de 2023
Incluye este volumen que ve la luz en Editorial Ultramarina un buen muestrario de la diversidad y riqueza de la poesía hispánica que hoy —y pocas veces ese hoy ha nombrado algo tan inmediato y actual— se está escribiendo a una y otra orillas del Atlántico. Poetas de Argentina, Bolivia, Chile, Colombia, Costa Rica, Ecuador, España, Guatemala, Italia, México, Nicaragua, Panamá, Perú y Uruguay, hasta un total de cincuenta y cinco, conforman esta propuesta que surge del compromiso que Casa Bukowski mantiene con la poesía y que ha sido coordinada por Ivo Maldonado, un poeta, editor e incansable gestor cultural nacido en Chile en 1978 que ha trabajado con un grupo de colaboradores de España, Nicaragua, Colombia, Ecuador, Guatemala, Bolivia, Uruguay y México.
Desde luego, esta antología —aunque sea también, y sobre todo, una apuesta, una propuesta de futuro, y ese futuro confirmará, o no, lo que aquí se presenta como una realidad en potencia— está llamada a constituirse como un punto de referencia de la poesía escrita en español en estos últimos años (algunos de los poetas seleccionados, los más jóvenes, han nacido en 2005), una poesía que presenta una riquísima variedad temática y formal, entendida a menudo como una respuesta, un reflejo e incluso un desacuerdo ante las convenciones sociales que ordenan nuestro presente. Una poesía, en ese sentido, que no mira hacia otro lado, comprometida con las carencias y adversidades del mundo del que forma parte.
La poesía —donde la verdad se desvanece para manifestarse en la forma de una palabra que tan solo da testimonio de sí misma, donde la herida de la profundidad queda al descubierto y el secreto se resiste a ser compartido y romper su inviolabilidad— se presenta como un lugar en el que a veces —como sucede en algunos de estos poemas— se produce un engendrar o un dar a luz («donner à voir», decía Paul Éluard), un acontecimiento que responde al sonido y contiene el sentido de una sola e inquietante palabra que vale por todo el lenguaje y el silencio que la arropan y sostienen. Una palabra que se dice a sí misma y nada más. Ningún otro gesto, ninguna otra cosa incorpora, nada más añade que su sola y perturbadora presencia abandonada y extendida como una mancha sobre la sábana blanca e inmarcesible del silencio (así, algunos poemas de Sofía Nowendsztern, Rassiel Zabala, Ángela Camila González, Ana Victoria Jaraba).
Es, reitero, el lugar de la palabra que quiere ser nada menos que palabra, en realidad, solo eso, palabra y nada más, señal que se basta a sí misma, memoria pulverizada, tierra en tempero dispuesta ya para ser labrada por la palabra, resto o destello de una lengua perdida pero aún no olvidada y siquiera conservada en unos pocos y desordenados fragmentos que se confunden entre la niebla del lenguaje, como sucede en los poemas de Celia Carrasco, unos textos en los que la vida cobra vuelo y se eleva hacia lo más hondo gracias a la potencia del lenguaje. Es el lugar de la palabra que quiere decir otra cosa distinta de lo que ya se ha dicho y reiterado hasta la extenuación, expresar quizás lo indecible, a veces lo silenciado, una palabra que brota para romper el sonsonete y el runrún que martillean sin cesar en la continuidad previsible y anodina de una conversación ya establecida y programada de antemano, una palabra que, al combinar sus letras de otra manera, nos permite explorar y palpar la realidad de un modo insólito y encontrar por el camino algo distinto, otra cosa, un mundo distinto, el indicio quizás de un acontecimiento inesperado.
Estos poetas —y me refiero a ellos, claro, de manera muy general, como no puede ser de otra manera en este reducido espacio— beben en muy diferentes tradiciones y culturas, aunque todos ellos compartan el compromiso con una lengua, el español, en la que encuentran un reguero de posibilidades. Saben que escribir es enfrentar(se a) la muerte, experimentar una imagen de la muerte, establecer algún tipo de vínculo con ella (aunque esa realidad se perciba ahora, claro, como algo muy lejano), perder —desaprovechando incluso la oportunidad de dictar otras palabras—, pero es una pérdida que conlleva una ganancia pues, en esto, no es más rico quien más atesora sino quien ha sabido crecer en la privación, la pérdida y la adversidad (léanse en este sentido, por ejemplo, los poemas de Diana Galán, Isabella Acerenza y Rocío Medina).
Aunque, evidentemente, sean muchas las diferencias entre ellos, estos poetas se sirven de un lenguaje figurado y no literal, un lenguaje que opera —así en los casos más interesantes— no por imitación o reproducción de una realidad previa sino por transformación semántica, simbólica o imaginaria, elaborado con tropos y recursos literarios, un lenguaje que, precisamente por su constitución, se presta a resultar sospechoso de desvirtuar la realidad o de faltar a la verdad, por ejemplo, un lenguaje maleable y con frecuencia escurridizo en el que el sentido y el significado se encuentran condicionados por la potencia traslaticia y el ámbito metafórico e imaginario en el que surgen. Decía Alfonso Reyes que la poesía es el baile del lenguaje, el lenguaje en movimiento, y quien quiera compartir con ella esa danza tendrá que arriesgar su identidad y entregarse a la vitalidad, la potencia y la mutación del lenguaje. Algunos de estos poetas han entendido muy bien esta lección.
La poesía, en ocasiones, es el lugar de ese hablar desarticulado y no sometido. Hay poetas que se resisten a comerciar con palabras ya empaquetadas a gusto del consumidor; tratan entonces de fundar un habla que suele resultar impronunciable y sorda para el común de los mortales, ininteligible, atenta a otra sensibilidad y a otra percepción del mundo, un habla marginal por no atendida, extraña por infrecuente, construida desde la negativa a nombrar el mundo de una manera ya dada, desde la sospecha que da intuir que el mundo será otro si es otro el lenguaje que lo nombra o, sin más, que el mundo será si hay un lenguaje, una palabra, que lo nombra (así, algunos poemas de Juan Gallego Benot, Génesis Ramos, Guillermo García). Las palabras son las miradas de estos poetas, los elementos que dan testimonio de su presencia imaginada en el mundo. Y esas palabras, a veces, transforman lo que pronuncian hasta el punto, incluso, de hacerlo desaparecer.
Todos los dioses. Antología panhispánica de poetas jóvenes del siglo XXI, Ivo Maldonado, antologador, Sevilla, Editorial Ultramarina, 2022.
10 de febrero de 2023
1.- Se escribe siempre desde un punto de vista, ese punto de vista suele tener detrás un pensamiento y ese pensamiento esta alimentado por un nudo de querencias y quereres, el que ata y da consistencia al autor. A su vez un querer suele tener como sombra un desamor, que es su contrario. Cabría ver ese desamor como un complementario, siguiendo a Machado: busca a tu complementario, que marcha siempre contigo y suele ser tu contrario. Si no fuera por su acepción más bien peyorativa cabría hablar de filias y fobias, sentenciando que eso somos: un manojo mejor o peor urdido de filias y fobias.
2.- Cuando se analiza unas concreta obra de un autor podemos prestar mayor o menor atención al autor, e incluso en el extremo podemos llegar a prescindir de él, como predicaba una escuela crítica que aún colea, fruto del estructuralismo y, al final, del empeño del marxismo-leninismo en automatizar la historia eliminando al sujeto, siempre sospechoso. Sin embargo al analizar no “una obra” sino “la obra” de un autor es más apropiado ocuparnos de éste para entender aquella, en su intención pero también en su significado. Y esto nos lleva inevitablemente a prestar atención a sus querencias y quereres.
3.- Desde luego hay un querer previo o presupuesto que es el dar cuenta de una realidad a través de una historia tratando de que las palabras, al someterlas en su empleo a un esfuerzo de intensificación, nos revelen más de lo que resulta de la mera corrección al combinarlas. Este “hacer” (poieo) se puede ejecutar bien, regular o mal, lo que dependerá tanto del respeto a la ortodoxia en esa combinación como de su potencia creadora al transgredirla –que es la que rotura nuevos surcos en el pagus, la página-, pero también de que en ese esfuerzo se alcance o no la intensidad de la que antes hablaba, cuya manifestación es un chisporroteo que se acaba convirtiendo en luz, más o menos como al hacer pasar una corriente eléctrica por la dificultosa espiral de un filamento. Es ya conocido y reconocido que esa prueba de “buena escritura” la ha pasado y la pasa el autor Juan Pedro Aparicio con excelencia. A la excelencia de la factura se añade la de las historias, repletas de imaginación, interés, sensualidad y vida, incluyendo en esta la mezcla de verosimilitud e inverosimilitud que existe en toda existencia humana. Son historias que han pasado ya con éxito, al ser publicadas, la prueba del lector, la crítica y los galardones.
4.- Pero La novela de Lot, siendo un kilo más o menos de la escritura excelente de las cuatro novelas ya publicadas, las reúne bajo un título, Lot, que denota una intención de engarce y, a la vez de carga de sentido de las cuatro al someterlas justamente a ese lema: Lot. Sobre qué sea Lot, si es León o no es León, si caso de serlo se trata de un León físico, sociológico e histórico o más bien de una abstracción, un destilado, e incluso si hablamos de una entidad terrenal o algo así como un León espiritual (al modo, diríamos, de Sión o la Jerusalén celestial del Apocalipsis, como parece insinuar su primera cita), ya habla con un saber cualificado José María Merino en su espléndido prólogo. Cualificado, digo, no solo por el muy acreditado talento crítico de Merino, sino por un conocimiento especial del autor de Lot que viene de la fraternidad de haber sido y ser compañeros de andanzas y de causas durante toda una fértil vida literaria.
5.- Hay en el autor JPA una querencia primordial que es la que, con la fuerza de un destino capaz de imponerse incluso a su voluntad y le viene de las honduras misteriosas de un vínculo telúrico, lo ata a su tierra, a su solar, que en un primer círculo es León, la antigua capital de un antiguo Reino que llegaría a ser Imperio, pero en su proyección histórica antecedente es el ancestral territorio de los Astures o Ástures. Todo ello explica que Asturias esté en sus novelas tan presente, en algunas –como en La Forma de la Noche- más incluso que el propio León. Idealizadamente, la frustración de ese Imperio, donde brotó el cigoto del parlamentarismo en Europa, sería la de la propia España, condenada a sufrir para siempre la maldición que en su excelente ensayo Nuestro Desamor a España (Premio Internacional de Ensayo Jovellanos) JPA llama “embriogénesis defectuosa”.
6.- Hay pues aquí un irredentismo en estado puro, o sea, sin pasar por el tallado político, y por tanto un vórtice de creatividad literaria. Como en todo irredentismo, amor y desamor comparten a codazos un mismo espacio. Si el amor es al viejo Reino o Imperio de León el desamor tiene su objeto en la que llama Castiespaña, una especie de nación fallida fruto de aquella embriogénesis defectuosa que se llevó por delante todas las promisorias virtudes del Viejo Reino. Pero el desamor se proyecta también hacia la eterna aliada de Castilla, Roma, el Vaticano, la Iglesia Católica, de cuya alianza la última versión conocida sería, ni más ni menos, el nacional-catolicismo. Roma andaría detrás de todas las particiones, reparticiones y recomposiciones de esa fase magmática de las naciones, siempre en beneficio de su propio poder, tan terrenal.
7.- Si por ahí iría el haz de fibras de las querencias primordiales, a ellas se anudan otros quereres, y hago la distinción para denotar en estos la presencia, en mayor o menor grado, de una voluntad guiada por impulsos éticos, equivalentes, aquí en el plano social, a las afinidades electivas (de igual modo que la sangre mandaría en las querencias). Se trata de su afiliación a la causa –perdida- de los perdedores de la Guerra Civil española, presente también en sus novelas sin que sufra su verdad literaria, sino al revés, pues la justa ponderación de la realidad de los hechos transustanciada en la realidad creada, produce verdad. Ese fracaso de los perdedores se une al del Viejo Reino, pero no viene de él, aunque los derrotados lo hayan sido por el nacional-catolicismo. Nace de modo principal –en mi opinión- a modo, como he dicho, de una respuesta ética, de un impulso de justicia (y compasión, si se quiere) con los vencidos y luego largamente victimados, aunque en términos “de clase” no sean exactamente los suyos; lo cual, pienso, refuerza o enaltece su valor moral.
8.- Sin ánimo, desde luego, de agotar el repertorio de querencias y quereres, hay también al fondo de ese formidable conjunto de novelas que tiene dentro Lot –como en toda la obra de JPA- un extraño e inquietante vector de fuga, de signo que podríamos llamar mistérico, místico, gnóstico y hasta teosófico, en permanente lucha con la complexión básicamente racionalista del autor. Subyace, cumpliendo la misión de levantar al decorado de la realidad, en algunas escenas que ponen un acento surrealista en las novelas, como los tigres fugados de un circo que atraviesan las líneas del cerco de Oviedo o el paracaidista lanzado al vacío de una plaza urbana al comienzo de otra, pero la pasión de JPA por las cosas que no están al alcance de la vista se hace explícita en su devoción hacia Emanuel Swedemborg, que preside la cuarta novela del haz, El viajero de Leicester, aparece en una de las tres citas del conjunto (“Sin dos soles, el uno vivo y el otro muerto, no habría creación”) y ha sido elucidada “hasta cierto punto” (como propio de su naturaleza mistérica) en el prólogo de José María Merino a la edición de dicha obra (2013), a la que califica de “novela de fantasmas”. Pero, como digo, esa cuarta dimensión corretea por toda la obra de JPA, como en los “relatos cuánticos” de La mitad del diablo, de 2006, o incluso en sus, llamémoslas así, “devociones cívicas”, como la de que profesa a la antimateria religiosa de Genarín, que cada Viernes Santo pasean muchos leoneses por su ciudad, dando la réplica a los desfiles oficiales. Se trata de un olor a azufre comedido, que, sin afectar a la compostura característica de JPA, un tanto british, la carga de inquietante atractivo.
9.- Un breve exordio como a pie de página a este respecto. La proscripción de la magia por la cultura y la moral del racionalismo -con la impagable ayuda de la Iglesia, siempre atenta a asegurarse el monopolio del prodigio, el “milagro”, eliminando toda competencia- alcanza de lleno a la literatura, que por la vía estrecha del género reserva a la novela y relatos fantásticos su emisión canónica (igual que hace con la llamada “literatura erótica”, un modo de conjurar el erotismo en la otra), o bien instaura de modo explícito un género híbrido, como el “realismo mágico”, libre de pecado contra la razón de Occidente al imputarlo a una contaminación indigenista. Cosa parecida ocurre con el que llamo “realismo mágico del Norte”, que hoy encarnaría Cormac McCarthy. A fin de cuentas “De lo que no se puede hablar [lo inefable] hay que callar la boca” (Tractatus, ep. 7 y último). Sin embargo el humo de lo mágico, que poco tiene que ver con el llamado “pensamiento mágico”, se acaba colando de forma inevitable por las rendijas de la literatura realista en forma un tanto críptica y a veces disimulada. Un ejemplo sería el rito insinuado en el final de La Regenta, del que alguna vez me he ocupado, sin que venga a cuento ahora ir más allá. Curioso es que la crítica literaria, tantas veces un brazo de la censura moral, suela silenciar estas salidas del tono, como si fueran simples ruidos que conviene limpiar de la audición. Pues bien, ese humo está tan presente en la atmósfera más o menos clandestina de la literatura de JPA que me atrevo a afirmar que sin aspirarlo a fondo no se hace uno cargo de ella del todo.
10.- Por mi parte, en todo caso, me afilio de modo especial al sol muerto pero muy vivo, que explora JPA sin acudir a otras claves, el de una segunda vida en la memoria de quienes nos recuerdan, una especie de chisporroteo vital cuando lo hacen quienes lo hacen. Se trataría de una religión en sentido propio, o sea, un vínculo con lo que haya o no haya fuera de lo que hay. Un asunto (de ahí mi afiliación) que emparenta, creo, con la pregunta que me hacía yo mismo por vía poética en un libro de hace casi un cuarto de siglo, Los gestos de la tarde (perdón por la autocita): “La tarde está repleta / de preguntas y viento, / ¿Será nada la nada / o seguirá el recuerdo?”.
No descubro nada, en fin, si digo que la obra de JPA (toda ella y ésta) es la de un autor distinto, hondo, concienzudo, concienciado, sabio, honesto, rebelde hacia la apariencia de las cosas, terco en sus querencias y quereres, valioso por el poderío de su letra y su mente, de prosa limpia y fondo turbio, útil incluso para poner en su lugar a tanta “literatura” de prosa turbia y fondo patéticamente limpio como nos rodea.
Juan Pedro Aparicio, La novela de Lot, León, Eolas Ediciones, 2022.