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29 de abril de 2022





Un no sé qué que quedan balbuciendo

San Juan de la Cruz

 

 

 

 

 

 

No lo recuerdo bien:

 

el extraño sonido de las hojas, el silencio

que emana, la fuente y la raíz, los insectos

dibujando su nombre por el aire.

Balbuceo lentamente todo eso para que no se escape,

apenas se entiende lo que digo,

pero digo como quien espera que brote

de la tierra, descalza,

para verme.

 

Todo está vivo, nítido, perpetuo.

Aunque no lo recuerdo bien.

Así todo se acostumbra a su existencia.

De lejos.

Y poder quedarme, sin embargo.

Escrito en Lecturas Turia por Marta López Vilar

Las razones del hombre delgado (Nueva York Poetry Press) es el último poemario de Rafael Soler (Valencia, 1947), y como todos los suyos, intenso, socarrón, de una belleza feroz, apasionada, contenida, esférica. ¿Qué sucede cuando uno es recibido por la Virgen Negra, por la Parca última? ¿De qué manera encarar la cita con la muerte? ¿Cómo se acomoda uno a su nuevo estado de interfecto, víctima, cadáver? Con la maestría y elegancia que acostumbra, Soler va construyendo una historia (como ya hizo en No eres nadie hasta que te disparan) que interpela al lector desde la honestidad de lo irremediable.

 

 “Cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado”

- ¿Cómo saber que las razones de cada cual son las buenas? Es más, ¿cómo saber que realmente son propias?

- Imposible saberlo, vivimos siempre en una aproximación entre sentimiento y cabeza, por eso es tan importante escuchar al otro, verle; cargarse de razón, de razones, es la mejor manera de estar equivocado porque, a partir de ahí, no hay posibilidad de que incorpores otras miradas que pueden ser más importantes que la tuya.

- Entre ese sin permiso en el que nos nacen, como gustas decir, y la llegada a la Casa helada, la muerte, ¿cómo hacer que merezca la pena lo que sucede en el entretanto?

- Siendo consecuente. Nosotros estábamos en el no ser, nos nacen sin permiso, llegamos a la Casa helada, nos mueren sin respeto, y entre esos dos trámites lo único que puede dar sentido al viaje es ser consecuente. Si entendemos por ser consecuente asumir que la vida es un trámite muy corto y que nuestro compromiso, nuestra meta es transitarla sin daño. Cuando intuyes que el final está cerca, o no necesariamente pero reflexionas sobre lo que has hecho y lo que te quedaría por hacer, el sentimiento más redentor es pensar que se está cumpliendo con este trámite impuesto, ser nacido, porque se está transitando por él sin causar daño, ni a mí ni a terceros.


“La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no pierdes la cabeza, eso te lleva a un desamparo terrible”

- ¿Cuándo merece la pena perder la cabeza?

- No hay que esforzarse mucho porque qué significa perder la cabeza, salirse de lo previsto, perder el control, y ahí hay que estar abierto; quizás, el ejemplo más común y fácil sea el flechazo, el amor. Pierdes la cabeza por alguien, a mí me ha pasado perder la cabeza por un poeta, un proyecto que quizás no se cumple (recuerdo que África, durante muchos años, fue un sueño), perder la cabeza por vivir lo que anuncia la alegría de la víspera… hay motivos para perder la cabeza. La verdadera vejez viene cuando hace mucho tiempo que no la pierdes; eso te lleva a un desamparo terrible.


“Si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad”

- Luis Alberto de Cuenca, en una ocasión, me comentó que por amor puede perderse todo excepto la dignidad.

- Totalmente de acuerdo, la dignidad ha de acompañarnos siempre. Pero se pueden cruzar límites, se puede perder la dignidad por amor, en un arrebato consentido. El amor es capaz de desplazar los muebles de sitio, te cambia la vida, puedes hacer las mayores locuras por él, el amor te salva. Sí, creo que si hay algo que nos debe acompañar siempre es la dignidad, pero puedo comprender que en algún momento incluso se cruce ese límite.


“Para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor”

- ¿Qué querías decir en la anterior respuesta con aquello de que África, durante muchos años, fue un sueño?

- Fue un sueño cumplido, afortunadamente, descubrí África cuando Tantor, el elefante, aparecía por la selva africana iluminado por la luna, en las novelas de Tarzán. Yo era muy jovencito y respiraba aquella libertad, aquellos paisajes desconocidos, y tuve la ilusión de conocer aquel país. Pude, y luego he vuelto muchas veces buscando sus mercados, sus ciudades, sus gentes… Mis mejores momentos están Malawi, Zambia, Ruanda, en sus amaneceres, olores… África no es un safari fotográfico de turismo fácil, para escuchar el corazón de África se requiere algún tiempo, y si lo logras, vuelves mejor.


“No hay nada más bonito que cruzar la frontera”

- Cuando uno viaja, ¿huye o sale al encuentro?

- He visitado más de noventa países y mi madre, que me conocía muy bien, cuando volvía, me preguntaba: Rafa, ¿de qué huyes? Aquello me dio qué pensar; no sabría decirte más que amo las fronteras en la medida que pueden ser contenedores que recogen mundo y miradas distintas, paisajes… no hay nada más bonito que cruzar la frontera. En una de mis novelas, un anciano le pregunta a otro: «Y a ti, ¿qué te hubiera gustado hacer?». «Ser frontera», responde. Y a mí. O un río, o una película. En mi caso, el viaje lo he entendido siempre como la mejor manera de estar en el mundo. Me reconozco como viajero, porque no hay un destino concreto en la vida, lo importante es salir al encuentro de lo que no buscas. Y lo que cuesta es volver.

- Te costará volver, pero cuando lo haces, tus maneras son insuperables…

- Jajaja, eso es verdad, ya que hablas de ese libro, Maneras de volver, en su parte central, “Vivir es un asunto personal”, hay un poema en el que el poeta evoca aquellos años de muchos viajes y dice: «fueron años de apenas unos meses, que iban de paladar en paladar y de boca en boca, susurrando el misterio». Pocas veces he hecho una confesión más sincera y explícita que la que contienen estos versos.

- Antes has comentado que te gustaría ser frontera, o un río, o una película. ¿Qué película sería?

- Caramba, esa pregunta no me la esperaba… Gigante, Wide side story, Doctor Zhivago.


“El corazón siempre está desprotegido”

- ¿Cuándo conviene poner a resguardo “un corazón de lesa humanidad”?

- Amiga mía, si pudiésemos poner nuestro corazón a resguardo… es que no podemos, no podemos hacer eso, el corazón siempre está desprotegido, es la trinchera que recibe emociones, traiciones, recompensas, fracasos… estaría bien, en algún momento, ponerlo a resguardo, pero ni él se deja, ni la vida lo permite.

- Hay gente que lo resguarda tanto que no vive…

- Pero no hablamos de esa gente… me llevas a otro verso, de la contratapa de mi Obra completa: «siempre vivir te costará la vida». Si aceptas eso, qué haces agazapado, escondido, monótono, manipulado, sin jugártela, sin intentar vivir… volviendo a la pregunta, el corazón por delante y bienvenido lo que venga.

- Caimán, alcaraván, cuervo, erizo, urraca… mucho animal suelto en estos versos.

- Sí, es cierto, es un libro en el que tenía tanto que decir que, sin darme cuenta, acudieron en mi ayuda muchos elementos con una enorme capacidad visual de sugerencia, como el caimán. Hay versos que, en boca de un caimán, dicen mucho más de lo que podría hacerlo yo. En otras de mis novelas, El corazón del lobo, también hay un animal, y Tantor, el elefante, cierra mi novela El grito.

- ¿Qué se pone uno para recibir a la Virgen Negra, es decir, la muerte?

- Ja, ja, ja, ay, Dios mío… la Virgen Negra está ahí, nos espera, qué se le va a hacer… si por ella entendemos ese momento en el que apaga la luz, se encenderá otra, empieza otro viaje que no sabemos qué destino tiene; ¿qué te pones en ese momento? En mi caso, me puse este libro. Para ese encuentro, confieso no tener ninguna prisa.


“Los poetas suicidas toman una decisión terrible y quizás por ello nos fascinan”

- ¿Qué tienen los poetas suicidas que tanto fascinan?

- Hacen algo que más de una vez nos ha pasado al resto por la cabeza. De alguna manera, cogen los mandos de su historia y preparan el último acto cuando lo consideran; toman una decisión terrible, y quizás por ello nos fascinan. En mi poemario Las cartas que debía, confieso que sentí esa fascinación, de hecho, hay dos poemas sobre Marilyn Monroe.

- ¿… ante dios todopoderoso?

- Yo confieso que, por encima de esa inquietud, de ese estupor que provoca un suicidio, por encima de eso, se impone en mí una sensación de misericordia; no puedo evitar, no solo con los escritores, preguntarme realmente si ese final pudo ser de otra manera, si ese era el final que querían, que merecían… y ahí me quedo… con un gran desasosiego.


“Hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien”

- ¿Cuánto de lo que se escribe pertenece “al otro que soy y no conozco”?

- Casi todo. El problema es aceptarlo, nosotros somos un yo múltiple, con muchas caras, distintas facetas; me descubro escribiéndome y me reconozco, o no, en lo escrito, y a su vez el lector se reconoce a sí mismo en lo que lee, por eso hay que escribir con humildad, y saber que no controlas nada de lo escrito y eso está muy bien. Solo al final, cuando eso repose y cobre sentido para ti, cobrará sentido para los demás. Si no, a la carpeta.

- Hay algo acaso más difícil que “echar un poema a la carpeta”: quitarle un buen verso.

- Pero hago trampa: cuando tengo un poema que empieza en el verso nueve, los otros versos que están bien o si hay uno magnífico los pongo en un arcón y los guardo, sobre todo si uno de ellos es muy bueno, porque me acompañará y quizás acabe siendo el título de un poema. En Las razones del hombre delgado han caído muchísimos versos y bastantes poemas, porque buscaba el golpe directo que podría sentirse en ese tránsito, cuando habla el hombre delgado, en el que trata de acomodarse a ese nuevo estado, la muerte, que no está tan mal, como le dice a la Parca, su anfitriona. Es un poemario con una labor de tallado muy fuerte pero no dolorosa, como en la escultura, lo que cae es que sobra. Es muy cursi, pero es verdad, y en este libro, más que en otros, el ajuste final ha sido implacable.


“La melancolía es un sentimiento destructivo”

- “Nada se parece jamás a lo perdido”. ¿El poeta escribe más desde la melancolía que desde el deseo?

- No vuelvas a un sitio donde fuiste feliz, no vuelvas, no intentes habitar aquellos espacios que te dieron lo mejor de sí; la melancolía -voy a ser osado-, destruye, instalarse en ella puede llevarte a reflexiones valiosas, a poemas válidos, pero es un sentimiento destructivo; no así la nostalgia, un mercancías que te puede llevar, de manera no muy confortable pero certera, a donde quieras llegar. La nostalgia y el deseo… cuántas vidas tenemos, la que planificamos, la que nunca tenemos, la de ahora… esos deseos y anhelos, me gusta más «anhelo» que «deseo», son los que nos mueven en la vida, los que nos empujan a cambiar a mejor, sin saber incluso qué es lo que queremos cambiar. Hay que escribir con esa pulsión de abrir un escenario nuevo y entrar en un espacio diferente y acomodarse a él, y quedarse en él, incluso. Nostalgia, anhelo, son motores del poema. Añado pasión y humildad. Cuatro anclas muy buenas para construir un buen poema.


“Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad”

- Estoy de acuerdo contigo, pero sabemos que la humildad no tiene mucho predicamento entre los escritores…

- Me quedo con las excepciones. Es cierto lo que dices, pero es fácilmente entendible, hablamos de humildad: yo necesito mucha cuando escribo porque no sé si voy a escribir un poema. Con una novela, la actitud es distinta, hay que ser osado, hay que arriesgar, pero la humildad que se requiere al escribir un poema reside en que tú eres una canal. Además, asumo que no hay ni canon ni poetas escalafonados, no hay falsa humildad, compareces en la vida literaria desde lo que eres. Eres tu obra, con los referentes, antecedentes, etc. Los poetas necesitamos reconocimiento, tendemos a la vanidad, al reconocimiento fácil, necesitamos del abrazo; se vive con ello, y a estas alturas del viaje te puedo decir que todo poeta sin excepción tiene su espacio y su momento. Lo único es que debe intentar saber cuál es su espacio y si pasó su momento o no ha llegado aún.

- El humor, tan del gusto de la voz de Soler, se afila más (“calladito/ horizontal/ y ventila”). ¿Es la baza que nos mantiene la compostura, un poco de ironía frente a la muerte, un tanto de irreverencia?

- Las dos cosas, creo nos tomamos muy en serio la muerte. Es parte de la vida, decimos como frase medio hecha, una frase que resulta un bastón en el que apoyarnos. Son los tanatorios lo que cuenta la verdad, esa verdad por la cual el que queda despide al finado y vuelve a sus asuntos de una manera más rápida de lo que le gustaría; hay que hacerlo con cierta distancia y sentido del humor. Irreverencia. Sí, decirle a la muerte “Voy a resistir y me encanta esa sonrisa con tu guadaña, yo te voy a ganar a ti”, se requiere de esa insolencia, a pesar de la certeza de la derrota. Así disfrutamos más de la vida.

- Fuera de los lazos familiares, ¿qué muerte te ha afectado de manera contundente?

- Me vas a permitir un inciso: me impresionó y me marcó, a mis 16 años, la muerte de mi abuelo. Fuera de él, algunos grandísimos amigos que perdí hace tiempo me causaron profundo dolor, alcohólicos ambos, un pintor y arquitecto, poeta el otro y crítico literario. De los que no he tenido oportunidad de tratar, me impresionó mucho la muerte Hemingway, sí. Hay mucho creado alrededor del verdadero Hemingway, ¿cuánto era verdad?, ¿cómo era por dentro?, ¿qué paso?, ¿cómo fue ese final? Desde el respeto que le tengo como escritor, su muerte me impresionó.


“Me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad”

- Una de las características de tu poemario es la intensidad, lo apretado y, en cierto modo, lo irrevocable de tus imágenes –un punto de aspereza-: “turbio holgazán que hace de la sopa / lepra blanca”, “nacer en la saliva”, “litigio del fémur cuando adopta / una postura ojival sin paliativos”… cómo sabes que son las imágenes que han ir.

- Si supiera, siendo honesto, responder a esa pregunta... sé que son las imágenes que buscaba por dos razonas: me llegan sin buscarlas y, cuando se aquietan en el papel y pasa un tiempo y las leo, me parece imposible que las haya escrito yo. Cuando eso ocurre, surge un efecto conseguido sin buscarlo; no son poemas de amor, requieren de otros campos semánticos, y cuando los leo, sé que eso es lo que quería decir, aunque no sabía qué quería decir. Habla el hombre delgado, con su manera de contarnos lo que pasa, y una voz diferente, la mujer del poeta. Quizás con ella, con la mujer del poeta, he tenido un trato más convencional, más asumible, como de decirla: “cuéntamelo”. Como si fuera la viuda de un amigo. Con la muerte no he tenido que estar muy atento a lo que quería decir. Hay, tú lo has dicho antes, un punto de insolencia con ella, no para que estuviésemos hablando de igual a igual, pero casi; con el hombre delgado ha sido fácil porque, cuando me vi en ese desamparo, me asumí como alguien que escucha lo que viene de la eternidad. Escucho y recojo.

- ¿De qué pérdida viene Rafael Soler?

- Voy a cumplir 75 años en diciembre. Sabré de las pérdidas (en plural) de las que vengo cuando sea mayor.

- ¿Cuánta vida malgastamos?

- El 90 por ciento. Nos quedamos en lo menudo y olvidamos lo grande, cuando la escala de valores es la contraria. Lo menudo es muchas veces crear patrimonio, la seguridad, progresar en el trabajo, medrar, conseguir premios… lo importante, sin embargo, es la cercanía, los atardeceres… queda muy cursi, pero póngase a ver un atardecer y cállese una horita… y me lo cuenta luego.

- Que tu poesía completa no lleve este epígrafe, sino apenas Poesía, ¿significa que seguirás tallando versos y publicándolos?

- Bien visto. El título completo es Vivir es un asunto personal. Poesía. Es como ese tirante rojo de la dama que cortejas cayendo un poquito: mucho sugiere y todo queda abierto para el futuro. Dice el libro que ahí está la obra completa de Soler, seis libros escritos en cuarenta años. No fui capaz de poner la palabra «completa», entre otras razones porque sigo aquí. Ya veremos.


“Me gustaría haber escrito cualquier verso de César Vallejo”

- ¿Qué verso ajeno te gustaría haber escrito?

- Cualquiera de César Vallejo.

- Vaya, pensé que ibas a responderme con «Estaremos en derrota nunca en doma…»

- Maravilloso verso de Claudio Rodríguez. Me lo quedo, Claudio es enorme, pero me debo a lo que me debo: cuando me recuperé de Trilce, que me costó mucho, me abrazó Vallejo y hasta hoy. Es lo que me sale. Hay otros, «que la vida iba en serio uno lo empieza a comprender más tarde», de Gil de Biedma… tantos versos por citar sin demérito de otros…

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

En el número 131 de Turia publicamos algunos poemas de Judith Herzberg (Países Bajos, 1934), como anticipo de su primera antología en traducción al castellano, Todo lo que es pensable (editorial Pre-Textos, 2019).

Una de las voces más destacadas de la literatura holandesa, es hija del también escritor Abel Herzberg, de quien se editó hace poco en España Amor fati (ed. Siruela, 2021), siete ensayos sobre el campo de concentración alemán Bergen-Belsen. Abel y su mujer Thea sobrevivieron a los campos tras dejar a Judith y sus hermanos en diferentes casas de acogida, donde permanecieron ocultos durante la Segunda Guerra Mundial. Esta experiencia marcó la juventud de Judith así como el posterior desarrollo de su postura como artista.

La consciencia de que es necesario mantener viva la memoria de aquella guerra y la preocupación por tendencias fascistas que siguen amenzando nuestra sociedad occidental están presentes a lo largo de sus numerosos poemarios y obras de teatro. Su implicación en lo que ocurre a su alrededor lleva a una alternancia de poemas de indignación social o política con otros de asombro, añoranza y empatía. La atención y los cuidados son conceptos que se perciben en todas y cada una de las páginas de sus libros de poesía.

El lenguaje es bastante cercano, aunque con frecuentes quiebros que descolocan al lector, que avivan su capacidad de entrever conexiones insospechadas. Versos llenos de sonoridad, y en su mayoría sumamente concisos, se caracterizan asimismo por una cierta ligereza, sentido del humor, guiños e incluso un punto naíf.

A continuación traducimos para esta web un poema que recitó recientemente en una cadena de radio después de una entrevista sobre la guerra en Ucrania, aunque el poema fue concebido antes. Le siguen cuatro poemas más antiguos, uno de los cuales escribió al hilo de su estancia en Córdoba, donde participó en la edición de 2007 de Cosmopoética, y terminamos con un brevísimo poema reciente.

Títulos originales y primera publicación de estos poemas: «No pensé»: «Dacht niet», en el poemario Vormen van gekte (Formas de locura, 2019). «Ese que casi nunca duerme»: «Die bijna nooit slapende», en Bijvangst (Captura accidental, 1999). «Prudencia»: «Behoedzaamheid», en Soms vaak (A veces con frecuencia, 2004). «En vano»: «Vergeefs», también en Soms vaak. «Córdoba»: en la revista de poesía Het Liegend Konijn (2009). «Asombrado»: «Verwonderd», en 100% Hopla’s (100% Aúpas, 2022).

Todos se publican aquí por primera vez en castellano. Traducción: Ronald Brouwer.

  

JUDITH HERZBERG

 

 No pensé

 

 «No pensé en mi madre

cuando coloqué el fusil

en la ventana abierta.

Tampoco pensé en ella

cuando sospeché

que en el lado contrario

alguien resultó herido.

Solo volví a pensar en ella

cuando a la noche metí el fusil adentro.

Cómo pasó la punta del delantal

por la mesa cuando otra vez la manché

y cómo dijo: ¡ten cuidado

el alféizar está recién pintado

no vaya a ser que se raye!»


Ese que casi nunca duerme

 

Como a veces yo ya sabía lo que ibas a responder

me adelantaba, pero tú, siempre ávido de competición

enseguida te oponías, jocoso, con un giro inesperado,

sabías algo todavía más preciado, te carcajeabas, ganabas.

 

¿Dónde estarán ahora tus gafas, esa montura fuerte

de lentes gruesas, detrás de las cuales te armabas?

Te las quito y te doy un suave beso en el ojo

por un instante cerrado, ese que casi nunca duerme.

 

Tratarlo con mimo

el recuerdo se acaba

se convierte en recuerdo

del recuerdo

a la larga deja

de emitir olor.


Prudencia


Prudente no es lo mismo que cuidadoso,

prudente es dos manos como una cúpula

sobre algo valioso. Por un pelo no puedes

verlo pero es algo, adivinas, de valor.

 

Prudente tampoco es lo mismo que cuidadoso

cuando te acercas a algo huidizo. No tienes

miedo pero sí eres circunspecto. A ese otro,

que sí tiene miedo, se lo quieres ahorrar.

  

En vano

 

 El en vano pende en forma de mil manzanas

maduras del árbol que se apoya

en dos pesados codos. Está vallado.

 

El en vano siempre presume

de todo aquello a lo que no aspira

como si así se legitimase.

 

El en vano prolifera en forma de (consultar,

no se encuentra en plantas comestibles)

invadiendo lo que en su día fue el huerto.

 

El en vano se prodiga en añicos

en calcinación pero más todavía

en ceniza y polvo.

 

El en vano nunca se ha preocupado por cosas

de las que se rompe una parte:

el brillante interior de un termo.

 

El en vano no ha sabido evitar

convertirse en lo que se convirtió; hubiera

preferido seguir siendo locución adverbial.

 

El en vano siempre acecha

sospecha, pero

no asalta.

 

De la paz conoce el en vano los enconados

deseos. El una y otra vez

ansiado de repente.

 

El en vano nunca se ha interesado

por la entrega corriente,

la cotidiana.

 

 Córdoba

 

 El silencio no caga

desde lo alto

sobre los tableros de cristal

de las mesas en el patio.

 

Aun así el silencio

es ahuyentado

junto a los gorriones

por fuertes estampidos.

 

 Asombrado

 

Se trastabilla

el presentimiento con el recuerdo

un área de juegos

sin niño dentro.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ronald Browner

En abril de 2019 XL El Semanal publicó los resultados de una encuesta que había organizado para dilucidar quién era el más importante escritor español. El primero resultó Miguel de Cervantes (con el 29,21% de votos), el segundo Benito Pérez Galdós (16,68%) y el tercero, Miguel Delibes (11,87%). Naturalmente no se trata aquí de insistir en el valor numérico de un conjunto de preferencias particulares, pero no deja de ser significativo que, entre los escritores recientes (la encuesta excluía a los vivos), el más votado fuese Delibes, que acompañaba en el ilustre podio a Cervantes y a Pérez Galdós. No creo, pues, arriesgado afirmar que posiblemente sea Delibes el escritor español reciente sobre el que hay un más claro consenso positivo entre los lectores y que entra de lleno en ese club de clásicos de nuestras letras, tal y como, de hecho, figuraba ya en sus últimas décadas de vida: solo hay que recordar la expectación con la que fueron recibidas cada una de sus novelas y el amplio reconocimiento público y crítico que estas merecieron.

En las argumentaciones que muchos lectores dieron en la citada encuesta para justificar su voto a Delibes figura especialmente el hecho de que su obra sea sensible reflejo de la España de su tiempo y de sus gentes, en particular las del ámbito rural, junto a otras consideraciones de incontestable vigencia en el imaginario lector[1]. Es cierto, junto a ello, que la mayoría asociamos a Miguel Delibes Setién con unos valores definitivamente apreciados (en contraste con cierta inmundicia generalizada en la vida personal y pública de los últimos años), como son la coherencia, la honestidad literaria y esa recia y digna castellanía que se observan en prácticamente toda su obra y el comportamiento que públicamente mostró. A pesar de que él era un hombre retraído, dado a la depresión y poco amigo de los oropeles, es justo reconocer una cierta simpatía personal que proporcionan su biografía y su obra y que yo desde luego no oculto.

Pero me gustaría concretar algo más esos aspectos por los que Miguel Delibes, en contraste con otros autores contemporáneos que gozaron de bien construida fama[2], es un autor que, a mi juicio, goza de bien ganada vigencia. Y lo haré, naturalmente, desde una lectura personal y simpática de su obra y de la bibliografía principal sobre la misma.
Delibes es historia de la narración en España en la segunda mitad del siglo XX, punto fundamental desde el que observar medio siglo de literatura española (el que va entre 1948 de La sombra del ciprés y 1998 de El hereje) y también un interesante y constante interrogante sobre el papel y la extensión de la novela, al que no son ajenos aspectos como la relación del narrador con sus personajes o las innovaciones técnicas presentes en Cinco horas con Mario, Parábola del náufrago o Los santos inocentes. Partícipe, en diversos momentos entre los años cuarenta y setenta, de las inquietudes de los escritores autodidactas, los universitarios, los social-realistas y los vanguardistas, como se ve en las conversaciones con César Alonso de los Ríos, a partir de El camino (1950), y así lo ha destacado Marisa Sotelo, Delibes “apuesta por la sencillez, la naturalidad del estilo, tamizado de cordial ironía y la búsqueda de la autenticidad se convierte en su preocupación fundamental”[3]. Entre la creación de Delibes hay que considerar una enriquecedora y a menudo complementaria relación entre las novelas y los relatos incluidos en La partida (1954) o Siestas con viento sur (1957); cuentos como los de La mortaja (1970) son tan representativos como los mejores libros de Delibes, según Sobejano. Existe además, redundando en las claves perceptibles en toda su literatura, una conexión entre los personajes, por ejemplo, de títulos muy distintos: así, Senderines en La mortaja, el Mochuelo en El camino o el Nini en Las ratas; o el difunto de Cinco horas con Mario y Cipriano Salcedo en El hereje.

Pero, si es posible hallar unas claves de estilo, e incluso, como veremos, la presencia de algunos temas vertebradores en su literatura, en Delibes se aprecia, como ya señalara Pilar Celma, un triple compromiso: ético, social y estético. Solo este aserto bastaría por sí solo para encauzar la predilección lectora por Delibes, que una vez afirmó: “Mi vida de escritor no sería como es si no se apoyase en un fondo moral inalterable. Ética y estética se han dado la mano en todos los aspectos de mi vida”. De ahí, a mi parecer, la filiación cervantina del escritor: el cuidado de los personajes y sus voces, la cercanía al débil, la perfecta ambientación y construcción narrativas a través de los propios personajes, la lucha de la individualidad frente al poder, la exigencia de la libertad de conciencia frente al seguidismo social.

Afirmaba el Prof. Gonzalo Sobejano que todas las novelas de Delibes podían titularse como la tercera de ellas, El camino, porque los personajes buscan su propio camino de realización personal, habitualmente en un contexto poco propicio o incluso hostil, y porque el propio autor recorre un camino “desde la soledad a la solidaridad” que supone “una progresiva toma de conciencia de la responsabilidad humana, un proceso de acercamiento al humanismo social a partir de la angustia existencial. Delibes, puede afirmarse, es el novelista español responsable por excelencia”[4]. Abundando en esta idea, retomo de Sobejano lo siguiente: “La vida, el carácter, la obra, la significación de la obra y el sentido de la trayectoria cumplida, todo viene alentado en Miguel Delibes por el ritmo de la compasión, esa virtud estética consistente en compenetrarse éticamente con el objeto de la atención creativa, que no es ideación ni fantasía, sino amor al prójimo”[5]. En diferentes ocasiones Delibes se pronunció sobre el carácter de sus protagonistas, acusando, con cierto pesimismo, su refugio del desvalido (el niño, el campesino, el incomprendido): “Yo he tomado en mi literatura una deliberada postura por el débil. En todos mis libros hay un acoso del individuo por parte de la sociedad, y siempre vence, se impone esta”[6].

El profesor Sobejano acuñó una afortunada expresión para referirse al escritor, el “recogimiento atento”, que era tanto un recogimiento físico como espiritual, afecto a una tradición sin dogmatismos, a un liberalismo socializador, a una necesidad íntima de la literatura. En su narrativa Delibes se compromete con los desvalidos, pero también consigo mismo, como veremos brevemente a continuación, en relación con el desarrollo de personajes y narraciones.

Delibes es un extraordinario constructor de personajes, a los que hace vivos realmente: “Poner en pie unos personajes de carne y hueso e infundirles aliento a lo largo de doscientas páginas es, creo yo, la operación más importante de cuantas el novelista realiza”, comenta en el significativo artículo titulado “Los personajes en la novela”. La compenetración del autor con la conciencia de sus personajes (varios considerados alter ego o trasuntos del autor, por ejemplo en Cartas de amor de un sexagenario voluptuoso, Madera de héroe o Señora de rojo sobre fondo gris), llegando a hablar desde ellos, en perfecta identificación, o a focalizar la narración desde sus circunstancias y resoluciones. Resuenen aquí las palabras del escritor en  la recepción del Premio Cervantes (1994): “Mis personajes son, en buena parte, mi biografía. Pasé la vida disfrazándome de otros, imaginando, ingenuamente, que este juego de máscaras ampliaba mi existencia, facilitaba nuevos horizontes, hacía aquélla más rica y variada”. Obviamente, esos personajes viven no exactamente ideas, sino una historia: son sujetos narrativos con sus propias circunstancias y sus propias formas lingüísticas. Son, en definitiva, los elementos básicos de toda narración: un hombre, un paisaje y una pasión.

Por si fuera poco su particular geografía literaria, Delibes es verdaderamente un “escritor con territorio”, como le denominó Alonso de los Ríos. La mayoría de sus novelas y cuentos se ambientan en su ciudad natal, Valladolid[7], o en pueblos de Castilla y Extremadura (excepcionales son los escenarios abulense de La sombra del ciprés es alargada, chileno de Diario de un emigrante y utópico de Parábola del náufrago). Escribió además crónicas misceláneas regionales, como Castilla (1960) y Viejas historias de Castilla la Vieja (1964) y Castilla, habla (1986). No podemos olvidar su compromiso periodístico en la época de la censura de prensa (me refiero: en la época en que la censura de prensa estaba claramente establecida por el régimen político) y su labor como director de El Norte de Castilla (1958-1966) en contra la despoblación y la falta de inversiones en el agro castellano, lo que le acarreó no pocos problemas. Cuando en 1964 alguien le preguntó con qué se conformaría, afirmó Delibes: “Con que, cuando se analice mi obra, dentro de equis años, se diga: ´Acertó a pintar Castilla`”. Pero, a partir de lo local, su obra ha trascendido a lo universal, a los valores universales del ser humano: “La universalidad del escritor debe conseguirse a través de un localismo sutilmente visto y estéticamente interpretado”[8].

Los temas de Delibes, trazados en la dehesa extremeña o en las sucias calles del Valladolid contrarreformista, son universales y esta es, sin duda, otra clave de su vigencia. Recordemos únicamente la importancia que en su prosa tiene el tema de la infancia y la inocencia (en El camino o El príncipe destronado, por ejemplo); el tema de la muerte (en La mortaja, Las guerras de nuestros antepasados, El hereje…); o la compasión por los sencillos (en El camino, Mi idolatrado hijo Sisí o Los santos inocentes):  “El hecho de que yo me incline por el hombre humilde y por el hombre víctima revela, imagino, mi espíritu democrático, pero no menos mi espíritu cristiano”[9]. Delibes ha sido un escritor reflexivo con su tiempo y con la angustia del ser humano en una época cambiante en  diversos órdenes.

El tema de los viajes y el conocimiento de otras realidades políticas en su época muestra la capacidad de Delibes para sorprenderse por otras realidades y tratar de conocerlas, como se observa bien en sus ensayos Por esos mundos, Europa: Parada y fonda (1963), USA y yo  (1966), Dos viajes en automóvil: Suecia y Países Bajos (1982) o He dicho (1996). Los textos de La primavera de Praga (1968), uno de sus libros testimoniales más valiosos, responden al final a esa convicción del escritor: “Sigo creyendo en la posibilidad de hacer compatibles la justicia y la libertad y no dudo que, a la larga, el paso dado por Rusia –torpe y brutal— acabará volviéndose contra ella”; y, algo más adelante, “las armas sirven para matar hombres, pero nunca sirvieron para matar ideas”.

Uno de los rasgos característicos del pensamiento de Delibes tiene que ver con una de las revoluciones que se imponen en el mundo, la ecológica. Delibes fue un destacado defensor de la naturaleza y crítico del progreso alienante y destructor. En El sentido del progreso desde mi obra, afirmaba que “el hombre, nos guste o no, tiene sus raíces en la naturaleza y al desarraigarlo con el señuelo de la técnica, lo hemos despojado de su esencia”. Desde el punto de vista del ecologismo, Delibes sitúa un puente crítico entre el mundo rural y el urbano y además rescata el léxico y las costumbres rurales, hasta el punto de que su obra parece, como decía Manuel Alvar, “un tratado de antropología cultural”: “Al hombre, ciertamente, se le arrebata la pureza del aire y del agua, pero también se le amputa el lenguaje, y el paisaje en que transcurre su vida, lleno de referencias personales y de su comunidad, es convertido en un paisaje impersonalizado e insignificante”[10]. Esta defensa de un mundo en desaparición aparece en Las ratas, Viejas historias de Castilla la Vieja, El disputado voto del señor Cayo… Ahí se concita también su interés por el mundo rural y el individualismo de los personajes, ya que “la ciudad uniforma cuanto toca; el hombre enajena en ella sus perfiles característicos”[11]. En este punto encaja la afición naturalista del cazador y pescador Delibes, que escribió expresamente sobre la caza y la pesca en ensayos como La caza de la perdiz roja (1963), El libro de la caza menor (1964), Con la escopeta al hombro (1970), La caza en España (1972), Aventuras, venturas y desventuras de un cazador a rabo (1977), Mis amigas las truchas (1977), Las perdices del domingo (1991) o El último coto (1992).

La bibliografía de Delibes no se cierra con sus novelas, relatos y ensayos de viajes o cinegéticos. Hay títulos misceláneos, como Vivir al día (1967), Un año de mi vida (1971), Mi vida al aire libre (1989) y Pegar la hebra (1990), que revelan su prolijidad desde diversos frentes intelectuales.

Su obra traspasa además lo meramente literario. Una decena de narraciones de Delibes han sido llevadas al cine, lo que redunda en la investigación sobre su obra desde otro lenguaje, el cinematográfico. Aunque Delibes siempre confesó su incapacidad para escribir directamente teatro, cuatro de sus textos han sido llevados al escenario por parte de importantes intérpretes y productores que mantienen sin duda viva parte de su obra: Cinco horas con Mario (estrenado por Lola Herrera en el teatro Marquina de Madrid el 26 de noviembre de 1979), La hoja roja (1987), Las guerras de nuestros antepasados (por José Sacristán y Juan José Otegui en el teatro de Bellas Artes el 7 de septiembre de 1989; y por Manuel Galiana y Teófilo Calle en el teatro Principal de Palencia el 31 de mayo de 2002) y Señora de rojo sobre fondo gris (por José Sacristán). Incluso se pretendió en su día llevar a teatro El hereje, cuya novela, por cierto, tiene un guion de cine firmado por José Luis Cuerda.

Otra clave a mi juicio innegable de la vigencia del escritor es el hecho de que su archivo se encuentre disponible para su consulta en la Fundación Miguel Delibes de Valladolid. Lamentablemente no es fácil en España que el legado de un autor, por desgracia tantas veces sujeto a ambiciones particulares, esté a disposición de los investigadores y lectores y que, desde una entidad con financiación pública y privada, se mantenga viva la memoria del escritor y se alienten ediciones y actividades que redunden en su conocimiento, por el bien de todos como patrimonio cultural insustituible. De esta forma, es posible el descubrimiento de nuevos materiales, versiones e interpretaciones[12]. En 2002 se publicó su correspondencia con Josep Verges y en 2014 la de Gonzalo Sobejano, libros que iluminan parte de nuestra historia intelectual reciente.

La obra de Delibes goza de unas características que van a facilitar su vigencia, es decir, su lectura y estudio a través del tiempo. Para empezar, por haberse hecho eco, desde una raigambre cervantina, de la noble causa de los débiles y de la libertad de conciencia de sus héroes o antihéroes. Su literatura, profundamente castellana, se nutre de unos temas universales (la infancia, el ideal de justicia y libertad, la naturaleza, las contradicciones del progreso, la muerte…) que justifican el interés que ha tenido y tiene en los lectores en castellano (a través de innúmeras ediciones, acrecentadas en este año conmemorativo) y allende nuestras fronteras lingüísticas. Por otro lado, su literatura es tan extensa y variada como cuidada, con una prosa magistral, llena de hallazgos y matices, con personajes creíbles de profunda complejidad. Quien lo lea va a leer a un clásico nuestro de las letras universales.



[1]
                        [1] Así también numerosos testimonios recogidos en el libro Hasta siempre, paisano Delibes, recuerdo de la 43ª Feria del Libro de Valladolid, Valladolid, Ayuntamiento de Valladolid, 2010, con parte de los mensajes de condolencia recibidos los días 12 y 13 de marzo de 2010.

[2]
                        [2] Recuerdo inevitablemente a Camilo José Cela, premio Nobel en 1989, caso verdaderamente significativo de escritor que alcanzó los mayores reconocimientos y luces públicas en vida y que, póstumamente, es, a lo que presumo, un autor más bien poco leído. Como esto que acabo de escribir procede de mi impura subjetividad, sería interesante en un futuro valorar con datos la suerte póstuma de la obra de Cela; por de pronto, en la encuesta de XL El Semanal ocupó un meritorio 12º puesto, con 1,59% de los votos.

[3]
                        [3] SOTELO, Marisa, “Introducción”,  en Miguel Delibes, El camino, Barcelona, Planeta (Austral), 2019, p. 14.

[4]
                        [4] SOBEJANO, Gonzalo, “Estudio introductorio. Cinco horas con Mario: de la novela al drama”, en Miguel Delibes, Cinco horas con Mario (versión  teatral), Madrid, Espasa-Calpe, 1982 (3ª ed.), p. 12.

[5]
                        [5] SOBEJANO, Gonzalo, “Introducción” a Miguel Delibes, La mortaja, Madrid, Cátedra (Letras Hispánicas, 199), 2010 (9ª ed.), p. 36.

[6]
                        [6] En GARCÍA DOMÍNGUEZ, Ramón, Miguel Delibes: un hombre, un paisaje, una pasión, Barcelona, Destino, 1985, p. 70.

[7]
                        [7] De Valladolid. Antología de textos sobre Valladolid y sus gentes, edición a cargo de Ramón García Domínguez, Barcelona, Lunwerg, 2009.

[8]
                        [8] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  Conversaciones con Miguel Delibes, Madrid, Editorial Magisterio Español, 1971, p. 180.

[9]
                        [9] En ALONSO DE LOS RÍOS, César,  op.cit., 1971, p. 103.

[10]
                        [10] DELIBES, Miguel, El sentido del progreso desde mi obra. Discurso leído el día 25 de mayo de 1975 en el acto de su recepción y contestación del Excmo. Sr. Don Julián Marías, Madrid, Real Academia Española, 1975, P. 52.

[11]
                        [11] DELIBES, Miguel, op.cit., 1975, p. 55.

[12]
                        [12] Como ejemplo, el cuento ilustrado incluido en La bruja Leopoldina y otras historias reales (prólogo de Elisa Delibes, Barcelona, Destino, 2018) o la mayor parte de materiales de trabajo utilizados en mi edición de El hereje (Madrid, Cátedra, Letras Hispánicas, 2019).

Escrito en Lecturas Turia por Mario Crespo López

“Depende, claro está, de lo que se entienda por normalidad. ¿Qué es normal? ¿Lo que más abunda? Pues, entonces, no hay duda, soy raro. Ser raro, sin embargo, no es malo. Puede ser, incluso, un piropo. Quevedo decía que el sol, para hacerse estimar, no habría de salir cada día”, respondió en una ocasión Javier Tomeo Estallo (Quicena, Huesca, 1932-Barcelona, 2013) a propósito de su indiscutible singularidad. Fue un escritor distinto, sin patrón, inclasificable, solitario y, más que marginal, periférico, como lo calificó en varias ocasiones su gran amigo Félix Romeo Pescador (Zaragoza,1968-Madrid, 2011). Fue un escritor que venía del cómic y de la literatura popular, bajo el nombre de Franz Keller, de Kafka, de Valle-Inclán, a quien citaba mucho más que leía o que había leído, pero le fascinaba aquello de “la deformación expresiva y grotesca de la realidad” del esperpento, y Sigmund Freud, al que recurría una y otra vez para explicar la escisión permanente, esa forma de abismo en vida de sus criaturas. Declaró: “Mis personajes son seres reales, forman parte de la realidad. Pero son personajes quintaesenciados; los ofrezco en condiciones de ser digeridos plenamente. Personajes arquetípicos, con una pretensión de universalidad. Seres, por lo general, incomprendidos y solitarios”. Sin duda, pero también anómalos, con distintas patologías, casi siempre víctimas de una obsesión, de una enfermedad real o imaginaria o de las pulsiones atávicas, que era la nuez o la espiral expansiva sobre la que montaba sus novelas.

Esa extrañeza tan peculiar y única, su forma de percibir el mundo, su condición de visionario de la incomunicación, de la soledad y de la angustia, harían de Javier Tomeo un escritor desubicado, fuera de contexto, un tanto apocalíptico, sin pretenderlo, alguien que anda por ahí, fuera del carril, en las regiones de lo incierto, acaso como un sembrador de monstruos. Javier Tomeo, que podía ser muy ingenioso y certero en sus análisis, daba claves de su poética en cualquier instante: “La gente perfecta, feliz y simétrica, carece del interés literario que poseen aquellos individuos que revelan algún tipo de anomalía. Los pueblos felices no tienen historia. Hay que entender esta monstruosidad de mis novelas como una suerte de metáfora (...) Los monstruos son difíciles ejercicios de amor (…) Todos llevamos un monstruo dentro”.

Con todo, Javier Tomeo encontró su sitio y fue editado y reeditado, elogiado por doquier (por Rafael Conte, José-Carlos Mainer, Jesús Ferrer Sola, Nora Catelli, Fernando Valls, entre muchos otros), tuvo un gran éxito en el teatro, a pesar de que solo escribió una pieza netamente teatral, como Los bosques de Nyx (Xordica, 1995). También fue traducido a las principales lenguas del mundo. En los años 80 y 90, sobre todo, vivió momentos de popularidad. Apenas recibió galardones oficiales de España, pero sí recibió el Premio Aragón de 1994 y fue Medalla de Oro de Zaragoza en 2005, ciudad que en 1999 presentó su candidatura oficialmente al Premio Nobel de Literatura.

¿Cómo se forjó la personalidad de Javier Tomeo? ¿Cómo labró su singular trayectoria? De entrada conviene decir que era hijo único y que formó parte de la diáspora aragonesa a Barcelona. Solía decir, con algo de coquetería y de autoleyenda, que había sido fugazmente tercer portero del Huesca y que, algunos años después, mandó al periódico de su ciudad una crónica de un choque entre el Sant Andreu y el Huesca.  Allí, en cierto modo, sugería que había nacido el escritor, aunque en realidad Javier Tomeo haría un poco de todo: trabajó de negro, haría traducciones, “sin saber muy bien inglés”, y daría por aquí y por allá su primeros coletazos literarios con los relatos. “Publiqué en los años 50, en El Noticiero Universal, una colección de relatos que se llamaba Cuentos del Sábado. Eran breves y supongo que se percibiría el influjo de las lecturas de Carson McCullers, una escritora norteamericana, y supongo que aún no habría superado la fase imitativa. Además, me publicaron otros cuentos que he perdido, por los que me pagaban 200 pesetas, que era mucho. Julio Manegat fue esencial porque me dio alas”, explicó en una ocasión.

Sería en 1967, en la editorial Marte, que llevaba Tomás Salvador, donde publicaría su primer libro: El cazador (1967). Narraba la historia de un hombre que se encierra en su habitación con la firme determinación de no volver a salir jamás. Según el propio Tomeo, por entonces no había leído a Franz Kafka; a medida que iban pareciendo sus nuevos libros, como Ceguera al azul (Tábano, 1969) -donde cuenta el relato de un hombre que desea ir a Beluchistán, pero que no acierta a sacar su billete- fue su amigo el citado Julio Manegat quien le recomendó que leyese al autor de La metamorfosis. Tomeo, con su habitual sentido del humor o con su sentido de la irrealidad, lo hizo y le dijo: “Este tío me copia”. Tomeo contaba que ese libro aparecía en una colección de autores no premiados y que era consciente que lo que él hacía no se adaptaba muy bien a lo que se llevaba en España en ese momento: el realismo social, que iba a dar paso a destellos de experimentalismo y poco después a lo que se llamó “la nueva narrativa española”, que empezó con algunos libros claves: La verdad sobre el caso Savolta de Eduardo Mendoza, El río de la luna de José María Guelbenzu y la tetralogía en marcha, Antagonía, de Luis Goytisolo.

En ese momento, como haría siempre, trabajador ya en la fábrica Olivetti, Javier Tomeo iba a su marcha, al amparo de los citados Tomás Salvador y Julio Manegat, Juan Ramón Masoliver y de Ramón de Goicoechea, que fue el primer marido de Ana María Matute y se convertiría en una especie de interlocutor o alter ego en sus artículos, en sus cuentos y en algunos de sus libros. Dijo de él: “Mi amigo, y personaje de mis textos, Ramón o Ramoncito me decía siempre que había gente que sacaba a pasear a sus monstruos a las cuatro o cinco de la mañana. Decía que estaban ocultos durante el día y que salían de madrugada y por poco tiempo. Es probable”.

En 1971, El unicornio ganó el premio de novela ‘Ciudad de Barbastro’, que publicaría el sello Bruguera. Aquel galardón fue importante en su carrera: le hacía mucha ilusión. Significaba volver a casa y era un espaldarazo. Eso sí, Javier Tomeo seguía a la suya, anclado en la obsesión, el disparate y el absurdo. En una representación teatral, sin que medie nada, los espectadores empiezan a morir uno tras otro. Tomeo introduce aquí otra de sus pasiones: los animales imaginarios o soñados (sería un pertinaz y divertido creador de bestiarios), y un nuevo procedimiento narrativo: articula el relato en forma de cuaderno con acotaciones teatrales.

En esa carrera sigilosa, que lo vinculaba más con Joan Perucho y Álvaro Cunqueiro que con nadie, Javier Tomeo seguiría publicando libros: Los enemigos (Planeta, 1974), y su primera gran obra, quizá una de sus mejores novelas: El castillo de la carta cifrada (Anagrama, 1979), título que suponía, además, el salto a la que va a ser la gran editorial de su vida, Anagrama. Su editor Jorge Herralde, que le ha dedicado muchas palabras y elogios, lo define en Un día en la vida de editor y otras informaciones fundamentales (Anagrama, 2019) como “glorioso autor de teatro internacional sin haber escritor jamás una pieza teatral”, y dice que “el gran crítico Rafael Conte y yo rivalizábamos en nuestro entusiasmo por la obra de Tomeo”. El castillo de la carta cifrada es una ficción en la que un noble abandona el mundo y se recluye en una fortaleza; intenta establecer relación con un antiguo enemigo y no puede hacerlo. El clima del surrealismo y del absurdo está presente de nuevo, sazonado por fogonazos líricos, y el autor afinaba aquí más la sinrazón y el extrañamiento que nunca. El desabrido desconcierto existencial.

Al año siguiente aparecía Diálogo en re mayor (Anagrama, 1980), otro texto en que el Javier Tomeo indaga en el tema capital de su obra: la incomunicación. La novela plantea una situación claramente tomeana y paradójica: dos hombres, Juan y Dagoberto, uno virtuoso del trombón de varas y el otro apasionado del violín, intentan conversar y entenderse en un vagón de tren durante cinco horas. Constatan que son los únicos viajeros, y ahí Tomeo sigue desarrollando su querencia por la claustrofobia, los espacios cerrados, angostos, casi como si fueran espacios escénicos. En este clima opresivo se debaten muchos asuntos: la memoria de los personajes, la singularidad de los instrumentos, la necesidad y la imposibilidad de la relación. Como se percibe, Javier Tomeo no daba puntada sin hilo. Era un autor nítidamente contemporáneo que le daba vueltas a un asunto eterno pero capital en nuestros días: el enigma de la identidad. ¿Quiénes somos, cuál es nuestro lugar en el mundo, cómo es el mundo, qué fuerzas telúricas y sociales lo descomponen y nos descomponen? Desde el punto de vista del estilo, se alternan los diálogos, llenos de sorpresas y excursiones narrativas y evocadoras, con sus descripciones minimalistas, despojadas de retórica. El escritor oscense, que sería bautizado como “el Kafka de Huesca”, no tardaría en reconocer otros influjos, a los ya conocidos, como Luis Buñuel, que para él era Dios, Baltasar Gracián y el Goya de las pinturas negras. Algunos años después, en una entrevista, y dio cientos, diría: “Me sacan los colores los que me comparan con ese gran genio que es Kafka, pero bueno... No está nada mal. Prefiero que digan que me parezco a Kafka que a Rafael Pérez y Pérez, por ejemplo. Bromas aparte, con Kafka coincido a través de Freud y del subconsciente. Yo soy el escritor del ello, en mis personajes lo que prevalece es el ello –atávico, irracional, agresivo- frente al yo –civilizado, contemporizador–. Y Gregorio Samsa es la gran metáfora del ello”.

Cinco años después, publica el libro que le va a dar fama y a reclamar atención para su poética: Amado monstruo (Anagrama, 1985), que fue finalista del Premio Herralde; le ganó un futuro Cervantes, el mexicano Sergio Pitol. El joven aspirante a un puesto de vigilante, entabla un diálogo con un director de un banco, y ahí, en una novela teatralizada, con unidad de tiempo y lugar, como dijo el crítico y editor Luis Suñén, se barajan muchas cosas: la lucha de clases, la relación entre el amor y el esclavo, la dependencia del joven de su madre; en realidad, los dos personajes sufren idéntica sumisión. Javier Tomeo, entre otras particularidades, anota una anomalía: el protagonista, cautivo cuando menos psicológicamente, tiene seis dedos en una mano.

Por otra parte, Javier Tomeo demostraba que venía para quedarse. A partir de entonces, su presencia será constante. Más que constante, pertinaz, porque él era un escritor metódico que escribía a diario, de noche y de día, y con siempre con luz artificial. Y casi puede decirse que entregaría, casi hasta su muerte, uno o dos o hasta tres libros por año. Fue eso también lo que llevó a diversificar su presencia en otros sellos: Planeta, muy especialmente, Destino, Alpha Decay, Mondadori, Xordica, Huerga & Fierro, Páginas de Espuma y Prames, entre otros.

Su nombre desde Amado monstruo ya no pasaba inadvertido; al contrario, aunque era mayor que casi todos ellos, se asoció a la Nueva Narrativa Española que integraron, entre otros, Álvaro Pombo, veterano como él, José María Merino (con quien tendrá algunas afinidades: la pasión por el microrrelato y el interés por la literatura fantástica), Luis Mateo Díez, Javier Marías, Antonio Muñoz Molina, Julio Llamazares, Rosa Montero, Cristina Fernández Cubas, Jesús Ferrero, Javier García Sánchez, Enrique Vila-Matas, Justo Navarro, Miguel Sánchez-Ostiz, Féliz de Azúa, Vicente Molina Foix, etc., y entre ellos también figuran sus paisanos Soledad Puértolas, Ignacio Martínez de Pisón, José María Conget y, en cierto modo, Ana María Navales, que publicaría sus mejores libros en los años 80 y 90 también. Javier Tomeo figuraría con El castillo de la carta cifrada y Amado, en un único volumen, en una colección de 1989 del Círculo de Lectores, que tenía algo de inventario de ese grupo, al que no puede llamarse generación. La Nueva Narrativa Española renovaba la escritura, había asimilado muy bien la novela negra y el cine, era muy cosmopolita y reivindicaba el jazz, el peso de nuestra historia literaria, la creación de personajes y el viaje, y tenía en Vladimir Nabokov a una de sus figuras de referencia.

Javier Tomeo se convertirá en un autor de culto. Citado, respetado, elogiado, y sobre todo llevado a la escena. Serían Jacques Nichet, Jean Jacques Préau, Paco Ortega y José María Pou, por citar algunos nombres, quienes trasladarían a las tablas muchas de sus novelas: Amado monstruo se llevó la palma, y conoció adaptaciones en varias lenguas, y estrenó en los tres grandes teatros de París. En 1987 publicó El cazador de leones (Anagrama), otro de esos libros que gustaron mucho en el teatro: un hombre solitario quiere hablar por teléfono con una mujer, a la que le va cambiando de nombre. El oscense ensaya de nuevo algo que forma parte de su estilo: el monólogo, una suerte de perorata que refleja sus cambios de humor, sus veleidades y la inclinación a cambiarle el nombre a la mujer imaginaria que está al otro lado de la línea. Rafael Conte, como glosaba más arriba Jorge Herralde, fue a París con motivo de sus éxitos teatrales y fue en ese viaje cuando percibió que el escritor aragonés se inspiraba para una nueva novela. Escribió en ‘El País’ en enero de 1989: “En la pasada primavera, un día de sol, sentado en un café y frente al amasijo genial de chatarra del Centro Pompidou de París, Tomeo miraba las palomas que se paseaban picoteando entre las piernas de los clientes. Luego lo contará en un periódico. Y ocho meses después vemos el resultado, una nueva novela, discreta, misteriosa, que oscila entre el humor y el terror, La ciudad de las palomas, que estos días aparece en las librerías. Tomeo era apreciado, caía bien, pero nadie parecía confiar demasiado en él, como si fuera un diamante en bruto; pero ya parece estar bastante pulido y empieza a brillar con su extraña y propia luz”. La cita es un poco larga pero muy valiosa. Jorge Herralde añade un detalle gracioso que quizá no sea nada exagerado, “Tomeo debía estar persiguiendo a una chica o algo similar”, extremo literario o pícaro que también recordaría el escritor y crítico Marcos Ordóñez en su necrológica.

La ciudad de las palomas era un paso más en su mirada desoladora sobre la urbe, los avances tecnológicos, la televisión y, de fondo, la imposible convivencia. De nuevo irrumpía su desazón y su advertencia al futuro: “No hay nada más frustrante que un teléfono que no suena, y a la vez la telefonía móvil se vuelve alienante. La televisión es la versión eléctrica y actual del demonio”, dijo con motivo del libro. Más adelante, añadiría un matiz: “No soy en absoluto partidario de la televisión, pero solo se puede escribir desde la mala leche, y la televisión es, en este país, el instrumento ideal para cargarse de mala leche”.

Javier Tomeo ya estaba lanzado en las letras españolas. Conquistaba su sitio título a título, de argumento leve. La anécdota era como el hueso puro, y a partir de ahí crecía todo desde la obsesión, la presencia del sexo, la melancolía, la locura, el virtuosismo de la dialéctica, la repetición y la profunda desconfianza en el ser humano. Si La ciudad de las palomas fue una gran metáfora de la incomunicación y el recelo ante las nuevas tecnologías, en otros libros como El mayordomo miope, Problemas oculares, El discutido testamento de Gastón de Puyparlier y Zoopatías o zoofilias, nos asomamos al mundo de las deficiencias, las taras, las amputaciones, las perplejidades: no es que criticase algo de eso exactamente sino que a través de la deformación y la caricatura habla de la imperfección del alma, de la maldad, del descrédito de existir, del sentido de la vida y de las cicatrices insondables. Lo cotidiano se volvía absurdo, patético e inverosímil, como el detritus informe de una pesadilla. Lo cual no quiere decir que en sus libros no haya instantes de ternura y de poesía: todo lo contrario. Su obra, con humor negro, con ironía y sarcasmo, con huidas hacia lo fantástico y el terror incluso, es como el llanto que no cesa del hombre, del monstruo perdido en la madrugada, y es la exposición con variaciones de un escritor, más intuitivo que moralista, que analiza la condición humana. “Me sirvo de la ficción para señalar dónde nos aprieta más el zapato de nuestras imperfecciones”, dijo una vez.

Javier Tomeo ha tenido tantas lecturas que se le ha emparentado con otros autores, además de los acarreados hasta aquí: Eugene Ionesco, Samuel Beckett, Dino Buzatti, Gómez de la Serna, Miguel Mihura, hasta se han visto en él ecos de Edgar Allan Poe en algunos de sus cuentos. Junto a ellos, es muy difícil aludir a autores contemporáneos: rara vez se le oía citar a un compañero de generación, con el que podía viajar a cualquier sitio, a congresos, a un viaje por Alemania. Lo cual no quiere decir que fuera desagradable o dado al desaire. Suscitaba simpatía, pero iba a su bola, con esa intuición centelleante y sin filtro que en él era una forma de inteligencia o su detector de visiones. En cambio, él sí era citado, leído y reconocido, e incluso parecía intranquilizar un poco su éxito. O despertar interrogantes. El propio Juan Benet, referencia de muchos escritores y no pocos críticos, se acercó a sus libros, y dijo que con ellos le pasaba como con las croquetas, que todos le sabían igual. La reacción de Tomeo fue variada: al principio, le enojó; después, le restó importancia con más indiferencia que rencor, y finalmente, la aceptó, con somardería, y más de una vez dijo: “Benet tiene razón”. El propio Tomeo reflexionó en varias ocasiones sobre el hecho de que sus novelas fuesen una y otra vez adaptadas al teatro: “Mis novelas son situaciones dramáticas con un principio, un desarrollo y un desenlace. Pocos personajes, economía de palabras, situaciones en tiempo real… todo esto a los que hacen teatro les motiva y estimula. Algunos han dicho que mis novelas tienen una visión anticipada de lo que puede ocurrir en el escenario, y eso hace que sea relativamente fácil adaptarlas al teatro”.

Su producción, con algunos descensos, nunca dejó de crecer. Ahí están libros tan importantes como La agonía de Proserpina (Planeta, 1993), donde irrumpe la mujer con energía y carisma por primera vez en un libro sobre la relación de pareja; El crimen del cine Oriente (Plaza & Janés, 1995), donde intenta hacer una novela clásica con argumento, basada en hechos reales, con atmósfera de realismo social; La máquina voladora (Anagrama, 1996), sobre un hombre que desea volar y de cómo interfiere la brujería; El canto de las tortugas (Planeta, 1998), la vuelta a un caserón familiar en pleno campo de un joven con un complicado historial clínico, y Napoleón VII(Anagrama, 1999), el relato de un esquizofrénico que se siente Napoleón y convoca a diversos personajes en un contexto palaciego y departe con ellos, en uno de esos libros donde la imaginación se dispara y se proyecta sin límites hacia el infinito.

Tomeo aportó muchas cosas a la narrativa española: hizo una apuesta constante por los animales, por los bestiarios, con ecos de Aristóteles y Claudio Eliano, pero también de Ambroise Paré, Buffon y Borges, Perucho y Kafka, y creó sus propios híbridos (su favorito fue el gallitigre, título de una novela), firmó varios libros de ese asunto y publicó un Bestiario en 2007 en el sello Prames, ilustrado por Natalio Bayo; desarrolló su propio lenguaje del género breve, en Historias mínimas, sobre todo, y se sintió muy cómodo en el microcuento, como se vio en su libro póstumo El fin de los dinosaurios (Páginas de Espuma, 2013), y también en muchos textos de sus Cuentos completos (Páginas de Espuma, 2012), edición que hizo Daniel Gascón.

¿Qué vínculo tiene su literatura con El jinete polaco o Sefarad de Antonio Muñoz Molina, con las ficciones de Javier Marías y Pérez Reverte, con Juegos de la edad tardía de Luis Landero, ¿Qué me quieres, amor?, de Manuel Rivas con La señora Berg de Soledad Puértolas o con El día de mañana de Ignacio Martínez de Pisón. En apariencia, no demasiado. Quizá esté más próximo a algunos libros de Juan José Millás, de Enrique Vila-Matas, o Francisco Ferrer Lerín, con quien comparte la afición a lo breve, a los juegos apócrifos, a los animales y a la visión de la realidad como un espejismo de fastidios, de sombras y de deseos invencibles.

Ocupó su sitio, estuvo en boca de muchos, fue atendido y requerido por los medios de comunicación. Como José Antonio Labordeta, con quien coincidió muchas veces en Casa Emilio, festivales de cine o reuniones de colegas, conectó con generaciones jóvenes: fue un entrañable amigo de los escritores Félix Romeo, Cristina Grande, Lus Alegre e Ismael Grasa, que de alguna manera fueron sus protectores en Aragón, y también conectó con Daniel Gascón, tuvo una relación entrañable con jóvenes editores como Enric Cucurella, de Alpha Decay, Juan Casamayor, de Páginas de Espuma, y Chusé Raúl Usón, de Xordica, y suscitó la admiración de cineastas como David Trueba o Pedro, que llevó al cine El crimen del cine Oriente, y de actores como Javier Gurruchaga, Gabino Diego, Jorge Sanz o José María Pou. No nos cabrían en estas páginas el eco que generó, sus actividades, sus colaboraciones en prensa, en Heraldo de Aragón, El mundo o ABC. Fue objeto, entre otras, de una tesis de Ramon Acín Fanlo, uno de los primeros que fijó su atención en sus obras y autor de Aproximación a la narrativa de Javier Tomeo (Instituto de Estudios Altoaragoneses, 2001); José Luis Calvo Carilla coordinó el volumen colectivo La obra narrativa de Javier Tomeo (Institución Fernando el Católico, 2015). No recibió reconocimiento alguno, pero ha dejado su poso: su originalidad, su extravagancia, su lucidez, su percepción caricaturesca del mundo, su conocimiento del alma humana y sus paradojas, y ha puesto su prosa depurada al servicio de la ficción y de sus fábulas morales.

La literatura española de los últimos años no sería fácil de entender sin las aportaciones del hombre que descansa a los pies casi del castillo de Montearagón. Es probable que él, desde allí, ponga en práctica los secretos del oficio: “Escribir es abrir una ventana y ver el paisaje y contárselo a los que no están asomados contigo”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Antón Castro

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