Suscríbete a la Revista Turia

Artículos 246 a 250 de 1332 en total

|

por página
Configurar sentido descendente

LA PRESTIGIOSA ESCRITORA PORTUGUESA ASEGURA: "SOMOS HOY EL FUTURO DE MAÑANA, Y SIN MEMORIA Y SIN PASADO NO PODEMOS CONSTRUIRLO"

EL CÉLEBRE PROFESOR ITALIANO LO TIENE CLARO: "MI PATRIA ES UNA NACIÓN QUE ME PERMITE PENSAR Y ESCRIBIR LIBREMENTE"

LA REVISTA TAMBIÉN PUBLICA POR PRIMERA VEZ EN ESPAÑOL A COSTICA BRADATAN, RECONOCIDO FILÓSOFO ESTADOUNIDENSE DE ORIGEN RUMANO

Los lectores del nuevo número de la revista TURIA, que se distribuye este mes de junio, podrán disfrutar de dos entrevistas a fondo con protagonistas de notable interés en el panorama cultural internacional: Ana Luísa Amaral y Nuccio Ordine. Sin duda, Amaral es una de las autoras más destacadas, reconocidas y originales de la poesía portuguesa, además de poseer un amplio reconocimiento a su trabajo literario con galardones como el reciente Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más importante de los que se conceden en España a la poesía en lengua española y portuguesa. Por su parte, Nuccio Ordine es uno de los nombres propios mas carismáticos y de mayor proyección de la cultura italiana contemporánea. Un autor que, con sus ensayos más recientes, ha conquistado a la crítica y a los lectores con su certera defensa de la utilidad de lo inútil, así como con su cuestionamiento de la política neoliberal vigente hoy que, a su juicio, ha descuidado los pilares de la dignidad humana: el derecho a la salud y el derecho al conocimiento.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

Trabajo de campo

 

0. Para empezar

Yo quería escribir una reseña: acaba de publicarse Mundo es, el vigésimo primer volumen del Salón de pasos perdidos de Andrés Trapiello, y me disponía a desmenuzarlo y disfrutarlo en común, comentándolo en tres páginas de pura celebración de la vida y de la buena literatura. Pero pronto advertí que, aparte de que los diarios del autor siempre andan reclamando una relectura panorámica, un balance general, un juicio global… es obvio para los iniciados en el asunto que hablar de uno de los tomos es, en puridad, hacerlo de todos, o, para ser más precisos, que en realidad todos son el mismo, piezas o entregas de una sola obra que vamos leyendo intermitentemente, y no en vano el propio Trapiello la presenta desde casi el principio como “una novela en marcha” (exactamente desde la cuarta entrega, Las nubes por dentro, que ya lucía esa etiqueta, tan reveladora, en sus páginas de paratextos).

Más abajo volveré a ese término, “novela”, pero antes quiero empezar por lo que debería ser el final, y es que la obra de la que aquí se va a hablar es, en mi opinión, el proyecto narrativo más importante, duradero y significativo de cuantos se están ejecutando en nuestro idioma en nuestro tiempo. No me gustan los superlativos, huyo por sistema de las exageraciones, me estomagan los elogios desbocados, pero ante estos diarios sólo cabe rendirse, y eso que he afirmado es algo que, con las armas de la filología  en la mano (y con la experiencia de saber qué cosas del pasado seguimos leyendo, cuáles quedan y sobreviven al olvido y al silencio), me parece poco discutible, y aunque muchos (aunque cada vez menos…) tendrían cosas que objetar al respecto, es una verdad que se va asentando por su propio peso, por su abrumadora calidad, más impresionante aún que su volumen (que ya superó hace algún tomo las diez mil páginas). Cuando alguien en el futuro quiera saber o entender algo sobre estos años, quien salga “en busca del tiempo perdido”, hará muy bien en visitar estos libros, pues en muy pocos encontrará tan nítidamente como en éstos un retrato de cómo somos, cómo pensamos, cómo nos movemos en sociedad y cómo sentimos cuando estamos solos, y eso es así, en buena medida, precisamente porque lo esencial que se cuenta en ellos es intemporal.

Vamos poco a poco. La alusión que acabo de hacer a Proust me da pie a contar que en algunas páginas del último tomo Trapiello relee su obra maestra, y de allí salen páginas de crítica literaria realmente inspiradas (dice, en una intuición genial, que la Recherche viene a ser como los Ensayos de Montaigne pero con argumento). Son las mejores páginas metaliterarias de un tomo que vuelve a traer su porción equilibrada de todo aquello que nos ha hecho adictos al Salón: los lugares de siempre con alguna escapada, los personajes habituales (cómplices o antagonistas) con algunas incorporaciones, la poesía iluminándolo todo y la malicia divertida y mordaz al dar cuenta de la sociología del bien llamado “mundillo literario”, porque todos los diminutivos y aun desprecios serán pocos para referirse a esa cloaca. Y en lo genérico, que no es lo que más importa pero sí algo definitivamente interesante (y que multiplica la importancia literaria de estos diarios), Trapiello continúa con audacias y experimentos y lecciones que tal vez en este último tomo no superan lo ya conseguido en otras entregas, pero simplemente porque en ésta no se lo ha propuesto, y ha regresado más a la crónica pura que a los progresos personales en el territorio de la narratología.

 

1. Los espacios.

 

“Esta mañana tenía el Rastro esa grandeza de los días de invierno”: es la primera frase, inolvidable, del prólogo de El gato encerrado, el primero de los tomos de lo que ya desde ese libro inaugural se llamaba Salón de pasos perdidos. A pesar de lo indeliberado pero muy adecuado de que ese arranque incluya la palabra “grandeza”, cualquiera que haya pisado el Rastro de Madrid en la madrugada de un día de invierno sabe que ese sitio es en verdad un lugar sublime para comenzar algo. Allá donde tantas cosas terminan, también comienzan muchas historias, se producen muchos hallazgos, salta la magia, lo imprevisto, casi lo imposible. Y esas calles (a las que Trapiello, al parecer, dedicará muy pronto un libro monográfico, contando sus andanzas de décadas por aquellas cuestas y plazas) se elevan como uno de los escenarios predilectos de estos diarios, lo cual, aparte de responder estrictamente a la realidad cotidiana de su autor, asiduo a las búsquedas y rastreos de libros dominicales, tiene también algo muy significativo. Encontrar cosas en el Rastro es revitalizar objetos, devolver algo de vida y calor a cosas desmembradas, separadas, dispersas…, es reunirlas para, haciéndolas nuestras, convertirlas en otra cosa. Como en la poesía, el proceso de selección o descarte de lo que va saliendo al paso delata una personalidad, revela un carácter, dice mucho del flanêur ilusionado que indaga.

En esa primera página absoluta aparece ya una primera “X” que corresponde a quien después ha ido apareciendo en todos los tomos como “JM” o “JMB”, que no es otro que Juan Manuel Bonet, el principal cómplice en el Rastro y uno de los fundamentales amigos, casi hermanos, de su vida, hasta hoy mismo. El cariño y la lealtad que se guardan sólo queda repentinamente comprometidos cuando se trata de competir por algún ejemplar vislumbrado en alguna esquina, pero pelean con deportividad, buenos conocedores de las reglas y de que, a la manera de los futbolistas, “lo que sucede en el Rastro se queda en el Rastro”. El pintor gallego José Vázquez Cereijo, algún acompañante ocasional que se suma de vez en cuando a las pesquisas (pero sin la mínima continuidad exigible para formar parte de “la secta”) o, desde este último Mundo es, algún nuevo amigo (como cierto “joven residente” que con mucha suerte y sobre todo ganas de aprender es generosamente admitido en la comitiva) van completando la lista de los personajes de Mira el Río Baja o la trascendentalmente llamada plaza del Mundo Nuevo. Y es que sucede que hablar del Rastro no es hablar de libros, sino de la vida en estado puro, no del pasado sino del presente más palpitante, no de lo roto o lo viejo sino de lo eterno. Quien no entienda eso no entenderá la escritura de Andrés Trapiello, ni su excesivamente publicitada “bibliofilia” o su “pasión por las primeras ediciones”. No es eso, no es eso…

Para certificarlo, basta asomarse a las páginas, tal vez miles ya, donde el autor habla de sus días en la casa de campo que compró junto a su mujer cerca de Trujillo, junto a Madroñera, en el lugar llamado Pago de San Clemente, al que él se refiere como Las Viñas. Somos muchos quienes consideramos que es en ese “decorado” donde se despliegan las páginas mejores de este proyecto, las más hermosas y sabias, las más aleccionadoras en un sentido clásico, las más ejemplares, las más horacianas y bucólicas por ser en general las más serenas. Claro que “las cosas del campo” tienen también su prosa, y las averías, los pozos secos, los trabajos serviles, las labores ingratas, los esfuerzos arruinados por una tormenta, los gastos inesperados o ciertos vecinos o visitantes traen sus amenazas y sus disgustos. De ahí nacen párrafos igualmente divertidos, pero, como en casi todos los casos es en Las Viñas donde comienza y termina su año (es decir, que allí arranca y concluye cada volumen, con contadísimas excepciones), es allí también donde queda ubicado el balance final de cada calendario, con su melancolía, su contabilidad emocional, su debe y su haber, sus ganancias y sus pérdidas, lo aprendido y lo terminado, lo adquirido y lo despedido, lo que ha llegado y lo que se ha ido para siempre. Hay finales de tomo literalmente conmovedores en su belleza,  y no hay uno solo de ellos en los que, por nostálgico o incluso triste que se ponga en esa noche de San Silvestre, no triunfe la esperanza. Dicho así, puede sonar solemne, pero es exactamente lo contrario, o podría considerarse fuera de la oscura filosofía de nuestro tiempo (y, por consiguiente, de las tendencias literarias más celebradas y en boga) por su invencible gratitud hacia lo recibido, pero se trata simplemente de verdad, de un año que se cumple y una vida que se va viviendo, eslabón a eslabón, sensible a quienes saben atenderla.

Pero al día siguiente de esas conclusiones llega el año nuevo, esto es, el nuevo tomo, y entonces todo renace y recomienza no sólo literalmente sino literariamente: los comienzos de los volúmenes han tenido también hitos asombrosos en lo que a lo narratológico se refiere, de modo que tendremos que regresar al campo de Extremadura al final, cuando me toque intentar explicar el tejido literario (y la apabullante originalidad) del Salón.

Y está, claro, Madrid, más allá del Rastro. La calle del Conde de Xiquena y sus adyacentes es otro de los espacios reales que Trapiello traduce a literatura en estos libros, fundando un territorio literario propio, sólo suyo, pero en realidad es toda la ciudad la que se ve permanentemente homenajeada (que no necesariamente alabada) en este diario. Resulta que el autor anda desde hace años preparando también un libro monográfico sobre Madrid, un retrato de la ciudad donde ha vivido ya la mayor parte de su vida, pero, como decía antes en relación al Rastro, ése es otro de los libros que se podría extraer ya, sin más, del Salón de Pasos Perdidos, una antología de páginas madrileñas semejante a la selección de páginas sobre Las Viñas que, bajo el título de Capricho extremeño, ya se publicó en su día (en realidad dos veces: en 1999 y 2011, esta última con magníficas fotos de su hijo Rafael).

Es lo que produce de una manera casi natural el haber publicado hasta la fecha veintiún años de diarios: hay muchos libros parciales, latentes, dentro de esas doce mil páginas. Habría que comprobarlo, pero no creo que haya una sola capital de provincia española que no haya sido visitada y contada, aparte de cientos de pueblos, de modo que el Salón es también un libro de viajes por España: pensábamos que estábamos ante un monumento a la rutina bien entendida, a la vida sosegada y laboriosa, a cierta monotonía gozosa…, pero lo cierto es que el porcentaje de páginas que nos trasladan lejos de Madrid o de Las Viñas es proporcionalmente significativo, sobre todo porque raro es el volumen que, digamos, no “interrumpe” en algún momento su melodía geográfica habitual con un largo viaje. En Mundo es nos vemos transportados a Colombia durante más de cien páginas dedicadas a cierto Congreso de la Lengua, y en el antepenúltimo, el metafísicamente titulado Seré duda, la exigente promoción de su novela Al morir don Quijote hizo de aquel volumen, probablemente, el más nómada de todos, el más ajetreado. Pero en otros tomos hemos leído memorables vacaciones familiares en Italia o Nueva York… y han ido quedando “archivadas”, así, páginas sobre Venecia o Roma que igualmente merecerían edición exenta.

 

2. Los personajes

 

En alguno de los artículos recogidos en Las letras entornadas, Fernando Aramburu decía que los personajes son a la novela como el arroz a la paella: puede haber paellas de mil tipos, pero todas están basadas en el arroz. La novela, es bien sabido, es el género literario más flexible, voluble y variable, el más difícil de definir y acotar… pero, por muy abiertos de miras que nos pongamos, para poder hablar de novela ha de haber personajes.

¿Quiénes son, entonces, los personajes de esta “novela en marcha”? La respuesta depende de cuánto abramos el objetivo. Si queremos contemplar el Salón panorámicamente, como un fresco de nuestro tiempo, un retablo, una “comedia humana”…, comprobaremos sin esfuerzo que la lista de personajes es ya casi inabarcable, y comprende a muchos cientos de seres reales pasados por la magia transformadora de la ficción. Pero a mí me gusta siempre intentar que el llamativo volumen que ha alcanzado el asunto no despiste de su espíritu, y esa “grandeza” interior a la que aludía más arriba, aprovechando la primera frase de El gato encerrado, no es la de la ambición de registrarlo todo, sino la de la pura y limpia confidencialidad, y para que ésta se produzca es inevitable ser pocos, andar casi en familia.

Durante mucho estuve tentado a confeccionar lo que serían los índices del Salón de Pasos Perdidos, para uso personal y para ayudar a los lectores, ya inevitablemente desorientados en el laberinto. Se trataría no sólo de ir listando y paginando las crónicas, viajes, retratos o meditaciones de cada tomo, sino de hacer también índices transversales: el toponímico, el de conceptos (“tren”, “gitano”, “pescador”), el onomástico… Pero aparte de que después he sabido que Manuel Cañedo Gago tiene índices similares minuciosamente detallistas, cualquiera que se haya asomado a estos libros sabe que al menos el onomástico sería problemático, porque no iba a desvelar yo, publicándolo, lo que los libros callan o disfrazan, y si Trapiello ha querido llamar “X” o referirse por sus iniciales a cientos de las criaturas que por aquí desfilan, sería casi impublicable (incluso jurídicamente comprometido) y en todo caso poco elegante dar cuenta detallada de qué personas reales están detrás de esas figuras del escenario. Y lo más importante es que estoy muy de acuerdo con el propio autor en que eso importa muy poco. Es normal querer saber de quién se está hablando, pero sería sano que todo el mundo entendiese que el retratado en el Salón ya no es una persona sino un personaje, construido por la mirada del autor. Es la vida la que va escribiendo estos libros (y ése es uno de sus secretos más valiosos), la que va contando a Trapiello su propia novela, de modo que el autor sólo tiene que ir consignando a su manera lo que le pasa, lo que ve, lo que vive, lo que le hacen vivir… pero es por supuesto una vida parcial, subjetiva, vivida desde el yo que escribe o siente o recuerda. Es en ese proceso donde cobra toda su legitimidad la opinión personal, las circunstancias particulares, y en ocasiones hasta los prejuicios o las injusticias. El Salón es el mundo de Andrés Trapiello, es como su hogar, y cada uno gobierna en su casa, e invita o expulsa a quien quiere. Es absurdo discutirle al autor su novela, su mirada, su opinión, su “filosofía”, al menos desde esa perspectiva del “tener o no razón”, de lo ajustado o no de los hechos relatados…: su calidad no depende de la exactitud o veracidad o proporcionalidad o fidelidad con las que los aludidos son retratados, porque el Salón tiene su mundo interno, y dentro de él todo es verdad, porque es una verdad autónoma, fundada por él mismo. Aquí no se cuentan “las cosas como fueron”, y es algo de lo que el autor viene advirtiendo muchos años. Todo tiene una sujeción en lo real, un ancla, pero ya hemos asumido que una imperceptible gota de ficción tiñe todo de ficción.

Escribo todo lo anterior pensando en los “antagonistas” habituales del Salón, esas figuras más o menos hostiles que actúan de modos más bien ridículos, penosos o malintencionados en páginas donde el Salón se convierte más bien en un Saloon, pero también sirve, en el lado positivo, para el resto de personas del “mundillo” que aparecen de una manera positiva o por lo menos neutra. Ya he escrito varias veces que para mí ésas son las páginas más prescindibles y poco significativas: me he divertido gloriosamente con muchas de ellas y sé que aportan al conjunto un color necesario, acaso imprescindible, pero tengo claro que el libro no trata de eso.

Pues, si de personajes hay que hablar, los esenciales son, obviamente, los más cercanos, los elegidos: su mujer, M., que es uno de los grandes personajes de la narrativa española contemporánea, y sus hijos, R. y G., a los que literalmente hemos visto crecer y que ya han adquirido una enorme dimensión propia. Aparte, están sus padres y sus hermanos en León, los ya mencionados cómplices del Rastro, algunos libreros, sus editores valencianos de Pre-Textos, el poeta Eloy Sánchez Rosillo, el novelista Pedro García Montalvo, el tipógrafo Alfonso Meléndez, el juez granadino Miguel Ángel del Arco Torres (quien acaba de publicar, prologada por Trapiello, la segunda parte de sus memorias, otro curiosísimo experimento literario personal) y algunos otros “secundarios” más particulares o intermitentes, como aquel inolvidable Miguel el Loco de los primeros tomos.

Y muy deliberadamente he dejado para el final la figura magistral de Ramón Gaya, “como un padre” para Trapiello, según éste mismo dijo en un poema dedicado al pintor. Una vez más, ese libro monográfico sobre la figura y la pintura de Gaya que Trapiello tarde o temprano tenía o tiene que escribir, ya está en realidad escrito, y está disperso por el Salón, atomizado, a fragmentos. La importancia capital que aquel hombre tuvo para nuestro diarista ha sido puesta de manifiesto y reconocida y agradecida por éste en innumerables ocasiones, y en cada una de ellas de una forma siempre nueva y hermosa. Lo cierto es que para quienes leímos a Gaya después de leer a Trapiello, familiarizados ya con el mundo de éste, es fácil hacer “el camino de vuelta”, entender retrospectivamente cómo la visión del mundo y del arte del pintor iluminó la del escritor, en una descendencia genealógica evidente. Ocurre, simplemente, que es estrictamente imposible comprender cabalmente la literatura de Trapiello sin entrar en la “filosofía” de Ramón Gaya, por razones que se hacen transparentes en cuanto se abre casi cualquier escrito de éste.

 

3. Para no complicarnos mucho más.

 

Pero claro, habrá quien en el apartado anterior habrá echado en falta a un personaje bastante importante en el Salón, que es ese al que el autor se refiere como “AT”. Es aquí donde más importaba llegar, aunque también es verdad que en buena medida me alivia el haberme quedado ya casi sin espacio para explicar algo que, en realidad, daría para un libro de buen tamaño (y de hecho ya hay alguna tesis doctoral por ahí sobre nuestro Salón). Pero esbocemos el asunto, o al menos algunas de las líneas que habría que tratar, lanzando más preguntas que hipótesis, más interrogantes que propuestas.

En 1990, cuando apareció el primer tomo, Trapiello era, fundamentalmente, un poeta, muy conocido en ese ámbito, así como en el de la crítica de arte y en el de la tipografía. De modo que de repente tenemos a un poeta que publica un diario y lo presenta como novela. Y en el libro hay entradas claramente ensayísticas (sobre arte y literatura), así como aforismos y hasta alguna suerte de caligrama… Lo híbrido, pues, está en las raíces del proyecto, y no sólo por aquello de que un diario lo admite todo, sino porque, conscientemente o no, nació para ser la obra central de un hombre que, en el terreno de la literatura, ha tocado literalmente todos los palos, y lo suyo es algo así como lo que su amiga Carmen Martín Gaite llamó un “cuaderno de todo”. Un cuaderno que lo admite todo y que poco a poco, como quien no quiere la cosa, lo cuenta todo, lo expresa todo, y lo hace de lo muy particular, de lo íntimo, de lo privado… a lo general, lo universal, lo común. Este propósito se ha admitido ya de un modo explícito en entregas recientes (“Mi nombre es AT, como el de todo el mundo”, llegó a escribir, y uno de los futuros tomos se anuncia con el insuperable y melvilliano título de Llámame X).

Tengo la impresión de que quienes no leen el Salón (que son los únicos lectores a los que puede aburrir la frecuencia y la longitud de las sucesivas entregas) lo intuyen cosa de costumbristas, producto del realismo, prosa cotidiana y “por tanto” sin altura… y con esos pobres prejuicios se quedan sin leer un innovador y rupturista diario íntimo en donde se pueden leen entradas fantásticas, páginas que se han escrito solas, recuerdos inventados, apariciones divinas, personajes que se visitan a sí mismos, solapamientos cronológicos, gente que sube por ascensores que todavía no se han instalado… Eso, en cuanto a la magia, en sentido literal. Pero la magia que nos importa es la otra, la resultante de todo ese talento, ese humor, esa mirada, esa psicología, esa inteligencia con la que Trapiello habita su mundo y vive su vida. Vivir es ir aprendiendo a conocerse, aprendiendo a aceptarse, tantear los propios límites y si eso atreverse a dar un paso más… y así hemos ido viendo cómo AT pasó de ser un mero yo que contaba las cuatro cosas que le pasaban en los noventa a ser en el nuevo siglo una especie de narrador omnisciente de sí mismo, un yo total y fundador y soberano de todo lo que ha creado y que sin embargo, por descontado, “no es el tema de su libro”… El protagonista de esta novela no es Trapiello, ni siquiera AT, ni el propio libro. El protagonista es… todo, porque el tema es todo, la vida indivisible, lo que se mira y lo que se piensa y lo que se recuerda y lo que se desea y lo que se imagina y lo que se malicia y lo que se detesta. Todo nace de un yo, pero no construye un yo que se nos está revelando, sino que construye todo un cosmos simbólico, un sistema filosófico basado en la sencillez, en la gratitud, en la verdad y en la alegría. Es ese tipo de libros, pues, que sólo leen quienes se los merecen, y por eso es, también, tan reconfortante que cada vez vayan sumándose más y más lectores, y además vayan atreviéndose a declararlo y aplaudirlo, invitados por fin a la mayor fiesta literaria que se haya escrito, que se esté escribiendo, en muchísimo tiempo.

Escrito en Lecturas Turia por Juan Marqués

Hay algo de surco en su escritura, un olor no tanto a tomillo como a berza, cuando la berza designa una manera de compartir el pan; algo, en sus versos, de inocencia de enagua, de tentativa en siesta de juegos. Húmedo de infancia, Alén Alén (La uña rota), su último poemario, es un saltar a una comba cuyos extremos sujetan dos lenguas: el gallego no normativo (abierto siempre a la contingencia) y el castellano. Hablamos, claro, de la poeta Luz Pichel (Alén, Laín, Pontevedra,1947).

 

- La escritura, ¿de qué es síntoma?

- Supongo que, en cada caso, es síntoma de alguna cosa; en el mío, es síntoma de una carencia y de una ilusión. Escribes porque te faltan cosas y la escritura es una manera de encontrarlas en ti, una manera de introspección, sobre todo en poesía: el esbozo de un poema es eso mismo, un ejercicio de introspección. La escritura cubre algo ahí. Al tiempo, para mi nació como una ilusión, es necesaria, una búsqueda en la que sientes que puedes encontrar. No creí que pudiera escribir pensando en publicar hasta que una niña se me apareció en la televisión española, allá por 1986, en el programa «Querido Pirulí», que presentaba Tola. Luisa Castro acababa de ganar el Premio Hiperión, era gallega, y hablada con acento de Foz, venía de un barrio pobre, hija de marineros, y me parecieron maravillosos sus poemas… entonces supe que, si ella escribía esas cosas tan valientes habiendo nacido allí, yo también podría hacerlo, aunque hubiera nacido en Alén. Por eso para mí, escribir siempre ha sido un momento de ilusión, de felicidad, nada de tortura o dolor.

 

- Síntoma de una carencia, dice. ¿Acaso por eso, en los momentos de plenitud no escribimos, salvo excepciones de rigor, como La voz a ti debida o Diario de un poeta recién casado?

- Claro. ¿Para qué? Escribimos porque lo normal es la carencia; no es que tengamos, o que tenga yo, al menos, carencias horribles, pero son carencias que sirven de estímulo para hacer cosas; de ahí la necesidad de reconocer la carencia como consustancial, porque vivimos en la carencia.

 

- Lacan decía “que nunca nos falte la falta…”

- Precioso.


“El trabajo con la lengua es lo más importante”

- “Contad los metros cuadrados del espacio habitado”. ¿Cuál es el espacio habitado por el poema?

- El poema habita la página, fundamentalmente; cuando escribes un poema, no estás ni recordando ni imaginando, estás trabajando con el lenguaje y ocupando una página sobre el papel. El trabajo con la lengua es lo más importante. Ese es el espacio del poema; después, los poemas hablan de cosas, se posicionan en lugares que, en mi caso, tienen al mundo por lugar. Alén no es más que una metonimia, la esquinita del mundo, pero desde ahí se va más allá. Hay mucho en Alén Alén de mi infancia, que para mí es uno de esos “momentos de duración”, como llamaba Peter Handke a los momentos en la vida que quedan contigo para siempre. Alén es un territorio de fuerza. Alén es eso, Galicia, pero no toda Galicia, cierto estrato social de Galicia, la Galicia campesina, la de la familia, la de determinada condición social.


“El lenguaje es muy traidor, te crees que lo tienes y es mentira”

- ¿Cómo conseguir el equilibrio necesario entre lo que quiere decir el poeta y lo que tiene que dejar decir al lenguaje para que se conjugue?

- El lenguaje es muy traidor, está siempre antes que tú, nacimos sin lenguaje, pero él ya está ahí; te crees que lo tienes y es mentira, es el lenguaje quien te tiene. No quería hacer este libro, había pensado en escribir un Libro de familia que, más que en un relato de contenido biográfico, iba a consistir en usar para mi escritura las distintas maneras de hablar de todos mis hermanos. Disfruto mucho escuchándoles a cada uno de ellos porque la vida les ha llevado a lugares muy distantes, lo que hace que sus lenguajes resulten bien singulares y llenos de color y de riqueza.  En unos, es la emigración con sus “corotos” lingüísticos; en otro, la profesión; en otro, un soltar sin filtro, etc. Serían siete partes, una para cada hermano, para cada idolecto.

Pero empecé a escribir y la escritura me llevó a otra cosa distinta. El poema siempre termina diciendo lo que tú querías decir, aunque no supieras qué querías decir ni que lo querías decir.


“El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo”

- Balbuceo, ¿así es el poema, una aproximación a lo que se busca, un acercamiento balbuciente?

- Claro, nunca hablamos del todo, siempre queda algo por decir. El lenguaje, la lengua es insuficiente para decir el mundo, por eso el balbuceo sea el modo más acertado, y cuando tienes conciencia de que «hablas mal», como yo cuando en CO CO CO U utilizo el gallego de Alén, el balbuceo se intensifica, porque es un gallego al que algunos se atreven a llamar castrapo muy despectivamente, equiparándolo al castellano «mal hablado» de los que teníamos el gallego como primera lengua. Hay una herida ahí, un conflicto de clase. La realidad es que el hecho de que se trate de hablantes aldeanos es razón suficiente para que su lengua se siga considerando bruta, ruda, asilvestrada. ¿Cómo no ser tartamuda, entonces?  ¿Cómo no balbucear?

 

- Pues «castrapo» resulta un adjetivo bien bello...

- Hay quienes consideran que es ciscalla, barredura… ese lenguaje me lleva a cuando niña, a esa duración del recuerdo; ahora no queda mal emplear el gallego, si usas el normativo, pero hablar esa lengua entonces era ser clasificado como una persona inferior y, en buena medida, todavía sigue siéndolo, cuando no respetamos la forma en que lo usan quienes lo conservaron por más de quinientos años.

 

- ¿Hasta qué punto la infancia es el territorio del poeta?

- Dependerá de las infancias… mi infancia fue durísima, pero no la viví como tal, aunque a la larga tuvo un peso terrible en mí... terrible, no, no fue terrible, muy grande, me pesa muchísimo, quizás no por dura como por importante: no volví a vivir otro periodo en mi vida con tanta carne, con tanta sustancia como la infancia, todos los días pasaban cosas, siempre había algo, no te aburrías jamás… aprovechabas cada segundo para jugar, aprovechabas el sueño del padre para jugar, la siesta.

 

- Supongo que todos los días, incluso ya de adultos, pasan cosas. ¿Acaso lo que perdemos al crecer es la capacidad de asombro y el disfrute del juego?

- Claro, pero la poesía cubre ese espacio, el juego, por eso es tan satisfactorio. No solo la poesía, pienso en estas mujeres que hacen punto, que bordan, por entretenimiento, juegan, recuperan ese espacio…

 

- Al escribir, ¿uno se coloca más del lado del deseo o del de la melancolía?

- Del lado del deseo, siempre, incluso cuando te vas al pasado, algo que no añoro, aunque haya cosas añorables; cuando voy al pasado lo hago para buscar un empuje para el ahora, para buscar fuerza. Odio eso de que tiempos pasados fueron siempre mejores…


“La poesía tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso”

- “Es fácil leerles la mano”. ¿Cuánto de quiromancia, de magia en general tiene la poesía?

- No sé… tiene mucho de trabajo, pero es cierto que hay algo misterioso… versos ante los que no sabes cómo se te han podido ocurrir, como si llegaran de un lugar que ignoras, como si aparecieran por arte de magia… es mi caso, la magia viene de la otra lengua, del diálogo y de la relación sorprendente entre ambas. Por ejemplo, la palabra donicela, que aparece en Alén Alén. Es preciosa, mucho más que comadreja. Eso es un regalo de la lengua.

 

- Dígame un ramillete de palabras verdaderas que la definan…

- Ay, Dios, es imposible… soy más o menos temblorosa, tengo el pelo muy blanco y precioso, guardo mucho amor por los míos, me gustaría vivir mis últimos años con buena salud, escribir en la mayor tranquilidad… soy amorosa con la gente, no quiero mal a nadie, me duele muchísimo decir “no”, aunque haya que hacerlo… lo pasé mal en la vida, lo pasé bien, no me arrepiento de nada de lo que he vivido, a pesar de los errores… a veces me costó muchísimo aceptarme, la menopausia es una maravilla…

 

- Ahora que el sistema ha encontrado la manera de mercantilizar la poesía, ¿cómo reconocer un poema honesto?

- Pues… Pensemos en los youtubers, escriben poesía que algunas editoriales publican y convierten en superventas algo que no es excelencia, desde luego. ¿Podríamos decir que esos youtubers no son honestos? Nuestro primer poema, horrible, malísimo a ojos de ahora,  ¿no era honesto? Creo que no son culpables de nada, quien tiene la responsabilidad es quien publica cosas sin un mínimo de calidad.


“Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él”

- ¿De qué depende que no seamos “una cabeza llena de miedo”?

- Es fácil tener miedo en los tiempos actuales, lo difícil es vivir sin él. De pequeñita, tenía mucho miedo, ten en cuenta que no era fácil vivir en el campo, siendo niña, en Galicia, durante los años cincuenta… era vivir con una piedra en el bolsillo para que “no te hicieran un niño”. Desde mucho ante de tener la regla, de poder concebir, las niñas éramos ilustradas en lo que tenías que hacer con los tíos. Lo que no sé es cómo pudimos querer a los hombres; no lo sé, pero los quisimos.

 

- ¿Hay miedos necesarios?

- Sí, por ejemplo, el miedo a coger el virus. Sí, hay miedos que nos protegen, no me fío de quien dice no tener miedo a nada. En mi obra aparecen miedos que ni siquiera sé que tengo. Lo que ya no sé es cómo se asocia el grado de miedo al nivel de inteligencia: ¿es más miedoso el más inteligente?

 

- Creo que los miedos son irracionales, ajenos a la inteligencia...

- Sí, puede que sea así.


“La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces”

- “Lo que no entiendas trata de inventarlo”. ¿Se puede vivir sin sentido?

- Vivimos siempre con la conciencia de que hay una parte del mundo y de nuestras vidas que no tiene sentido; a veces no es fácil dárselo, pero la imaginación ayuda mucho, nos lleva a la utopía, y tiene más fuerza de la que creemos. Esto lo he contado muchas veces pero, cuando iba a la escuela, en una ocasión, la única vez que ocurrió, la maestra nos mandó escribir una redacción sobre los campos de trigo, allí eran cosas muy conocidas, yo me puse a escribir los campos de trigo. Escribí: «los campos de trigo me recuerdan las olas de mar». Es una chuminada, pero la maestra me dijo: «si fueras rica podrías ser escritora». Lo dijo porque sabía que yo nunca había visto las olas del mar, pero intuyó el valor de la imaginación. La poesía te puede llevar a imaginar lo que no conoces.

 

- ¿Conviene acercarse al “ladrón de manzanas” que aparece en el poemario?

- Ja, ja, ja, ¡sí!, el ladrón de manzanas es un amor, tiene muchísimo miedo, es un hombre muy medroso, las come hasta verdes porque las necesita, el pobre me animaba a que fuera yo a cogerlas, decía “vete tú”, pero es un tío majo, que trata de vivir con lo que le da la vida, poquito, y además siempre comparte la manzana contigo.


“Las revoluciones siempre se hicieron de noche”

- Le devuelvo la pregunta: “la oscuridad, ¿es una revolucionaria?”

- Ja, ja, ja, ¡sí, otra vez sí! En la oscuridad se han hecho cosas maravillosas en este país: repartir octavillas, hacer pintadas, encerrarte en la Universidad de Santiago de Compostela… las revoluciones siempre se hicieron de noche.

 

- ¿Qué banda sonora tendría Alén Alén?

- Lo primero que me vino a mi cabeza fueron las Tanxugueiras, pero en realidad sería la música que hacía mi padre con una cuchara en la mano, golpeando la loza de la taza o del plato, o golpeando la palma de su mano sobre la pierna… siempre había música…recuerdo a mi hermana, cuando éramos muy pequeñas, cantando el Romance de Delgadina, que cuenta la historia de incesto, sin saber lo que estaba cantando… pero siempre, siempre música…

 

- “Ringlera” es una palabra que se repite. ¿De qué está compuesta o hecha la ringlera más bella?

- De niñas… mira, voy a decir la última ringlera: siete criaturas en torno a la cocina de mi casa en Galicia.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

LA REVISTA RINDE HOMENAJE A JAMES JOYCE, JOSÉ HIERRO Y CRISTÓBAL SERRA

TAMBIÉN PUBLICA UN TEXTO INÉDITO DE JOSEPH ANDRAS, LA GRAN REVELACIÓN DE LA LITERATURA FRANCESA ACTUAL

La revista cultural TURIA publica en su nuevo número, que se distribuirá este próximo mes de junio en España y otros países, un sumario con interesantes artículos inéditos protagonizados por grandes autores de la literatura contemporánea: James Joyce, José Hierro y Cristóbal Serra.

También ofrece, en primicia en español, un avance del último libro del escritor Joseph Andras, considerado por la crítica como la gran revelación de la literatura francesa actual.

Leer más
Escrito en Noticias Turia por Instituto de Estudios Turolenses Diputación Provincial de Teruel

11 de mayo de 2022

Hace cosa de un mes que terminé de leer El año del Búfalo, pero he de confesar que no he sido capaz de verbalizar lo que me suscitaba el texto hasta hace unos días. Por eso, he decidido compartir el fruto de mis divagaciones con ustedes, por si algún otro lector aún anduviera merodeando por el camino que dejaron los posos de su propia lectura.

Consigna Joan Coromines en su Breve diccionario etimológico  que la palabra cínico aparece en nuestra lengua registrada ya en 1490, así que podemos admitir que descubrimos el cinismo antes de que Colón encontrara un gran obstáculo en su ruta a Asia. También recoge su diccionario que el origen latino lo encuentra en la palabra cỹnἶcus que, a su vez, viene tomada del griego kynikós ‘perteneciente a la escuela cínica’, siendo un término que indica ‘perteneciente al perro, de perro’, palabra de cuya raíz —‘Kynós’—, se deriva. Los cínicos apostaban por una vida sencilla y armónica con el entorno natural, por la independencia tanto moral como intelectual, pues tenían la creencia de que el hombre nacía con todo lo necesario para ser feliz y, por tanto, las cosas le eran accesorias —constituyéndose en fuente de inspiración para los estoicos—. No obstante, se quedaron con ese sambenito, el de perros, por preferir roer huesos antes que atiborrarse de manjares. Probablemente este término, “perro”, sea la palabra clave para desenmarañar el ovillo de esta obra —o al menos tomando la punta de este hilo he salido yo de su laberinto—, pues Coromines no deja lugar a duda en la entrada que le dedica y donde, tras indicar que el primer registro del término se dio en 1136, nos indica: “vocablo exclusivo del castellano, que en la Edad Media sólo se emplea como término peyorativo y popular, frente a can, vocablo noble y tradicional. Origen incierto. Probablemente, palabra  de creación expresiva, quizá fundada en la voz prrr, brrr, con la que los pastores incitan al perro, empleándola especialmente para que haga mover el ganado y para que éste obedezca al perro. Compárese al gallego apurrar ‘azuzar los perros’. Son imposibles las etimologías ibéricas y célticas que se han propuesto.”

Imposibles. Esa imposibilidad categórica con la que Coromines cierra su inspiradora entrada (en la que podemos evocar, un milenio atrás, al pastor en la colina azuzando al can a la voz de “prrr”, mientras las dóciles ovejas emprenden camino al redil), me llevó también a mí hacia un cercado, hacia un marco referencial en el que ordenar y recoger las ideas. Y es que a un licenciado en Filología Hispánica, como es el caso de Pérez Andújar, no podía serle ajeno este detalle. No obstante, en la obra —a través de una de las voces que toma la palabra—, se afirma que perro y carro son voces íberas, añadiendo que son los palabras más antiguas de nuestro diccionario, aserción que tampoco se sostiene. Carro es incluso posterior a perro y —siempre de acuerdo con la guía espiritual de Joan Coromines— es una palabra latina de origen céltico, y no íbera.

Considerando la introducción consciente de este error como parte del juego, como el fruto de un placer lúdico en estado puro que es búsqueda de la diversión sin restricciones, comencé a reflexionar sobre la lectura desde esta dualidad juego-cinismo.

La historia tiene cuatro protagonistas, cuatro creadores encerrados en un garaje: cuatro perros. Cuatro personajes que roen los restos de un mundo, lo que queda de vida, de comida, de ellos mismos y que se ven tentados por una figura desde la sobras que piensan pueda ser otro hombre o una rata. Tal vez ­—me parece ahora­— no sea sino otro perro o la sustanciación del perro en el que se ven proyectados.

El protagonista —si acaso este término es aplicable aquí— es uno de los cuatro creadores, un escritor finlandés llamado Folke Ingo. La narración de Ingo, a su vez, se centra en estas mismas cuatro figuras y la formulación de la novela escrita por él (que Pérez Andújar escribe) va evolucionando a texto anotado por su traductor (en este caso, por su traductora) y, poco a poco, va transmutando en una edición crítica, en un texto con notas a pie de página, notas rebeldes que se levantan en armas —como los muchos personajes históricos que glosan sus páginas— y toman la hoja, la conquistan e imponen el imperio de su desgobierno: una tiranía fatua llamada a ser destronada por la siguiente nota que se levante asalta la página.  Así pues, el juego pasa por contradecir no sólo al maestro (léase Coromines), sino que implica evadirse de la recta moral que dicta la morfológica de la novela tradicional. De alguna manera parece que lo que se cuenta se refleja en la forma de ser narrado. Cínicamente, es decir, expresando desprecio hacia las convenciones y las normas de la novela, el autor despliega su humor a través de una narrativa aguda, en la que la novela es como el hombre, como el líder revolucionario, como el intento de plasmación de cualquier ideal: imagen inesperada, imperfecta, del ideal que se buscaba. Tal vez inspirado por Hannah Arendt, Pérez Andújar nos ofrece una crítica intelectual de lo que somos, se burla de la constatación del fracaso del creador —impedido a dominar su obra—formulando esa grieta desde la ironía del texto parasitado por el texto, ironía con la que se da paso a la acción y la palabra de otros. Acción humana que Arendt viera como superación de la improbabilidad y de la imposibilidad de predecir tanto el fruto de dichas acciones como las consecuencias que acarrean. Lo nuevo es, en tal medida, oposición de la certeza: de lo que cabría esperar aplicando la predicción.

Sin lugar a duda, esta obra destacada con el premio Herralde de novela, es una suerte de milagro, un texto impredecible antes de abrir sus tapas, improbable, y que resultará en deleite del curioso, del inconformista, del perro que quiera roerlo hasta el final, de un lector que no busque el canon ni sus infalibilidades.


El año del Búfalo. Javier Pérez Andújar. Barcelona, 2021. Premio Herralde de novela.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez

Artículos 246 a 250 de 1332 en total

|

por página
Configurar sentido descendente