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Configurar sentido descendente

6 de mayo de 2020

 

a Vicente Valero

 

Todas las noches, a la misma hora, se despertaba, y mientras apoyándose en las dos manos se iba incorporando poco a poco en la cama, trataba de recordar el sueño. A continuación se deslizaba  hacia un lado, el izquierdo, y se dejaba caer, hasta que sus pies daban con las zapatillas. Entonces se ponía en pie. Encendía el móvil. Las cinco y treinta, buena hora pensaba, ningún mensaje. No te levantes a oscuras, me preocupa que un día te caigas, le había dicho antes de colgar. Puedes tropezar, tienes la casa llena de trastos. Hazme el favor de encender la luz. Todavía no había amanecido. No corría las cortinas a pesar de su insistencia. Sólo cuando ella se quedaba a dormir. Dormirás mejor, hazme caso, no se cansaba de repetirle. Tampoco había luz en la gran vía, excepto, de cuando en cuando, las luces de algún coche. ¿Quién conduciría aquellos coches? ¿Un hombre? ¿Una mujer? ¿Jóvenes o viejos? ¿De dónde venían a estas horas? ¿A dónde iban? Tenía la boca seca y ganas de mear. Primero la cocina, se dijo. ¿Por qué no te llevas un vaso de agua a la cama, como todo el mundo? Mejor aún, llévate la botella. La dejas en la mesita y así no tienes que levantarte a beber. Ya, respondía él, pero se calienta, y a mí me gusta el agua fría. Abrió la nevera y echó un trago directamente de la botella. Bebía más para refrescarse la boca que para saciar la sed. Luego se dirigió al baño, y, sin encender la luz, se sentó a orinar. Se lavó meticulosamente las manos. Volvió a la cama. Encendió la lámpara. En la mesa había varias pilas de libros, fichas, lápices, una piedra de la Selva Negra que le servía de pisapapeles. Cogió un libro maquinalmente y un lápiz. Enfermos antiguos de Vicente Valero. Me gusta este tipo pensó, me gusta lo que escribe y me gusta cómo escribe. Y se dispuso a leer la primera página mientras pensaba en la sabiduría de los viejos. La sabiduría de los viejos murmuró para sí mismo, otro cuento más. La sabiduría de los viejos no es sabiduría, es sencillamente vejez, es resignación, es resentimiento, la sabiduría de los viejos es despertarte todos los días a las cinco de la mañana y tomar catorce pastillas diarias. Resumiendo, una putada, una enorme putada. Sí, ya sé que en la vejez la vida se remansa y el deseo se muda en afecto, ya sé que más vale aceptar lo imponderable, someterse voluntariamente. Por no hablar de ese espíritu que en algunas personas se mantiene siempre joven, o del valor de la amistad, de la auténtica y desinteresada amistad. En fin, si eso le consuela, me alegraré por usted. Empezó a leer:

“En uno de mis primeros recuerdos veo a un hombre con barba que está sentado en una butaca al lado de una estufa. Este hombre, de quien no puedo decir nada más, si era viejo o joven, cuál era su nombre, dónde estaba su casa, no habla: lo hacen por él tres —o quizá dos, o cuatro— mujeres que parecen discutir entre ellas, que se interrumpen a gritos, que tratan de explicarse ante otra mujer que acaba de llegar, conmigo, y que —la reconozco— es  mi madre”.

Leyó la primera página hasta el final y cerró el libro. Sabes, le había dicho también aquella noche por teléfono, para mí la primera página es muy importante, si la primera página me gusta, sé que me va a gustar el libro. Y me cuenta que antes, cuando se compraba un libro (ahora ya no se los compra, los saca de la biblioteca, o se los presto yo), generalmente una novela, aunque podía ser otra cosa, cualquier cosa, porque alguien le había hablado del libro, o había leído algo sobre él, y cuando empezaba a leerlo, cuando leía la primera página, pues, no sé cómo decirlo, pero si no me enganchaba, sabes ¿entiendes lo que te digo?, pues lo dejaba para otro momento. Así que ya no compro ningún libro sin haber leído antes la primera página. Te entiendo, le dije, pero ¿no has pensado que a lo mejor era el libro el que te dejaba a ti?, ¿Y eso qué importa? Tienes razón, no importa. Valero ¿qué tal está?, me preguntó. El anterior, el del ajedrez, recuerdas, me gustó. Duelo de alfiles, sí. A mí también me gustó. Valero, le dije, está escribiendo una obra de bastante más calado que todo lo que año tras año se nos anuncia como “obra maestra”, o “un nuevo Proust”, (no se lo debí de decir así, como comprenderán, “calado” no quiere decir nada, pero no recuerdo las palabras exactas). Con cada nuevo libro Valero ahonda (no, nada de ahonda, tachen esto también). Con cada nuevo libro Valero da un paso más…, sí, esto está bien, un paso. Levantó la vista. Estaba amaneciendo. Pensó, luego seguiré. Antes de apagar la luz vio cómo una franja luminosa, cada vez más ancha, cada vez más luminosa, se perfilaba en el horizonte, vio la cúpula de la iglesia saliendo poco a poco de la oscuridad, vio los tejados, las antenas, todo cada vez más nítido, el cielo, el color del cielo tiñéndose de rojo, de azul, de anaranjado. Dejó el libro en la mesa, el lápiz se calló al suelo. Cerró los ojos.

 

*

 

Cuando una hora más tarde se despertó y se puso a escribir esta página el cielo era azul. Una vez más recordó la cita de Salter: “… y todo es absurdo excepto el honor, el amor y lo poco que el corazón conoce”. Debe de estar en Quemar los días, su autobiografía, la había buscado varias veces últimamente pero no la había encontrado. Escribió a continuación: el mundo es como lo vemos, y no lo vemos igual con diez años que con setenta. Escribió: la verdad no está en lo que contamos, ni está en lo que recordamos, la verdad está en una mirada, en el temblor de una mano. Escribió: la verdad está en una mentira dicha por amor. Todo esto le sonaba haberlo escrito en otras ocasiones. A propósito de otros libros. O tal vez lo había leído. Se repetía. Hacía tiempo que se repetía. Pero no, no me he ido del tema trató de convencerse a sí mismo, esto no es una digresión, esto es el tema, esto es Enfermos antiguos, el último libro de Vicente Valero. Volver la vista atrás y mirar a lo lejos. Otra frase: “La literatura, cuando ocurre, es la correspondencia entre dos soledades”. (Lorrie Moore, a propósito de John Cheever.) La soledad del lector y la soledad del escritor. Ella no escribió “soledades” sino “agorafobias”, pero está claro lo que quiso decir. Hacemos lo que podemos, dijo también. Valero no se ha propuesto contarnos su vida, ni siquiera se ha propuesto rescatar del olvido un pasado que no volverá. Pero, ¿puedo estar seguro de esto? ¿Cómo saberlo? Enfermos antiguos, y su libro anterior, Las transiciones, no son sus memorias; como tampoco es su particular búsqueda del tiempo perdido. ¿Qué son entonces? La vida no cabe en una biografía, aunque “todo trabajo serio de creación debe tener un fondo autobiográfico”. Los recuerdos no vuelven en el orden en que sucedieron ni como sucedieron. Y tampoco vuelven todos. ¿Quién hace la selección? Pero no estamos reconstruyendo un crimen. Lo estamos perpetrando. No estamos volviendo al pasado. Es el pasado el que vuelve a nosotros. Ese pasado que no está muerto. “Ese pasado que ni siquiera está pasado”. En puridad Las transiciones es posterior a Enfermos antiguos. Al menos los hechos que allí se narran son posteriores, cronológicamente posteriores. No hay una causa primera, ni eficiente ni final. Los recuerdos no acuden cronológicamente, nos los explicamos a nosotros y a los demás cronológicamente, porque nuestra razón necesita que una causa preceda a un efecto y que no haya efecto sin causa. Pero la memoria no tiene en cuenta la cronología. La mente se rige por otras jerarquías invisibles cuya razón ignoramos. El mundo no habla, no nos habla, somos nosotros los que hablamos por él. Todo en este mundo es contingente, todo puede ser y todo puede no ser, todo pudo y no pudo ser.

Y escribe Valero, ya hacia el final del libro: “Todo estaba cambiando y de aquellos cambios —de sus consecuencias más visibles—  se hablaba, pero nunca del cambio mismo  —de su causa más profunda  —ni tampoco mucho—  algo más y siempre con inquietud sincera – de hacia dónde nos llevaban. Nadie en la isla echaba de menos tiempos mejores, simplemente porque nadie los había conocido…”

Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

*

 

No acaba bien, me dijo aquel mismo día después de leerlo. Las dos líneas finales están bien, esas tienes que dejarlas, pero la cita de Valero, esa cita en concreto me refiero, no digo que no esté bien, pero aquí no viene a cuento. Tienes que buscar otra. Tenía razón. Tienes razón, le dije, pero tenía que acabar con una cita de Valero. Sobre todo tenía que acabar, porque aquella primera página se había convertido ya en tres. Tienes razón, repetí. Pues busca otra, me dijo. Sí, voy a buscar otra. Y otra cosa más. Estaría bien que el narrador volviera a hacer acto de presencia, ¿no crees? ¿El narrador? Sí, el tipo del principio, el que se levanta a media noche a mear. Pues no es mala idea, pensé. ¿Cómo no se me había ocurrido? Piénsalo, repitió. Sí, lo pensaré, voy a pensarlo ahora mismo. Y mientras se lo decía, se me ocurrió de repente. La cita no tiene que ser de Enfermos antiguos. La cita tiene que ser de Las transiciones. Esta noche te llamo, ¿de acuerdo? Claro, llama cuando quieras cariño. Y fui a por Las transiciones. No necesité buscar mucho.

“Han pasado ya casi veinte años desde aquel día y, sin embargo, lo recuerdo como si hubiera sucedido ayer, puedo aún oler mi aliento ácido, oír los ruidos de mi estómago, sentir las punzadas de mi dolor de cabeza y de mi vértigo. Anduve un rato perdido o desorientado por aquellas calles desangeladas y húmedas sin encontrarlo, hasta que por fin di con el cementerio, donde más pronto o más tarde, pensé en aquel momento, también irían a parar mis huesos, mis recuerdos y mis pensamientos, mis tristezas y mis alegrías, ya nada importaría entonces…”

El final siempre es anterior al final. El final nos deja huérfanos. El final nos hace enmudecer, nos nubla la vista. Nos gustaría pensar que el final nos prepara para el final. Pero no es así. Personalmente creo que es más difícil terminar que empezar. Parar a tiempo. Poner punto final.

 

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Vicente Valero, Enfermos antiguos, Cáceres, Periférica, 2020.

--Las transiciones, Cáceres, Periférica, 2016.

Escrito en Sólo Digital Turia por Manuel Arranz

6 de mayo de 2020

                                                                                                                                     El médico establece mi periodo de cura

y sólo soy capaz de hacer extrañas muecas.

Frágil la palabra cuando estoy lejos de casa.

 

Un vestido blanco tejido con hilos bendecidos

cubre el cuerpo ajeno que me nutre y me palpita.

Me santiguo mojando los dedos en mi propia sangre.

 

Me mantengo en la silla tambaleante pero firme

encima de un suelo lleno de pestañas de desconocidos

que rasgan la planta de mis pies y duele.

 

Bebo del líquido tóxico de cada una de las máquinas

que soportarán a los padres de mis padres,

y a mis padres, posponiendo la tierra en la cara.

 

Toco la piel virgen tras saltar la costra

y reto a cada desamor a presentarse

para decir que sí y rasgarla de nuevo.

 

El médico establece mi periodo de cura

y dudo de cada uno de los motivos:

 

Pues señor médico,

una flor con pulgón

acaba siendo sólo enfermedad.

Escrito en Lecturas Turia por Dalila Eslava

30 de abril de 2020

 

Hace unos meses llegó a mi buzón un libro que resulta atractivo ya desde la preciosa portada de David Guirao, Un viaje aragonés, del escritor Miguel Mena, y como si de un encantamiento de algún bellaco malandrín se tratase, al tenerlo entre mis manos enseguida pensé en Alonso Quijano, y me lo imaginé a lomos de una bicicleta desfaciendo entuertos y salvando a doncellas en apuros. Este libro que está hecho de dos almas, correspondientes a las dos obras que lo forman, Paisaje del ciclista y Nada más lejos, y su autor, tienen mucho de la voluntad férrea del caballero de la Mancha y también algo de su locura. Cuando algún lector del futuro se pregunte como era Aragón en 1991, y veinticinco años después, la respuesta la tendrá esta obra coral que une a tres protagonistas indisolubles sin los cuales no se entendería el libro, el narrador, la naturaleza y el paisaje humano. De alguna manera se podría decir que Un viaje aragonés, editado por Prensas Universitarias de Zaragoza(PUZ), es un compendio inclasificable entre las crónicas de viajes, las pequeñas hazañas deportivas, los retos iniciáticos, o las reflexiones intimistas. Mena se propuso a principios de los noventa conocer mejor la cartografía silente de Aragón, siguiendo una línea imaginaria trazada entre el norte en Torla, valle de Ordesa y el sur en la estación de Mora de Rubielos de Teruel, ese reto se plasmó en 1991 en su libro Paisaje del ciclista, veinticinco años después se reproduciría la odisea con alguna insignificante variación y quedaría reflejado en Nada más lejos, un compendio que viene a ser un fascinante juego de idas y vueltas en el espacio y el tiempo.

Se podría decir que esta obra está formada por dos grandes vueltas por etapas, una llevada a cabo cuando el autor tenía treinta y dos años y la otra con cincuenta y siete, un recorrido casi gemelo físico, como el autor se encarga de recordar: “He querido repetir el mismo viaje, en las mismas fechas y en las mismas condiciones, veinticinco años después”. Un análisis pormenorizado nos llevará a apreciar que en Paisaje del ciclista, se condensa una pasión juvenil por una tierra abrupta, salvaje y cuyo descubrimiento y su comprensión en primera persona sobrecoge. El lector siente el esfuerzo del ciclista en cada cuesta, el calor asfixiante, el pésimo estado de conservación de algunos elementos del patrimonio y de las carreteras, ve con una impresión nítida y directa el carácter de la buena gente, que son la mayoría, y la multitud de proyectos ilusionantes que pretenden llevar a cabo. Por decirlo de alguna manera, es un trabajo realizado desde una proximidad tierna, con un humor delicado  que se siente a flor de piel, lleno de vitalidad, de curiosidad por descubrir con minuciosidad cada detalle, elementos que llegan como un fogonazo a la epidermis del lector. En el fondo, subyace una pasión palpable por el paisaje físico que se conquista a base de grandes gestas y grandes pájaras se diría en argot ciclista, es un texto lleno de energía, optimismo y sencillez en el que se puede tocar cada escena, en el que somos partícipes de cada diálogo. Autor y lector son uno, planifican juntos, van en la misma bicicleta montados, sudan, sienten los mismos infortunios y celebran la amistad y la vida. Sin embargo, veinticinco años después, con Nada más lejos, y aunque el itinerario y los lugares van coincidiendo, el tono es otro muy diferente, el ritmo ya no es el de un escalador, es el de un rodador que conoce sus limitaciones y sabe que la clave de las aventuras está en disfrutarlas sin excesos. Se podría decir que esta pieza tiene un sesgo intelectual más marcado, con un espíritu didáctico y crítico encomiable y se vislumbra un notable esfuerzo de documentación, con interesantes reflexiones. Pasar sus páginas requiere atención y concentración, es un frondoso estudio enciclopédico en el que Mena sube a los lectores para hacerles partícipes de la gran riqueza cultural de un área por descubrir, así el ciclista no solo exprime las piernas de los lectores,  sino que también exprime la curiosidad de los que se adentran en cada etapa.

Si Paisaje del ciclista, se acercaba más al libro de aventuras, Nada más lejos, es un ejercicio metafísico, se convierte a medida que se coronan las páginas en un cara a cara con la existencia. Resulta gratificante sentir como el lector es cómplice de la expresión pedagógica de las historias que se suman a este mosaico histórico, en el que como no puede ser de otra manera en Miguel Mena, no falta su particular sentido del humor, atentos a la sucesión de pinchazos y al desternillante episodio del Hostal de la Trucha en Villarluengo, y también hay tiempo para la ternura, la nostalgia de los días vividos veinticinco años atrás en Cantavieja con Antón Castro y su familia, o los momentos de soledad elegida.

Nada más lejos, es un relato conmovedor en el que el aliento del deportista es más meditabundo y donde sobrevuela el espíritu de dos sombras luminosas, Félix Romeo y José Antonio Labordeta, que de alguna manera son los faros que guían al autor en esta experiencia. Además aparecen temas de máximo interés como la despoblación, las oportunidades perdidas, los falsos bálsamos de Fierabrás en los Monegros, y también el futuro, las posibilidades de progreso o la esperanza. Y todo se articula mediante un lenguaje ágil, coherente, efectivo y que trasmite verosimilitud con argumentos palpables y mensurables, a esto Mena aporta una serie de testimonios gráficos que subrayan que en veinticinco años las cosas no son lo que eran.

En definitiva, dos libros cuya belleza radica en un mismo punto, el amor a lo cercano. En ellos Mena logra proyectar una construcción mental sobre el plano de la realidad de forma paradigmática, y muestra de una manera luminosa y visual un universo mágico inmediato, se podría decir que pone ante los ojos del espectador un imperfecto paraíso en la tierra. De un confín a otro confín, de norte a sur, Aragón surge como un hallazgo fascinante, cautivador y salvaje.

Al final el ciclista llega a la meta, cumplido el objetivo se retira victorioso aunque nadie le aplaude ni la primera vez en la estación de Mora, ni la segunda veinticinco años después en Fuen del Cepo, su premio, al igual que el del lector, es saber que ha tomado un territorio, que ha ganado un destino.- MARIO HINOJOSA.

 

 

Miguel Mena, Un viaje aragonés, Zaragoza, Prensas de la Universidad de Zaragoza, 2018.

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Mario Hinojosa

30 de abril de 2020

 

Hay libros que se convierten en obras imprescindibles prácticamente desde el mismo momento de su publicación y, sin lugar a dudas, este es el caso de Luis Buñuel. Correspondencia escogida, editado en Cátedra por los profesores e investigadores Jo Evans y Breixo Viejo. Tal y como señalan en su introducción, mientras en el ámbito de la Literatura, el Arte o la Historia la publicación de epistolarios es algo habitual, en todo lo relacionado con el Cine, los libros recopilando cartas vinculadas a profesionales o películas son todavía una excepción. Estamos por tanto ante una obra valiosa por su rareza, que es, además, un regalo para la historiografía en torno a la figura de Luis Buñuel. Treinta y cinco años después de la muerte del cineasta esta publicación se suma a los monográficos escritos por Agustín Sánchez Vidal, Ian Gibson, Paul Hammond, Román Gubern, Fernando Gabriel Martin, Francisco Aranda o Max Aub como un nuevo instrumente mediante el que seguir ahondando en el perfil de Luis Buñuel y enriqueciendo el conocimiento de su obra.

En esta publicación de cerca de 800 páginas, se compilan aproximadamente 1000 cartas y algunos otros escritos como tarjetas postales, pequeñas notas o dedicatorias de libros. Ordenadas cronológicamente desde1908 a1983 en esta correspondencia escogida se suceden los textos compartidos entre el cineasta y más de 200 interlocutores, familiares, amigos, compañeros de profesión e incluso admiradores. Todo esto acompañado por un cuidado glosario y por algunas ilustraciones que ayudan al lector a situarse en el contexto del epistolario gracias a la reproducción de documentos, fotogramas de películas y algunas fotografías intencionadamente infrecuentes y poco conocidas. En este libro se compilan y combinan colecciones de cartas ya publicadas, como las de los vizcondes de Noailles, Urgoiti, Rubia Barcia, Larrea y Paco Rabal, con otras muchas inéditas y en algunos casos de difícil acceso, al encontrarse en archivos personales o en colecciones públicas dispersas en muy diferentes países.

Evans y Viejo han resuelven inteligentemente el difícil ejercicio de selección de materiales. Han optado por prescindir de los documentos de carácter más íntimo, dejando fuera, con elegante discreción, algunos asuntos familiares para centrar así el foco en lo esencial, en la aproximación al Buñuel creador. Se han propuesto hacer valer la Historia frente al mito, procurando que los textos seleccionados ofreciesen, además de datos, todo tipo de matices, para corregir así algunos falsos históricos y poner en cuestión tópicos cómodos pero inciertos, como el de la inveterada tosquedad de Buñuel.

De este modo consiguen que este libro sea mucho más que una fuente documental imprescindible para las investigaciones que en adelante se hagan sobre Luis Buñuel. Funciona también como un relato fragmentario en el que se adivinan entre líneas sus búsquedas personales y sus actitudes y aspiraciones profesionales. En él se traza un itinerario que va desde la nota redactada en 1908 retando a sus compañeros de colegió, hasta las breves misivas en tono de despedida dirigidas entre 1981 y 1983 asu hijo Juan Luis, Carlos Saura -su hijo intelectual-, Eduardo Ducay, Agustín Sánchez Vidal o Jean-Claude Carrière “cuando apenas puedo leer o escribir”. Y en el trayecto de más de setenta años que media entre estos textos nos encontramos con otras muchas historias: los vínculos negados con Epstein; la estrecha y decisiva relación con los Noailles -con el vizconde hasta finales de los setenta-; los encuentros y desencuentros con Salvador Dalí; la confianza y admiración por Iris Barry, la amiga que no solo le abrió las puertas de MoMA, sino que también propició su decisivo viaje a México; la complicidad profesional y personal con Rubia Barcia, o el respeto casi reverencial con el que se dirigen al él personalidades de la políticas -Alfredo Guevara, por ejemplo- o del cine, entre ellos David O’Selznick, Dalton Trumbo y el mismísimo Firtz Lang, que había sido uno de los inspiradores de su vocación cinematográfica. El recorrido por todas estas cartas permite asimismo ver cómo se van gestando sus proyectos, los que salieron adelante y los que se quedaron en el camino -Montserrat o Divinas palabras.

Pero también en todas ellas queda sugerido y en algunos casos muy explícito el Buñuel más personal. El hombre que maneja distintos grados de confianza, cortesía, o enfado en sus misivas, un hábil negociador, que sabe adaptarse en cada caso a las circunstancias y a la relación que mantiene con su interlocutor. El lector puede encontrarse con el Buñuel que va de frente, pero no para discutir, sino para solventar malentendidos personales o profesionales, tal y como se advierte en las cartas que escribió a Muñoz Suay. En otras ocasiones lo intuimos escurriendo el bulto, procurando que sean los demás quienes den la cara por él, como hizo Octavio Paz con Los Olvidados en el Festival de Cannes. Pero, sobre todo, lo descubrimos aferrado a sus amigos, a los que pide ayuda o a los que auxilia personal y económicamente haciendo gala de una discreta generosidad, sin alardes, cuidándolos fielmente: a José Bergamín le paga derechos de autor por el título de El ángel exterminador, sin que fuera necesario, para aliviar su difícil situación económica, mientras procura apoyar a las hijas de Ramón Acín, treinta años después de la filmación de las Hurdes, devolviéndoles el dinero que su padre invirtieran en la producción de esta película.

Todo esto se encuentra en las cartas que Buñuel escribió o recibió a lo largo de su vida. Evans y Viejo han decidido conscientemente seleccionar aquellas que sirven para situar profesionalmente a Buñuel o para entender los medios artísticos en los que se movió y las condiciones económicas en las que tuvo que trabajar. Y lo han conseguido, proporcionándonos, de paso, nuevas piezas para descubrir otros aspectos más personales. Estamos ante un rompecabezas en el que siempre faltaran algunos fragmentos, pero gracias a este libro podemos ir entreviendo un perfil cada vez más próximo al Buñuel original.- AMPARO MARTÍNEZ HERRANZ.

 

 

Jo Evans y Breixo Viejo, Luis Buñuel. Correspondencia escogida, Madrid, Cátedra, 2018.

 

 

 

 

 

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Amparo Martínez Herranz

30 de abril de 2020

Henry David Thoreau decía tener en su cabaña “tres sillas; una para la soledad, otra para la amistad, y una tercera para la sociedad”. Aunque no vive en el lago Walden, a pesar de no ser un estadounidense del siglo XIX, Vicente Verdú (Elche, 1942) parece disponer de un mobiliario parecido. En su último libro, el autor de El Planeta Americano (1997) aborda, entre otros temas, la soledad (“Estar solo es la manera más seria y productiva de mirar”, afirma), la amistad (“Los amigos son como saludables porciones del yo, muy repartido”) y la vida social: “Nos necesitamos tanto unos a otros que nos turbamos todos en la soberbia de la soledad”.

            Tazas de caldo reúne los aforismos que Vicente Verdú ha venido publicando en las redes sociales desde su llegada a ellas algunos años atrás; en la apropiación de una tecnología de transmisión de ideas que se remonta (por lo menos) al siglo VI antes de Cristo para su uso en los nuevos entornos digitales hay tanto un gesto de época como la manifestación de cierta voluntad de pensar “con” el presente a la que debemos textos ya clásicos como El estilo del mundo: la vida en el capitalismo de ficción (2003), No ficción (2008) y El capitalismo funeral (2009). Verdú lleva décadas asumiendo con aparente indolencia la tarea de comprender un presente en el que confluyen la propiedad privada de los medios de producción, la manipulación de los afectos y una emotividad exacerbada que se expresa, también, en lo político. Su nuevo libro regresa una y otra vez sobre los asuntos de la actividad humana (“Una de las mayores alegrías se obtiene del trabajo. Una de las mayores desdichas también”, concluye), el conocimiento y la mentira, la cual (afirma Verdú) “encierra tantas complicaciones que enaltece la inteligencia”. Vivimos un presente, se nos dice en Tazas de caldo, en el que “la infatuación del libro es la decadente fenomenología de nuestro tiempo cultural”, en el que hay “escritores que poseen un alto valor de uso pero un bajo valor de cambio” y en el que “Hay quienes son algo por la institución que tienen tras de sí”, al tiempo que “los valiosos son […] quienes no tienen más cargo (y carga) que ellos mismos”. “La decadencia de la asistencia al cine es el gran declive de la colectividad soñando junta”, sostiene Verdú. “Hay más tontos de lo que uno se piensa. […]” y la fe es, por consiguiente, el nombre ofuscado del heroísmo”.

            Los temas más frecuentemente abordados en los textos de este libro presentan la aparente contradicción de constituirse en asuntos públicos por tener lugar casi exclusivamente en el ámbito de lo privado: el amor (“[…] la forma de soborno perfecta”), la decadencia física (“En la vejez debería ser cada uno mejor que en la juventud. Lo contrario es una mamarrachada”), la enfermedad (“El mundo se ve tan diferente con buena o con mala salud que, al cabo, la realidad es un producto clínico”) y la muerte: “[…] morir es mucho más fácil que nacer”, “Tener mucha vida por delante es soslayar el fin. La mucha vida por detrás es lo que nos termina”, “La muerte acaba con toda decepción. Nunca defrauda”.

            “Los pesimistas echan sus sombras sobre el plato del día”, afirma Verdú; para evitar ser incorporado a sus filas, el autor advierte: “Lejos de mí la manía de lamentar. Las cosas no son malas. Son tan arbitrarias como cándidas”. En última instancia, “La esperanza es lo que mejor nos conduce, y la desesperanza nos extravía”: en Tazas de caldo hay espacio para cierto humorismo caprichoso (“Lo malo de las parejas es que hay que ser por lo menos dos, cuando con uno mismo es ya insoportable”, “Estar sano es el estado ideal para ponerse enfermo”) y también, inevitablemente, para el goce del mundo. Así, “La felicidad depende mucho de la almohada” (lo cual es rigurosamente cierto), “Los niños son como arroyuelos” (pero, agrega el autor, “los adultos, como caimanes”), “La palabra se presenta como la insignia de la humanidad. Somos humanos mediante la palabra” y la pintura (a la que Verdú ha dedicado los últimos años con notable éxito) es “la síntesis entre el pensamiento y la emoción”.

            No son pocos los escritores españoles que en tiempos recientes han encontrado en el aforismo el género más apropiado a sus intenciones; significativamente, éstas parecen haberse centrado (de forma general) en la producción de efectos poéticos; lo que distingue a Tazas de caldo de otros libros de aforismos es, por el contrario, una vocación de análisis y una mirada ensayística no muy diferente a la de otras obras de su autor. Para Verdú, “estamos tan distraídos con nosotros que nos perdemos el mismo mundo”. A modo de correctivo, el autor se dice (y nos dice): “Ser mejor no lleva a ninguna parte. Lo que hace viajar es la mejora de los demás”. Mientras viaja, lo que Verdú propone a sus lectores es “No rendirse, no cejar, no cerrar los ojos, no arredrarse, no aceptar las riendas”. Para todo ello ha sido escrito este libro.- PATRICIO PRON.

 

 

Vicente Verdú, Tazas de caldo, Barcelona, Anagrama, 2018

 

Escrito en La Torre de Babel Turia por Patricio Pron

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