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Configurar sentido descendente

17 de abril de 2020

 

  

Y va a llegar un demonio atómico y te va a limpiar

Héctor Lavoe y Willie Colón

 

 

 

 

 

 

 

 

Ya te lo he dicho, niña, no empieces...

 

Mejor ni le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece.

 

Hoy tuviste suerte. No, no te hablo de la suerte del casino o la del bingo, no. Es una suerte distinta. Algo mucho más místico, mucho más mágico y espiritual. Cosa de no creerse. Y es muy extraño que sea yo el que tenga que explicarte estas cosas, niña, pero no importa, aquí estoy, resignado y dispuesto.

 

Te sorprenderá por ejemplo saber que detesto las barriadas. Te preguntarás por qué, cómo es posible que no me gusten si aquí estamos ¿no? La respuesta es tan simple que asusta. Estoy aquí por ti, niña. Hice el esfuerzo de venir para verte pero no las soporto. ¿Por qué? Porque son sucias. Porque huelen a caca y están llenas de piojos y de putas. No sé si me explico.

 

El Centro de Lima, por ejemplo, sobre todo a estas horas, es casi un zoológico humano, solo le faltan las jaulas… No, espera... Humano, no, ¿eh?, humano no, ¡qué va! Este muladar, esta pocilga sin puertas no es otra cosa que un matadero de bestias, ¿te diste cuenta? Mira por la ventana si quieres: asómate y mira. ¿Los ves? ¿Ves a esa gentuza fea y maloliente? Detrás de ese vidrio que nos protege, niña, está el infierno. Pirañas. Cucarachas. Ratas. Chacales. Niños idiotizados por el terokal. Putas gordas y chancrosas. Maricones con tetas. Chusma animalizada, cochina, pestilente. En este Reino del Señor hay de todo, niña, porque Lima, la otrora Ciudad de los Reyes, no es otra cosa que la peste.

 

Te pongo un ejemplo. Piensa pues, digamos, en los turistas. Piensa en esos gringos hediondos con pelos en el sobaco que vienen a aparearse al Jirón de la Unión. Seguro que los viste. Están sonriendo con su camarita al pecho, haciéndose los cojudos con sus chuyos, sus ojotas y sus polos de Inca Kola, ¿no? Los muy cerdos. Vienen directito del Jorge Chávez al Centro, ¿para qué? ¿Para conocer las Catacumbas? ¿Para ver la Catedral? ¿Para chequear el cambio de guardia en Palacio? ¡Ja! ¡Las huevas! Esos ojetes vienen al Centro para levantarse indias; cuanto más apestosas, mejor. Seguro los viste. Con ellos desde luego, no es. A estos cojudos les encanta la caca —no, espera, no les encanta la caca: les fascina, los aloca, los desespera la caca, y revolcarse y contagiarse y alimentarse de ese ganado de monstruos que apestan a caca, ¿no?

 

Una vez… (¡ja!, no me lo vas a creer), una vez vino un colorado flaquito con cara-de-mongo a pedirme carrera. Estaba borracho y llevaba de la mano a una mocosa en minifalda y a un chibolo con pinta de piraña. «Quiero ir a un hotel decente», me dijo el cojudito. «Oye, sinvergüenza», le contesté bien serio, «¿adónde quieres que te lleve con ese guanaco con falda que traes contigo? ¿Al Sheraton o al Parque de las Leyendas?»

 

No entendió el chiste. Se quedó tieso, esperando algo. La que sí entendió fue la chibola que me quiso pegar. Arranqué nomás. ¡Za-za!, putita majadera, ¿o qué cosa quieren conmigo estas recuas? ¿A mí con cojudeces? No… Y mira, te digo niña, que si no me baje a pegarle fue porque iba apurado. Lo peor de todo, lo más odioso, es que luego manejando me dieron náuseas. Después de ese día me dije: ya no más, Wilmer, ni cagando, al Centro ni cagando, nunca, nunca, nunca más. 

 

Y es que yo ni de mocoso, niña, qué te puedo decir. Sencillamente no iba, ¡nunca iba! Ni siquiera conocía. ¿Qué iba a hacer alguien como yo metido ahí, dime? No era pues, no era... A ver, para que me entiendas: mi familia era de billete. Vivíamos en Surco, por Velasco Astete, una zona residencial con parques, piscina olímpica, juegos y canchas de tenis. Un lugar hermoso, segurísimo, con guachimán las 24 horas del día, con niñeras y jardinero y chofer y hasta dobermans entrenados para protegernos. ¿Qué mierda iba a hacer un chibolo-bien como yo en el Centro de Lima, dime? ¿Para qué? A mi viejita, de seguro, le hubiera dado un infarto. Y razón no le faltaba ¿ah? Mira nomás a la chola. Teníamos una chola allá en Surco y la muy mierda ja, ja, ja… ¿Sabes lo que hacía la muy mierda? Yo te voy a contar lo que hacía esta zorra pendeja. Se ponía los zapatos de mi hermana; unos zapatos finos, carísimos, italianos, te volteabas y ¡plum! la chola mosca se los guardaba y los domingos, calladita, se los llevaba a sus tonos chicha. Y mi hermana como una cojuda busca y busca los benditos zapatos y nada, y como esa huevona vivía todo el santo día drogada, después de cinco minutos se olvidaba. Ya aparecerán decía y el lunes ahí estaban los zapatos con la pezuña maloliente de la chola y mi hermana ni cuenta, años de años hasta que un día la agarro. Un domingo. Llega de noche, no sé lo que le pasó pero llegó de noche y yo estaba solo en casa. No soy ningún huevón te digo, ya le había manyado la jugada con esa carteraza negra que parecía mochila de tropa. ¿Qué mierda hace una empleada maloliente con esa bolsa de frutas en un concierto chicha, me puedes decir? Chola pendeja, pensé: aquí mancas. Le cerré el paso en la cocina, la serrana era grande, maceta, tetona, yo era chibolo, flaquito, fácil me tumbaba de un pedo pero no hizo nada. Déjeme pasar joven, por favor, me dijo, y ahí justito le jalo la cartera de un manazo y cuando cae se abre y ¿qué veo?, los zapatos.

 

Te imaginarás cómo se puso. ¡Te vas presa chola ratera!, le grité y empezó a chillar. No joven, por favor. ¿No joven por favor? ¿Tú-tás huevona oe? ¡O sea que piensas que le vas a contaminar los pies a mi hermana gratis! Yo, pues, aunque era medio ahuevonado en el cole había chequeado cómo la trataba mi viejita, peor que al perro, y me sorprendí, me salió súper natural: vamos a tu cuarto, le dije, vamos a tu cuarto y hablamos y si mamá se levanta por tu culpa te jodes doble. Le mentí y atracó. La muy pendeja. Eran las siete, mi viejita se dormía a las once y la pendeja lo sabía pero asintió. Abre la puerta de su cuarto (un asco esa huevada) y ni bien la cierra me dice: ¿no le va a decir a su mamá, no joven? Oye mamita, le digo, ¿tú crees que yo podría meter algo limpio en esa sarna-con-pelos que tienes ahí? Ya quisieras ya. No te voy a dar el gusto ¿o tú crees que he venido a premiarte? (No dije eso. En realidad no me acuerdo qué le dije. Fácil no le dije nada). Me la vas a chupar. Te me sacas la huevada esa espantosa de flores que traes encima también. Y cuando me venga en tu boca y en tus tetas me vas a decir «sí joven» o «más joven, más» y si te atoras mejor, por chora.

 

Aunque, de repente, no dije eso. A lo mejor solo lo pensé. A veces me pasa ¿sabes? Tengo esa rara virtud de creer que he dicho cosas que solo pienso. No importa. La cosa es que, desde ese día, me di cuenta, la pendeja esperaba a que mis viejitos salieran. O sea, le había gustado la vaina, ¿manyas? Digo… no te estoy contando esto para amenizarte el viaje, niña, no. Hay toda una filosofía muy interesante y compleja detrás. Una filosofía de vida. Te estoy hablando… ¿Cómo decirlo?... Te hablo por… debajo, no sé si me entiendes. Es como raspar las palabras, como deformarlas, como arañarlas para ver lo que encuentras...

 

¿Me oyes o no?

 

Sí, sí me oyes, claro que me oyes pero te haces la que no. Te haces la loca, la dormida, la zonza. No importa. Finge si quieres. Yo igual tengo una pregunta especial para ti. La pregunta del millón, espera... Tómala como quieras porque igual te la voy a hacer. Y es que me rompo el cerebro pensando, niña, me pierdo. A veces los pasajeros me hablan y me hablan pero yo estoy en otra, pensando, divagando, charlando solo, buscando un motivo, una fórmula, una respuesta lógica y… no pues... no llego, intento e intento y no me sale nada.

 

Por si acaso, te estoy hablando de la paridera aquí. No sé si me explico. De la compulsión esa que tienen ustedes para parir como bestias. ¡Qué necesidad esa de reproducirse por docenas, dime! De a cuatro y de a seis y de a diez y de a veinte y siguen y siguen carajo y no paran nunca. Se la pasan pariendo nomás. Pueblan y afean más esta fea ciudad pero con ustedes no es… Y es que cuando estaba el Chino, no sé si te acuerdas del Fuji pero el Fuji, ayayay mamita, ¡ese Fuji era la muerte! Te voy a decir lo que hizo: en dos patadas lo arregló toditito. ¿Cómo? Fácil: les cosió la papa. Así, de una, sin asco, a todas las mamachas que no entienden de condones y de pastillas, que ni leen las pobres, va el Chino y les opera la chucha gratis y les da su propina y los cholos felices porque ya pueden cruzarse tranquilos. Todo excelente, problema solucionado: no más pirañas, no más animalito suelto ensuciando las calles de Lima, no más sobras.

 

Ahora, esto es algo que yo vengo meditando desde hace un tiempo, no te creas que soy un improvisado en el tema. Incluso empecé un librito que había imaginado como un tratado, algo así como un ensayo sobre los peruanos modestos. El título es genial, espera que ya te lo digo… No quiero tampoco hablarte en difícil, niña, no; y lo de modestos es un eufemismo, claro, no sé si lo captaste pero mejor me anticipo: te toca preguntarme que qué es un ‘eufemismo’, y yo te lo diré porque tiempo hay de sobra, niña, aún no amanece.

 

Un eufemismo es decir una cosa por otra. O sea, es aludir a algo feo usando una palabra que suene educada ¿me sigues? Seguro que no. A ver: cuando, por ejemplo, los sociólogos peruanos, cuando estos pobres necios y pretenciosos hablan del cholo emergente, ¿de qué o de quién crees que están hablando en el fondo? Del serrano, del inmigrante animalizado que invade Lima para trabajar como mula, comportarse como mula y procrear como mula ¿Y cómo se les ocurre llamarlo a estos mierdas? ‘Cholo emergente’, que suena, pues, a emprendedor, a decente, a hard working class y no a lo que son. Porque cholo, digo... ¿Qué se creen estos huevones, que porque les ponen un adjetivo noble les están haciendo un favor? No saben, pues, nada y la pregunta es de una simpleza que ofende…

 

Quién, niña, dime por favor… ¿Quién mierda quiere ser cholo en Lima?

 

¡¿Quién?! Nadie, absolutamente nadie. Ni el presidente que es cholo y bruto y terco para concha. Ni siquiera ese pendejo quiere ser cholo aquí. Yo mismo he conocido a un par de esos barbones y te digo: ¿tú crees que estos cojudos que se gastan hojas de hojas hablando de lo lindas que son las mamachas, de lo auténticas que son sus polleras, tú crees que estos cínicos sinvergüenzas van a casarse con una? Anda, ve y mira a sus esposas: belgas o gringas que aprendieron quechua en Harvard y te hablan como-en-su-casa de la energía de la tierra y del poder cósmico de la raza y del karma andino mientras ahí, como sin querer, ya le están ofreciendo su culo rosado al inca más sarnoso del Cusco... Y es que, carajo, ¡cómo les encanta la mierda! No hay nada más seductor para estas cerdas que el sudor y las liendres de esos animalitos pelucones que les dicen mentiras en quechua…

 

A mí, pues, niña, como ya te habrás dado cuenta, me cuesta entender a la humanidad. Es así de angustiante pero no puedo por menos. De hecho, creo que la odio y eso lo comprobé por donde fui. Tú, claro, me ves blanco y pintón y aunque estoy sentado, se me nota grande ¿no? Mis ojos son azules, mi pelo no era blanco, no, ¡ja!... yo era rubio y bello como un angelito renacentista, era tan rubio que los gringos más mongos juraban que era alemán. Y he viajado mucho ¿ah? ¡U f, ni te imaginas! He estado largas temporadas en el extranjero, en países remotos que te sorprenderías que existen. Tú me ves ahora manejando este taxi y ni se te ocurre que tengo un doctorado gringo en Political Science y que lo perdí todo por mi honradez, por mis principios, por decirle la verdad a esa gentuza bruta, a esa caterva de infames y pajeros que solos se escuchan a sí mismos... Ah, pues, fue así. Y tengo esta anécdota para que lo entiendas mejor…

 

¡No te duermas, niña, escucha!

 

Yo iba para escritor ¿me oyes? Sí, escritor como el que más. Pasé una temporada en Europa escribiendo una novela que nunca se publicó. Le tenía mucha fe. Era una novelita decente y decidí postularla a uno de esos premios españoles que se saben amañados desde el principio. No tenía mucho dinero. Iba para Barcelona con mis manuscritos y una mochila y, como un pobre cojudo, pensé que ganaba.

 

Desde luego, no gané ni un carajo. ¡Qué iba a ganar si yo escribía sobre la realidad y gracias al puto de García Márquez todos esperaban vicuñas volando! No gané y dejé de escribir pero por ahí no va la cosa, niña; yo te decía que iba para Barcelona en uno de estos trenes rápidos ¿no? y ahí me hago amigo de esta hippie francesa medio narizona con su pelo cortado como hombre y pelos en el ala, ya sabes: una de esas vegetarianas-mal-cachadas que se creen importantes porque comen pasto y reciclan… y déjame aquí hacer un breve paréntesis para decirte que si tuviera que elegir entre asesinar a un nazi o a un hippie, yo los fusilo a los dos...

 

Bueno, ¿de qué hablaba?, ah, sí, de esta mujer que me cuenta un par de cojudeces de su arte lésbico y yo que escucho un poco por educación y otro poco porque no sabía qué mierda hacer en el tren, y como le digo que voy a Barcelona sin dinero y a probar suerte con una novela, la franchute se entusiasma y pensando en lo miserables que somos los artistas latinoamericanos, me invita a su casa.

 

Yo, pues, verdaderamente agradecido le dije que sí, ¿no? Pero ahora viene lo bueno, niña, porque la hippie me dice que vive en un piso con otra gente: dos italianos, un holandés y una sueca, todos hablando un español bastardo en una cocina mugrosa y yo preguntándome si existe algo más desagradable que eso. Y, para mi desgracia, sí que existía porque los mismísimos dueños de la pensión no sólo eran peruanos sino que además ¡eran cholos! ¿Te imaginas? No salen a saludar, no aparecen por ningún lado, les dicen que hay un peruano y sólo quieren que se largue como si peruano fuera sinónimo de lepra en España. Yo, pues, niña, prefería la hoguera antes que permitir que un cholo apestoso me dejase en la calle en Barcelona. No dije nada. Los europeos dialogaron con la vicuña gorda de la mujer y la vieja, asintiendo, se acerca a palmearme la espalda como si me estuviese dando caridad. Si hubiera tenido un machete, te lo juro, le parto el brazo.

 

Hay, pues, un hombre mayor que no sale de su habitación y yo adivino su historia. Fue el primero en llegar. Lustró los zapatos de los franquistas cuando la inmigración era bien vista y luego con la democracia se trajo a su ganado, una recua grosera de marrones que ya hablaban como españoles desde el Jorge Chávez. Te pregunto ahora: ¿tú crees que yo iba a permitir que ese cholo verraco hijo de la gran puta me hiciera el pare? Ese indio aberrante que en Lima limpiaría mi water, ¿iba a decidir mi suerte? Nooooo, niña, ¡JAMÁS! Duermo mal en el cuartito con pulgas de la francesa hombruna. Me levanto. Salgo a hacer mis cosillas para el premio y dejo mi mochila en la pensión. Cuando regreso, toco el intercomunicador y, a ver, ¿quién crees que me contesta? El viejo, que me alza la voz. «¿Quién ez uzted, qué oz ofreze?» me dice como si fuera un terrateniente catalán y cree que me asusta porque cecea cuando sé que del otro lado hay un esclavo que se piensa libre. No quiero, desde luego, perder mis cosas. Le pido por favor que me deje entrar, le ofrezco las disculpas más hipócritas que he dado en toda mi vida. Cuando abre la puerta, subo. Me fijo que no haya nadie pero una mocosa toda babeada juega en el pasillo. Me imagino que es retrasada mental pero yo a todos los veo iguales así que no sabría decirte. Estoy pues, niña, de nuevo frente al intercomunicador y ya tengo la mochila conmigo. Así que toco una, dos, siete, veinte veces hasta que el viejo furioso levanta el auricular queriendo atarantarme a gritos, ¿no? Oye basura, le digo, ¿tú crees que porque cruzaste el charco como mula y hablas como español vas a dejar de ser un serrano de mierda? ¿¡Ah!? ¡Tú y toda tu fauna de bestias nacieron para sirvientes y van a ser sirvientes toda su puta vida, y la próxima vez que me alces la voz juro que regreso y te mato a golpes delante de la mongolita de tu nieta!

 

El viejo se quedó mudo, yo me fui silbando y luego empecé a reírme solo y a exagerar mi risa sin saber muy bien por qué. Creo que me reía de su silencio. Imaginaba al anciano llorando frente a la nieta tarada y me sentía bien.

 

Y aquí pues, niña, justo aquí, tras esta historia, te descubro uno de los axiomas fundamentales de estos peruanos modestos.

 

Óyelo bien: el cholo odia al blanco pero odia más, muchísimo más, a otro cholo. En el fondo es una forma de decirte que el cholo se odia a sí mismo y que si se le abre un espacio para aparentar no serlo, para inventarse a un otro, será más abusivo que el blanco, y esto, niña mía, no es un defecto del cholo o del negro o del marrón o del chino sino de la humanidad entera que es odiosa y estúpida y merece lo que tiene... Sé que ahora me vas a preguntar que qué es un ‘axioma’ pero ya no puedo responderte, niña. El tiempo corre y estoy agotado de manejar. Tendremos que detenernos pronto.

 

¿Te digo mejor el título de mi obra? ¿Ah? ¿Te gustaría escucharlo? A ver… Mi libro se llama Langoy, adivina por qué… ¿Lo entiendes o no? Claro que lo entiendes, no te hagas la huevona. Tú sabes de sobra lo que es el ‘Langoy’: la comida de los cerdos, las sobras de los chifas, la basura que nadie quiere meterse al hocico, piensa: ¿no es esa una buena metáfora para hablar de ustedes? No me vengas ahora a joder con qué es una ‘metáfora’ porque me he quedado pensando en lo del axioma y ya encontré una manera muy simple de explicártelo.

 

A ver: aquí estamos los dos, en este taxi por la Panamericana y sin rumbo fijo ¿no?, y sabes que antes de subirte me observaste con esa desconfianza que no tuviste la primera vez que te cagaron…. yo sé pues, niña, yo sé muy bien la historia, me la sé todita, de Pe a Pa, no necesito preguntártelo... ¿A qué edad fue?, ¿a los siete, quizá ocho? Da igual, qué mierda importa, lo que importa es lo que pasó después. Déjame adivinar. Te volviste une pendejita cuando te fuiste de casa y al bastardo ese al que pariste seguro no le dijiste nada. Seguro ni siquiera sabe lo que haces con la concha por las noches. Seguro es hijo del perverso de su abuelo, no tengo dudas, y a lo mejor hasta también te salió retrasado el pobre miserable, futuro delincuente... Y es un poco como tú, ¿no niña?

 

¿O crees que no sé lo que llevas oculto en esa horrenda carterita de flores? ¿Me crees huevón? ¿Otro cojudito más al que puedes cagar? ¿Piensas que no sé de lo que eres capaz? ¿Crees que no sé lo que harías si pudieras moverte? Debiste pensar eso antes, niña, cuando me viste llegar pero no... ¿Sabes por qué? Por cojuda, por acomplejada, por ambiciosa, por puta y, sin ir más lejos, por chola... Tú dijiste el auto bonito, mis ojos azules, el señor buena gente. Tú viste guita, niña, viste billete y pensaste que los blancos en el Perú no hacen estas cosas. Y eso que era una verdad evidente para ti, eso que era un ‘axioma’ y te lo enseñó tu dolor, ya no es del todo cierto ahora que amanece y salimos de la autopista y estaciono en medio de esta nada que nos envuelve y empiezo en silencio a orar por ti, niña, escúchame, presta mucha atención, todavía queda un poquito de tiempo. Deja ya de temblar. No tengas miedo. Lo que llega de estas manos piadosas será menos doloroso. Ya te he dicho que hoy tuviste suerte. No le des más vueltas al asunto: acéptalo y agradece...

Escrito en Lecturas Turia por Diego Trelles Paz

17 de abril de 2020

Mujeres de América, mujeres de Manhattan, mujeres de Arizona, mujeres de Missouri, mujeres en Alaska, mujeres de Florida, mujeres de Alburquerque, de Chicago, de los Ángeles, mujeres de Vermont; son buenos tiempos, sí, para la épica. Son buenos, muy buenos tiempos ya. Porque es vuestro momento whitmaniano. Sin miedo sin pavor sin grilletes traídos de casa de papá sin cadenas de amor sin deudas ancestrales sin carritos de compra adosados al talle sin líquenes de lástimas sin tacones debidos la voz a mí debida- la voz a mí de vida. Hora en punto de cabalgar en larga expedición hacia un oeste intacto hacia el oeste que da al lejano oeste que da al mítico océano que da a los horizontes que da a la libertad que da a la proa altiva que cabalga las olas galopantes que da vueltas al mundo al universo que procrea submundos y satélites y lunas mutadoras como las fantasías que se anhelan cuando hay amor de mundos liberados amor que arranca pálpito y verdades de las fosas ignotas de las fosas copiosas de sirenas del plancton de los sueños de estrellas  de tritones de yeguas exultantes que surgirán del mar como pegasos verdes femeninos, libertad que da proa vigorosa y cortante hacia las cuevas mojadas donde la vida anhela renombrarse redecirse morir nunca desangrada degollada ante dioses iracundos la vida pide épica oh mujeres de América la épica de Frida galopando la épica de Emily alada como Ícaro la épica de Sontag la épica de Sylvia que desea volver y aspirar el olor de los campos inmensos sin deudas de amor viejo sin deudas extraídas de lápidas de viejas mecedoras ni de biblias de hojosas telarañas. Como yeguas aladas como centauras como arquitectas que deslaberintizan los confusos huertos abandonados tras las casas.

El tiempo es noble y vuestro, los relojes marcan para vosotras las horas vehementes del destino: es hora de vivir y de andamiar los sueños secundarios en los viejos programas, es hora de bajar la vía láctea a iluminar las calles de portal a portal, es hora de invitar a instalarse a la luz definitivamente en vuestros cuerpos y bocas y palabras.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Aurora Luque

17 de abril de 2020

 

Curiosamente, en la muy interesante entrevista que para el número 803 (noviembre 2013) de la revista Ínsula mantuvieron dos profesores de instituto catalanes, Teresa Barjau y Joaquím Parellada, con Rafael Chirbes, éste se deja dar la vuelta como un calcetín, y habla con detalle de vida y literatura, de libros escritos y de lecturas, pasando de puntillas, como sin darle importancia, a hechos iniciales de su actividad literaria, el crítico literario que fue, su trabajo en librerías y ferias del libro, sus primeros rechazos literarios, esa novela anterior a Mimoum, su primer libro que le publicó Anagrama –algo habría hecho su gran amiga Carmen Martín Gaite-, una novela breve, para lo que acostumbra, que sitúa en Marruecos, donde vivió un tiempo como profesor, y que yo reseñé en su momento: acaso en la revista Cambio 16, pudo ser (lo que sí sé es que en las solapas de sus libros hasta hace poco aparecía a veces con la contundencia que utilizan los editores para estas “campañas publicitarias de animación a la lectura y a ese autor en cuestión”, un par de palabras mías, laudatorias, de aquella reseña, que por alguna carpeta de papeles propios tendré).

Lo cierto es que en los tiempos de la Santa Transición, en revistas libertarias –aquellos años- como Ozono o en la jesuítica Reseña (el adjetivo precisa pero no (des)califica: fue una estupenda revista cultural de entonces, donde había gente muy valiosa en la parte de reseñas de libros, que es lo que ahora me importa, lo mismo podría decirse del cine, al que los jesuitas siempre han sido tan aficionados, o del teatro: en libros, entre otros Francisco Solano y, desde luego, el nunca olvidado Santos Alonso, de cuya muerte en 2012 se hace eco en la entrevista citada Chirbes; y otros), Rafael Chirbes se hizo notar por la independencia y el rigor con que enjuiciaba sus reseñas, nada complacientes ni superficiales, habiendo adquirido, entonces, una justa fama de acerado crítico. O yo así lo recuerdo, al menos. Acerado y temible, en muchas ocasiones. Críticas que no ha recogido nunca en libro, como sí ha hecho con sus acercamientos a escritores que son de su agrado –empezando por nuestro común Max Aub-, y que originados para conferencias, que prefiere escribir para leerlas (y no improvisarlas, por tanto), o para encargos periodísticos ha ido recogiendo en algunos libros.

Pero a mí me toca hablar, en este número de Turia, de otra actividad que en Chirbes siempre me ha interesado mucho (su importante obra narrativa queda aparte: mi aprecio por sus novelas, como el valor a los militares en la frase hecha, se supone: como miembro del Premio de la Crítica he tenido la suerte de colaborar en darle el galardón en dos ocasiones por sus dos últimas novelas, aquellas por las que, quizás, estemos ahora hablando del Chirbes que es hoy en la narrativa española contemporánea; un Chirbes, desde luego, que no está tan alejado del narrador anterior, pero los parabienes empezaron, quizás, con Crematorio).

Me refiero al periodista de viaje, o si se prefiere (en mi caso así es) al escritor de viajes. Hubo a finales de los ochenta y hasta bien entrados los noventa, una revista de viajes, de vinos, de gastronomía y de literatura, soporte en papel de un club de selección de vinos: estuve abonado entonces, y me leía la revista, y me bebía los vinos del mes, y en ocasiones las viandas regionales ofrecidas: son buenos recuerdos aquellos, los de la mezcla de licores, viandas y literatura (estaban también Constantino Bértolo y Manuel Rodríguez Rivero, y otros que no recuerdo, pues apelando a la memoria me excuso de otros olvidos y saboreo o paladeo el momento: cada mes escribía un narrador un texto literario, e incluso uno mismo, y perdón por meterme en el extenso paréntesis, hizo un sobrio recuento de cómo se comía entonces, en pleno auge de la narrativa española actual, la de esos años primorosos, en algunas de las novelas de Pombo, Millás, Soledad Puértolas, y otros nombres del firmamento aquel: en las novelas españolas de entonces, y cierro, sí, cierro, se comía muy poco, había muy pocas descripciones de comidas o de cenas, al contrario, es sabido, de las series televisivas españolas donde se desayuna mucho, aunque solo se le dé un sorbo al vaso repleto de zumo de naranja, ¿lo han notado, no? Cierro).

La revista se llamaba Sobremesa y en ella Rafael Chirbes, en lo que uno considera no un forzoso ganapán, escribir de encargo, sino una suerte de iniciación a la escritura, de empezar a ser el escritor que ha llegado a ser, y que entonces ya apuntaba –también en esos encargos-, fue publicando numerosos y espléndidos reportajes o artículos de viajes, donde en una suerte de geografía de la memoria Chirbes iba contando lo que veía, lo que había leído y lo que aquello le evocaba, porque el viajero, como se etiquetaba para pasar desapercibido, para integrarse en el paisaje, nunca dejaba a un lado los temas, la ideología, sus gustos literarios, todo lo que ha ido conformando su obra narrativa. Sus aprecios, sus intereses, sus inquietudes, sus (acaso) obsesiones.

En su momento, mes a mes, en la revista Sobremesa leí aquellos relatos de viajes, de China a París, de lejos a cerca (Valencia: los paisajes de su infancia, los olores, los sabores de su niñez, y también sus sinsabores), los fui leyendo, muchos de ellos, casi todos, y los fui dejando inevitablemente orillados en mi propia memoria. Y fue entonces, en la primavera del 14 (es importante no sé bien para qué fechar las cosas), cuando el director de Turia, Raúl Maicas, acertó con el encargo: que me ocupara del Rafael Chirbes viajero nada sedentario (aunque ahora lo parezca varado en la tierra valenciana de su niñez, en aquel paisaje que protagonizan ahora sus novelas: ¿no son Crematorio y En la orilla un viaje al pasado reciente, al de la corrupción, al de la destrucción urbanística, al de la guerra y sus consecuencias mal enterradas? ¿No son sus otras novelas viajes sin retorno al tiempo de la transición, a los estertores de un tardofranquismo que alargó su agonía mucho más allá que la agonía real del Caudillo? ¿No es un viaje peligroso o audaz el que hizo en esas novelas del espejismo del 92 del pasado siglo? ¿No es siempre Chirbes escritor, un viajero permanentemente alerta, que no renuncia a ver, anotar y a contarlo después?).

Ese viajero, que reunió buena parte de esos relatos de viaje de la revista Sobremesa en dos libros (también en Anagrama): El viajero sedentario. Ciudades (2004) y Mediterráneos (2008); dos libros, debo confesarlo, que aguardaban a ser leídos, en formato libro, adquiriendo sentido en su conjunto (tiene razón Chirbes: en libro tienen otro sabor aquellos viajes de revista, saben de forma diferente: ganan al ser agrupados y más o menos maquillados para la ocasión), aguardaban, en mi biblioteca, digo, a que Raúl Maicas encargándome este texto me los hiciera desempolvar.

Y así ha sido.

Vayamos por partes. El libro más extenso es El viajero sedentario, subtitulado Ciudades. Efectivamente, reúne allí Chirbes algo más de cuarenta paisajes urbanos, unos agrupados geográficamente y otros por afinidades. Un conjunto será el de las ciudades orientales, comenzando en China, con Pekín y otras tres más, incluyendo Hong Kong para pasar luego a Bangkok y Sidney. Luego América, Canadá, México y Colombia (nada más). Dos ciudades nórdicas europeas (el resto del libro es Europa, con la excepción marroquí: no sé si fue una razón presupuestaria o una manifestación de eurocentrismo): Oslo y (entonces) Leningrado. Además los puertos hanseáticos, de Amberes a Hamburgo. Francia, claro, la de “el mal francés”, donde se muestra el viajero muy cómodo: un puñado de ciudades, elegidas al azar; me llama la atención especialmente el hermoso relato de Estrasburgo, y tres conseguidísimas miradas fragmentadas de otros tantos paisajes urbanísticos de París –París no cabe en una sola entrega, lo sabe cualquiera-. Acaso llevado por sus conocidos gustos literarios por la Mitteleuropa, aquí está un puñado de ciudades alemanas, austriacas, suizas y polacas: lo mejor de la casa (Berlín, no, Dresde, sí). No olvida la balsa ibérica de Saramago, por un lado Coimbra, Lisboa y Évora, por el otro lado, Madrid (pero solo ese gran Canal seco otrora navegable, en la invención de Rafael Reig en una de sus novelas y que es el eje de la Castellana), Salamanca, petrificada, la Ciudad Vieja de Barcelona y, claro está Valencia, “la malquerida” (de una y otra forma, el viajero esté donde esté,  en esta geografía de memoria hecha papel, siempre tiene una mirada hacia atrás hacia ese paisaje urbano de su infancia, esa mirada de niñez).

El viaje de papel prosigue por Italia, se asoma –el autor de Mimoum- a Marruecos y acaba, el viajero sedentario, en Ibiza, viendo ese mar color de vino, que diría Leonardo Sciascia, y que antes de todos lo dijo el autor de La Ilíada, pongamos que hablamos de Homero. Viendo desde una terraza lo que es –o en lo que se ha convertido- Ibiza y a lo lejos, en el horizonte, bañados todos por el mismo mar color de vino, lo que es su paisaje levantino, la tierra de su niñez.

Ese mar color de vino, esos mediterráneos, que acuden a estas páginas de Mediterráneos, un puñado de reportajes viajeros que no son muy diferentes de los del libro anterior pero que en este caso están atrapados por este viejo mar de culturas y de civilizaciones y que es un homenaje, con texto previo, a ese viejo libro que los universitarios de la generación de Chirbes –y antes y después- leíamos en los años de entonces: El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, del historiador francés Fernand Braudel, del que toma prestado, porque le viene como anillo al dedo, este párrafo: “Pero, por desgracia o por fortuna, nuestro oficio no tiene ese margen de admirable agilidad de la novela. El lector que desee abordar este libro como a mí me gustaría que lo abordase, hará bien en aportar a él sus propios recuerdos, sus visiones precisas del mar Interior, coloreando mi texto con sus propias tintas y ayudándome activamente a recrear esta vasta presencia”.

Ya digo, como anillo al dedo. Entiendo muy bien que a Chirbes le guste esta idea, pues quizás en este estupendo Mediterráneos Chirbes, sin dejar de ser el viajero, el periodista gastronómico que es, que fue –entonces: cuando escribió estos textos para la revista Sobremesa-, es más que nunca el escritor que –entonces- empezaba a ser y que es hoy. En los dos libros, no obstante, es viajero, narrador y protagonista, uno u otro le ponen el adjetivo feliz, la metáfora conseguida –ese río de bicicletas silenciosas, iluminadas por el sol que da paso a la calima, en el texto de Pekín, prefiere todavía, años noventa, escribir-, y uno u otro lo ve, disfruta de lo que ve –Chirbes es un viajero muy atento, que observa sin aspavientos, que reflexiona- y lo anota. El viajero, en uno u otro libro, compara, superpone lo que ve, lo que anota, con lo que vio, anotó, en otros viajes, en otros momentos de su vida, que en ocasiones, en más de una, desembocan en su niñez, ya está repetido. En los dos libros, en instantes diferentes, en ciudades diferentes, el viajero anota en su cuaderno, y este lector –viajero de sillón forzoso- anota a su vez: “el viajero infectado de melancolía”, “el virus de la melancolía”.

El viajero siempre tiene una mirada crítica, observa pausadamente lo que ve, pero no se deja engañar por falsos cantos de sirenas, esté en el viejo Mediterráneo o en otros mares más lejanos: observa bien el mundo que le rodea, lo que la historia aporta, lo que la historia esconde, lo que fuimos, a lo que hemos llegado. Unos, otros, hunos, otros. Se acaba de marchar de Amberes, ese emporio comercial, marítimo, ese burgo cargado de historia y anota: “una bella metáfora de la historia del capitalismo”. Pues eso.

Ya se ha insistido también en esta otra idea. El viaje que ha emprendido, del que apunta las cosas que le van a servir para el reportaje, en más de un ocasión le lleva a otros viajes, a otros recuerdos, a otras edades y es que -anota igualmente- “las ciudades recién conocidas avivan los recuerdos de las que se conocieron tiempo atrás”. Y los libros que se leyeron en otro momento, y el niño que fue, y que se fue. En esto insiste, sí: en Mediterráneos comienza en Creta y en Estambul (Estambul deslumbrante, y deslumbrante el texto), aquí en esta ciudad de cambiante nombre, de acumulación de civilizaciones se encuentra con un viejo restaurante demodé y con la dueña, viuda de un ruso blanco: solo unas pinceladas, unas líneas, pero daría para relato cosmopolita (no será, no, el estilo de Chirbes, pero el lector gusta de aparentar ser caprichoso). En Estambul, en un bazar le hacen ver, ante el paisaje de ensueño de las especias, que ya no existen las antiguas rutas de las especias, que ahora todo viene por el mismo sitio y en contenedor. Y al viajero le sienta como un tiro que se lo cuenten, que se le rompa el sueño de niño aventurero que todo viajero debe conservar. Desde la orilla de Génova, el viajero cree que el Mediterráneo es un mar agonizante que ya no es corazón de casi nada. Y eso que él, infectado del virus de la melancolía, el que aqueja a ciertos viajeros, en todas estas páginas no ha renunciado al consejo del historiador Braudel, ha coloreado este mar de color vino con sus propias tintas, y el resultado es excelente, sea el Mediterráneo u otros mares más lejanos, otras ciudades. Ahora pienso que prácticamente todas las páginas están atravesadas por el mar, sea el que sea, por uno o dos ríos, sean los que sean. Siempre el agua. Incluso cuando visita Lyon (quién no ha pasado alguna vez por Lyon, pero quién realmente ha ido ex profeso a Lyon, pregunta sin malicia, sino para situar a la ciudad en su geografía). Una ciudad que tiene, descubre -¿descubre?-, no un río, sino dos.

Escrito en Lecturas Turia por Javier Goñi

8 de abril de 2020

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

Escrito en La Torre de Babel Turia por Ana Rodríguez Fischer

Marta Sanz es capaz de hablar de su propia escritura desde una posición teórica, como si ejerciera de crítica literaria de sí misma. Su capacidad de autoexploración, de autoconocimiento, es sorprendente y no habitual. En ella se percibe un don especial para leer a los demás y para leerse en el más amplio sentido. Nada escapa a la mirada de esta mujer de constitución liviana, vivaz, cercana, feminista y de izquierdas. La fragilidad de su apariencia física contrasta con la solidez de sus convicciones. La realidad se cuela por la ventana de su habitación propia cada día. En un retrato apresurado no puede faltar la mención a un sentido de la colectividad muy acusado, a una imperiosa necesidad de apresar con el lenguaje los movimientos del presente.

Lentamente, sin hacer grandes aspavientos, pero con paso perseverante, seguro, Sanz (Madrid, 1967) ha ido levantando una obra capaz de contar historias muy diferentes entre sí, pero que entablan intensos diálogos y comparten coordenadas. La poesía, el ensayo y la narrativa confluyen en una trayectoria fértil donde asoman títulos como La lección de anatomía, Daniela Astor y la caja negra, Farándula y Clavícula, entre otros. Su última publicación hasta el momento es Monstruas y centauras, un ensayo donde reflexiona sobre cuestiones cercanas a la última oleada feminista, la surgida en torno al Me too. Y está a punto de llegar a las librerías una nueva novela, Pequeñas mujeres rojas, en cuyas páginas entra el discurso retrógrado de la ultraderecha sobre las mujeres y la memoria histórica. Marta Sanz no necesita tomar una larga distancia para contar lo que quiere contar. Su literatura corre en paralelo a lo que observa, a lo que vive, a lo que intuye que se avecina.

Cuando se le plantea si para ella la escritura es una necesidad la respuesta es un sí rotundo. “Yo no sé lo que es la página en blanco y tengo unas ganas constantes de contar cosas. Esto probablemente es así porque siempre tengo las ventanas abiertas; porque siempre miro hacia el patio de luces; porque siempre observo dentro y fuera y quiero establecer el vínculo que une lo de dentro con lo de fuera”, argumenta con pasión. “Probablemente es así porque siempre estoy dándole vueltas a los libros que ya escribí y a cómo se me han quedado hilos pendientes de los que tirar, tramas tangenciales que hacen que unos puedan dialogar con los otros”, prosigue.

La inquietud permanente define a la escritora. Perfeccionista y meticulosa, disfruta buscando diferentes maneras de narrar, experimentando con el estilo una y otra vez. Cuesta entender cómo esta mujer encuentra el tiempo para sumergirse en la escritura entre sus múltiples ocupaciones: talleres en la Escuela de Escritores de Madrid; colaboraciones de prensa; asistencia a clubes de lectura y a institutos; giras promocionales... En más de una ocasión ha confesado sentirse una trabajadora autónoma sobreexplotada por las condiciones de precariedad de la cultura. Lo asume y dice estar encantada con todos los trabajos asociados a su oficio que le permiten desarrollarlo y que son síntoma de la aceptación de su papel en la comunidad. No le resulta fácil encontrar los espacios para sentarse a escribir, lo reconoce. Pero lo consigue. Sus publicaciones son la mejor prueba de que lo hace.


“Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.

 

Por eso me atrevo a preguntarle cuántas horas duerme, pensando que tal vez ahí esté el secreto. He aquí su respuesta: “Procuro dormir siete y debo decir que padezco de insomnio. Pero esos insomnios no los utilizo para escribir, los utilizo para procurar relajarme, porque soy muy consciente de que el cuerpo y la mente deben descansar. ¿Secretos? Tengo la suerte de ser una mujer a la que el tiempo le cunde muchísimo. Debe ser que un hada madrina me ha dado ese don con su varita mágica. Y lo más importante: Siempre he tenido muy claro que si quería desarrollar una obra literaria necesitaba persistencia, disciplina y muchísima voluntad”.


- ¿Dónde surgió esa energía, ese tesón, tal vez en la infancia? En La lección de anatomía asoman las distintas edades de Marta Sanz. Se ve a la niña, a la joven, a la mujer madura. ¿Cómo eras de niña? ¿Cómo te recuerdas? En la novela hablas de los cines de verano, a los que ibas con tu tía, de profesoras castrantes...

- Bueno, pues te puedo contar, como anécdota curiosa, que un amigo de mis padres, Alfredo Castellón, que fue realizador de televisión y también escribía cuentos, cuando me conoció de pequeña, les dijo a mis padres: “esta niña está endemoniada” (risas). Lo dijo con cariño, refiriéndose a ese nervio o esa manera de ver las cosas que no era común en alguien de mi edad. Siempre fui una niña bastante precoz y esto tenía que ver con mis padres. Ambos, tanto él como ella, eran dos personas involucradas en todo lo que tiene que ver con la cultura y con la política. Los dos eran muy buenos lectores y tenían un carácter muy festivo. Yo viví en una casa en la que las puertas estaban abiertas para todo el mundo, en la que entraba y salía mucha gente. Tenía la suerte de estar en contacto con muchos adultos curiosos y divertidos. Y creo que eso me marcó de dos maneras diferentes. Por una parte me hizo ser permeable a todo ello sin darme cuenta y por la otra me despertó una cierta agresividad, porque lo que yo quería era ser normal. Quería ser una niña completamente normal.

 

“Soy la mujer que soy porque me formé en la escuela pública”

 

- En tus libros más biográficos haces referencia también a los cambios de ciudad, de residencia.

- Sí. Eso fue importante y tiene que ver con la sensación de la que hablaba de sentirme diferente a los otros niños y niñas y con un cierto desarraigo. Mis primeros años los viví en Madrid. A los tres años y medio, cuatro, nos fuimos a Benidorm y en mi adolescencia regresamos a Madrid. Ese desarraigo está muy presente, pero también hay otras cosas muy positivas, como el haber asistido a la escuela pública. Es una circunstancia a la que estoy muy agradecida. Creo que soy la mujer que soy porque me formé ahí, sin ningún tipo de privilegio, dentro de esa especie de buena medianía que se busca en las escuelas públicas.

 

- Hablas de la singularidad de tus padres. ¿A qué se dedicaban?

- Mi padre empezó su vida laboral como sociólogo urbanista. Luego se ha dedicado casi toda su vida a la política, como diputado en la Asamblea de Madrid por Izquierda Unida. Pero su condición de sociólogo fue lo que nos llevó a Benidorm. De hecho nos trasladamos allí de la mano de otro sociólogo muy famoso, Mario Gaviria, que acaba de morir. Fue justo en la época en que la ciudad estaba creciendo a marchas forzadas y se necesitaban estudios para regular su estructura, su retícula. Lo que ocurrió es que fuimos allí pensando que mi padre iba a hacer un trabajo de tres meses y el trabajo se prolongó ocho o nueve años. Fue un cambio de vida radical. En cuanto a mi madre, era ATS y asistenta social y formó parte de la primera promoción de fisioterapeutas en España. A lo mejor por eso, por su influencia, yo tengo esa conciencia del cuerpo tan grande y he escrito tanto sobre ello. Mi madre renunció a su carrera, en la que le iba maravillosamente bien, para que nos fuéramos juntos a Benidorm, para criarme a mí y para estar con mi padre. Y yo creo que esa renuncia también marcó mi manera de interpretar la vida y las relaciones. De alguna forma eso también se ha quedado dentro de mí.

 

“Siempre tuve la sensación de vivir en comunidad”

 

- Supongo que la condición de hija única también ha sido decisiva.

- Sí, pero una hija única bastante peculiar, porque, como te decía antes, mi casa siempre estaba llena de gente. Y no solo adultos, también había niños, primos, primas. Yo soy la mayor de todos los menores de mi familia. Por eso no tengo la impresión de ser una niña solitaria, sin amistades. Y en la escuela siempre me integré muy bien y tenía muchas amigas. No he tenido el síndrome, si es que eso existe, de la hija única, y del mismo modo tampoco he echado nunca de menos hermanos y hermanas, porque siempre tuve la sensación de vivir en comunidad.

 

- ¿Tenías una leonera donde refugiarte, como la protagonista de Daniela Astor y la caja negra?

- Sí, tenía una leonera donde refugiarme, pero fue antes de ir a Benidorm. Era en la época en la que vivíamos aún en Madrid y en la que mi madre iba a tratar, como cuento en La lección de anatomía, a niños y niñas con parálisis cerebral y otro tipo de enfermedades. Me dejaba al cuidado de mi abuela paterna en una casa de la que guardo recuerdos magníficos. Estaba en la calle de Gutenberg, en la zona de la Avenida Ciudad de Barcelona, y tenía un balcón donde me recuerdo corriendo. Entonces tenía la sensación de que el balcón era inmenso, pero para nada... Lo que pasa es que yo era muy pequeña. En ese piso había una habitación donde mi abuela me dejaba jugar y tirar todos los juguetes al suelo. Me decía: “alá, ya estás en la leonera” y eso era maravilloso.

 

“Fui una niña curiosa. Para mí escribir fue una forma de jugar”

 

- ¿También fuiste precoz literariamente? ¿Empezaste a escribir pronto?

- No. Fui una niña curiosa. Me gustaba bailar, dibujar y escribía para divertirme. Tenía conciencia, probablemente, de que manejaba el lenguaje mejor que otras niñas de mi edad, pero, como cuento en La lección de anatomía, lo que yo quería era ser cajera de supermercado, ladrona, bailarina... De pequeña jugaba con las palabras, me gustaba su sonido, entendía lo que es su sentido lúdico y memorizaba para los exámenes escribiendo determinados temas. Es verdad que mi madre tiene poemas guardados míos muy tempranos, pero creo que eran una forma de practicar la escritura casi mimética, imitando lo que veía en mi casa. Mi padre tenía cuadernitos Moleskine donde tomaba sus notas (siempre ha escrito sus poemas y le gustaba pintar cuadros). Y mi madre leía mucho y comentaba las lecturas. En Benidorm los dos formaban parte de un club de teatro amateur. Como te decía era una casa culturalmente muy viva y yo intentaba reflejar todo eso en lo que hacía. Para mí escribir era una forma de jugar. Recuerdo poemas que se titulaban Valentina tienes nombre de traidora y cosas mucho peores... Y también que me encantaban las redacciones del colegio. No me sentía nada castigada cuando llegaba el mes de septiembre y nos decían que escribiéramos un texto sobre las vacaciones. Eso me parecía lo mejor del mundo. Ya en la época del instituto no había cosa que me hiciera más feliz que hacer un comentario de texto y a poder ser de un texto barroco, abigarrado, del que yo pudiera sacar todas las figuras retóricas como quien disecciona un cuerpo y ve el hígado. Fue justo después, con las primeras relaciones sentimentales, cuando empezaron los poemas amorosos. Pero la idea de convertirme en escritora fue algo muy posterior. Y para eso fue muy importante el paso por la Escuela de Letras de Madrid, que se produjo cuando acababa de finalizar la carrera de Filología. Hasta entonces era una lectora y no escribía mucho más allá de esos típicos y malditos poemas de amor para purgar lo que ahora se llaman las relaciones tóxicas.

 

“En la Escuela de Letras empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos”

 

- Recordemos un poco esa etapa en la Escuela de Letras.

- Fue allí donde tomé verdadera conciencia de que escribir no es escribir bonito, de que las cosas que sistemáticamente a mí me habían gustado conectaban con una especie de conciencia kitsch de lo que puede ser la literatura o el arte. Ahí fue donde creo que empecé a forjar mi sentido crítico hacia los textos de los demás y hacia mis propios textos.

 

- ¿Con quiénes te encontraste, qué profesores o compañeros te influyeron especialmente?

- Bueno, fui muy privilegiada porque llegué en los inicios, justo el primer año en el que se montó la Escuela de Letras en Madrid, en una época en la que no había prácticamente este tipo de centros en España. Ahora levantas una piedra y hay 525. Pero aquella fue la primera, o de las primeras, y tuve la suerte de formar parte de un grupo de gente muy heterogéneo. Había personas muy jóvenes y otras de más de 60 años. Había gente con formación literaria y otra sin formación. Hombres y mujeres de Madrid, de Canarias, de todas partes. Era una oportunidad única. Nosotros estábamos experimentando, pero los profesores también. Para ellos era igualmente su primera vez. En el grupo fundacional estaban el escritor Alejandro Gándara, Juan Carlos Suñén, que era poeta, y Constantino Bértolo, que ejercía como editor. Eran los tres socios fundadores. Y luego había profesores invitados que venían a darnos lecciones sobre diferentes temas. Juan José Millás daba cursos de relato breve; José María Guelbenzu hablaba de poesía y también nos daba clases Rosa Montero. Los viernes teníamos invitados que impartían una especie de conferencia magistral. Normalmente eran escritores y escritoras muy escépticos respecto a las posibilidades de aprender a escribir. No puedo olvidar a Álvaro Pombo, que nos echó una diatriba crítica tan terrible que nos dieron a todos ganas de desmatricularnos en ese mismo instante. Y tampoco la suerte de asistir a una conversación entre Juan Benet y García Hortelano, que fue todo un lujo. Entre los momentos más destacables, recuerdo una charla sobre poesía de Clara Janés. Nos dejó a todos hipnotizados, en trance. Por ella como poeta, por su personalidad y su manera de leer, y también porque nos habló de poetas de los que no teníamos ni idea. Nos abrió un mundo nuevo y salimos todos de la sala como en estado de semi levitación. La Escuela de Letras fue una experiencia muy bonita. No solamente eran las clases, era lo que había fuera de las clases. Lo que hablábamos cuando nos tomábamos el café de antes de empezar o la cerveza cuando salíamos; las fiestas a las que íbamos, las discusiones, los vínculos que se establecieron. Fue una época absolutamente maravillosa de mi vida, en la que aprendí muchísimo y por la que nunca dejaré de estar agradecida tanto a los compañeros de la escuela como a los docentes.

 

“Es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto”

 

- ¿Tras la experiencia viste claro que querías dedicarte a la escritura?

- Sí. Y también reconozco que me lo pusieron muy fácil. Tras los dos primeros años de docencia, más o menos convencionales, el tercer año en la Escuela de Letras era el año de proyectos. Y en ese año yo empecé a escribir una novela de desamor, muy vinculada con mi experiencia personal, que se titulaba El frío. Mi tutor era Constantino Bértolo y mientras iba leyendo me dijo que me la iba a publicar en una colección de nuevos narradores en Debate, lo que luego pasó a ser Caballo de Troya. Tuve la inmensa suerte de estar escribiendo un libro que sabía que iba a ser publicado y eso marcó para mí una relación muy especial con Constantino Bértolo, que era al mismo tiempo mi editor y mi profesor. Es algo muy raro y en mi aprendizaje del oficio de escribir fue estupendo, aunque posteriormente tuvo su contrapartida. Siempre fui buscando ese tipo de conexión y es muy difícil encontrar a un editor que se implique realmente con el texto, más allá de decirte si encaja o no con su línea editorial. Solamente lo recuperé al aterrizar en Anagrama, cuando conocí a Jorge Herralde y ahora a Silvia Sesé, que es una mujer muy comprometida con los libros que publica.

 

- ¿Cómo surgió El frío? ¿Cómo fue el proceso de escritura de esa primera novela?

- Pues al mismo tiempo muy emocional y muy intelectual. Por una parte El frío es un libro que salió de lo más profundo de mi tripa, de la necesidad que tenía de curarme de un amor muy desgraciado y poner orden en el dolor. Y, por otra parte, como alumna que era de la Escuela de Letras, estaba en un momento en el que tendía a intelectualizar todo lo que tenía que ver con los procesos constructivos de la literatura. Esa mezcla define este artefacto narrativo en el que una voz rebota en otra voz que es extremadamente distinta. Cuando alguien lee esta novela se da cuenta de que hay algo que puede emocionarle, algo muy auténtico, muy de verdad, pero que está encerrado en una especie de caja, en una estructura narrativa muy sólida, pensada milimétricamente. Más adelante, en otros libros, consigo que esa simbiosis que tiene que existir entre lo emocional y lo conceptual, se logre de una manera más orgánica, más natural.

 

“Somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida”

 

- Aquí hablas de un amor enfermizo, obsesivo, posesivo. El tema del amor vuelve a aparecer en Amor fou, que se puede entender como una prolongación. Como si se te hubieran quedado muchas cosas sin decir, sin tratar, o como si tu propia evolución te hubiese mostrado la otra cara del asunto. En realidad todos los libros de Marta Sanz se combinan unos con otros, por parejas, por tríos.

- Sí. Yo creo que todos los libros que he escrito se comunican unos con otros y que en ese sentido podemos hablar de una especie de orfeón donostiarra, o de donde sea. Pero sí creo que tienes toda la razón en que hay textos que dialogan más de tú a tú y en el caso de estas dos novelas es evidente. En El frío había una especie de necesidad de reflejar esa idea vampírica y posesiva del amor. Es algo que tiene mucho que ver con el concepto romántico del amor como sufrimiento; con el aprendizaje del amor a través de las fuentes culturales, que visto desde una mirada ya más feminista ha resultado devastador para muchas mujeres. En esta novela se muestra que somos las propias mujeres las que tenemos el deseo de amar y ser amadas de una manera que algunas veces acaba con nuestra vida. Cuando la escribí, en el año 1995, tenía esa intuición. Y lo que me parece más interesante de ella es que aprendí algo esencial mientras la desarrollaba. Aprendí que la responsable de mis temores no tenía nada que ver con el chico que me dejó, sino que era yo misma. Era yo la que estaba pidiendo y exigiendo esas ataduras y esa posesión enfermiza en la que había sido educada.

 

“Las mujeres estamos deconstruyendo toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil”

 

- Amor fou es todo lo contrario, la superación de esa idea romántica y la reivindicación del amor basado en la complicidad y la igualdad de los dos miembros de la pareja.

- Sí. Podríamos decir que en Amor fou hay un intento de dibujar lo que sería el buen amor, no el buen amor desde el punto de vista del Arcipreste de Hita, sino en el sentido del compañerismo, del entenderse, de ser capaces de forjar un proyecto de vida común, una relación en la que tú de verdad te comprometas con el otro sin miedo, sabiendo que es alguien que te va a proteger sin invadirte. El frío y Amor fou son dos textos que dialogan en torno al amor, sí. Y también se puede incluir un poemario, Cíngulo y estrella. Es un cancionero donde lo que pretendo es desdecir los tópicos de esa ideología amorosa que nos ha hecho tantísimo daño desde Petrarca. Se trata de contraponerla a una ideología amorosa que tiene que ver con la cotidianidad: con el café que nos tomamos juntos, con hacer la compra, ver la televisión o leer juntos un párrafo de un libro... En fin, todas esas cosas anti románticas. Todo esto también tiene que ver con el hecho de que las mujeres estamos deconstruyendo, por utilizar la palabra más pedante, pero probablemente la más exacta, toda una antropología de lo que tienen que ser las relaciones sentimentales, el amor, los cuidados. Y no es una tarea fácil. Ya he contado muchas veces que yo siempre quise ser la musa, la vampiresa, la mujer fatal. Ser colocada en un altar para que un hombre me adorara me pareció durante un tiempo algo admirable, hasta que me di cuenta de que lo que tenía que hacer era tomar las riendas de mi propia vida, convertirme en sujeto de mis propias narraciones.

 

- Bueno, aquí hay algo que está muy presente en tus libros, el hecho de que ha sido la mirada masculina la que ha forjado la imagen, la identidad y los deseos de la mujer durante muchísimo tiempo.

- Sí, por supuesto. Es algo que forma parte de nosotras y de lo que tenemos que ser conscientes, con inteligencia y sensibilidad. Hay una frase de Adrienne Rich que dice: “es el lenguaje del opresor, pero lo necesito para hablarte”. Pues sí, resulta que el lenguaje del opresor es mi lenguaje y forma parte de mí. Y ante esto lo que toca es tener la suficiente conciencia crítica para saber cuáles de esas miradas nos hacen mal y cuáles podemos rentabilizar y reconvertir, complementándolas con visiones que han sido silenciadas, obviadas y pisoteadas a lo largo del tiempo, evidentemente las de las mujeres, que han sido permanentemente extirpadas del canon, porque lo universal siempre fue lo masculino.

 

- Lo que resulta llamativo es que a día de hoy estas miradas siguen presentes en las generaciones más jóvenes. Por una parte está la última oleada del movimiento feminista, que es muy potente y esperanzadora, y por la otra, hay movimientos conservadores, de reacción al cambio, muy evidentes.

- Bueno, esto es verdad, pero yo quiero quedarme con el lado optimista. El hecho de que haya una reacción tan beligerante ante la última ola feminista tiene que ver con el miedo a asumir cambios. Lo veo muchas veces cuando voy a dar charlas a institutos, por parte de mujeres y también de chavales jóvenes, que sienten que les están quitando un lugar que les correspondía por derecho. Ellos no se dan cuenta de que ese lugar es un privilegio histórico que ahora hay que cuestionar. En mi opinión es de ahí de donde parten esas reacciones tan encendidas y tan beligerantes. Son un indicador de que verdaderamente la mirada feminista tiene la posibilidad de cerrar todas las brechas de desigualdad. Eso está calando y hay gente que lógicamente tiene miedo. Yo quiero verlo así, aunque también sé que esa posición nos coloca a las mujeres feministas en el centro de una diana que es muy peligrosa.

 

“La violencia contra el cuerpo de las mujeres está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente”

 

- Las cifras de violencia de género no son nada alentadoras, ni la aparición de partidos de extrema derecha absolutamente retrógrados.

- Sí, pero, en cualquier caso, hay una cosa a la que me refiero en Monstruas y centauras y en la que me gusta insistir, que tiene mucho que ver con esa presencia constante del cuerpo en mi literatura. Creo que la violencia contra el cuerpo de las mujeres, que se puede ejercer desde un punto de vista sexual tanto dentro como fuera de la casa, y desde un punto de vista físico –te matan, te violan, te agreden– está directamente relacionada con la violencia que se ejerce económicamente contra nuestro cuerpo. Cuando digo esto me estoy refiriendo a las cifras de paro, a la desigualdad, a los techos de cristal... Yo no entiendo una cosa sin la otra. Creo que los feminicidios son un síntoma cultural, un síntoma sociológico de esa violencia económica que se ceba muy especialmente, y desde hace mucho tiempo, sobre el cuerpo de las mujeres. Si no lo entendemos así creo que nos estaremos equivocando.

 

- Como colectivo, como sociedad, no hemos sido capaces de avanzar, de dar ese paso que hay entre El frío y Amor fou. La no superación de esa idea de las relaciones como posesión, como dominio, es muy llamativa.

- No, no hemos sido capaces de avanzar, pero yo vuelvo a querer ser muy optimista, y pienso que el día en que las diferencias de las mujeres no sean desventajas, tanto en el espacio público como en el privado, ese día será cuando las mujeres y los hombres podamos decidir hacer en el ámbito de nuestra intimidad lo que nos dé la gana, sin que nadie pueda interferir. Porque si no has partido de esas desventajas básicas, si no has asumido la sumisión histórica, sí que estarás capacitada para decidir lo que te gusta, y esto lo digo porque en ocasiones al movimiento feminista se le acusa de inquisitorial, de puritano. No, no es puritanismo, no es inquisición. Se trata de que los múltiples géneros seamos verdaderamente iguales y a partir de ahí decidamos si somos partidarias de la violencia en el sexo o si somos partidarias de la castidad o de que nos toquen una oreja. Pero todo ello en condiciones de igualdad.

 

“La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla”

 

- Otros dos libros que dialogan en tu obra son La Lección de anatomía y Clavícula. Ambos son libros con una gran cantidad de elementos autobiográficos y ambos nos llevan a otro tema clave en la narrativa de Marta Sanz: el cuerpo y el dolor. Sueles decir que el cuerpo es un texto en el que quedan marcadas todas las cosas que vivimos.

- Así es. Parto de la reivindicación de la palabra autobiografía frente a autoficción. El pacto que firmo con los lectores y lectoras no es un pacto con la verosimilitud. Es un pacto ambicioso que intenta iluminar la verdad, el conocimiento, a través de las posibles combinaciones del lenguaje. La literatura que me interesa es esa en que la inventiva literaria tiene que ver con cómo se combinan las palabras, no solamente para iluminar la realidad sino para construirla. Tanto en La lección de anatomía como en Clavícula sucede esto y por eso los reivindico como libros autobiográficos, no autoficcionales. En cuanto a la metáfora del cuerpo, me gusta mucho que establezcas ese tándem entre estos dos libros. En La lección de anatomía se activa esa comparación de que el cuerpo es el texto en el que se quedan impresos los momentos de la vida, los vividos y los no vividos, porque las frustraciones también se pueden quedar grabadas en el cuerpo. Mientras que en Clavícula lo que sucede es que el texto es el que funciona como un cuerpo roto. Ambas novelas son como el anverso y el reverso de la misma moneda.

 

- El punto de partida de una y de otra es muy diferente.

- Sí. La lección de anatomía es un texto narrativo más convencional. Empieza en el momento en que a una niña le enseñan a leer las manecillas de un reloj y en el momento del parto de su madre, y acaba en un desnudo integral, en esa etapa en la que, al cumplir 40 años, ya es posible realizar un ejercicio retrospectivo para analizar por qué eres la mujer que eres en función de los relatos cotidianos que han compartido generosamente contigo otras mujeres de tu entorno. Es la construcción de todo el cuerpo a partir del relato. Sin embargo, en Clavícula no hay ese proceso extensivo, sino que es una pieza intensa, una pieza que se concentra en un solo punto de la anatomía que es la clavícula. De alguna manera La lección de anatomía es un libro centrífugo, en el que lo que importa mucho no es la singularidad de una mujer, sino lo que esa mujer tiene en común con todas las mujeres de su generación, con el entorno social, con el entorno político. El escritor Javier Pérez de Andújar me llegó a decir que no era una lección de anatomía sino una lección de geografía e historia. Mientras que en Clavícula hay una especie de ejercicio centrípeto, donde a través de esa concentración desmedida en un dolor que no se entiende afloran todos los miedos, de nuevo sociales, políticos, económicos. Lo que he buscado aquí es indagar en la idea de que yo personalmente, como ser humano, no puedo desvincular mis miedos físicos, psíquicos, sociales y políticos. He dicho ser humano, y debería hablar de mis miedos como mujer; aunque debo reconocer que Clavícula es un libro que ha gustado a muchos hombres. Evidentemente hay cosas que compartimos en esta etapa de capitalismo salvaje en la que nos encontramos.

 

“Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría”

 

- En el libro está la idea del dolor individual como reflejo del dolor colectivo. El dolor físico que sentimos no puede separarse del dolor por todo lo que acontece a nuestro alrededor. Es decir, cuando vemos tanta injusticia eso se refleja en el cuerpo. Y comentamos, por ejemplo: “Me dan ganas de vomitar”. - Esa sensación de que lo físico y lo emocional van de la mano, así como lo individual y lo colectivo, es muy interesante en Clavícula.

- Así es. Una de mis obsesiones siempre ha sido ver cómo se desdibuja el límite entre el dentro y el fuera. No puedo pensar en un texto sin pensar en su contexto. No puedo pensar en un ser humano individual desvinculándolo de las coordenadas del mundo que le ha tocado vivir. Eso está ahí. Esa empatía con el dolor que pueden experimentar otras personas con las que compartes un momento histórico está en mi obra y es muy importante. De algún modo creo que refleja una concepción de la literatura gramsciana. Me explico: yo soy muy pesimista respecto al diagnóstico, respecto a las cosas que pasan. Tiendo a ver la botella medio vacía, porque creo que es la única manera de ponerse en la tesitura de llenarla. Si la ves medio llena eso te conduce a la conformidad, a la complacencia... Esa mirada pesimista está en mí, pero, por otra parte, soy una gran entusiasta del optimismo de la voluntad. Me paso la vida escribiendo libros porque de verdad creo, sinceramente, que la palabra literaria, que los libros, sirven para intervenir en el espacio de lo real, sirven para construir una realidad alternativa y sirven para crear vínculos fuertes con los seres humanos, a los que necesitamos. Tengo una visión muy amorosa, muy fraterna y muy sorora de la palabra escrita. Creo que si no fuera así no escribiría. Si no tuviera esa conciencia comunicativa del relato, si solamente fuera por mi propio ombligo y por mi propia vanidad, no creo que lo hiciera.

 

- Todos tus libros son políticos, de una u otra manera. Frente a los que dicen no saber nada de política, habría que reivindicar también la idea de que la política está en todas partes, en todo lo que hacemos y vivimos...

- Bueno, sí, pero aquí yo quiero hacer un matiz en lo que se refiere a los artefactos culturales. No todos los libros, películas y demás actos creativos son políticos, pero sí ideológicos. Casi siempre pongo el mismo ejemplo: Cuando Harry encontró a Sally. Claramente no es una película política, pero sí fuertemente ideológica. Es evidente que está perpetuando un modelo de relación sentimental y afectiva que, además, está en conformidad con lo que es el sistema y las ideas dominantes. Si la comparamos, por ejemplo, con un trabajo como Z de Kosta Gavras, comprendemos lo que es cine político. Para que haya un artefacto cultural que se pueda calificar de político tiene que haber una intencionalidad de intervenir y de interferir en lo que es el discurso dominante, las frases hechas del poder, la ideología invisible que no vemos porque la tenemos naturalizada. Ahí están los textos políticos.

 

“Me revienta ese estereotipo de la mujer que puede con todo y no se queja por nada”

 

- En Clavícula también resulta muy interesante la defensa de la queja. Tenemos todo el derecho a quejarnos de nuestros dolores, por mínimos que sean, tanto físicos como sociales, pero cada vez es más frecuente escuchar que si vivimos en Occidente somos unos privilegiados, que no deberíamos quejarnos cuando en otros lugares hay tanta gente pasándolo mal.

- Efectivamente. Y en este caso he querido afrontar el derecho a la queja en clave feminista. Desde el punto de vista de género a las mujeres, y eso se dice explícitamente en el libro, siempre se nos suele dibujar en la cultura en polos antagónicos y excluyentes: la madre y esposa y la puta; la mujer fatal y la novia abnegada... Y con la queja pasa lo mismo: o la princesa guisante o la mujer que puede con todo y no se queja por nada y se sacrifica por sus hijos y es callada, modesta y estupenda. A mí ese estereotipo me revienta. Yo no me siento ni una cosa ni otra. Ni la princesa guisante, ni esa mujer que puede con todo y que por lo tanto puede ser sobreexplotada dentro de la casa, fuera de la casa y en el tramo que va de fuera a dentro de la casa. Me parece una cosa terrible.

 

“Las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás”

 

- Cuanta más pobreza y miseria hay alrededor, menos podemos quejarnos. ¿Cómo romper con esa idea que a la larga conduce a la sumisión, al conformismo?

- Exacto. Es muy significativo. Yo he ido a clubes de lectura a hablar de Clavícula y ha habido un cincuenta por ciento de mujeres que se sentían muy identificadas y querían quejarse, mientras que el otro cincuenta por ciento me llamaban pija. “Te quejas por cualquier cosa. Si tú hicieras lo que yo hago...”, me decían. Y yo les contestaba: “Pues precisamente, si yo me quejo por cualquier cosa, como tú dices, es para que tú te puedas quejar. En mi queja te incluyo a ti, que ni siquiera te lo permites”. Debajo del “tú no te quejes, que eres una privilegiada”, que tanto escuchamos, asoma algo estremecedor, el hecho de que las personas que verdaderamente tienen todos los motivos del mundo para quejarse no tienen voz y no podrán quejarse nunca jamás. Por eso en Clavícula está el poema La niña de Manila. Esa inclusión de la materia poemática tiene que ver con el hecho de que yo estoy segura de que esa niña jamás va a tener la oportunidad de abrir la boca y quejarse. Entonces me pongo a mirarla desde ese ojo occidental que se permite ser condescendiente, compasivo, caritativo, y que lo que tendría que hacer es intentar actuar políticamente para que no haya jamás en la vida niñas así. Y volviendo a la pregunta, creo que ya está bien. Yo estoy muy harta de que me digan: “No, como tú tienes una casa no te puedes quejar”. Perdona, ¿cómo que no me puedo quejar; el hecho de que yo tenga una casa y mi vida económica más o menos resuelta implica que no pueda tener sentido crítico? ¿Qué pasa? ¿Qué el hecho de que tengas unos mínimos de dignidad te invalida para la crítica, para la acción política, para la solidaridad? Pues va a ser que no.

 

“Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial”

 

- Otro tema muy presente en tu obra es la Transición. Está en Daniela Astor, en Amor fou también... Seguramente aparece en otros de tus libros...

- Sí. En un libro anterior que se llama Los mejores tiempos, el penúltimo libro que edité con Debate.

 

- Es otra realidad de este país que no acabamos de superar. La Transición parece intocable. La Constitución no puede cambiarse. Es como una piedra en el camino, una especie de asignatura pendiente.

- A los escritores y las escritoras de mi generación es un asunto que nos preocupa. Estoy pensando en voces muy distintas, en diferentes ángulos desde los que se aborda el tema, desde Cercas hasta Cristina Fallarás, pasando por Orejudo, por Manuel Vilas, Clara Usón, Rafael Reig o yo misma. Somos la generación de los 60, de los “baby boomer”, los que en la época de la Transición éramos adolescentes o jóvenes. Funciona, y esto lo digo en Daniela Astor y la caja negra, la metáfora histórica ideológica que coloca en paralelo nuestros cuerpos en transformación, con sus miedos y sus esperanzas, con el cuerpo en transformación de un país que también estaba lleno de miedo a los militares, a todo ese fascio que había por detrás, y a la vez tenía esperanzas en el cambio. Todos estos autores que he citado, y muchos más, representamos a gran parte de la ciudadanía. Todos tenemos cuentas pendientes con la Transición como un momento vital importantísimo en nuestras biografías porque no nos sentimos identificados con el relato oficial, ese relato que, como decía Javier Pradera, es un crecepelo exportable que nadie se terminaba de creer. Desde la literatura, cada uno de nosotros, estamos levantando nuestro propio relato. Esa obsesión por intentar entender lo que pasó en aquellos años, desde diversos puntos de vista ideológicos, tiene mucho que ver con un discurso político, periodístico, histórico homogéneo en el que nadie termina de estar cómodo. En mi caso, el título de Los mejores tiempos ya dice mucho. El título es la ironía de que ni muchas infancias ya son los mejores tiempos ni la Transición, entendida en su globalidad, supuso los mejores tiempos para mucha gente que se quedó en la calle, en una manifestación, con una bala en la cabeza.

 

“No hay que tener miedo a los cambios”

 

- Es algo que ha caído en el olvido.

- Sí. Se ha extirpado de la Transición una parte trágica que naturalmente existió.  Hubo bastante gente que se dejó muchas cosas en el camino para llegar a una democracia de la que yo no abomino, pero que se puede perfeccionar en muchos aspectos. No hay que tener miedo a los cambios. Los mejores tiempos refleja todo esto y Daniela Astor y la caja negra mira a la Transición a través de unos ojos desde los que habitualmente no es contada, los ojos de las niñas que éramos adolescentes o púberes en ese momento. En esta novela lo que quería contar era como mi modelo de lo que era una mujer admirable estaba condicionado por las representaciones de mujeres admirables que me rodeaban en ese momento, que eran las musas de la Transición y las musas del destape. Todo eso se te queda y después tienes que ir intentando quitarte esa grasilla poco a poco. Ese proceso es el que se aborda en Daniela Astor.

 

“La literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político”

 

- Normalmente el argumento que se utiliza para no introducir modificaciones es el de que en esa época no se pudo hacer de otra manera. Pero, ¿ese pacto establecido tiene que durar eternamente?

 

- Bueno, lo que yo creo es que se ha producido una sacralización de la legalidad constitucionalista que obvia el hecho de que muchas veces para que se produzcan transformaciones progresistas dentro de una sociedad hay que cambiar las leyes. En el caso del pánico que produce cualquier tipo de reforma constitucional me parece que es absolutamente desmesurado y que se podría hacer sin repercusiones traumáticas para nadie, a no ser que la gente sea carpetovetónica en el peor sentido de la palabra. Lo terrible ahora en nuestro país es ese rebrote de una ultraderecha tremenda que está conectando, a nivel global, con un pensamiento hegemónico imperial trumpiano, con una derecha pragmática que lo relativiza todo y que fomenta los bulos y las mentiras, las denominadas “fake news”. Todo eso está aquí y se mezcla con nuestra particularísima derecha patria. Una derecha que tiene sus raíces en ese señor que ha salido recientemente del Valle de los Caídos, suscitando polémica, algo absolutamente impresionante. Se quiere vender la fantasía de que todos somos iguales y no, señores, no todos somos iguales. En este sentido me parece interesante insistir en que, cuando se aspira en la literatura y en las artes a lo universal, hay determinados temas que no se pueden abordar desde esa perspectiva. Si tú hablas desde una perspectiva universal de las guerras, las guerras ya sabemos todos que son malas; que hay muertos y hay sangre en un bando y en el otro; que los seres humanos se animalizan y sacan lo peor de sí mismos... Pero a mí lo que me interesa de las guerras no es lo universal. Me interesa quién las declara; quién las motiva y contra qué se rebelan; quiénes fueron los vencedores, quiénes fueron los vencidos... Me interesan las cosas particulares y creo que la literatura nos ayuda a aproximarnos a los acontecimientos históricos desde esa visión de que lo personal es político, desde esa visión intrahistórica que nos ayuda a interpretar y a entender las cosas más allá de la abstracción y de las vulgaridades.

 

“Me paso la vida escribiendo libros porque creo que sirven para construir una realidad alternativa”.

 

“La empatía con el dolor de otras personas con las que compartes momento histórico es importante en mi obra”.

 

Escrito en Lecturas Turia por Emma Rodríguez

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