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EL INSTITUTO CERVANTES ACOGE HOY EN MADRID LA PRESENTACIÓN DE TURIA

LA REVISTA DEDICA UN ESPECTACULAR MONOGRÁFICO A VICENTE MOLINA FOIX, CON 19 AUTORES Y 180 PÁGINAS DE TEXTOS ORIGINALES

TAMBIÉN PUBLICA INÉDITOS DE EMMA CLINE, PERE GIMFERRER, JORGE HERRALDE, MERCEDES MONMANY, MARTA SANZ, SARA MESA Y BERNARD NOËL

El nuevo número de la revista cultural TURIA tiene como principal objetivo rendir un merecido homenaje a Vicente Molina Foix, cuando acaba de cumplir 75 años y es ya un referente indiscutible de la cultura española contemporánea. Sin duda, su personalidad y su intensa y variada labor intelectual nos confirma que estamos ante un escritor total. Un autor capaz de maravillarnos, en cuantos géneros ha cultivado, gracias a una poderosa imaginación que lo singulariza y que constituye el auténtico motor de toda su obra. 


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La semilla de agua del rocío

se acumula en silencio

sobre las flores negras de la tierra.

 

En la luz de la luna está el comienzo del mundo,

de todo lo que somos.

 

Para que no haya nadie

con los ojos cerrados,

para que abandonemos nuestras casas

y podamos reunirnos en las calles,

la sustancia visible de los días se derrama en la noche,

extiende sus hogueras

sobre las largas playas del solsticio,

sobre los ríos inmensos de la vida

que se llenan pronto de alabanzas

y de celebraciones,

de pensamientos nuevos.

 

Por encima de mí, sólo los pájaros

perciben con sus ojos la claridad del aire.

 

Todo lo que sucede en esta noche desconoce la muerte.

Aunque nos venza el rojo de la sangre

de los gallos del alba.

Ann Lauterbach, poeta poco conocida entre nosotros, lectores en español, ocupa, sin embargo, un destacado lugar en la poesía norteamericana de nuestros días, y con frecuencia se ha incluido dentro de la vanguardia de aquel país junto a nombres como David Saphiro, poeta calificado de radical, inspirador del cineasta Jim Jarmush, y con Peter Gizzi, elegíaco y luminoso, influenciado por Ezra Pound. 

Aunque, tal vez más apropiadamente, con John Ashbery, uno de los mayores poetas norteamericanos del pasado siglo, fallecido en 2017, contorsionista del lenguaje, explorador de los límites de la conciencia, que reflexiona sobre el acto creativo y, en especial, sobre la propia poesía; críptico, irónico, deudor de Auden. También, y muy especialmente, con Barbara Guest, perteneciente a la escuela de Nueva York como el mismo Ashbery y cuya poesía se caracteriza por su proximidad con el arte contemporáneo, sobre todo con el expresionismo abstracto.  Lúcida ensayista sobre poesía y pintura, como la autora que nos ocupa, se detiene entre otros, con rigor y acierto, en la complejidad de la poesía de Wallace Stevens, al que no debemos olvidar como descubridor de una nueva sensibilidad, distinta y audaz, exuberante, llena de sabiduría, y como gran transformador de la moderna poesía estadounidense. 

Ediciones Contrabando nos ofrece dentro de su colección Marte de poesía esta edición bilingüe de la mano de la escritora y traductora Marta López Luaces, que demuestra un profundo conocimiento, dedicación y pasión para poder verter en nuestra lengua este poemario con la exigencia que requiere, ya que trata de reconstruir con éxito, en la lengua de llegada, complejos matices, sin tener que recurrir a excesivas amplificaciones cuando el inglés se muestra más económico estructuralmente que el castellano. 

Y por ejemplo es el quinto libro de poesía de los once de esta autora y fue publicado en 1994. Es la primera vez que es traducido al español y suponemos que la elección de este título se debe al hecho de ser este poemario un pilar fundamental de la obra. Por densidad temática, por su intensa meditación que hace que el lector llegue a abandonar el mismo poema y entre en un laberinto de reflexiones, en una nueva idea de libertad, de mística de la creación. 

Hay en estos poemas un perfeccionamiento intelectual de la poesía, una exigencia emocional del escritor que quiere esculpir el drama de los días en tan solo dos versos: “Debía hacer mucho frío / En el cubo lleno de lo previo”. 

Si bien es cierto que Lauterbach se ha definido en alguna entrevista como: “lonely, paranoid and scared”, algo así como: solitaria, paranoica y temerosa, ante la idea de ser clasificada, todos nosotros sabemos que en poesía la inclusión en un determinado grupo es una obsesión sistémica; poner límites a la literatura, encerrar el vasto mundo del poeta dentro de una caja de cerillas; estandarizar es tentación en quienes no creen en el ser del mismo lenguaje, porque no han descubierto su infinita libertad; en el poema “Épocas perdidas”, dice: “Aspiro la noche estoy bordada a ti / con una pena incendiaria”. 

Ha dicho, con solemnidad, en numerosas entrevistas, sentirse en la periferia; es una manera de expresar su inconformismo, una protesta apasionada, poética, irreconciliable con la castrante clasificación en cualquier orden de la vida, y así es, pues el lenguaje con el que se construye Y por ejemplo expresa esa extraña mezcla de una voz que son muchas voces, el yo poético se diluye, en realidad parece que se busca a sí mismo en la voz en off que él mismo proyecta. Esa exigencia suya en la diferenciación, en la búsqueda sin que sea nunca forzada, en la creación de un tejido vivo: “todo robado a algo llamado abril”. 

Hay un mundo propio muy trabajado que desencadena en cada poema una especie de conmoción emocional. La pujanza evocadora aparece disfrazada entre los restos del propio poema roto, fragmentado. 

En “Cenizas, Cenizas (Ashes, Ashes)” -título de la última parte del poemario-, en la propia abstracción de lo que no llega a decirse por falta de aire, es donde la creadora neoyorkina más se entrega: “Soy un atuendo abandonado / mi categoría está rota // Codicio el extremo”. 

Vínculo de naturaleza compleja, las palabras exploran en esa especie de desmoronamiento de lo cotidiano en nuestras vidas, a veces con falsa trivialidad, otras con la sobrecogedora elocuencia de quien todo escruta y analiza; con la evocación elegíaca que los grandes poetas hacen coincidir con el deseo de renovación. 

En ella podemos escuchar, entre otros, los ecos de Rilke, Elliot, Stevens, Auden o Faulkner. Podemos sentirlos porque en la gran poesía habita la poesía de los que hicieron al poeta ser quien es.    

Destrucción y renovación se encuentran, pero la felicidad no existe, no es real, no es algo que se pueda concretizar, sino que es un concepto abstracto, moral.

Explorar en el desmoronamiento, en la capacidad para soportar la tragedia de la pérdida; hallar el eslabón que te ha de mantener enganchado al mundo, que ese eslabón sea el mismo mundo de las cosas reales; el tiempo presente que es un punto fijo, una anilla donde sujetarnos, rodeados del océano de las ausencias. Asistimos a la dramatización del paso del tiempo. Ann Lauterbach hace crecer sus poemas en la tensión psíquica y se eleva por encima de las palabras. Crea otra lengua en la lengua y busca los límites de ésta. 

El poeta ha de llegar a ese “punto cero” del que nos hablaba José Ángel Valente, el de la libertad creativa, infinita, sin límites, que escapa del sistema dominante; ha de saber convertir la ausencia en presencia y ser consciente del sentido del ser y en ese desorden del alma saber dialogar con los fantasmas de lo no dicho y soltar el cometa de la imaginación.   

Esculpir dentro de esa falta de fuerzas para que ésta se torne fuerza, búsqueda y curación. Llenar una superficie blanca. Escribir no para transmitir un mensaje sino para ser ave que deja su trazo en el cielo.  

Sería muy de agradecer que Marta López Luaces tradujese su reciente poemario Door (“Puerta”), aparecido en 2023.

 

 

 Ann Lauterbach, Y por ejemplo, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.      

El viaje ha sido siempre un elemento axial en la narrativa de Pío Baroja (y no sólo en los ciclos aventureros; recordemos su primera novela Camino de perfección, 1902), y desde el momento en que el escritor se aleja de Madrid para recluirse en la casona de Vera del Bidasoa los libros de viaje ocupan su tiempo, como para contrarrestar en la literatura el mayor sedentarismo de la vida.

Ahora se rescata uno de esos libros, Las horas solitarias (1918), posiblemente el que de entre todos ellos —y en especial la tercera parte del mismo: “Primavera”—  contenga mayor número de impresiones campestres del caminante solitario, hasta el punto de hallarse en él una cierta armazón o cohesión estructural a partir de un hilo narrativo que comienza con la “llegada al pueblo” y culmina con “la noche de San Juan”. Y ello incluso a pesar de la heterogeneidad de los asuntos aquí tratados y de que, a ratos, el libro parece decantarse hacia su formato diarístico, con la puntual anotación del sucederse de las jornadas, muy diversas entre sí a veces, pero también reiterativas o cíclicas, según se percibe en las estampas de la vida cotidiana transcurridas en la huerta doméstica, que se extienden a otras partes del libro y constituyen un verdadero leit motif. Las horas solitarias se articula en torno al dual movimiento de la observación–contemplación–impresión, en primer lugar, seguida de la reflexión, marcadamente inclinada hacia cuestiones metafísicas, y combina capítulos que dan cuenta de las andanzas cotidianas con otros que constituyen una verdadera etología del entorno que habita Baroja: Vera del Bidasoa y sus alrededores.

Entre los primeros, los hay de carácter estático, reflexivo, de espacios interiores o breves paseos por la huerta, que siempre generan excelentes párrafos de observación y meditación sobre la Naturalezay la darwiniana struggle for life, consciente como es el narrador de que “el campo es como un fondo al que hay que ir animando con las representaciones propias. [...] A medida que uno vive en el campo se le acercan los objetos y se acortan las distancias, lo contrario de lo que pasa en las grandes ciudades”. En otros capítulos el “hombre fantasma, que se pasa la vida entre la biblioteca y la huerta”, sale de casa y se convierte en “el señor de cierta edad que intenta a veces ser amable y se las echa de razonador”. Y relata sus “pequeños viajes”, como la escapada a San Sebastián (relato circular que incluye los elementos más característicos del género: salida, trayecto, medio de transporte, pintura de los compañeros del vagón, impresiones paisajísticas, llegada, actividades y regreso)  o la excursión a Arizacun —que le sirve para hablar de los agotes, en un capítulo de interés étnico–cultura—; un simple paseo por los alrededores de Vera, que da pie a hablar de los desertores del bando aliado durantela Primera Guerra Mundial; o la caminata por Illecueta que le conduce ante las ruinas de una antigua fábrica.

La segunda parte del libro —“Una excursión electoral”— puede ser calificado de reportaje político–social, que arranca de una anécdota precisa: el intento de Baroja de ser nombrado diputado por Fraga para las elecciones de 1905,  animado por su amigo el pintor Miguel Viladrich —que vivía retirado en un castillo de la localidad— y otros compañeros de redacción. El relato, entre narrativo y dramático, dado que abundan las escenas dialogadas, recoge las peripecias de esta aventura y, junto a los elementos característicos de la literatura de viajes, contiene una viva crónica del presente. El narrador, tras un rápido resumen de las circunstancias que desencadenaron dicha “excursión electoral”, relata las sucesivas etapas del viaje, los medios empleados y los establecimientos donde se aloja. De Madrid a Zaragoza va en tren, y allí pernocta en un hotel, para luego proseguir hasta Huesca, donse se aloja en la fonda Petit Fornos que le lleva a exclamar: “¡Qué nombres más ridículos encuentra esta gente para sus cosas!”. Desde las primeras líneas, junto a las pinceladas críticas recogidas al sesgo del mirar, se percibe el tono desenfadado y humorístico que preside la narración de esta disparatada aventura, pues algo de absurdo —o de fantasía, según opina Alaiz, otro compañero de la singular excursión— hay en este proyecto de presentar como diputado por Fraga a alguien que había hablado mal de la jota aragonesa y de Joaquín Costa.

De Huesca a Sariñena marchan los viajeros en un tren de mercancías, con cambio en Tardienta, pausa que en la escritura se traduce como interrupción del relato que el narrador aprovecha para recoger el perfil de los tipos con que se cruza y esbozar, en pinceladas sombrías, escenario y ambientes. Desde aquí, el trayecto hasta Fraga se narra casi puntillísticamente, entrando en el relato personajes que, como Petiforro el troglodita (el tartanero malhablado que los lleva desde Sariñena a Candasnos), suman, al marco paisajístico, el paisanaje. El verdadero reportaje social —con sus notas de tinte regeneracionista o noventayochista— se encuentra en estas siluetas apresadas al paso, como la viejecita que comparte trayecto de Castejón de Monegros a Bujaraloz y que tiene un hijo que se ha marchado a Francia, las compañeras de viaje de Fraga a Lérida, o estas dos siluetas encontradas por los campos yermos en donde cae el sol sin encontrar apenas una mata: “A lo lejos se divisa un carromato destartalado que viene bamboleándose, tirado por un mulo escuálido y un borriquillo. Van a pie, cerca del carro,  un muchachito moreno y un hombre de calzones y sombrero ancho, con los ojos inflamados, sin duda, del sol y el polvo”. Hay más denuncia en la aridez escueta de estas imágenes —así como en las notas paisajísticas que recogen la desolación trágica con que cae el sol sobre aquellas tierras o en el vacío y el abandono, el sin sentido pues, de ciertos espacios— que en párrafos donde el atraso, la ignorancia, la pobreza material o las pésimas condiciones de vida se explicitan -“Dice [el carretero] que por esta tierra hay muy poca gente que sepa leer y escribir. Él supone que de cada veinte mozos que vayan al servicio habrá uno que sepa de letras”-, o en aquellos otros donde, a propósito del objetivo electoral que motiva la excursión, se registra la corrupción política vigente, o en las sucesivas entrevistas con los personajes influyentes del lugar, al margen de la distinta filiación de unos y otros. Insisto, es este fondo de paisaje y paisanaje, de figuras como de segundo plano, lo que deja al lector una honda y más auténtica visión de la realidad. El verdadero reportaje está en esas líneas escritas como al sesgo, más que en las escenas de primer plano. Y desde luego, tiene mucho más valor que el del mero pintoresquismo anecdótico que le atribuye el narrador al concluir su relación: “Si uno tomara las cuestiones del régimen parlamentario en serio, esta experiencia sería una nota más que serviría para demostrar el artificio y la mistificación de las elecciones; pero como yo creo hace tiempo que el sufragio, en la práctica, es una farsa, este relato no puede tener más que el pequeño valor de una anécdota pintoresca”. – ANA RODRÍGUEZ FISCHER.

 

Pío Baroja, Las horas solitarias, edición de Jesús Alfonso Blázquez González, Madrid, Ediciones del 98, 2011.

 

*Fotografía de Pío Baroja: Retrato de Pío Baroja realizado por Juan de Echevarría

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