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La revista  TURIA alcanza este 2023 una cifra mágica e insospechada para una iniciativa de sus características: celebra su 40 aniversario. Y lo hace convertida ya en una de las publicaciones culturales de referencia en español, con difusión nacional e internacional por suscripción, con versiones digital y en papel y un reconocimiento mayoritario a su labor que simboliza muy bien ese Premio Nacional al Fomento de la Lectura que el Gobierno de España le concediera en 2002 por su permanente y valiosa tarea de promoción de la creatividad y su permanente apuesta por  la universalidad de la cultura.  

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Acaba de publicarse en castellano esta recopilación de ensayos que Zadie Smith, londinense del 75, escribió entre 2008 y 2016, durante los dos mandatos del presidente estadounidense Barack Obama.  La autora de Dientes Blancos nos lo recuerda en el prólogo con el fin de que los leamos con esa perspectiva en mente, pertenecen al pasado, si bien no se trata de un pasado lejano, pero pasado al fin y al cabo. Durante esos años vivió a caballo entre el Reino Unido y Estados Unidos, donde se instaló en Nueva York por motivos laborales para no desaprovechar la ocasión de compaginar su labor como profesora de escritura creativa en la New York University  con la de activista comprometida en pro de los derechos de las mujeres, por un lado, y sobre todo con la de defensora del multiculturalismo como motor social de las comunidades en las que más profundamente asentado está, digamos Londres y Nueva York.

Estos ensayos se escribieron, por lo tanto, a ambos lados del Atlántico y algunos de ellos vieron la luz en prestigiosos medios como Harper’s, The New Yorker  o The New York Review of Books.  Pero aun perteneciendo a la década pasada no podemos decir que hayan perdido su frescura, ni mucho menos, toda vez que los temas de los que la mayoría de ellos tratan son atemporales, como el arte, la literatura, los sentimientos o las relaciones personales.  La obra está dividida en cinco secciones cuyos títulos revelan el contenido de los ensayos de cada una. Así, “En la galería” recoge críticas, concienzudas y puntillosas, de diferentes obras de arte, esculturas y pinturas.  Por su parte “En la estantería” nos ofrece reseñas literarias, y “Entre el público” nos permite conocer la agudeza con la que Zadie Smith visiona distintas películas. Los ensayos de la primera sección, “En el mundo”, abordan temas universales como el cambio climático o el multiculturalismo junto con otros más locales, como el Brexit, e incluso una reflexión desde la distancia sobre su novela NW London publicada en 2012.  En la última sección, quizá la más intimista y cuyo título es el mismo que el de la obra que hoy nos ocupa, se mezclan consideraciones de la autora sobre experiencias propias o familiares.

Zadie Smith habla mucho sobre sí misma, sobre su familia y sobre Willesden, el barrio del noroeste de Londres en el que se crió y del que le cuesta horrores despegarse. El vecindario donde todavía reside su madre y al que vuelve no solo de visita.  Comprometida con la defensa de uno de los iconos culturales del mismo, su biblioteca pública, no duda en ponerse prácticamente al frente del colectivo que pelea para que no sucumba a la piqueta de la brutal especulación inmobiliaria que regía, y rige, en la capital del Reino Unido.  Como tampoco duda en postularse como activa defensora del medio ambiente, preguntándose varias veces en sus textos “¿qué hemos hecho?” “¿qué podemos hacer?”  Dos preguntas que tienen la misma validez intelectual cuando aborda el tema del multiculturalismo y que son claro reflejo de desesperación incrédula cuando las utiliza para hablar del abismo que se abre a sus pies ante la terrible perspectiva de un Reino Unido post  Brexit.

Y de nuevo Willesden para reivindicar su barrio como el ambiente ideal para criar a sus hijos. De hecho tiene casa alquilada allí, y para predicar con el ejemplo es en Willesden donde vive cuando periódicamente regresa a Londres. Zadie Smith, defensora de la tolerancia y de la permeabilidad, critica abiertamente el paternalismo fariseo de los blancos y propugna la militancia activa para conseguir la igualdad real. Si bien en su etapa universitaria luchó desde una perspectiva casi exclusivamente feminista, después de casi treinta años amplía su compromiso y lo dirige hacia la negritud, así en general, porque está convencida de que la hipocresía ciega cada vez a más personas. En varios ensayos se cuestiona incluso el concepto mismo de negritud. Preguntas y más preguntas. ¿Y los birraciales como ella misma, hija de jamaicana negra descendiente de esclavos y británico blanco? ¿Y los cuarterones como sus propios hijos, fruto de su matrimonio con un blanco norirlandés?  La raza es “la lente a través de la que todo se ve”, dice en voz alta Zadie Smith, que lo sabe bien porque lleva casi tres décadas dando explicaciones. Demasiado tiempo para conseguir que se le considere una intelectual británica, no una intelectual británica de color.

En definitiva, Con total libertad pone al descubierto un perfil desconocido de esta grande de la literatura inglesa contemporánea, el de ensayista. Sin embargo, ya en 2011 se tradujo al español otra colección titulada Cambiar de idea, y durante los primeros meses de la pandemia escribió seis ensayos que acaban de ver la luz  bajo el título de Contemplaciones. Si se trata de una nueva dirección en su profusa producción escrita o no, ya lo veremos. Pero de algo estamos seguros, su compromiso con las causas en las que cree va a seguir impregnando su obra futura, sea de ficción o no.

 

Zadie Smith, Con total libertad, Barcelona, Salamandra, 2021.

 

 

A finales de junio del año pasado saltó la noticia de que el poemario que se alzó con el I Premio Internacional de Poesía Joven Ángel Guinda fue “Deshabitar el cuerpo”, de María Martín Hernández (Zaragoza, 1996). Si bien es verdad que es el primer libro publicado de la autora, lo que el lector se encuentra a la hora de adentrarse en él es una obra tallada con la paciencia, el esfuerzo y el cariño de quien sabe que la palabra es lo que nos salva y une con nuestras raíces para poder llegar a ser, para poder borrar la niebla y adentrarnos en la claridad de los bosques. 

Dividido en cuatro partes Martín Hernández, vestida para la ocasión con la túnica de Virgilio, nos muestra y nos guía por un camino de vida, su vida, marcado por un dolor interior y un desarraigo al que las circunstancias le han llevado y del que solo a través de la palabra poética podrá salir, esa palabra donde el vacío se hace carne para nombrar lo que no se puede decir, para describir lo difuso. 

La senda que recorremos junto a ella se inicia en la gestación del ser, en el vientre materno, por ello no es extraño que este comienzo reciba el nombre de “Ovum”, concepto que nos retrotrae ya no solo al origen de la vida, pues con este latinismo Martín Hernández también nos declara de manera metafórica sus intenciones de volver a los orígenes y profundidades del lenguaje, el poético en concreto, concebido como un pulso que permite a la poeta profundizar en la sombra que le cerca. Un asunto que podemos encontrar en esta primera parte es el amor a su madre, una persona que para la poeta es un “cobijo”, una “isla” que le guarda y protege; un amor que se hace patente en la dedicatoria a esta sección y, sobre todo, en el poema «Ecosistema». Sin embargo, las piezas poéticas recogidas en “Ovum” están marcado por la sombra, por esa “patria oscura de lo invisible”; una oscuridad concebida como un dominio donde ni la palabra ni la vida ha surgido aún. Sin embargo, ha de dejar este lugar para acudir a la vida ante “la llamada del desierto la nombra” y comenzar a trazar sus pasos en la arena estéril del mundo. 

En la segunda parte, «Trazos en la tierra», reverberan las palabras de Rilke que rezan que la patria de todo hombre es la infancia, pues los recuerdos, el pasado, las instantáneas que crujen levemente en sus ojos – “restos de un claro en su memoria” – , son una constante en los poemas de esta segunda sección. No obstante, en este tramo del camino aparece el desarraigo de la poeta y el dolor que supone el divorcio entre el cuerpo y la mirada. El sujeto poético pierde así cuanto desea: el amor, el arte, los libros, la identidad… El choque entre la realidad y el deseo, entre el cuerpo y su idealismo le lleva a que no se reconozca y a que todo atisbo de felicidad vuele “hacia una tierra más seca, donde las larvas se mueren de sed y escupen sangre sobre el pupitre de un aula vacía”. Así pues María deja el camino iluminado para adentrarse en la noche del mundo: comienza el camino en el páramo. 

La tercera parte, “Devorar el cuerpo”, puede considerase como un tratado sobre el desierto. El dolor que siente el sujeto lírico, al igual que en Machado, empapa todo el paisaje donde el “aire teje una hemorragia” y “las raíces del roble se ahogan con el viento”. El yo poético se encuentra en medio de un erial donde el silencio y la herida es lo único que respira. Pero contra todo pronóstico, es en esta misma tierra baldía donde toma conciencia de que la única manera de diluir la tierra yerma en la que se encuentra es la palabra poética, la única vía para “llegar a la raíz de la sombra” que le domina y así, poder zafarse de la maraña de seda en la que se encuentra y abrirse a la vida, filosofía que se refleja en la última parte del poemario, “Sostener el vuelo”, que se configura como un homenaje precioso a la poesía y al verbo poético. Aquí, el yo lírico se adentra en la materia prima de las palabras para poder encontrase a sí misma en el fondo de ellas y arropar sus raíces. El silencio, que durante todo el poemario había sido la señal de la mudez de la vida, aquí se alza como mudez del mundo, es decir, como una puerta abierta a lo sensible. El silencio así se conforma como el elemento previo y necesario al poema. La poeta, a través de su dialecto, camina por el desierto comprendiendo que “escribir es fracturar las sombras”, adentrarse en la oscuridad para poder destruirla y resucitar las raíces. 

Finalmente, todo esfuerzo tiene su recompensa y el sujeto poético llega al claro de un bosque donde la influencia de María Zambrano es patente y que hace que dicho lugar se erija como un símbolo de esperanza, claridad y revelación. Después de tanto dolor, María llega la ataraxia a través de un argot que le ha enseñado que restañar la herida no es sumirla en el olvido, sino aceptarla porque, como sabiamente sentencia, “el único arraigo es andar bajo el pozo que nos abriga”. 

Como se puede observar, esta primera muestra de Martín Hernández presenta a su autora como una escritora madura que ha alcanzado una voz propia alejada de las tendencias imperantes de la poesía contemporánea pues, como todo poeta consecuente, Martín Hernández tiene claro que el único compromiso que tiene es consigo misma y con la palabra. 

 

María Martín Hernández,  Deshabitar el cuerpo, Zaragoza, Olifante, 2023.

El imposible lenguaje de la noche (2020) es la primera novela de Joaquín Fabrellas (Jaén, 1975), autor que hasta la fecha ha publicado una serie de libros de poemas —Estertor en las piedras (2003), Oficio de silencio (2003), Animal de humo (2005), No hay nada que huya (2014), República del aire (2015) y Metal (2017)—, además de la plaquette Clara incertidumbre (2017). A su labor creadora cabe sumar sus aportaciones críticas aparecidas en importantes revistas nacionales e internacionales, a propósito, principalmente, de la poesía contemporánea en lengua española: Juan Antonio Bernier, Francisco Ferrer Lerín, Francisco Gálvez o Manuel Lombardo Duro, entre otros, han suscitado su interés. Asimismo, en la actualidad se desempeña como profesor de Secundaria y Bachillerato en la especialidad de Lengua Castellana y Literatura. Las tres facetas, de uno u otro modo, se vinculan con el lenguaje, un problema recurrente en su literatura que también forma parte, como veremos, de la novela que nos ocupa, avalada por el sello de Chamán Ediciones dentro de su firme apuesta por «publicar textos de calidad literaria que muestren autores conocidos o desconocidos para el público lector», tal como especifica su página web (<https://chamanediciones.es/conocenos/> [26/8/2020]).

La obra se articula a través de un relato de complicada síntesis, compuesto como está de fragmentos que se entrelazan, más o menos directamente, para constituir una trama múltiple. Esta implica de manera concreta a Paul Demut —«miembro de la Generación Beat, cronista de la noche de Nueva York. (1933-1985)» (p. 199)—, cuya identidad constituye una de las claves que la novela encierra. En el interior descubrimos cartas, entrevistas, crónicas y otros documentos que se atienen a una mutua interdependencia y una cierta cohesión que nace, en términos narrativos, de su yuxtaposición de acuerdo con su avance cronológico. A fin de unir estos documentos y llegar a construir una imagen completa del todo, será especialmente importante la colaboración del lector.

A esto último contribuye la organización del conjunto del libro en torno a unas secciones determinadas: tres centrales —«El manuscrito imposible de una noche (1955-1965)», «Vidas salvajes. Halcones de la noche (1965-1975)» y «Enterrad la ceniza (1975-1985)»— a las que se unen un pasaje introductorio de Demut, donde se percibe la voz de un hombre cansado de su propia existencia que se entrega a una «novela que nunca acaba» (p. 16), y una elocuente nota final. Esta concede una lógica sorprendente a la serie de escenas desarrolladas a lo largo de las tres décadas a que aluden los títulos anteriores, propósito semejante al que cumple el primer texto de Demut, y ambos esenciales para el funcionamiento global de la obra.

Así, encontramos información detallada de toda una generación, que es la de Demut, a través de los dichos documentos. Por ejemplo, se hace al lector partícipe del contenido de una carta de Jack Kerouac al propio Demut o de detalles íntimos de Allen Ginsberg. También se reproducen entrevistas a Thelonious Monk, Bill Evans, Dylan Thomas, Lou Reed o Johnny Cash o están presentes, de una u otra forma, Charlie Parker, Lee Krasner, Miles Davis, Andy Warhol o Norma Jean-Marilyn Monroe, pues se explora esta doble vertiente nominal. Numerosos personajes de la realidad histórica se filtran en la novela, donde entrarán en contacto con los enteramente ficticios. Unos y otros refuerzan la cohesión del todo a partir de su aparición en más de un segmento textual, con singularidades como la de que un personaje que vive en un segundo plano una cierta escena puede pasar en otra al primero, como lo revela este título: «3.- Bitches Brew (Hablan las chicas que coincidieron con Antoine esa noche)» (p. 32). Un extracto interesante, además, porque ejemplifica el funcionamiento general de los títulos de los fragmentos, importantes de cara a la orientación del lector: llevan los números correspondientes, consecutivos en cada parte; una denominación, y normalmente un subtítulo.

También merecen atención otros elementos textuales significativos, como son las citas que se insertan en unos lugares específicos: una de Jack Kerouac en el umbral de la primera parte, una de Virgilio en el de la segunda y una de Roland Barthes en el de la tercera, que se encuentran precedidas de una más de Witold Gombrowicz. Las cuatro coadyuvan a suscitar la atmósfera que se busca en la novela, que puede condensarse en la máxima de recrear el ambiente cultural en que se movía la generación beat y todo lo que la rodea, con lo cual debe ponerse el foco en el contexto de Nueva York y la noche, tan característico de esta como de las acciones que se hilvanan en nuestro relato. Por tanto, en consonancia con la cita que se aduce de Barthes —«La modernidad comienza con la búsqueda de una Literatura imposible» (p. 127)—, en El imposible lenguaje de la noche se impone la tarea de explorar vías expresivas que difieran de modelos bien conocidos que ofrece la tradición literaria, como pueden ser las novelas con un narrador omnímodo a la manera decimonónica. Fabrellas persigue una mirada caleidoscópica, incompatible con aprehensiones únicas de la realidad, en la estela de paradigmas como los representados por William Faulkner o John Dos Passos, entre otros.

No extraña, así pues, que la novela se asimile a un mosaico, donde muchos personajes toman la palabra desde unas perspectivas y unos pareceres que se complementan entre sí en la reconstrucción que se lleva a cabo. Conviven, incluso, denominaciones de distinto cariz para idéntico referente, como ocurre con la misma generación beat, cuyos miembros y seguidores son designados en varias ocasiones con el despectivo nombre de beatniks, de amplia difusión durante las décadas en cuestión, como es bien sabido. Y es que no poco tiene El imposible lenguaje de la noche de ensayo, cuyo contenido se orienta hacia una cultura y unos protagonistas que comparten el talento y una infatigable dedicación a las disciplinas en que se consagraron como artistas destacados y figuras de una época, en un ascenso jalonado de no escasos ni leves sufrimientos. De los músicos antes mencionados, baste pensar que Bill Evans murió apenas superados los cincuenta años o Charlie Parker sin haber cumplido los treinta y cinco, con sendas carreras tempranamente interrumpidas. Lo mismo podría decirse de otra personalidad de ese entonces, pues uno de los fragmentos se titula «Escrito en la muerte de Billie Holliday», el cual rezuma frustración y angustia: «La voz más bonita del mundo, eso dijeron de mí, eso dijo Sinatra de esa chiquita de cara afable que iba a comerse el mundo y aquí me tenéis, no puedo ni recordar ninguna canción ahora, ninguna...» (p. 91). Son artistas que alimentan sus ideales frente a la masa social, que la novela muestra atrapada en los patrones que se le imponen e incapaz de disfrutar de una libertad propia.

Se desarrolla en estos términos una historia impregnada de evocaciones culturales: está la literatura, pero también la pintura —con una notable inclinación por el expresionismo abstracto—, el cine o, principalmente, la música. Tendrán lugar, de hecho, en el Port Moresby, un bar y local de conciertos, algunos de los sucesos más agitados de la novela, incluidos significativos incidentes que se concatenarán en interesantes intrigas, con un detective que desempeña un papel importante al respecto. Pasarán allí la noche, en un clima de alcoholismo, drogadicción y prostitución, celebridades de la cultura, sobre todo escritores y músicos, particularmente relacionados con el jazz. Género este en torno al cual, durante toda la novela, se entreteje una tupida red de referencias que evidencian un vasto conocimiento de la materia.

Pero la presencia del jazz resulta fundamental no solo por las alusiones que recibe, sino también, entre otras razones, por una cuestión formal nada desdeñable que lo implica. Y es que los textos iniciales de la primera de las tres partes centrales muestran en nota al pie, nada más comenzar, una recomendación musical que conviene escuchar mientras son leídos, estableciendo así una singular conexión con los receptores del libro. La primera de estas notas nos pone sobre aviso, y las posteriores remitirán a los discos homónimos de los títulos, como el ya mentado «Bitches Brew», o «Kind of Blue», «So What», «In a Silent Way», etc. Al respecto, cabe decir que Fabrellas ha creado una lista de reproducción en la plataforma musical Spotify con las canciones de la novela, muchas alrededor del bebop, que está muy presente en general: <https://open.spotify.com/playlist/4YsrREr7M4sKtYoNmuRjwF?si=Yx3e-ukDT8mykrPoCGXmTQ&fbclid=IwAR2qtnkUm2_rfQGeYHwqpo9OI75dT-0GG0S-0dT9Qs-ljnBW9EHYencPP7A> [26/8/2020].

Es más, ha llegado el escritor a confesarme que la obra se fundamenta, desde el punto de vista constructivo, en la idea de la improvisación, aplicada en la pintura, la literatura o, como me interesa destacar ahora, el jazz. En virtud de esta noción, en el caso presente, se busca una entrega sin restricciones a la escritura, buscando liberar con ella, sobre el blanco del papel, el impulso creativo, lo cual no quiere decir que el autor no establezca con anterioridad, en mayor o menor precisión, lo que se propone, por ejemplo acerca del argumento. De alguna forma, a lo que aspira es a escribir como se vive y a que el pensamiento pueda desatarse en armonía con lo que se escribe. Es una técnica de la que, por ejemplo, se sirvió Kerouac, y que, como he anticipado, se relaciona con el jazz, tanto en el pasado como en la actualidad. Así las cosas, no sorprenderá que Fabrellas también me precise, a propósito de El imposible lenguaje de la noche, una canción relevante en la historia del género musical: Solar. Me señala, en particular, la interpretación que de ella hizo, en compañía de Scott LaFaro y Paul Motian, Bill Evans para el disco Sunday at the Village Vanguard (1961). En esta última, mejor conseguida que otras según su criterio, los sonidos de los instrumentos se suceden en cadena y se reúnen al final, dinámica que no es ajena al armazón estructural de nuestra novela.

Junto a lo anterior, la improvisación, como se puede esperar, tendrá una incidencia decisiva sobre el uso de la lengua. Principalmente, a modo de ecos estéticos de la generación beat, que tienen continuidad aquí a través de una expresión, con frecuencia, cruda, directa y cargada de espontaneidad y dosis de coloquialismo. Coordenadas estas desde las que se hacen abundantes alusiones al sexo, el alcohol o las drogas, en pasajes como el siguiente: «Me lo encontré, me miró con indiferencia, me insultó, me dijo: chulo de mierda, me gritaba que qué hacía por su barrio, como si la ciudad fuese suya, o esa parte infecta de la ciudad, cerca del Port Moresby, yo sabía que ese bar era una tapadera de la pasma, pero Antoine, ni puta idea, no sabía si jugaba a dos bandas, de todas formas, iba a darle una paliza por levantarme a mi zorra, que casi la mata de un chute y no pude sacarle durante unos cuantos días, el muy cabrón, si me empieza a tocar las putas, adónde vamos a llegar» (p. 65). Estos se enlazan con otros más contenidos, sobrios, algunos de especial plasticidad: «La imagen devuelve un plano general de un interior, una ventana que se dobla sobre sí misma. Los dos amantes no saben que estamos hablando de ellos como lo estamos haciendo, están repletos, cansados, medio envueltos en las sábanas. Podrían formar parte de un cuadro barroco, ser un cuadro; la luz pasa por la persiana interior medio recogida, entra a raudales, pero no molesta» (p. 69). No cabe duda, así pues, de la atención por la lengua como componente de relieves, vigor y ritmo propios. Es una realidad tan viva como los personajes, y al igual que ellos alberga muchos matices.

En suma, estamos ante una personal aportación narrativa. En esta se consigue aquilatar la atmósfera que antes mencionaba, y ello se une a ricas evocaciones culturales e históricas y un sugestivo uso de la lengua. Además, entre otras cosas, destacaría la estructura y un valor que solo apunto: las conexiones entre ficción y realidad. Veremos si Joaquín Fabrellas prosigue en el cultivo de la novela, género que se le presenta propicio para articular tramas significativas desde su habitual detenimiento en las cuestiones lingüísticas, que atestiguan su poesía y ahora El imposible lenguaje de la noche.

 

 

Joaquín Fabrellas, El imposible lenguaje de la noche, Albacete, Chamán Ediciones, 2020.

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