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Dos poemas de Santiago Montobbio

18 de septiembre de 2025 09:05:50 CEST












Las soledades de las fronteras. Las soledades

verdaderas. La soledad profunda de la poesía

que sus raíces toca. La soledad fiera

y la soledad brisa como caricia

y en los poemas sentirla

y acercarse a ella, en

los poemas tocar

su raíz, su

agua negra

bajo ella.

La soledad de la poesía, que la poesía

toca y en la que se hunde: la soledad

a la que llega y en la que ahonda,

y la misma soledad, la soledad

que la poesía también necesita

y de la que nace. Rosa

de la soledad, poesía, líbranos

de lo que nos puedas librar, ayúdanos

a soportar las heridas del vivir, y en poemas

ir diciéndolas y olvidarlas al decir, en el decir,

déjanos en ti ser así, soledad, en la poesía

que haces nacer déjanos ser y danos algo de paz.


Y la soledad irremediable. La soledad

ya sin posible amparo. También

el poema para ella. El poema

inerme, indefenso. El poema

en su última inocencia, para

esa soledad irremediable

el poema así ya para siempre.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Santiago Montobbio

Nombrando las arrugas del mar

18 de septiembre de 2025 08:51:29 CEST

Compensatoria, el último poemario de Fernando Pérez Fernández, (aparecido en la heroica Ediciones Liliputienses) es uno de esos libros raros: afilado sin arrogancia, lírico sin sentimentalismo, crítico sin despecho. Tierno. Lúcido. 

La palabra que lo titula, tomada de la verborrea educativa, ya da una clave: compensar. No corregir, no salvar, no sustituir. Solo ofrecer, en equilibrio inestable, una pequeña réplica al daño. Una reparación mínima. La justicia poética como gesto precario. Todo el libro orbita en torno a ese intento. 

Desde su poema inicial —que hace la función de prólogo y declaración de intenciones— Compensatoria se presenta como el diario íntimo y colectivo de un tiempo de desgaste: el de la enseñanza pública, el de los cuerpos jóvenes que no saben todavía qué les está ocurriendo, el de los adultos que tampoco lo saben, pero deben fingir que sí. “Las faltas”, dice el poema, “son lo primero que tienen que aprender”, y ese aprendizaje de la carencia se convierte en una suerte de pedagogía involuntaria del dolor: “yo quise vivir y no lo hice”. 

En “Nostalgia de provincias”, la primera de las tres secciones del libro, Pérez Fernández dibuja con precisión de miniaturista la vida en los bordes: de la geografía, del deseo, del lenguaje. Son poemas que capturan instantes con mirada sociológica, pero también con una ternura levemente impura. Un sábado cualquiera —ese “sábado de mayo” que da inicio al bloque— es visto como un territorio incierto donde “por algún costado, sobrevenga lo agradable: / un reencuentro breve, una prenda hermosa descubierta”. La belleza aquí no es trascendente. Es contingente, doméstica, ligera. Como en “Eso sigue ahí”, donde un paseo por la playa es el detonante de una epifanía de la suciedad humana y del inútil intento por compensarla, porque ante la lluvia de “varios cuajarones de una especie de emplasto, / tal vez pis y arena, cocacolas y colillas” no queda otra que seguir caminado. Pero ese intento quizás sirva por lo menos para salvar nuestra dignidad. La dimensión social se deja oír también con dureza en poemas como “Memoria histórica”, donde el pasado se infiltra en el presente con su carga de vergüenza heredada (“La hilazón de España no les daba / para taponar los agujeros / de los fusilados.”) o en “El poeta paga sus facturas”, donde la poesía se topa con la burocracia (“Tras quitar impuestos más o menos queda igual. / Le parece bien que así suceda, / mientras que se acuerde de pagar en su momento.”). Es en esta sección donde la pandemia, lejos de ser un motivo retórico, aparece como una experiencia concreta, vivida desde lo doméstico: “Subo a la azotea con la silla / de playa desplegable, / y en la otra mano un té bamboleante / que se me derrama”. Lo que sorprende no es solo la capacidad de observación, sino la forma en que cada poema consigue filtrar emoción, política, memoria y sentido del humor en un contundente equilibrio. 

La segunda parte, “Choz”, se aparta bruscamente de ese realismo poético para zambullirse en una suerte de barroquismo mutante. Aquí el lenguaje se rompe, se desborda, se contamina. Es una escritura más fragmentaria, que recuerda por momentos a Vallejo, por otros a Chus Pato o incluso a Cecilia Pavón en su fase más psicotrópica, y también, claro, a Término medio, la obra anterior del autor. La poesía se vuelve una forma de balbuceo lúcido, donde el mundo se nombra sin categorías claras. El poema que da título a la sección funciona como un catálogo de percepciones mínimas: “el poema hermoso de quien odias / (…) / un gato que brinca tras las tejas / (…) / una forma nueva de fracaso”. El efecto es acumulativo y casi musical: una enumeración de detalles que, sin buscar sentido, lo generan. Aquí, las referencias a la infancia, al cuerpo, a lo animal, se mezclan con una sátira sutil del lenguaje técnico y administrativo: “¿Tienes una garza dorada de morfina, / una abeja-zorro?”. En este bloque, la forma importa tanto como el contenido. La sintaxis se descompone, las imágenes se solapan, y lo que queda es una poética del exceso en miniatura. Un juego serio. Un balbuceo lleno de inteligencia.

El cierre, “Pruebas de acceso”, es un poema largo que devuelve al lector al espacio escolar, pero ya no como contexto, sino como campo de batalla simbólico. Se trata de una crónica en tres tiempos de un examen colectivo. Lo que podría haber sido un simple ejercicio de observación se convierte en un análisis sutilísimo de los mecanismos de nominación, de ansiedad, de despersonalización. La primera parte del poema observa a los adolescentes con una ternura contenida (“un broche del pelo que se esconde / como escolopendra entre rastrojos”, “No utilices tippex. Ni bolígrafo. / Deja en blanco todo y pon las manos / encima”.). La segunda vira hacia el adulto que los observa, atrapado en su propia melancolía institucional: “Un plafón opaco, / creo que son luces de emergencia / solo que apagadas, / como un envase sin fruta”. Y en la tercera, más teórica y feroz, se lanza una crítica devastadora al acto de nombrar: “poner un nombre (…) es como el alien ese que se agarra / dando un saltito a tu cara / y mientras te preña por la tráquea te permite respirar”. Es aquí donde el lenguaje poético alcanza su mayor intensidad conceptual. Nombrar, enseñar, examinar: todo es una forma de violencia simbólica suavizada por rutinas. La escuela se convierte en emblema de una sociedad que ha confundido evaluación con conocimiento, y seguimiento con cuidado.

Compensatoria no es un libro complaciente. Pero tampoco es nihilista. Lo que propone es una mirada ética sobre la fragilidad: una forma de estar en el mundo sin anestesia, sin dogmas, sin consuelos falsos. El yo poético no es un héroe. Es un testigo. Un testigo implicado, cansado, que todavía encuentra belleza en los restos: “míranos un rato, luego / márchate”. Y eso, quizás, es lo más valioso. Que alguien se haya quedado lo suficiente como para mirar con atención. Como para escribir este libro.


Fernando Pérez Fernández, Compensatoria, Cáceres, Ediciones Liliputienses, 2025.

 

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Dionisio López

Descubriré mi mundo

11 de septiembre de 2025 09:49:49 CEST

Voy a alcanzar contigo la línea del horizonte”, así arranca la antología de poemas y canciones de amor de Gabriel Sopeña, que Ignacio Escuín ha reunido en Bala Perdida bajo el nombre de Dame una noche. En este compendio lírico se reúne toda una vida de creación que abarca desde sus versos de los primeros ochenta, hasta los escritos anteayer. Pero ¿a qué amante omnipresente se dirige Sopeña en su verso de apertura? ¿Tal vez a Erató, musa de la lírica amorosa, a Euterpe -a la que, en efecto, dedica un poema- o a Calíope, musa de la poesía e inventora del canto? Tal vez, apele al corazón del lector, pues ante él extiende el propio canto. 

El libro se abre con las notas del autor, del editor y una breve poética, que dan paso a esa “despensita de afanes” que guarda el poemario propiamente dicho.  En su visión de la poesía, Sopeña destaca “el valor social de la palabra”, su carácter como “forma superior de conocimiento” y su privilegio de ser creadora de símbolos.  Así, el poeta es un ser dotado de una fina percepción y un deseo consciente de perfeccionarla mediante “persistencia, disciplina, rigor, severa y concienzuda militancia. Pasión y Reflexión, Acopio y Comunión”. Sopeña no concibe “la poesía sin discurso, sin un trabajo infatigable de elaboración de las vivencias, sin un paisaje íntimo […], sin una voz propia”, donde “la poesía exhibe necesariamente hondura estética y emocional”.

Versos como “Ardo / y mi humo es una ofrenda / que vuela en esta canción”, “nos amamos dentro de la vieja herida” o “toda mi sed es una fuente en tu voz”, nos ubican ante una escritura romántica, casi becqueriana, que -en otros versos- evoca a la canción pirata de Espronceda y que, por su clara apelación a los sentidos, evocan versos de amor como los de Rubén Darío, e incluso me instó a buscar “Un relámpago a penas” de Blas de Otero. En sus canciones hay un surco lírico y, consecuentemente, en el verso encontramos una voz enraizada en el canto, en el ritmo y en la rima -a veces oculta en el interior de la estrofa-, donde tañe el martinete de la repetición para crear una base sobre la que el sentimiento y el sentido alzan su armonía coral. Sopeña se apoya en la iconografía, en el territorio común que comparte con el lector, en ese mundo de referencias culturales que usa como arquetipos con los que aligerar el discurso y que permiten cantar directamente las emociones, generando una escala temporal en el poema donde “el pasado es el deseo puesto en fuga” y “el futuro está en tu boca”. 

Al amor se canta en estas páginas, al éxtasis, pero también al desamor, al dolor de la pérdida. Algunos poemas elevan su herida a la luz de un sol cálido y candoroso, otros pasan página en el verso cruel confesando que la pasión cayó desarbolada bajo el vendaval del desencuentro. Aunque, las más de las veces, la nave lírica ancla su proa plácidamente en la playa de otra piel, de otro sentir embravecido, o queda a la espera de su llegada con la nueva marea, sabedor de que su “único destino / es pulir un corazón / como una piedra con pálpito”.

“Es de noche y soy de barro”, el poeta es siempre un ser al desabrigo, en el camino, alguien que implora “dame un fuego”, “dame un ansia”, “dame una noche”. Pero la intemperie también enseña a contar historias, a seducir con el brillo de las ascuas nocturnas, a afinar la mirada que integra el tránsito propio con el paisaje e impele a confesarnos que “estoy vencido: / mi poesía es severa / y mi lengua es arquitecta / de mil aullidos de lobo”. 

 

Dame una noche. Gabriel Sopeña Genzor, Madrid, Bala perdida, 2025.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

La dama de las letras búlgaras

11 de septiembre de 2025 09:40:33 CEST

Durante la elaboración de la antología Poesía búlgara contemporánea (Olifante, 2021), en la que colaboré en la adaptación al castellano con la traductora Rada Panchonvska, encontré lo que para mí eran un conjunto de voces nuevas y sugerentes. En especial, me llegaron de forma contundente las de Gueorgui Gospodínov y la de Yordanka Béleva, cuyos poemas suelo leer en las intervenciones a las que se me invita. 

Sobre Gospodínov, con motivo de la publicación de su novela Las tempestálidas y de su premio Booker internacional, ya he tratado de hablar y señalar los placeres de su lectura, pero sobre Béleva aún no había tenido la excusa que me diera pie a comentar su obra, al carecer de traducciones en nuestro país, hasta esta fecha. 

Recientemente, la editorial La Tortuga Búlgara, ha editado su colección de cuentos Los erizos salen de noche -obra que se publicó en Bulgaria en 2022- lo que nos proporciona el deseado pretexto para conocer mejor a esta autora que, a mi juicio, es la dama de las letras búlgaras contemporáneas. 

Como tengo por norma centrarme sólo en la obra que nos convoca, para quien pueda interesar, adjunto al final del texto una nota sobre la autora -dado que no hay mucha información disponible sobre su bibliografía-, y paso a dar cuenta de las notas de lectura de su primer trabajo íntegramente traducido a nuestra lengua. 

Su reciente obra, Los erizos salen de noche, es un libro delicioso que conviene disfrutar sin prisa alguna. Como con cualquier otro diamante, nos sorprende el brillo que emana, a pesar de su pequeño tamaño, apenas un centenar de páginas en las que se guardan dieciocho cuentos breves. El estilo de Béleva es tranquilo, suave, sedoso -si se me permite-, pues nos encontramos con una Penélope que hila un paño con el que filtrar la realidad de una forma hermosa y terrible, dejando impregnado su tapiz de momentos aislados, que cobran un sentido universal, al alcanzar el alma del lector con sus revelaciones. 

De su telar, sosegadamente, surgen piezas que guardan en común varios aspectos: el ritmo pausado, pero firme, del avance del relato; el valor de la palabra en todo su esplendor, es decir, como unidad semántica, pero también como ser vivo que se emparenta con otras formas, con otros sentidos, ampliando el juego de nombrar; la constante presencia de dos planos paralelos: el de la realidad que se narra y el de un universo mágico, sensible, neblinoso, que se funda con los pilares del recuerdo y de la emoción, de los afectos y la tradición, del dolor y del recuerdo de la contemplación de la belleza; así como una precisión en el decir y una riqueza de imágenes, que hace de estos relatos auténticas perlas que rescatar del fondo de la lectura. 

Así, por ejemplo, convierte la emoción de cada vida en la llama de una vela en la iglesia, que alguien -en otro lugar- debe encender; emparenta al origen de las personas con su destino, haciendo de ambos una suerte de bienes hereditarios; transforma los despojos en un motivo para conservar la fe; eleva una simple letra a la categoría de brújula de una existencia; convierte una mancha fortuita en seña de identidad; retrata maravillosamente la vida rural, los conflictos étnicos o la herencia soviética a través de detalles mínimos; introduce el lirismo en la narrativa llevando a su prosa a convertir lo terrible en imágenes exuberantes, como si una colección mariposas brillara aleteando ajena a los alfileres que las dejan presas ante nuestra mirada; genera con su emoción el pespunte que mantiene unidas a las generaciones, en especial hace visible la belleza de ese vínculo poderoso y mítico en el que se imbrican abuelos y nietos; señala la importancia de esas mujeres invisibles, pero fortísimas, sobre las que se levantan las civilizaciones; nos ofrece la perspectiva alquímica de la vida, en la que una parte minúscula, un objeto trivial, puede representar a un todo más complejo y amplio; retrata al amor familiar como puzle que se completa con la unión de todos los corazones y al divino como un perro famélico necesitado de misericordia; a la burocracia sistémica como sesgo que marca a las personas aleatoriamente; universaliza la soledad con el plato eternamente vacío en una mesa para dos; enuncia el consabido dilema entre el decir, que nada nombra, y el callar más elocuente o nos presenta la violencia de género armada únicamente con la espada de su voz y de una sencilla palabra, tal que un arándano, por ejemplo, describiendo magistralmente la fuerza del sacrifico que se transmite de madres a hijas. 

Si tuviera que recomendar un libro que llevar en el bolsillo para hacer del autobús un lugar de conocimiento, para convertir una sala de espera en un lugar de introspección o un parque en un lugar de ensoñación y nostalgia, no dudaría en sugerirles la lectura de Los erizos salen de noche, de Yordanka Béleva y entonces -en cuanto leyeran con calma sus páginas-, no dudarían ustedes tampoco en sentir que -sin lugar a duda-, nos hallamos ante la dama de las letras búlgaras contemporáneas. 

Nota biobliográfica: Yordanka Béleva nació en Térvel -un municipio del noroeste de Bulgaria de unos 6.300 habitantes- en 1977 y es poeta y cuentista. Estudió Filología Búlgara por la Universidad  de Shumen y se Doctoró en Biblioteconomía en Sofia, desempeñándose como experta en la Biblioteca del Parlamento de Bulgaria. Es autora de los poemarios Batas y barcas (2002), El momento omitido (2017) y Noticias de la tarde (2024) y -además de la que aquí comentamos- de las colecciones de cuentos El nivel del mar del amor (2011); y de las obras líricas Las llaves (2015), Keder (2018) y La misericordia de Dios (2025), todos ellos -poesía y prosa- aún sin traducción completa al castellano.

Sus cuentos y poemas también han sido traducidos al inglés, alemán, francés, turco, croata y árabe y están incluidos en antologías tanto búlgaras como extranjeras. 

Ha sido finalista y ganadora de múltiples premios nacionales -de todos los más prestigiosos-, tanto en la modalidad de poesía como en la de prosa y varios de sus cuentos han sido llevados a la gran pantalla, adaptaciones que también han obtenido reconocimientos internacionales. 

Además, ejerce como guía de otros autores en talleres de escritura, así como reseña obras literarias en la web Portal Kultura.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

Impedir que la poesía se convierta en algo inútil

5 de septiembre de 2025 12:09:29 CEST

“Un hombre de mimbre/ y en el corazón yo/ ardiendo dentro” como el casto y puro sargento Neil Howie que, precisamente por eso, es elegido como víctima y sucumbe quemado en el muñeco de mimbre de la película de Robin Hardy del mismo título. Lo importante de todo, más allá de la simbología propuesta por este interesante poeta leonés (muy distinto al reciente ganador del premio de la Crítica, el zamorano-leonés, Tomás Sánchez Santiago), es hallarse ante una extensa auto antología que lo es, y no antojolía, por lo cuidada edición de cuantos poemas ha considerado Vicente Muñoz principales, y se encargan de presentarnos los avales de Nacho Escuín y José Ángel Barrueco.

Un libro muy apetecible desde el pistoletazo de salida por esa vulnerabilidad confesional del autor, verosimilitud, legibilidad para “impedir que la poesía/se convierta en algo inútil”. Y así ocurre cuando Vicente Muñoz se dispone con el corazón en la mano a contarnos su balanceo y funambulismo existencial, crítico con la sociedad de consumo y el capitalismo tardío (por decirlo a la moda Jameson), desde el extrarradio lejano de quienes ahí sobreviven y pelean sin pacto hasta arder, tal y como le pasa al hombre de mimbre junto a la chica raptada. Su estar fuera del mundo que critica voluntariamente, como divergencia y resistencia, se declara desde la orfandad de quienes no se suman y se disponen a la crítica, y que se consolida en su avance hacia el proema o poema en prosa o en los libros finales, y hacia cierto minimalismo donde ha recalado o evolucionando su carveniarismo inicial. O, si prefieren, ese mundo que limitaba con Roger Woolf, que supo retirarse a tiempo o Karmelo Iribarren, cuyo gracejo efectista se ha ido volviendo mimético y mecánico en buena medida, en su sobreabundancia y falta de evolución, aunque haya momentos apetecibles. No ocurre este mecanicismo en Vicente Muñoz, a quien, quizá, le sobren igualmente algunos declarativismos, pero ha tenido el valor de evolucionar en las maneras de contarnos su inadaptación y desasosiego, al hilo de la vida y lejos del automatismo de los poetas rentistas. Vicente Muñoz pelea con la vida y sus diablos interiores con autenticidad cambiante (y eso se percibe), con sus alzamientos desde la singularidad y la pobreza, en su evolución hacia el amor frente al encapsulamiento ácido; o hacia una introspección reflexiva (con motivos cambiantes y pensativos desde la inicial la tropología del mar hecha en su evolución bosque y monte como interlocutores), y donde ha empezado a coquetear con el Tohu y el Bohu, el caos y el vacío, pero también a reflexionar sobre el carpe diem y sortear el dramatismo apresador. Y así nos lo cuenta en esa última fase de diálogo con sus resistencias y desalientos, ciclotimias.

Tiene el lector, por consiguiente, una buena oportunidad de leer una poesía apartada del hermetismo y lo fragmentario, propia en sus imágenes e imaginario, muy personal y alejada de los trabalenguas que parecen decir más de cuanto cuentan, como el peor Lezama Lima (no el de Fragmentos a su imán. No todo el mundo es Marosa di Giorgio, aunque a veces recargue de más) para acercarnos a una obra difícil de conseguir por su dispersión y que, ahora, gracias a Editorial Páramo y su cuidada puesta en escena, nos llega finalmente, pues era esperada. No le decepcionará al lector acercarse a ella, ni conocer su verdad sin trampa en esta cuidada selección de libros de la juventud, desde sus desarreglos en Canciones de la gran deriva a su evolución hacia Animales perdidos, de tan explícito título en su camino de perfección; o los poemas en prosa de Días de ruta, hasta el último Poesía es un arma que carga el diablo. Y es lo que no es un blablablá chachachá huero y fingido, es atractivo siempre, se esté de acuerdo o no con su propuesta estética. Y ese talento en el saber decirse nunca nos decepcionará en este libro que pongo al alcance de mi mano en la biblioteca.

 

Vicente Muñoz Álvarez, Hombre de mimbre. Antología poética (1999-2025), Valladolid, Editorial Páramo, 2025.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba

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