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Configurar sentido descendente

Eternidad

13 de septiembre de 2024 12:04:47 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Pensar la eternidad

(con sus distintas marcas registradas:

«la gloria literaria» es una de ellas,

tal vez la menos falsa o la que pasa

mejor las aduanas, sin levantar sospechas

su a menudo dudosa mercancía),

pensar la eternidad, decía y digo,

es manejar trilita, un explosivo;

raro será que no te estalle un día

en el alma y te deje para siempre

mutilado de sueños y esperanzas.

Si «humano no es medirse

con los demás, sino ocuparse solo

de las cosas», no quieras

medir tu corta vida con nada que no sea

tan corto como ella.

Blíndate el alma con la rosa efímera;

hazte un búnker por dentro con el canto

del ruiseñor, bastión inexpugnable;

alambra con espino tus afectos

y mina sus contornos 

de soledad, pues los resentimientos

son buenos zapadores. Que ninguna

luna llena se vaya sin que tú

con ella hayas hablado unos minutos:

nada te hará más fuerte.

«Oh monte, oh fuente, oh río» es todo cuanto

un hombre como tú va a precisar.

Ninguna de las ruinas gloriosas del pasado

ni la suma de siglos que hasta aquí

nos las han conservado etiquetadas

vale lo que este día, uno de tantos,

lo que esta rosa efímera,

lo que un ruiseñor, lo que cualquier

noche de luna llena.

Cada segundo de esos, vividos a conciencia,

vale lo que mil años. 

Ninguna eternidad podría comparársele.

Escrito en Sólo Digital Turia por Andrés Trapiello

Un título ajustado, tomado de Yorgos Seferis “Dondequiera que viaje Grecia me duele” (o el dolor ante esa Grecia que ya no es la Magna Grecia), le sirve de partida a Helena González Vaquerizo en este ensayo, para hablar de la poesía griega reciente como respuesta a una situación social e identitaria de un país enfrentado a la precariedad frente a la mitificación de su historia. Y a sus propios conflictos ante una herida que vuelve a sangrar, por culpa de la crisis económica reciente, y todavía en el imaginario, con todo lo que de humillación y precariedad puso sobre la mesa. No hace falta ir muy lejos. En la memoria colectiva reciente europea aún colea la crisis económica de 2008-2009, como consecuencia de múltiples causas, contras las que estalló una rebeldía social de la juventud en la calle. Una de las causas desencadenantes fueron los riesgos adquiridos por ciertos alquimistas financieros, los famosos “quants”, o exprimidores al máximo de las posibilidades de crecimiento económico, y partidarios de la autorregulación de los mercados sin necesidad de mecanismos controladores o de su disminución e irrelevancia. La rueda de las especulaciones montadas y falta de control sobre los prestatarios que solicitaban créditos hipotecarios subió hasta el punto de generar grandes pasivos y morosidades, además de una inflación exponencial que acabó con bancos, instituciones, y casi con estados. Algunos debieron ser rescatados (Portugal, Italia, Irlanda, España y Grecia), por algo que se originó en Estados Unidos. Cuando Helena González Vaquerizo aborda la poesía de un periodo con epicentro en 2010, desde el título La Grecia que duele. Poesía griega de la crisis, parte fundamentalmente de la repercusión de esa crisis en los poetas nacidos entre los 70/80, y de cómo toman conciencia de su país desde la historia y crisis citada, que conlleva, acorde a los tiempos, una mirada sobre el género, crisis migratorias y la identidad nacional ante el presente y su historia. Siempre desde la poesía, recordemos. Estamos ante un minucioso ensayo generacional y visto desde dentro, con conocimiento profundo, rigurosidad y entusiasmo (en sentido etimológico) que, además de acercarnos a la poesía griega actual entre la tradición y la modernidad, muestra en las traducciones el hacer de unas promociones equivalentes en cierta manera a los/as poetas del malestar español (pero distintas) según los denominé. O, si prefieren, a los “deshabitados” (en términos de Juan Carlos Abril), en un momento de la invisibilización del capitalismo como ideología dominante.  Es muy posible que, en medio de las diferencias entre países con tradiciones tan diversas (Occidente/Oriente), tengamos que hacer más caso a las propuestas de Raúl Molina Gil (Poesía española joven: un estudio del campo poético. 2000-2019), en nuestro caso, sobre el desencanto y la marginalización o nuevos territorios que, desde Alicia bajo Cero a Voces del Extremo, han desembocado en los Hijos de los hijos de la ira, por contarlo con Ben Clark.

La nueva poesía griega surge “de manera espontánea y con gran ímpetu en un escenario de crisis económica a partir de la primera década del siglo XXI”, explica González Vaquerizo.  Espontaneidad e ímpetu son sinónimos de respuesta de la juventud y de escritores en su primera madurez ante una situación insatisfactoria, tal y como ocurrió con el 15-M en España en 2011.  En este caso el hecho desencadena una diferenciación estilística y asuntos marcados, de identidades frente a la canonización de la tradición (reutilizada con otros sesgos), que en España no se ha producido con esa virulencia, en mi opinión. Y para explicarnos todo ello ha dividido la autora el libro en dos secciones: “una introducción al contexto del país y de su producción poética reciente, y una selección y comentario de poemas”.  En una explicación sintética, clara y muy convincente, sin digresiones, se explica la primera sección y el resurgimiento de la problemática identitaria del país a partir de su reciente historia y los movimientos filohelenos, el peso del pasado o la reacción ante la citada crisis, hasta la relación de criptocolonialismo que Europa establece con Grecia. Es el preámbulo al estudio de cuanto también se ha llamado generación de la “melancolía de la izquierda”, y adelanto de cuanto se verá desde la poesía y que, nos avisa, parte de antologías recientes: “la mayoría de los poemas analizados (…) proceden de antologías bilingües griego-inglés” publicadas a partir del año 2009 y que su existencia es en sí misma una prueba de las complejas relaciones de servidumbre y dependencia de la cultura griega con Occidente”. Siempre es de agradecer esa honradez, pues muchas veces, tantas veces, vemos antólogos que no leen las fuentes primarias, pero no lo cuentan. Aquí, sin embargo, veremos una interpretación temática muy clara y amplia, aunque sea desde lo canonizado por los estudiosos, poetas y críticos griegos y extranjeros.

La segunda parte del libro, mucho más personal, incide en el asunto específico del libro. La autora avisa de haber realizado traducciones literales y no literarias, algo que para mi generación tiene connotaciones grandes a causa de las estupendas versiones realizadas sobre traducciones ajenas. Pienso en José María Álvarez (las de José Ángel Valente), frente, por ejemplo, a las de un gran conocedor de Cavafis, Miguel Castillo Didier (el prólogo a Kavafis íntegro (2003) es una delicia), pero cuyas traducciones emocionan mucho menos. Y también en la de Juan Manuel Macías en la Poesía Completa (2015), de referencia.  La autora nos avisa de esa literalidad con modestia y deja “a los profesionales de la traducción poética” el salto, aunque a pesar de la letra diminuta (debería haber sido más cuidado ese aspecto), los textos funcionen con sensibilidad literaria en castellano. Estamos pues ante un libro apasionante y apasionado, riguroso y filológico (por ahí anda, aunque sea tarea personal, el grupo de investigación Marginalia Classica) sobre esta revitalización de lo antiguo. Y así llegan con una perspectiva moderna “El país de los lotófagos” y la crítica implícita al hedonismo y a la búsqueda de una revitalización contra la adormidera del desánimo, con poetas como Phoebe Giannisi (1964), Kyoko Kishida (1983) o Lina Fytili (1974), por citar por lo breve. Y al fondo la crítica que hizo el poeta laureado Alfred Lord Tennyson contra la inercia y sensualidad sin misión, a diferencia de los Ulises o Eneas. La perspectiva reivindicadora exige, acorde a los tiempos, otras lecturas. Y así la perspectiva alcanza al género, a la Penélope cantada por varones, contra su papel mítico pasivo de un simple hilar y deshilar. Tal y como como diría Fernando Pessoa es una Penélope “revisitada” por la modernidad y otro rol literario (desde hace dos siglos) por un sinfín de escritores/as en la revisión feminista del mito. Los nombres son innumerables, desde Margaret Atwood o Louise Glük, por citar las mediáticas de moda, junto a otras personalidades revisadas frente a la mirada narrada por hombres (desde Circe a Ifigenia o Nausica). Y junto a esta sección la crisis de los refugiados o las muertes de los migrantes en el mar ante la indiferencia de Occidente al que el Egeo queda lejos, los movimientos migratorios por falta de futuro o el machismo, van teniendo reflejo en poetas como Yannis Stiggas (1977), Christodoulos Makris (1971), Jazra Khaleed (1979) o tantos otros que la autora estudia con claridad y precisión. Y, por supuesto, se cierra el libro con un capítulo dedicado a los “mármoles y ruinas”, o ese recuerdo del pasado heroico frente al presente en crisis, de las duras analogías entre el heroísmo de ayer y el presente en crisis, frente a las visiones románticas idealizadas. También hay una llamada de atención, llena de intención, sobre la policromía estatuaria y la multirracialidad, frente a la “blanquicización” o monocromatismo de las estatuas por parte del pensamiento occidental. Las ruinas son “un vivir entre ruinas”, entre diferentes perspectivas de las mismas, a las que asistimos a través de los poemas de Apostolos Thivaios (1981), Elena Penga (1981), Yannis Doukas (1981) o Dimitra Kotoula (1974) entre otros. No le falta tampoco el humor al libro en una divertida comparación entre Pericles e Isabel Díaz Ayuso. Un libro que, como recordaba Ortega y Gasset, además de ser un libro de ciencia y ser riguroso, “también tiene que ser un libro”, es decir estar bien escrito. Y si a todo ello le añadimos biobibliografía de los poetas estudiados y una extensísima bibliografía, tendremos un libro necesario y legible. Un ensayo muy serio, ágil, de plena actualidad, que nos habla de la Grecia real desde una perspectiva actual, la de la tercera década del siglo XXI, a través de la revisión de su historia en el presente desde la poesía.

Helena González Vaquerizo, La Grecia que duele. Poesía griega de la crisis, Madrid, Catarata, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Rafael Morales Barba



Dichoso quien, como Ulises, ha hecho un buen viaje

Joachim du Bellay


Ten siempre a Itaca en tu mente

Llegar allí es tu destino

Konstantino Kavafis

 

 

 

“Desandas el camino de la fuente, de la vía, de la viña. Y de pronto recuerdas el silencio de los membrillos” “Con prados silenciosos, en la orilla / de mi siempre Jiloca avanzo libre, / por lenta seda del ribazo oscuro /a beber en la fuente del regreso”. ¿Cómo mi poesía puede carecer de temas:/  cómo no puedo cantar lo que a Burbáguena se debe?"

Decimoséptimo poemario del autor es el poemario donde la ausencia del tiempo ido está más presente. Fosfenos es un poemario que el propio poeta describe como «revelador»«contundente» y «místico»

Itaca, Burbáguena, origen y destino. Alfa y omega. Razón de ser. Además de eso, nos encontramos ante un silbo de afirmación en la aldea como hiciera Miguel Hernández y Fray Antonio de Guevara en su Menosprecio de Corte y alabanza de aldea. Su mundo, su tierra; sólo su tierra. Su paraíso tantas veces añorado y recobrado. Le sobra todo lo demás.

En el prólogo a las Páginas escogidas, Machado, citado profusamente en Fosfenos, nos explicó uno de los logros formalizados con su poesía, del que se mostró muy satisfecho. “Como valor absoluto bien poco tendrá mi obra, si alguno tiene; pero creo –y en esto estriba su valor relativo— haber contribuido con ella, y al par de otros poetas de mi promoción, a la poda de ramas superfluas en el árbol de la lírica española, y haber trabajado con sincero amor para futuras y más robustas primaveras”.

Del frondoso árbol poético, como Machado, ha podado, cuidosamente, las ramas superfluas, del mismo modo que Juan Ramón Jiménez: “Se quedó con la túnica/ de su inocencia antigua./ (…)/ ¡Oh pasión de mi vida, poesía/ desnuda, mía para siempre!” Ha quitado las ramas pero no han desaparecido los ecos y los trinos de cuantas aves las han poblado. Esas que lo han acompañado en sus despertares como a Fray Luis. Se adivinan los fosfenos deslumbrantes de Quevedo, Bécquer, Machado, Juan Ramón y tantos otros. Como Don Antonio, a distinguir se para las voces de los ecos, y escucha solamente, entre las voces, una. Cumplen esas ramas superfluas que está decidido a podar, con el fin de que el árbol metafórico de la lírica luzca en su integridad. No debe extrañarnos el tremendo parecido entre la preocupación de Bécquer, otro autor numerosamente evocado por el autor, al principio de las Rimas y la de Enrique Villagrasa en su Fosfenos.

“Por los tenebrosos rincones de mi cerebro, acurrucados y desnudos, duermen los extravagantes hijos de mi fantasía, esperando en silencio que el arte los vista de la palabra para poderse presentar decentes en la escena del mundo. En algunas ocasiones, (…) buscan en tropel por donde salir a la luz de entre las tinieblas en que viven.(…) Necesario es abrir paso a las aguas profundas, que acabarán por romper el dique, diariamente aumentadas por un manantial vivo. (…) Si morir es dormir, quiero dormir en paz en la noche de la muerte, sin que vengáis a ser mi pesadilla, maldiciéndome por haberos condenado a la nada antes de haber nacido”.                             

En las Rimas se nos ofrece una poesía desnuda de artificios, una poesía de máxima condensación lírica. Si a Bécquer lo llevó a decir poesía eres tú, la presencia de la amada, la misma que, como en Dante, entiende que un poema cabe en un beso/ verso trémulo. “La bocca mi bacció tutto tremante” (Dante: Inferno, V, 136), en el caso de nuestro poeta, podemos decir que el tú que justifica el poema es Burbáguena. “Burbáguena con el Jiloca se hace verso/ y el poeta exiliado en el mar de su escritura/ abraza ribera y ribazos” (p.19). “(Toda luz amanece en verso justo en Burbáguena con su Jiloca)”. (p.30.)

Siles dice, a propósito de Enrique “Todo poeta tiene, guardado en su memoria, un espacio-tiempo al que siempre que lo necesita – y poeta es quien lo necesita- suele regresar. Ese espacio-tiempo, que puede tomar – o no- forma de lugar, es el que el poeta invoca y busca en ese otro espacio, nunca coincidente del todo con él, que es el de la página.”

Buscando la razón poética, la metapoesía, la metalírica de Fosfenos, podemos convenir, sin excesivo esfuerzo, no hacen falta ni la hermenéutica ni Gadamer, que “todo poeta es su pueblo”, (p.185) que lo sublime es lo normal que “toda poesía es mirada errante y todo poema/ es/ palabra ida. Al fin, marmóreo frío/ en Burbáguena”. (p. 35).

Villagrasa ha sido y es un experimentador (El poeta experimenta en el poema/ todas las formas de la nada y el azar/ del lenguaje en el lenguaje), que no se ha arredrado ni ante el poema en prosa ni ante las formas fijas ni ante la estrofa. Lo que prueba su decidida voluntad de innovación, y su necesidad también. “Todo poeta tiene, guardado en su memoria, un espacio-tiempo al que siempre que lo necesita – y poeta es quien lo necesita – suele regresar” (…) “el yo del autor y el yo de su persona poemática conversan sobre lo que a ambos les parece fue – y  en cierto modo sigue siendo aún – su identidad.” Dice Jaime Siles.                                                              

Villagrasa despertó a Burbáguena, ¿lo descubrió? al salir del convento. “Desde la celda llegaste a Burbáguena./ Llegaste al amanecer del nuevo día./ La poesía pudo al fin contener la luz/ del murmullo de las quietas aguas del Jiloca” (p.121). Como Machado, “Toda la imaginería/que no ha brotado del río, /barata bisutería”.                           

Lo confiesa. Del mismo modo que confiesa que la belleza, el fin último de la poesía, no puede ponerse en palabras, ¡ah lo inefable lírico!, más que por aproximación (o el silencio). La palabra poética empieza justo donde el decir es imposible. (José Ángel Valente)                                                                             

“El silencio que está en la base de la obra de arte (...) es la indecibilidad de la cual nace la obra, la oscuridad inherente a cada una de sus revelaciones. En el arte, la forma se condena y se redime al mismo tiempo. Su consonancia es disonante, su entonación milagrosa, armonía cacofónica. El arte no brinda respuestas, sino sólo una pregunta, y todo a su alrededor, la vida” (Thomas Harrison).                                                        

Señala J. A. Valente: “sabemos que comentar es aprender a callar, generar el silencio en el que el texto habla”. El silencio es entonces la materia de la escritura, indica los límites de su extensión y abre el camino a su posibilidad, una posibilidad que incorpora el riesgo de su propia imposibilidad; así se entienden las palabras de J. A. Valente: “Leer es entrar en el libro, es decir, en el territorio de su infinita posibilidad. Entrar en su blanco, en su silencio o en su vacío. (…) La plenitud del libro es su vacío”, y los poemas en los que escribe: “Vienen/ desde el vacío las palabras”, “Este tiempo vacío, blanco, extenso,/ su lenta progresión hacia la sombra”. “El arte no brinda respuestas, sino sólo una pregunta, y todo a su alrededor, la vida”.

Su pueblo es el topos al que volver y recurrir constantemente, como el mito del eterno retorno, el lugar donde se encuentra y se define a sí mismo. En el prólogo del libro, “Burbáguena o la poesía de los lares” José Luis Rey dice: “Villagrasa construye una obra de alabanza a los dioses primigenios del lugar; dioses de infancia y para infancia. Dioses para la palabra y para el silencio; para el poema y el ser.” Estamos ante un poeta profundamente lírico, qué poco hay en Fosfenos fuera de la poesía, y “lárico”, fiel a su lar, a sus lares, que lo hacen volver, volver, volver, cada momento a su Ítaca, a su paraíso. Es allí, en su paraíso, donde cuidadosamente teje y desteje, no le hace falta Penélope, la malla mágica del poema.

Hay que establecer un pacto entre los ojos y el corazón, pacto que se crea con memoria y lenguaje, con vida y poesía. La belleza depende del verso y el verso depende de Burbáguena.                                                        

“Burbáguena: esa realidad inventada, renacida, resurrecta, soñada, que reúne en sí misma los juncos de ayer con los de hoy, la escuela y el cementerio, y que permite a Enrique Villagrasa no huir de la huida sino dar sentido a su propio fluir. No otra cosa es la poesía: fijación de un instante que creíamos perdido, salvación de un momento que no queremos ver desaparecer” sigue Jaime Siles.                                                                           

Los poemas que contienen referentes explícitos o elementos relacionados con la vida o el entorno de la voz poética, que son prácticamente todos, se presentan en la nostalgia de lo indefinido En ese sentido un buen número de poemas plantean como un profundo motor para la nostalgia, el hecho de la imposibilidad de la palabra para ser la cosa que refiere, ese hecho refuerza en los poetas la impresión nostálgica de que hay una parte inaprensible en cada cosa; perciben que no hay modo de referir lo vivido sin lenguaje y, a la vez, notan que lo vivido queda tocado o convertido en buena medida en lenguaje.

Ese topos absoluto, topos trascendido y trascendente, que es Burbáguena, se desarrolla en otros topoi que anclan a este “monaguillo de incensario e hisopo” en su paraíso. Ahí están firmes en el recuerdo y en el presente “en el seco recinto de tus muertos ese tu espacio y su tiempo” (p.101), el río Jiloca, la viña, la fuente, el cierzo, la ermita, la casa, el barrio Moral, el cementerio, “Cuando yo venga a esta casa, el cementerio, no llegaré como extranjero/ Me quedaré aquí para encender tu memoria, como un cirio perfumado. Resonancia y ecos de vidas vividas” (p.149), “a lo lejos la imagen que te persigue: el cementerio/ de Burbáguena, al sol de la tarde siempre” (p,198) o el gratificante sabor de las cerezas, las uvas o los membrillos que nos aproximan la experiencia de nuestro poeta a la de Fray Luis y su huerto o a la de San Juan y el zumo de granadas. “El poeta prueba el exquisito sabor de las uvas en la viña/ de su padre” (p. 168).

Este locus amoenus, cerca del río y en soledad amena, como en Garcilaso, esta razón de ser para el poeta, requieren un contrapunto que haga más entendible la fascinación por ese pueblo-poema-verso-memoria-lenguaje. Ese silbo de afirmación en la aldea del que hablaba al principio.               

El contrapunto parece serlo Tarragona y su mar, la aldea y su río frente a la ciudad y el mar. Ciudad y mar que son vistos en el poema con un enfrentamiento en los títulos “En Burbáguena, mi pueblo” (p.46) y “En Tarragona, media vida”.(p.47). “¡En el Diari, en el Port: oh triste memoria! Ciudad con menos teclas que un piano”. (p.47).

Ciudad y aldea que encuentran su nexo, aparte de en la biografía del poeta, en el puerto. Ambos, Burbáguena y Tarragona tienen un puerto que ha conocido las diferentes inquietudes del poeta. Tarragona, exilio pluscuamperfecto la llama en ocasiones,  ofrece un puerto en el que trabajar, Burbáguena le ofrece un Puerto: plaza donde descansa el viajero, ante el signo grave de  tres bares y una farmacia, (p.170) y la casa del Temple. Cerca del Puerto. (p.134). en la que nació, aunque no la reconozca.               

“Así es mi vida del Jiloca al Mediterráneo en este otoño primaveral” (…) Aunque/ siempre estoy en mi pueblo con los que están en mi tierra cercana” (p.99). “No quiero volver a ese mar mediterráneo de la Tarragona del noreste. No quiero/ vivir bruñido por el sol. Estoy con la belleza/inaudita de Burbáguena y sus gentes” (p.178)            

Pero en Fosfenos ni todo es retorno ni solo es luz. Como dije de Sílaba del anochecer, es un libro recorrido por la tristeza, lleno de percepciones tristes, románticas si se quiere, en las que el autor se anega. El recuerdo es nostalgia, añoranza del paraíso de la infancia.     

Observamos como peculiaridad que el interés de la poesía de nostalgia por la ausencia y lo perdido deriva en la reflexión sobre lo irresoluble o lo imposible. Nos anuncia el fin de algo, la imposibilidad de seguir poblando de palabras las hojas, bien porque la mancha de la tinta las ha hecho inservibles o bien porque no hay tinta con la que impregnar la pluma, dije en otra ocasión.  

Cernuda decía: “Importa que el poeta se dé cuenta de cuándo acaba una fase y comienza otra en su desarrollo espiritual; mientras el poeta está vivo, es decir, mientras no se agote su capacidad creadora. No solo es letraherido. Aparecen aquí y allá destellos del presente que nos dicen que la poesía sabe esperar, y dejar paso a otras realidades como puedan ser la pandemia, la muerte de una gatita o las guerras, las malditas guerras, que nos rodean o la visión idílica de unos “niños jugaban en la acequia con sus cáscaras /de nuez” (p.175).                             

Fosfenos da para mucho, como las infinitas esquinas del verso que lo contiene. “La poesía de Enrique Villagrasa, tiene un componente metapoético esencial, hasta el punto de que no la comprenderemos si no somos consciente de ello. Vale decir que este autor tiene, en gran parte de su obra, la poesía como referente último de su mensaje.” (Pérez Lasheras)               

Efectivamente, como característica que tiene ya arraigo en los anteriores poemarios de nuestro poeta, la metapoesía hace presencia en casi todas las secciones del libro. Junto con estos ingredientes habría que añadir otros formales (como el dominio del ritmo poético) o de tono (como la nostalgia -el poeta ha vivido, por razones laborales, lejos de su tierra natal, la muy hermosa comarca del río Jiloca- o la ternura), y de este modo nos haríamos una primera imagen de la poesía de Enrique Villagrasa, en apariencia sencilla pero complejamente elaborada.   “¿Acaso en el fondo del verso no es donde vives/ aquel poema que palpita en su profunda luz?”           Para Enrique Villagrasa, sigue Siles, “La poesía es lo que él encuentra en Burbáguena, donde la palabra es vida y sendero directo al pasado. Lo que lo obliga a buscar en el texto lo que llama las fronteras de la palabra, que él identifica con el límite blanco/ sonoro, del lenguaje del silencio”.

Cierro esta breve aproximación al libro y su autor con otro reto poético: es la reivindicación del especio lector, como hizo, hace casi un siglo, Robert Escarpit. “Lo sagrado, es la comunicación, el texto es algo secundario" decía el Profesor de Burdeos. 

El receptor, con sus posibilidades descodificadoras, es el protagonista final de la cadena de comunicación y conocimiento. La relación es entre tres: emisor-receptor, siendo el texto la bisagra en torno a la cual giran ambos. O Noé Jitrik: “Leer es transformar lo que se lee, lo cual deviene, de este modo, un objeto refractado, interpretado, modificado.                       

El poema lo es porque lo es para el lector. En muchos casos el autor, el poeta, es su propio lector. De ahí que entre la página y aquel se establezca siempre una dinámica dialógica, en la que el yo del autor y el yo de su persona poemática conversan sobre lo que a ambos les parece fue -y en cierto modo sigue siendo aún- su identidad.

“Es la persona lectora quien termina el poema al atravesar esa y no la puerta que conduce al desierto” (p.97). “Que es un juego de espejos en el misterio, del que no hay que separar obra y lector” (p.53).                                                          

Hay que transgredir los límites entre lo vivo, lo experimentado y la metáfora” “canto y cuento es el deseo poético” nos dirá ( p. 105). “Al igual que el Jiloca busca el mar/ el que esto escribe busca y persigue/su conocerse y conocer mejor lo propio”. ¿Cuándo habitarán mis versos/ en tu pasión? Urge ese/ planteamiento poético de la realidad” (p.177).

“El lector es siempre el que escribe/ el poema y su decir significado/ yo me (re)invento en los poemas. Tú te descubres en las palabras./ En tu lectura los signos son. En mi escritura no se significan. ¿Qué clave utilizas poeta?/ La misma que tú lector./La palabra ida” (p.207).                                                                  

“Un libro de plena madurez reflexiva en el que la memoria se hace filosofía y sensación, conciencia disgregada que busca lo originario y el retorno, que confía en el lenguaje para que persista en los ojos del niño que habitamos esa ilusión azul de eternidad” (José Luis Morante).                                         

Tu sola compañía es la palabra. La soledad del verso te sustenta. No está nada mal reconocer que el poeta vive de (entre, por, hacia, para, con, etc. se puede añadir muchas preposiciones) la soledad de su verso. El eco de ese verso que, de acuerdo con las palabras del poeta en ese mismo poema, alumbra el día en el recorrido del poeta por las calles.      

“Sólo el poeta puede/ mirar lo que está lejos/ dentro del alma, en turbio/ y mago sol envuelto./ En esas galerías,/ sin fondo del recuerdo, /...” (Machado). El ancho azul de la tarde y su rostro fosfénico.

Hace muchos años escribí sobre Sílaba del anochecer: “es un libro recorrido por la tristeza, lleno de percepciones tristes, románticas si se quiere, en las que el autor se anega. El recuerdo es nostalgia, añoranza del paraíso perdido de la infancia y el presente intentos de una fuga imposible”.              

Digamos, para cerrar estas páginas que todo el poemario no es más que la búsqueda de la palabra definitiva, del verso que refleje mejor sus estados de ánimo, sus sentimientos. El poema demiurgo: El poema quiere alumbrar con el verso lo que el silencio clama.                                                                   

Burbáguena es la marca de origen, el factor desencadenante. El poeta labra sus surcos poéticos desde esta confesión, esa es su atalaya, su perspectiva, el cristal que tiñe con su color cuanto se contempla a través de él. 

Termino con su final, con su confesión: “Y decirles a las personas lectoras de Fosfenos que aquí está mi vida y su poesía, con muchos ecos y muchas voces, con muchas lecturas, con muchos versos repetidos en una forma y en otra, una estructura y otra, siempre necesarias por y para la unidad temática, Es un libro de libros muy descriptivo, pienso, de lo que es el proceso de escritura, o al menos del mío. Y es, tal vez, un tanto, mucho o poco, místico, revelador y contundente. Ahora, las personas lectoras tienen la palabra. ¡Gracias!” Nota final. (p.215.)                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Simeón Martín Rubio

Una ejemplar antología del género aforístico

22 de agosto de 2024 12:59:30 CEST

Lo dijo Juan Ramón Jiménez y a mí me gusta repetirlo: a la hora de elaborar una antología las razones por las cuales se incluye a unos escritores y se excluye a otros depende en gran medida del grado de amistad, de enemistad o de indiferencia existente entre quien elige a los antologados y estos. Así que una antología, por lo general y según el poeta moguereño, no suele ser sino una criba hecha por afinidades electivas en la que obviamente y como no podía ser menos son todos los que están pero no están todos los que son. O dicho de otra manera: no hay antología en la que la subjetividad no sea el criterio de selección. En el caso que nos ocupa, el propio José Luis Morante, autor de esta antología de aforistas españoles comprendidos entre los siglos XX y XXI, nos recuerda ya al final de su prolijo y detallado prólogo algo que afirmó el también antólogo de aforistas José Ramón González a propósito del carácter personal y subjetivo de toda antología, en cuanto que «una antología es, por necesidad, una propuesta siempre incompleta y cuestionable, y es imposible sustraerse al juicio severo e inapelable del lector, que suele moverse entre el “falta este autor” y el “sobra este otro”». Ni que decir tiene que esta apelación al juicio severo e inapelable del lector parte de la suposición o de la hipótesis de que todo lector de una antología conoce al dedillo el universo literario en el que pulula una porrada de escritores dedicados a un mismo género, y que por esa misma razón estaría justificado entonces que se mostrara crítico con la selección llevada a cabo por el antólogo siempre y cuando echara en falta a tal autor o le sobrara tal otro. Pero, ¿realmente las antologías se elaboran pensando especialmente en ese tipo de lectores tan enterados y puntillosos? ¿O, más bien, se hacen para dar a conocer a los más representativos escritores de un género, sin más pretensión que esa?

En el caso de Paso ligero José Luis Morante ha seleccionado, según su criterio, «las aportaciones coetáneas más exigentes de la producción aforística en castellano desde el despertar del siglo XX hasta el ahora», que incluye a autores de la llamada Edad de Plata, como Miguel de Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o José Bergamín, a autores de la Posguerra y la Dictadura, como Ramón J. Sender, Max Aub o Rafael Sánchez Ferlosio, y por último a autores vivos enclavados dentro del período de la Transición y la democracia, como Manuel Neila, Ramón Eder, Benjamín Prado o Erika Martínez. En total son veintisiete aforistas los que Morante ha seleccionado. Evidentemente podrían (o deberían) ser más, si nos atenemos a su criterio de máxima exigencia respecto a las aportaciones aforísticas producidas en castellano durante los aproximadamente últimos cien años, excluyendo las llevadas a cabo por autores hispanoamericanos (que, por cierto, aunque no son españoles, también escriben en castellano, lo cual no casa bien con lo que se apunta en el subtítulo del libro, dado que la tradición de la brevedad en castellano debería incluirlos).

En su largo prólogo (casi doscientas páginas), Morante se remonta a los orígenes de la escritura breve, situándolos en los «espacios colonizados por las civilizaciones fluviales: Egipto, Mesopotamia, Babilonia, China, India, Persia y Judea», donde fundamentalmente tuvieron un carácter práctico, moralizante y aleccionador, en forma de preceptos, normas, refranes o dichos, que más tarde llegarían a los territorios de las antiguas Grecia y Roma para incorporarse al pensamiento lapidario de la filosofía en autores como Diógenes Laercio, Protágoras, Parménides, Cicerón o Marco Aurelio. La Edad Media, el Renacimiento y el Barroco son otras estaciones de paso en las que se analiza el devenir de la escritura breve, estaciones en las que despuntaron Sem Tob, Juan Rufo o Baltasar Gracián, entre otros. Pero donde Morante se detiene con más ahínco es en el transcurso que va desde la Generación del 98 hasta nuestros días, pues es ahí donde percibe un cambio de rumbo en el género aforístico, que abandona su carácter moralizante y aleccionador para abrirse a nuevas expresiones que abarcan desde las reflexiones filosóficas hasta los divertimentos verbales, sin que las ocurrencias, las greguerías o las ideas líricas queden ni mucho menos postergadas, dado que «el aforismo ya no es solo “una sentencia breve y doctrinal que se propone como máxima”, según argumentaba el diccionario de la Real Academia, sino un material expresivo contradictorio, un género maleable que admite disquisiciones y da pie a una etimología donde conviven intenciones hondas y juegos verbales». Y es precisamente ese carácter contradictorio el que ha permitido que el género aforístico se haya convertido a lo largo de esta última centuria en un verdadero cajón de sastre, que incluso afecta al propio nombre del género, pues no han sido pocos los autores que lo han bautizado a su peculiar modo como cofrecillos de sorpresas (Benajmín Jarnés), aerolitos (Carlos Edmundo de Ory), sofismas (Vicente Núñez), greguerías (Gómez de la Serna), consejos, sentencias y donaires (Antonio Machado), máximas mínimas (Jardiel Poncela) o nótulas (Cristóbal Serra). 

Afirma José Luis Morante que «más allá de contingencias y gustos circunstanciales, el aforismo ha encontrado por fin, en su despliegue, reconocimiento mayoritario y activa presencia intelectual». Sin duda, tal aserto es manifiestamente optimista, quizá algo exagerado, porque que haya unas pocas pequeñas editoriales y algunos concursos dedicados al fomento y la publicación de libros de aforismos no supone, creo yo, un reconocimiento mayoritario entre los lectores, que probablemente no pasarán de los doscientos o trescientos en nuestro país, cosa que no es suficientemente notable como para tirar cohetes, lo cual no quita que Paso ligero sea una obra importante que ayudará a entender el devenir histórico del género aforístico en España y a conocer a algunos de sus principales representantes. Bien es cierto que estos representantes incluidos en este libro podrían haber sido otros, sobre todo los que pertenecen al último período, Transición y democracia, pues nombres como los de José Mateos, José Manuel Benítez Ariza, José Luis García Martín, José Luis Trullo, Javier Salvago o Antonio Rivero Taravillo hubieran merecido igualmente formar parte de la selección, tanto por su valor literario como por su notable producción aforística, cosa esta última que en tales autores está muy por encima de la de por ejemplo Juan Manuel Uría o Erika Martínez, pero ya recordé al principio lo que decían JRJ o José Ramón González y no vale la pena insistir más en ello. No obstante esta salvedad, unida a algún pequeño equívoco, como confundir la Alianza de Intelectuales Antifascistas con una inexistente Alianza de Intelectuales Antifranquistas (pág., 74) o referir que Max Aub ingresó en el PSOE en 1927 cuando en realidad lo hizo en 1929 (pág., 90), lo cierto es que la labor llevada a cabo por José Luis Morante en esta antología es irreprochable, no solo por su amplio y minucioso conocimiento de todo lo relativo al género aforístico de habla hispana sino también por su ejemplar difusión de la importancia que esta breve forma expresiva ha tenido en la obra de algunos de nuestros más insignes literatos. Razón suficiente como para que cualquier lector interesado en este género literario no deje pasar la ocasión de adentrarse felizmente en sus páginas.


Paso ligero. La tradición de la brevedad en castellano (siglos XX y XXI). Edición, selección y prólogo de José Luis Morante. La isla de Siltolá, 2024

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Álamo

La pasión arrebatada por lo mundano

19 de julio de 2024 09:49:25 CEST

El nuevo libro de Cristina Grande es uno de los mejores de su carrera. Cristina, costumbrista acelerada por la vida, escribe en Diario del asombro, un compendio de celebraciones, casualidades y situaciones que recorren los años anteriores y posteriores a la pandemia en forma de diario lírico y, sorprendentemente, atemporal. Digo que sorprendente por la misma naturaleza de la narración: parecería que las vivencias personales tendrían una fecha de caducidad para el lector, pero no es así en absoluto. Cristina Grande elabora una especie de bestiario de jornadas, donde tienen cabida desde su afición por el ciclismo, su ecléctica selección de pasiones literarias y cinéfilas o sus distintos viajes. Cristina Grande exhala el pulso de Natalia Ginzburg y la cotidianidad de Annie Ernaux, pero, por no circunscribirnos a literatura femenina, los ecos de Georges Perec y la pasión por la mutación del presente de Julio José Ordovás se recogen en las páginas de Diario del asombro. Leer el recorrido de una vida, aunque sea en un periodo de unos pocos meses, tiene una parte de voyeur y otra de cazador de disonancias. La plaza de Chodes, un té de Calmarza, una parada en Roda de Isábena, la belleza fronteriza de Valderrobres o un vino en Bodega Almau. Ferias del libro que marcan las estaciones, presentaciones que acaban siendo encuentros con amigos, un café en las Cinco Villas, compartir el Año Nuevo Chino con Ismael Grasa y, después, recordar el disco mágico de Lole y Manuel, de aquel año 1975 en el que todo parecía comenzar. 

Construir los años a partir de fragmentos enlazados por el anecdotario básico de la vida. Lo que lleva siendo, desde siempre, el cemento fundamental de la literatura. Canciones en El Frasno, cerezas de autovía, el apeadero de Sabiñán, la llegada del encierro, esa muerte vírica con apellido de número primo, encontrar frases como: Leer estos días a Rodrigo Fresán y Cristina Grande te hace coincidir en una cierta obsesión por La invasión de los ladrones de cuerpos. Y sus distintos remakes, claro. Cristina Grande, desbordante cuentista, vaporosa columnista, ha cultivado la cotidianidad de un paseo con su madre observando la marabunta de zaragozanos recuperando su libertad tras el encierro o la lectura de Miguel Mena, Fernando Sanmartín o Eva Puyó, con recuerdos de momentos claves en la historia reciente de la modernidad en Aragón (desde la fallida presentación de Vida ávida de Ángel Guinda en la sala Oasis el día del golpe de Estado de 1981 hasta la 'amputación' de las salas de cine en la ciudad de Zaragoza). Cristina Grande hace del alimento y la cocina nutritivos temas literarios, de los encuentros casuales un ejercicio de recuerdo, una especie de concatenación que parece encerrarnos en un mullido laberinto, una relación fraternal entre la autora y su lector, que se encuentra cómodo sumergiéndose en unas páginas familiares. El aliento de Francisco de Goya, la lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, el SEPU que salta de las líneas escritas por Ana Alcolea a las de Cristina Grande. Toda una maraña de referencias y vivencias, un corazón que escupe cenizas después de haber ardido con fuerza durante décadas, un momento mágico, volcán en tierra plana. 

En Diario del asombro hay espacio para María Moliner y Vicky Calavia, para Eurovisión y Franco Battiato, el fallido concierto de Leonard Cohen en Binéfar en el año 1998, la cultura más pop con Sigourney Weaver en Alien 3, para Álvaro Cunqueiro e Ignacio Martínez de Pisón, para la Quitería Martín y el número Áureo y, también, el amor platónico de Sean Connery y su madre. Con una estructura construida a base de años, inequívoca sucesión de sensaciones, desde la monotonía previa a la distopía mundial, la asonancia social de los meses de encierro y la voracidad por la vida que trastorna el mundo en los meses de mascarillas, distancia social y hambre atrasada. Hambre por ejecutar los verbos copulativos como se hacía en los tiempos de las canciones pop. Ese mismo contraste nos acuna hacia la sensación dubitativa que emerge entre las páginas: Cristina fuma y deja de fumar, recuerda que es una urbanita implantada, habla de sus amigos, su familia, su pareja para, unas páginas más tarde, construir una bitácora de encastillamiento, de soledad elegida. La reina de África, una especie de presencia constante en la novela, provoca un estado de empatía hacia la autora, sedienta de grandes aventuras mientras habita la comodidad de los días sin demasiados tumbos. Quizá ese sea uno de los paralelismos más potentes de la narrativa de Cristina Grande, al menos en este libro, donde, por supuesto, se reflexiona sobre el acto de escribir. Sin pedantería ni saberes absolutos, deja al lector algunas pistas (me niego a usar la palabra 'instrucciones'): “Escribimos para no olvidar, ya que es muy frágil la memoria humana”. 

Este libro de Cristina Grande supone un momento magnífico en su trayectoria como autora. El lector termina seducido por las posibilidades que se abren, tanto durante su lectura como en una reflexión posterior. ¿Qué regusto deja Diario del asombro? ¿Somos capaces de discernir la naturaleza de lo leído? Un dietario, un diario, una novela autobiográfica... quizá eso sea algo demasiado evidente. Hay mucho más, tanto que uno siente necesaria una revisión puntillosa y visceral, porque la pasión que transmite la calma narrativa de Cristina Grande convierte Diario del asombro en la obra de un heterónimo, de un ausente, de una autora distinta, que escribe sobre Cristina Grande. Con o sin su permiso. 

 

Cristina Grande,  Diario del asombro, Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

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