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Configurar sentido descendente

La pasión arrebatada por lo mundano

19 de julio de 2024 09:49:25 CEST

El nuevo libro de Cristina Grande es uno de los mejores de su carrera. Cristina, costumbrista acelerada por la vida, escribe en Diario del asombro, un compendio de celebraciones, casualidades y situaciones que recorren los años anteriores y posteriores a la pandemia en forma de diario lírico y, sorprendentemente, atemporal. Digo que sorprendente por la misma naturaleza de la narración: parecería que las vivencias personales tendrían una fecha de caducidad para el lector, pero no es así en absoluto. Cristina Grande elabora una especie de bestiario de jornadas, donde tienen cabida desde su afición por el ciclismo, su ecléctica selección de pasiones literarias y cinéfilas o sus distintos viajes. Cristina Grande exhala el pulso de Natalia Ginzburg y la cotidianidad de Annie Ernaux, pero, por no circunscribirnos a literatura femenina, los ecos de Georges Perec y la pasión por la mutación del presente de Julio José Ordovás se recogen en las páginas de Diario del asombro. Leer el recorrido de una vida, aunque sea en un periodo de unos pocos meses, tiene una parte de voyeur y otra de cazador de disonancias. La plaza de Chodes, un té de Calmarza, una parada en Roda de Isábena, la belleza fronteriza de Valderrobres o un vino en Bodega Almau. Ferias del libro que marcan las estaciones, presentaciones que acaban siendo encuentros con amigos, un café en las Cinco Villas, compartir el Año Nuevo Chino con Ismael Grasa y, después, recordar el disco mágico de Lole y Manuel, de aquel año 1975 en el que todo parecía comenzar. 

Construir los años a partir de fragmentos enlazados por el anecdotario básico de la vida. Lo que lleva siendo, desde siempre, el cemento fundamental de la literatura. Canciones en El Frasno, cerezas de autovía, el apeadero de Sabiñán, la llegada del encierro, esa muerte vírica con apellido de número primo, encontrar frases como: Leer estos días a Rodrigo Fresán y Cristina Grande te hace coincidir en una cierta obsesión por La invasión de los ladrones de cuerpos. Y sus distintos remakes, claro. Cristina Grande, desbordante cuentista, vaporosa columnista, ha cultivado la cotidianidad de un paseo con su madre observando la marabunta de zaragozanos recuperando su libertad tras el encierro o la lectura de Miguel Mena, Fernando Sanmartín o Eva Puyó, con recuerdos de momentos claves en la historia reciente de la modernidad en Aragón (desde la fallida presentación de Vida ávida de Ángel Guinda en la sala Oasis el día del golpe de Estado de 1981 hasta la 'amputación' de las salas de cine en la ciudad de Zaragoza). Cristina Grande hace del alimento y la cocina nutritivos temas literarios, de los encuentros casuales un ejercicio de recuerdo, una especie de concatenación que parece encerrarnos en un mullido laberinto, una relación fraternal entre la autora y su lector, que se encuentra cómodo sumergiéndose en unas páginas familiares. El aliento de Francisco de Goya, la lectura de Mortal y rosa de Francisco Umbral, el SEPU que salta de las líneas escritas por Ana Alcolea a las de Cristina Grande. Toda una maraña de referencias y vivencias, un corazón que escupe cenizas después de haber ardido con fuerza durante décadas, un momento mágico, volcán en tierra plana. 

En Diario del asombro hay espacio para María Moliner y Vicky Calavia, para Eurovisión y Franco Battiato, el fallido concierto de Leonard Cohen en Binéfar en el año 1998, la cultura más pop con Sigourney Weaver en Alien 3, para Álvaro Cunqueiro e Ignacio Martínez de Pisón, para la Quitería Martín y el número Áureo y, también, el amor platónico de Sean Connery y su madre. Con una estructura construida a base de años, inequívoca sucesión de sensaciones, desde la monotonía previa a la distopía mundial, la asonancia social de los meses de encierro y la voracidad por la vida que trastorna el mundo en los meses de mascarillas, distancia social y hambre atrasada. Hambre por ejecutar los verbos copulativos como se hacía en los tiempos de las canciones pop. Ese mismo contraste nos acuna hacia la sensación dubitativa que emerge entre las páginas: Cristina fuma y deja de fumar, recuerda que es una urbanita implantada, habla de sus amigos, su familia, su pareja para, unas páginas más tarde, construir una bitácora de encastillamiento, de soledad elegida. La reina de África, una especie de presencia constante en la novela, provoca un estado de empatía hacia la autora, sedienta de grandes aventuras mientras habita la comodidad de los días sin demasiados tumbos. Quizá ese sea uno de los paralelismos más potentes de la narrativa de Cristina Grande, al menos en este libro, donde, por supuesto, se reflexiona sobre el acto de escribir. Sin pedantería ni saberes absolutos, deja al lector algunas pistas (me niego a usar la palabra 'instrucciones'): “Escribimos para no olvidar, ya que es muy frágil la memoria humana”. 

Este libro de Cristina Grande supone un momento magnífico en su trayectoria como autora. El lector termina seducido por las posibilidades que se abren, tanto durante su lectura como en una reflexión posterior. ¿Qué regusto deja Diario del asombro? ¿Somos capaces de discernir la naturaleza de lo leído? Un dietario, un diario, una novela autobiográfica... quizá eso sea algo demasiado evidente. Hay mucho más, tanto que uno siente necesaria una revisión puntillosa y visceral, porque la pasión que transmite la calma narrativa de Cristina Grande convierte Diario del asombro en la obra de un heterónimo, de un ausente, de una autora distinta, que escribe sobre Cristina Grande. Con o sin su permiso. 

 

Cristina Grande,  Diario del asombro, Libros del Gato Negro, Zaragoza, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La maestría de Mariano Gistaín

18 de julio de 2024 14:24:09 CEST

Mariano Gistaín es uno de los escritores más avanzados y originales de las letras aragonesas. Un referente en el manejo de las distopías cotidianas, la influencia del avance tecnológico en la sociedad y, también, un autor capaz de insertar la cultura pop en la literatura, haciendo del asombro su sello único y del costumbrismo aragonés una nueva forma de ciencia-ficción anticipatoria. En este Nadie y nada, la narrativa se construye en forma de diálogo interior, esquemático y abstracto, con claros efluvios al Samuel Beckett de Final de partida y, por ende, los abandonados protagonistas de las obras de teatro de Fernando Arrabal. El diálogo interior, sintagma arriesgado, entre A y B, como personajes atrapados en un remedo de “diálogo de besugos”, como se estilaba en los tebeos de los setenta y ochenta, busca el contraste entre un desierto apocalíptico de arena cristalizada y los restos de las páginas webs abandonadas tras el colapso digital. Son veinticinco años después de una bomba nuclear o un servidor caído, son A y B, el 1 y el 0, que no pueden sumarse ni multiplicarse porque el resultado deja de ser dúo y se convierte en único. Mariano Gistaín acelera y desacelera el diálogo, como instantes de arco voltaico, como el sobrecalentamiento de una resistencia que detiene el procesador de la vida: “No puedo ver más allá de mis pensamientos /¿Y cuáles son? Prácticamente ninguno / Entonces verás muy lejos. Hasta el infinito / ¿Y qué hay? Nada”. 

¿Se puede dormir dentro de la muerte? Inmateriales, pero conscientes, intercambiables, pero únicos, los dos personajes son conscientes de la historia de la Humanidad, sus elucubraciones recorren libros, películas o series de televisión. Incluso dramas y viñetas: astronautas hibernando, videojuegos inacabados, sueños de los vivos, limbo de los muertos. Escapan al Test de Turing asegurando que no son máquinas porque no tienen miedo, intentan recoger el eco de una vida buscando el registro de sus almas al rebotar en las paredes invisibles que los rodean. Mutuamente traspasables, no responden a ninguna ley en concreto, así que exigen la única responsabilidad posible: el entrelazamiento cuántico. No es el dónde están, es la mayor probabilidad de encontrarlos. La maestría de Gistaín es manejar los instrumentos literarios para desarrollar un texto ágil, trufado de referencias científicas, pero que, por otro lado, funcionan para el lector humanista, a pesar de la exigencia teórica de las mismas. Es por eso que cualquiera puede sentirse identificado ante semejante despliegue de azar e identidades reseteadas, de duelos a garrotazos o perros hundidos en el alquitrán transparente. Es amor y es guerra, es beso y pelea. Uno duda y Gistaín parece responderte: es el azar, la estadística, el número, son monos en cantidad suficiente, durante infinito tiempo, tecleando máquinas de escribir -quizá mejor computadoras., las que en ausencia de límites, acabas delineando la existencia de A y B. 

“Y si fuéramos los últimos, y si fuéramos los primeros” Se preguntan. Si hay ventana hay público que contempla, manifestación última de la cultura digital que nos rodea. Es una subasta, un canal de cable, un “pagar por ver”, donde se confunden los recuerdos implantados con los reales -y aparece un guiño al clásico “Blade Runner”, no por manido menos oportuno-, como si los protagonistas fueran una especie de mezcla entre “bots” de páginas de atención al cliente y “replicantes” de Philip K. Dick programados para “Gran Hermano”. Woody Allen y la muerte “No tengo miedo a la muerte, solo espero no estar ahí cuando llegue”, una emanación, romper la cuarta pared con una tercera letra, impar, que resuelve el empate. 

Mariano Gistaín busca sorprender, busca mantener atento al lector, compartir con él el escapismo, la monotonía, la situación excepcional, lo cotidiano. Es una lista que crece conforme avanzan las hojas, acumulando tras de sí todo lo propuesto previamente, como en una intrincada narrativa de raíces y grafos, bosques de valor intrínseco que nos llevan a algunos estadios de Javier Tomeo. Encontramos la dicotomía entre Inteligencia Artificial y Dios Creador, encontramos, por otro lado, la necesidad de ambos entes/conceptos de sus creaciones para existir. Así que sin fuera no puede haber un dentro, sin voces no puede tener sentido el trueno. Si antes hablábamos de cultura pop, Gistaín trae los ectoplasmas de los Cazafantasmas, los muertos vivientes de George A. Romero y, por supuesto, Hal 9000, icónica y fundacional máquina de pensamiento autónomo, aparecida por primera vez en Odisea del espacio, el largometraje de Stanley Kubrick basado en la obra de Arthur C. Clarke. Incluso nos deja, como miguitas de pan o guiños al lector avezado, la idea de una canción, quizá Daisy Bell. “Te puedo dar todo menos el amor, baby”, resuena a nuestro alrededor. Es un final como otro cualquier, probable, pero no seguro: “si no hay público no existimos, si el público existe, nosotros también”. Una exigencia neuronal, la culpabilidad del lector, su responsabilidad más bien. Si no lee Nadie y Nada es probable que no existan A. y B. o, incluso, que nadie recuerde a un escritor llamado Mariano Gistaín. 

 

Mariano Gistaín, Nadie y Nada, Zaragoza, Prames, 2024.

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

La realidad, en ocasiones, parece surgida de la ficción. Hace algunas semanas, la idea de construir (en Barcelona) un aeropuerto en el mar, aparecía en todos los periódicos de tirada nacional. Mucho más bella la propuesta de Mariano Peyrou (Buenos Aires, 1971), El mar hospital es el mar aeropuerto (Espasa), un poemario que transita por la experiencia del exilio y trata de trazar su lábil hechura. Se cierra con unas notas a propósito del maridaje entre esta experiencia y la escritura.

 

- ¿Cuándo conviene quedar del lado de lo imaginario en vez de lo real, «sentir más interés por lo que podría haber que por lo que hay»?

- No sé si “conviene” eso, así, en general. Creo que el interés por lo imaginario es algo que todos tenemos en alguna medida y que en algunas personas está más desarrollado que en otras, hasta convertirse en una especie de rasgo de personalidad. Cuando se da en exceso, tiene efectos deplorables: la desconexión con la realidad. Pero también es deplorable una excesiva conexión con la realidad, por decirlo así.

Lo que sí sé es que, igual que conviene no desconectarse demasiado de lo que hay —de la gente que nos rodea o de los semáforos, por ejemplo—, igual que hace falta desarrollar una serie de habilidades para insertarse en el mundo, también conviene y hace falta estudiar en serio esa dimensión imaginaria, estudiarse en ella. Me parece que esa es una pequeña revolución que forma parte del conjunto de revoluciones que tenemos pendientes.

 

- ¿Hay voz capaz “de competir con mil graznidos”? ¿Cómo saber que lo que uno ve es “es digno de contarse”?

- Esas dos citas son del primer poema de mi primer libro. No recuerdo bien en qué pensaba cuando escribí eso, pero ahora me hace gracia que en ese primer momento esté el deseo de decidir de qué se va a hablar, qué entra en el poema y qué no, cómo se articula la voz.

Supongo que lo de los mil graznidos tiene que ver con eso real que nos deja callados, o con la necesidad de escuchar antes de hablar. Ahora lo que más me interesa de ese verso es la palabra «mil».

 

- ¿Qué discurre entre «el corazón y el pie»?

- Lo imprevisible.

 

- ¿Cuál es el riesgo de “entretenerse jugando a la indiferencia”?

- Evidentemente, distanciarse de uno mismo y meramente existir en vez de vivir. Por supuesto, esto no significa que me parezca mal la indiferencia en todos los casos.

 

“Me gustaba sospechar de los lugares comunes”

 

- ¿Qué podría tener de mentira el día?

- A veces el lugar común —lo estático— oculta una verdad. O la luz oculta las verdades de la sombra. Me gustaba sospechar de los lugares comunes y tratar de deshabitarlos.

 

- Con independencia de quien mande más (la aguja grande o la pequeña), ¿Qué es lo que marca el tiempo del poema?

- Las sílabas, las palabras, los espacios, los versos, las frases, el poema que fue antes y el que irá después, todos los demás poemas, la persona que lee, todas las demás personas, la luna y el sol y las demás estrellas.

 

- Pienso en el poema ‘En esa época’. ¿Qué distingue mirar por la ventana de mirar una pantalla?

- Depende de la ventana y depende de la pantalla.

 

- ¿El poema es también eso, «una verdad en fuga»?

- Sí, para mí es bastante eso. No el poema, en realidad, sino la experiencia de lectura. Un contacto con algo que se vive como verdadero, una especie de epifanía, algo que desaparece rápido y no deja un recuerdo claro, sino una sensación. Esto sucede poco, desde luego; no con cualquier poema.

 

- Si “el problema de hablar del deseo es darlo / por único”, ¿pueden convivir distintas presencias deseantes en el poema?

- Sí, diría que no pueden no convivir. Creo que en cualquier deseo hay más deseos: otros deseos y deseos de otros.

 

-¿Cómo se conjugan esas dos vidas que se afirman en el poema?

- ¡Malamente! Y también maravillosamente. En esto también hay tremendo vaivén. Y donde dice “dos” habría que leer “mil”.

Escrito en Sólo Digital Turia por Esther Peñas

El eco de los vivos

14 de junio de 2024 10:30:24 CEST


Y por un denso cúmulo rojo,

golpes se avecinan

 

al ocaso nocturno,

pasos,

o el eco de los vivos.

 

Rafael Morales Barba, “Pasos”.

 

 

Recientemente, a comienzos de 2024, Bartleby editores ha publicado la poesía reunida del profesor y poeta Rafael Morales Barba (Madrid, 1958), bajo el sugerente título de Guardia nocturna. Este libro, integrante de la colección dirigida por Manuel Rico, se compone de los tres poemarios que forman hasta el momento la obra del madrileño: Canciones de deriva (2007), Climas (2014) y Aquitania (2020). A estos, se añade un texto inicial denominado “A manera de prólogo”, en el que el poeta establece algunas claves de lectura, rutas sugeridas y paradas posibles. Bitácora de un viaje que es más interior que exterior, aunque su poesía, de modo persistente, se cimienta en la contemplación de la naturaleza -en especial en sus paisajes marinos- tanto como trasunto, en espejos poliédricos del yo como, en ocasiones, como escenario y marco de las cavilaciones existenciales y subjetivas. Un devenir reflexivo, poblado de recuerdos, de “anhelos sin alivio”, de soledades y pulsiones tan meditativas como sensoriales; búsquedas y afanes de quien es consciente de un tiempo implacable que se conjura en imágenes recurrentes; proyecciones a trasluz de fragmentos de remembranzas y emociones: “Como se pronuncia el viento / sin sosiego en el desvelo de las páginas, / se agita, y como en palimpsestos / maceran sin fulgor las contiendas, / las justas, el orgullo / de los pensamientos…”.

Siguiendo los consejos de T.S. Eliot, los poemas transitan la ausencia, los desvelos y la evocación tenaz de “recuerdos /cada vez más ocultos /y emborronados / vínculos”, objetivados bajo correlatos que “circundan y asedian” los diversos poemarios. Los temas y escenarios marítimos y náuticos, en primer lugar, permiten con sus Canciones de deriva, del 2007, representar el fluir incesante y el movimiento de la naturaleza en sus derivas constantes. Así, el viento, el agua y las olas, las medusas, los estambres, los peces, los pájaros, junto con las soledades, los nocturnos pensamientos y “un nombre que está yéndose / deriva con el presentimiento de los / besos lentos murmurados”, encuentran breves asideros en rocas, o en “libros en viejas estanterías”, como vértebras que guían y señalizan las páginas. Versos que acuden a la memoria para franquear una “nada sin huella”, para llenarla de símbolos y palabras.

Las páginas construyen postales, imágenes que se condensan como calas sucintas en un tiempo cosmológico que atraviesa los días infinitos y monótonos de la ausencia. A lo largo del volumen, y en especial en el libro segundo, Climas, del 2014, predomina en las estampas que delinean los versos un cromatismo apagado, con la paleta ocre de la arena, el verde musgo y, a veces, también, el óxido rojizo de la enfermedad –coágulos, gasas, piel rota, cuerpo seco-, salpicado en ocasiones, como brillos recurrentes, por el plateado de las olas y los reflejos del sol en el mar; luces que se espejan en los poemas, en sus corrientes y vaivenes. Estos climas que componen el segundo libro acuden no solo a la naturaleza en sus matices insondables, sino también al arte, por ejemplo, a través de la música, en el breve “Vals triste” que abre las páginas, y también la pintura, en la visión ecfrástica de un cuadro de Rembrandt –“en el cuadro, el paisaje es un lienzo, un horizonte / o un nombre reticente”- o en la referencia a la roca Tarpeya, en el cruce fecundo y alegórico de poesía, mito y pintura. El tiempo, esta vez, acompaña los climas que bosquejan los textos con las vagas remisiones poéticas a septiembre y octubre –“Aceres en septiembre”, “Octubre en Plencia”-: el tiempo equinoccial y crepuscular del acabamiento y la visión incierta de “sombras / que se asoman / o transitan breves”.

En Aquitania, finalmente, tras décadas de escritura, persiste el sujeto en su quietud estática, “esperando mareas”. La “noche sin aire”, “el ajado fuelle sin vientos”, “los bronquios sin aire” marcan los pasos detenidos y la espera expectante en “horas /como remos varados”. El antiguo territorio que nomina el volumen, una región con una historia extensa y fecunda, recientemente desaparecida en 2014, congrega en sus horizontes múltiples los símbolos que atraviesan los poemarios y desembocan en este libro último. La ausencia, la navegación, el dolor, el vacío, las horas expuestas ante “centinelas dormidos” se condensan en esta imagen y en este nombre, cuya etimología nos remite, de modo circular, hacia el primer poemario y sus tintes marinos, para quienes encuentran en los orígenes de este topónimo lleno de historia y lenguas diversas los sones del aqua.

En su texto inicial alude Rafael Morales Barba a su decir lacónico, cuyas palabras se tornan “espejo de una historia obsesiva”. En ella, en busca de la verdad propia, con “desnudez y metonimia”, los poemas reunidos bajo el rótulo de Guardia nocturna entraman una voz en la que resuena el “eco de los vivos”. Como dice el poema que cierra Climas, un sujeto que se emplaza “a este lado del tiempo”, con sus metáforas, obsesiones y abismos que, sin embargo, se observan desde la superficie, como “trapecistas / en la punta del filo / sin valor de saltar”. Los versos conjuran las soledades, las pérdidas y el vacío; “marcas de agua”, “letra menuda”, como dice uno de sus breves y luminosos poemas de Aquitania, con el irrenunciable anhelo de habitar el refugio de unas páginas poéticas en las que sea posible “otra soledad / más tibia”.

 

Rafael Morales Barba,  Guardia nocturna, Bartleby editores, Madrid, 2024.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Verónica Leuci

Frío camina conmigo

5 de junio de 2024 13:59:17 CEST

Permítanme señalarles que si ha habido una flor sorprendente en esta primavera, siempre tan literaria, sin duda ha sido encontrar La raíz del aire brotando en la editorial Nautilus ante los ojos de nuestra lectura admirada, pues en este poemario se abren fragantes los poemas que conforman la poesía selecta que abarca más de tres décadas de escritura de Alfredo Saldaña Sagredo, quien también ha estado al cargo de la selección, en lo que —comparando con la expresión cinematográfica— completaría el montaje en absoluta libertad de sus escenas más significativas y personales, componiendo su creación inalterada por terceros en la versión del director. Por tanto, y es importante recalcarlo, nos encontramos ante una pieza de coleccionista —por lo corto de la tirada—, pero también ante una obra fundamental en la bibliografía de Saldaña, pues se trata asimismo de una especie de piedra de Rosetta, con la que descifrar la personal codificación del mundo en lenguaje, verso a verso, que el poeta y catedrático de Teoría de la Literatura y Literatura comparada nos ofrece en esta obra ordenada y escogida en la que todo es sentido, camino, invierno e indocilidad. 

Creo que acertaríamos aproximándonos a esta antología —y, al contemplar las relaciones entre entes tales como el ser y el lenguaje, también ontología— predispuestos a sentirla como prueba de vida, de haber filtrado el tiempo a través, como una clepsidra, y abiertos a apreciar que esta escritura ha sido concebida —consecuentemente— como “herida abierta”, como coagulación del plasma literario del autor, quien se dice convertido en “un personaje de ficción cuya sangre alguien está transformando en la tinta impresa de este texto: soy ya un texto, tejido textual, cuerpo devenido en discurso que fluye como la corriente rebosada del río”. Desde este torrente mana una voz y un ordenamiento cartesiano por el que avanza el caminante, siendo el sistema de representación —por su posicionamiento a la hora de figurar esa función poética—  muestra de rebeldía y de resistencia, pues es consciente de la penetración de una suerte de dominación global en toda la extensión de nuestra existencia y “¿quién diría sin temblar «esta boca es mía» en contra del tirano”; dejándolo así ya dicho. 

Por su parte, las magnitudes en torno a las que se organizan sus tres ejes son la soledad, el frío y el silencio —de los que hablaremos más adelante y que tienen sus apoyos en las citas de apertura que, como tres pilares, sustentan estos conceptos respectivamente: “el camino no es indulgente para el que se desvía”, Edmond Jabès; “el corazón de la eternidad habita en el relámpago”, René Char; y “estábamos muertos y podíamos respirar”, Paul Celan—, pero que encuentra sus parámetros más significativos, condicionando a aquellas tres variables, en la debilidad, la incertidumbre y el desequilibrio, puesto que en el avance —mientras que un pie sustenta el peso del cuerpo que se alza en el aire—, hay una inestabilidad, un desequilibrio mientras que el cuerpo se proyecta hacia adelante, hasta topar con la verdad firme del paso que se completa, propulsándose hacia un progreso nuevo, siempre precario y firme a la vez. Sabedor de la flaqueza consustancial al individuo, de su gran dificultad para manejar y recomponer los cortantes pedazos de la verdad, observando la pendular vacilación de cualquier mínimo progreso, Saldaña nos ofrece firmeza para avanzar, como funámbulos, por un páramo desierto extendido como cuerda floja ante la conciencia del ser y el verbo con el que se pronuncia a sí mismo. 

El autor nos expone que el propósito de su obra es ser testigo como “flor de un día” que ha brotado para “dar cuenta de una relación con el lenguaje” de la que es relator para sí: para todos. Como anticipábamos, el primero de los ejes de este sistema no euclídeo por el que se mueve su función lingüística es el del silencio —en el que aún respiramos— como obvio contrapeso del lenguaje y su semántica; como pauta en su pentagrama; como lindero en un páramo; como línea que dibuja una silueta reconocible alrededor de cada palabra, de cada párrafo, de cada libro… y que es recurso que usa al “pasar, delimitar la vida con la voz,/ disolver la existencia/ en un acontecimiento escrito,/ ir hacia el silencio”. El silencio, como elemento básico del lenguaje, como fonema mudo, emparenta simbólicamente con un vacío al que acude el viaje del poeta, pero —como veremos — es un espacio que, lejos de ser nada, es pura plenitud. 

Por su parte, el frío como magnitud poética, como relámpago chariano, puede entenderse —o al menos ese podría ser uno de sus atributos principales— como metáfora del conocer, de la contrapartida prometeica a la obtención del entendimiento; del conocimiento que desentraña la complejidad y nos desvela los mecanismos más simples y dolorosos de la vida; por alcanzar a “rozar la realidad/ con el extremo afilado de una idea”. Ese conocimiento permite también al poeta “dar en la hora del frío/ testimonio de pérdidas”, puesto que lo que ha de reclamar nuestra atención en la búsqueda del discernimiento no es todo lo que aparece ante nuestra mirada, “sino lo que desaparezca cuando mires”. Quizá, por esto mismo, parece inevitable apreciar una sensación gélida devenida tras un adiós menos metafórico. No obstante, nos recuerda en Flores en el río al hablar de sus riveras florecidas, “las muertes que las abonan fortalecen la verdad  de nuestras vidas”. 

Si el espacio geométrico del papel se pauta entre el silencio y el frío, el tiempo que le otorga su tercera dimensión en la escritura/lectura se mide a través del apartamiento del caminante que la recorre. Esta soledad, por su parte, creo que debería analizarse como simplificación unitaria de la existencia y que, por tanto, singularizada, es indicio de ese mundo que simboliza, tal como una figura de barro cocido en un yacimiento arqueológico es muestra de civilización, pero nos deja ante la duda de si observamos en ese viajero del tiempo la representación de un pueblo o de sus dioses, de las creencias que dio forma la mano experta del artesano, mientras que —así, como epítome de la experiencia universal de la vida sentida y pensada desde el (no)lenguaje— la soledad se muestra como lugar distinguible en el todo, en esa ausencia global de silencio que conforma el ruido universal de la multitud y su algarabía...

Por ello, el espacio de la soledad en la poesía de Saldaña es una ubicación que, lejos de empequeñecer el mundo del poeta, lo agranda, lo sublima y consecuentemente, en sus versos nos insta a “cuidar la soledad que acoge”, pues ese saber adquirido nos revela la visión del juego de espejos, la empatía, la humanidad, la vinculación al semejante a través del lenguaje que propicia el amparo del otro, es decir, del otro concebido también como reflejo unitario, lo que nos otorga la capacidad de extender la piedad adquirida en nuestro propio sufrimiento a una proyección ajena, a la otredad, al haber experimentado que  “pensar en un hombre que cae al caminar es mitigar su caída”. Complementariamente, como ya avanzáramos, esta soledad fundacional del espacio poético se despliega como apartamiento del caminante en una errancia —severa con quien se desvíe— que pide no contar el paso sino ser la propia vía de avance, pues, nos advierte, “eres migración y no nómada” y, añade más adelante, “la casa está en el camino”, es decir, andar es el lugar de acogida, en lo que sería un avance dentro del pensamiento nómada deleuziano. 

Este no-lugar poético que se genera al caminar en La raíz del aire —muestra selecta de más de treinta años del deambular y el magisterio poético de Alfredo Saldaña—,  no se construye como suma de ladrillos, sino que se excava como hueco en la página, como un vacío que nombra —acorde con el silencio— y que, a la vez, fuera un cuenco en el que todo cupiera, también toda la luz del mundo, alcanzando a proyectar ante el lector un vacío absolutamente pleno, rotundo y pertinente en un momento histórico en el que decir “yo” parece estar ya al alcance de las máquinas.

 

Alfredo Saldaña La raíz del aire, Nautilus, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ricardo Díez Pellejero

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