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Configurar sentido descendente

Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.

El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.

Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.

 

Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Octavio Gómez Milián

Nueve horas con la familia Cortázar

17 de enero de 2025 09:22:35 CET

El encuentro de cuatro personas de una misma familia a lo largo de 9 horas, contado por un narrador insólito, con un inesperado y brutal acontecimiento como telón de fondo.

En La pistola de mi padre, Soler vuelve a construir una historia familiar, desde la posguerra a nuestros días, que le sirve para hurgar no solo en las vicisitudes, los conflictos y los traumas de unos personajes atados por un destino común y separados por mil querellas, sino también para adentrarse en una reflexión sobre cómo la historia de nuestro país ha ido influyendo y modelando las vidas de sus gentes.

La pistola de mi padre probablemente sea la mejor novela de Rafael Soler, y la más ambiciosa. Los personajes están perfectamente construidos: padre abnegado pero distante; madre voluntariosa y cariñosa; hijo borrascoso y una hija con problemas psiquiátricos. Sin embargo, los personajes no se mueven por el naturalismo literario, no viven en condiciones morales extremas, no se retuercen por sus tormentos y pasiones; son los de una familia normal, casi anodina, y eso permite una reflexión de ámbito universal analizando sus relaciones mediante simbolismos. Así, el libro es una hermosa reflexión lírica y universal sobre la vida, el destino y la familia.


Primer simbolismo: Los personajes se miran ante el espejo de la historia.

 

Frente a los grandes acontecimientos históricos los conflictos familiares empequeñecen y hasta quedan ridículos. Las ambiciones personales, las diminutas tragedias, los firmes propósitos, no significan nada frente a la inexorable apisonadora de las efemérides.

Apelo a algunos ejemplos del libro:

  - La familia deja todo en Castellón y se marcha a Madrid para abrir un bar; pero el coche entra en la ciudad el mismo día en que Eisenhower está visitando la capital en 1959. Podemos imaginar el desfile triunfal de Eisenhower y sentir un paralelismo con la entrada triunfal de los Cortázar, pero lo cierto es que un urbano detiene el coche de la familia y les advierte que no pueden pasar, que las calles están cortadas, que se echen a un lado y esperen.

  - Otro ejemplo: En las primeras elecciones democráticas, el padre está en una mesa electoral cuando llega el hermano mayor y le propone un negocio que lo llevará de nuevo a la ruina: ¿era ese día el germen del futuro para un convencido demócrata, o el regalo estaba envenenado?

  - El ejemplo más simbólico: Cuando Tejero intenta el golpe de estado en 1981, el padre coge la pistola de la Guerra Civil, que esconde desde entonces, y va con ella a las inmediaciones del Congreso. Sin embargo, luego regresa a casa, igual que se marchó: tanto pasado esperando en el cajón no ha servido para nada.

¿Dónde arranca y termina el presente de los Cortázar? El presente arranca y se estanca el 11 de septiembre de 2001, durante el ataque terrorista a las Torres Gemelas de Nueva York.  La noticia del ataque reúne a la familia y el libro trascurre esa tarde. El derrumbe de las Torres Gemelas es el comienzo de una nueva era, piensan los Cortázar; pero la nueva era volverá a burlarse de ellos al margen de las efemérides.

 

Segundo simbolismo: la estructura de cada capítulo

 

Cada capítulo tiene tres partes. La primera es un diálogo telegráfico y preciso. La segunda es la voz del narrador omnipresente, que analiza con detenimiento el pasado y los recuerdos. Y la tercera es la voz interior de los personajes, bien a través del diario escrito por la hija, bien por las grabaciones de la madre en cintas de casete, o bien a través de los relatos en los que el hijo eleva a lo imaginario su historia y la de su familia. Es decir, tres cámaras: una enfoca boca y oídos (son los diálogos), otra el cerebro (lo que recordamos y reflexionamos), y la tercera el corazón (lo que sentimos)

La vida no es sólida y perfecta. La vida es estruendo y confusión (intenciones, esfuerzos, decepciones, errores y sorpresas), la vida es vida, imperfecta acaso pero “vida”. Y la estructura del libro simboliza esos pies de barro de la vida.  La conclusión será que no hay conclusiones, que no somos infalibles ni hemos triunfado ni somos perfectos. A saber si deben primar los hechos (primera cámara), las reflexiones objetivas del narrador omnipresente (segunda cámara) o nuestra visión subjetiva de las cosas (tercera cámara).

 

El tercer simbolismo está en el propio título: La pistola de mi padre.

 

Rafael Soler repite una frase en el libro: «Lo primero es antes», y lo primero está en el título, en la pistola de la guerra del padre. Atada al pasado por un extremo, es el hilo de la vida, lo que nos sostiene en alto, y cuyo otro extremo aferramos nosotros mismos para mantenerlo tenso.

Ahí está la pistola, como la espada de Damocles. Posiblemente, desde que nacemos, todos tenemos una pistola apuntándonos a la sien, lo que suceda será la consecuencia de nuestros actos o la consecuencia del azar, ¿quién sabe?

El gran simbolismo de la vida no es Dios, para Rafael Soler el gran simbolismo de la vida es la pistola, que está ahí, metida en un cajón, muerte disponible pero guardada. No es casualidad que la guadaña tenga la misma forma que el gatillo de la pistola.

Rafael Soler describe el gran teatro universal de la familia y del ser humano. Hasta ahora, en su obra literaria, siempre ha tratado de comprenderse a sí mismo, y comprender el mundo que le ha tocado vivir. Tanto El grito (1979) como El corazón del lobo (1981) tratan lo que era su vida, del matrimonio y la familia cuando las escribió. El último gin-tonic (2018) trata de la familia y de la muerte, con ese símbolo clavado que es el velatorio. En Necesito una isla grande (2019) juega con la huida de la muerte a pesar de todo, incluso a pesar de la vejez. Ahora, en La pistola de mi  padre extrae las grandes conclusiones de la vida, con universalidad, inteligencia y cariño.

Y esta es su mejor novela porque analiza la vida de los Cortázar y, con ello, analiza la nuestra.

 

Rafael Soler, La pistola de mi padre, Valencia, Ediciones Contrabando, 2024.                                                                                   

Escrito en Sólo Digital Turia por Jesús Zomeño

La poesía como tarea ética

17 de enero de 2025 09:04:41 CET

A veces llueve, leemos en Ser Lugar (RIL Ediciones, 2024). Imagino que este libro tuvo una elaboración lenta, a golpe de vivencia. Es muy probable que no se haya escrito de un tirón, sino en dubitativas vueltas que va dando la vida, con continuas anotaciones que una y otra vez se corrigen. Casi siempre cuesta mucho saber lo que se ha vivido, que es la materia prima de estos versos.

No sé a quién se le ha ocurrido la idea de que la poesía debe ser bonita, un bello adorno que humanice la marcha prosaica del mundo. Puede ser también eso, y a veces quizá no sobra, pero Ser lugar también muestra que la poesía es ante todo peligrosa, una dura forma de entrar en la verdad de un mundo adormecido en el silicio de su prisa. De ser así, la poesía no tendría nada que ver con lo que llamamos frívolamente "cultura". Hay, tras sus ademanes delicados, una áspera fortaleza de mujeres y hombres que descienden a la soledad común sin rencor, cargada incluso de amor por lo extraño, por una orfandad común para la que no estamos fácilmente preparados. Es posible que Rilke ya lo haya dicho todo al respecto.

El lenguaje puede ser una capa de gelatina con la que tapamos la vida secreta de las cosas. Sobre todo hoy, la hipertrofia del significado y de la interpretación corre en detrimento de la presencia directa y misteriosa de los cuerpos. Sin tiempo cero, sin vacuolas de reposo, sin nidos espaciales. En Ser lugar la morrena de nuestra temerosa velocidad vuelve, de ahí que sea frecuente la imagen de un tiempo empozado, detenido, cuajado en escenas. Muy lejos de nuestra deformación espectacular, este libro es inmensamente atento al instante, ese lapso incalculable de tiempo que es a la vez el espacio infraleve donde ocurre lo poco que es importante y nos cambia. Tanto un probable diablo como un dios inverosímil duermen en los detalles.

Nada permanece, escribe Luis Adalid, mientras somos arrastrados en una corriente incesante. Todo, hasta las algas, acaba siendo viento. "Nada se detiene ni se detendrá nunca. Todo son partes, renovándose incansables" (Whitman). Quizá lo permanente es sólo un fondo inescrutable que vuelve, una y otra vez. Es preciso entonces reconciliarse con la noche, establecer un pacto con su quietud insondable para que haya un descanso.

Este entero libro está recorrido por la tarea ética de afinarse con las horas, con el atardecer, con el alba que tarda. Leyendo a Adalid somos noctívagos al seguir el hilo de un bajo continuo de sombra, una diagonal que imanta y enturbia incluso los momentos más luminosos. Diría que Ser lugar está contra la imperial radiación con la que intentamos protegernos, apartarnos de la noche común de la que venimos. Y que en realidad vuelve, encarnada en la multitud de seres lentos y atrasados que salen de ella.

Encontramos también en este poemario una suerte de tabla periódica de los elementos, cada uno de ellos bendecidos por su rara tendencia al milagro. El hinojo, la caña, la higuera... La luna oculta: “hay tanta soledad en ese oro”, decía Borges. Bajo ella los desechos, las botellas perdidas, las colillas que obligan al agua a redibujar continuamente la orilla. Y acaso también el temor y el amor como elementos, como partículas que pertenecen al suelo que pisamos.

No hay nada desechable, nada despreciable en este desierto atiborrado en el que vivimos. Por eso es creíble el momento en el que Ser lugar defiende pedir también un deseo cuando sobre nosotros pasa chatarra espacial. ¿La poesía esboza la gloria de un basurero desconocido, exhibiendo las joyas de un día que es pobre porque no desciende a la humildad de sus materias primas? Para esto, para palpar la sacralidad de lo banal, una alianza secreta de lo Ínfimo y el Altísimo en la que eran expertos los escritores rusos, hay ciertamente que salirse de "la cola del miedo".

Lo cual significa sin duda rendirse a lo visible, entrar en la revelación que sólo ocurre tras la derrota, en una aceptación del signo de la adversidad. El mundo vencido nos entrega otras estrellas, a veces en el sabor renovado de lo más sencillo. Entramos entonces en una oscuridad acogedora donde todo, también el último amigo muerto, también azules imposibles y lunas casi inexistentes, encuentra su lugar.

Acompañado de un rosario de benditos seres anónimos, heroínas que bajan las luces para que se puedan divisar las estrellas, héroes que buscan en la basura para rescatar algo en la masa ingente de lo despreciado. Mientras titanes desconocidos saludan a cualquiera, como si fuera un hermano. Ser lugar está ocupado por la voluntad de no herir más, de atenuar una intensa radiación que ha dañado el umbral en el que ha de vivir cada ser y es culpable de la lenta extinción de las luciérnagas. Para este gesto heroico es necesario romper con la manada y salir a la intemperie. Es corporal y moralmente obligatorio sentir un raro orden en lo que parecía sólo penumbra. Lo que semeja un caos sólo es peligroso visto desde una noción de orden demasiado estrecha, excesivamente policial.

Este libro, incluso en lo doméstico y desesperadamente cotidiano, espera continuamente la conjugación de lo inesperado. “En el principio era la posibilidad”, escribe Adalid, el verbo donde el tiempo se hizo carne. “Somos lo que ha podido ser de todos los infinitos posibles”. Tal vez lo que nuestros abuelos llamaban Dios es también la necesidad incalculablemente contingente de las voces, los rostros y cosas. El azar nunca se equivoca, tampoco en un calidoscopio: como se escribió hace tiempo, nadie ha hecho jamás objeciones a una nube mal formada. Todo lo que ocurre es bueno, el signo de algo que hay que atender, sugería un humilde entrenador de fútbol.

Este libro está, como si fuera antiguo, atento a esos signos. Dispuesto a bendecir lo encontrado por el hecho de haber sido hallado, no construido con nuestro orgulloso narcisismo, esta imperial estrategia de radiantes elecciones. El deseo es otra cosa muy distinta al capricho de lo que queremos: incluye escuchar, atender al temple en el que respira cada cosa. Estamos, creo, ante un libro muy "religioso" en su forma devota de ser materialista. Una fe intuitiva compatible, naturalmente, con una desconfianza incansable ante las iglesias. Y esto aunque algunos creyentes no se sientan necesariamente propietarios de nada. Hay un dios que acampa en los descampados, que llama a inclinarnos ante la hierba que se inclina bajo nuestro peso y roza las manos.

Las creencias apuestan por lo que no es nuestro, ni apropiable. Son más bien un tipo de relación que acepta la no pertenencia. No olvidemos que si la industria pretende conservar las cosas añadiéndoles un sustancia ajena que finalmente las estropea, el arte conserva dejando ser, entregándose a la caducidad incorruptible de cada cuerpo.

“La deslealtad es la nueva ley”, leemos en Ser lugar. No quisiera acabar estas notas sin unas palabras sobre una de las primeras especies en vías de extinción: la buena educación, la amabilidad, la atención. No digamos ya las formas de la bonhomía. La celebrada globalización no es más que un narcisismo expandido, un sectarismo de masas. Es en realidad incompatible con la atención a los matices que avivan la singularidad del otro. Si se han perdido las formas es porque “la demora de la forma”, su ritual silencioso, es la única manera de cortejar la rareza de los contenidos, ese pulular de seres a ajenos a la horda "mundial" de la información. Es el mundo mismo el que resiste a la mundialización. Sin demasiados rodeos, este libro maldice la ferocidad canceladora que se ha adueñado de las democracias occidentales. En tal sentido, Ser lugar es incluso un excelente manual para otra política posible, tal vez una nueva y desconocida edad. Aunque, como vemos en las cacerías humanas de la actualidad, esa era no esté próxima a llegar, es una obligación ética y estética preparar su remota posibilidad.

 

Luis G. Adalid, Ser lugar, RIL Editores, 2024.

Escrito en Sólo Digital Turia por Ignacio Castro Rey

La extrañeza de Carlos Droguett

16 de enero de 2025 15:09:18 CET

En tiempos de confusión, cuando la fronda cultural amenaza con extraviar el criterio, es bueno retomar la idea de canon como brújula literaria. Harold Bloom asociaba la excelencia artística con la rareza, por la cual el autor, en un diálogo a un tiempo deleitoso y agónico con la tradición que lo precede, finalmente vence, encontrando su propia e inalienable originalidad.  

La enorme densidad de la obra de Carlos Droguett, que constituye por sí misma toda una literatura, posibilita una pléyade de enfoques críticos. De este modo, la vertiente social de la escritura del autor chileno podría ser interpretada, también, desde un punto de vista psicoanalítico, como una rebelión del hijo (Carlos Droguett-personaje-Cristo) contra el Padre con mayúscula (Don Adolfo-personaje-Dios), contra un progenitor saturniano que devora a sus criaturas “desde la primera hoja araucana”. Esto es puramente romántico, y recuerda al Shelley del Prometeo liberado, obra en que Júpiter se bate contra el defensor de la raza humana. Así, la presencia de Pedro de Valdivia, de los “pacos” (que llevan a cabo una guerra civil lorquiana contra los proletarios en toda la narrativa de Droguett), la sombra de los oligarcas o del ejército, entre otros, no serían sino la encarnación de un super-ego represivo contra el que clama la voz del escritor. Ya en el lejano “¿Por qué se enfría la sopa?”, de 1932, la palabra ‘padre’, en un cuento de apenas unas pocas páginas, aparece mencionada treinta y siete veces. Es una figura que se caracteriza por una frialdad violenta que golpea en lo más hondo al hijo, trasunto de nuestro autor.

Por otra parte, la orfandad materna (doña Sara muere cuando Droguett era muy niño) trata de sublimarse por medio del arte, y en este sentido podría aseverarse, siguiendo a Julia Kristeva, que en la literatura del chileno, de signo fundamentalmente poético, el genotexto (la reserva del Id, del inconsciente) irrumpe constantemente en el fenotexto, rompiendo la unicidad que en el lenguaje corriente posee el eje de selección lingüística. Es en esta clave, quizá, como debería leerse la intergenericidad (de una prosa que es siempre lírica, de un teatro que es narrativo y poético), la intratextualidad y la intertextualidad de la literatura droguettiana, de los que no se ofrecerán aquí más que algunos ejemplos (extraídos, de forma consciente, de obras que no han sido las más aclamadas por la crítica).

En la cuentística del escritor, tanto en la édita (la que parte de los años treinta del pasado siglo y fue recogida en las colecciones Los mejores cuentos de Carlos Droguett, de 1966, y El cementerio de los elefantes, de 1971) como en la inédita (que ya no lo es gracias a la editorial santiaguina LOM) la dominante se desplaza desde lo puramente narrativo hacia lo lírico, en unos relatos que cumplen con todos y cada uno de los rasgos de la prosa poética, desde la escasa referencialidad hasta la ambigüedad del yo de los personajes, cuya identidad se difracta en un sinfín de rememoraciones, temas y digresiones. En estos textos la esfera mítica transforma el tiempo en circular, y la brillantez del lenguaje (la imagen, el ritmo, el símbolo) desplaza en interés a la trama, al siuzhet, como la denominaban los formalistas rusos.

Como ocurre con la gran literatura, en la obra literaria de Carlos Droguett el signo se disemina siempre. Hay tantos Cristos en su escritura, desde el Jesús consuetudinario del cuento “El desesperado”, de 1933, hasta el Cristo feminizado que concibe Ramón Neira, o el personaje sufriente de Eloy o Patas de perro. Sin olvidar al Cristo paródico de El hombre que había olvidado, al guerrillero del mundo antiguo perennemente resucitado en su literatura del exilio o a la figura del criminal, infanticida en El hombre que había olvidado, o bien asesino de hombres y mujeres en Todas esas muertes. Por no hablar del Cristo trágico de un cuento (magnífico) como “A veces también”.

Una señal de buena literatura es el grado de extrañamiento que las obras imprimen a nuestra percepción automatizada de la realidad. En esta dirección, vale la pena leer la primera página de la obra Ventura de Pedro de Valdivia (publicada en Santiago en 1942), del historiador Jaime Eyzaguirre, el cual es un representante de la versión oficial (y oficialista) de la historia de Chile: “Le cabe a Chile -dice- revelarse a la historia del mundo con una dignidad especialísima. Esa irrupción del espíritu y de la vida de occidente al través de sus cordilleras hirsutas, de sus desiertos de sobriedad implacable, de sus valles floridos y de sus bosques de húmeda aroma, tiene todos los acentos de una epopeya grandiosa”. Y en lo que concierne a Pedro de Valdivia (un militar de gran celebridad en la época, al que el mismo Francisco Pizarro llama a su lado en la guerra civil del Perú), se apunta: “solo él concibe con mirada de estratega la conquista de Chile y con mente de estadista sabe trazar las primeras y más difíciles líneas de la organización. Valdivia es el artífice de esta obra maestra de la audacia, el más arriesgado protagonista de la epopeya, el más fiel historiador de sus hechos de gloria, el captador más tierno y afectuoso de la belleza que exhala la tierra de Chile”. Esta visión épica de la Conquista comienza con las Cartas de los paladines, donde se articula una visión trascendente de esta empresa histórica, se realiza una autoglorificación del individuo vencedor y se presenta la tierra ganada como un negocio provechoso, como un botín. La gran innovación que ponen en práctica las novelas droguettianas (a saber, Supay el cristiano y 100 gotas de sangre y 200 de sudor) es precisamente la de subvertir completamente la epopeya al leer y escribir los hechos de la conquista de Chile a partir de un discurso del fracaso cuyo modelo es el de los Naufragios (1542) de Alvar Núñez Cabeza de Vaca. Chile no aparece entonces como una tierra de maravillas, sino como un suelo yermo de oro, donde se sufren las inclemencias del tiempo y sobre todo el hambre, una hambruna atroz que hace pensar obsesivamente a los soldados en la antropofagia. El mérito de Droguett es el de entregarnos la intrahistoria de la epopeya, en que el hombre común conoce la verdadera cara de la utopía. “Estaban todos -se dice en 100 gotas- ya en Valparaíso, felices de abandonar la apestosa tierra”. Y, los miembros de la tropa “sentían un extraño gusto en maldecir de Dios y del Rey”. La denuncia contra el protocapitalismo (y su derivación imperialista) no puede ser mayor.

La polifonía se advierte en narraciones como Los asesinados del Seguro Obrero, el cual supone a la vez un texto fundacional del género del testimonio en la literatura latinoamericana y representa asimismo su deconstrucción (y el retrato de los alzados, personajes románticos, favorece además esta lectura). Parodia existe, a más de esto, en El compadre, cuyo protagonista proletario, Ramón Neira, es un doble a escala real con respecto a personajes del realismo socialista chileno como el Enrique Quilodrán de La sangre y la esperanza, de Nicomedes Guzmán, o el Elías Lafertte de Hijo del salitre, de Volodia Teitelboim. Constituyen estos últimos encarnaciones ideales e idealistas de la ortodoxia política. Igual ocurrirá en una obra como Según pasan los años donde, junto al retrato hagiográfico del presidente Salvador Allende, aparece una subtrama (la del aviador Francisco y su hermano Roberto) que dialoga intertextualmente con la composición de Carlos Droguett titulada Caín, Abel y Caín. Recuérdese que, en esta profundísima pieza dramática, Yahvé resucita a Abel para que se produzca la ansiada reconciliación, mas el pastor asesina a su hermano con la quijada de burro, difuminando todas las seguridades éticas. La complejidad filosófica es siempre sinónimo de rebeldía y antónimo de monologismo y univocidad.

Todas esas muertes es un tributo a la belleza mórbida, en que aun los elementos más desagradables de la existencia resultan atrayentes sublimados en arte. En esta novela, el mal adquiere un tono uncioso y untuoso muy propio del decadentismo (el relato está enclavado temporalmente en la primera década del pasado siglo), y los actos más crueles de Dubois revisten una apariencia sacra, para escarnio y befa de la religión oficial. De ello resulta una suerte de misticismo endemoniado del que el asesino es apóstol. Pero más allá de estas paradojas, el significado de la novela se disemina a través de sus intertextos. En este aspecto, la obra posee múltiples niveles, ya que la comprensión del crimen en su función social y en un sentido nietzscheano provienen muy posiblemente de la novela Crimen y castigo, de Dostoievski, donde Raskolnikov asesina a la vieja usurera con la voluntad de deshacerse de un parásito social (como lo serán Lafontaine, Chaille o Titius en Todas esas muertes), pero también con el deseo de sobrepujarse, resistiendo la soledad en un páramo allende de lo bueno y lo malo. Ni uno ni otro, ni Raskolnikov (que claudica en brazos de Sonia, que representa la pureza del cristianismo ortodoxo) ni Dubois (que también acaba desistiendo) serán capaces de soportar una escisión completa con respecto a su comunidad, instalándose en el puro devenir y en la superación de todos los valores. El texto droguettiano dialoga también con Del asesinato considerado como una de las bellas artes, de Thomas de Quincey, pero sobre todo posee una significación más profunda, de estirpe psicoanalítica. Émile Dubois asesina en todos los hombres (que representan simbólicamente el poder y la ley) a su padre ausente, y en todas las féminas a la madre que lo abandonó. Como dice el protagonista: “esas mujeres me dejaron triste, todas las mujeres, desde que tengo recuerdo para acordarme de mi vida me han hecho sufrir y me han ido dejando cada vez más solo, por ellas soy criminal”. Las posibles conexiones son evidentes. Carlos Droguett no solo era Eloy, sino que era, en mayor o menor medida, todas sus criaturas literarias.

Se mencionará en último lugar otra obra pionera, El hombre que había olvidado, que ha sido ya estudiada como un texto precursor del neopoliciaco y de la novela antidetectivesca en la literatura de América Latina. En efecto, a los supuestos hechos (el asesinato platónico-cristiano de cincuenta niños, a los que alguien corta la cabeza para que su espíritu no sufra la tiranía del cuerpo, es decir, del estómago) se superpone la versión a lo divino de una serie de testigos sospechosos (los neoevangelistas, a saber: un neurótico, un asesino, una prostituta y un morfinómano), que confunden al criminal con una especie de Cristo redivivo. De esta suerte, la novela policiaca se transforma en un delirio paranoico y finalmente paródico y cómico que concretiza una celebración del arte de la escritura. Estamos ante un texto de una originalidad (y una heterodoxia) que no tiene precedentes (ni subsecuentes) en lengua española.

Incluso el estilo de Carlos Droguett, tironeado entre una acumulación metafórica con la que quiere abarcarse el mundo y el anacoluto, por medio del cual el afán analógico se rebela y deviene en ocasiones verbosidad caótica (igual que en el teatro del absurdo) carece de paralelo en el arte literario de nuestro idioma. Se trata de una literatura densa y difícilmente aprehensible (como la sopa del famoso cuento de Droguett), la cual por su extrañeza y originalidad merece sin duda un lugar central en el canon.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Emiliano Coello

Diálogos entre ángeles

10 de enero de 2025 14:38:58 CET

El joven investigador literario, Luis Gracia Gaspar nos ofrece, en este su primer trabajo editado, el estudio de un buen puñado de cartas entre dos poetas tocados por el “hado”, y es que entre “ángeles anda el juego”, es decir, seres con poderes sobrenaturales cuya máxima es servir a un ser superior, llámese poesía.

Este ensayo, con un interesante prólogo del poeta Luis Antonio de Villena, gira en torno a las  sesenta y dos misivas inéditas hasta el momento, entre el poeta, traductor y crítico, Ángel Crespo, nacido en Ciudad Real y cuyos restos descansan en Calaceite (Teruel) y el vate —como el autor gusta de llamar a ambos  a lo largo del texto— zaragozano, Ángel Guinda, que también tocó el tema de la traducción y sobre todo de la edición. Las cartas originales  pertenecen al archivo personal del último  y a la fundación Jorge Guillén.

No solo encontramos en este texto la información contenida en las cartas transcritas por el autor, sino que Gracia Gaspar trasciende lo puramente epistolar y nos ofrece una amplia foto fija del panorama literario del momento. Así, el libro, tras el prólogo y una breve introducción, se divide  en dos partes; una primera que a su vez se divide en cuatro periodos y en la que encontramos un análisis pormenorizado de las misivas y de los acontecimientos que a modo de marco histórico nos permiten hacernos una idea de la época en la que estas cartas cruzaron, en su mayoría, el Atlántico. Todo esto complementado con una gran cantidad de notas a pie de página, fruto de la minuciosa investigación del autor que nos facilita  una mejor comprensión y conocimiento de muchos de los nombres que van apareciendo a largo de las conversaciones entre ambos y que dan cuenta de escritores, editores y personajes del mundo intelectual del momento. Magistralmente medidos los tiempos y el ritmo, el autor intercala interesantes notas  del diario personal del poeta de Ciudad Real, así como fragmentos de otros estudios o artículos  sobre los poetas y sus obras firmados por  escritores como Alfredo Saldaña José María Balcells, José Luis Gómez Toré, Amador Palacios o Luis Jiménez Martos entre otros. Además de extractos de los testimonios de Trinidad Ruiz Marcellán, quien no solo fue la primera mujer del aragonés, sino su editora y amiga incondicional, o del escritor  Manuel Martínez-Forega.

En la segunda parte, el autor nos ofrece las  cartas objeto de estudio por orden cronológico, y previamente comentadas y analizadas. De vez en cuando nos regala imagen de la original,  bien manuscrita  o bien  mecanografiada. Esto confiere a los lectores la sensación de atisbar o de tener acceso a las cosas más íntimas de los poetas. Nada  hay más íntimo y personal que una carta. Y nada más mágico que ese  mensaje viajando overseas buscando su destino. Personalmente, me he quedado con ganas de más, de saber cómo acabó aquello o cómo se desarrolló lo otro.  Sí, llámenme morbosa, pero ¿qué, si no es la curiosidad, te lleva a leer la correspondencia ajena?

Estos ingredientes bien estructurados y dosificados mantienen el interés del lector a lo largo de unas líneas que nos recuerdan y confirman que el género epistolar, considerado ya como un subgénero literario más, es “la mejor obra del autor” o  “literatura vena adentro” como nos recuerda Luis Antonio de Villena en el prólogo. Un género que sigue gozando  de buena salud como nos indican los numerosos epistolarios entre escritores que siguen saliendo a la luz. Precisamente uno de  los temas que ocupan estas conversaciones en diferido es la publicación en el  entonces recién creado sello editorial de Olifante de las cartas entre Luis Cernuda y el poeta portugués, Eugenio de Andrade, a las que el mismo Crespo tiene acceso por su amistad con el vate luso. Casualidad del destino, sus propias misivas son las que ocupan a otro autor, Luis Gracia Gaspar, cuarenta y cinco años después. Y es que antes del advenimiento de las nuevas tecnologías, las cartas fueron también para los intelectuales  el medio habitual de comunicación para establecer esos vínculos tan necesarios para nutrirse de la otredad y huir de la tan temida soledad del poeta. Esta idea queda corroborada con  la relación epistolar que Ángel Guinda decide establecer no sabemos por qué (no queda constancia de la primera misiva) con el poeta Ángel Crespo que vive en Puerto Rico fruto de un exilio forzoso o más bien autoimpuesto. Qué le lleva al aragonés a elegir al castellano-manchego como interlocutor es algo que me he preguntado a lo largo de la lectura de esta obra y he buscado, como Luis Antonio de Villena un nexo común entre ambos; no se conocían personalmente, les separan veinte años y Guinda ni siquiera sabía que Crespo residía en Puerto Rico. Busco pues, ya no un nexo sino una  razón y la hallo, ya no tanto entre las líneas sino “leyendo entre líneas” y viendo como ambos escritores, en un par de cartas olvidan la fórmula de cortesía  y se empieza a fraguar una relación distendida y sincera. Tenemos acceso en este volumen a las cartas que se cruzaron durante cuatro años primero ininterrumpidamente y al resto después y hasta 1989 de una manera más anecdótica y distanciada en el tiempo, con detalles pormenorizados de dos visitas a España de Crespo y su mujer, Pilar Gómez Bedate, muy presente en todos los escritos, y un viaje a Oporto donde se encontraron con Eugenio de Andrade. ¿Y qué hallo? Pues me encuentro con dos poetas ávidos de transcender, de ir más allá de la marginalidad donde se encuentran como explica De Villena.  El maño no es conocido fuera de sus fronteras y el de Ciudad Real no logra reconocimiento más allá de su tarea de traductor, en especial de la Divina Comedia, cuando él lo que quiere es triunfar en España como poeta, que no se le olvide allá en la patria chica de la que huyó. Como dos amigos se intercambian poemarios, impresiones de los mismos y pronto se servirán el uno del otro para buscar salidas a sus obras y que el trabajo cruzado de ambos les permita que sus nombres suenen en el plano intelectual  del momento. Un ambiente que se hace presente en estas páginas en nombres de autores, críticos y editores o  de revistas literarias como Estafeta, Ínsula o Cal.  La lectura de dichas cartas nos ofrece  la oportunidad de conocer cómo se fraguaba la edición de un libro o la ansiedad que les generaba la falta o la demora de noticias al respecto.

Descubrimos también la dimensión más humana de ambos, pues hablar de estos dos bardos no es solo hablar de poesía; es hablar de mucho más ya que ambos trascienden al género lírico como podrán comprobar quienes se acerquen a estas líneas que nos muestran a un Crespo muy interesado en  lo espiritual y esotérico —influido seguramente por la lectura y traducción de la Divina Comedia— que disfruta, defiende y lucha por la pervivencia de las lenguas  relegadas como las retorromanas, o la misma fabla o aragonés. Al Guinda hombre que sufre las crisis y miserias de su condición humana, “que se bebe la vida a tragos”, sin abandonar nunca su humor y su facilidad para jugar con el lenguaje. Un Guinda en constante búsqueda y autodestrucción para renacer de nuevo. Unos poetas muy exigentes en su labor creadora que  encuentran el uno en el otro un gran apoyo y estímulo para seguir creando.

En suma, no me resta sino felicitar al autor por su elección del género poético y a la vez epistolar para su primer trabajo crítico, en el que hace gala de una gran maestría del decir  y de una  cultura literaria extensa como no podía ser de otra manera siendo hijo de quien es, el  profesor, crítico literario y poeta, José Luis Gracia Mosteo. Agradecerle también el ofrecernos la posibilidad de degustar estas cartas que rebosan poesía, porque, no olvidemos que,  quien es poeta llena de poesía todo lo que toca.

¡Ah! Y no pasen por alto las citas que ilustran la apertura de cada parte. Nada está elegido al azar.

 

Luis Gracia Gaspar, El epistolario inédito entre Ángel Crespo y Ángel Guinda (1974-1989), Madrid, Visor, 2024.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Marisol Julve

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