Isabel Bono (Málaga, 1964) vuelve a la poesía tras sus últimas tres novelas, Una casa en Bleturge de 2017 y las dos últimas, publicadas por Tusquets Editores: Diario del asco (2020) y Los secundarios (2022). Un libro, este Frío polar, homenaje a su amigo, el escritor Antonio Muñoz Quintana, cuya muerte prematura hace una década, dejó un abismo helador en el corazón de la poeta. Como una penitencia autoimpuesta, un homenaje catártico, una carta de amistad infinita, Isabel Bono, una de las mejores poetas españolas de las últimas tres décadas, comparte su soledad sustantiva a través de imágenes perennes que pivotan entre la luz, el sol, el frío y la nieve. Un diálogo unidireccional emocionante que posee, como la misma autora, un enorme poso de ternura.
El miedo a la pérdida se evita con una permutación: cambiando dolor por acidez: “vamos a decir adiós / como quien dice manzanas”, dejando la duda universal de quién es el que más sufre, el que marcha o el que queda atrás: “Hay quien muere sin hacer ruido / hay quien vive” y así, la poeta vuelve una y otra vez: “después se me olvida / y vuelvo a amarte como si siguieras vivo” o “Dormir ya no es importante / vivir ya no es importante". El desprecio a la vida incompleta, a la vida en ausencia. Isabel Bono, con su lirismo profundo, desentierra en lo cotidiano el alimento para el lector, con la saudade de sus versos, sus imágenes inquietantes: “Las sábanas rendidas al placer / de ser velas al pairo por unas horas”, el blanco lejía como oposición al ceniza de las lágrimas: “una mujer tiende / ves su ropa allá lejos / oxígeno allá lejos”. ¿Qué reparto se realiza entre vivos y muertos? ¿Tierra y cielo? En este libro el ausente es frío y la autora el calor que, en hoguera, sirve de recuerdo y guía, guía inútil para el que no va a volver: “Que la casa no está ardiendo/que es el frío / quien hace crujir mis articulaciones/que no son insectos devorados por el fuego”. Transmite, de algún modo, a todo lo que le rodea, una imagen de reparto y verdín, del que se marcha y permanece: “Si hasta las palomas más sucias / se han marchado / ¿qué nos queda?”. Una enumeración de lo que pertenece, de recuerdos sin gracia, una enumeración de aquello que hace innecesaria la separación, una maleta vacía que se contiene a sí misma, a ella y a la muerte. ¿Quién llega en la noche, quién con fuego, quién con barbitúricos? La poeta insiste en los símbolos, rueda sobre la que gira el libro: “Y tú / la luz de octubre / alejándonos de todas estas cosas / sin hacer ruido”. Imágenes de la naturaleza que atrapan el recuerdo, que lo hacen emerger, con toda su belleza, con toda su atemporalidad: “ignorantes de su belleza / del inmenso dolor que me provocan / ser árbol y no saberlo/ser fuente de dolor y no saberlo”. Atrapados en el hielo, el frío se extiende por el tuétano, venas y arterias de la vida: “Deseo que nieve toda la noche / dentro de mi cabeza”, y el frío atrae el silencio y el silencio es una manera como otra cualquiera de hablar de soledad. El dolor viene encapsulado, es el recuerdo, sed de charcos, púas y cactus. Cuando se marchan, otra vez, el silencio: “Aquellas tardes no existen/porque no existe aquella casa / ni aquella luz”. ¿Y cuándo vuelve la luz? “La vida sobre todo es eso / silencio, no aullidos”. El dolor está presente en el silencio. La escritora busca resquicios: “Sé que se han ido / he visto sus huellas en la nieve / si hubiera nevado”, en la calle, ella, la poeta, se ausenta, en el silencio es una más, una vida que es vida y espera a los que dejaron de serlo: “En silencio / espero una orden / pero / ¿de quién la orden? / ¿Y hacia dónde camina?”.
Así, Isabel Bono vence a la pereza de la voz que se ausenta, que sabemos que evita el mal morir, la muerte que no termina, el final que se niega a ser definitivo. Algo a lo que agarrarse: “Y tu dolor sigue ahí / y la vida sigue ahí / esperando”. La Bono busca la transmutación en objeto inanimado para evitar la consciencia, olvidar que ella existe y el otro se ha marchado. En esa ausencia de conocimiento busca la paz: “El árbol que no nunca he sido / los pájaros que nunca he sido”. No conocer, no saber, estar sin sentir, como la forma definitiva de escapar del dolor: “Imagina todas las cosas / imagina no sentir la necesidad de registrarlas / imagina ser libre”, como alternativa a un viaje infinito: “Deseo llegar a un lugar suficientemente lejos / donde todos sean viajes y nadie hable mi idioma”. Poder perder el tiempo, ausentarse de la realidad terrible que la rodea. No tener que dar explicaciones a nadie. Los cuatro sustantivos, convertidos en estadios: nieve, frío, luz y silencio. El silencio es un pozo para alguien que no tiene sed. La luz que no entorpece el camino, la ropa tendida, el árbol que crece, la tierra que gira y tú, él, enterrado, en el final del mundo, con ella. La luz enamorada del sol, que se marcha y, en su ausencia, Paul Klee se asoma desde la triste rúbrica de un San Sebastián atravesado. Y de esas cicatrices, que son recuerdos, son los mapas para encontrar el sol. Un libro de contrarios, de finales y comienzos, de presencias y ausencias, que funciona como un círculo que se niega a cerrarse: “Nunca le puse nombre al dolor / tampoco tus apellidos” o “La voz del amigo ahí, / sosteniendo una escalera / que nadie más sostiene”. Todos pensamos que la vida es antónimo de la muerte cuando, en realidad es su complemento, su compañía: “Me da igual vivir o morir / hay que vivir si estás vivo / y correr si está lloviendo”. Así, ¿quién llega? Solo lo que se ha marchado antes: “Y recuerdo cuando tu risa paraba el mundo / y todo parecía estar por hacer”. Un libro de lluvia en el sur, donde uno no pude ofuscarse por la ropa olvidada, porque el sol volverá rápido, pero no la palabra, solo el recuerdo. Así que en el extrañamiento la poeta que no las lágrimas son gotas que llueven por nadie, que si la ropa se salva, el frío se encargará de someterla a esquirlas afiladas, que no dejarán que celebremos juntos. Una ausencia que se llena con versos, un pozo insaciable.
Isabel Bono, Frío polar, Barcelona, Tusquets, 2024.