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Configurar sentido descendente

La calle más literaria del mundo

5 de junio de 2024 13:15:28 CEST

“La idea de viajar me provoca náuseas” escribe Bernardo Soares en el Libro del desasosiego. Soares, el heterónimo que más coincide con la propia biografía de su creador, Fernando Pessoa, nunca deseó salir de su ciudad, Lisboa. “Ya he visto todo lo que nunca había visto” escribe; y añade otro comentario paradójico “Ya he visto todo lo que todavía no he visto”. Sin embargo, en aquella Lisboa del primer cuarto del siglo XX, Soares está rodeado de gente que se mueve a través de puerto tan importante. Soares renuncia al viaje como forma de vida porque su existencia está más completa en el estatismo y la monotonía cotidiana de su trabajo en una oficina comercial en la Rua dos Douradores. “¡Ah, que viajen los que no existen!”. Para viajar, según él, basta con existir. Y los viajes son los viajeros. Y lo que vemos no es lo que vemos, sino lo que somos. En esto coincide con Cicerón y Séneca que ya habían explicado que por el mero hecho de cambiar de lugar no dejamos de ser nosotros ni abandonamos nuestras preocupaciones e inquietudes. Nunca, por muy lejos que estemos de nuestro eje vital, desembarcamos de nosotros mismos. En varias de las páginas de este extraordinario diario filosófico-literario, Soares se dedica no solo a criticar a los viajes y viajeros sino también a quienes utilizan este género. El heterónimo confiesa que ya solo un viaje entre Lisboa y Cascaes lo dejaba agotado. Y que Caçilhas, frente a Lisboa, le parecía otro continente.  Y el Tajo todos los océanos del mundo.

Pero Soares que es como el propio Pessoa, una buena persona pero muy sarcástica, siente compasión por la “estupidez” del mozo de la oficina entusiasmado por la sola idea de conocer otros lugares del mundo más allá de la Baixa pombaliana. Aquel joven coleccionaba folletos de propaganda de ciudades, países, compañías marítimas, mapas, publicaciones, carteles…Parte de sus horas de asueto aquel muchacho las invertía visitando consulados, embajadas, oficinas de turismo. Soares melancólicamente se pregunta qué habrá sido de él. Un día desapareció del trabajo y nunca más se supo ¿Embarcó?¿Hacia dónde? Soares siente esa curiosidad inconfesable y hasta duda de su propio e inmutable estatismo. “Era el mayor viajero, por ser el más verdadero que he conocido: era también una de las personas más felices que me encontré”. ¿Dónde está entonces la felicidad en el estatismo o en el viajar?

Pessoa viajó a Durban varias veces. Allí vivió los años más importantes de su formación. Por motivos familiares residió en África desde el año 1896 hasta el 1905 cuando regresó definitivamente a Portugal. Ningún viaje más. Intentos de ir a Londres donde tenía familia, o a Galicia. Pero Pessoa ha sido quizás el mayor viajero de su propia ciudad natal y alrededores. Tuvo más de una veintena de domicilios. El más duradero fue el último en la Rua Coelho da Rocha número 16-1º-D. Allí habitó desde el año 1920 al 1935. Murió relativamente cerca en el Hospital de San Luis de los franceses sito en la Rua Luz Soriano. Aún existe hoy. La imagen exterior es la misma: un muro encalado rodea el recinto y da entrada por un ancho portalón. Ahora cuelga una placa de mármol donde se reproduce la última frase que escribió en inglés: “I know not what tomorrow will bring”. ¿Quién puede saberlo?

En su último domicilio vivió en una habitación acompañado de su pequeña pero selecta biblioteca, el baúl con sus miles de manuscritos inéditos, la cómoda sobre la que escribía de pie, la máquina de escribir, la estrechísima cama y poco más. Hoy se puede visitar esta casa-museo. Yo la hubiera conservado tal cual manteniendo así el espíritu del escritor, pero el interior fue demolido y únicamente se respetó la habitación que ahora queda como un elemento extraño dentro del conjunto. La actividad cultural de este centro es sin embargo muy importante. Si uno se asoma a la ventana de esa habitación, la casa roja de enfrente sigue siendo la misma contemplada por él. La calle larga permanece casi intacta. Domicilio, del que se conserva la hoja del contrato firmada por el dueño e inquilino, un poco lejano de su centro social y en medio de un laberinto de cuestas. Pessoa debió de moverse en los tranvías tan inspiradores para él. “Quien no ha salido nunca de Lisboa viaja al infinito en el tranvía cuando va a Bemfica y, si un día va a Cintra, siente que ha ido a Marte”, escribe Soares.

Si la Lisboa histórica y alrededores es el espacio donde se mueve seguro Pessoa, su heterónimo lo reduce a la cuadrícula pombaliana. La Baixa reconstruida tras el terremoto de 1755 por el Marqués de Pombal. Centro aún financiero, comercial y político, pero ya sobre todo receptáculo de un océano de turistas. En La Baixa está la Rua Augusta (la calle principal) con el Arco de la Praça do Comercio y la estatua de José I al fondo. La Praça do Comercio con su ir y venir de tranvías viejos y nuevos, sus terrazas, sus mercadillos, sus viejos cafés como el Martinho das Arcadas frecuentado por Pessoa y otros escritores y artistas, es uno de los lugares más bellos y nostálgicos del mundo. Y ese muelle con las dos columnas que parece sumergirse todo él en la marea alta. Y al lado, en otra plaza recoleta, la Casa dos Bicos dedicada al primer Premio Nobel de literatura en portugués, Jose Saramago, cuyas cenizas están depositadas bajo un olivo.

Gran parte de las calles de La Baixa llevan los nombres de los oficios de los primeros comerciantes de la zona: Prata, Ouro, Douradores, Correeiros, Sapateiros. En esta cuadrícula de calles peatonales, todavía sobreviven algunos de los establecimientos de toda la vida. Bernardo Soares vive, trabaja y medita desde una de estas calles. Precisamente desde una de las más desapercibidas, la Rua dos Douradores. Esa calle que es para él su vida entera. Allí está la oficina y también su vivienda a la que hace referencia vagamente. Nunca da el número del inmueble pero es el 190. En el bajo estaba el restaurante de gallegos donde comía. Hoy en el mismo lugar existe otro con una terraza que da a una pequeña plazuela. “Si yo tuviera el mundo en la mano, lo cambiaría, estoy seguro, por un billete para la Rua dos Douradores”, escribe Soares. La oficina, sórdida hasta la médula, representaba para él la vida, comprendía para él todo el sentido de las cosas, la solución de todos los enigmas “salvo el de que existan los enigmas, que es lo que no puede tener solución”. La oficina le daba de comer, de beber, el lugar donde vivir y, además, donde dormir-soñar-pensar-escribir. La oficina ponía en orden la monotonía y la anarquía de la vida cotidiana. Soares (administrativo, traductor y redactor de cartas oficiales) sabe que está explotado laboralmente, pero se siente satisfecho de ser contable o ayudante de contabilidad. En realidad él no se sueña como un gran escritor sino como un gran contable de fama. Soares se siente muy satisfecho de codearse con el contable Moreira, el patrón Vasques (una de sus grandes decepciones al descubrir que es un ladrón), el cajero Borges, el sociocapitalista y el resto de empleados. “La oficina se me vuelve una página con palabras de gente, la calle es un libro”. “La Rua dos Douradores la calle ideal de La Baixa”.

En las primeras décadas del siglo XX, La Baixa lisboeta estaba habitada, aparte de por personas, por comercios de loterías, estancos, ultramarinos, casas de comidas, oficinas, almacenes de todo tipo, sastrerías, barberías, tabernas, consultas médicas, oficinas estatales, hoteles, pensiones, iglesias, zapaterías, casas de citas, panaderías, confiterías, fruterías sobre todo en la Rua da Prata, correos, etc. Casi nada ya de esto puede verse. Los carreteros y mozos de cuerda que salían de los almacenes de la Rua dos Douradores ya no existen y, por tanto, aquella ajetreada vida que tuvo este lugar hoy está circunscrita a los turistas, afortunadamente pocos por esta calle estrecha, asombrada, donde permanecen tan solo los hoteles, restaurantes, alguna iglesia vecina y poco más. Muchos de los edificios están en proceso de restauración.

En su piso de la Rua dos Douradores, encima de la oficina, Soares se refiere al mobiliario basto de su cuarto barato. La gente que pasa hoy por esta calle ya no es “siempre la misma que ha pasado hace poco”. Todos o casi todos entonces se conocían. Ya no. “Mañana también desapareceré yo de la Rua dos Douradores, de la Rua da Prata. Yo también seré el que dejó de pasar por estas calles”. Hoy ya nadie se conoce. Soares además de su calle por excelencia cita a otras como habituales para sus idas y venidas: La Rua nova de Almada, la Rua da Prata (la primera paralela a la de los Douradores en dirección oeste, allí estaba la librería de viejo del librero Pires frecuentada por Pessoa), La Rotonda, La Praza do Marques de Pombal, la Rua do Arsenal, la Rua da Alfandega, el Chiado más arriba por un lado y el castillo por el otro… Soares-Pessoa viajaban por estos caminos reflexionando sobre el sentido desconocido de este viaje obligado de la vida. A veces, como antaño como ahora, la lluvia oblicua cambiaba los ruidos de la calle y el Tajo tomaba el color azul verdoso tirando a oro. La Rua dos Douradores es pequeña, insignificante, de difícil caminar por sus aceras rotas pero, sin embargo, como decía Soares, vale más que las grandes avenidas. “¡Cuántos Césares he sido, aquí mismo, en la Rua dos Douradores!”. “También hay universo en la Rua dos Douradores. También concede Dios aquí que no falte el enigma de vivir. Y por eso, si son pobres, como el paisaje de carros y cajones, los sueños que consigo extraer de entre las ruedas y las tablas, aún así son para mí lo que tengo, lo que puedo ser”.

Soares-Pessoa amaban las tardes demoradas del verano, el sosiego de La Baixa. El escritorio era un baluarte contra una vida vacía. Y los libros de contabilidad eran como sus propios libros. Vivía en casa ajena. El resto, un continuo pasear callado, una continua conversación entre hombres, casas, piedras, letreros y cielo, una multitud amiga, que se codea con palabras en la gran procesión del Destino. Soares ama las plazas solitarias de La Baixa, las pequeñas e insignificantes, pero también otras más grandes como la Praza da Figueira con los vendedores ambulantes hoy reconvertidos en manteros. Esta Plaza presidida por la estatua de Joao I. En esta plaza estuvo el antiguo mercado de la ciudad. Al lado se encuentra la Praza do Rocio con la estatua de Don Pedro IV, el primer emperador de Brasil. Otro de los heterónimos, Alvaro de Campos, le escribió estos versos: “La Praça da Figueira en la mañana,/cuando el día es de sol (como sucede/ siempre en Lisboa), nunca en mí se olvida,/aunque apenas sea memoria vana./ Hay tantas cosas más interesantes/que este lugar tan lógico y plebeyo,/pero lo amo, incluso así…¿Qué se yo/ porque lo amo? Importa poco. Adelante…”.

La Rua dos Douradores es la calle por excelencia pessoana. Hoy ya no nos cruzamos con el mozo de cuerda, con el barbero que contaba chistes, con el camarero que le hizo la fraternidad de desearle esa mejoría porque solo se había bebido la mitad de la copa de vino (Pessoa murió de un cólico hepático), con el dependiente de la tabaquería que se había suicidado, con el viajante de comercio que trajo las sedas del Indo, de Samarcanda o de Persia. En la Rua dos Douradores ya nadie tirará desde el último piso del número 190 una caja de cerillas vacía al abismo del empedrado. En la Rua dos Douradores ya no hay libros de caja abiertos sino ordenadores fríos y abstractos. Ha vuelto a ser una calle más del mundo. Pero siempre seguirá siendo toda ella una filosofía y una literatura universal. “Lo que escribo en el libro auxiliar de caja y lo que escribo en este papel del alma son cosas igualmente limitadas a la Rua dos Douradores, muy poco a los grandes espacios millonarios del universo”. A Rua dos Douradores ha vuelto a su humildad. Permanecen aún allí los instantes, los milímetros y las sombras de las casas pequeñas, todavía más humildes que ellas. A Rua dos Douradores tan estrecha y efímera que nadie sería capaz de tener un deseo.

Los lugares fundamentales de la geografía pessoana son: El número 4 del Largo de Sao Carlos donde nació en el cuarto piso; el número 190 de la Rua dos Douradores; la Rua Coelho da Rocha número 16-1º- D; el hospital San Luis de los franceses en la Rua Luz Soriano; el cementerio Dos Prazeres donde fue enterrado (muy cerca de su domicilio) y los Jerónimos donde yace hoy en día. Pero la Rua dos Douradores es una de las esencias simbólicas de su magna obra. “Seré siempre de la Rua dos Douradores, como la humanidad entera”. Soares-Pessoa y cia tenían un gran río, un gran océano, un muelle y todos los barcos con todas las banderas del mundo para zarpar y, sin embargo, se quedaron allí en la Rua dos Douradores, un lugar insignificante que apenas cabe en un mapa, pero que ahora es una epifanía del mundo. Alberto Caeiro, otro heterónimo, escribió estos versos: “Desde la ventana más alta de mi casa/ con un pañuelo blanco digo adiós/ a mis versos que parten hacia la humanidad”. Suenan como la carte de Emily Dickinson de la cual creo no tuvo demasiada noticia. Otra estática como él. Soares, cansado de la vida, cerró las contraventanas de su habitación, de la Rua dos Douradores, para excluirse del mundo y ganar la libertad. “¡Oh pena revisitada, Lisboa de otro tiempo, hoy!”.

Escrito en Lecturas Turia por César Antonio Molina

Poema de Julieta Valero

24 de mayo de 2024 12:30:49 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Escuchar el cuerpo, dicen, pero

¿cómo se hace? ¿Escuchar la contractura la

lascivia que se derrama, peine en mano,

buscando su centro, escuchar la celiaquía imaginaria?

Porque lo real del cuerpo no viene al oído

estruendo es, no mudo, nudo de vida o

desvío a barranco. El cuerpo solo puede

ser real como el hijo, un mortalmente

acompañarse, y no cabe en la poesía falsa

humildad, siempre amanece 1789, un asalto

a la solemnidad que es bicho palo y eso está bien,

todos en lo Darwin, lanzando metamorfosis,

dentelladas, besos. Siempre ateridos.

Escrito en Lecturas Turia por Julieta Valero

Blagdaross

15 de mayo de 2024 13:56:58 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Léeme otra vez el cuento de la infancia perdida,

donde un simple caballo de madera es el héroe

de toda una Cruzada, y una muñeca rota,

una princesa altiva de Grimm o de Perrault.

Cuéntamelo otra vez —como decía Amalia

en un inolvidable poema—, cuéntame

cómo el niño se hizo mayor, y sus juguetes

quedaron arrumbados en un desván oscuro

hasta que otro niño, de otra generación,

volvió a jugar con ellos, volvió a soñar con ellos,

y los resucitó. Cuéntame las proezas

de Blagdaross. Si lo haces, podrás ver cómo fluye

de mis ojos cansados una lluvia de lágrimas

que surgen de lo más profundo que hay en mí,

y cómo me emociono, igual que el primer día,

al pensar en las nuevas batallas que, al compás

del llanto inconsolable que brota de mis ojos,

seguiremos librando hasta el fin de los siglos,

contra el tiempo y el mundo y las desilusiones,

mi caballito de madera y yo.

 

 

Escrito en Lecturas Turia por Luis Alberto de Cuenca

Experiencias de rotulador

15 de mayo de 2024 13:35:27 CEST

Un día te despiertas y estás ciego. Un día te despiertas y estás mudo: has perdido la capacidad de comunicarte con los demás; no vocalizas bien, tu lengua se mueve con torpeza. Un día te despiertas y no eres tú; no reconoces tus manos. Tus manos no son tuyas, te las han trasplantado por otras durante el sueño. Mueves, sin comprenderlos del todo, tus dedos como enguantados en una sustancia ligera. Un día aprietas el interruptor de la luz y de la alcachofa de la ducha comienza a manar el agua.

¿Qué está ocurriendo? 

Un día, en la adolescencia, contraje algo. Algo raro, vivo. Aquí, no sé, en la frente. Se me metió. Algo sin forma que me mantenía alerta y al mismo tiempo me hacía infeliz. Una cosa. Un zumbido. Un surco en el cerebro. Una zozobra seca, cuyos síntomas eran parecidos a los del enamoramiento o la gripe, pero sin estar yo ni griposo ni enamorado. Me cuesta explicarlo mejor.

Voz caliente y pies fríos. 

Esa cosa me impedía dormir; era un tormento que me obligaba a no conformarme con lo que había. A desear más. A desearlo todo, con ansia.

La Cosa. Me ordenaba pedalear entre las sábanas, moviendo mucho las piernas, hasta sentir un tirón en el empeine o montados los gemelos. Me ordenaba levantarme de madrugada, descalzo, cojeando, y abrir las hojas del balcón en contra de mi voluntad. Para nada.

Te ordeno, te ordeno, te ordeno. Teordeno.

Yo: «No quiero ir». Ella: «Sí. Hazlo, Erizo. Hazlo».

Lo hacía. 

Ya estoy en el balcón abierto. Hace frío. ¿Estás contenta?

Nada ni nadie responde a mi pregunta. Un pasillo de viento. Automóviles seminuevos y una manzana en la acera.

Una manzana. Sola. Qué humillación. Me daba rabia y vergüenza. 

Me sentía humillado todo el tiempo. Algo tiritaba en mí. El mundo era insuficiente, un catálogo borroso, frígido, mal rematado, una selva de grúas y buzones y teléfonos.

Un líquido para beber caliente que se ha enfriado.

Todo era un límite que no se podía traspasar. La materia: un límite. El tiempo: otro límite. Y así todo.

Yo ansiaba… sobrepasar, bordear, rotular… No, no era eso, muy mal expresado. Yo… No encontraba las palabras. Me rindo. Voy a intentarlo de nuevo: yo ansiaba, supongamos, ensanchar el mundo. O corregirlo.

(¿Mejor así? Bueno, psh, por ahora nos conformaremos con eso.)

No por mí, sino por culpa de ese hormigueo invasor que me exigía, me retaba, me remordía, demandaba sus derechos.

Un día te despiertas y te sientes incapaz de seguir siendo tú. 

¿Qué me estaba ocurriendo? Yo estaba mal, muy alterado. Pasaba semanas al acecho, nervioso e irritable. Aquella Cosa hablaba por mí. Contestaba mal a mis padres, lo cual era injusto, porque no lo merecían. No merecían aquel hijo defectuoso, chafado. La Cosa.

Muy pálido, no atendía las clases del instituto, olvidaba comer. La Cosa.

Los profesores cubrían el encerado con fórmulas algebraicas y gráficas de fiebre, igual que en los hospitales. La enseñanza era una especie de convalecencia. Nos amontonaban a todos allí, a la espera de un diagnóstico. Ingresado, yo prestaba poca atención a las películas medievales de campesinos o a la mitosis de células, que para mí eran lo mismo.

Campesinos, células: límites.

La historia avanzaba a cámara lenta, se arrastraba a la pata coja. ¡Vamos, más brío!Tardaban una eternidad hasta empujar a la guillotina a Félix III y entronizar en su lugar a Tristán IV, quien no tardaba en correr la misma suerte de ser conducido también al cadalso y eso entraba en el examen parcial.

No paraban de rodar cabezas.

Lo cual me recordaba aquella manzana en la acera que llevaba pudriéndose tres días seguidos sin que ningún barrendero la retirase. En serio, ¿por qué? 

No encontraba mi espacio. La vida daba siempre la señal de estar comunicando. Un mensaje grabado que decía: «Todas nuestras operadoras están ocupadas en este momento». En cambio, escuchaba como un llanto lejano que no cesaba de sonar en todo el día. Miraba a los grupos de estudiantes con aprensión: nadie más parecía notar nada raro. Sus cuerpos embutidos en sudarios de rocanrol y poliéster.

Los oía cacarear en el patio, debajo de la canasta de baloncesto, entre risas, toses suaves, alegres, muy suyos, desesperados, haciendo chascar sus nudillos mientras alardeaban de algo alzando mucho el cuello o trazaban planes conspiratorios para la tarde del sábado y la mañana del domingo. Había una gran precisión y riqueza de detalles en esos planes cuchicheados, procedentes de estirar mucho el cuello, de cuya belleza yo, por alguna razón, estaba excluido. 

En algún sitio se celebra una boda, un baile de disfraces, una fiesta de pijamas, alguien se casa, uno gritó:

–¡Tenemos que hacer una colecta entre todos para el regalo a los novios!

Esto los alteró mucho. Provocó malentendidos, riñas, enfados. O planeaban juntarse otro día, en casa de Katia Orororo, aprovechando la ausencia de sus padres, para celebrar una sesión de espiritismo, sentarse a oscuras en el suelo del salón, formando un círculo de manos, y desde esa rueda invocar a los espíritus por medio de una ouija.

No era la primera vez que lo hacían. Aseguraban que en cierta ocasión un espíritu respondió a sus demandas, qué susto, el vaso se desplazó solo de una letra a la otra, de la ese a la eme, de la hache a la uve, para deletrear palabras o frases simples, tú eres pura, tú eres pura, le escribió a una el espíritu, el vaso se deslizaba solo, sin intervención de nadie, hasta que de repente salió volando por los aires y se estrelló contra la pared, rompiéndose en añicos, momento en que todos salieron huyendo despavoridos de casa de Katia Orororo.

A partir de aquella tarde celebraron las reuniones en casa de Camilo Coria. 

Chascaban los nudillos, mis compañeros de estudios, sobreexcitados con la colecta para la boda o con aquel vaso de ultratumba, debajo de la canasta de baloncesto.

Iban a bodas. Hacían espiritismo. Se relacionaban con novios o con espíritus, gente interesante. Yo no.

También esto era otro límite. Un fracaso personal.

Movían los labios para hablar y lo que yo escuchaba era: un llanto. 

Me aterraba la muerte y a veces deseaba morir.

Estar muerto ya. En pleno mediodía, joven. La oscuridad de la tumba. El silencio eterno. La nada. Nada se mueve, nadie duda, no hay titubeos. Los grandes interrogantes filosóficos que te arañan la mente a lo largo de toda tu existencia, sin dejarte en paz ni un segundo, al final se reducen a esto: una inscripción con dos fechas.

¿Eso era todo?

Llueve sobre tu lápida, que se vuelve resbaladiza como una pista de patinaje. La muerte es resbaladiza, gotea. Una hoja cae, no cae. Unas manos hacendosas modifican ramos de flores, tralarí tralará. La vida, pese a todo, continúa sin ti. La vida siempre triunfa. El mundo no te necesita, ni a ti ni a nadie. Un universo reptante de larvas, raíces, secreciones, nudos, siseos. «Aquí yace…». 

El médico del Seguro que me examinó, el doctor Barrientos, tras auscultarme me encontró sano, nada, no tienes nada, muchacho, Erizo, me instó a hacer ejercicio aeróbico, nadar y pedalear hasta agotarme, nada que no se cure sudando, ¿tienes novia, muchacho, Erizo?, y antes de darme tiempo a responder el doctor Barrientos me recomendó tomar un complejo vitamínico y vuelves en seis meses, o antes si estás peor, muchacho, Erizo, pero yo no estaba ni mejor ni peor, sabía que no era eso, no era eso. Ni parecido.

Guardé silencio. El médico también guardó silencio.

Los dos guardamos silencio. 

La manzana en la acera llevaba ya cinco días pudriéndose. Cinco. Nadie hacía nada por remediarlo. Abollándose ella sola, con una abolladura interior. Vi cómo brotaba de ella una suerte de absceso, que comenzó a supurar un líquido parduzco. Poco a poco iba cobrando el aspecto de una manzana asada. 

Probé a cantar. Nada. Probé a dibujar. Nada, tampoco.

Seguía sintonizando el llanto.

Probé a escalar una montaña, con resultados nulos. Después de extenuarme todo el día al aire libre bajo el sol, entre rocas naranjas y cascadas verdes, bajé trotando de las alturas medio grogui y afónico de tanto oxígeno.

–Por intentarlo nada se pierde, Erizo –me dijo alguien. 

El consultorio del doctor Barrientos se encontraba al fondo de un largo, larguísimo pasillo. El pasillo alcanzaba el consultorio ya exhausto. Con sus últimas fuerzas, se desparramaba en dos butaquitas verdes de felpa con minifalda de flecos, un velador sobre el cual sonreía una revista warholiana y una lámpara de pie, pero no mucho.

Había un biombo blanco en el consultorio del doctor Barrientos. Visillos también blancos, como hecho adrede. Todo muy conjuntado. Artístico, incluso. El doctor Barrientos era un médico pop. Una camilla de hierro con pinta de confortable, a la que apetecía llamar «lecho». Un armario metálico, práctico, que contendría guantes de goma, algodón, yodo, jeringuillas o esterilizadores o yo qué sé. Formas.

El doctor Barrientos me extendió una receta. La letra del doctor Barrientos era legible. 

Un día, por hacer algo, probé a escribir algunas frases sueltas, en un pedazo de papel que encontré en la cocina.

Algo hizo clic. ¿Ahora sí?

Mi estado pareció mejorar un poco. El llanto se mitigó. Sentí que algo sucio y pesado se me removía dentro, pesaba menos, la bola se desatascaba, la sangre fluía más acuosa.

La bestia, durante algunos minutos, dio la impresión de apaciguarse, ceder, doler menos, antes de que el efecto se disipase y ella volviese a la carga.

La luz en la ventana se agazapaba, era un gato de sol. 

Compré un cuaderno escolar. Anoté frases. Dibujé flores. Escribía sin pensar, en una especie de trance loco, durante varias horas, lo primero que se me ocurriese, sin levantar la vista del papel ni para releer lo escrito ni para corregir.

Mis padres se asomaron a la cocina, me sonrieron, tranquilizados, casi conmovidos, y retrocedieron de puntillas, para no molestarme: pensaban que estaba volcado en mis estudios. 

Ellos tenían otras preocupaciones. Pronto nos mudaríamos a una casa más grande y mejor, en un barrio nuevo. Nuevas calles, nuevos afectos. Había que desmontar el hogar. Las paredes empezaron a vaciarse de estanterías, fotos, libros y cachivaches, y los pasillos a poblarse con pilas de cajas rotuladas con títulos de catálogo de decoración o película de gritos: «Vajilla nueva», «Baño», «Cocina/2», «Varios». 

Iba a todas partes con mi cuaderno. El hecho de que no me separase de él motivó que mis compañeros de clase me apodasen burlonamente el Taquígrafo. Ni siquiera me molestó. A mis espaldas, sin consultarme, propusieron mi candidatura para ser delegado de curso. No era opcional. Mi cara apareció en los carteles. Quedé el segundo. Ganó Camilo Coria, por un escaso margen de votos.

La lluvia destiñó los carteles. Mi cara, arrugada, terminó en la papelera.

Nada había cambiado, nada, y, no obstante, todo era distinto. El mundo. Las caras de la gente. Los edificios de hombros estrechos, salivados de lluvia. Al pasar por mi cuaderno, el mundo se revitalizaba, intensificaba sus colores o salía huyendo con otro estilo.

Al séptimo día, la manzana en la acera desapareció. O yo dejé de verla. 

Si no se me ocurría nada, lo me que sucedía con frecuencia, anotaba en mi cuaderno una sola palabra: «Cactus».

Me obligaba a repetirla cien veces, o doscientas, con total solemnidad litúrgica, en un castigo placentero, cactus cactus cactus cactus cactus. Una línea tras otra, sin desfallecer. Lo importante no era el significado concreto de tal palabra, o de cualquier otra, sino la acumulación verde y espinosa que esas seis letras convocaban y expandían.

Las palabras despertaban al diccionario. 

Me concentraba. Visto desde fuera, podía dar la sensación de que hacía algo útil, importante o beneficioso para alguien. Mi casa se vaciaba, pronto habría una mudanza. Yo me limitaba a cubrir las páginas de los cuadernos con facilidad, una tras otra, sin sufrimiento alguno, a buen ritmo, por ambas caras, persiguiendo aquella caligrafía huidiza que siempre iba un paso por delante de mí y se me escapaba, como la correa de un perro suelto al doblar la esquina. 

El lenguaje sabía más que yo. Me teledirigía. Me indicaba las posibles direcciones, postes señaladores. Yo me abandonaba a su canto. Era mi manera de escalar montes, o de hacer espiritismo, para contactar con los muertos.

Algo aprendí: que no debía oponer resistencia, sino rendirme, no intervenir, dejar que el lenguaje tomase todas las decisiones por mí, hiciese él solo todo el trabajo, mientras yo permanecía al margen, ocioso, mirándome las uñas.

Escribir no es trabajar, sino permitir que trabaje el otro. Que el otro hable. Que nos inunde. Que nos posea. Lo verdaderamente difícil, a la hora de escribir, es mantenernos callados, apartarnos y molestar lo menos posible.

Cuando quiso darse cuenta, el Taquígrafo ya había entrado en el club de los comedores de papel. Masticadores de verbos. 

Quien escribía no era del todo yo, sino algún otro Erizo desconocido hasta entonces, que la escritura sacaba a la luz. Escribir es duplicarse, multiplicarse. Yo era el primer asombrado al ver brotar de mis dedos aquella proliferación horizontal, un pentagrama donde bailaban astros. Pueblos de cartulina. Una hilera de iglesias, una pegada a la otra, en cada una de las cuales se sumergía la cabeza de un recién nacido en una pila bautismal rebosante de agua bendita. Una pared. Otra pared. Un tiroteo.

La escritura activaba algún resorte oculto de memoria peligrosa. Me acordaba perfectamente de cosas que nunca había vivido. 

La siguiente fase fue cuando comencé a ver personajes de ficción. Dos, en concreto: se me aparecieron muy jóvenes, casi adolescentes, un hombre y una mujer, todavía sin nombre. ¿Quiénes eran? Los veo como en sueños, metidos en alguna clase de dilema serio o de amenaza inapelable. Discuten mientras caminan al aire libre, en el centro del verano, por una finca campestre, poblada de árboles, ríos, ganado, sombras, revuelo de gallinas, moscas, embarcaderos con flores. En el aire flotan briznas de alquitrán y calor. 

También veo que están escondidos, que no pueden salir de allí ni aunque quieran. Sus vidas corren peligro. Alguien poderoso, un familiar lejano, ha encargado a un sicario ­–se me ocurre de repente, y así lo transcribo sin dudar en el cuaderno– la tarea de localizarlos y abatirlos a tiros como si fuesen bestias. Trofeos de caza. Animales heridos. 

En esta misma finca jugaban ellos dos cuando eran niños. Y mira ahora. El cielo enfila hacia el mar, en mi cuaderno. Sin embargo, él trata de persuadirla de que lo más conveniente es que regrese –ella sola, sin él– al peor sitio posible, a donde mayor es el riesgo, la posibilidad de cacería, la sangre.

–¿Por qué me pides eso? –protesta Cordelia–. No tiene sentido. 

Discuten. Al parecer, no queda otro remedio. Es una apuesta descabellada. Sabe que si la descubren, perderá la vida. Se perderán el uno al otro. Hay como una fatalidad en todo ello, un hado, rencillas sórdidas del pasado sin resolver, traiciones, deudas de dinero, laberintos del destino que los obligan a separarse (¿por qué, si se aman?) en el peor momento posible.

–Tiene que ser ya –insiste él–. Lo antes posible. Si puede ser hoy, mejor que mañana. 

Cordelia tiene agujas de pino en el pelo. Un segundo antes de hablar, cierra los ojos. Parece a punto de llorar, se retuerce las manos. No entiende, se resiste:

–¿Qué es más peligroso? –pregunta–. ¿Que me encuentren ellos a mí por la calle o que me los encuentre yo a ellos?

Ella ignora si se trata de un estado de locura pasajera o una inocentada o incluso una ocurrencia genial de él, de su amante, la persona con quien se acuesta.

(Ya desarrollaré esto más adelante). 

Tal vez el único lugar donde no se les ocurriría buscarlos sea precisamente allí, donde él la envía, al infierno, a un palmo del cuartel general de los matones o de la discoteca de la muerte. Una idea tan idiota que no es posible creerla. O puede que gracias a eso, a su incongruencia, ella salve la vida.

Después de todo. 

Como con miedo a quebrarse, Cordelia ofrece, por decir algo, posibles refugios alternativos: Malasia, Singapur, una islita que… Menciona otros cuantos, cada vez menos creíbles.

Los dos saben que no es posible. El momento del adiós se aproxima. 

Él pronuncia la única palabra prohibida entre ellos. El término tabú. Una sola vez:

–Hermana.

En la catedral de árboles se hace el silencio. Una nota.

–¿Reconoces el canto de ese pájaro? –pregunta él–. Es un herrerillo común. 

Se abrazan. Permanecen largo tiempo abrazados. Yo los veo, en mi cuaderno. No puedo hacer nada para ayudarlos, lo siento mucho. Cordelia, resignada a lo peor, se rinde, que ocurra lo que tenga que ocurrir, al fin murmura:

–Entonces, si no queda otro remedio, debería prepararme ya, hacer la maleta.

Él asiente.

Ninguno de los dos se mueve. 

Mientras yo no lo decida, no se moverán de allí. Se amarán, se odiarán, soy dueño de sus pasiones, al contrario que de las mías. Intervengo o no, teledirijo sus sueños. Decido corregir un árbol, trasplantar otro de sitio, trasladar un río. Árboles que simulan ser personas. Solo hablan cuando yo les doy permiso. Sin mi permiso, los personajes permanecen mudos, a la espera. Qué solos están, me dan pena. Deposito mis palabras en sus bocas, si quiero. Puedo matarlos o permitirlos que vivan, si quiero. Aún no lo sé. Ellos dos son mis rehenes. Seguirán estando presos y agujereados, atrapados en el desierto campestre y en mi cuaderno. 

(Si el mundo se enterase. Si alguna vez el mundo, por casualidad. De rebote, digo. Qué miedo, cuánta zozobra. Si alguna vez el mundo –me refiero al mundo adulto, al no-nosotros, ese de portafolios y corbata y salario mínimo interprofesional– sospechase de nuestra existencia, nos imaginase juntos, solos, convertidos en plural, nos sorprendiese in fraganti saliendo o entrando de los espejos del recibidor de los hoteles, registrándonos con nombres falsos, señor y señora Duarte, señor y señora Gabalda, …

Si eso pasase. Nos pasase. Entonces). 

La vida cambia a cada minuto. Durante un minuto o dos te parece que es algo y al minuto siguiente se rectifica y ya es otra. La vida no tiene ningún propósito preconcebido, ningún esquema fijo trazado de antemano para nosotros, qué va, el destino no existe, ni los dioses, todo es pura improvisación de la materia, puro escándalo, la vida toca jazz sin partitura, somos libres pero estamos solos, todo está en el aire. Nadie sabe qué le deparará el despertar de hoy, si amaneceremos oficinistas o escarabajos.

Yo no sé lo que busco hasta que lo encuentro. 

Las cajas para la mudanza se apilaban en el salón, formando torres. Ya faltaba poco para mudarse. Nos vamos. A partir de ahora las cosas pueden salir bien o mal, puede que el amor te sea adverso o propicio, puede que no pare de llover en todo el día, en  toda la semana, mientras tú te inclinas sobre tu cuaderno. Y qué.

 

Escrito en Lecturas Turia por Eloy Tizón

Aforismos de José María Cumbreño

25 de abril de 2024 13:17:43 CEST

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

EL RETROVISOR

A pesar de su tamaño, es el más cruel de los espejos. O el más sincero, según se mire. Su principal utilidad no es reflejar el rostro de quien lo contempla, sino mostrarle insistentemente, al tiempo que cree que avanza, lo que ha dejado atrás.

 

EL COLADOR

La mujer del pescador cuela el agua antes de beberla para no soñar por la noche con tempestades y naufragios.

 

LLAVE

Instrumento que abre o cierra una puerta.

En plural (las llaves) hace referencia a las de casa.

Dos juegos.

Quedamos en que te pasarías a recoger tus cosas cuando yo no estuviese.

Avísame antes.

Y que luego me las dejarías encima de la mesa.

 

LA COMETA

Un antiguo emblema oriental sentencia que quien consigue hacerla volar se conoce mejor a sí mismo, pues la cometa ni se entrega por completo al viento ni abandona del todo el suelo.

 

MENSAJES EN EL CONTESTADOR

Vivo solo.

Aunque a veces, en el trabajo, marco el número de teléfono de mi casa.

Y pregunto por mí.

 

EL HILO DE ARIADNA

Una vez que dio muerte a la bestia, Teseo decidió cortar aquel hilo.

Y no regresar.

 

LO QUE TÚ MIRAS

Me gusta mirarte cuando no sabes que te estoy mirando.

Entonces, para verte, miro lo que tú miras.

 

COMPRENDER

Para comprender a alguien es preciso cultivar con detenimiento todos sus defectos.

 

INERCIA

En el río, el agua es agua en movimiento.

La sed es una excusa.

Se bebe para ver el mar.

 

ILESO

Aunque acordarse de algo ya no duela, del pasado nadie regresa ileso.

 

PIZARRA

Ninguna palabra o fórmula que se copia en ella sobrevive a la clase siguiente.

Se borran por igual el problema y la solución del problema.

Escribir todos los días en una pizarra es el mejor antídoto contra la vanidad.

 

AFILAR

Conseguir que una palabra haga sangrar los ojos de quien la lea.

 

MAESTRO

El maestro debe tener menos certezas que sus alumnos.

 

FÓRMULAS

El espacio que una persona deja al irse es igual a la velocidad con la que se marcha multiplicado por el tiempo que estuvo a nuestro lado.

 

ESCALERAS

Subía los peldaños de dos en dos. Es decir, llegaría arriba habiendo conocido sólo la mitad de la escalera.

 

ESCRIBIR

Enhebrar una aguja con los ojos cerrados.

 

LAS SÁBANAS Y LOS SUEÑOS

Planchaba las sábanas porque quería quemar los sueños que habían quedado enredados en ellas.

 

LA PARTE POR EL TODO

Todas las casas se construyen con presencias y ausencias.

El ladrillo que se pone será un muro.

El ladrillo que no se pone será una puerta.

Escrito en Lecturas Turia por José María Cumbreño

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