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Juan Ramón Jiménez y su fundamental guerra en España

9 de octubre de 2014 08:26:39 CEST

    Guerra en España supone un importante corpus documental de textos de Juan Ramón Jiménez, cartas, reflexiones, etc, que vieron la luz, por primera vez, gracias al esfuerzo editorial del poeta Ángel Crespo, en 1985. La labor docente de Crespo en la Universidad de Puerto Rico en Mayagüez le permitió el acceso al más importante archivo documental de Juan Ramón, tras su muerte, ubicado en la “Sala Zenobia-Juan Ramón Jiménez” del Recinto Universitario de Río Piedras.

   Fue la consulta de esos documentos lo que posibilitó el encuentro con tres sobres repletos de papeles que habían sido escritos por Juan Ramón con el título de Guerra en España. La existencia de esa documentación sólo era conocida, por entonces, por el profesor Ricardo Gullón y la bibliotecaria Raquel Sárraga, encargados de la organización y gestión de la Sala y por Francisco Hernández-Pinzón, sobrino del poeta moguereño y por aquellos años representante de sus herederos.

    Los sobres contenían una gran cantidad de documentos compuestos y recogidos por el poeta desde su salida de España en 1936 hasta 1954. No había orden alguno, lo que supuso para Ángel Crespo una importante labor de ordenamiento de papeles, entre los que se hallaban textos propios y ajenos: entrevistas, cartas, informes, aforismos, artículos de prensa, fotografías, manuscritos, etc.

    En el libro que hoy cito y estudio (me refiere a la edición de Guerra en España revisada y ampliada por Soledad González Ródenas, que completa la edición de Crespo) se nos habla de varios títulos al conjunto de papeles, de las ideas que Juan Ramón tenía de la publicación de todo el material, pero también, para no extenderme en tantos detalles, de la mala relación con la editorial Losada de Buenos Aires, lo que llevó a Juan Ramón a rescindir su contrato con ellos y publicar su libro Romance de Coral Gables en 1948 con la editorial Stylo de México.

     La correspondencia que mantiene Juan Ramón con Max Aub entre principios de 1953 y 1954 nos aclara esta mala relación con Losada y su deseo de cambiar, como hizo, de editorial (Animal de Fondo apareció en la editorial Pleamar en 1949).

    Max Aub estuvo muy interesado en la publicación de todo el material que Juan Ramón tenía, pero éste fue retrasando la publicación, dado su nivel de perfeccionamiento en cuanto a su obra y frente a ciertos períodos de depresión que pasó entonces (ya sabemos que los tuvo durante toda su vida).

    Max Aub había formado junto a Giner de los Ríos, Joaquín Díaz-Canedo y Julián Calvo la colección “Patria y Ausencia” donde pretendía publicar libros de diferentes exiliados como era el caso de Francisco Ayala, Emilio Prados y el mismo Juan Ramón. Pero la colección no se llevó a cabo, acuciado Aub por problemas económicos y las dificultades que presentaban sus colaboradores.

    Nos cuenta Soledad González Rodenas que Crespo tuvo que organizar todo el material que encontró de Juan Ramón, ya que estaba muy desordenado. Por ello, en Prosa y verso (subtítulo que lleva el libro de Juan Ramón) se reúnen materiales pertenecientes a los “Diarios poéticos” del autor moguereño.

    El resto del material que encontró lo ordenó cronológicamente, compuestos por ensayos, cartas y reflexiones diversas escritas por Juan Ramón, que se entremezclan con artículos y críticas de otros poetas.

    La edición que publicó Seix Barral fue sólo una versión abreviada del ingente material que poseía Crespo, ya que la editorial no estuvo dispuesta a publicar todo lo que el poeta había seleccionado. Para González Rodenas, el mayor error fue publicar una obra de esta enjundia en una edición de tipo comercial en Seix Barral.

   Por ello, la empresa de publicar íntegramente todo aquello ha sido muy importante. De ahí que este libro de la editorial Point de Lunettes pretenda y consiga completar una edición (la de Crespo) limitada, donde faltaban muchos documentos importantes.

COMPROMISO ÉTICO CON LA ESPAÑA REPUBLICANA

 Para no entrar en detalles de la vida de Juan Ramón, muy estudiados ya por la mayoría de los investigadores que han profundizado en su obra, pretendo destacar algunos fragmentos del libro, esclarecedores para entender la forma de ser y de pensar de Juan Ramón frente a la Guerra y al exilio.

    La dedicatoria que el poeta moguereño en el principio del libro realiza a Manuel Azaña, Julián Besteiro y Cipriano Rivas-Cherif llama ya nuestra atención. También le dedica el libro a Juan Guerrero Ruiz, todos personas intachables que demostraron su dignidad en momentos de gran crisis para nuestra España. Estas dedicatorias ya abren una senda de compromiso ético con la España republicana. El poeta de Moguer se caracterizó por defender siempre la República, por criticar a personajes que demostraron su hipocresía en aquel momento, como lo fueron, entre otros, José Bergamín o José Ortega y Gasset.

    Juan Ramón era un hombre difícil, lo que le llevará a no participar con ningún poema a la antología llamada Laurel que se realizó en México en los años cuarenta. El desprecio que sentía por Bergamín, responsable de la editorial Séneca fue una de las causas de su negativa a participar en la famosa antología. Pero también chocó con Salinas, Jorge Guillén y con muchos otros, lo que demuestra que el poeta de Moguer era un hombre de difícil trato y muy susceptible a recelos con la intelectualidad de la época.

     De la primera sección “Diarios poéticos”, me gustaría destacar algunos fragmentos de ese periplo en el exilio, su viaje a Puerto Rico, su estancia en Cuba, etc: “He recorrido la isla de Puerto Rico en distintas direcciones. Su riquísima naturaleza interior confirma mi duda primera. ¿Por qué esa naturaleza hermosa me parece blanda, floja, insuficiente? Tierra, piedra, árbol, ¿por qué es todo demasiado bonito?...

 España, con sus altos castillos eternos, su normal casa sólida, su piedra familiarizada, se me representa desde aquí más tremenda que nunca. Si Puerto Rico, querido Tomás Blanco, quiere ser solo y libre, si quiere “de veras” su independencia, debe construir, cimentar y levantar, dividir y repartir su casa con doble piedra” (pp. 26-27).

    Merece la pena también citar su llegada a Santiago de Cuba, podemos ver cómo no deja de hablar de España, como si la nostalgia fuese tan honda que todo paisaje quedase anulado ante el recuerdo de su patria: “España (corazón, cerebro, alta entraña) sale de España. Y aquí fue España, una España sin agua, heroica como la actual contra viento, marea y codicia” (p. 29).

    La ética del poeta de Moguer puede verse en otro apartado de estos “Diarios”, me refiero a “El desterrado”, cuando dice acerca del chantaje que se le propuso desde Valencia a Nueva York, en 1938, para apoyar la Guerra, desde luego, no cabe duda de que se trata de los republicanos, pero no nos debe hacer pensar que no defiende la idea de la izquierda, sino que desprecia el comunismo que hay detrás: “Algunos traficantes de la guerra y la paz, bien conocidos de todos, me escribieron desde Valencia a Nueva York ofreciéndome “apoyo moral y material del Gobierno y del Pueblo. Es decir, hablando en cristiano o en comunista, que deseaban mi apoyo moral a cambio de dinero, ellos, no el pueblo ni el gobierno” (pp. 46-47).

   La respuesta de Juan Ramón es clara, la indiferencia hacia cualquier chantaje de esos “milicianos de la cultura”, como los llama en un momento determinado de este fragmento.

   Merece la pena citar también el texto titulado “Poesía de la Guerra” donde destapa la hipocresía de un León Felipe (no fue el único que hizo bandera de la República mientras se sentía protegido) que pasea con un abrigo de pieles mientras arenga al soldado: “En Cuba supe, por un testigo de vista, que durante la Guerra León Felipe se refugió en la Embajada de México, donde protestaba de todo envuelto en el gran abrigo de pieles del Duque de T´Serclaes asesinado, y jactándose de ello con vociferación y bromita” (p. 48).

    Luego repasa a verdaderos héroes, seres que sí han sido carne de cañón, valientes de verdad, como Pablo de la Torriente, Miguel Hernández o Gustavo Durán. Le dice a León Felipe: “O no gritar tanto o irse a las trincheras, León Felipe”.

    Termino este apartado con el doliente canto de un hombre que, en Charleston en 194º, dice, recordando su país, lo que sigue: “Lejos de España, desterrado, prefiero vivir en país sin tradición, en ciudad nueva. No quiero prendarme de una tradición que no puedo comprender ni amar como la mía.

  Así tengo siempre y “sólo” la tierra, el cielo, el mar, que son eternidad, tradición universal. Y tengo mi obra, que es mi tradición y mi eternidad, para vivir, como debo, en mi pasado, en mi vida y mi obra de España, en España, ya que fuera de España no tengo, no puedo ni debo ni quiero tener presente ni porvenir” (p. 58).

    El dolor del desterrado, en la línea de lo que nos decían Llorens o Jordi Gracia, pervive para siempre, es una herida que no puede cicatrizar.

    En el apartado titulado “En los Estados Unidos”, hay un subapartado titulado “Comprensión y justicia”, donde Juan Ramón expresa su compromiso con la República y la ayuda de los americanos y de otros países a su querida España: “Pido aquí y en todas partes simpatía y justicia, es decir, comprensión moral para el Gobierno español, que representa a la República democrática ayudada por todo el Frente Popular, por la mayoría de los intelectuales y por muchos de los mismos elementos conservadores” (p. 195).

    Resulta interesante la labor que Juan Ramón y su mujer hicieron para ayudar a los niños españoles, ya que el poeta moguereño y su esposa pertenecían a la Protección de Menores, una asociación creada para ayudar a los niños en la guerra. Por ello, Juan Ramón publicita en La Prensa, un periódico americano, el deseo de que otros se suscriban a la asociación para ayudar así a los niños españoles: “El señor Jiménez ha encomendado a este diario la tarea de dar a conocer entre sus lectores que esta suscripción está abierta aquí en Nueva York, en la misma forma que lo está en París, y de recoger y enviar los fondos recogidos a España” (p. 197).

   Muchos de los que reciben la notificación del periódico quieren conocer el funcionamiento de la citada asociación, por lo que La Prensa, dirigida por el hermano de Zenobia, José Camprubí, da a conocer a los posibles suscriptores que el poeta y su esposa comenzaron a trabajar como voluntarios en la citada asociación tres días después del levantamiento militar en España.

   No sólo van a colaborar en la asociación, sino que la bondad manifiesta de Zenobia acogió a un pequeño grupo de niños de cuatro a ocho años para que vivieran con ellos en familia, por lo que arregló un piso bajo, el número 65 de la calle Velázquez, de Madrid. Amigos de los Jiménez ayudaron al cuidado y mantenimiento de aquella casa y de sus habitantes.

   Pasando a otro tema de este interesante apartado, el poeta moguereño muestra su disconformidad con la vida en Nueva York, ciudad que, en su parecer, muestra la antipatía y la deshumanización de las grandes urbes: “Vivir, como en New York, en casas donde los sentidos pierden su derecho y su objeto, desde donde mujer y hombre son invisibles, es morir” (p. 211).

 “El sol, la luna, las estrellas, no tienen, en 1936, peor que en 1916, más valor, perdidos en la confusa máquina neoyorkina del crepúsculo, que el de un anuncio cualquiera, que anuncia, aun en lo corriente, menos que cualquier anuncio” (p. 212).

 

    La llegada a Puerto Rico en el apartado que sigue al citado, nos ofrece la mirada de Juan Ramón a un país que tiene una semejanza con su Andalucía, donde va a encontrar el sosiego y la paz que necesita: “San Juan le recuerda a Cádiz y a Almería; el litoral, la costa gallega. La gente le parece andaluza” (p. 216).

     Juan Ramón anota sus impresiones y las guarda en cajas. Luego las selecciona y cuando se produce el flechazo con lo verdadero, con lo que le emociona, se lo dicta a su mujer, su fiel compañera, su verdadero sostén, la que transforma su humor acerado en sosegado y fino, sin rencores que sí vienen en aluvión a su boca en un primer momento: “Ella tiene una gran paciencia conmigo. Una gran dosis de ternura que heredó de su madre, la puertorriqueña de quien le hablé al principio” (p. 223)

 Estas palabras, recogidas en el libro, proceden de una entrevista de Juan Ramón a Ángela Negrón Muñoz, recogidas en el periódico El Mundo, en Puerto Rico, el 7 de octubre de 1936.

     En el apartado titulado “En Cuba”, hay una parte interesante para mi estudio, donde Manuel Aznar cita en el Diario de la Marina, La Habana,  de marzo de 1937, la siguiente precisión que hizo el doctor Marañón en Francia cuando habló de la huida de España del ochenta y ocho por ciento del profesorado de Madrid, Valencia y Barcelona por el temor a ser asesinados por rojos, cuando ellos eran hombres de izquierda.

    Aznar los llama fugitivos y además aparece una lista de la mayoría de ellos, en la que está el poeta de Moguer, éste contesta al Diario lo siguiente:

“Pero yo “no he huido” de los rojos ni de los blancos ni de los de ningún otro color o matiz. Salí de España, con mi mujer, el 22 de agosto pasado, porque tenía pendiente, con anterioridad al levantamiento militarista, un compromiso literario, muy importante para mí, con el Departamento de Educación de Puerto Rico, que no pude cumplir en Madrid por los trastornos naturales de la guerra, y que estoy realizando aquí en La Habana; y porque otros intereses particulares de mi mujer y los míos lo reclamaban” (p. 265).

    Dice también que ni su mujer ni él han cobrado ni un céntimo del Estado español. La República sí le ayudó a llegar a América, pero se considera libre e independiente, aunque sí defienda los valores de los republicanos y ataque a los sublevados.

    La idea de ir a México, desde Cuba pasa por la cabeza de Juan Ramón, pero lo tiene muy difícil, dada la enorme actividad que tiene en La Habana, como nos cuenta aquí: “Para mí sería un gusto verdadero poder ir a Méjico, ver a mis amigos de Méjico y a Méjico mismo. Pero ahora no puedo decir que sí ni que no.

   Estoy imprimiendo en La Habana 4 libros, 3 encargados desde Puerto Rico y uno de aquí. Van  muy  despacio y no sé cuándo estarán acabados. Por otra parte, los médicos me han recomendado últimamente, a causa de mis trastornos circulatorios, que no suba a más de 1.000 metros. Esto no sólo sería un verdadero obstáculo”.

    La carta va dirigida a su amigo Genaro Estrada, que sí se halla en México. Para el poeta de Moguer, los amigos son importantes, pero los enemigos siempre lo serán y mantendrá una dura actitud en contra de poetas como Pedro Salinas o Jorge Guillén.

CONTRA BERGAMÍN

   Haciendo un salto importante en el libro (un estudio detallado del mismo, me alejaría de esta visión de conjunto que pretendo transmitir), merece la pena citar las palabras de Juan Ramón en contra de su adhesión a la “Alianza antifascista” de escritores en defensa de la República, porque en ésta había nombres de conocidos falangistas:

“Yo no acepté vivir en “La alianza antifascista”, por lo mismo que antes dije. Allí estaban conocidos fascistas, falangistas, los amigos de J (osé) B (ergamín) y C (orpus) B (arga), la redacción de El Sol, etc” (p. 448).

    Tampoco aceptó la propuesta hecha por Adolfo Salazar, Serrano Plaja y otros para dar una charlas en El Mono Azul, ya que Antonio Machado, con el que Juan ramón mantenía una gran amistad, había rechazado participar en las citadas charlas, ya que su hermano Manuel estaba en el otro bando. La negativa de Machado es el rechazo, también, de Juan Ramón.

    Resulta interesante también el apartado trece, titulado “Respuestas”, en el cual aparece la inquina que Juan Ramón tiene a Bergamín, se trata de una carta de Octavio García Barreda, director de Letras de México, donde colaboró Juan Gil-Albert. La causa es la propuesta del poeta moguereño de colaborar en la revista, ya que ha rechazado abiertamente hacerlo en El Hijo Pródigo, porque en ella se halla Bergamín:

“Nada tengo contra El Hijo Pródigo en sí misma. Me gusta la revista por su forma y su colaboración general, y colaboraría gustoso en ella, como empecé, si no advirtiera la predominancia mayor cada día y más arbitraria de J (osé) B (ergamín). Y no porque me ataque a mí, sistemática y bajamente; ya en Cruz y Raya, como digo en esta carta que le mando, y antes del ataque de J. B. en el primer número, desdeñé colaborar con él” (p. 639).

     Para Juan Ramón, la valía de Bergamín es mínima, además lo considera un hombre que, en un principio, cuando editó el poeta de Moguer la revista Índice sí gozó de su amistad y su ayuda, pero luego fue perdiendo esa amistad debido a la vanidad desproporcionada de Bergamín y de los amigos que tenía.

    En otra de estas cartas, dice que Bergamín tergiversa o calumnia al escribir, duras acusaciones que muestran la animadversión del poeta andaluz sobre el madrileño.

    Hay muchas cartas entre Bergamín y Juan Ramón donde mutuamente se lanzan dardos envenenados, pero nos apartaría de nuestro verdadero objetivo, que es la mirada del poeta andaluz en el exilio y sobre algunos de los emigrantes intelectuales que conoció o trató antes o después de su salida de España.

 

   También manifiesta su admiración por Antonio Machado, por el que sigue la senda de la mejor poesía española, pero desaprueba el último Machado, el que sirvió de pretexto para ensalzar la guerra a través de la imagen de Castilla, de sus encinas, de sus olivos, etc:

“Y este Antonio Machado, es el que, por desventura, a cuenta de realidad más urgente, ha sido montado sobre el segundo, es decir, el primero en vida y muerte. Las guerras siempre exaltan lo grosero, porque la guerra es gruesa, es natural que lo sea, y la lírica es delicada; y no deben mezclarse guerra y lírica. Lo que corresponde a la guerra, en escritura, es la épica; pero la épica nunca ha sido la forma suprema de la poesía ni en Antonio Machado ni en nadie” (p. 656).

    Tampoco deja en buen lugar a otras figuras señeras de nuestra poesía española, como Guillén, Neruda (aunque fuese chileno, su impronta fue esencial), Salinas, Gómez de la Serna y, como era de esperar, Bergamín:

“Dentro de mí hay algo que se levanta y se echa contra lo falso, sin yo poderlo evitar. En mi normal crítica literaria siempre coincide el ataque con la falsedad de la persona: Neruda, Gómez de la Serna, Salinas, Guillén, Bergamín, oportunistas generales todos. Pero yo pruebo los hechos que ellos cuando atacan no pueden probar porque yo pruebo con documentos.

  Yo no puedo soportar el doble juego. Tengo amigos de todas las ideas, incluso falangistas, pero consecuentes toda la vida. Mi sobrino J (uan) R (amón) lo mejor de mi familia, educado en un ambiente de religiosidad seria (toda mi familia es conservadora) murió en el frente de Teruel forzado del fuego de un ideal” (p. 672).

   Considera falsos a quien utilizan las ideas para jugar con ellas, para mentir y desmentir sucesivamente, sin asomo de verdad en nada.

   Dice, acerca del oportunismo de todos ellos, que Pedro Salinas lo fue, porque organizó un homenaje, junto a otros, al Dictador Primo de Rivera. Considera que Guillén fue un “émulo” de Salinas, un hombre sin ideología que nunca creyó en la República. Los otros tampoco mostraron su nobleza, como los ya citados (Salinas, Guillén), o personalidades como Navarro Tomás o Américo Castro, los cuales asistieron varios años a cursos de verano en Middlebury bajo la bandera franquista.

    Para Juan Ramón, no era de honor que se izara la bandera de la España franquista, ya que él había asistido a cursos donde no había ocurrido eso.

    Me gustaría terminar este repaso a este libro, con la sensación que dejan las palabras de Juan Ramón, como exiliado de un país al que amó y al que no volverá. Queda su amor por España, esa lucidez infinita que le llevó a denunciar cualquier atisbo de deshonestidad, aunque algunas de sus imprecaciones nos parezcan exageradas o injustas, como las que dirigió a buenos españoles como Guillén o Salinas.

    El poeta de Moguer es un hombre que ama su lengua, que la paladea en cualquier lugar en el que se halle, un hombre que conoce el sabor de la derrota, el agrio dolor de su voz, la cual ha ido perdiendo su aventura vital, la del decir en España lo que quería, pero ahora se resiste a callar, clama con la hondura del que posee su verdad: “Y yo un día, escribí un español auténtico y propio, y fui sencillo a veces y a veces complicado, corazón o cabeza, lírica o sátira; pero siempre de “dentro” de España y de los españoles de España.

Yo estaba “creando” un español de España, ¡mi español!” (p.69).

    Como dice muy bien Jordi Gracia en su libro La resistencia silenciosa, resulta difícil saber quién fue fascista y quién no, porque las circunstancias eran complicadas, sin embargo, sí es fácil sacar conclusiones por ejemplos palmarios como los que tuvieron los que nunca dijeron ni participaron en ningún foro donde pudiese haber asomo de fascismo alguno: “¿Fueron los nombres que regresan –Baroja, Azorín, Ortega y Marañón- totalitarios y fascistas porque defendieron la victoria de Franco? ¿Fueron simples franquistas después de la guerra, o franquistas renuentes, o franquistas críticos, o franquistas de la resistencia o quintacolumnistas del franquismo, quizá? Lo que ninguno de ellos fue nunca es fascista, por mucho que el nuevo Estado exigiese eso de ellos y el exilio les imputase lo mismo. Desde ese patrón podrá acercarse al afán del héroe la trayectoria de Juan Ramón Jiménez, la de Cernuda o la de Salinas, que se exilian sin doblegarse a la ley del fascismo, antes que la de Gregorio Marañón o la de Ortega o la de Pérez de Ayala. Pero también por eso está más cerca de lo admirablemente humano la repulsa temprana de Dionisio Ridruejo a su propio pasado y sus convicciones fascistas antes que el caso de Laín Entralgo y su maquillaje de una biografía no asumida ni deplorada” (p. 81).

    Sin duda alguna, la actitud de Salinas no fue, en ningún caso, de connivencia con ideas franquistas y la inquina de Juan Ramón nació más por otros motivos que no lo ennoblecen (temas literarios). Pero sí hay que tener en cuenta que el exilio español contó con figuras fuera de toda sospecha, que nunca aceptaron la más mínima ofrenda del gobierno que había derrotado a la Segunda República Española. El silencio de Juan Gil-Albert fue también una forma de denuncia, ya que su obra tuvo que esperar mucho para encontrar su aprecio mayoritario y nunca dejó de mostrar su repulsa a Franco como muestra su excelente Drama Patrio.

 

Juan Ramón Jiménez. Guerra en España (prosa y verso), 1936-1954. Point de Lunnettes, Sevilla, 2009. Edición de Ángel Crespo, revisada y ampliada por Soledad González Ródenas.

 

 

 

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Pedro García Cueto

Certero relámpago

6 de octubre de 2014 08:24:58 CEST

“Después de escribir un aforismo, entran ganas de decir He escrito”.“Después de escribir un aforismo, entran siempre ganas de reír”.He citado dos aforismos de Carlos Marzal sobre el arte de escribirlos. Hay muchos en La arquitectura del aire, pero estos me llaman la atención especialmente porque muestran dos facetas importantes del aforismo: su rotundidad literaria, por un lado, y por otro, su puro juego que provoca alegría.

 

No es de extrañar que, después de alumbrar un buen aforismo, el autor se sienta muy satisfecho. Difícil debe de ser lograr esa arquitectura tan sutil y tan contundente e iluminadora que conlleva en sí misma la esencia de la vida y la alegría de descubrirla.

 

Concisión, precisión, riqueza de connotaciones, de sugerencias y, al mismo tiempo, sabiduría, conocimiento profundo del ser humano y de su experiencia, en todas sus dimensiones, son propiedades que posee este libro. Pero hay muchas más.  Sólo un verdadero conocedor de la vida, sólo alguien que la ama, puede escribir sobre ella de una forma tan precisa y tan libre:

 

“Soy tan voluptuoso de vivir que podría ser feliz en otras vidas, aunque no fuesen las mías”. “Amar es conocer, y a pesar de todo, seguir amando”. “Está pasando la vida, y no dejo de tener la misma edad”. “Aprender a encontrar tiempo para la vida nos lleva la vida, y no se aprende a tiempo”.

 

El amor, la literatura, el paso del tiempo, la infancia, la muerte, el arte de la música, el arte de escribir aforismos, la política, son temas que se abordan en este libro. El tema que más se repite es la experiencia de vivir, el comportamiento del ser humano en todas sus facetas, captado de manera irónica, en muchas ocasiones y, siempre, con luminosa profundidad.

Según Erika Martínez (Ínsula 2012) “hay aforistas que siguen cultivando las máximas morales y sus ideas redondas, cerradas, autosuficientes; aforistas con inclinación por el fragmento romántico, cuyo pensamiento es inseparable de la búsqueda epifánica y la imagen sensorial, o por el fragmento posmoderno, que no aspira a completarse; aforistas entregados al humor lúdico y ocurrente de ciertas vanguardias”. Se puede decir que Carlos Marzal abarca todas esas variedades.

La arquitectura del aire es un libro sabio que debe consultarse de continuo.  Bastantes aforismos se repiten con variaciones contradictorias. Es una forma de mostrar la riqueza de la vida que no puede agotarse en una afirmación. Ni siquiera en la contundente e inteligente brevedad del aforismo.

 

“Más que una teoría de uno mismo, lo que uno tiene son fragmentos teóricos sobre su ser fragmentario”. Realmente, La arquitectura del aire es una obra cargada de resonancias. El aire sostiene palabras que se mueven y se desplazan como las nubes: “Las palabras construyen arquitecturas en el aire: son otra forma de la solidez”.

 

Esa arquitectura hecha de apreciaciones y de sus contrarios es lo que ha creado un edificio luminoso, en donde cabe la experiencia de vivir, nada menos.

 

Libro excepcional que debería leerse en las escuelas como modelo de reflexión, aunque no pretende ser modelo de nada. Pero sí incita al pensamiento riguroso, a la gimnasia lingüística que tan esencial es para la Literatura. Y no sólo se trata de ejercicio de lenguaje, sino que muestra una de las más admirables propiedades del ser humano: la comprensión. Y la sabiduría y la bondad, que son su consecuencia.

 

 

Carlos Marzal, La arquitectura del aire, Barcelona, Tusquets, 2013.

Escrito en Sólo Digital Turia por Teresa Garbí

Benjamín Jarnés

29 de septiembre de 2014 10:57:05 CEST

Una vez más, Benjamín Jarnés vuelve a nosotros. Esta vez viene de la mano de Turia, la prestigiosa revista literaria aragonesa. Hay escritores cuyo destino parece ser el de ir y venir con paso ligero por los anales de la literatura. La fama y el olvido, que conocieron en vida, se prolongan después de su muerte y la balanza, en casi todos los casos, suele inclinarse del lado del olvido, porque olvidar es probablemente lo más fácil. Son escritores de difícil clasificación. No encajan del todo en la trayectoria central de la historia de la literatura. Dan vueltas alrededor de un centro que construyen para ellos mismos. Pertenecen a otros sistemas planetarios, aunque están ahí, conviviendo con el gran sistema solar y en ocasiones se confunden con él, pero es sólo por un momento. Es, casi, un malentendido. En todo caso, una rareza. Pero, ¿qué sería de la historia del arte sin las rarezas?

 

Las Meninas es una rareza. El Quijote es una rareza. Sin embargo, son cumbres artísticas. No se ajustan a las convenciones de la época. Irrumpen por sorpresa y, asombrosamente, se imponen. Llevan dentro de sí una fuerza que se diría no calculada, imprevista, inesperada. No se sabe lo que sucede en el cuadro que pinta Velázquez y no se sabe cuál es el último mensaje de Cervantes. Pero un público acostumbrado a los retratos reales, a los bodegones y a las estampas religiosas, un público acostumbrado a que los héroes de las novelas de caballerías rescaten a la doncella y den muerte al malvado dragón, se rinde ante Las Meninas y ante el Quijote.

 

Ese margen de incertidumbre que está en la raíz de la creación resulta alentador para los artistas. La fe siempre nace de la incertidumbre.

 

Hay creadores que simplemente se instalan en ese margen, que hacen de él su territorio. Seguramente, no de forma voluntarista, sino casi instintiva. De una forma que está inextricablemente unida a la personalidad del artista.

 

Benjamín Jarnés pertenece a esta estirpe de creadores. Es un escritor que vive fuera de la corriente del legado literario. Observa, examina ese legado con un agudo sentido crítico, busca pistas que le permitan transitar por otros espacios. Quiere ser moderno, adelantarse a los tiempos. Es una voluntad en la que no hay impostura alguna. Es su visión de la literatura lo que le empujar hacia la modernidad. Desde el lugar en el que se ha situado, eso es lo que ve: hay que escribir de otro modo y de otras cosas, hay que partir de nuevos presupuestos. Sus textos literarios están llenos de pensamiento, pero es un pensamiento que, en sí, es ya literatura. Es el pensamiento de alguien que está convencido de que la creación es la meta vital de los seres humanos. Del “hombre”, diría Jarnés. Como diría, en casos semejantes, el mismo Ortega.

 

Más que con Ortega, Jarnés está emparentado espiritualmente con Unamuno. Pero Jarnés es un literato puro, no aspira a ser filósofo ni profesor (aunque lo fue, impartió clases de literatura española en la Escuela Normal Superior de Maestras de México, DF y dirigió cursos para norteamericanos en la Universidad de México, explicando la novela picaresca durante varios años, como nos dice Juan Domínguez Lasierra, en la biocronología jarseniana que se publica en este número de la revista Turia).

 

La meta y la materia de los libros de Jarnés es, siempre, literaria. Las pesonas que son objeto de sus biografías, el género que más practicó, se convierten en sus manos en personajes literarios, impregnados, eso sí, de dudas filosóficas y metafísicas, dudas unamunianas, incluso orteguianas. Pero su propósito es esencialmente literario. Es aquí, en el terreno de la literatura, donde Jarnés quiere dar la batalla.

 

Creo que todos los artículistas que han colaborado en el dossier Jarnés que nos ofrece Turia destacan el vitalismo del escritor. Su apuesta por la vida. Jarnés no se considera un vanguardista únicamente interesado en romper con la forma tradicional de la novela, quiere alcanzar momentos reveladores, conocer los entresijos de las emociones, bucear en los laberintos de la personalidad. Y quedarse, finalmente, con el aliento de la vida, como si se tratara de un elixir mágico, un Santo Grial.

 

Si Jarnés rechaza la prosa decimonónica es porque le se le ha hecho plúmbea. Domingo Ródenas de Moya resume muy bien el concepto de prosa que guía a Jarnés: “la prosa, en manos del artista, es un instrumento de creación en el que la idea y la imagen encuentran su perfecta conciliación, pues mientras la idea sostiene sólidamente la pasarela sintáctica, la imagen permite pasar deliciosamente de un lado a otro de la frase” (p. 173)

 

Jarnés -sigue diciendo Ródenas de Moya-  “preconizó para el arte joven una vía de conciliación entre idealismo, realismo e infrarrealismo que llamó integralismo, en el que la sublimación romántica (la ensoñación), la cotidianidad realista (la vigilia) y las simas oscuras del subconsciente (los sueños) se equilibraban en una representación idedigna de la compleja naturaleza humana” (p. 173)

 

Una meta muy ambiciosa, ciertamente. Pero está muy bien descrita. Jarnés, como teórico, tiene la facultad de seducirnos, de convencernos. Su teoría literaria es, en sí misma, literatura. Así, por lo demás, lo concebía el autor, que contaba con el pensamiento como parte constitutiva de la creación.

 

En este contexto, es la bandera de la moderación lo que hace singular a  Jarnés. Sus estudiosos lo señalan siempre: huye de los extremos y del autoritarismo, se refugia en la sensatez y en el diálogo. Desde este refugio, se acerca al ser humano corriente, a cualquier lector. Y se brinda a ser recatado del olvido una y otra vez. Sus aspiraciones, sus metas, se pueden compartir.

 

A diferencia de otros teóricos, Jarnés hace hincapié en la imaginación, que prefiere llamar “fantasía”. Juan Herrero Senés señala en su texto la importancia de lo corporal en Jarnés como sustento de las emociones. El cuerpo es “el mediador indiscutible entre el sujeto y el mundo circundante”, un excelente “conductor” para “poner en contacto a los seres”, los momentos y las escenas se desprenden de los recuerdos, el futuro y la eternidad y alcanzan lo “efímero esencial” (p. 184). Y aquí, en lo efímero esencial, también cabe el pensamiento. Herrero Senés cita una frase de Jarnés en El convidado de papel: “Solo una discreta pausa a medio aprendizaje de sensibilidad -unos zapatos a tiempo- permite conservar en los dedos todos los hilos de la enmarañada sinfonía de lo vivo” (p. 185)

 

Su desconfianza hacia la naturaleza objetiva de la realidad también nos hace cercano a Jarnés. Cada observador capta una realidad distinta, y no siempre la misma, puesto que cada observador lleva dentro de sí a muchos otros. Los estados de ánimo cambian, las miradas sobre la realidad también.

 

Ciertamente, como señala Herrero Senés, los personajes novelescos de Jarnés son “solitarios hasta los huesos, vueltos sobre sí mismos, separados de los otros por fronteras invisibles”, sus relaciones dejan “un poso de incomprensión e insatisfacción” (p. 188) El protagonista jarnesiano “sufre de un hastío casi congénito y sus momentos aislados de felicidad no le curan esa cierta desgana, esa indiferencia, ese arrojar la toalla que es precisamente lo que Jarnés va a cuestionarse hacia 1929” (p. 189)

 

La vida y la obra de Jarnés giran alrededor de las fechas. 1929 es un año clave, el año del éxito, un año de intensa actividad y numerosas publicaciones. Diez años más tarde, en 1939, encontramos a Jarnés en el campo de concentración de Limoges. Otros diez años más tarde, en 1949, muere, de regreso en Madrid, después de haber vivido largo tiempo en México. Su vida está, como la de otros escritores de su tiempo, marcada por

el exilio. Jarnés, hombre moderado, no encuentra su sitio. Moderado, pero inclasificable. No es hombre de grupos. Está interesado en la exploración literaria, y eso se lleva a cabo en soledad.

 

No fue totalmente incomprendido ni totalmente marginado. Participó en muchas tertulias literarias, colaboró en muchas revistas, la Revista de Occidente, entre otras. En 1943, se le rindió un homenaje en el Palacio de Bellas Artes de México con motivo del 25 aniversario de su obra literaria (p. 285) y de regreso a Madrid, en 1948, contó con el interés del editor José Janés.

 

El panorama literario de esos años, que conocieron tantos cambios y convulsiones, y que finalmente se encauzaron hacia una estabilidad gris, marcada por la censura y una obligatoria uniformidad, no sería completo sin figuras como Benjamín Jarnés. Nos haríamos una idea errónea de ese tiempo si no consideramos lo que significó la obra de unos escritores que se apartaron de la corriente literaria heredada y se plantearon nuevas metas, se dejaron guiar por otras luces.

 

En este tipo de escritores se refleja, de una forma más evidente que en otros, la crisis de los valores, la transición hacia nuevas épocas, un futuro que se desconoce.

 

El universo de Benjamín Jarnés, la trayectoria que recorrió, las sucesivas miradas que arrojó sobre la compleja relación del ser humano consigo mismo y con los otros, son fruto, sin duda, de un tiempo convulso, desorientado, que, insatisfecho con su pasado, se mueve a tientas en un presente neblinoso y se esfuerza por encontrar pequeñas señales indicadores, pequeños destellos de luz que le permitan avanzar. Y es fruto, también, de sus inquietudes artísticas y vitales. Si en Jarnés no se puede separar el pensamiento de la acción, tampoco puede existir, claro está, la separación entre arte y vida. Ese arte total al que en definitiva aspiraba lo define como escritor y como ser humano. Y, como apuntan algunos de los textos que Turia ha recogido en este número que hoy presenttamos sobre el escritor, quizá encontremos en su obra algunos indicios que lo llevaron a defender, a la vez, el experimento y la moderación, la divagación y la sensibilidad, la belleza y la vida.

 

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Soledad Puértolas

Vida recreada

22 de septiembre de 2014 14:14:28 CEST

Escribir sin pasión sobre esta obra fascinante es muy difícil pero intentaré ser comedido. Lo que te pide el cuerpo al contacto con estos poemas es hacer un alarde de lirismo; de hecho, cuanto he leído sobre ellos es poesía sobre la poesía y a partir de ella, un vuelo lírico como el de un planeador que se sirve del aire caliente para elevarse en pleno descenso. Intentaré evitar ese camino.

El título completo del libro que nos ocupa, el quinto de Luz Pichel (Alén, Lalín, Pontevedra, 1947), es Cativa en su lughar/Casa pechada.  Así pues, no es un libro sino dos, y hasta tres o cuatro, en un solo volumen editado con meticuloso esmero. El primero –aunque aparece al final- es el poemario en gallego Casa pechada (aparecido en 2006, en la colección Esquío de Poesía). El segundo es Cativa en su lughar,  traducción del anterior al castrapo, variedad fronteriza entre castellano y gallego propia de zonas rurales como Alén, la aldea de la autora; no fronterizo en el sentido geográfico, sino en el lingüístico. El tercero estaría formado por una serie de notas aclaratorias que aparecen junto a los poemas en castellano, en página distinta, siempre par, y que constituyen un corpus independiente del resto con su propio mundo lírico y su propia historia, sus personajes y diálogos.  Podría hablarse, por último, de un cuarto libro, el conjunto de “carteles” que la autora dice que va colgando por distintos rincones de la casa, como este “LETRERO PARA LABRAR EN LA PIEDRA DEL LAVADERO  Frío en la fuentefría./La niña lava y llora,/vese en el fondofondo” (27), o  “ESTE LETRERO HASE DE COLGHAR EN LA CUADRA DE LA YEGUA La bestia mía/negharonle la lengua/no puede andar” (73).

Los tres, o cuatro, se entrelazan y forman una red (un verdadero textus) que la autora va arrastrando por el mar de su memoria como una pescadora de esencias poéticas, pero el fruto de ese arrastre no es un conjunto de elegías, contra lo que podría parecer por lo dicho, sino todo lo contrario, es vida recreada, revivida dramáticamente, como en el teatro, podría decirse.  

Todo está cargado de sugerencias, desde los títulos: Casa pechada viene a significar “casa cerrada”, pero también “nublada”, “apretujada” o “de acento dialectal marcado”. Cativa significa “cautiva”, claro, pero también de “mala calidad”, “ruin” o “pobre”, y también “rapaza”, “niña”; es adjetivo que al final se convierte en nombre propio, en personaje trasunto de la autora vuelta a la niñez. Lughar es como el lugar de la Mancha, “lugar”, “aldea” –es “Alén el sitio, el lughar, aldea cativa y rural que compón parroquia con otras…” (44)-, pero marcando con “gh” la sustitución del sonido g de gato por algo parecido a una j, ghato, fenómeno llamado geada, propio de algunas comarcas de Galicia.

 

Respecto a la traducción, se ve que a veces es bastante fiel al original, como en el poema “Epílogo” (112), pero aun en las traducciones más o menos literales encontramos la vertiginosa emoción del matiz que impone la lengua: en el poema “Ando a buscar belleza”, el verso “é soamente un sapo que anda cantando” (181) se convierte en “es solamente un sapo que anda a cantar” (88). Sin  embargo, lo habitual es la revisión y la reescritura, bastante libre y enriquecedora. Podríamos observarlo por ejemplo en la multiplicidad de voces que aparecen en la versión castrapa y que no están en la gallega: ¿son las de los antepasados?, ¿las de los amigos de la infancia?, ¿las de las distintas edades de la autora? De todo un poco.

Pero entre las dos versiones ha cambiado algo más que la lengua y se ha producido algo más que una mera amplificación de los poemas. Separadas por seis o siete años, numerosos signos parecen indicar que la poeta ya es otra, profundamente otra, y no necesita tanto el yo, por lo que en buena medida la primera persona desaparece y se disuelve en una tercera persona, en unos personajes y en la vida misma de la aldea. Por ejemplo, en el poema llamado “Siente el ghato la falta de su dueño”, la versión gallega dice “Mirouse nas miñas bágoas./Y revirouse” (148) y en la castellana “Mirose en una cuenca de agua / y revirose.” (47) De forma parecida, en el poema “Pésanle las ramas a la higuera por culpa de la carga”, en la versión gallega la higuera le habla a la poeta “E a figueira,/aliviada e contenta/move as follas e mira para min,/que me quedo sen figos,” (137) y en la castellana le habla a una niña indeterminada y hay incluso aclaraciones-acotaciones que lo hacen narrativo y hasta teatral:  “Descansa en esta sombra,/(…)/-la higuera, que pretende consolarla-/fantochea un poquito con la azada/a ver si encuentras algo,/una patata mismo./ Llevas mucho fardo encima,/no eres animal de por los aires.” (25) Tomando distancia, la experiencia personal y subjetiva se ha disuelto en experiencia colectiva y parece que la voz de la poeta ha salido de sí misma para transformarse y hacerse una con todas  las cosas (árboles, niños, perros, montañas, casas, muertos, herramientas).

La presencia de estas dos lenguas en tensión fronteriza pone de manifiesto otro de los aspectos más destacados del libro, el mestizaje, la impureza aquella de la que hablaban Neruda y sus amigos del 27, quizá lo que en música se llama fusión. Todo el libro es un canto a y sobre la impureza del mundo, sobre la esencial mezcolanza de cuanto hay en almas, cuerpos, lenguas, naciones, pero no como quien mira desde fuera y analiza sino como el que la vive por dentro (¿como un Whitman gallego?). De ello resulta una estética y una ética: “Ando a buscar belleza/en la forma deforme/de la patata.//Ando a buscar belleza/en la lengua cativa/de la patata.” (105) Ahondando más en lo híbrido de este libro, que transcurre “al fondo de los caminos hondos de un pueblo donde crece la uralita entre el maíz” (7), en el mismísimo corazón de Galicia, resulta que se cierra con un haiku que resume el viaje (los viajes) que supuso su escritura: “Abrí la puerta,/acaricié las cosas./Cerré con llave.” (111)

Efectivamente, esta obra es un viaje por la memoria a través de las diferentes estancias de la casa familiar, en  lo que recuerda a La casa encendida, de Luis Rosales; no solo por la casa, sino también por su carácter liberador. Sirven de guía y parada los mencionados letreros, que son textos breves, sugerentes y precisos a la vez, que parecen convertir la casa familiar por la que deambula la poeta, y todos los habitantes de su pasado –vivos y muertos-, en un verdadero museo (en su sentido etimológico de recopilación del saber humano) de vida atada a la naturaleza y a la aldea, llenos de fantasía o magia, siempre con hondura reflexiva: “Vete al alén,/no se te haga de nocheoscura./Cuando te eche de menos,/duermo en la tierra.” (45) Estos letreros, por cierto, siempre están atentos a la belleza de lo diminuto y a su simbolismo: “Maúllan, atacan, corren,/danse de gholpes contra las paredes/y no es más que la sombra de un volandero.” (54) Este museo convertirá la casa pechada, el pasado definitivamente perdido, en una casa aberta, iluminada para nosotros por estos poemillas que representan un mundo entero a punto de desaparecer, un museo de emociones pasadas, presentes y futuras, personales y colectivas, vivificadas para siempre por la palabra poética.

Pero este libro no es un simple museo porque todo en él está completamente vivo y coleando. Pichel no hace arqueología (quizá sí antropología) sino que crea un ambiente teatral en el que, como en las narraciones de Juan Rulfo, todo es un bullicio de vivos y muertos: “La niña escucha./Detrás de aquella piedra,/los muertos andan a fabular.” (101)

También es Cativa en su lughar  un viaje iniciático hacia la edad de la comprensión (sea cual sea esta) en la que la autora asume la complejidad de su pasado y se afirma libre, de ahí parte del carácter liberador: en el poema “Epílogo” “Cativa” le dice a su can “háceme un sitio en el pajar del trigo,/(…)/ando escapada”(112). Pero antes ha tenido que superar (y revivir) muchos miedos y muchas miserias: “Tú por querer, quieres volar. Pero no se te da,/no son alas eso que voltea la tierra, (…)//la maza genealógica,/la del padre,/la de la piedra./ Para mazar en ti, pum./para mazar en ti, pum, pum/ (…) y viene Cativa y mira y odia/y el odio la asusta y vase escapada” (55). En otro lugar es igual de clara: “duélenle las manos pero no dice nada,/pide perdón,/hace como está mandado” (59).

El viaje del que hablamos es el de la vida, claro, pero si quisiéramos verlo como el de la creación de este libro –que a fin de cuentas es lo mismo- encontraríamos que nace de una necesidad biográfica, que es un ajuste de cuentas con las lenguas de la autora, como ella misma confiesa, “Había que usar la lengua de la aldea para no ser aldeana” (7), y un grito de protesta liberador contra todas las formas de malos tratos, las del idioma, las de la escuela, las del sexo, las del machismo, las de los pueblos y las de las ciudades, las burdas y las sibilinas: “Sufrir por el hecho de hablar, eso no.” (9)

El poema “Epílogo” antes mencionado contiene esta aclaración entre paréntesis a modo de subtítulo, “(Canción de la reina liberada que rematará una pieza para monighotes que está por hacer)” (112) que nos recuerda que este libro también es un drama para títeres y “monighotes” que parece que quiere representar la Cativa adulta a sus nietos cativos, para que sepan, para que no olviden, para que vivan su catharsis. (Este aspecto dramático, como vamos viendo, daría materia para otro artículo.)

Las “notas” merecerían un estudio aparte. Son unas auténticas “Glosas alenses”, si se me permite el vocablo, que pretenden explicar términos desconocidos o ambiguos para el lector castellanohablante y lo hacen en un idioma que ya no es el castellano ni el gallego, sino una lengua en formación (y a punto al mismo tiempo de desaparecer; ¿no es eso lo que ocurrió con las primeras glosas medievales, en navarro-aragonés?), sin gramática definida, por tanto, y con un léxico prestado de aquí y de allá. Un ejemplo: “Gando. Es como ganado, toda clase de reses o gentes domesticadas y tratadas a palos. No vayan confundirte con trampa pequeñita y ghrande consecuencia, no te arreen con varas, que todo eso pronúnciase en un diosquetecreó si tú no espabilas.” (18) Estas glosas van tomando entidad propia y dejan de ser meras aclaraciones para convertirse en otro libro independiente, en otra parte de la historia en la que Cativa es personaje (a veces niña, a veces mujer) que participa y hasta dialoga: “Malformada. Es coruja pues tiene el ojo humano siendo como es una lechuza que mete miedo. (…) –Mirade, atendede, mirade lo que yo ando a hacer bien hecho de verdade, dice Cativa. Y viravuéltase por el prado abajo hasta el alto perfil del encantamiento. Un poema.” (96)

Entre las muchas maravillas de Cativa en su lughar destacan la musicalidad y la plasticidad. De un lado abundan el verso libre, contenido constantemente por el recuerdo de la musicalidad tradicional, el versículo y las jugosas prosas, entre otros metros. De otro lado, destaca una mirada fina, “La mañana despacio abre los ojos, / abre de espacio, mira de monte a río lo que baja/y duélele el sentido con la luz” (17). Muchas veces necesita el lenguaje infantil y el de la brujería, como corresponde a esa búsqueda de las raíces más profundas de su ser,  pues la infancia y su magia son el comienzo del viaje iniciático: “Rastrillo de palo/rastrillo de hierro/horquillas del mundo/palas de toda casta/palos de cada casa/palodepalo/palodepán/palodel-lomo y delas-piernas/palo de lumbre/guadaño, guadaña/azada y azadón/caldero/trasno del lavadero en el mes de enero/caldera y calderín/ y calderilla.” (23)

Es un libro tan personal, lírico y original que parece mentira que sea a la vez tan dramático y narrativo, tan local y tan universal. Es tan rico y complejo (en el mejor sentido), es tantas cosas a la vez, que me parece imposible nombrar todas sus caras, temáticas o estilísticas. En fin, creo que es un libro grande que será recordado.

 

[Luz Pichel nació en Alén, Pontevedra, y ha sido profesora de Lengua y Literatura castellanas. Ha publicado los siguientes poemarios: El pájaro mudo (Ediciones La Palma, 1990. I Premio internacional de poesía “Ciudad de Santa Cruz de La Palma”), La marca de los potros (Diputación de Huelva, 2004. XXIV Premio hispanoamericano de poesía “Juan Ramón Jiménez”), El pájaro mudo y otros poemas (Universidad popular José Hierro, 1004) y Casa pechada (Colección Esquío de poesía, Ferrol, 2006. XV premio “Esquío de poesía en lingua galega”). También ha publicado ensayos y traducciones de poesía. Ha sido traducida al inglés y al irlandés.]

 

Luz Pichel, Cativa en su lughar/casa pechada,  Ibiza, Progresele, 2013.

 

Escrito en Sólo Digital Turia por Miguel Mula Soler

Escritores regios

16 de septiembre de 2014 08:30:09 CEST

 Últimamente he estado en el correo electrónico como quien pasa las horas filosofando en el café. Vivir entre los libros y el diálogo internético me está convirtiendo en ermitaña, pensé, y decidí tomar aire fresco: me desprendí del teclado y salí rumbo a la Galería Regia. Era miércoles y esa noche se presentaba Cuaderno de la nieve (Mantis Editores-Conarte, 2004), nuevo poemario de Guillermo Meléndez.


En la mesa de presentación, Xavier Araiza y Eduardo Zambrano hablaban de la poesía de Meléndez. Se mencionó a Sartre, a Merleau-Ponty, a Pessoa. En el poemario las referencias son interminables: Blake, Dante, Eliseo Diego, Pizarnik, Nietzsche, Safo, Miguel Hernández, Cavafis... La poesía de Guillermo Meléndez no es nada fácil; y sin embargo, con toda su ironía y sus intertextualidades, resulta muy disfrutable.


Recordé las palabras de un amigo escritor una ocasión en que conversábamos precisamente de Meléndez, del prestigio que éste se ha ganado a fuerza de trabajo, de persistencia, de haber apostado a la poesía un poco en silencio, sin pretensiones, asumiendo su oficio desde un anonimato que parecía tenerlo sin cuidado y que desapareció con los años, cuando se convirtió en un -poeta de la ciudad, alguien que, como dijo Araiza durante su presentación, habla de las calles de Monterrey, de los bares, de los rincones que de pronto descubre ante los ojos de quienes habitamos esta ciudad sin asomarnos, casi sin verla.


Alguien había dicho hace poco que el poeta de la ciudad tiene en este momento 15 años, ya que hasta ahora no ha habido nadie capaz de sintetizarla. Descalificó a nuestros poetas uno por uno, asegurando de unos cuantos que sus textos resultan -decentes, pero no poseen grandeza.


A los regios nos resulta difícil aceptar la importancia de quienes se dedican a expresar la otra parte que somos: nuestras fantasías y deseos, nuestros sueños y desencantos. Si un gran poeta es aquel capaz de establecer con el lector una comunicación íntima, alguien que hace sentir al otro que el poema es suyo, que dice sus cosas, entonces no me explico el motivo por el cual, para nosotros, los buenos escritores no se relacionan con nuestras experiencias de lectura, sino con las opiniones del Centro. Sólo por esta vía se reconoce el trabajo de un escritor regiomontano.


Cuando pienso en la relación que existe entre nuestra ciudad y la poesía de Guillermo Meléndez me viene a la mente Álvaro Mutis, los lazos profundos entre sus textos y la Ciudad de México.


Pero comparar a Mutis con uno de los nuestros es arriesgarse a hacer el ridículo si Krauze no lo ha legitimado con anterioridad.


Para los regiomontanos, el problema de nuestros poetas es que son de aquí; en consecuencia, no se puede esperar gran cosa de ellos. He aquí un buen ejemplo de baja autoestima, una típica actitud regia.


II. Los fabulosos veinte


Sucede que, no conforme, el jueves regresé a la misma galería; esta vez para escuchar la lectura de Óscar David López, poeta de 22 años. La presentadora era Gabriela Torres, narradora de la misma edad, y actual becaria del Centro de Escritores.

La seriedad se les nota a los muchachos desde el principio, pensé, el afán de profesionalismo que los distingue entre sus compañeros.


No podía evitar una sonrisa de orgullo al escuchar a la Gaby leer, con su voz fuerte y su apostura envidiable, las múltiples referencias a poetas y narradores, grupos de rock, juegos de Nintendo, programas de televisión y toda una serie de elementos con los cuales dibujó un mapa generacional como introducción a la poesía de Óscar.


¿Qué dicen ellos en su momento de arranque, cuando apenas se dirigen hacia sus propias definiciones? Óscar David inició su lectura con tres epígrafes: uno de Gerardo Denis, el siguiente de Laura León, y el último de José José. Enseguida leyó una serie de poemas de calidad desigual, pero todos ellos frescos, rebosantes de energía, de ganas de decir sus cosas. Hubo dos o tres verdaderamente hermosos.


Evoqué a los Óscar y Gaby preparatorianos, cuando Óscar no se había enfermado, ni soñaba que vendrían estos dos últimos años de hospitales; cuando Gaby era una niña tímida que apenas hablaba; cuando aún no imaginaban que alguna vez iniciarían el proyecto Harakiri, que actualmente reúne a muchos de los escritores jóvenes de nuestra ciudad.


"La generación actual de talleristas hace demasiadas concesiones con estos jóvenes", suelen decir algunos escritores que conozco, "los están chiflando". Sin embargo, apenas empezó a leer Óscar recordé el apoyo de nuestros maestros y coordinadores. ¿Qué sería de nosotros si no nos hubieran mostrado una confianza de ese tamaño?


Me vinieron a la mente los dos Jorges: Xorge Manuel González y Jorge Cantú de la Garza. Recordé también algunas opiniones de sus compañeros, idénticas a las de mis conocidos. En el caso de nuestra generación, el apoyo de éstos y de tantos otros escritores significó, más que condescendencia destructiva, un empuje fuerte, una seguridad, una manera de ayudarnos a pisar tierra firme.


Al salir esa noche de la galería caí en la cuenta de que había presenciado una especie de reseña. No era solamente la gente de las mesas en ambos eventos, o el público que en las dos ocasiones llenó la sala; era el fenómeno literario regiomontano manifestado a través de diferentes generaciones. Un proceso vivo, dinámico.

 

Texto publicado en la sección Arte del periódico El Norte. Monterrey, México. (Noviembre 2004)

Escrito en Sólo Digital Turia por Dulce María González

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